“Anoche”, de Paula Manzone y Nicanor Loreti Por Gustavo Castagna Otro cruce entre el teatro y cine, otra tensa simbiosis entre dos lenguajes. Anoche recurre al texto de Paula Marzone, también directora de la película junto a Nicanor Loreti (Diablo; Kryptonita) para describir en un tiempo acotado y en un espacio casi único a cuatro personajes, sus psiquis y fobias, sus miedos y traumas, sus inseguridades y pocas certezas. El desafío es valioso pero casi inválido en sus resultados. Una pareja, un aniversario, la casa de ella (un imponente loft palermitano con exceso de pochoclo y una protagonista con remera de los Ramones… recool todo, che); la hermana de ella que llega con sus mambos a flor de piel (o escupiendo por la boca), como una especie de Judy Davis en la galaxia Woody Allen, y un cuarto “visitante” nocturno a la casa de Pilar… sí, adivinó: el ex de la hermana de la protagonista y algo metejoneado con la dueña de casa. Ah, por supuesto, la pareja de Pilar también está ahí, en ese lugar prolijísimo con luces pero escasamente iluminado de ideas acordes con el cine y el teatro en su compleja relación. La esforzada interpretación del cuarteto actoral neutraliza algunos de los momentos previsibles y escasos de timing de la hora de duración de la película. Como si se tratara de un cuerpo indócil y expuesto al tironeo entre el lenguaje del cine fusionado al teatral, Anochepresenta varios vicios en problemática anexión. Por un lado, la invasión de textos no deja lugar a un momento visual, aun escamoteado, oculto entre tantas palabras. La cámara hace lo que puede – a través de algunos “trabajosos” planos secuencia – para aligerar ese único espacio, amplio de por sí, pero estrangulado por la previsibilidad textual. Pero lo menos logrado es justamente eso: el escaso efecto que producen las situaciones entre los cuatro personajes, el casi nulo impacto que aunque sea permita transmitir un atisbo de simpatía y de complicidad con el cuarteto protagónico. Una hora dura Anoche, algo más con los créditos de cierre (ah, al final se muestran “los errores” de los actores… tampoco sin gracia alguna), sesenta minutos que parecen muchos más, casi interminables desde el errático comienzo hasta el rutinario desenlace. ANOCHE Anoche. Argentina, 2018. Dirección: Paula Manzone y Nicanor Loreti. Guión: Paula Manzone, sobre su propio texto teatral. Fotografía: Leonel Pazos Scioli. Montaje: Emanuel Flax y Nicanor Loreti. Dirección de Arte: Catalina Oliva. Música: Pablo Sala Producción: Oriana Castro, Nicolás Galvagno, Nicanor Loreti, Paula Manzone, Magdalena Schavelzon, Hori Mentasti y Esteban Mentasti. Intérpretes: Gimena Accardi, Benjamin Rojas, Valeria Lois, Diego Velazquez. Duración: 68 minutos.
“Sueño Florianópolis”, de Ana Katz Por Gustavo Castagna Aquel sueño de la clase media de los 90, en el supuesto paraíso “Floripa”. Aquella Argentina, aquellos argentinos, aquellas “familias tipo” Ana Katz vuelve a colocar su sutil bisturí cinematográfico en las descripción de un clan familiar (como en Los Marziano), en las soledades y rupturas afectivas (como en La novia errante), en los miedos y temores aun pequeños o insignificantes (como en Mi amiga del parque). Retorna para desmenuzar cierta neurosis de un clan familiar pero sin estallidos catárticos y un sinuoso estado de las cosas que nunca explotará en exceso sino que la directora volverá a manejar con breves pinceladas, detalles ínfimos, cruces de miradas, recorridos y caminatas, inconvenientes lingüísticos (¡“el portuñol”!) y recuerdos por aquellos buenos tiempos que no vuelven y que ahora se manifiestan en ese mismo paisaje, similar pero distinto. Y está bien que el matrimonio de Lucrecia y Pedro (Mercedes Morán y Gustavo Garzón, excelentes ambos) sean psicoanalistas y una pareja separada pero no del todo, tal vez supeditada a ver qué pasará durante esas vacaciones a inicios de los 90, que se emprende con dos hijos ya no adolescentes, con un modo de vida distinto al de los progenitores, acaso parecido o diferente porque el tiempo pasa y la mirada es distintas, ya que observa de otro modo, se proyecta y se asocia (casi) de manera permanente. Y aparecerán, por esas brillantes casualidades y azares de un guión perfecto a cargo de los hermanos Katz, una pareja (complementaria) de lugareños brasileños, espejos y reflejos de otro modo de vida al del matrimonio visitante. Y surgirá la atracción y las cosas que la pareja extranjera no se dice, pero se palpita en cada gesto y mirada, en especial, de Lucrecia hacia el anfitrión. Y el arco se cerraría con otra pareja, mostrada de manera fragmentada, argentina, a los gritos en ese paisaje, peleándose y reconciliándose ante la “mirada de los otros”, es decir, de sus psicoanalistas. Esa lectura observacional que Katz propone a sus personajes tiene su base argumental en las películas de Rohmer, acaso en los cuentos de las estaciones. Pero la astucia de la directora es no aferrarse únicamente a la palabra y al texto “banal” que tan bien manejaba el director francés. En Sueño Florianópolis, Katz promulga una extraña simbiosis entre materiales rohmerianos fusionándolos a ciertas atmósferas procedentes de los mejores exponentes del cine de Woody Allen. Y esto va más allá de la profesión de Lucrecia y Pedro. Katz confía, como siempre, en husmear a sus protagonistas en lugar de juzgarlos, en desnudar sus flaquezas y debilidades (también algunas de sus miserias) pero jamás acusándolos por sus comportamientos y decisiones. Para lograrlo, como ocurre en Sueño Florianópolis, se vale de un soterrado y subliminal humor, nunca explícito (allí el reflejo principal va hacia Los Marziano), insinuante en sus casi escamoteos, contundente en su susurrante exposición. Sueño Florianópolis confirma (otra vez) a una de las realizadoras más importantes y originales de las últimas dos décadas. SUEÑO FLORIANÓPOLIS Sueño Florianópolis. Argentina-Brasil-Francia, 2018. Dirección: Ana Katz. Guión: Ana Katz y Daniel Katz. Fotografía: Gustavo Biazzi. Música: Maximiliano Silveira, Beto Villares, Erico Theobaldo y Arthur de Faría. Edición: Andrés Tambornino. Dirección de arte: Gonzalo Delgado. Sonido: Jésica Suárez. intérpretes: Mercedes Morán, Gustavo Garzón, Marco Ricca, Andrea Beltrão, Manuela Martínez, Joaquín Garzón, Caio Horowicz. Duración: 106 minutos.
“Introduzione all´oscuro”, de Gastón Solnicki Por Gustavo Castagna Historia de una amistad que se rompió de manera abrupta, inesperada, fatal. De esa manera puede comprenderse el trabajo del Historia de una amistad que se rompió de manera abrupta, inesperada, fatal. De esa manera puede comprenderse el trabajo del director Gaston Solnicki y la referencia permanente hacia Hans Hurch, programador de la Viennale, el más que relevante Festival de Cine de Viena. Hurch falleció en 2017 y su amigo, director argentino de Südden, Papirosen y Kékszakállú, presentadas las tres en diferentes ediciones del evento vienés, rinde homenaje no solo al hombre de cine sino también al individuo. Por eso la cámara de Solnicki, con el director más que presente en imagen, recorre el duelo en una travesía entre turística y cultural, por esos ambientes y espacios que caracterizan a la ciudad invocada y al personaje fallecido: el Bösendorfer Salon, la sala cinematográfica Gartenabu, el Museo de Arte Moderno y hasta el cementerio de Zentralfriedhof, donde está enterrado Hurch. En ese divagar por la ciudad, se entrometen citas y referencias al cine, por ejemplo, al gran Ernst Lubitsch, invocado en los últimos minutos del documental, con el director Solnicki en el escenario con el propósito de recordar al homenajeado, A esas dos vertientes temáticas, la del viajero que refleja a la ciudad con la intención de buscar el fantasma de su amigo, más las referencias cinéfilas acordes al prestigio del cineasta clásico, se suma un tercer vértice argumental que ausculta en los ensayos de obras del músico italiano Salvatore Sciarrino, emprendimiento al que el director Solnicki propone conectar con Hurch. Por eso, Introduzione all’oscuro descansa en algunos de sus minutos exhibiendo ensayos de la obra del músico, cuestión que no debería sorprender viniendo de un realizador adicto a esta clase de expresiones musicales. Este patchwork estilístico y temático no admite espectadores excesivos. Su mezcla de documental, película-homenaje, paseos por la ciudad deseada y música afín puede provocar una similar dosis fluctuante entre la algarabía y el respecto solemne, y en oposición, un rechazo sin contemplaciones con algunas grajeas de ira y nulo interés por las imágenes. INTRODUZIONE ALL’OSCURO Introduzione all´oscuro. Argentina / Austria, 2018. Dirección y guión: Gastón Solnicki, inspirada en la pieza de Salvatore Sciarrino. Producción: G. Solnicki, Benjamín Domenech y Santiago Gallelli. Fotografía: Rui Pocas. Montaje: G. Solnicki y Alan Segal. Con: Han Gyeel Lin, Alexandra Prodaniuc, Karin Krank, G. Solnicki, Ka Ming Man, Alan Segal. Duración: 66 minutos. Se exhibe los sábados a las 20 en el MALBA.
“3 Rostros”, de Jafar Panahi Por Gustavo Castagna Jafar Panahi vuelve con su cuarto film rodado bajo la condena impuesta por el régimen teocrático de su país (*). Retorna a un cine de espacios abiertos, de búsquedas no solo temáticas sino también formales, donde vuelven a fusionarse el documental y la ficción, la representación de los hechos con la realidad coyuntural, la sabia combinación de situaciones y personajes con una geografía rural que desmenuza a una sociedad arcaica y primitiva. Al inicio una adolescente registra vía celular su propia muerte debido a la desidia de sus padres que no aceptan un futuro lejos de aquellas tierras áridas, un futuro relacionado a su deseo de ser actriz. Desde allí el mismo Panahi y la actriz Behnaz Jafari, con aquellas imágenes terroríficas que llegaron a sus manos, salen a resolver ese enigma. ¿Quién envió la grabación? ¿Ella murió o nada sutilmente manipuló las emociones del director y la actriz con el propósito de llamar la atención? ¿Quién sujetaba la soga que anudó el cuello de la supuesta joven suicida? Bajo esos parámetros, 3 rostros se abre a un abanico de infinitos territorios a explorar por el dúo de “investigadores”. Por un lado, el descubrimiento de una sociedad que no acepta al que desea alejarse de su terruño para emprender una vida diferente. Por otra parte, la desconfianza que transmite la pareja central a los pueblerinos, acostumbrados a un mundo de regido por un manual acorde a los mandatos paternos y, por ende, procedente de las decisiones que toma el hombre (“el padre de familia”) por encima del resto. En esas variables temáticas y formales, a Panahi / actor se lo ve a sus anchas adoptando un rol secundario (haciendo de sí mismo, claro) para entregarle el nervio narrativo de su historia a la actriz Jafari. Ella, en su rol de mujer, es la que poco a poco descubre las características de esa zona ubicada entre Turquía y Azerbaiján, se sorprende ante ciertas “reapariciones”, se pelea y reconcilia con Panahi, se establece como mujer en un territorio hostil. El fantasma del gran Abbas Kiarostami recorre más de una escena de 3 rostros, más de un camino de tierra, más de un viaje en ese auto que maneja Panahi. No solo por la sustancia temática (La vida continúa sería el primer espejo) sino también por la forma en que se conciben determinadas escenas con esos planos secuencia contemplativos que eran tan adictivos en el cine del maestro iraní (acá los espejos van desde Detrás de los olivos hasta El viento los llevará y El sabor de la cereza). Pero la película de Panahi – con semejante herencia – tiene su vida propia, sus matices particulares, su mirada personal en relación a un conflicto específico que se convierte en una lectura sin contemplaciones de una sociedad determinada. (*) 3 rostros es la cuarta película de Panahi “bajo arresto” o supeditado a la condena que le impuso el gobierno iraní durante 2011. Primero fue Esto no es un film (premiada en Cannes); luego Pardé / Closed Coutain y Taxi y ahora 3 rostros. Como mi desconocimiento sobre ciertos temas legales es menos que escuálido, surgen preguntas, así al voleo: ¿Panahi está “condenado” pero sigue filmando? ¿El director está en libertad condicional y carga con su condena, luego de filmar, encerrado en su casa? ¿Hay un acuerdo implícito o no tanto entre el condenado y el poder? Espero alguna respuesta que disimule un tanto mi amplia ignorancia. Felicidades. 3 ROSTROS 3 Faces. Irán, 2018. Dirección: Jafar Panahi. Guión: Jafar Panahi y Nader Saeivar. Fotografía: Amin Jafari. Edición: Mastaneh Mohajer y Panah Panahi. Con: Behnaz Jafari, Jafar Panahi, Marziyeh Rezaei. Duración: 100 minutos.
“Río Mekong”, Laura Ortego y Leonel D’Agostino Por Gustavo Castagna El hecho histórico se cruza con la actualidad: de eso trata Río Mekong, documental de Ortego y D’Agostino que refiere a los refugiados laosianos y camboyanos que llegaron al país en 1979 por gestión de Naciones Unidos. El centro del relato, en tanto, es Vanit Ritchanaporn que cruzó el río del título para huir de la guerra civil en Laos. Desde ahí, yendo de lo general hacia aquello particular, el trabajo profundiza las rutinas y supervivencias de laosianos en Chascomús (allí está anclada la comunidad más numerosa de Latinoamérica) y Misiones, escarbando en los recuerdos – las imágenes de archivo son potentes – y en una actualidad donde se entremezcla el desarraigo, el descubrimiento de una nueva sociedad, la labor cotidiana, el clan familiar, las relaciones con otros refugiados de aquellos paisajes tan lejanos. En ese punto, la hora de duración del documental favorece al ritmo interno de la narración: los testimonios son los necesarios y nunca excesivos, las rutinas laborales son exhibidas con el tempo justo y necesario y el ida y vuelta entre el pasado y el presente converge a favorecer el resultado final del relato. Una idea que moviliza internamente al documental es que Vanit formó una numerosa familia y cada uno de sus integrantes tiene su espacio, breve y concreto. Pero están, como si fueran un coro secundario pero importante, cada uno en lo suyo, matizando un discurso diferente al de aquel sobreviviente del desastre. RÍO MEKONG Rio Mekong. Argentina, 2017. Dirección y guión: Laura Ortego y Leonel D’Agostino. Producción: Déborah Fiore, Nicolás Batlle y Leonel D’Agostino. Fotografía: Gustavo Schiaffino. Registros: Gustavo Tarrio y Laura Ortego. Edición: Misael Bustos. Diseño de sonido: Omar Mustafá. Música: Sebastián Coll. Duración: 62 minutos.
“Las herederas”, de Marcelo Martinessi Por Gustavo Castagna Bienvenido el estreno de una película paraguaya, aun cuando en Las herederas, al momento de la inversión de dinero, participaran una decena de países. Bienvenido este reencuentro con una cinematografía casi huérfana pero que hace un par de años presentara 7 cajas, exponente ad hoc de una forma de hacer películas con planos cortos y cámara en mano que retrataba a una sociedad urgente y en tensión en un espacio asfixiante simbolizado por un micromundo a pleno estallido y violencia visceral. 7 cajas, como se esperaba en la aldea global del cine, tuvo su recorrido por festivales, premios y galardones. Con otro criterio estético y una diferente construcción de relato surge la opera prima de Marcelo Martinessi, que hace poco también engalanó alfombras rojas de alto prestigio. Esas “Red Carpet” festivaleras siempre disponen de su arsenal ideológico-económico por descubrir algo nuevo, o una cinematografía incipiente o a un paisito perdido en este continente (para la mirada centroeuropea de evento del cine todos los países de México para abajo son “paisitos”) o algún pedazo de tierra aun virgen o algo parecido (es decir, aun “sin cine de festival”). Que se entienda: no está mal, todo lo contrario, que una película compita en festivales clase A y que se convierta en el re-nacimiento de una cinematografía. Los temas, que exceden esta reseña, por lo tanto, serían dos (tal vez más): 1) A través de qué mecanismos estéticos y de producción se llega a concebir “un cine para festivales” (ejemplos, por acá, sobran) y 2) Cómo será “el día después” y qué se hace luego del aplausómetro canino o berlinés y del desfile de smoking(s) y de vestidos glamorosos para las fauces de los paparazzis y admiradores. Considerando (o no) estas ideas tiradas medio al voleo, que van más allá de virtudes (o no tanto) de Las herederas, la película describe a un mundo asfixiante, a un coto cerrado que tiene a dos mujeres mayores, en pareja hace tiempo, a una casa repleta de recuerdos “caros” y muebles que podrían venderse y a un pasado (económico) que no vuelve en contraste con una actualidad nada placentera (desde lo económico pero también afectivo). Chiquita (Margarita Irun) es un sujeto activo que irá a la cárcel debido a un fraude, en tanto, Chela (Ana Brun), una vez que su pareja está aún cerca pero lejos de ella, se moviliza desde varios aspectos para escapar de la rutina. Aparecerá una empleada doméstica (sutil lectura clasista sobre la sociedad paraguaya), pero antes que nada, Chela se convertirá en una “taxi driver” de mujeres de alto poder adquisitivo o, en todo caso, de una aristocracia paraguaya que a través de su discurso – simpático y verborrágico – jamás olvida su origen y ubicación social. Pero el personaje clave (para Chela) será Angy (Ana Ivanova), una mujer más joven, oscilante en el terreno afectivo, diferente en casi todo a su chofer ocasional, de verba catártica en más de una oportunidad. En los encuentros, en los pequeños detalles de esta relación entre dos mujeres, en los silencios y miradas de Chela y en un erotismo todavía culposo y sutil, Las herederasencuentra sus mejores momentos. Cine minimalista, de casa y pareja en declinación y de apostillas certeras más que de discursos contundentes (un registro clave que complace al mundo festivalero y al goce de buena parte de la crítica de cine), el opus inicial de Martinessi está concebido, como tantos otros ejemplos, desde una extrema astucia aunada a una buena dosis de cálculo. Se verá, entonces, qué depara el futuro. LAS HEREDERAS Las herederas.Paraguay/Uruguay/Brasil/Francia/Noruega/Alemania, 2018. Dirección y guión: Marcelo Martinessi. Fotografía: Luis Armando Arteaga. Montaje: Fernando Epstein. Sonido: Fernando Henna y Rafael Alvarez. Dirección de arte: Carlo Spatuzza. Intérpretes: Ana Brun, Margarita Irún, Ana Ivanova, María Martins, Alicia Guerra, Yverá Zayas. Duración: 94 minutos.
“Nuestra hermana menor”, de Kore-eda Hirokazu Por Gustavo Castagna Nunca entendí el excesivo prestigio que Hirokazu Kore-eda tiene en el mundo de los festivales y en buena parte de la crítica de acá y de allá. Está bien: su lejanísima opera prima, After Life (1999), exhibida y ganadora en aquel primer Bafici, sigue manteniendo su importancia. Aquella novedad argumental del film, el tono bajo y sutil y la forma en que se transmitía el encuentro con la muerte, entre otras cuestiones, sirvieron como presentación de un cineasta debutante. Luego vendrían, entre otras, Nadie sabe; De tal padre, tal hijo y Un día en familia, diferentes en sus propuestas, pero más arraigadas a cierto academicismo festivalero, global y de consenso, que articulan un discurso que apela a la emoción, a ciertos lugares comunes, al reflejo de una sociedad en donde la familia es el sostén primordial para disimular carencias y ausencias. Las películas – con subas y bajas – funcionan desde sus propósitos iniciales pero los materiales cinematográficos ya resultaban convencionales, poco arriesgados, supeditados a la búsqueda del impacto emotivo. Dentro de esos tópicos puede analizarse Nuestra hermana menor, que no es el último film del cineasta (Shoplifters, Palma de Oro en Cannes este año, se estrenaría en febrero), donde el director asiático vuelve a interesarse por la des-composición familiar y los intentos en volver a armar un clan anárquico, disfuncional y que parece perdido en el tiempo. Es lo que ocurre con tres hermanas (Souchi, Yoshino y Chika), chicas de barrio, que viajan a propósito de la muerte de su padre con el que no tuvieron relación alguna durante 15 años. Pero aparece Suzu (de ahí el título de la película), una adolescente, una hermanastra, una desconocida. Con este conflicto –descripto a través de detalles breves y cautos –Nuestra hermana menorestimula el tono bajo y susurrante, las pequeñas rencillas, el re-descubrimiento de los afectos. Otros personajes se sumarán a la historia de las cuatro mujeres, familiares, compañeros de trabajo, parejas, jóvenes pretendientes a novios. Así es el cine de Kore-eda: Nuestra hermana menor se ve sin demasiados inconvenientes aun cuando el exceso de metraje perjudica a la trama en la segunda mitad. El problema sigue siendo la forma en que utiliza los recursos cinematográficos al servicio de la puesta en escena. La música es empalagosa y pueril con sus violines que buscan la lágrima fácil. Los planos que transcurren cerca del mar también son obvios y redundantes como material simbólico. Las relaciones que se van estableciendo entre los personajes (de afecto, de amistad, de reconciliación) están trabajadas desde una superficie insoportable, sin profundizar ni ahí culpas propias y ajenas. Kore-eda confunde lirismo (en clave berreta) con pretender ser “poético” mostrando a las cuatro hermanas mirando el mar. Como ocurría en algún teleteatro de hace décadas, ahora con más dinero, bien facturado desde la parte técnica y recurriendo a exteriores estilo postal turística de un barrio japonés de clase media. NUESTRA HERMANA MENOR Umimachi Diary. Japón, 2015. Dirección, guión y montaje: Kore-eda Hirokazu. Fotografía: Mikiya Takimoto. Música: Yôko Kanno. Intérpretes: Haruka Ayase, Masami Nagasawa, Kaho, Suzu Hirose y Ryo Kase. Duración: 127 minutos.
“Julia y el zorro”, de Inés María Barrionuevo Por Gustavo Castagna Una madre, una hija, una ausencia, una casa, un lugar invadido que hasta incluye el robo de una heladera. Espacios a recuperar o espacios por ocupar. O por lo menos, intentarlo. En los últimos meses un sector del cine argentino construye sus historias desde espacios en tensión: casas, habitaciones, camas, ausencias, presencias. Lugares que fastidian y se agotan en sí mismos. Lugares que pertenecen a algo que se está yendo o que se intenta recuperar. O tal vez ocupar por primera vez. Me refiero a La cama de Mónica Lairana –estreno de la semana pasada- y al film cordobés Casa propia de Rosendo Ruiz. Diferentes desde la concepción y propósitos de los personajes, las dos describen a un espacio viejo o nuevo, un espacio al fin, un espacio a descubrir y otro que agoniza. La segunda película de la también realizadora cordobesa Inés Barrionuevo, luego de la más que interesante Atlántida, recorre un espacio que está de duelo, un auto destrozado, un electrodoméstico que fue robado, un graffiti incomprensible, un invierno que cruje adentro y afuera de esa casa de Unquillo, ahora re-habitada por Julia (Umbra Colombo), una viuda al borde del retiro como actriz, y a su pequeña hija Emma (Victoria Castelo Arzubialde). El relato inicial circunscripto a la relación madre-hija deja lugar a otros personajes y situaciones: un amigo de Julia también actor, los ensayos de una obra teatral, un encuentro sexual de la protagonista con una joven del pueblo, un chico que traba amistad con Emma… y un zorro que se “presenta” (metáfora, clara y transparente) desde la voz en off, más adelante durante la zona media del film y también en el desenlace, propiciando que la trama redunde en la obviedad de la fábula pero sin demasiados misterios, sin nuevos lugares a recorrer, sin sorpresas que fusionen aquello fantástico con lo cotidiano y familiar. Julia y el zorro navega entre la perfección formal y un árido distanciamiento que la directora elige para que no se materialice una inmediata empatía con el espectador. A diferencia de Atlántida, donde el erotismo afloraba con astucia y sutileza en más de una secuencia desde su misma convalidación por tratarse de una película de crecimiento hacia la adolescencia, Julia y el zorro descansa en un tono ajeno a la emoción, invadido por las dudas e incertidumbres de Julia, un personaje complejo que carga con el objetivo de alejarse de ese pasado aun cercano y tormentoso que extiende el duelo debido a la ausencia física producida por una tragedia. Acaso la presencia del zorro afuera de la casa, observando el conflicto a una distancia pronunciada, también permita sugerir que se trate de una metáfora (¿transparente?) entre la película y el espectador oteando las idas y vueltas de Julia y su pequeña hija, dos personajes in-completos frente al vacío. JULIA Y EL ZORRO Julia y el zorro. Argentina, 2018. Dirección y guión: Inés María Barrionuevo. Producción: Juan Pablo Miller y Inés María Barrionuevo. Fotografía y Cámara: Ezequiel Salinas. Dirección de arte: Carolina Vergara. Vestuario: Sol Muñoz. Sonido: Atilio Sánchez. Música: Germán A. Sánchez. Montaje: Rosario Suárez. Intérpretes: Umbra
“La cama” de Mónica Lairana Por Gustavo Castagna A su manera, La cama es una película revolucionaria. Desde la forma en que está concebida y los silencios de los personajes hasta una puesta de cámara (con herencias subliminales o no de los trabajos de Gustavo Fontán) que conlleva a la articulación y desarticulación corporal de una pareja a punto de separarse, rodeada de cajas y recuerdos, de una casa en venta y de una vida en simultáneo que parece terminar Pero no son cuerpos perfectos: el paso del tiempo, el envejecimiento, el deterioro y una sexualidad que parece haberse ido para siempre actúan como ejes dramáticos de una puesta en escena austera, de mínimos detalles, de recorridos por espacios vacíos y objetos de uno y otro que serán separados por sus dueños. Jorge (Alejo Mango) y Mabel (Sandra Sandrini), cuerpos y rostros y brillantes actuaciones del dúo, son buscados por la cámara de Mónica Lairana con el propósito de explorar solo en lo necesario, en la mínima información, en la hipótesis de un encuentro sexual (acaso el último) que debería ser feliz, pero no, porque el paso del tiempo y el placer dejaron lugar al resguardo afectivo, al miedo por quedarse solos, al que solo desea protección, acaso un abrazo, un beso, una mirada. Hasta ahí. Por eso el otro protagonista central (en campo o fuera de campo, modificado o camuflado) es la cama. El deseo que no está presente, el llanto, el mínimo reproche, la vuelta a la cama que será ocupada por otras cosas. La imagen de Mabel sacando la ropa (mucha, muchísima) de un armario y tirándola a la cama, con la cámara fija, resulta conmovedora. Como material simbólico y como explicación sin subrayado de que el deseo no está o parece que fue para no volver. Es que La cama – bienvenida y más que original y riesgosa opera prima de Lairana -, además de la ya citada escena, tiene un montón de tomas fijas que logran conmover con poco y nada. La pareja separando sus medicamentos (las dos manos, las voces, los remedios, nada más); Mabel levantándose de la cama y buscando a Jorge, a los gritos y desesperada, por toda la casa; la pareja metiéndose en una pileta Pelopincho. En fin, solo cito tres pero hay muchas más. Y esos cinco minutos finales, con esa secuencia sexual protagonizada por esos mismos cuerpos del comienzo y la intimidad a flor de piel que finalmente se completa a través del coito. ¿Será el fin? ¿El reinicio? ¿No habrá día después? Una secuencia final con la cámara fija que, como ocurre en otros grandes desenlaces (por ejemplo, Faces de Cassavetes y Las amargas lágrimas de Petra Von Kant de Fassbinder) plantearían imaginar, porqué no, ese instante siguiente, ese día después. O el momento en el que llega el flete o ese último beso de despedida o el instante en que se colocaría el cartel de venta en la fachada. Es que La cama es una película en tiempo presente, un presente continuo de una pareja, de un espacio a punto de desaparecer, de una relación que parece pero no quiere terminar. Y allí siempre está la calidez cinematográfica de Lairana, acariciando a sus dos personajes, protegiéndolos, exponiéndolos al detalle, convirtiéndolos en criaturas maravilosas. LA CAMA La cama. Argentina/Brasil/Alemania/Holanda, 2018. Dirección y guión: Mónica Lairana. Fotografía: Flavio Dragoset. Edición: Eduardo Serrano. Dirección de arte: Maru Tomé y Renata Gelosi. Sonido: Germán Chiodi. Con: Sandra Sandrini y Alejo Mango. Duración: 94 minutos.
“El libro de la imagen”, de Jean-Luc Godard Por Gustavo Castagna Acontecimiento, suceso, hecho extraordinario. Elija cualquiera de los tres rótulos u otro que se le acerque. En efecto: que se estrene comercialmente “el último Godard” implica eso y mucho más. Los defensores de su obra –desde los primeros cortos hasta El libro de la imagen, es decir, todo o casi todo aquello que hizo en más de 60 años – nuevamente preparamos una al lado de otra la batería de elogios recurrentes y habituales. Los detractores (uf), por su parte, volverán a hablar de su ego, su presuntuosidad, su pose de oráculo poco entendible y esto y aquello (que incluye, solapadamente o no, la crítica hacia los defensores de JLG). En el medio, otro montón de interesados que prefiere su etapa inicial, desprecia la era de la militancia y empieza a despedirse de JLG, sin fervores o excesos a favor o en contra, desde mediados de los 70 en adelante, es decir, cuando se presenta al mundo el Godard-video (Número 2, 1974). Basta de prólogos. El libro de imagen se refleja en el Godard de los últimos años, el de Nuestra música, Film socialismo y Adiós al lenguaje, no solo por la saturación de colores, la prédica de contar una no-historia o la forma en que se representa al mundo actual mirando al pasado. La manera que JLG aborda una y otra vez sus obsesiones temáticas ostenta una operación estética que el responsable conoce de memoria: hacer anclaje en hechos del siglo XX para hablar de estos días y desde allí volver a imponer su descreimiento, su postura nihilista sobre los tiempos que se vienen, su visión casi suicida en relación al contexto. La vieja Europa, desde la mirada eurocéntrica de Godard, del Godard intelectual y reflexivo, del que propone un poema en imágenes y no una película, se materializa nuevamente en El libro de imagen. Más aun, esas imágenes transmutadas en libro, un libro visual o una imagen dentro de un libro, tiene su origen (otra vez) en aquel trabajo que Godard iniciara hace tres décadas y que le sirviera para describir al cine como testigo sobreviviente de un siglo XX que rozaba su epílogo. Sí, claro: Histoire(s) du Cinéma (1988/1998) es el aluvión inicial que deja vislumbrar el epitafio (hasta hoy interminable) de un pensamiento y el primer abordaje hacia otras zonas parecidas y / o casi similares, o en todo caso, dirigidas a esos films adyacentes y complementarios que llegan hasta hoy. El libro de imagen es el último ejemplo. Docenas de imágenes de películas y frases de textos de autores importantes rondan en la hora y media de “el último JLG”. Y si es así, ¿por qué no deberían también estar fragmentos de títulos del Godard de los sesenta y de aquella irrepetible Nouvelle Vague hasta más cercanos en el tiempo, como Alemania nueve cero, Helas pour moi y Adiós al lenguaje? En los últimos veinte minutos de El libro de imagen, Godard articula su discurso desde la in-comprensión del mundo árabe, más específicamente de una entelequia arrasada llamada Arabia, como cuna de una civilización que la mirada centroeuropea burguesa jamás podrá descifrar desde su afán destructivo. Allí, JLG recurre a materiales caseros de fuerte impacto visual, a construir un discurso que fustiga al poderoso, al habitante actual de un paisaje en permanente tensión. Godard habla de Arabia pero también la geografía elegida puede parecer meramente situacional ya que la mirada se amplifica y llega a otros territorios parecidos. Godard deja su traje de revolucionario burgués para acomodarse en otro que propone resistir, en un ropaje de trinchera y barricada que ¿acaso? Intentará evitar la plaga fascista y dictatorial que se avecina en múltiples paisajes y geografías de estos días. Nada mal para seguir reflexionando desde la opinión de un artista de dos siglos. Nada mal para alguien que dentro de unos días celebrará su cumpleaños 88. EL LIBRO DE IMAGEN Le livre d’image. Francia / Suiza, 2018. Dirección y guión: Jean-Luc Godard. Producción: Fabrice Aragno, Mitra Farahani, Hamidreza Peiman y Georges Schoucair. Fotografía: Fabrice Aragno. Edición: Jean-Luc Godard. Con: JLG (narrador), Dimitri Basil. Duración: 84 minutos.