Una relación particular en medio del horror El film de Rachid Bouchareb indaga en las secuelas de los atentados ocurridos en los subtes de la capital inglesa en 2005. Dos padres de orígenes dispares se encuentran en la búsqueda desesperada del paradero de sus hijos. El terror se instaló en Londres el 7 de julio de 2005, debido a un atentado en el transporte público: 56 muertos y 700 heridos fue el saldo de un nuevo capítulo del terrorismo del siglo XXI. Sobre ese paisaje tenebroso, el francés Rachid Bouchareb construyó una ficción que no remite al hecho en sí, si no a la búsqueda de un padre y una madre que intentan descubrir el paradero de sus hijos. La propuesta argumental es válida y apunta a la emoción: dos seres solitarios, de orígenes diferentes, buscando a sus vástagos, siguiendo atentamente las noticias del cruento suceso, recorriendo un paisaje donde se huele la muerte, en una ciudad sin vida, desesperada frente a lo inexplicable. Por otra parte, al padecer y sufrir la hipótesis de una ausencia aún no confirmada, los progenitores establecen una particular amistad y presentan sus propias características: ella, profesando su cristianismo y disimulando su viudez; él, el típico extranjero mal visto en un país extraño, proveniente de un modo de vida ajeno al de una capital del Primer Mundo. Bouchareb, en este punto, cuenta un cruce de culturas diferentes con una mirada didáctica, casi escolar, sin demasiado vuelo. Tampoco London River expresa algo más que una relación humana en medio de la desolación y las preguntas sin respuestas. El guión sentencia determinadas frases de librito políticamente correcto y la narración acumula cierta pereza y poca originalidad. Los dos actores principales funcionan como un perfecto mecanismo de relojería, especialmente la inglesa Brenda Blethyn (Secretos y mentiras, de Mike Leigh) y su vocecita chillona, que puede provocar placidez e irritación en dosis similares.
Dos ideas opuestas sobre el mundo Film de cámara, ambiente (casi) único, dos mundos opuestos, batalla dialéctica. Para este tipo de película, la receta tiene que funcionar a la perfección: personajes interesantes, diálogos filosos y el intento del director por construir un espacio cinematográfico, desprendiéndose de la caja cerrada, la asfixia teatral. El punto uno obtiene la victoria desde el comienzo, a raíz de la contundencia que tienen Pierre Peders (periodista y ex corresponsal de guerra) y Katya (estrella de televisión y films clase B), dos personajes en franca oposición con respecto al mundo y a la vida en general. Los textos, por su parte, ingeniosos algunos y banales otros, con cierto tufillo a sentencia explícita, juegan con la incertidumbre, el cambio de roles, la relación que se establece entre alguien que domina y otro que es dominado, la clásica historia del gato y el ratón. Steve Buscemi, como director, hace todo lo posible por alejarse del origen teatral, moviendo la cámara, recorriendo el amplio loft artesanal donde vive Katya, jugando con la composición del cuadro sin caer en manierismos inútiles. En efecto, que Interview reciba un “aprobado” es algo seguro, aun con las convenciones y lugares comunes afines a un film de cámara: en algún momento, las máscaras van a caerse, las apariencias dejarán de ser tales y el juego de poder entre Pierre y Katya expresará derrotas importantes y victorias efímeras. Interview, remake de un film holandés realizado por un director que fuera asesinado debido a sus prédicas en contra del Islam, cuenta con las buenas actuaciones de Buscemi y Sienna Miller, quienes en algún momento disimulan ciertas reiteraciones de la trama. Por último, hacer referencia a la apabullante belleza de la actriz también sería un lugar común.
Feliz cumpleaños entre hippies y platos voladores Hoy se estrena la película de Néstor Montalbano que protagonizan Diego Capusotto y Luis Luque. El film cuenta cómo dos ex rockers compiten con los habitantes de un pueblito de las sierras para ver a quién abducen los extraterrestres. Bienvenidos a la película-cumpleaños. O a la fiesta demencial que propone Pájaros volando. Los anfitriones son Capusotto y Montalbano, pero también Damián Dreizik, el guionista del film, que además encarna a uno de los personajes desquiciados por la inminente llegada de los platos voladores. El pretexto argumental es el siguiente: José es un rockero sin suerte que sólo embocó un hit, un clásico que quedó en el recuerdo, en tanto su primo, el gurú-profeta Miguel, lo convoca a través de una señal como uno de los elegidos para aguardar el arribo de los extraterrestres. Pero hay otros que desean lo mismo y entonces se establecerá una competencia porque sólo uno, entre tantos alucinados por las circunstancias, será el abducido por los marcianos. Sin embargo, hay más hasta llegar a la secuencia final, delirante como muchas anteriores: breves intervenciones rockeras (Cantilo, Zavaleta, Puyó), efímeros narradores (Víctor Hugo Morales como presentador de la historia) y cameos intensos y simpáticos, como el de Antonio Cafiero, donde Beckett y Perón van juntos por la misma senda. Y por si fuera poco, la banda soporte de José y Miguel (Capusotto y Luis Luque, claro) está integrada por gente de Aquelarre, Vox Dei, Almendra, aquellas bandas de los inicios del rock nacional. En efecto, Pájaros volando puede verse como Peter Capusotto y sus videos en versión de casi dos horas, con sus subidas y bajadas, sus momentos festivos y originales, y también algunos de menor interés. Como ocurre en una fiesta o cumpleaños donde los anfitriones desean que los invitados se sientan cómodos y compartan sus homenajes a la música, su mirada sobre el hippismo, su inclinación por el absurdo llevado al extremo, su inagotable catarata de ideas y chistes visuales y verbales. No hay impedimento posible, ni tabú o cuestión moral alguna en la historia que cuenta Pájaros volando. Y, justamente, en su falta de límites y en su obsesión por no temerle al ridículo se encuentran muchas de sus virtudes. Un ejemplo, entre tantos, de extrema adrenalina al servicio del disparate: la conversación, vía trip, que tienen Capusotto y un gorila. En fin, eso es Pájaros volando: una fiesta donde la torta no sólo está allí para comerla, sino también para tirarle una porción en la cara al que se tiene al lado. El cine español tiene desde hace tiempo sus películas de culto, como El día de la bestia y Torrente. Se tardó pero al fin llegó la primera hecha acá. Hasta el próximo cumpleaños.
La Historia, la historia y las historias Con el paso de los años se nota que Marco Bellocchio sigue siendo el director provocador y original que había emergido en los convulsionados 60 en Italia. En efecto, pasaron cuarenta y cinco años de la esencial I pugni in tasca, aquella feroz disección sobre una familia, puntapié inicial de una filmografía desigual y mal conocida en Argentina. También, el escándalo provocado en los primeros años de nuestra democracia con El diablo en el cuerpo y la fellatio en plano detalle de Marushka Detmers a su ocasional novio, momento que causó la indignación de un anónimo espectador (la película se estrenó en 1987 en el cine Lorca) que hasta llegó al secuestro de la copia por una semana. Está bien, hoy nadie (al menos, eso creo desde mi ingenuidad) se incomodaría por semejante escena. Pero en Vincere el veterano cineasta ya no necesita provocar con alguna escena de alto voltaje sexual, sino a través de una historia oculta mucho tiempo (la locura de una mujer), el protagonismo histórico de un personaje (Benito Mussollini) y la particular mirada del director sobre la Historia de su país, desde mediados de la década del 10 hasta veinte, treinta años más tarde. Sin embargo, el talento y las ideas de Bellocchio no se detienen en contar “algo ya sabido de antemano” y predigerido por el espectador (la macabra inteligencia de Mussollini en cambiar su postura ideológica de acuerdo a las circunstancias) ni a mostrar, otra vez, los tics, gestos y ademanes ostentosos del líder italiano. El punto de vista es el de Ilda Dalser (gran trabajo de Giovanna Mezoggiorno) y su creciente locura, con su hijo a cuestas, olvidados ambos por el dictador, despreciados por la sociedad, recluidos ambos en orfanatos, centros de recuperación mental, hospicios varios. En ese sentido, la película adquiere las características de una tragedia extrema, como extremista y jugada en sí misma es la estética propuesta por Bellocchio para contar la Historia y la historia: fragmentos de films, escenas que bordean la demencia (y no solo por la locura de sus personajes) noticias de diarios y carteles que sintetizan acontecimientos y hechos de la época. En este punto, Vincere (grito eufórico proveniente de la garganta del fascismo) entrega cuatro o cinco escenas que se encuentran entre lo mejor visto este año. Una de ellas tiene como marco una sala cinematográfica, donde discuten a viva voz fascistas y demócratas, mientras se siguen exhibiendo imágenes desde la pantalla y un pianista delirante no para de tocar su instrumento. En tanto, la otra se sitúa en un hospital de rehabilitación, con Mussolini en la cama, mirando escenas de un film mudo de origen italiano sobre la Pasión de Cristo. Un hospital-iglesia con el futuro Cristo-facho como prólogo a su liderazgo mesiánico. Estos dos grandes momentos suceden en la primera hora de Vincere, operística, musical, con una cámara que no para de moverse. Más cercana, en cuanto a filiaciones temáticas, a aquellos desbordes estéticos del mejor cine de Bernardo Bertolucci. De allí en más, la segunda mitad, bucea en la locura de Ilda Dalser, una problemática que se relaciona enfáticamente con otros títulos de Bellocchio (las citadas I pugni in tasca y El diablo en el cuerpo; Los ojos, la boca, Salto al vacío). Pero un segmento no es mejor que otro. Todo lo contrario: las casi dos horas de Vincere representan una de las grandes películas estrenadas durante el año.
Sobre el poder y la toma de conciencia En la Rumania actual, un joven policía debe investigar a un chico de su edad acusado de consumir marihuana. Pero a medida que lo conoce, empieza a cuestionarse la validez de su deber e incluso del supuesto delito. Hace tres años se estrenó Bucarest 12.08, una irónica radiografía sobre los últimos tiempos de la dictadura de Ceaucescu. Ese sutil humor negro que manifestaban algunas escenas del opus inicial de Corneliu Porumboiu continúa en Policía, adjetivo, pero las ambiciones temáticas y formales, y la mirada del director exceden cualquier marco geográfico determinado. En efecto, Ceaucescu ya es un recuerdo pero los ciudadanos están custodiados aún en sus mínimos movimientos. Hay un caso que resolver entre expedientes, archivos y seguimientos que hasta parece de rutina para Cristi, el joven policía civil que cumple órdenes impartidas por sus superiores. Un ciudadano fue descubierto con hachís, pretexto para que Porumboiu narre su historia en oficinas, pasillos y expedientes –supuestamente– legales que condenarían al infractor y que obligarían al policía a responsabilizar al sospechado. Sin embargo, Policía, adjetivo es una película donde todo el mundo parece controlado por el poder de la ley, alimentando una insoportable paranoia que hasta se traslada al ámbito familiar, como ocurre en la discusión entre Cristi y su novia por un tema musical que a ella la complace. En este mundo de perseguidos y vigilados, nadie alza el tono de voz, los personajes susurran, gesticulan sólo lo necesario, como si se estuviera viviendo (¿sobreviviendo?, ¿resistiendo?) dentro de un thriller paranoico con una puesta en escena kafkiana. Las virtudes de la película, como todo gran film, no solamente se circunscriben a su importancia temática. Los recursos cinematográficos son amplios y plenamente justificados: minuciosos fuera de campo (el sospechoso no aparece en imagen), rigurosos tiempos muertos donde se procesa el estado paranoico de Cristi, silencios que ocupan el lugar de las palabras y explicaciones redundantes. Como si un moderno Joseph K de El Proceso no encontrara respuestas para sus enigmas. En este punto, la última medida resulta agobiante para Cristi y otro policía, quienes escuchan atentamente a su superior, que habla y justifica el proceder de la justicia a través del diccionario. Allí Porumboiu gana su propia batalla dialéctica, donde las palabras adquieren un nuevo significado o, en todo caso, aquel que sólo entiende el poder. El de Rumania o el de cualquier otra parte del mundo.
La burguesa, el obrero y el fantasma En principio, Partir es la típica película francesa industrial como cierto aire “de importancia” desde su tema que, pese a lo remanido y ya visto en oportunidades, siempre funciona dentro de códigos conocidos y digeridos de antemano. Oh, otra vez las casualidades del amor reúnen a una señora burguesa (Kristin Scott Thomas, lánguida y seductora), casada y con dos hijos y con ganas de hacer algo en el ámbito laboral, y por el otro lado, al obrero albañil (Sergi Lopez), de origen catalán y algo más joven que la dama risqué. El melo ya está de parabienes, más aun cuando la película comienza a narrar los cambios que se producen en ella junto a las sospechas del marido (brillante Yves Attal). Catherine Corsini nunca hizo una gran película, aferrada a una medianía que solo sostiene su interés por la prolijidad de los guiones y la luz de Agnes Godard, habitual colaboradora de la cineasta. En este punto, Partir puede parecer el mejor film de Corsini, ya que despliega algunas ideas visuales, aunque algo obvias (ambientes cerrados para el matrimonio en crisis, lugares abiertos para la pareja adúltera) que van más allá de la solidez del guión. Por su parte, la narración fluye sin problemas, de manera previsible pero acertada, como si las situaciones dramáticas (hasta las menos interesantes), conformaran un corpus que no permite crítica alguna. En ese sentido, el protagonismo que va cobrando el esposo del matrimonio –un personaje que oscila entre la arrogancia, el patetismo y la crueldad- neutraliza, especialmente en la segunda mitad del film, el amor entre la señora burguesa y el albañil. Y es un melo. Y el fantasma, claro es el de Francois Truffaut, maestro del cine al que en Partir Corsini rinde más de una alabanza, utilizando en su banda de sonido composiciones de Delerue y Duhamel, concebidas en su momento para la obra del director de Los cuatrocientos golpes. Pero la referencia no termina allí: ecos de La mujer de próxima puerta, la locura de amor de la hija de Victor Hugo en La historia de Adela H y el tono gris y trágico de La sirena del Mississippi son convocados –aunque no de manera puntual- en el desarrollo de Partir. Allí sí, al recordar a estos y a otros films de Truffaut es donde el film de Catherine Corsini poco o nada puede hacer.
Amor fou, mon amour En las últimas dos décadas Alain Resnais abandonó el discurso hermético y aferrado a la importancia literaria de los comienzos de su carrera (Marguerite Duras, Alain Robbe Grillet) para sumergirse en una tónica argumental más leve, agradable y democrática para un espectador no tan acostumbrado a aquellos juegos con el tiempo y el espacio de Hiroshima mon amour y Hace un año en Marienbad. Dentro de esa vertiente se presenta un amour fou entre un hombre casado, fanático de viejas películas y con un pasado oscuro (extraordinario André Dussollier) y una dentista y piloto de aviones (Sabine Azema), contada a través de los azares y las casualidades, encuentros y desencuentros, que comprenden una historia de amor. Pero en manos de Resnais, las convenciones narrativas, aun pautadas por la levedad que enmascara el tema de la película, prontamente se destruyen para que Las hierbas salvajes no se transforme en otra esquemática historia de amor. En ese sentido, Resnais utiliza una voz en off que se contradice o que duda de aquello que debería afirmar mostrando las fragilidades humanas de su pareja, pero también, del entorno que rodea a estos amantes imposibles, Es difícil, en este punto, definir a Las hierbas salvajes (basada en la novela de Cristian Gailly) por un género determinado: las situaciones oscilan entre la comedia de situaciones y el drama familiar con la suficiente astucia y elegancia que puede provocar, en determinadas escenas, cierto desconcierto en el espectador. Y, por si fuera poco, Resnais tampoco le teme al ridículo de acuerdo a las decisiones que toma la pareja central, al fin y al cabo, dos personajes que harán lo posible para conocerse de la mejor manera. Ese es el secreto de esta película feliz sobre un amor otoñal: esquivar los lugares comunes de una historia de amor para sumergirse en los enigmas que representa conocer a alguien desconocido. Más que suficiente para un cineasta cerca de cumplir 88 años.