"Dogman", más que un cuento de hadas La obra del romano Matteo Garrone fluctúa entre dos tendencias dominantes. Por un lado la crónica realista de Gomorra, su obra más premiada, que una década atrás le dio un nombre definitivo en el mundo del cine. Por otro, lo contrario: la revisitación del cuento de hadas, tanto en la por aquí desconocida El cuento de los cuentos(2015) como en la versión de Pinocho que anuncia para fin de año. Fábula atemporal de rasgos neorrealistas, Dogman es la exacta fusión de ambas líneas creativas. ¿Podría servir de antecedente Milagro en Milán, donde los habitantes de un barrio pobre volaban? No, porque Garrone no practica el neorrealismo mágico en Dogman. Escribe un cuento realista que puede leerse como fábula. ¿Qué fábula? La del hombre pequeño que intenta sobrevivir, apelando a una astucia que hay que ver si le resulta. Una historia de venganza mal encaminada, un relato de pérdida de la inocencia, un cuento terriblemente pesimista. Tiene razón Garrone al asegurar (ver entrevista) que la escena inicial prefigura lo que vendrá. Lo primero que se ve es la boca bien abierta de un perro bravo, gruñendo y ladrando con la dentadura bien a la vista. Su oponente es un Pascualito Pérez en pelea con Tyson: un tipo pequeñito, cuya sonrisa frente a esos dientes parecería la de un disminuido mental. Todo lo contrario, el hombrecito, que casi se pierde en el plano general que lo cobija, no se arredra ante el fiero oponente. Por el contrario, lo “trabaja”, como un boxeador listo frente a otro más fuerte. La escena tiene lugar en un local lleno de perros, todos en sus jaulas, y el hombre pequeño quiere lavar a la bestia, que no deja de tirar mordiscones al aire. Como una Scherezade sin cuentos para contar, el curioso personaje va amansando al pitbull (¿o es un dogo?) con palabras suaves y una caricia con el secador de pelo que resulta una forma dulce de noqueo. La bestia está encantada, la paciencia y la astucia surtieron efecto. Pascualito Pérez le ganó a Tyson. Enseguida aparece el pitbull humano, un ropero con la nariz partida que le reclama a Marcello una dosis de cocaína y no hace ningún caso del pedido del otro, de irla a consumir a otro lado. Marcello (Marcello Fonte) vive del lavado y peinado de perros, y por lo visto hace algunos pesos extra vendiendo polvo blanco. Con menos de 1.60 de altura y sonrisa llena de dientes, Marcello es un uomo gentile, que adora a su hija y parece feliz así como está, con su vida de separado solitario y su trabajo de coiffeur animal. Pero es un hombre frágil, que no podrá decirle que no a la bestia humana de Simone (Edoardo Pesce, una presencia terrible), que quiere hacer un boquete en la medianera de la peluquería, para llegar a la joyería de al lado y levantar lo que haya. De allí en más es la historia de David, derrotado por Goliat y reclamando revancha. Otra vez Pascualito contra Tyson, con la diferencia de que ahora Pascualito cree que puede ganar por vía de la viveza, en un terreno demasiado próximo al del rival. Para mantener el símil pugilístico (son tiempos de Monzón) podría decirse que en su puño derecho Garrone lleva a Marcello Fonte, uno de esos actores que son de por sí media película. Con enormes ojos tristes, Fonte es una especie de arlecchinocaído sobre un balneario en desuso. Marcello es demasiado dulce para el mundo contemporáneo, el punto exacto en el que lo funámbulo choca contra lo real. Con la izquierda el realizador de Gomorra trama la puesta en escena, asentada en una esquina, a la que da el negocio de Marcello, que parece, en el desierto de su mínima zona de juegos, una ochava de la luna. Triste y desolada. Esa tristeza, esa desolación anticipan la expresión de Marcello cuando descubra, como un gato que ofrenda la presa al dueño, que el suyo es un regalo que nadie espera. Garrone sostiene largamente el plano sobre ese rostro, el de alguien constatando que la vendetta no es un juego con ganadores, y en la expresión de Fonte halla la callada moraleja de esta fábula.
La espía roja, en tonos grises Reclutada por la KGB en 1937, Norwood es la figura femenina más destacada en la ajetreada historia del espionaje y contraespionaje británicos, pero el film del veterano Nunn no le hace honor. “Asistente personal” y “espía” son las ocupaciones que Wikipedia asigna a Melita Norwood. Reclutada por la KGB en 1937, Norwood cuenta con un doble record. Es la figura femenina más destacada en la ajetreada historia del espionaje y contraespionaje británicos, y es también la agente de ese país que durante más tiempo sirvió secretamente al enemigo soviético. Dirigida por el octogenario director teatral y realizador cinematográficoTrevor Nunn (Lady Jane, Noche de reyes), La espía roja se inspira libremente en la historia de Norwood, trocando su nombre por el de Joan Stanley. La película narra lo que narra sin adoptar ningún punto de vista, con lo cual la posible implicación del espectador se ve irremisible obturada: imposible participar de lo que más que un relato de ficción (o no tanto) parecería un informe “objetivo”. Con Judi Denchinterpretando a Stanley en su versión octogenaria, y la bonita Sophie Cookson --que curiosamente había dado vida a una agente secreta en Kingsman-- encarnándola en sus años mozos, La espía roja va y viene en dos tiempos. En el presente (año 2000), esta abuelita dedicada a sus tareas de jardín es arrestada bajo cargo de espionaje, sospechándosele vinculación con un ex Ministro de Relaciones Exteriores, presunto ex agente soviético. El interrogatorio espolea sus recuerdos, como la magdalena de Proust, para que éstos sean visualizados por ese voyeur irredimible llamado espectador. De acuerdo a lo que muestra la película, a Mrs. Stanley la política le entra por vía del atractivo Leo Galich (un fervoroso practicante del camelo actoral llamado Tom Hughes), compañero de estudios en Cambridge (se habla del “círculo de espías de Cambridge”, para referir a lo que en los años 30 fuera todo un centro de reclutamiento para la KGB). No más mirarla, este apuesto integrante del Comintern (Comunismo Internacional), de cabello desordenado y aire de rock star antes del rock, flecha a la sensible veinteañera. Para qué decir cuando ella lo ve perorar en actos públicos, con la elocuencia con la que sólo un (sobre)actor puede hacerlo. De ahí a informar al servicio secreto de la URSS sobre las investigaciones nucleares de la patria de Churchill hay un solo paso, y a la película parece no importarle demasiado si la protagonista lo hace por bronca, despecho, berretín revolucionario o qué. En la realidad, Norwood era hija de padres de izquierda, resueltamente comprometidos con la Revolución de Octubre. Lo cual debe haber incidido en su pasión por sacar fotos, elaborar informes y pasar datos. Su trasunto ficcional resulta ser sin embargo apolítica, ejerciendo el espionaje como si se tratara de un trabajo de escritorio, en el que se puede estar tanto de un lado como del otro. Una banal de la indiferenciación política, que tal vez hubiera interesado a Hannah Arendt. No tanto al espectador, entre otros motivos porque la película echa sobre ella una fofa mirada abstinente.
La sombra de un hombre muerto Madre e hija conviven con la presencia casi corpórea del padre recién fallecido, en un film que privilegia los climas por encima de lo narrativo. España tiene tres grandes tradiciones. Una es la del riesgo, que se expresa en las encerronas de los sanfermines, en las que turbas humanas intentan escapar de las fatales cornadas del toro. Otra es la del jamón, que llega al punto de que en una ocasión a este cronista, aquejado de un malestar estomacal, una farmacéutica madrileña le recetó una dosis de “jamón York” como cura. Finalmente, la tradición del enamoramiento de la muerte, que quizás se exprese más en términos edilicios que fácticos: claustros cerrados, pasillos oscuros, aire viciado. En Viaje al cuarto de una madre, ópera prima de la realizadora sevillana Celia Rico Clavellino, la sombra de un hombre muerto tiene una presencia casi más corpórea que la de su viuda reciente e hija más que adolescente. Pero la vida sigue, ya se sabe, y de ese roce incorpóreo entre lo que está vivo y lo que pesa desde el otro lado habla la película de Rico Clavellino, ganadora de dos premios en la última edición de San Sebastián. A propósito de aquello de lo que se habla, debe hacerse una aclaración. Como en nueve de cada diez películas españolas, es más bien poco lo que se entiende de los diálogos, por lo cual esta crítica debe considerarse más tentativa que definitiva. Algunos intercambios susurrados y, sobre todo, ciertas conversaciones telefónicas resultan casi tan comprensibles como la conversación de un matrimonio mongol en la estepa. De lo que llegó a entender, más en términos visuales que orales, el crítico sonsaca que la cincuentona Estrella (Lola Dueñas, en un esforzado trabajo de composición, previsiblemente nominado a un Goya) vive en compañía de su hija única, Leonor (Anna Castillo, vista en la serie Arde Madrid) en un penumbroso departamento de alguna pequeña ciudad española que, a pesar del origen de la realizadora, no está en Andalucía. Como dos sobrevivientes, Estrella y Leonor se aprietan en el sillón del living para ver una serie que siguen. A veces se quedan dormidas allí aunque cada una tenga, como bien anuncia el algo ostentoso título, su propio cuarto. Estrella y Leonor necesitan apretarse, y las camisas de varón colgadas en el placard explican por qué. Viaje al cuarto de una madre adscribe a lo que se conoce como “film de observación”: es casi más importante la manchita sobre la mesa del living que en un momento Estrella limpia con esmero que cualquier cosa que suceda. A Rico Clavellino le importan más lo que los climas, gestos, pausas en el diálogo y encuadres transmiten. En el primer plano, por ejemplo, la cámara toma frontalmente a madre e hija dormidas en el sillón, signo visual y dramático de un estado de quietud que signa ese momento de sus vidas. Ese momento: Rico Clavellino trabaja con lo circunstancial, sin pretensiones de alcanzar algo permanente. Seguramente como consecuencia de la pérdida que las aflige, Leonor se comporta con su madre un poco como una niña, y está claro que a Estrella eso no le disgusta: ver por ejemplo la escena en la que le rasca la espalda, y que Leonor celebra diciendo “Cosquillitas”. O eso entendió el cronista. Viaje… va de lo trágico y oscuro a ciertas insinuaciones de una posible luminosidad futura. Pero no puede hablarse de ella como un crowd pleaser, en tanto el tratamiento impuesto por la realizadora privilegia el instante por sobre cualquier desarrollo en perspectiva.
Un melodrama por izquierda Por más que Zhao Tao sea su actriz fetiche, los verdaderos protagonistas del cine de Jia Zhangke son la Historia y el Tiempo. Plataforma (2000) narraba la historia de una troupe teatral del interior, en el marco del violento golpe de timón que llevaba del maoísmo a la Nueva China. Naturaleza muerta (Still Life, 2006) tenía lugar en el momento en que la gigantesca presa de Tres Gargantas estaba por inundar los pueblos de alrededor para dar electricidad a la China del futuro, y Lejos de ella(Mountains May Depart, 2015) atravesaba tres lustros de historia reciente del gigante asiático, aventurándose en un posible futuro próximo. El Tiempo y la Historia vuelven a decir presente en la película más reciente del realizador de Xiao Wu (1999), cuyo título original asocia el mundo de los negocios ilegales con el amor y en el orden local es rebautizada como Esa mujer, título que parecería querer desmentir lo que sostiene este párrafo. Más allá de su total falta de respeto por la versión original y la de distribución internacional (Ash Is Purest White), el título local de esta película presentada en Competencia Oficial de Cannes 2018 no está necesariamente mal. Ayuda a anclar el opus 13 de Zhangke (incluyendo un puñado de documentales de escasa difusión en Occidente) como melodrama femenino y establece una vinculación aunque más no sea subliminal con la previa Lejos de ella, título igualmente irrespetuoso para Mountains May Depart. Allí la protagonista rompía la tradicional figura del triángulo, eligiendo al revés de lo que le hubiera convenido. Ahora, Qiao (Zhao Tao) pierde no por una mala elección sino porque life is a bitch, como dicen los escépticos sajones. Luego aprende a reconstruirse. Como puede verse, este es pleno terreno del melodrama. Melodrama criminal, para más precisión. O más sencillamente “por izquierda”, para no exagerar. Melodrama por izquierda, cruzado por el tiempo y la historia. Ahora sí puede afirmarse que Esa mujer es un Jia Zhangke auténtico. Las primeras imágenes, pobladas de rostros de mineros, parecen documentales, o de un film neorrealista al menos. El abordaje genérico del realizador de Unknown Pleasures (2002) no tiene nada de ortodoxo: Zhangke cruza el film de gangsters con el melodrama, pone a ambos en perspectiva histórica y los relaciona con lo real. Los baja a tierra literalmente, teniendo en cuenta que el padre de la protagonista trabaja en la mina, y que en un momento ella se cruza con una protesta de mineros. Como quien se cruza con la Historia. Pero Qiao va en sentido contrario de la marcha. Es el primer año de este siglo, cuando la economía china comienza a pasar de la producción manual a la virtual. Ese pasaje aparece graficado en Esa mujer, en su paso del carbón al celular. La otra escena en la que el realizador de Naturaleza muerta puntualiza ese pasaje tiene lugar justamente en 2006, cuando la ciudad de Datong, donde vive la protagonista, está por desaparecer bajo el agua de la represa. Esa mujer es también, tal vez más que ninguna otra cosa, una historia de aprendizaje. Al comienzo, Qiao parece lo que en las novelas y películas de gangsters estadounidenses se conoce como la doll, la muñequita del hampón. Zhangke registra en plano secuencia su ingreso al salón de mahjong que administra Bin, su pareja (el excelente Fan Liao, componiendo a un pequeño rey del hampa casi confuciano, como muestra la escena en la que resuelve un pleito de terceros con el único arma de la palabra). Qiao va describiendo círculos entre los jugadores, jugando a su vez con ellos, en su calidad de “chica del capo”. Más adelante Bin pone un arma en manos de Qiao. Qiao la usará para protegerlo de unos motoqueros agresivos (¿sicarios desarmados?), irá a la cárcel porque el arma es ilegal, cuando salga se encontrará con novedades poco agradables y es allí que deberá reinventarse, echando mano de lo único que tiene: su astucia y su deseo de supervivencia. En ese momento Qiao pasa de ser la mujer del jefe a ser la mujer de nadie. Una que remontará sola la corriente del tiempo y la historia.
El pasado, presente El director de como Juan, como si nada hubiera sucedido recuerda la historia de un médico patagónico y con él la de una región expoliada. En documentales como Juan, como si nada hubiera sucedido (1987) y Pacto de silencio (2006), el realizador neuquino Carlos Echeverría sacó a la luz, como un excavador, algunas de las miserias más escondidas de su región. La historia semidesconocida del único desaparecido de Bariloche en el primer caso, la condición de vecino poco menos que ilustre del criminal de guerra Erich Priebke en el segundo. En Chubut, libertad y tierraEcheverría rescata del silenciado pasado patagónico una experiencia efímera pero luminosa. La del médico Juan Carlos Espina, que a comienzos de los años 60 lanzó, junto a otros aventurados, un partido que proponía una reforma agraria que restituyera las tierras en manos de una compañía británica a los mapuches de la zona. Como esas tierras hoy están en manos de Benetton, y los habitantes originarios viven mayormente en la reserva de Cushamen, el intento frustrado del doctor Espina viene a desembocar en los crímenes de Estado de Santiago Maldonado y Rafael Nahuel, dándole a Chubut, Tierra y Libertad una incómoda resonancia en tiempo presente. En los films previos el propio Echeverría asumía la investigación, llevándola adelante en primera persona. En esta ocasión el realizador delega ese protagonismo en manos de una chica treintañera, nieta de aquel médico, que atravesará la Patagonia de costa a costa para investigar sus huellas. Es una decisión narrativa lógica, adoptada, de hecho, en muchos documentales, en los que algún descendiente, en la mayoría de los casos el hijo o hija, hace de alter ego del espectador, echando luz sobre el derrotero del antepasado. Chubut, libertad y tierra asume así la forma del film de viaje, aunque sólo en el aspecto exterior. Nahue (tal el apodo de la chica) recorre una larga distancia pero jamás se sabrá qué es lo que ese traslado, y la reconstrucción posterior de la figura de su abuelo, producen en ella. No sólo porque en el curso del largometraje (dos horas tres) se mantiene impávida, sino porque poco y nada se sabe de ella. A diferencia del Echeverría de las películas previas, que procedía como un ciudadano corajudo, Nahue no es un personaje dramático. Apenas el agente elegido para contar la historia del doctor Espina. Lo anterior es, en verdad, una drástica reducción. Lo que cuenta Chubut, libertad y tierra es bastante más que la historia del médico de familia que a comienzos de los años 40 dejó la localidad de Camarones, arribó a la pequeña ciudad de El Maitén para atender a la gente del lugar y un tiempo más tarde fundó un hospital que sería de los más importantes de la zona. Hilando con habilidad instancias narrativas y temas históricos, Echeverría se las ingenia para contar la historia de los trenes ingleses, de la colonización del mismo origen en la Patagonia, de la relación entre la corona británica y los gobiernos locales, de la condición de trabajadores explotados de los habitantes originarios de Cushamen, del poder que fueron adquiriendo los “bolicheros” gracias al sistema de venta a crédito, del mejoramiento de las condiciones laborales que representó el Estatuto del Peón dictado a comienzos del peronismo… y eso es apenas una parte. Una montaña de temas, como puede verse, cuya exposición tiene entre otras la virtud de no volverse agotadora. Sin embargo, el rostro y la voz en off de la no-protagonista no comunican interés o pasión por lo que se está contando, sino abulia, languidez, incomodidad incluso. Todo eso se transmite, como no podía ser de otra manera, al espectador, que recibe así un doble mensaje antagónico: el de una historia que se adivina rica, dramática y apasionante y el de una “protagonista” que, más que haber tomado la decisión de ir en busca de su abuelo parece haber respondido sin mucho entusiasmo a un pedido del realizador.
Escenas de la vida universitaria La ópera prima de Eloisa Solaas retrata a una serie de alumnos durante sus procesos de estudio y evaluación. Ópera prima de Eloísa Solaas, ganadora del Premio a la Mejor Dirección en la última edición del Bafici, Las facultades podría haberse llamado Examen, ya que la película se focaliza en esa escena específica de la vida universitaria en la Argentina. Documental de observación en el que toda instancia vinculada con el dispositivo de producción se mantiene tácita, la primera película de esta realizadora que fue durante años parte de la tríada de programación del Bafici asiste a la situación de examen de alumnos de distintas carreras. El planteo parecería dirigirse hacia alguna clase de análisis general, tal vez una toma de posición con relación a ese método de evaluación. En verdad se trata de lo contrario: de observar lo particular de cada examen de cada alumno, en cada situación específica. Los nervios de uno, la calma de otro, la falta de preparación de un par, el mayor o menor rigor de los examinadores. ¿Para arribar a qué conclusión? A ninguna: en tanto documental de observación, Las facultades se propone hacer ver, no instar a conclusiones. El film es una variante de lo que podría llamarse “método Wiseman”, en referencia al cineasta neoyorquino Frederick Wiseman, cuya obra entera está dedicada a registrar el funcionamiento interno de las instituciones (un centro de salud mental, un museo, una seccional de policía y así sucesivamente). Solaas se centra en alumnos y docentes de distintas carreras. Pero no todas. Distintas facultades. Tampoco todas. Esta segmentación consciente confirma la renuncia a toda voluntad de generalización. De título engañoso, Las facultades no habla de facultades sino de escenas. De lo que ocurre en ellas: el espacio en el que cada examen se desarrolla, el encuadre elegido, la duración de cada plano, lo que se ve en él. En otras palabras, no habla de un sistema educativo sino de un sistema cinematográfico. A esto alude una transición de montaje cargada de sentido. Un docente de Diseño de Imagen y Sonido le pregunta a una alumna sobre la concepción del realismo por parte del teórico André Bazin, y allí sobreviene un corte brusco (el único de la película, por lo tanto muy notorio) que lleva al título del film. Traduciendo a palabras: Bazin - Las facultades. El gran teórico del realismo cinematográfico André Bazin relacionó esta condición con un determinado sistema de puesta en escena. Ese sistema es el que Solaas adopta: planos en el que el corte se pospone todo lo posible, corte directo de un plano a otro y, en el caso específico de Las facultades, encuadres fijos, sin movimientos de cámara. La de Solaas es una película baziniana. Como consecuencia de este sistema de filmación, cada plano respira, hay una vida o varias en acción allí. No todo lo que se dice en Las facultades se entiende: la película trata sobre la circulación de saberes específicos, que cuentan con lenguajes específicos y en algún caso una jerga específica. Lejos de resultar nocivo, este no entender permite, por el contrario, fijar la atención en el resto de la escena: los tiempos de pensamiento y respuesta de cada alumno, los espacios circundantes, las actitudes y estrategias de educadores y educandos. Un estudiante se destaca inevitablemente del resto. Se trata de un preso, estudiante de Sociología en lo que al principio parecería ser la universidad de un centro de detención, y al final es claramente el aula de una universidad “del mundo exterior”. Instigado por su examinadora, el muchacho es el que más cabalmente lleva a cabo lo que podría considerarse “examen ideal", consistente en que quien lo rinde piense “en vivo”, conjugando además el lenguaje propio con el específico de la materia. En un desliz entendible, Solaas se deja llevar por la fascinación y le dedica más tiempo que al resto, así como también una última escena en la que no se lo ve dando examen sino en clase. ¿Se supone que es esa escena alguna clase de coda para la película? De no ser así, no se comprendería su pertinencia, representando un borrón para una película rigurosa y sistemática como pocas.
El misterio continúa en pie El film repasa la desaparición de un avión de la Escuela de Aviación Militar en 1965. El 3 de noviembre de 1965, dos aviones de la Escuela de Aviación Militar despegaron rumbo a Estados Unidos, llevando a más de un centenar de cadetes recién recibidos, forma de festejo tradicional para los graduados de esa institución. Uno de los TC-48 llegó. El otro no. La versión oficial dice que la nave cayó al mar, pero son muchos los que sospechan que no fue así. La institución educativa y la Fuerza Aérea en general se abroquelaron detrás de esa versión, sin avalar ninguna investigación y cerrando rápidamente el caso en la Justicia. Familiares de los desaparecidos, sin embargo, investigaron por su cuenta el que se considera el accidente más grave en la historia de la Fuerza Aérea Argentina. Más grave que otros más famosos, por cierto, como el choque del avión de LAPA en 1999 o el conocido como “la tragedia de Los Andes”, en 1972. La primera mitad de La última búsqueda -film escrito y dirigido por el documentalista cordobés Pepe Tobal- tiene como guía la voz de Cecilia Viberti, que siendo niña perdió para siempre a su padre capitán. Viberti cuenta su experiencia personal y reconstruye a la vez la historia de la desaparición de la nave y sus secuelas. “Yo miraba hacia la puerta de casa, porque una adivina nos había dicho que mi marido iba a volver disfrazado de cura”, recuerda la exesposa de uno de los cadetes. En el plano general, la historia del fotógrafo que descubrió algo que no debía y recibió amenazas si daba a conocer su hallazgo. El relato es veloz; pasa de una historia a otra con fluidez. De Cecilia Viberti, refugiada en el placard de su padre, hablando allí “con él”, a un brigadier que duda seriamente de la versión oficial de la fuerza a la que sirve. El testimonio que asegura que la cédula de identidad que en fecha muy reciente se les entregó a los familiares, asegurando que se había hallado en el mar, no tenía sin embargo rastros de agua marina. La carta anónima enviada a los familiares por un miembro de la fuerza, arrepentido de haber participado de ese engaño. La segunda mitad narra el viaje de Cecilia Viberti a la selva costarricense, lo cual entraña una mutación de estilo. Ya no más testimonios ni reconstrucción de lo sucedido; ahora, un modo de relato que recuerda, bajo un aura trágica, al de un film de aventuras. Siguiendo los pasos de varios familiares que hicieron lo mismo en el pasado, Viberti se adentra en la selva, en la convicción de que allí hallarán restos de la nave. Lo hace acompañada de un geólogo, un cazador y un miembro de la Cruz Roja, entre otros. La apoyan relatos y leyendas. Los relatos hablan de un ala de avión en medio de la espesura. Las leyendas, de que los indios de la zona se habrían hecho de esos restos como una forma de venganza hacia el hombre blanco, que habrían lanzado una maldición a quienes emprendieran la búsqueda y que por lo menos uno de ellos apareció muerto. El relato en presente y el viaje hacia lo desconocido intensifican la narración. El excesivo protagonismo de Viberti, así como un metraje que de a ratos parece rodado al servicio del Ministerio de Turismo costarricense, la debilitan. El misterio queda en pie y el paralelismo con el hundimiento del ARA San Juan se impone, a medio siglo de distancia. Que a las madres de los cadetes se las calificara como “locas” por meter demasiado las narices trae otra clase de resonancias, siempre de tono oscuro.
La reina de eso que llaman “Agit-prop pop” La opera prima de Steve Loveridge es un vasto collage de la compleja personalidad (o personalidades) de Matangi, personaje multifacético y provocador como pocos. Acá no la conoce nadie, y sin embargo una de sus canciones, incluida en la película ¿Quién quiere ser millonario? (2009) fue nominada a un Oscar. Ella recibió también nominaciones a dos Grammy y la revista Rolling Stone eligió a uno de sus álbumes como el mejor de 2007 y a ella misma como una de las artistas definitorias de la primera década del siglo XXI. En 2010 la revista Time la listó entre las personas más influyentes del mundo. Se llama Matangi Arulpragasam, nació en Sri Lanka en 1976 y sus familiares la conocen por el seudónimo de Maya. Su nombre artístico es M.I.A., que podría querer decir tanto missing in action (desaparecida en acción) como missing in Acton, barrio londinense donde vivió durante un exilio iniciado junto a su madre en 1986. Exilio que se volvería permanente, por razones que enseguida se explicarán. Ópera prima del realizador Steve Loveridge, el documental performático Matangi/ Maya/M.I.A. no se llama así por puro capricho, ya que de lo que trata es justamente de los mil rostros, o máscaras, de esta hiphoppera multicultural. Agit-prop pop. Esa es la agraciada fórmula que halló Lynn Hirschberg, periodista de The New York Times, para definir una vertiente del arte de M.I.A. La chica acababa de lanzar un videoclip en el que una patrulla militar que porta un escudo muy parecido a la bandera estadounidense captura, caza y ejecuta en primer plano y con profusión de sangre falsa a miembros de una guerrilla en la que son todos pelirrojos. Aquí es necesario abrir un par de paréntesis cruciales. El primero es que en Sri Lanka tuvo lugar, desde 1976 (¡año del nacimiento de M.I.A.!) hasta 2009, una guerra civil entre fuerzas gubernamentales y opositores de la etnia tamil, a la que la artista pertenece. Describir a esa guerra como “sangrienta” sería incurrir en un eufemismo gigantesco; el documental incluye referencias a torturas que ruborizarían a un paramilitar salvadoreño. El segundo paréntesis debería dar cuenta de que el padre de M.I.A., Arul Pragasam, fundó, allá por los comienzos de la guerra, un grupo guerrillero tamil. Confirmando lo que suele decirse de los periodistas, la editora de la revista dominical de The New York Times traicionó a la artista, manifestándole su admiración en privado y cuestionando la legitimidad de su método de shock, dada su presunta frivolidad y consumismo. Ésta es una de las cuestiones claves que el documental de Loveridge desarrolla, a partir de material filmado por la propia M.I.A., que antes de estrella pop fue artista visual y documentalista. ¿Es Matangi una artista pop que no renuncia a su compromiso civil como oriunda cingalesa (gentilicio correspondiente al nativo de Sri Lanka)? ¿O es, por el contrario, una pusilánime, dueña de un vestuario casi más grande que su pequeño país de origen (se nacionalizó británica) y posando sin embargo como mujer comprometida? Uno de los méritos capitales de Matangi/Maya/ M.I.A. es que no ofrece soluciones, brindando en su lugar un vasto collage de la compleja personalidad (o personalidades) de la protagonista. El espectador deberá armar el rompecabezas, si es que éste tiene todas las piezas. Tal vez la perspectiva más pertinente sea ver en el documental –que se presenta como una suma de pedazos heterogéneos, viajando de forma continua hacia delante y atrás en el tiempo– el retrato partido de una identidad en permanente estado de mutación, como consecuencia de una indoblegable fidelidad a los propios deseos. Cómo no va a mutar una persona partida entre su propio país y Occidente, que deja atrás una guerra atroz y un padre clandestino y se lanza a conquistar orgullosas capitales que la rechazan (sobre todo en Estados Unidos, donde el racismo asoma directa e indirectamente). Matangi/Maya/M.I.A. viene a sumar una nueva cuenta al llamativo rosario de las estrellas pop, presuntamente frívolas y lanzadas a desaforados ego trips, que eligen la cámara de cine para arrancarse el maquillaje, confesarse públicamente y exhibir sus zonas más débiles. Esa serie, que empezó con la aquí llamada A la cama con Madonna, siguió más recientemente con la magnífica Lady Gaga: Five Foot Two (está en Netflix), Demi Lovato en Simply Compicated (puede verse en YouTube) y halla en Matangi/Maya/ M.I.A. su última estribación hasta la fecha. Es de suponerse que esta saga de antiheroínas continuará.
Un derivado del modelo Greengrass A la manera de Vuelo 93 y Capitán Phillips, la película de Maras reconstruye un famoso ataque terrorista de 2008 en Bombay. Vuelo 93 estableció un modelo que se extiende hasta el día de hoy. Aquella película dirigida por el británico Paul Greengrass revivió el atentado contra las Torres Gemelas, focalizando sobre el intento de toma de un vuelo de American Airlines el 11 de setiembre de 2001 por parte de un comando de Al Qaida, con la intención de estrellarlo contra el Pentágono. El tratamiento fílmico se aplicaba a reconstruir el hecho como si tuviera lugar “en vivo y en directo”, con plena tensión y vividez, gracias a la adopción de un tiempo “real” para el relato y una puesta en escena basada en una cámara llena de temblores y sacudones. Greengrass repitió la fórmula en Capitán Phillips, que reconstruía el secuestro de un buque carguero estadounidense por parte de un puñado de terroristas somalíes. En ambos casos se buscaba transportar al espectador a una situación histórica real, como si estuviera ocurriendo aquí y ahora. Se encomió esa fórmula con cierto ardor ciego, viendo en ella una alternativa “en tiempo presente” ante tanto cine histórico académico, que llena la historia de polillas. El entusiasmo no permitió ver las debilidades de este modelo, que eran de perspectiva: reducir un hecho a un presente como de match de box borra necesariamente el contexto, que es ni más ni menos lo que permite situar el drama. Reconstrucción de un episodio sucedido en 2008 en Bombay, Hotel Mumbai se atiene al modelo Greengrass. Comienza en el momento en que el suceso da inicio y finaliza en sincronía con éste. Antes y después, nada. Durante el hecho, dos voluntades opuestas y enfrentadas, remitiendo nuevamente al modelo boxístico. La de cuatro terroristas musulmanes, adoctrinados para asesinar lo que se les cruce con tal de barrer con el enemigo imperialista y aspirando al paraíso al que la acción los elevará. Y la de los pasajeros del hotel Taj Mahal Palace –un lujo de 565 habitaciones, en el que alguna vez se alojaron la princesa Diana, Mick Jagger y los Beatles– que lucharán por su sobrevivencia. ¿Qué resonancia tiene esto para el espectador? Depende de la empatía o identificación que se establezca con algunos de los protagonistas. Dirigida por el australiano Anthony Maras, la narración se ocupa de convertir a los terroristas en verdaderos monstruos humanos, máquinas de matar que no reparan en nada a la hora de hacerlo. Hay que cobrarse la mayor cantidad de víctimas y ellos están allí para hacerlo. Quedan las víctimas, un grupo tan variado como pueden serlo los pasajeros y el personal de un hotel 5 estrellas. Entre ellos, un británico muy buena onda que no se sabe a qué se dedica (Armie Hammer) y su familia, un camarero indio (Dev Patel), que también tiene una familia, y un ruso, tal vez mafioso, de pésimos modales (Jason Isaacs). Toda identificación o empatía son estrictamente subjetivas. Al cronista, los protagonistas no le despertaron ninguna, tal vez porque una de las cosas que el modelo-Greengrass anula es la personalidad individual. Queda entonces asistir, durante un par de horas, a un juego del gato y el ratón entre cuatro terroristas resueltos, implacables y de gatillo veloz, y unas decenas de targets que son los patos de la kermesse. A quien esto le interese, le sentará bien acercarse a alguna de las salas que a partir de hoy exhiben Hotel Mumbai.
Huellas de una novela de aventuras nazi El film del argentino Gabriel Muro sigue a un profesor de filosofía asunceño que quiere investigar el curioso proyecto de crear un “foco de desarrollo germánico” en el Chaco paraguayo. Una “purificación y renacimiento de la raza humana” buscaban los pioneros que zarparon en 1886 de un puerto alemán, poniendo proa hacia la remota Sudamérica. La purificación anhelada se lograría tomando distancia de los judíos que abundaban en Europa, para crear, en ese suelo lejano, un “foco de desarrollo germánico”. El nombre para la nueva colonia caía por su propio peso: Nueva Germania. Fundada en 1887 en el corazón del Gran Chaco paraguayo, la colonia subsiste hasta el día de hoy. Hacia aquella Nueva Germania, y también hacia ésta, viaja un profesor de Filosofía asunceño, que nunca había estado allí, con la intención de investigar ese curioso, inquietante proyecto. Lo sigue el documentalista argentino Gabriel Muro, con intención de filmar el periplo, la ciudad y los encuentros que el profesor libra con los vecinos. El resultado es Un suelo lejano, que llega hoy a la cartelera porteña. El cartel indicador de la calle dice “Elizabeth NigtzChen”. “Suena medio chino”, observa con acierto un vecino. El cartel quiso decir “Elizabeth Nietzsche”, en referencia a la que se considera fundadora de la ciudad. El apellido no miente: Elizabeth era la hermana de Friedrich. La hermana nazi, para más datos. Elizabeth estaba casada con un tal Bernhard Föster, suerte de prenazi que tuvo la idea de refundar la raza allá (acá), en medio de la selva, como un Coronel Kurtz sin apocalipsis. Aunque sí lo tuvo. Pero eso no debe develarse, para no espoilear datos que hacen a esta novela de aventuras. Una que está allá atrás, hace un siglo y medio, mientras en presente se desarrolla un viaje menos accidentado, que busca rastrear sus huellas. Después de ver el cartel, el profesor José Manuel Silvero Arévalos se queda pensando en la pérdida hasta del idioma que sufrió esa utopía rubia y de ojos celestes. Junto con ambos padres fundadores (Elizabeth & Föster) viajaron catorce familias alemanas, seguramente tan asqueadas de la judería europea como los líderes del proyecto. “Es para mí una dicha que se destierren solos”, contestó memorablemente Nietzsche (Federico) cuando su schwester lo invitó a venir. Y se burló de sus sueños arios, que incluían alimentación vegetariana. Llegados aquí, los viajeros encontraron que andaban faltando agricultores: se ve que Föster & Sra. estaban tan high con sus ansias de purificación que se olvidaron de pensar en la subsistencia. Les costó caro. Cometieron una segunda distracción: traer pocas doncellas y demasiados mozalbetes. Como poco tiempo atrás el general Mitre se había ocupado, en la Guerra de la Triple Alianza, de dejar el Paraguay prácticamente desmasculinizado, las morochas locales y los rubios visitantes se cruzaron, echando por tierra toda ilusión de pureza. Muro observa esos cruces (pasado/ presente, alemán/ guaraní, nativas/ colonos) en tiempo presente. Nueva Germania reparte su población entre unos pocos descendientes de aquellos pioneros, que viven en las afueras, como apartados, y una mayoría de herederos de Solano López, que alternan el castellano con el guaraní. Todos toman mate, riqueza de la zona. Casi todos celebran, una semana al año, el aniversario de la fundación de la ciudad, con revoleo de banderas tricolores. Tricolores negras, rojas y amarillas; las rojas, blancas y azules quedan relegadas a un segundo plano. No se canta el “Deutschland Über Alles” sino el himno paraguayo, y el desfile es tan vacuo y formal como cualquier otro. La cámara registra todo puntillosa y prolijamente, dándose tiempos contemplativos, a veces demasiado largos, como los minutos dedicados a un partido de fútbol, cuya necesidad no se advierte. El profesor Silvero Arévalos deja hablar a sus interlocutores, sin imponerles discursos ni saberes. Cuando le llega el turno de hacerlo, menciona un exilio inverso, el de tantos paraguayos que parten a trabajar al exterior, descuidando la construcción de una economía propia. “Cuando empecemos a hablar, todo eso va a empezar a solucionarse”, dice el profesor. Es verdad que los países demasiado callados suelen quedar detenidos.