El milagroso hallazgo de tres latas de celuloide en perfecto estado con imágenes del bombardeo del '55 a Plaza de Mayo son el punto de partida para una película apasionante. “Durante meses tuve la misma pesadilla”, dice la voz en off, sobre imágenes desenfocadas. “Soñaba cuerpos desnudos y rotos. Sangre, escombros y fuego”. El realizador Miguel Colombo ya se había hundido en la memoria familiar en Huellas (2012), descarnado viaje a aquello que Freud definió como lo siniestro, y que es el horror al que dan lugar los lazos de sangre. Ahora Colombo atraviesa la historia del país desde la llegada de los abuelos inmigrantes, para encontrar ecos entre una pesadilla personal, una de sus mayores y una nacional, en un juego de espirales cíclicos que produce asco, vértigo y horror. En esa(s) pesadilla(s), hombres de uniforme bombardean civiles o los arrojan al río, cumpliendo con lo que los cascos de los soldados estadounidenses prometían en Vietnam: “Muerte desde el aire”. Como en Huellas, los hechos se encadenan hasta alcanzar el corazón del horror. Ambos abuelos del realizador vienen al país tras haber participado de la Primera Guerra, donde aprendieron la repulsión por los campos de batalla, la metralla y la muerte ajena. Años más tarde, el 16 de junio de 1955 uno de ellos está aquí, el otro partió de viaje el día anterior. El realizador comienza a investigar los hechos del bombardeo a Plaza de Mayo, que ese día terminó con la vida de trescientos ocho civiles. Da de modo casi milagroso con tres latas de celuloide que muestran mucho más de lo que hasta ahora se había mostrado. Las ambulancias que rescataron heridos. Autos quemados. Columnas de humo. Corridas de los presentes. Uno que lleva una bandera. Algunos que gritan algo a cámara (las imágenes son mudas). Fotógrafos guarecidos con sus cámaras. Hasta aquí, estas visiones en blanco y negro y 16 mm (porque son eso, visiones fantasmales, como mensajes en una botella) parecen la puesta en movimiento de la extraordinaria serie que el artista plástico Daniel Santoro dedicó al episodio. Pero hay más. Están los interiores, de un edificio público o varios. El Ministerio de Guerra, tal vez, donde Perón se refugió por unas horas. Como las de los exteriores, son imágenes en asombroso estado de conservación. Como si alguien las hubiera registrado hoy o ayer. Como tal vez nunca se hayan proyectado antes, están flamantes. Pero además, la mano o manos que las sacaron se revelan expertas, eligiendo los mejores ángulos, los exquisitos matices de gris, los planos más elocuentes. Muestran muebles en desorden, pisos llenos de papeles, paredes descascaradas, pilas de biblioratos. Son los restos de los tres bombardeos desatados ese día por la Armada, que contaron más tarde con el refuerzo de un sector alzado de la Fuerza Aérea, y que arrojaron catorce toneladas de bombas sobre quienes atravesaban la plaza y sus inmediaciones. Hay quien pone esas imágenes mudas en palabras. Ese día Héctor Raggio defendía, como conscripto, el Ministerio de Guerra. Raggio recuerda todo, y sabe cómo expresarlo. Se acuerda del día lluvioso y nublado, de la mesa sobre la cual apostó su ametralladora con trípode, del sonido de las balas propias y las bombas ajenas. Más tarde, una cena sorprendente: la de Héctor con sus ex compañeros. Son casi veinte y desparraman jovialidad. En paralelo con este bloque de relato circula uno en el que un grupo de artistas no identificados crea un artilugio que permitirá revivir sonoramente ese día. Pero Colombo ya partió del 55 y de la Plaza de Mayo, en busca de otros horrores. Horrores desde el aire, como la increíble filmación en la cabina de un aviador de guerra en Vietnam, que dice, antes de un bombardeo con Napalm, que eso es “absolutamente excitante”, “fantástico” y “great fun”. De vuelta en casa, el Monumento por la Memoria y la estatua del desaparecido Pablo Míguez, un chico de 14 años que se adentra en el río. El mismo río sobre el que la misma Armada arrojaba, en lugar de bombas, gente. Pero hay una saga que no cierra en el dolor y la muerte. La saga de los Colombo, que tiene en tiempo presente a su representante más nuevo, jugando sin ser consciente, todavía, de ese horror del siglo XX del que sus mayores fueron testigos. El de él es el siglo XXI, y su historia está aún por escribirse.
Después de su documental para Netflix, Joe Berlinger pasa a la ficción con el punto de vista de la novia de Bundy. Basada en la vida y los crímenes del célebre asesino serial del título, Ted Bundy: Durmiendo con el asesinoafronta un problema inevitable: el de la credibilidad. Autor, según se supone, de un mínimo de treinta asesinatos en el lapso de un lustro a mediados de los '70, Bundy es imposible de creer. Capaz de devenir asesino serial después de haber tomado cursos de psicología y abogacía. De ir a cenar a casa de su novia tras violar y decapitar a una joven estudiante universitaria. De huir de prisión dos veces en menos de un mes. De burlarse públicamente de sus carceleros. De guiñar un ojo a cámara durante el juicio por un doble crimen atroz. De conquistar, gracias a su apostura, seducción y simpatía -además de su elegantísimo moñito- a decenas de chicas que fueron al juicio como quien va al concierto del rock star favorito. Joe Berlinger, realizador de Ted Bundy: Durmiendo con el asesino, estrenó a comienzos de año Conversaciones con asesinos: las cintas de Ted Bundy, producción original de Netflix que puede verse en esa plataforma. Típico documental que reconstruye a la figura protagónica estilo “rompecabezas”, en base a testimonios de protagonistas y un invalorable material de archivo, Las cintas de Ted Bundy es algo así como “Todo sobre Ted”. Para su primer film de ficción, el experimentado Berlinger (autor del documental de Metallica, además de un montón de otros sobre casos policiales dudosos, falsos culpables y reprobables procedimientos judiciales) elige ver a Bundy desde la mirada de su novia de toda la vida, Elizabeth Kloepfer, sobre la base del libro de su autoría, The Phantom Prince: My Life with Ted Bundy. Como tantas de sus víctimas, Liz (Lily Collins) se enamora de ese muchacho (Zac Efron, perfecta elección de casting) porque es buen mozo, agradable y entrador. Un príncipe azul de Seattle, 1969. No le irá mal a Liz con el nuevo novio: fuera del “trabajo” éste no se comporta como ningún monstruo. Ted es un tipo civilizado, sabe diferenciar las cosas. De hecho. será un padre sustituto bueno y cariñoso para su pequeña hija Molly. El problema para Liz consiste en ver de pronto la foto de su novio, sospechado de secuestro, en la tapa del diario. O algunas ausencias inexplicables, así como la visita de algún detective. Lo que no se ve son crímenes: respetando el punto de vista elegido, Berlinger no los muestra, ya que Liz no asiste a ellos. De hecho, la mayoría de ellos no están probados: lo que hay son indicios acusatorios y una confesión postrera. A partir del primer arresto, el relato cambia de punto de vista, pasando a una falsa tercera persona, compuesta por una variedad de enfoques. Entre ellos, los del propio Ted y de Carole Ann Boone (Kaya Scodelario), antigua novia cuya existencia Liz ignoraba, y que ocupará un primerísimo primer plano durante la etapa del juicio (con un remate que no debe contarse, pero que deja boquiabierto). A propósito, el juez es John Malkovich, otra adecuada elección de casting. Y aparece por allí Haley Joel Osment, el exniño de Sexto sentido, convertido en un barbudo con sobrepeso. Realzada por la inteligente elección de esa mirada colateral, Ted Bundy: Durmiendo con el asesino padece de algo frecuente en los casos de documentalistas “pasados” a la ficción: es dramáticamente correcta, pero algo fláccida. Recién la escena final, un cara a cara entre Liz y Ted durante una visita a prisión, tiene la clase de intensidad que al resto del metraje no le sobra.
"Arenas de silencio": contra el abuso La película de la realizadora española es valiosa no sólo por poner sobre la mesa un tema crucial, como es el del abuso sexual, sino por darle un desarrollo que ayuda a pensarlo. Este documental de la realizadora española Chelo Álvarez-Stehle, que se estrena en Argentina con tres años de retraso, es como varios documentales a la vez. No todos buenos, no todos pensados con claridad, no del todo congruentes entre sí. Cuando encuentra la senda, Arenas de silencio. Olas de valor (el título milita del lado “no todo”) es una película sumamente valiosa. No sólo por poner sobre la mesa uno de los temas cruciales del mundo contemporáneo, como es el del abuso, sino por darle un desarrollo que ayuda a pensarlo. Algo sumamente dificultoso, por tratarse de una aberración que parece negarse a la posibilidad de comprensión. Arenas de silencio(se impone resumir el título) comienza con una decidida primera persona. La realizadora narra un recuerdo infantil en el que su hermana menor es llevada por un señor mayor a una carpa de la playa. La hermana mucho no quiere hablar del tema, cuando habla es para quitarle importancia y además no quiere aparecer en cámara. Por lo cual en la primera mitad de la película se la ve con el rostro borrado. Hay un salto y la realizadora aparece en el rol de periodista, investigando el tema del abuso en mujeres y niñxs, en sitios tan distantes como Nepal y México. En ambos casos lo que se narra es atroz. La violación colectiva de una niña en el país asiático, como ceremonia de inicio en la prostitución forzada, y un intento fallido de suicidio. El secuestro de una mujer joven en México, junto a su bebita de seis meses, y su obligada participación en una película porno, con la bebé en cámara. Luego de eso la mujer se entera de que la bebé fue vendida. De una punta a la otra del globo, esclavitud humana. Ambas historias se encaminan sin embargo a sendas formas de salida del infierno. En un caso mediante la denuncia de los apropiadores y en el otro, con la protagonista convertida en una importante militante en contra del abuso. Hasta aquí, Arenas de silencio presenta distintos problemas narrativos. Uno es la confusión que genera el salto del relato infantil en primera persona, al (doble) relato en tercera. Que se trate de dos relatos paralelos colabora con la sensación de desorientación, y que la realizadora aparezca en cámara, a veces con vestimenta tropical, le da a la película un aire --involuntario, por supuesto, y sumamente perjudicial-- de documental exótico, de National Geographic o algún otro canal por el estilo. En un momento dado la realizadora vuelve a la primera persona, ahondando en ella a partir de una confesión propia, que resignifica la mismísima razón de ser de la película. Aparece la figura de un cura “intocable”. Ex miembro de la Teología de la Liberación, para peor. Ese es el fragmento más interesante de Arenas de silencio. Uno en el que distintas víctimas de abuso dialogan, confesando miedos, sensaciones, sumisiones, silencios que dejan todo como está. O estaba. Y aparece también la voluntad de rebelión, de patear el tablero. La realizadora --ahora sí, con una presencia justificada en cámara-- anuncia la posibilidad de enfrentamiento con el monstruo. Lo cual genera una expectativa mayúscula. No hay nada dramáticamente más poderoso que la confrontación entre víctima y victimario. Y sin embargo no, esa confrontación no se produce. Algo semejante, en términos dramáticos, a la pinchadura de un globo. El estilo narrativo muy entrecortado --lo que antes se llamaba “estilo MTV”-- también remite a modelos televisivos. Sobre todo estadounidenses, lugar de residencia de la realizadora.
"Paso San Ignacio": las huellas de la derrota Los protagonistas del film son los pueblos originarios de la Patagonia, que hoy tienen en la sobrevivencia su único horizonte. Tras un silencio de doce años, Pablo Reyero pisa un territorio en el que hasta ahora no había incursionado (la Patagonia, los habitantes originarios), hermanando tal vez a esta población acorralada con los desplazados y marginados de films anteriores, como Dársena Sur, La cruz del sur y Ángeles caídos. Los protagonistas de Paso San Ignacioson los herederos de gloriosos caciques derrotados durante la Campaña del Desierto, que hoy en día viven en modestas casas de adobe, pastoreando cabras y ovejas y con la sobrevivencia por único horizonte. Una perspectiva tan árida como el paisaje que habitan. Cuatro placas sucesivas cuentan, breve pero verborrágicamente, aquel pasado en el que la estirpe mapuche de los Calfucurá y Namuncurá controló la extracción de sal de las Salinas Grandes neuquinas, y dominó un corredor que le permitió arrear cincuenta millones de cabezas de ganado. Luego de la historia, el presente: un paisaje de suaves ondulaciones, con montañas y un imponente volcán al fondo, y en ese paisaje una casita abierta a él, con un pequeño corral al fondo y un horno a leña en la cocina. Es la casa de Gerónimo, primero de los hijos de la tierra que desfilan por Paso San Ignacio, y que repasa la historia del linaje Curá. Linaje que incluye a un aliado del General San Martín durante el cruce de Los Andes, al beato Ceferino y a un coronel del ejército argentino. El método de Reyero es semejante al de Dársena Sur (1998). Elige a un número limitado de pobladores del territorio relevado (Villa Inflamable allí, el reducto mapuche de Paso San Ignacio aquí) y les da voz en forma de monólogos. El realizador se abstiene de intervenir por completo, funciona como antiperiodista, en el sentido de que no pregunta. No en cámara, al menos. En algún momento no le queda más remedio que repreguntar, y para eso corta el plano y retoma el discurso del ¿entrevistado?, pequeño salto de montaje de por medio. Si algo se reitera con insistencia a través de los distintos relatos es la fe de estos pobladores en la magia. Por tres vías: el newen, las rogativas y los sueños. El newen es una pequeña piedra azulada a la que se le atribuyen poderes enormes, como el de volar y desplazarse. El general Roca lo habría secuestrado durante la Campaña del Desierto y el newen habría huido, volviendo con los suyos. Es lo más parecido a un dios que parecería tener esta comunidad, y es a él a quien se le hacen las rogativas, los pedidos de ayuda. Principal ritual, por lo visto, de los pobladores de Paso San Ignacio. En cuanto a los sueños, andan por todas partes. Una mujer cuenta el sueño en el que vio a su madre en el paraíso (como toda cultura dominada, la de los mapuches es sincrética), un hombre describe sueños proféticos, otro se refiere a las curas por sueños por parte de los chamanes, la de más allá comenta que antes de ser sometidos “se hacía todo por sueños”. ¿Y Ceferino? “Ceferino es casi más de los huincas”, dispara uno. Debe recordarse que el beato rionegrino, hijo de Manuel (aquel que fue coronel del ejército) estudió con los salesianos en Buenos Aires y llegó a conocer al Papa. En distintos relatos aparecen las formas de la conquista y la sumisión: secuestros de niñas, degüellos de resistentes, división de las comunidades para reinar, cortes de los talones para impedir escapes a pie. Las imágenes muestran huellas de la derrota: hombros caídos, voces poco audibles, algún llanto, un aura general de tristeza. “Uno le pide cosas y parece que no te escuchara”, dice alguien por allí en referencia al newen, que parece haber perdido sus poderes.
Tarantino seduce pero no brilla En su novena película, el director de Bastardos sin gloria vuelve a corregir la Historia por vía de la ficción, pero se dispersa en personajes y líneas narrativas. Mala noticia: la película más esperada del año es un ejercicio de estilo desparejo y estirado. Seductor de a ratos, agradable siempre, vacuo en líneas generales y singular sólo en la última secuencia, uno de esos tours de force tarantinianos, sangrientos hasta la carcajada. PeroÉrase una vez en… Hollywood no es un ejercicio brillante. Hasta el propio título promete lo que no cumple. Se supone que anuncia alguna clase de diálogo con la serie inaugurada por Sergio Leone con Érase una vez en el oeste y Érase una vez en América, y no hay nada de eso. Además, ¿por qué esos puntos suspensivos, que crean una expectativa sin rumbo? Como tantas cosas de la película, un recorte lo hubiera beneficiado. En su noveno largometraje Quentin Tarantino se sumerge en el Hollywood de los años 60 como quien desembarca en un planeta en el que todo son marquesinas con títulos de películas (reales), posters de otras películas en interiores, encuentros en los que se habla de películas y rodajes de películas. O series, porque ambas cosas aparecen indiferenciadas en Érase una vez en… Hollywood. El año es 1969. Es el fin de la década, y el realizador de Tiempos violentosasiste a una utopía hippie a punto de caer. La va a ahogar en sangre el tipo que orquesta la masacre final, a quien se ve una sola vez. Pero esa carnicería no tendrá la repercusión que en realidad tuvo. Como Bastardos sin gloria, Érase una vez…corrige la Historia por vía de la ficción. Lo que también parece a punto de terminar es la carrera de la estrella de televisión Rick Dalton (Leonardo DiCaprio). El show que lo hizo famoso entre fines de los 50 y los primeros 60, la serie western La ley de la recompensa, ya no está en el aire, y ahora lo único que le queda es hacer de villano invitado en series de terceros. Su fiel escudero y doble de riesgo, Cliff Booth (Brad Pitt), está siempre con él. Un tipo de la industria llamado Marvin Schwarz (Al Pacino), cuyo rol preciso Tarantino no se ocupa de aclarar (así como tampoco se sabe de quién es la voz en off que narra de a ratos), le aconseja volar a Roma para actuar en spaghetti westerns. El plan no entusiasma a Rick. En paralelo el realizador de Kill Billsigue a la nueva vecina de colina de Dalton, no otra que la rubísima Sharon Tate (la australiana Margot Robbie). A su vez, en algún momento los pasos de Cliff se cruzarán con una chica que resulta ser miembro de La Familia. No su familia biológica, tampoco la mafia, sino La Familia de Charles Manson. Las líneas convergen fatalmente. Érase una vez… es tan expansiva --en duración, en líneas narrativas, en personajes-- como todas las películas de Tarantino. Tanto como para darse un gusto, el realizador de Perros de la calle invierte buena parte del metraje en filmar escenas de series reales, como El FBI en acción, y de otras que no lo son. Entre la multitud de personajes hay lugar para cameos “reales” (Steve McQueen, Michelle Philips y Mama Cass en una fiesta en la mansión de Hugh Heffner, Bruce Lee y Polansky fuera de ella) y actorales, a cargo de de Kurt Russell, Clu Gulager, Michael Madsen y Zoë Bell, la doble de riesgo de Death Proof. En una película tan pletórica en personajes, en términos dramáticos hay un único personaje, Rick Dalton. A Rick le pasan cosas: tiene pánico al fracaso y por eso toma de más, tartamudea y anda llorando en público. Hay, quizás, un segundo personaje, el ciego (o no) que en una única escena interpreta el veterano Bruce Dern, a quien una chica de La Familia le hace vivir una tardía vida sexual. Los demás, incluidos el Cliff Booth de Brad Pitt y la Sharon Tate de Margot Robbie, tienen tanta entidad como la figura de cartón que aparece en la escena de créditos finales. Escena absolutamente innecesaria, por cierto. La cámara que empuña el brillante Robert Richardson (DF estable de Tarantino, desde Kill Billpara acá) se mueve con elegancia, pero en ocasiones no va a ninguna parte. Como la película misma. La secuencia final, pacientemente construida, es una orgía de sangre, sorpresas (un pitbull participa activamente) y montaje. Dura unos cuarenta minutos. Da la sensación de que las dos horas previas sirven de preparación para llegar hasta ese punto.
Otra bella historia italiana El autor de Caro diario repasa el albergue que la embajada de su país dio en 1973 a todos los perseguidos por la dictadura pinochetista. ¿Qué llevó a Nanni Moretti a volver sobre una experiencia política cinematográficamente documentada de forma consumada y exhaustiva, como es la presidencia de Salvador Allende y el golpe de Pinochet? Un detalle que había quedado al margen: el albergue que la embajada italiana dio en 1973 a todos los perseguidos por la dictadura pinochetista. A todos a los que pudo dar asilo, al menos. Como siempre que se pone la lupa en un hecho que los generalistas de la Historia supondrán insignificante, en ese pequeño recorte de lo real Moretti encuentra una fuente inagotable de sentidos, de relatos, de anécdotas y emociones. Y la vuelca al espectador. “Descubrí lo que me pareció una bella historia italiana”, dice el autor de Palombella rosa. Una bella historia. ¿En medio del golpe, la cancelación sangrienta de un proceso político virtuoso, las detenciones y secuestros, las torturas y la muerte? Sí, en medio de todo eso Moretti encuentra una bella historia, y es la que narra. Una historia de solidaridad, de generosidad, de protección a los que estaban totalmente desprotegidos, por parte de una delegación diplomática que no tenía por qué hacerlo. A ver: no se trataba de alguna embajada que pudo haber puesto en riesgo las relaciones diplomáticas por defender una causa común, como las de la URSS o Cuba. La embajada argentina, más difícil: en el momento en que se produjo el golpe, el oficialismo venía de descabezar al camporismo (Allende estuvo presente en la asunción del “Tío”) y se dirigía a una derechización que tendría más puntos de contacto con Pinochet que con Allende. La que da asilo a los militantes del Partido Socialista chileno, el PC y el MIR es la embajada italiana, que representaba a uno de esos eternos gobiernos de coalición de la península, con la Democracia Cristiana a la cabeza. Pero ojo: ese moderado gobierno democristiano fue el único en Europa que no reconoció a Pinochet como nuevo jefe de estado. “Yo no soy imparcial”, frena Moretti a un militar encarcelado por violación a los derechos humanos. Santiago, Italia adhiere, en su forma, al canon más tradicional del documental. Entrevistas a cámara, intercaladas con algún material de archivo que no difiere demasiado del ya conocido. La primera parte, que va hasta el 11 de setiembre, parece más que nada un preámbulo para la otra, la que más interesa al realizador. Con ayuda de testimoniantes que incluyen a Patricio Guzmán, Miguel Littin y Carmen Castillo (realizadores de las esenciales La batalla de Chile, Acta general de Chile y Calle Santa Fe), el realizador de Caro Diario da cuenta, más que de la experiencia política y económica que representó el gobierno de la Unidad Popular, del sentimiento de felicidad plena que embargó en 1970 a buena parte de la sociedad chilena. Las imágenes corroboran los testimonios: en marchas, actos y presentaciones a la gente se la ve tan feliz como un día de primavera. Sobreviene luego la oscuridad y el duelo (es particularmente vívido el testimonio de Guzmán, que estuvo unos días secuestrado en el Estadio Nacional), pero pronto el relato deriva hacia una nueva forma de felicidad. Una felicidad más reducida, más personalizada, más peculiar: la del par de centenares de privilegiados que tuvieron la fortuna de ingresar -saltando por encima del muro- en la embajada italiana. Allí el relato roza la novela de aventuras, con gente pegando el salto mientras los carabineros disparan. También la picaresca, promovida por la larga convivencia entre gente de distinto sexo, el cine cómico (alguien demasiado torpe para saltar), el melodrama de la patria perdida, el agradecimiento a la patria que les dio cobijo, la alegría por un nuevo futuro, el final feliz. Santiago, Italia no es una de talking heads, porque no se trata aquí de cabezas parlantes sino de gente reviviendo en cuerpo y alma experiencias cruciales. Moretti no filma discursos. Filma palabras cargadas de vida, cuerpos que reaccionan en consecuencia. Su cámara los hace brillar. El del realizador de Mi madre es en buena medida un cine de renacimientos, y Santiago, Italia no es la excepción.
Pensar en lo que no se nombra El cineasta aborda el abuso por parte de un sacerdote, aunque el protagonista del film es un adolescente gay. Podría pensarse que en Hombres de piel dura, su nueva película, José Celestino Campusano vuelve sobre el terreno de su film consagratorio, Vil romance (2008), pero narrando ahora desde el contracampo. Esto es, desde el lugar del chico gay, que allí ocupaba un rol secundario. Desde ya que no se trata de la misma historia, ni siquiera de personajes semejantes o el mismo ambiente. Mientras que el opus 2 de Campusano, asentado en el conurbano y protagonizado por un veterano metalero, se veía habitado por una fauna marcada por la violencia, quince películas más tarde el cineasta de Berazategui continúa aventurándose por fuera de su zona de confort, ubicando su nueva historia en la zona de Marcos Paz, en plena pampa, con un cura en lugar de aquel heavy. Así como antes abordó (o intentó abordar, según el caso) la violencia doméstica, la autodefensa femenina, los ajustes de cuentas entre “pesados” y la corrupción de clase alta, Campusano encara ahora el tema del abuso por parte de miembros de la Iglesia católica. Como en casos anteriores, no lo hace tanto para denunciar como para pensar en aquello que muchos no se atreven ni a nombrar. Pero el cura abusador no es el protagonista de Hombres de piel dura, sino algo así como una plataforma de lanzamiento para que el verdadero protagonista, un adolescente gay, inicie una vida sexual más próxima a sus deseos. El campo de los chacareros no es, con sus tareas pesadas, el clima asfixiante en el que todo se sabe y los hombres de piel dura a los que el título alude, el lugar más amigable para que Ariel (Wall Javier) pueda desarrollar libremente su sexualidad no tradicional. El comienzo de la historia lo muestra enganchado con el padre Omar (Germán Tarantino), el sacerdote que abusó de él y a quien él paradójicamente acosa, tal vez por ser el único objeto de deseo a mano. Cuando Ariel comience a diversificar la oferta amorosa, estará en condiciones de dejar atrás esa relación de abuso, a la vez que mantiene una tensa relación con su padre, que a los hijos los prefiere machos. Campusano también diversifica el relato, como suele hacerlo, abriendo líneas narrativas: la amistad del cura con un colega que es como un espejo culposo, un viaje sexual emprendido por el propio Omar con varios peones de la zona, una chica promiscua que el padre le presenta al protagonista. También, como de costumbre, más de un diálogo suena tan forzado como recitado, aunque a diferencia de las películas más fallidas esta vez no todas las actuaciones semejan estatuas parlantes. El protagonista está bien y más aún la actriz que hace de su hermana (Camila Diez), que da toda la sensación de tener experiencia previa. Desde hace rato que el cineasta de Fango y Vikingoviene puliendo su estilo visual, aunque es tema de discusión que esto sea preferible a la muy expresiva tosquedad de las primeras películas. A Campusano se lo nota entusiasmado con los movimientos de cámara, incluso cuando estos resultan tan estentóreos como poco explicables. Como un impresionante travelling cenital ascendente, que finalmente no muestra nada.
Amas de casa desesperadas por ser mafiosas Cuando sus maridos son detenidos por el FBI, tres mujeres deciden hacerse cargo de sus "negocios". Pero nadie se encargó de la verosimilitud del film. Basada en un comic de la compañía DC Comics, esta película escrita y dirigida por la realizadora Andrea Berloff propone una peculiar fábula feminista, según la cual las mujeres “de su casa” pueden dar un paso al frente y convertirse en ¿capamafias?, calzando las armas y dejando un tendal de muertos por el camino. El film está ambientado a fines de los '70 en una Nueva York pre-Giuliani, sucia, y llena de ratas y cines porno, y a ninguna de las tres protagonistas le tiembla la mano a la hora de amenazar y liquidar a sus rivales en el negocio. No sólo a sus rivales: alguna hará justicia también con su marido. El problema básico de Las reinas del crimen es de registro: si se hubiera respetado la hipérbole propia del comic, todo hubiera sido mucho más admisible, ya que el exceso estético no aspira, por definición, a ninguna verosimilitud. Pero al adoptar una clave crasamente realista, no sólo hace agua el verosímil sino que el “mensaje” resulta altamente discutible. Las tres “heroínas” son Kathy (Melissa McCarthy), Ruby (Tiffany Haddish) y Claire (la fabulosa Elisabeth Moss, desafortunadamente la de menos peso dramático). Corre el año 1978 (¿por qué ése y no otro?, la precisión del dato refuerza la veta realista) y sus tres maridos son atrapados por agentes del FBI en medio de un robo. La verdad es que los señores mucha pinta de heavies no tienen, pero a esta altura el espectador, deseoso de colaborar con el avance de la trama, hará la vista gorda ante este detalle. También ante el hecho de que uno de ellos, descendiente de irlandeses como los otros dos, esté casado con una mujer negra, algo que en esa época podía llegar a convertirlo en oveja del mismo color para su comunidad, que nunca se caracterizó por su apertura. A las tres señoras, hasta entonces amas de casas, parecen quedarles dos opciones: hacerse cargo del negocio de los maridos o perecer. Ése es al menos el intencionado binarismo que propone la película. De trabajar como cualquier hija de vecino ni hablar porque ésta es una película de Hollywood y en una película de Hollywood, si no se mata al prójimo no vale. Así es como aparecen después los loquitos que se ponen a liquidar gente en shoppings, ansiosos por imitar lo que el cine les enseñó. La pinta de señores de su casa de los maridos no es el mayor problema de verosimilitud que por culpa de su registro equivocado plantea la película. No resulta precisamente fácil aceptar que tres mujeres solas, que hasta el momento no habían salido de sus cocinas, no sólo apoyen el chumbo sobre el mostrador cuando van a tomar alguna copa, sino que convenzan a un par de guardaespaldas de poner el pellejo en peligro al traicionar al jefazo al que servían, que siembren el pánico entre la comunidad judía de Manhattan y, peor de los peores, que obliguen al capo de la mafia italiana de Brooklyn a negociar de igual a igual. El ajusticiamiento del hijo de puta que surte a su mujer de trompadas en la panza, y que ya le hizo perder un hijo, es el único elemento de la película que tiene algún viso de realidad y hasta puede ser admitido.
El Teorema de Pascual Filmada con limpidez arquitectónica, el documental de Mora no es una biografía del irreverente Rodolfo Livingston sino un retrato en movimiento. La escena tiene lugar en los duros 90, en un estudio de televisión, con varios invitados sentados a la mesa bajo el ojo vigilante de un hombre con rostro de batracio. Uno de los invitados empieza contando lo mal que la pasó el día anterior, cuando intentando resolver una emergencia entró a un bar y se encontró con un cartel que decía que el baño era sólo para clientes. Ve en ese episodio una cifra de una realidad mayor y llega a la conclusión de que el país en el que vive es uno “sólo para clientes”. El hombre-batracio comienza a revolverse inquieto, y trata de llevar el asunto hacia otro lado. No lo logra. El invitado continúa su discurso con una suerte de calma ardiente. Ahora sostiene que es un país en el que se ha impuesto el maltrato hacia el prójimo. Al batracio humano se lo ve cada vez más incómodo. “Este mismo programa es una fuente de maltrato”, sube la apuesta el arquitecto Livingston ante Bernardo Neustadt, que no sabe cómo acallar al subversivo. LEER MÁS El personaje | Series LEER MÁS Las estrategias repetidas de los curas abusadores | Una guía relevó los métodos de captación y manipulación a partir del relato de más de cien víctimas Rodolfo Livingston cumple 88 años dentro de veinte días. Tenía dos menos cuando se filmó esta película. A pesar de su edad, la coda de Método Livingston lo muestra haciendo free style en paracaídas, junto a su pareja actual. En ese momento su hijo menor tenía once años. Livingston es uno de esos personajes únicos, casi bigger tan life, que van donde los llevan sus deseos y convicciones. Y si tienen que remar contra la corriente lo hacen. Postula lo que llama el Teorema de Pascual, según el cual “lo que no quieren que haga, lo hago igual”. El de Sofía Mora es un documental “de personaje”, en ambos sentidos de la palabra. Porque retrata a un personaje en un momento dado de su vida, y porque ese personaje es lo que suele decirse “todo un personaje”. Livingston es un nadador solitario de la arquitectura. La arquitectura que él postula es una en la que la arquitectura no es lo que más importa. Practica lo que llama “arquitectura de familia”, en contra de la arquitectura de edificios, que es la que impera desde por lo menos el siglo XX. El “método Livingston” se basa en la escucha. Escucha de lo que quiere el cliente, que él reformulará delicadamente, para llegar a la casa más vivible. Una que puede no tener living, a partir de la idea de que la gente no se junta allí sino en la cocina. O que puede tener una escalera ahí donde la ortodoxia la desaconseja. O que puede carecer de líneas rectas (pero este último caso es a pedido de un cliente, amigo y alma gemela). Si diseña el edificio donde se asentará un organismo público, como el Instituto de Astronomía y Física del Espacio (1981), lo hace de ladrillos. Y con paredes oblicuas, teniendo en cuenta la orientación, para que las ventanas reciban sombra a la hora en la que el sol está más alto. Livingston no implanta clones edilicios. Diseña construcciones únicas, singulares, a la medida de los deseos de quienes las habitan. Construcciones que son como él. LEER MÁS Adiós a D.A. Pennebaker | Fue uno de los grandes documentalistas de los EE.UU. Filmada con limpidez arquitectónica y con una preciosa partitura de Gonzalo Córdoba, Método Livingston no es una biografía cinematográfica de este ex director del Centro Cultural Recoleta (1989), lo que hubiera sido mucho más aburrido, sino un retrato en movimiento. Eso le da vividez. Está el Livingston-espectáculo, capaz de comportarse como stand-up comedian criollo y llevando consigo su tarjeta de presentación, una estampita que lo muestra como un santo. Y otra que se hizo durante la dictadura, para convertirse a sí mismo en inimputable. La tarjeta advierte que el portador es enfermo mental, y como tal no está en condiciones de obedecer ninguna regla. Está el Livingston casual, capaz de ponerse a conversar con el camarógrafo y descubrir que es el nieto de una mujer a la que amó. El Livingston ilustre, al que la Legislatura consagra Personalidad Destacada de la Ciudad (2017). El Livingston-arquitecto, recibiendo a familias en su estudio, a los 86. Y está el Livingston descendiente de anglosajones y criado entre varias institutrices, que afirma que su vida de adulto “coincide con la Revolución Cubana”, uno de sus amores de toda la vida.
Marta Show: un psicodrama indigente Retrato de Marta Bunetta, una performer callejera, la película de Moffat y López se involucra de modo muy singular con su personaje. No debe haber muchas películas, si es que hay alguna, en las que el director o directora lloren en cámara. Es lo que sucede en este documental, cuando una comisión policial, llamada seguramente por algún vecino, intenta ponerle punto final al show que Marta Bunetta, una mujer en situación de calle, monta cotidianamente en la vereda, a espaldas de la plaza 1º de Mayo. Aterrada ante los portadores de gorra, Malena Moffat, codirectora de Marta Show, llora de nervios. En una escena posterior Moffat (hija de Alfredo, creador de la clínica de psicología social El Bancadero, donde se atendía “a la gorra” a pacientes indigentes) le confiesa a su compañera “de elenco” (ambas actúan de coristas de Marta, en la vereda de la calle Alsina) que no soporta a la líder del show y protagonista del documental. Carol, la compañera de Malena, cuestiona su actitud. Documental confesional, al borde mismo del acting sobreemocional, Marta Show es también en parte un psicodrama indigente, que pone a la correalizadora en la huella de su padre. “Hace treinta años que estoy acá”, afirma con autoridad Marta Bonetta. En el momento del rodaje Marta acusa 70. Casi medio siglo atrás fue, asegura un señor que pasa, una pionera del strip tease porteño. “Me lo voy a voltear a ese negro”, confiesa Marta a cámara en otro momento (aquí todo se dice a cámara), refiriéndose según parece a un mozo senegalés, vendedor de chucherías. Marta no jode a nadie. Salvo quizás en términos auditivos, producto del volumen del grabador a cassette que reproduce las canciones que ella mima y actúa, haciendo lo que los sajones llaman lip sync. Ataviada de modo estrafalario, con propensión por las calzas, una dentadura postiza extralarge y abundancia de pelucas de plástico, peinados de todo tipo y gorros hechos con pulóveres andinos, Marta hace que canta y presenta también sus coreografías, acompañada de Malena y Carol. Marta es entre otras cosas un prodigio del funcionalismo urbano, dando todos los usos imaginables a las bolsas negras de basura y cargando todas sus posesiones (que incluyen una palmera que le es robada) en un carro con rueditas, que por lo visto estaciona todas las noches en la sede porteña de las Madres de Plaza de Mayo. ¿O no es acaso también ella, a su manera, otra loca de la plaza? Como suele suceder con la gente que está en el borde, o lo pasó, Marta pasa de alguna ocurrencia genial a un disparate total. Convencida de que todos nuestros males son culpa de ciertos cerebros electrónicos malintencionados (la paranoia es una de sus compañeras de ruta, sospechando incluso de la realizadora y su socia coreográfica), es capaz de observar que los transeúntes se divierten con ella, pero después “vuelven a la Idea”, sintetizando de ese modo la neurosis urbana. “Son todos fantasmas necesarios”, afirma, antes de echar unas gotitas de ibuprofeno en el agua servida, con intención de curar a sus amigas, las palomas. Doblando seguramente las reacciones que despertará el propio documental en el público, ante las exuberancias del show de Marta los paseantes oscilan entre el asombro, el escándalo y la participación, como el compuesto señor asiático que se suma a una coreo original de “Beat It”.