Un cine hecho de voces bajas La protagonista, interpretada por la misma directora, se pregunta por el sentido de la maternidad y cree estar padeciendo “un puerperio tardío”. De nuevo otra vez, premiada en la última edición del Festival de Rotterdam, es la ópera prima de Romina Paula, que es actriz, dramaturga, directora de teatro, escritora y de ahora en más, cabe esperar, directora de cine. Como el de otra multiartista, Lola Arias, que lo hizo el año pasado con Teatro de guerra, el debut de Paula (ése es su apellido real) trae al cine argentino una voz nueva, fuerte y definida. Aunque no tan fuerte, en verdad, ya que a juzgar por De nuevo otra vez (título bello, que da a pensar en una hiperrepetición que no es tal) el de Paula es un cine hecho de voces bajas, emociones quedas y dudas y ambigüedades vitales. A diferencia del experimentalismo de Lola Arias en Teatro de guerra, al cine de Paula se lo ve, tal como su literatura, confiado en una narrativa límpida y sencilla, cruzada de preguntas existenciales (con perdón por esta palabra, que suena tan grande), surgidas de la propia experiencia. Como para que eso último quede claro, la protagonista, interpretada por la propia realizadora, se llama Romina. Llegando a los 40 años (edad que la realizadora acaba de alcanzar), Romina, que da clases de alemán, se pregunta si será cierta la crisis que se le atribuye a esa edad. Por de pronto se tomó un recreo de la relación con su marido (Esteban Bigliardi, que aparece recién en la última escena), dejándolo en las sierras de Córdoba, donde viven, y se vino por un tiempo a casa de su mamá alemana (Mónica Rank, notable actriz “espontánea”) con su hijo de tres años, Ramón (Ramón Cohen). Espoleada tal vez por el reencuentro con la madre, Romina repasa la historia de su familia de origen alemán, desde el momento en que pusieron pie en Argentina. Lo hace en unos soliloquios en off ilustrados con diapositivas de la familia de la realizadora, que hacen pensar a De nuevo otra vez como una posible biografía solapada. Esos fragmentos representan, por otra parte, el único quiebre representativo del relato, posible deuda para con la inclusión de materiales heterogéneos que Manuel Puig, objeto de admiración de la autora, hacía en sus novelas. Con deseos de recuperar tal vez cierto aventurerismo sexual dejado atrás, Romina intentará “tirársele” a un alumno bastante menor (Pablo Sigal, excelente), con una mezcla muy simpática de cortedad y torpeza. Y aceptará con gusto el beso que le da la hermana de una amiga (Denise Groesman). Si la película no es experimental, su protagonista lo es, dados sus deseos de experimentar. Romina se pregunta por el sentido de la maternidad, la absorbente relación madre-hijo, cree estar padeciendo “un puerperio tardío”. Se toma un tiempo que desde hace rato no se tomaba. Sin embargo, por muy agitadas que estén las aguas internas, una corriente de aceptación de lo real atraviesa a todos los personajes. Mientras se plantea sus dudas maternas Romina se sigue cargo de Ramón, sin vivir eso como un peso. La oma está chocha de la vida con el chico. Y el novio de Romina trata de entender de a dos la relación entre ambos. Hay algo así como una racionalidad de los sentimientos en De nuevo otra vez. Esto es la idea de que los sentimientos, por más confusos y turbulentos que sean, se pueden analizar y comprender. Se deben comprender, daría la sensación, como en un contrato personal y convivencial. El tono de la película es amable, fluido y llano, en concordancia con el modo en que los personajes tratan sus incógnitas (hay por allí una amiga de Romi, interpretada por Mariana Chaud, que funciona como una segunda cabeza para ella). La puesta en escena, lo mismo, con predominio de planos medios y americanos, que son los de la intimidad compartida en cine. Los mencionados apartes en primera persona funcionan más como complementos que como quiebres estéticos. Tal vez el que más se parezca a esto último, en tanto representa una ruptura con el modo de representación predominante, es uno en el que el personaje de Denise Groesman desarrolla un breve monólogo sobre lo que llama “la revolución de las hijas”, concepto puesto a rodar por la periodista del suplemento Las 12 Luciana Peker, quien tituló así su último libro.
Contra el deber ser del realismo Ganadora del Premio Teddy a la mejor película de temática LGBT en la Berlinale, Loza se juega a un verosímil absolutamente disruptivo. Es difícil, tal vez imposible encontrar, en medio del panorama de películas todas-iguales-entre-sí que presenta el cine argentino contemporáneo, una que tenga la audacia casi suicida del nuevo opus del prolífico cineasta y dramaturgo Santiago Loza. Tal vez Las hijas del fuego, la fantasía porno-lésbica que Albertina Carri estrenó el año pasado, sea la única comparable, por la manera en que se tira a la pileta sin medir riesgos. Autor de películas como Extraño, Cuatro mujeres descalzas y Los labios (ésta junto a Iván Fund), en Breve historia del planeta verde –presentada en la más reciente edición del Festival de Berlín, donde ganó el Premio Teddy a la mejor película de temática LGBT– Loza se juega a un verosímil absolutamente disruptivo, de esos que el espectador toma o deja. La película escrita y dirigida por Loza recuerda, aunque más no sea en términos estructurales, a Tan de repente, la ópera prima de Diego Lerman, que comenzaba como un cuentito desfachatado y se partía a la mitad, encaminándose a una inesperada trama de realismo familiar. Breve historia del planeta verde va, a su vez, de cierto realismo naïf a una insólita fábula de ciencia ficción casera de toques místicos. Pero siempre naïf, eso sí. Tania, treintañera trans con algo de sobrepeso (Romina Escobar), Daniela, una chica disconforme con la vida que lleva (Paula Grinszpan) y Pedro, que tal vez sea gay o esté a un paso de serlo (Luis Soda) se conocen desde la primaria y siguen siendo amigos. Como las cuatro mujeres descalzas, cuando Tania, Daniela y Pedro no están tristes o melancólicos, es porque están deprimidos. Razones no les faltan. Ni el trabajo de Tania en un club drag, ni el empleo de Daniela como camarera disfrazada de cowboy en un curioso saloon country argentino, ni el no se sabe qué de Pedro (la información sobre él es escasa) los satisface. Para peor a Daniela acaba de dejarla el novio, con lo cual pasa más tiempo en la cama que en pie. En medio de eso Tania recibe un llamado desde el pueblo natal, avisándole que su abuela acaba de morir. Curiosamente, algo casi igual a lo que ocurría en Tan de repente, donde la que moría era una tía. El siguiente paso es también el mismo: como Mao, Lenin y Marcia, este otro trío deja la ciudad y va al pueblo. En casa de la abuela se encuentran con una amiga (Elvira Onetto), que los lleva a conocer a quien fue el compañero de aquélla en los últimos años: un pequeño alien al que la abuela frizó cuando estaba a punto de morirse. Glup. Para mayor desafío a la verosimilitud, este pariente lejano de ET está ostensiblemente confeccionado en material plástico o algo parecido. Lo que la abuela no pudo hacer fue llevarlo hasta un río cercano para darle allí una muerte digna, una tarea de la cual ahora Tania y sus amigues se harán cargo. Lo meten en una valija, la llenan de cubitos de hielo y allá van, a un viaje como de película de aventuras, pero sin aventura. Está claro que Loza no apunta a la credibilidad llana del espectador, que deberá practicar una especie de salto mortal por encima de su razón, para discernir qué hace ese alien allí y para qué está. En principio, el ser de enormes ojos despierta sentimientos maternales, sobre todo en Tania, y será la dark Daniela la que se ocupe de él en las últimas horas. En el curso del viaje Daniela pasa visiblemente de su condición de sufrida a la de líder del grupo, guiada por las apariciones de otro personaje fantástico, suerte de indio del Amazonas con una capucha en la cabeza. Y Tania empieza a sufrir de un trastorno estomacal que los médicos no logran diagnosticar, y que tal vez guarde alguna clase de relación con la cercana presencia del extraterrestre. Mientras Daniela avisa que “necesito tener un hijo”, el trayecto de Tania parecería conducirla a alguna clase de misticismo, que asumirá una forma bien concreta. Ni en cine ni en ningún otro arte la audacia garantiza resultados consumados. Suele ser al contrario. Breve historia del planeta verde no carece de problemas. Actuaciones dispares, en ocasiones de una languidez que puede volverse irritante; algunos diálogos tan sobreescritos como grandilocuentes, que los actores recitan obedientemente; algún personaje que no calza del todo (un muchacho brasileño enamorado de Tania), un misticismo que puede no compartirse en absoluto y algunas búsquedas formales más tentativas que certeras (un largo plano secuencia cuya necesidad no es clara, unos ralentis que tampoco), son algunos de ellos. A cambio de eso hay hallazgos indudables e infrecuentes: un tratamiento del espacio que vincula a los personajes con el entorno; un fantasmagórico bosque quemado; unos amenazantes pobladores con antorchas en medio de la noche, como sucedía en Frankenstein; un río vaporoso; una abrupta escena de baile, tan bien filmada como una semejante de Los labios. Y la empatía que inevitablemente despierta quien decidió dejar de lado el deber ser del realismo, lo ya probado, lo aconsejable y otros cantos de sirena de la mediocridad.
Una mezcla de sueño y realidad La directora yuxtapone géneros cinematográficos, registros y verosímiles para exponer una historia sobre violencia de género. “Un drama real y cotidiano como lo es la violencia de género narrado con elementos sobrenaturales”, dice, sin ninguna coma, la gacetilla de prensa de Clementina, ópera prima como realizadora y coguionista de Jimena Monteoliva, productora de films de género como Kryptonita y Mujer Lobo. La yuxtaposición de géneros cinematográficos, registros y verosímiles que intenta la realizadora es riesgosa y a la larga fallida, ya que ese pasaje –porque de eso se trata, en tanto la película va del fantástico al realismo, y de ahí a un atisbo de cine gore– no está dado de modo que los distintos elementos puedan fusionarse, sino que conviven uno al lado del otro, en compartimentos estancos. Ganadora de la sección Blood Window de Ventana Sur en 2016 y enviada al Marché du Film de Cannes al año siguiente, la primera película de Monteoliva va de mayor a menor. Comienza con un encuadre magnífico, calibrado en detalle, en el que todos los elementos específicamente cinematográficos se potencian: la generación de una incógnita, dada por un fuera de campo que se intuye peligroso, y la preeminencia de las sombras –sobre todo la de una figura que va tomando forma en el fondo del cuadro–, sumada al uso del silencio y la extensión temporal del plano. Lo que sobreviene de allí en más es una apuesta difícil, en tanto está enteramente jugada a las percepciones de una mujer, sola en un antiguo PH. Ideal como para que empiecen a cerrarse puertas y ventanas, oírse pasos y ponerse en funcionamiento ciertos mecanismos –un televisor, un juguete a pilas– que parecerían haber cobrado vida. Tras haber perdido su primer embarazo por culpa del brutal ataque de su marido, Juana (Cecilia Cartasegna) intenta superar el trauma, retomando su trabajo en un estudio jurídico y habituándose a vivir en esa casa a medio instalar. Entre el desorden, algunos muebles arrumbados, la habitación para el bebé sin tocar y escasas luces (elemento indispensable para la generación de misterio), a Juana se le mezclan sueños y realidades. Como indica el canon genérico, nunca se sabe del todo si lo que oye y ve está en la casa o en su cabeza. Si bien padece de cierto estiramiento, en el terreno formal esta zona del relato está muy bien manejada por Monteoliva. Los planos y escenas duran lo necesario, la información va siendo suministrada con cuentagotas (el hecho de que la protagonista se niegue a asumir lo que sucedió no hace más que prolongar el trauma) y se recurre a elementos estéticos clásicos para generar una inquietud sostenida. Sobre todo las zonas vacías en el encuadre, que podrían llenarse con la presencia de lo temido, y algunas figuras borrosas al fondo del plano. Basta que una de esas figuras tome consistencia para pasar a una película enteramente distinta, en la que el más craso realismo impera: un “malo” obvio y subrayado, discusiones y gritos durante la cena, el artificioso fraseo, falsamente realista, del actor que hace del marido y una locura demasiado explícita, teniendo en cuenta que todo el tramo previo se había jugado por la insinuación. Pero el modo en que la realizadora echa mano, en toda la primera parte, de palancas específicamente cinematográficas, autoriza a guardar expectativas con respecto a sus próximos trabajos. Sobre todo si logra articular un relato a la altura de ese dominio estético.
La culpa de una traición Opera prima de Gonzalo Zapico, El bosque de los perros tiene climas logrados, sostiene un tempo cargado y denso, las actuaciones están todas a la altura y hay suficientes ocultamientos entre los personajes como para mantener el interés durante los 80 minutos de proyección. Pero problemas de construcción (del guion, de los agonistas) hacen de ella una película fallida. Lo cual no es ningún pecado, sobre todo tratándose de un primer film, pero restringe sus alcances. Mariela (Lorena Vega) regresa a su inidentificado pueblo costero casi dos décadas después de haberse ido. En el pueblo vive su tía pero no sus padres, muertos hace tiempo en un accidente, por el cual pesa una sombra de duda sobre Mariela. Que ella llegue al pueblo con rostro luctuoso hace pensar que está dejando atrás alguna tragedia cercana en Buenos Aires, donde vive. Pero no, la tragedia parece ser aquélla de la infancia. Al marido, del que dice haberse separado hace un año, no lo mató, que se sepa. Aunque algo semejante tal vez ocurra más adelante. Mariela vuelve al pueblo para recuperar a Gastón, su novio de la infancia (Guillermo Pfening; Angelo Mutti Spinetta hace de él en la preadolescencia) y único vecino por el cual parece sentir algo. Pero por lo visto, si a alguien no quiere ver Gastón es a la recién regresada al pueblo. Y pronto tercia Carlos (Marcelo Subiotto), hermano mayor de Gastón, a quien un par de flashbacks revelan teniendo acercamientos comprometedores con Mariela. Y la tragedia está en puerta. Los silencios le hacen muy bien al cine hablado, porque generan hiatos en la narración. Agujeros negros, preguntas, misterios. Todo muy positivo para el espectador, a quien, como a un detective, le gusta investigar. Pero los silencios tienen también un problema, que es que el relato en algún momento debe rellenarlos. Salvo que se plantee específicamente dejarlos irresueltos, lo cual es un caso particular y en general viene asociado a una idea de sinsentido y de sueño, como sucede en David Lynch. No es el caso. El bosque de los perros se atiene a un registro realista, y en ese registro se enfrenta con varios problemas que quedan en el aire. Uno es que sucede una tragedia que deja en segundo plano a otra, que pesa al inicio como si fuera “la” tragedia, que es la de la muerte de los padres, que en la segunda parte queda olvidada. Otro es la construcción de la protagonista. ¿Fue efectivamente la autora de la muerte de sus padres, tal como piensa el pueblo? ¿Por qué miente con respecto a su vida en Buenos Aires? Está más claro, en tal caso, que su acto final es una forma, ilusoria por supuesto, de resolver la culpa de una traición.
Un diccionario hecho por dos tipos audaces Créase o no, el legendario Oxford English Dictionary nació de la conjunción de un académico autodidacta y un ex militar estadounidense enloquecido por la Guerra de Secesión. Hay dos motivos que permiten que una película como Entre la razón y la locura se estrene en la Argentina: Mel Gibson y Sean Penn. Aunque ambos figuran hace rato en la lista de actores “casi olvidados” por Hollywood, parece que sus nombres aún son un buen argumento para vender entradas. Por que en tiempos en los que la oferta se encuentra súper concentrada, estrenar un film protagonizado por este dúo representa apostar por otro público: uno que todavía sepa quiénes son. Es decir los mismos espectadores que desde hace (al menos) diez años son ignorados por un mercado saturado de superhéroes y dibujos animados. Que no son pocos, aunque últimamente no van mucho al cine porque, como se dijo, tampoco los cines se preocupan mucho por incluir algo que ellos puedan ver. Es por eso que una película como esta, en cuyo poster aparecen grandes un par de caras conocidas, puede resultar tentadora. El centro de esta historia es ocupado por James Murray, un académico autodidacta que a finales del siglo XIX se propuso la titánica misión de documentar la genealogía precisa de cada palabra del idioma inglés. El resultado fue la primera edición del Diccionario de Oxford, tarea que concluyeron otros, casi 15 años después de su muerte. Pero la película no sólo se ocupa de él, sino del vínculo que estableció con el doctor William Minor, un ex militar estadounidense que, enloquecido por su experiencia en la Guerra de Secesión, fue condenado por asesinato en Londres en 1872 y encerrado en el manicomio de Broadmor. También autodidacta, desde dicho hospicio Minor aportó más de diez mil entradas que ayudaron al trabajo de Murray. Entre la razón y la locura (título que consigue ser apenas un poco menos explicativo que el original, El profesor y el loco) es la ópera prima de Farhad Safinia, cuyo trabajo más conocido es como guionistas de Apocalypto, cuarta película como director del propio Gibson. Algunas de las escenas dentro del manicomio conservan destellos de la violencia que caracterizaba a aquel film. Además se trata de un relato de redención, uno de los tópicos favoritos de Gibson. Católico confeso y militante, ya sea como actor o como director el australiano suele elegir a menudo personajes como el de Murray, para quien el sacrificio, la piedad y la fe, incluso en sus versiones más extremas, son un motor vital. Evitando gestos ampulosos pero con rigor y apostando por un elenco sólido, Entre la razón y la locura consigue contar de forma eficaz esta épica asordinada que no se priva de incluir dos o tres oportunos picos dramáticos. Un puñado de argumentos que le alcanzan para mostrarse como una alternativa dentro de una cartelera que no se caracteriza por ofrecerlas.
Cuando un fantasma se aparece en Navidad Culpa, descenso a los infiernos, una mater dolorosa: no hay duda de que los signos católicos marcan el relato, pero eso no impugna el valor de un film que se siente verdadero. Es acertado el título de distribución local de esta película, cuyo original es Ben is Back. Aunque el hogar al que vuelve Ben, adicto en recuperación, está constituido por una familia ensamblada de madre, segundo marido, hermana biológica y hermanos “postizos”, a quien vuelve es claramente a su madre Holly, a quien lo une un lazo indestructible. Más allá de las circunstancias concretas (rehabilitación, abstinencia, tentación de reincidencia, vuelta atrás), de lo que habla Regresa a mí es de ese lazo que sostiene sobre todo la madre, como una roca en medio de la tormenta, mientras el hijo adolescente se arriesga a empaparse allá afuera. Es la clase de película que Hollywood no está en condiciones de filmar si no es con manipulación emocional, superficialidad, sordidez, moralina y falta de compromiso con los personajes. Sin eludir del todo otros de los riesgos posibles –la gravedad de tono, el suspenso final–, el realizador y guionista Peter Hedges logra aquí abstraer su película del sistema Hollywood y convertirla en algo más parecido a un “film de autor” que a una hamburguesa más en la máquina. Cuando Ben (Lucas Hedges) se presenta en casa para Navidad sin previo aviso, en medio del aislamiento y la nieve, Holly (Julia Roberts) y su hermana Maggie (Kathryn Newton) lo ven como una aparición, un fantasma, una presencia imposible. Signo tal vez del lugar que Ben pasó a ocupar en la familia a partir del momento en que se convirtió en adicto. Maggie no está feliz con su regreso, debido a una licencia en la clínica donde está internado. Su padrastro Neal Beeby (Courtney B. Vance) es más rotundo: le dice que se vaya. Holly lo acepta en casa, a cambio de la promesa de no tocar ningún paquetito raro. Ben jura abstinencia y manifiesta deseos de pasar la navidad con los suyos. Todo parece estar bajo control hasta la noche que vuelven a casa, encuentran todo tirado y no está Ponce, el amado terrier familiar. Culpa sobre culpa para Ben, que carga sobre sus espaldas con un hecho grave y sale ahora a la ruta en busca de Ponce (y de quienes se lo llevaron). Detrás de él va, claro, Holly, que no está dispuesta a quedarse esperándolo. Podría decirse que Holly es una madre posesiva y sobreprotectora, si no fuera que Ben necesita un poco de posesión y sobreprotección. Al muchacho le cuesta manejar su situación y sus relaciones de antes, que incluyen un yonqui en mucho peor estado que él y un “poronga” de la zona al que, según afirma el personaje anterior, “una vez que empezaste a trabajar con él no lo podés dejar”. El de Ben desde el momento en que sale de casa es un descenso a los infiernos, y este último es el escalón postrero: habrá que prestar un servicio peligroso antes de salir con una recompensa en las manos. La cuestión es que junto con ésta viene también una tentación que puede echar todo a perder, y Ben está ahora frente a ese dilema. Culpa, descenso a los infiernos, navidad, tentación, una mater dolorosa llamada Holly, que en inglés suena a sagrada: no hay duda de que los signos católicos marcan el derrotero de Regresa a mí. Tampoco hay duda de que eso no impugna el valor de la película, como tampoco sucede con las de Coppola, Scorsese o Tarkovski. Lo importante es que la historia se sienta verdadera, y así se siente la de Regresa a mí. Hedges, que ya mostraba virtudes semejantes en alguna película previa (los guiones de A quién ama Gilbert Grape y Un buen chico, la película propia Fragmentos de Abril) y no se distrae con chucherías visuales ni retorcimientos de guion. Narra el drama humano del modo más despojado posible, apoyándose sobre lo que de más humano tiene una película: los personajes y los actores. En relación con los primeros, ningún psicologismo. No se sabe cuándo, cómo ni por qué por qué Ben empezó a inyectarse. Tampoco qué rol jugó Holly entonces. Lo que importa es el ahora, en el ahora es cuando los jugadores juegan las cartas definitivas. Hijo del realizador, Lucas Hedges (que hizo del también conflictuado hijo de Casey Affleck en Manchester junto al mar) está perfecto en el papel de Ben: se lo ve desesperado, sensible, con deseo de reparar lo que rompió. Hace tiempo se sabe que Julia Roberts es algo más que una cara bonita. La suya es una actuación de entrañas y dientes apretados, de amor incondicional y límites bien puestos, de hipertensión y falta de pudor.
Distintas formas de la adolescencia Premiada en los festivales de Sundance, Toulouse y Bafici, este sutil relato de iniciación se asienta en una playa uruguaya, fuera de temporada turística. Una película sobria, firme, que siempre parece tener claro lo que quiere y lo que no. “Estoy todo transpirado”, le dice Joselo, que estuvo trabajando al sol, a Rosina. “Debo tener un olor horrible. ¿Te molesta?” Por la forma en que la mira parece estar preguntándole si le gusta. “No, está bien”, atina a murmurar ella como quien no dice nada, avergonzada y desviando la vista. Joselo vuelve a atraer esa mirada hacia sí, al mostrarle lo abultado que tiene el short. Le ofrece una cita para más tarde y Rosina acepta. Más allá de sus diferencias de género, Rosina y Joselo representan dos formas de la adolescencia, que tal vez sean hijas de la edad. O más precisamente de la experiencia vivida. Joselo ya la vivió, Rosina todavía no. Quizá por eso no esté cómoda en casa de sus padres, con su hermana mayor o con los varones, en general. Como si todos ellos fueran potenciales tiburones, como los que se comenta que merodean cerca de la costa. Premiada en los festivales de Sundance, Toulouse y Bafici, la ópera prima de la realizadora uruguaya Lucía Garibaldi se asienta en una playa uruguaya, fuera de temporada turística. Aunque teniendo en cuenta el calor de Joselo, puede ser que sea temporada y simplemente no haya turistas por allí. Rosina (Romina Bentancur) vive junto a sus padres (los argentinos Fabián Arenillas y Valeria Lois), su hermana mayor (Antonella Aquistapache) y hermano menor (Bruno Pereira). El padre se dedica, ayudado por un grupo de trabajadores, a la tala de árboles. La mamá es depiladora. La hermana mayor parece tener la experiencia sexual que ella todavía no y el hermano menor jode, como todo hermano menor. Con tiempo libre y seguramente en época de receso escolar, Rosina hace un poco de ayudante de los padres, lo cual parece aumentar la sensación de vacío. Uno de esos días en que va a ayudar al padre (no a talar árboles) conoce a Joselo (Federico Morosini), y la atracción es instantánea. Pero la invitación de él a masturbarse juntos es un poco mucho o un poco pronto para ella y habrá un rechazo, un despecho y distintas formas de venganza. Escrita por la propia Garibaldi, la película está centrada en la protagonista. La información sobre quienes la rodean es apenas la que surge de las propias acciones. Por lo cual está más claro, por ejemplo, a qué se dedica la mamá (Rosina pasa más tiempo con ella) que el papá. Podría decirse que el de Los tiburones es un relato conductista: todo a lo que se asiste es a las conductas de los personajes. No hay ninguna clase de introspección, salvo la que transmiten las miradas: la atracción de Rosina, el rechazo de Joselo. La mirada de la hermana está emparchada, porque hubo alguna escaramuza previa al comienzo de la película y tuvieron que darle cinco puntos. Como muchos adolescentes, Rosina tiene algo de robot desgarbado al caminar. Los brazos rígidos al costado del cuerpo, la espalda encorvada, el rostro algo ladeado, para evitar miradas incómodas. Sus formas de venganza son locas, excesivas: no está en edad de moderación. La mirada de Garibaldi podría definirse como “empatía analítica”: el relato está del lado de la protagonista y el punto de vista también, pero la cámara la observa desde una cierta distancia, como si quisiera reservarse la opinión. Hay un humor “a la Rejtman”, indirecto, disimulado, asordinado. La charla sobre fisiología sexual femenina con el hermanito en la mesa, la de las amigas de la hermana en la playa, mucho más “de vestuario” (“¿ustedes qué sienten después de una chupada de tetas?”), la mamá que por teléfono, para darse corte con una cliente, dice “C’est moi”. El intento de formar un grupo que salga a cazar tiburones por parte de los pobladores del lugar, no sea cosa que se les arruine la temporada turística, podría ser por un lado una alusión (inesperada) a Tiburón. Por otro, una posible advertencia sobre gérmenes macho-combativos, incluso en parajes mínimos como ése. El elenco combina actores profesionales (Arenillas & Lois) con otros que no lo son, cuestión de agudizar la ilusión de realidad. Producto de esta voluntad, tanto la de Romina Bentancur como la de Federico Morosini son de esas actuaciones que no se sienten como tales. Ella, sobre todo, parece el personaje. Como si entre Rosina y Romina no hubiera ni una letra de diferencia. Un final que recuerda a un famoso comercial de los años 70, que hacía uso del feminismo light de la época para vender unos cigarrillos muy finitos (“Has recorrido, muchacha…”) no parece el más afortunado para una película sobria, firme, que siempre parece tener claro lo que quiere y lo que no.
Canciones del exilio y del desexilio Con valiosísimos materiales de archivo, el documental de Terribili reimplanta al cantautor uruguayo en la contemporaneidad, después de una larga ausencia. Escrita y dirigida por Melina Terribili, Ausencia de mí no es un documental musical, por eso faltan varias de las canciones más icónicas de Alfredo Zitarrosa, como “Doña Soledad” o “El violín de Becho”. Por el contrario, ese devastador concentrado de belleza que es “Adagio en mi país” se oye dos veces, una durante el transcurso del film y la otra sobre los créditos finales, tal vez porque a la realizadora le encante o quizás porque maride bien con la idea que anima el documental. ¿Qué idea? En principio, la de la exhumación: Ausencia de mí empieza a tomar forma a partir del momento en que la viuda del músico, Nancy Marino Flo, y sus dos hijas, Moriana y Serena Zitarrosa, entregan al Estado uruguayo, un lustro atrás, los cientos de cajas donde desde hace casi treinta años guardan carpetas, escritos, notas mecanografiadas, apuntes, casetes, cartas de AF, destinados a perdurar. Ausencia de mí trae de nuevo al presente aquella voz, aquella figura, aquel modo de ser que ya en los años 70 resultaban anacrónicos. Ni qué hablar ahora. El traje y la corbata, el pelo peinado para atrás, la voz varonil, los modales respetuosos, las ideas claras, las milongas y camperas, acompañadas por una escuetas guitarras. Fallecido a los 52 años como consecuencia de una peritonitis, Zitarrosa es un criollo educado e inspirado que le habla a la modernidad desde un paisito que hace rato no existe más. Desaparecido de radios y librerías, a pesar de haber editado en vida catorce LPs y en forma póstuma cuatro libros (en ambos casos en su país), el documental de Melina Terribili lo reimplanta en la contemporaneidad, después de tan larga ausencia. La película imita el movimiento de poner en imágenes lo que viuda e hijas van extrayendo de las cajas, lógicamente dándole un orden. El hilo se tiende desde febrero de 1976, cuando, tras tres años de dictadura en su país, Zitarrosa y los suyos parten al exilio en Argentina, España y México. Febrero 1976: mal momento para llegar a la Argentina. Por eso durará tan poco su estada aquí. Para ayudar a la organización del material, Terribili lo divide en capítulos. El tiempo del exilio está escandido en tres, a marzo 1984 le corresponde el “desexilio”, término acuñado por Mario Benedetti. En el exilio, este coloso de la música latinoamericana no puede componer un solo tema, en algún momento mujer e hijas no aguantan más y se vuelven. Se reencontrarán más tarde. “Hay muchas canciones esperando allá”, dice Zitarrosa en off, y en cuanto puede toma el avión de vuelta. En Uruguay, un militar promete que el ejército no va a volver a dar un golpe “si no lo obligan a ello, como ocurrió en 1973”. Recibido como un héroe (se lo ve exultante, asomado a la ventanilla del auto que lo trae), el autor de “Guitarra negra” canta más por solidaridad que por contrato. En algún momento anuncia que deberá cambiar de política, porque los suyos necesitan comer. Esta es, a grandes rasgos, la historia. ¿Cómo la cuenta Terribili? Echando mano sobre todo del abundante arsenal de películas caseras, que muestran un Zitarrosa impensado: distendido, sonriente, entrando al mar de la mano de una de sus hijas o jugando con ambas. Ellas, las imágenes lo demuestran, se deshacen por el papá, a quien no se ve nada distante. Zitarrosa con sombrero playero, Zitarrosa con el pelo largo y suelto, bien 70’s, Zitarrosa con anteojos, ya de vuelta en Uruguay, bailando con la hija mayor en el cumple de 15. Zitarrosa en un aparte con su bella mujer, Nancy. Lo que las imágenes caseras no proveen lo facilitan las fotos de archivo, muchas de ellas entre las más conocidas. Teniendo en cuenta que el autor de “Crece desde el pie” dejó una enorme colección de casetes caseros, el sonido en off no habrá sido tan difícil de resolver. El hombre no sólo grababa música: conversaciones privadas y telefónicas, entrevistas radiales, reflexiones en tono lírico, melodías silbadas. “Dejó dos casetes llenos de silbidos”, confirma la viuda. “Me levanté a la mañana, puse la radio y escuché una melodía que, supongo, sería marroquí”, dice Zitarrosa durante su estada española. Y silba la melodía. “Aspiro a no morirme antes de que el continente sea socialista”, anhela este consecuente militante del Partido Comunista de su país. Por suerte no llegó a enterarse del todo que los rumbos eran muy otros.
Una noche en el Museo Vaticano Unas semanas atrás se planteó en estas mismas páginas lo problemático de abordar a un genio desde un medio antes que nada físico como es el cine (en literatura es más fácil, ya que franquea el paso al mundo interno), a propósito del estreno en Argentina de Van Gogh ante las puertas de la eternidad. El problema reaparece con Michelangelo infinito, que a diferencia de aquélla elige hacerlo por la vía del documental. Documental combinado con dramatizaciones, como se verá enseguida. Los propios títulos de ambas manifiestan la dificultad de abordaje: palabras como “eternidad” e “infinito” hablan de lo inabarcable por definición, lo inaccesible, lo que está más allá del ojo humano. La película dirigida por Emanuele Imbucci es algo así como una audio-guide de museo reforzada. Se repasan, con intención didáctica, vida y obra del coloso florentino, con presencia de dos actores como para hacer la cosa más “cinematográfica”. Uno, el conocido Enrico Lo Verso (L’America, Farinelli) habla en primera persona y en voz alta, “haciendo de” Buonarotti. Otro, Ivano Marescotti, encarna al artista, arquitecto e historiador Giorgio Vasari, algo así como el primer crítico de arte italiano, además. Mientras que Miguel Ángel (la película no aclara de dónde están tomados sus fragmentos) transmite su ambición (“la ambición te come vivo”), su sed de infinito, su amor por la materia, su lucha para volverla maleable, Vasari describe la obra del artista desde un lugar específicamente estético. Ese lugar tiene una herida de nacimiento: Vasari parte de la base (indiscutible) de que Miguel Ángel era, como diría Pappo de su mamá, “lo más grande que hay”. De modo que sus observaciones se ven rociadas por una catarata de aumentativos, esos que en el habla italiana proliferan. Aumentativos replicados por una música que parecería querer subrayar, con su magnificencia, la del artista. Michelangelo infinito es así una película unilateral, cerrada, acrítica. No se puede dialogar con ella, del mismo modo en que ella no dialoga con su objeto. Todo está aquí fuera de dudas, de modo que la estrecha relación del artista con papas y señores no se investiga, no se somete a preguntas, no se cuestiona. Lo mismo sucede con la tardía confesión, “en boca de Miguel Ángel”, de que sobre el final de su vida tuvo dos grandes amores. Uno era un muchacho, la otra una mujer. O la falta de interrogación sobre la propensión escultórica de Miguel Ángel a lo colosal, lo muscular, lo sobrehumano. En lugar de eso el realizador se entretiene con ralentis o reflejos de las obras en el agua, que seguramente serán símbolo de algo. Desde ya que es imposible no recomendar una película que contiene a la Pietà, al David, al Moisés, a la Capilla Sixtina. El recorrido en detalle que se hace por esta última, pintada a los 33 años, así como por El Juicio Universal, son algunos de los momentos más valiosos, en términos de History Channel.
El discreto encanto de la senilidad El film de Julie Bertuccelli es un drama tenue, reposado, que alberga un dramón en su interior. Siempre se señaló que a Catherine Deneuve le gustaba tomar riesgos artísticos, por lo cual suele aparecer en óperas primas de realizadores muy jóvenes, produciendo incluso alguna de ellas. En La última locura de Claire Darling (que no es su película más reciente; la actriz de Repulsión filma mucho) toma un riesgo personal, en tanto interpreta a una mujer mayor que ella, de pelo blanco, con signos de senilidad y una muerte anunciada (por ella misma, que está segura de que así va a ser). Encima, que su hija Chiara Mastroianni desempeñe el mismo papel en la ficción acentúa los paralelismos. Esa senilidad, que lleva a Claire a tomar decisiones caprichosas e imaginar presencias fantasmales, es la que justifica el título, que podría dar a pensar, erradamente, que ésta es una comedia en la cual la mujer que fue República hace muchas locuras. La última locura de Claire Darling es en cambio un drama tenue, reposado –de tercera edad–, que alberga un dramón en su interior. “¿Cuánto cuesta?”, pregunta un interesado en una de las antigüedades que Claire puso a la venta, en una liquidación que más que de garaje es de parque. “50 centavos”, dice Claire para horror de su hija Marie, que trata de poner un poco de razonabilidad en esa venta. Hija de los dueños de la cantera de la zona, Claire reside todavía en la casa familiar, una de esas mansiones europeas con siglos a las espaldas y muros de 20 centímetros de profundidad. Como se despertó convencida de que hoy se muere, decidió que las posesiones de la familia lo hagan con ella. Es una venta de “hoy o nunca”, y ahí están los vecinos inspeccionando antiguos escritorios, bibliotecas y un reloj sostenido por un elefante. “¡No, el reloj no se lo llevan!”, brama Claire, como si se lo estuvieran robando. Es el reloj que la protegía, de pequeña, contra los malos sueños, y que hoy lo sigue haciendo. La última locura de Claire Darling es una película episódica, que tal vez quiso ser elíptica, “carveriana”, pero es más bien inconsecuente. Los episodios tienden a no dejar huella. Marie la visita pero esa visita no trae ecos entre ellas. Marie se reencuentra con un ex novio de la adolescencia (el excelente Samir Guesmi), que la invita a dar una vuelta en la avioneta que él conduce y por lo que puede verse, en esas cenizas aun arde el fuego. Pero al espectador no le cambia mucho que arda o que no arda, porque sabe tan poco (nada) de los sentimientos de Marie como del resto de su vida. Otro tanto con respecto al padre George, el apuesto cura del lugar, con el cual Claire parece haber tenido alguna que otra historia. Tal vez sí, tal vez no, vaya a saber. Un flashback (hay varios) ilustra sobre dos tragedias familiares, una de las cuales pone a Claire en una situación de franca culpabilidad y la otra es una de esas pérdidas que duran para siempre. Tampoco nada. No se sabe (no se ve) cómo repercutieron en su vida y cómo lo hacen ahora, si es que lo hacen. Claire tiene una valiosa colección de autómatas del siglo XIX, que no está en venta. ¿Por qué? ¿Qué representan los autómatas para ella? ¿Y para nosotros, que en tanto espectadores de cine buscamos que los distintos elementos de un relato “reboten” entre sí para hacer sentido? No se trata de caer en el drama psicologista, que plantea un trauma en el pasado y cuenta todo su proceso de elaboración, hasta la superación. El problema acá es la falta de resonancia de las acciones, como si cada una de ellas tuviera lugar en un frasco aislado. Basada en una novela de la estadounidense Lynda Rutledge, que participó del guion junto a otras cuatro damas, dirige Julie Bertuccelli, que filma espaciadamente y de quien a comienzos de siglo habíamos visto la bonita Cartas de París.