Tan poco confiable como una obra falsificada Que David Koepp, guionista de las primeras entregas de Jurassic Park, Misión: Imposible y El Hombre Araña, no haya escrito el de Mortdecai, el artista del engaño, es un dato que llama la atención. En este film cómico con poca y ninguna comicidad, el realizador de Ecos mortales se reúne con Johnny Depp, que había protagonizado para él la también muy menor La ventana secreta (2004). Comedia de robos en el mundo del arte, el modelo de Mortdecai parecería ser Cómo robar un millón de dólares (1966), donde Peter O’Toole ayudaba a Audrey Hepburn a robar una estatua de un museo parisino. Al menos en términos de delgadez y elegancia, Gwyneth Paltrow es una posible émula de Mrs. Hepburn, mientras un Depp rubio y con bigotito hace un snob tan afectado como sólo un connaisseur de arte británico podría llegar a serlo. La hendidura interdental del actor favorito de Tim Burton permite verlo como Terry Thomas haciendo una caricatura de Peter Sellers.Un original de Goya que se consideraba inconcluso llega a manos de una restauradora. Esta es asesinada y el original, robado. Siguiendo la pista, un inspector del MI 5 –el servicio de inteligencia británico para el que, como todo el mundo sabe, presta servicio el agente 007– se ve obligado a pedir ayuda al erudito y marchand de pocos escrúpulos Charles Mortdecai, último representante de un linaje aristocrático, a quien no soporta (Depp). Johanna, esposa de éste (Paltrow), hace su propio juego, intentando recomponer la economía familiar que el cabeza hueca de su marido puso al borde de la ruina. Para ello aprovecha que el inspector Martland (Ewan McGregor) se babea por ella desde que estaban en el high school y le saca datos. Como en una de Bond, la búsqueda del cuadro robado lleva la acción de la campiña inglesa a Londres y de allí a Shanghai, con mafiosos rusos y conspiradores nazis multiplicando líneas narrativas. Es la multiplicación, pero no la suma.Nada de lo que ocurre parece importar tanto como el bigotito que el último de los Mortdecai decidió dejarse crecer. A Johanna se le revuelve literalmente el estómago cuando intenta siquiera besarlo, le cierra la alcoba y lo amenaza con el divorcio. Charles no piensa afeitárselo, el inspector Martland no puede dejar de mirárselo y obviamente todo termina con una escena de amor y bigote. Que una pilosidad como ésa sea lo más importante de una película que parece transcurrir fuera del tiempo y el espacio –parecen los comienzos del siglo pasado, trasplantados a éste así como estaban– exime de mayores comentarios. Su compromiso con lo que están haciendo permite inferir que tanto Depp como Paltrow, McGregor y hasta el reaparecido Jeff Goldblum (en el papel de un comerciante de arte de escasos escrúpulos) habrán pensado lo mismo. 4-MORTDECAI, EL ARTISTA DEL ENGAÑO EE.UU, 2015.Dirección: David Koepp.Guión: Eric Aronson, sobre novela de Kyril Bonfiglioli.Duración: 106 minutos.Intérpretes: Johnny Depp, Gwyneth Paltrow, Ewan McGregor, Paul Bettany, Jeff Goldblum, Ulrich Thomsen.
Bajo el espíritu de Tex Avery Hace tiempo que el cuarteto blanco y negro pedía su propia película, y el debut cumple largamente con las expectativas: más allá de una innecesaria alusión a la infancia, en todo el film campea un salvajismo y un sentido del absurdo que garantizan una secuela. Aunque algo parecido a un “mensaje” se cuela sobre el final –pero de forma tan diluida que es casi subliminal–, el primer largo de los pingüinos de Madagascar es la clase de película de animación, cada vez más infrecuente, que no usa a sus personajes como vehículos de ninguna clase de pedagogía, sino en función de la más pura y loca narración cómica. En otras palabras, más Tex Avery que Disney. Lo cual es una loable forma de no tergiversar a esos cuatro tipitos (la antropomorfización viene al caso), que desde que aparecieron como secundarios en la primera Madagascar venían pidiendo a chillidos (los pingüinos no gritan) película propia. Después de la serie, acá está el film, que como cumple de sobra con las expectativas sin duda tendrá secuelas. Y que en la Argentina habrá que ver si se exhibe, en algunas salas y horarios, en versión subtitulada. Porque ahora, las versiones digitales permiten que sea el exhibidor el que decida, con o sin previo aviso. En caso de que ello no ocurriera, las voces de John Malkovich y Benedict Cumberbatch, que hacen respectivamente del “malo” y un personaje secundario, se perderán en el ciberespacio.El comienzo no es muy prometedor. Plegándose a esa manía actual del regreso al origen, a los guionistas se les ocurrió que para introducir la película era imprescindible retroceder hasta la infancia de Skipper, Kowalski, Rico y Soldado Raso (¡traducido como “Cabo” en la versión doblada!). Por suerte es sólo una secuencia: en el resto de la película los cuatro ya son adultos. Que es lo que interesa, ya que lo mejor de estos tipos es su condición de espías, presuntamente pesados. Para festejar el cumpleaños de Raso, que es el más chico de los cuatro, como Auric Goldfinger en Dedos de oro deciden tomar por asalto Fort Knox, sede del Tesoro de los Estados Unidos... para poder acceder a la máquina expendedora de unos chizitos que vuelven loco al chico. Lo más parecido a un “conflicto” que la película presenta (junto con el del “villano”, como se verá enseguida), el pequeñín siente que carece de virtudes para formar parte del equipo. Lo cual lo llevará, of course, a demostrar su valor. Lo que importa es que en el atropello de ideas y acciones esa fórmula dramática (y otras) se disuelve.El “villano” es Dave, pulpo color lila que se transmuta en científico loco y funciona como tal. Y cuyo nombre los pingüinos confunden, en la versión en inglés, con Debbie (por lo que puede verse en la versión doblada, es de imaginar el ahínco con que Malkovich morderá la ve corta en la original). Las comillas van porque –y éste no es uno de los méritos menores del guión escrito por el trío de Michael Colton, John Aboud y Brandon Sawyer– Dave no es malo para nada. Sólo les tiene bronca a Skipper y los suyos porque desde que llegaron al acuario del Zoo de Nueva York le robaron el papel estelar. Sí, la de Los pingüinos de Madagascar es una historia de venganza, como nueve de cada diez ficciones yanquis, pero es imposible ver en Dave alguna amenaza. En su batalla contra Dave y su ejército de pulpos fucsia, los blanquinegros (genial el gag visual en el que disimulan un escape girando sobre las teclas de un piano) recibirán la ayuda de Viento del Norte, escuadra integrada por un lobo gris, un oso polar, una lechuza blanca y una foca ídem. ¿Que podrían haber sido más graciosos estos cuatro? Sí, podrían.La acción es sostenida y los gags (verbales y visuales) también. Pero lo que vale es el anárquico, zafado espíritu de Los pingüinos..., codirigida por Eric Darnell, creador de Madagascar. Dave cuenta con un suero “mutantizador” (la palabra no existe, pero el suero tampoco y está buenísimo), que convierte a los héroes en seres verdes con alas de murciélago, colmillos de vampiro o cuernos de alce, que chorrean baba y se hallan en un no muy agradable estado de putrefacción. Terminan desmutantizándose, claro, de modo tan caprichoso como todo lo que sucede aquí: a Darnell y sus muchachos los tienen sin cuidado cuestiones menores, como la lógica narrativa, el hilo del relato y las explicaciones racionales. Se trata de mover el bote y sacudirse esas minucias de encima, como le gusta al rey Julien. 7-LOS PINGÜINOS DE MADAGASCAR Pengüins of Madagascar,EE.UU., 2014.Dirección: Eric Darnell y Simon J. Smith.Guión: Michael Colton, John Aboud y Brandon Sawyer.Estreno en copias 2D y 3D.
Un tanque para la banderita Con la estructura episódica que corresponde a su género, la película empieza como una de esas que muestran que la guerra es una porquería... y termina diciendo que porquerías serán los demás, porque el soldado yanqui es lo más grande que hay. Hollywood no puede con su genio. O con el contrato no escrito en el que se compromete a difundir los valores e ideología oficiales. Nueva muestra de la esquizofrenia con que allí se resuelven los conflictos entre puntos de vista encontrados, Corazones de hierro (Fury) empieza como una película y termina como otra. Drama bélico que transcurre durante el avance aliado en la Segunda Guerra (¿por qué no hacerla en Irak?, se preguntará algún ingenuo), la película escrita y dirigida por David Ayer (autor del guión de Día de entrenamiento y director de varios “dramas de acción” más o menos del montón) empieza como una de esas que muestran que la guerra es una porquería, y que para ganarla hay que comportarse como una porquería. Y termina diciendo que porquerías serán los demás, porque el soldado yanqui es lo más grande que hay. No sea cosa de quedarse sin voluntarios para la próxima guerra.“Acá no se trata de ser bueno o malo, se trata de matar al enemigo”, le grita en la cara el sargento Don Collier, apodado Wardaddy (Brad Pitt, en look lomudo) al soldado Norman, el típico inexperto que acaba de llegar y no sabe para dónde disparar (Logan Lerman). No lo sabe literalmente: poco antes había preguntado a sus nuevos compañeros dónde estaba el frente. No como homenaje a Jerry Lewis sino como pregunta, nomás. “El frente está todo a tu alrededor”, le contesta el soldado a quien, por su fe cristiana, llaman “Biblia” (Shia La Beouf, héroe de Transformers). Corre octubre de 1945 y los soldados del Tío Sam combaten, ya en suelo alemán, por las últimas posiciones. Saben que van a ganar. Lo que no saben es a qué precio. Pronto van a saberlo.Hay films bélicos de infantería, como los de Raoul Walsh y Sam Fuller. Están los de aviones (Alas, Jet Pilot), los de guerra naval (Fuimos los sacrificados, El largo camino a casa, ambas de John Ford) y los de submarinos (un montón). Corazones de hierro es, como el film israelí Líbano, una de tanques. Aunque menos jugada, en su puesta en escena, que aquélla, que transcurría íntegramente dentro de un blindado. De hecho, el título original, Fury, corresponde al nombre de unos de los Sherman del batallón que, tras la muerte del oficial, deberá conducir el sargento Collier. Como todo film de guerra, el de David Ayer tiene una estructura episódica. Como todo film de guerra y como todo relato de iniciación, ya que la película está enteramente vista desde los ojos de Logan, cuyo primer plano es el último.Soldado de escritorio, Logan comenzará negándose a matar a un enemigo y terminará siendo llamado “Máquina”, por su decisión y eficacia a la hora de apuntar por el periscopio. “Serás un hombre, hijo mío”, decía Rudyard Kipling (otro guerrero imperial) en su poema If... La película se abre con un fuerte tono de derrota, con el batallón protagónico diezmado tras un enfrentamiento con el enemigo, mucho gore bélico (del que impuso Spielberg en Salvando al soldado Ryan) y el sargento interrumpiendo una arenga a sus soldados para ir a reponerse en un rincón en el que nadie lo ve. Convocados por un oficial, se les asigna una primera acción de rescate y allá van, porque el deber lo impone. Toda esa primera parte está narrada como se debe: con dientes apretados, como quien masca rabia.Collier puede ser brutal (en la mejor escena de la película fuerza al novato a su bautismo de sangre, mediante una toma de catch) pero es corajudo, leal y amado por sus hombres. La secuencia clave, ubicada justo en la mitad, fuerza al espectador a preguntarse si Collier violará o no a una mujer alemana (Anamaria Marinca, protagonista del film rumano Tres meses, dos semanas, un día). Si lo hace, pasará de héroe a antihéroe. Si no, se comportará como un caballero. Algo difícil de creer en medio de tanta roña, tanta sangre, tanto desprecio por la vida ajena. Obligado a funcionar como pieza clave en el engranaje ideológico-político de la Nación, el cine oficial de Hollywood no puede permitirse no ser modélico. La Nación tiene muchas guerras por luchar y no es cuestión de desalentar a los futuros combatientes. Ni de quitarles el sostén de la fe: al final, Biblia deberían llamarlos a todos, no a uno solo.Hablando de combatientes, Brad Pitt recuerda demasiado al de Bastardos sin gloria, adelantando su mandíbula inferior y ladrándole al enemigo en perfecto alemán. Los secundarios están perfectos. Sobre todo el siempre rendidor Michael Peña y una bestia de nariz partida llamado Jon Bernthal, capaz de lamer el huevo frito de una hermosa muchacha alemana, porque su superior le impidió violarla. 5-CORAZONES DE HIERRO FuryEE.UU., 2015.Dirección y guión: David Ayer.Fotografía: Roman Vasyanov.Duración: 134 minutos.Intérpretes: Brad Pitt, Shia La Beouf, Logan Lerman, Michael Peña, Jon Bernthal, Jason Issacs, Anamaria Marinca.
Rara fábula del águila y el orangután No extraña el cúmulo de nominaciones al Oscar: la plana y extendida sensación de desequilibrio que campea en el film de Miller se sostiene además en el trabajo de sus intérpretes, extraña pareja compuesta por un magnate industrial y un luchador. En el momento en que John DuPont, heredero de una de las mayores fortunas de los Estados Unidos, le pide a su pupilo que no lo llame así sino Aguila Dorada, termina de quedar claro lo que hasta entonces podía entreverse: el hombre está loco. Ganadora de la Palma de Oro a Mejor Dirección y candidata a figurar en varias categorías de los Oscar 2015, Foxcatcher hace foco en la relación entre DuPont y el peleador de lucha libre Mark Schultz, que ganó dos campeonatos mundiales y las Olimpíadas de su especialidad, en 1984. Ante la solicitud del manager y casi dueño, el veinteañero Schultz, para quien las palabras son como trampas para un oso, agacha la cabeza y asiente en silencio. Todo tiene lugar en tiempos de Reagan cuando, se sugiere, familias como los DuPont engrosaban su poder, mientras a los forzudos como Mark les cabía representar, en el teatro del mundo, el mismo papel que a Stallone o Schwarzenegger en las películas. Con armas o sin ellas.Tras el clásico cartel-talismán (“Basado en una historia real”), Foxcatcher se abre con imágenes documentales, mostrando a los DuPont e invitados en la estancia familiar de Pensilvania, dedicados a la aristocrática práctica de la caza del zorro. Allí puede apreciarse que Foxcatcher es el nombre de la propiedad. Se comprende por qué la película se llama como se llama (“El que atrapa zorros”, en referencia a los perros que se dedican a ello) y se puede aventurar el doble sentido: va a ponerse en escena la relación entre una presa y su predador. Que más que perro y zorro se dirían águila y orangután: ese aspecto presentan DuPont (Steve Carell, en vuelo directo hacia su nominación) y Schultz (Channing Tatum, quizás también).Que la presa y el predador están sobredeterminados histórica, social y políticamente lo explicita una escena en la que ambos pisan el sitio en el que los padres fundadores libraron una de sus primeras batallas, parte de la propiedad de los DuPont. Aunque la película hable genéricamente de “industria química”, esa familia conforma, desde hace más de un siglo, la mayor corporación dedicada a la producción de pólvora en el mundo entero. No llama la atención que, en tiempos de Reagan, el Aguila Dorada predique “patriotismo”.Entre otras muchas capacitaciones dudosas y además de autoapodarse en función de uno de los símbolos representativos de los Estados Unidos, DuPont dice ser ornitólogo. En abierta diferencia con el personaje real, el departamento de maquillaje se ocupó de diseñar para Carell lo más parecido a un pico que se haya visto delante de una nariz humana. Además, el hombrecito tiene un comportamiento como de musaraña y una sonrisa como de perro: más que sonreír repliega el labio superior, dejando ver –¡ay!– su rosada encía. Mira (acecha) siempre por sobre su apéndice nasal. Tampoco se requieren más de un par de apariciones para ver en Schultz el equivalente humano de un “sujeto no humano” (como se dice de la orangutana del Zoológico porteño, a la que acaba de “otorgársele” la liberación). En lugar de caminar, Mark se bambolea, las espaldas cargadas, la nariz aplastada, el mentón corrido hacia adelante.Cuando entrena con su hermano mayor, Dave Schultz (Mark Ruffalo, teletransportado también hacia la terna de Mejor Actor Secundario), basta que éste le haga una toma imprevista para que el encantador little brother le aplique un brutal cabezazo sobre la nariz. Una bestia, el muchacho. Y un santo el hermano, que se seca la sangre y sigue ayudándolo, como si nada. De modo casi lombrosiano, el águila y el simio van a comportarse, durante las dos horas y cuarto de Foxcatcher, de acuerdo a lo que el aspecto indica. Algo semejante sucedía con Philip Seymour Hoffman en Capote (2005), ópera prima de Bennett Miller, y en cierta medida con el personaje de Jonah Hill en Moneyball, el juego de la fortuna (2011), su opus 2. Parece un freak: es un freak.Lo interesante en Miller es que la máscara no deja ver nada detrás. En sus películas no hay fondo, sólo figuras. Tampoco hay crecimiento, tensión sostenida o intriga, como en nueve de cada diez films mainstream, sino una plana y extendida sensación de desequilibrio, de origen desconocido. Sobre guión de E. Max Frye (coescribió el de Totalmente salvaje, 1986) y Dan Futterman (escribió a solas el de Capote), en Foxcatcher motivos, orígenes y razones de las conductas de los personajes no salen a la luz. Cero psicologismo. Y eso que con Vanessa Redgrave como mamá DuPont –recordándole al aguileño Johnny, en sólo dos o tres apariciones, que para ella él nunca valió demasiado– todo estaba dado para entregarse de pies y manos a la madre de todos los psicologismos: el Edipo.Tampoco sobreviene revelación alguna en la sugestiva escena en que DuPont viene a buscar a su protegé fortachón en medio de la noche, para llevarlo a practicar unas tomas en el gimnasio privado. Ambos quedan entrelazados como atletas griegos, con John encima y Mark mordiendo el polvo. ¿Alegoría sexual o mera literalidad? Miller se niega a dar una respuesta, trasladando la pregunta al espectador. 7-FOXCATCHER EE.UU., 2014Director: Bennett Miller.Guión: E. Max Frye y Dan Futterman.Fotografía: Greig Fraser.Duración: 134 minutos.Intérpretes: Steve Carell, Channing Tatum, Mark Ruffalo, Vanessa Redgrave, Sienna Miller, Anthony Michael Hall.
Extraña propuesta para celebrar Navidad En una época en la que suelen abundar argumentos basados en la bondad y las acciones en pro de la humanidad, el film protagonizado por Pat Healy pone en escena lo peor del género humano: se propone como comedia negra, pero al cabo es más negra que comedia. Poner en cartel esta película en Navidad debe ser –junto con el estreno, la semana pasada, de la última de Godard en catorce salas– el gesto más subversivo que haya producido el campo de la distribución y exhibición cinematográfica en la Argentina de toda la temporada. Frente al despliegue de buenos sentimientos que los festejos de ocasión traen aparejados, Apuestas perversas ofrece una cabalgata de los peores sentimientos (y acciones) humanos imaginables, motorizados por la más deletérea de las tentaciones: la de Don Dinero. En esta pequeña pero pegajosa pesadilla de cámara, el tsunami se lleva puestos la dignidad personal, el respeto por el otro, la amistad, la familia, la identidad y la vida ajena. En suma, todo lo que las fiestas cristianas y occidentales intentan poner a salvo del naufragio. Desde qué punto de vista y con qué finalidad lo hace, es cuestión digna de discusión.David Koechner no es un señor agradable. Surgido de las filas de Saturday Night Live y reiteradamente utilizado en el papel de white trash primitivo, grosero y prepotente, tanto en films cómicos (Anchorman, Ricky Bobby) y series (American Dad, The Office), como en películas de terror (Destino final 5, Piraña 3D), este sujeto semicalvo tiene cara de mal bicho, habla a los gritos, sus carcajadas aturden. Es la clase de tipo que puede despegarse el calzoncillo en público como si nada. Koechner no es el protagonista, pero sí el motor, objeto de fascinación y hasta tal vez el oculto eje moral de Apuestas perversas. La película, escrita por el dúo de raros nombres David Chirchirillo y Trent Haaga y dirigida por E.L. Katz –ex crítico de sitios bizarros y ex guionista de films de indie horror–, supone una nueva variación del pacto fáustico, doblemente duplicado. Un par de losers ocupan el papel del médico medieval, mientras Koechner y su objetual muñequita rubia cubren... el otro rol.Improbable mixtura de empleado de taller mecánico con periodista frustrado, casado hace un par de años y con un bebé de quince meses, el mismo día en que Craig Daniels (excelente Pat Healy) encuentra un aviso de desalojo pegado en la puerta, su jefe le avisa que por necesidad de achicamiento se ve obligado a despedirlo. Desesperado frente a la barra de un bar, se creería que el ex amigo arrollador, que primero amaga estrangularlo y después lo saluda, es el que va a abusar de él. Pronto se ve que Vince (Ethan Embry) es tan perdedor como él, aunque con más testosterona. Cuando vuelve del baño, Craig encuentra a Vince acompañado de un tal Colin (Koechner, a los gritos y con sombrerito) y su rubia Violet, que ni se molesta en saludar (Sara Paxton). A Colin los dólares se le caen de los bolsillos y no tiene ningún interés en ocultarlo. Más bien lo contrario. Por lo visto es un fan de las apuestas, con una peculiaridad: no participa de la apuesta. La propone y la paga, en caso de que el otro gane. No es difícil adivinar que el jueguito que empieza con el desafío de ver quién se baja primero un vaso de tequila va a escalar sin parar hasta la sangre y la ignominia, formándose una perfecta familia de dos lobos y su par de ovejas. Perfecta e infinitamente perversa.Es inevitable comparar esta comedia negra –más negra que comedia– con la arrasadora Killer Joe (William Friedkin, 2011), igual de podrida pero, a diferencia de ésta, tan shockeante como inquietante. Adaptando una obra de Tracy Letts (insospechable autor de Agosto), el film de Friedkin hunde en el tabú, la monstruosidad y la sangre los mismos valores familiares, occidentales y cristianos que Apuestas perversas. La diferencia reside, como siempre, en el punto de vista. Mientras que Killer Joe lo hace con asco, no por nada Cheap Thrills (título original de Apuestas perversas) asume la estructura de un juego. Juego de apuestas crecientemente psicopático y horroroso, pero juego al fin. Mientras Killer Joe deja al espectador en estado de shock, la ópera prima de E. L. Katz repele, pero no sacude. Salvo el plano final, donde lo que hasta el momento se planteó como juego macabro pretende subrayar un componente alegórico que ya antes era evidente. 5-APUESTAS PERVERSAS Cheap Thrills, EE.UU., 2013.Dirección: E. L. Katz.Guión: David Chirchirillo y Trent Haaga.Fotografía: Andrew Wheeler y Sebastian Wintero.Duración: 88 minutos.Intérpretes: Pat Healy, Ethan Embry, David Koechner y Sara Paxton.
Negocios detrás de la barra Autor de las novelas en que se basaron Río Místico y La isla siniestra, Lehane tiene aquí la oportunidad de escribir su primer guión original para el cine, un policial con influencias del primer Scorsese y una rica pintura de personajes. Impuesta desde la redacción de Cahiers du Cinéma en los años ‘50, la noción de “autor” remite a aquellos realizadores que imprimen su sello personal, filmen con guión propio o no. Alfred Hitchcock jamás escribió un guión y, sin embargo, en toda la historia del cine hay pocas películas más inconfundibles que las suyas. Lo mismo podría decirse de las de F. W. Murnau, Howard Hawks, Ken Loach, Daniel Tinayre, Leonardo Favio o Tim Burton, que raramente (o nunca) escribieron nada. Eso no quiere decir que en ocasiones no se dé el caso inverso: el del novelista o guionista cuyos temas, ambientes, desarrollo o tipo de personajes son lo suficientemente invariantes como para que pueda considerárselos, aunque sea en parte, “autores” (semi-autores, si se prefiere) de las películas que escriben. El caso de Billy Wilder (cuando escribía para otros), de Paul Schrader, del español Eduardo Borrás en el cine clásico argentino, de John Milius en los años ’70 o, más recientemente, del mexicano Guillermo Arriaga en sus películas con Alejandro González-Iñárritu. Otro tanto sucede con Denis Lehane (Dorchester, 1965), en cuyas novelas se basaron Río Místico (2003), Desapareció una noche (2007) y La isla siniestra (2010), y a quien La entrega le da la posibilidad de escribir su primer guión, a partir de un cuento propio.Con La isla siniestra saliéndose un poco del molde, en The Drop (título original de La entrega, basada en el relato “Animal Rescue”) reaparecen los personajes urbanos, de clase media baja (antes en Dorchester, ahora en una Brooklyn que no es la actual), que asomaban en Río Místico y Desapareció una noche. Reaparece el crimen, claro. Pero sobre todo y de modo más explícito, cuestiones morales de matriz católica: el pecado, el peso de la culpa, la piedad, la posibilidad (o no) de redención. Es, sí, un mundo muy afín al de Martin Scorsese, que no por nada llevó al cine una de sus novelas. Al del primer Scorsese, sobre todo: aquel que narraba historias (criminales) de barrio. De hecho, Marv’s Place, el bolichito de Dorchester que maneja Cousin Marv (el gran James Gandolfini, ahora sí despidiéndose para siempre) y donde atiende la barra su primo Bob Saginowski (Tom Hardy, el Bane de la última Batman), podría ser perfectamente el mismo donde se reunían los amigotes de Calles salvajes (1973).También aquí la mafia tiende su largo brazo, como una sombra densa y ominosa. Pero los tiempos cambiaron y no se trata ya de la mafia italiana, sino de la rusa. Chechena, más precisamente. De ese origen es Chovka (el temible Michael Aronov), que tiene bien agarrados a Marv y Bob. Sucede que Marv’s Place empezó siendo de Marv, pero ya no: Chovka se lo “tomó” para hacer de él un drop bar, bares que se usan para recibir y entregar dinero sucio. Hay un robo, desaparecen 5 mil dólares de Chovka y Chovka no tarda en venir a reclamarlos, trayendo como advertencia a un tipo que viene taladrado en la parte posterior de una camioneta (Scorsese otra vez). De allí en más, pura sensación de encierro, sin salida y opresión para Marv y Bob, que no saben cómo reponer la plata. Lugar también para un par de violentas vueltas de tuerca, muy propias del género. ¿Qué género? El policial, claro, porque esto va a terminar a los tiros.“Vos ocupate del policial, que yo me ocupo del drama y los personajes”, parece haberle dicho Lehane al belga Michaël Roskam, que dirige su primera película en Estados Unidos tras haber llamado la atención, tres años atrás, con la dura y también ominosa Rundskop, conocida internacionalmente como Bullhead. Palanca esencial del drama íntimo es el cuadrángulo compuesto por Bob, su vecina Nadia (Noomi Rapace, la chica que fue Lisbeth Salander en la versión sueca de la trilogía Millenium), Rocco, el precioso cachorro de pitbull que Bob rescata de la basura, y Eric Deeds, ex novio de Nadia, matoncito que tiró a Rocco a la basura (el belga Matthias Schoenaerts, protagonista de Bullhead).Novelista diestro, Lehane multiplica líneas narrativas con la misma precisión con que luego las hará converger, haciendo crecer sin pausa el interés y la tensión del relato. Roskam lo complementa a la perfección, con buen pulso, clima denso y oscuro y una funcionalidad con agallas. Parte del elenco (Gandolfini, Schoenaerts, Aronov) le da verdadera carnadura a la historia, transmitiendo o generando la angustia requerida. Hay dos problemas en La entrega. Uno es el propio Lehane, que subraya sentidos con cruces, iglesias, querubines de decoración rotos y reparados y una clara batalla de ángeles (caídos: Bob) y demonios (los mafiosos y el psicopatón). El otro problema es Tom Hardy, que también subraya, mostrándose como una especie de Rocky abrumado, desde el primer minuto hasta aquél en el que hace pensar que todo eso era una máscara. 7-LA ENTREGA The Drop,EE.UU., 2014Dirección: Michaël R. Roskam.Guión: Denis Lehane, a partir de su cuento “Animal Rescue”.Fotografía: Nicolas Karakatsanis.Duración: 106 minutos.Intérpretes: Tom Hardy, Noomi Rapace, James Gandolfini, Matthias Schoenaerts, John Ortiz, Michael Aronov.
Zombis sueltos por La Habana Esta comedia cubana con muertos vivos es, seguramente, la película más irritativa para el gobierno revolucionario que se haya producido en años. Y narrativa y técnicamente no tiene nada que envidiarle a nadie. Con tres años de retraso se estrena esta verdadera rareza. Comedias de zombis hay montones. Pero, ¿cubana? Eso sí que no entraba en ningún cálculo. Más aún considerando que no tiene nada que envidiarle (ni narrativa ni técnicamente, ni en el terreno de la digitalización y efectos especiales) a ninguna de sus pares de cinematografías poderosas. ¿Escrita y dirigida por un argentino? Sí, el treintañero Alejandro Brugués, radicado allí desde hace rato y con varios largos en su haber. Si todo eso suena raro, ¿qué decir de una comedia de zombis cubana que es seguramente la película más irritativa para el gobierno revolucionario que se haya producido en vaya a saber cuántos años? Apenas un giro final que apunta a correrla del terreno del escepticismo y el cinismo, haciendo de un pícaro un mártir, le baja el promedio a este pequeño hallazgo tropical. Dejando de lado esa aflojada, y aun no siendo perfecta, Juan de los muertos es un muy recomendable splatter caribeño en joda.Los chantas de Juan (el excelente Alexis Díaz de Villegas, muy parecido a Gustavo Almada, el flaco pesuti de De caravana) y su amigo Lázaro (Jorge Molina, apropiadísimo también) están haciendo fiaca en su balsa casera, mar adentro, cuando lo que pica no es un pez sino un zombi, a quien tendrán que despachar de un certero arponazo en la frente. Por el uniforme anaranjado que lleva puesto, se diría que se trata de un preso de Guantánamo, que al intentar escapar habrá traído la plaga a tierras de Fidel. Difícil que sea por eso sino más bien por una especie de monoargumentación, que la televisión oficial (o sea: la televisión) difunde, una vez que los muertos vivos empiezan a bambolearse por las calles de La Habana, la versión de que se trata de un “ataque imperialista”.“Ahora no se trata del imperialismo, compañeros, sino de un peligro real”, avisa Juan al cochambroso ejército de caza-zombis que reclutó, en el que posiblemente sea el dardo más filoso de una película en la que los dardos sobre las carencias económicas, el discurso oficialista, la necesidad del “rebusque” para sobrevivir, las precariedades del transporte, la ruindad edilicia, el atraso del parque automotor y las ganas de emigrar abundan tanto como los arponazos. No es, claro, que se trate de críticas muy profundas ni que vayan mucho más allá de lo que Fresa y chocolate había expuesto veinte años atrás. Se nota demasiado, por otra parte, el esfuerzo por “meter” esos comentarios en la trama. Lo cual colabora con el carácter excéntrico de la película, pero conspira contra ella en términos narrativos.El fuerte de Juan de los muertos es su condición de Los desconocidos de siempre contra los zombis (a los que llaman lisa y llanamente “disidentes”), La armada Brancaleone usa picos y arpones o Los Torrente de azúcar. Los protagonistas son unos tipos impresentables, que si no quieren emigrar a Miami es porque allá hay que trabajar. Mientras que en Cuba viven de sacarles cucs a los turistas por los medios que sean (y que en el caso de Juan incluyen la explotación de su hija, disfrazándola de pobre y mandándola a limosnear). De hecho, no se ponen a cazar zombis de puro héroes sino como negocio. “Matamos a sus seres queridos”, dice el eslogan del “emprendimiento”, que incluye los apoteósicos baños de sangre que el género demanda, además de dos grandes escenas de pura comicidad física. Una de ellas, una salsa involuntaria entre Juan y un “disidente”, ambos amarrados y tratando de asesinarse.
Sobre santos, pecadores y vengadores No hace falta creer en Dios para disfrutar de este dramón de conciencia, que se ve más que contrapesado por un afilado, certero sentido del humor, por un elenco notable y, finalmente, por una construcción clásica que remite a John Ford. Básicamente un drama de conciencia, la peculiaridad de Calvario es que, tal como el título indica, lo atraviesa un cura católico irlandés. Absolutamente identificado con el punto de vista del protagonista –que es, como se dice en un momento, el buen pastor, esa rareza a esta altura–, Calvario no podía no ser un film confesional. Confesional en el sentido de que el mundo contemporáneo se ve en él a través del filtro de la fe católica, y también en el sentido más específico de la palabra. La película empieza con una confesión y casi todos los personajes, si no todos, tarde o temprano terminan confesando su dolor. Sus pecados, por qué no. Sintetizada así, Calvario parecería un film no apto para no católicos. Lo es, sin embargo, por varias razones.La primera y principal es que en ella la fe es una pregunta, una duda incluso, más que una certeza. Pero también ayuda mucho que quien la escribió y dirigió –el irlandés John Michael McDonagh– es un tipo inteligente, que maneja la clásica ironía británica como Messi la pelota. Dueño, por lo visto, de un ojo infalible a la hora de elegir actores, McDonagh tiene además el suficiente buen gusto como para retomar el desprestigiado modelo del cine-novela, sin que resulte un plomo o una antigualla. Aunque algunas costuras de la encuadernación queden un poco demasiado a la vista. La premisa es como de Dostoievsky. En la escena inicial, el padre James (el siempre imponente Brendan Gleeson, cuyo aspecto de leñador o capitán de barco es clave en términos de empatía) recibe la confesión de un parroquiano que, de pequeño, durante años y con regularidad semanal, fue violado por un cura. Como vengarse no puede porque el cura murió, va a ejecutar en su lugar al padre James, por bueno que éste sea, como forma de hacer carne la injusticia del mundo.La ejecución tendrá lugar una semana más tarde (“matar a un cura un domingo, ¿no es precioso?”, se pregunta el cínico penitente) y el primer dilema que el padre James deberá resolver es el que tiene que ver con los votos referidos al secreto de confesión. El segundo es, claro, si hacer de esa cita frente al mar algo parecido a un duelo de western (fortachón, vital, popular, excéntrico y ex alcohólico, el padre James parece un cura de Chesterton o de John Ford). De que se va a presentar no hay dudas: el padre es uno de esos curas que no le sacan el cuerpo a las balas. De hecho, en un momento se le va la mano con el scotch y la Guinness y empieza a los tiros en un pub, otra vez alla John Ford. Como en una novela del siglo XIX, frente al héroe se extiende el mundo. El mundo moral, más que el físico, materializado por la gente del pueblo. El ricachón decadente, el médico cínico y cocainómano, el pobre tipo al que la esposa cuernea, la mujer que intenta llenar su vacío con sexo, el fortachón que le hace de sex toy, el inspector de policía gay y su chongo, el asesino serial en prisión, el escritor a punto de morir, la mater dolorosa y hasta el pusilánime y corrompible representante de la Iglesia.Si se quiere sobreinterpretar (o no) podría verse en el padre James un alter ego del papa Francisco. Como él, James es pura buena voluntad, puro regreso al cristianismo puro. Con todos dialoga, a todos escucha, siempre y cuando estén dispuestos a arrepentirse. Incluido él mismo: la llegada de su hija Fiona (el bombón pelirrojo de Kelly Reilly) lo pone frente a sus pecados, como hombre y como padre. El padre James es también un Cristo, un mártir que acepta su cruz con coraje y aguante y va hacia ella. Masticando dolor por sí mismo y por el valle de lágrimas que lo rodea, hasta último momento cumplirá con sus votos, instando al arrepentimiento del pecador.OK: Calvario es una película recatólica. También una en la que cada personaje “representa” algo, está puesto allí como encarnación de un pecado o una tentación. El tema es que no por eso dejan de ser personajes, y eso permite disfrutar del armado de este tapiz tan clásico. Si se le suma la inteligencia y el muy británico understatement o sobreentendido de los diálogos, así como un elenco en el que se lucen todos, conocidos (entre ellos, el genial M. Emmet Walsh, detective-monstruo de Simplemente sangre, y el morocho Isaach de Bankolé, actor fetiche de Claire Denis) o no (imperdibles, los comediantes Chris O’Dowd y Dylan Moran), se comprenderá que no hace falta creer en Dios para disfrutar de ella. Y que el dramón de conciencia se ve más que contrapesado por un afilado, certero sentido del humor.
La Biblia y las plagas de Hollywood Después de Noé, la Meca presenta su segunda superproducción bíblica 2014. Superespectáculo impávido y ultradigitalizado, el nuevo mamotreto del director de Gladiador es un concentrado de problemas del Hollywood contemporáneo. Cuando anda necesitado de espectáculo, Hollywood lee La Biblia. Lo hizo en tiempos del cine mudo, cuando se consolidaba como el entretenimiento más popular del planeta, y echó (cuatro) mano(s) de ella en los años ’50, cuando recurrió al CinemaScope para pelearle público a la tele. Buscando otra vez un tamaño que pantallas cada vez más chicas no puedan reproducir, unos meses después de Noé la Meca presenta su segunda superproducción bíblica del 2014. Superespectáculo impávido, orquestado por un Ridley Scott cada vez más a años luz de Alien y Blade Runner, Exodo: dioses y hombres es un concentrado de problemas del Hollywood contemporáneo. Problemas que por su carácter modélico es útil catalogar.1) Gran espectáculo sin sentido del espectáculo. En la primera parte de Exodo: dioses y monstruos, que transcurre en la Corte del faraón Seti (John Turturro), Ridley Scott cultiva de a ratos cierto lujo visual en interiores, de la mano de su director de fotografía, el polaco Dariusz Wolski. Así como un amago de monumentalismo en exteriores. Monumentalismo culposo, que deja a los gigantescos ídolos egipcios de fondo y al paso, para peor digitalizados (ver punto 5). Por huir de la espectacularización, el film de Scott cae –contando paradójicamente con un presupuesto de cientos de millones de dólares– en la menesterosidad escenográfica. En términos dramáticos, el cruce del Mar Rojo, que en la versión De Mille era memorable, en la de Scott es patético. En lugar de partirse espectacularmente en dos, como en Los diez mandamientos (1956), el mar de Exodo se va secando de a poquito, hasta quedar convertido en un charco como de Pampa Húmeda.2) ¿Historia, mito, aventura? Típico guión en el que intervinieron demasiadas manos (cuatro pares), Exodo: dioses y hombres no termina de decidir qué está contando y cómo quiere hacerlo. Siempre muy serio, Scott se mantiene preso de un realismo en el que sin embargo termina poniendo en escena a... ¡Dios! Cuando Moisés se va a pensar al desierto y se le aparece la famosa zarza ardiente, los guionistas y Scott corrigen La Biblia, porque les resulta demasiado ridícula. En lugar de hacer hablar a la zarza, hacen aparecer a un chico bastante insoportable, que mandonea a Moisés (Christian Bale, que en casi toda la película luce un cortecito de pelo muy cuidado, mientras a su alrededor todos llevan las mechas más arenosas del mundo). Ese chico, al que sólo el protagonista ve, es, sí, el Señor.3) Ojo con ofender a alguien. Si a algo teme Hollywood son los juicios, por lo cual todas sus grandes producciones se esmeran en borrar con el codo lo que escriben con la mano. Acá es todo un problema el carácter vengador del Dios de los hebreos, que desata sobre Egipto las famosas doce plagas, que terminan nada menos que con el asesinato de todos los niños que no sean miembros del Pueblo Elegido. Antes de ello, el bueno de Dios destruye todo y a todos: cosechas, plantaciones, campesinos. ¿Cómo defender a un Dios así? Recurriendo al “aquí no ha pasado nada”. Después de ese ataque de ira, el Pueblo Elegido, hasta entonces pueblo esclavo, marcha a la Tierra Prometida, gracias a la labor previa del Niño (otra que la corriente del mismo nombre). La propia película no sabe si simpatizar con sus héroes: el elegido Moisés y Ramsés, su medio hermano, nuevo faraón, actual rival a muerte y castigo del pueblo hebreo (el insoportable sobreactor británico Joel Edgerton), parecen intercambiables.4) Cómo (no) construir personajes. En alguna enterrada napa del guión se entrevén dos elementos básicos del personaje Moisés. Uno es su problema identitario, a partir del momento en que descubre que no es de origen egipcio, como siempre creyó, sino hebreo. El otro es que, más que creer en Dios, como Charlton Heston, este Moisés se limita a seguir su mandato, sin entenderlo mucho ni saber muy bien a dónde lo lleva. Interesantes ambas características, en tanto harían de él un héroe moderno. El escaso desarrollo las disuelve en la arena. Aún más subdesarrollados están los personajes de Josué (Aaron Paul, socio de Walter White en Breaking Bad), Sigourney Weaver (esposa de Seti y mamá de Ramsés) y Nun, líder de los ancianos sabios hebreos (Ben Kingsley). Ninguno de ellos hace nada.5) Digital es no-real. Lo único para lo que sirven los baños de digitalización en los que Hollywood sumerge a sus grandes productos es para borrar de ellos toda sensación de realidad, materialidad, fisicidad. Es lo que sucede aquí con los ídolos y monumentos egipcios y, sobre todo, con la escena de la caída al vacío de medio ejército egipcio, que debería ser sobrecogedora y espectacular y sin embargo no genera nada, porque es evidente que esos caballos y jinetes están digitalizados, no corren ningún peligro y no caen a ningún vacío.Indecisa, desdramatizada, digital, dramática y visualmente pobre, contando algo más grande que la vida como si fuera más pequeño. Así es Exodo: dioses y hombres, epítome del Hollywood contemporáneo. 4-EXODO: DIOSES Y REYES (Exodus: Gods and Kings, G.B./EE.UU./España, 2014.)Dirección: Ridley Scott.Guión: Adam Cooper, Bill Collage, Jeffrey Caine y Steve Zaillian.Fotografía: Dariusz Wolski.Música: Alberto Iglesias.Duración: 150 minutos.Intérpretes: Christian Bale, Joel Edgerton, Aaron Paul, Sigourney Weaver, Ben Kingsley, Indira Varma, María Valverde, John Turturro.
Sobre la vida privada de los insectos Plena de gracia e imaginación, la serie televisiva Minúsculos es lo más importante que le pasó a la animación occidental después del surgimiento de Pixar. La versión cinematográfica mantiene esas virtudes, pero en dosis ligeramente menores. Creada por los franceses Hélène Giraud (hija del célebre Moebius) y Thomas Szabo, la serie televisiva Minúsculos es lo más importante que le pasó a la animación occidental después del surgimiento de Pixar. Aquí la emitió Incaa TV. En episodios de duraciones variables (pueden ser de 5 y hasta 26 minutos) Minúsculos narra, con la más alta calidad visual, enorme gracia y humor, sentido de aventura, culto del detalle, singular capacidad de observación y, sobre todo, manteniendo siempre el punto de vista de sus protagonistas, “la vida privada de los insectos”, como reza el subtítulo (de la serie). Superproducción de diez millones de euros que en Argentina se estrena hoy en cien pantallas (en la mayor parte de ellas en 3D, el resto en 2D), Minúsculos - El valle de las hormigas mantiene todo aquello. Pero en dosis ligeramente menores, por sufrir del típico síndrome de serie corta que pasa al largo: pierde algo de concentración y tensión, lagunea de a ratos. Igual sigue siendo, desde ya, altamente recomendable.Quienes hayan visto algún episodio (están en YouTube) conocerán ya a algunos de sus protagonistas: las vaquitas de San Antonio (que en España llaman “mariquitas”; acá no), las moscas, las hormigas negras. A diferencia de la serie, donde no había villanos, aquí sí. Posible concesión al modelo moral binario impuesto por Hollywood, se trata de las temibles hormigas coloradas. Los que conozcan la serie sabrán también que Giraud & Szabo siempre se negaron a ese gesto mayúsculo de antropomorfización que sería dar a las criaturas el poder del lenguaje. Los insectos de Minuscule, agigantados por la cámara, no hablan. Sí hacen ruiditos. Muchos ruiditos. Algunos de ellos son propios de sus equivalentes reales (el zumbido de las moscas, que cuando vuelan en grupo encienden las turbinas) y otros, sí, antropomorfizados: lo de Giraud & Szabo no es un dogma de hierro.Hay moscas que se ríen como las ardillitas yanquis, las hormigas negras se comunican por silbidos, las rojas pegan gritos amenazantes y las vaquitas de San Antonio lo hacen por una especie de agudo pedorreo sonoro. Otra adecuación al gusto internacional (o sea estadounidense) es el carácter de cuento de iniciación y amistad entre especies que presenta Minuscule - El valle de las hormigas. Iniciación del protagonista, una cría de vaquita de San Antonio a la que su curiosidad de cachorro/a (no se sabe de qué sexo es) lleva a extraviarse, viviendo una serie de aventuras que terminan con su adopción por parte de un grupo de hormigas negras y su inesperado carácter de héroe providencial, en pago por la generosa ayuda. El verosímil, que la serie siempre se ocupó de mantener en sus propios términos, tiembla aquí por momentos. No tanto cuando las hormigas negras se defienden arrojando hisopos a modo de flechas o cohetes de pirotecnia como cañonazos, o cuando las rojas cargan sobre el bastión rival con un envase de insecticida: la descomunal capacidad de carga de las hormigas justifica esas hipérboles. Sí cuando la vaquita, que recién está aprendiendo a volar, carga una vital cajita de fósforos, arrastrándola por kilómetros, sostenida no se sabe muy bien cómo.Hechas esas salvedades –a las que cabría sumar la falta de remate y el exceso de pompa del final, que va en contra del carácter mini que siempre tuvo la serie–, los bichitos en sí son puro goce. Sobre todo la tímida vaquita, que observa todo con ojazos de asombro, semioculta bajo su casco rojo. Con un trabajo sonoro siempre notable, la tapa de una lata suena, al cerrarse, como una estampida. Magníficas las secuencias del post-picnic (situación clásica de la serie), la del sueño colectivo en una gruta y, sobre todo, la de la sostenida persecución fluvial (muy Pixar, en verdad) de las hormigas rojas, que navegan en latita de cerveza, a las negras, que lo hacen en una de picnic. Se les suma un pez feo y amenazante, tan eficaz en la captura de insectos como la ardilla Scat con las nueces. 7-MINUSCULOS – EL VALLE DE LAS HORMIGAS (Minuscule - La vallée desfourmis perdus,Francia/Bélgica, 2013.)Dirección y guión: Hélène Giraud y Thomas Szabo.Música: Hervé Lavandier.Duración: 89 minutos.Estreno en copias 2D y 3D.