El viaje de la noche al día La segunda película de Sandoval lo confirma como uno de esos nombres a seguir no sólo en el panorama latinoamericano, sino en el cine a secas: su cámara sigue de cerca a Cristóbal y sus miserias, pero evita caer en el juicio fácil o la mirada moralista. En una escena de Te creís la más linda... (pero erís la más puta) (2008), ópera prima del chileno Che Sandoval (puede verse online en el sitiowww.cinepata.com), un cuarentón de traje y sombrerito estilo Madness discutía, en pie de igualdad con un veinteañero, a quién le iba peor. Al pibe, una chica pasajera le había hecho los cuernos con el mejor amigo. El cuarentón tenía argumentos algo más sólidos: la mujer se le había ido a España de golpe, dejándolo a cargo del hijo de ambos y sin techo, mientras su improbable pyme tambaleaba. Al fondo del bar, una chica sentada con su amiga le sonreía pícaramente al veinteañero. Cinco años posterior a aquélla, Soy mucho mejor que vos empieza justo en ese momento, con las dos amigas charlando sobre tipos y picos (pitos, en chileno). Enseguida se les acerca el cuarentón, algo tomado y en tren de levante. Ahora sabemos que el cuarentón se llama Cristóbal. Soy mucho mejor que vos lo seguirá, en un tiempo que no es real pero se siente como tal, en un largo viaje de la noche al día. Esto último sólo en sentido literal, no figurado. Por suerte.El título de su ópera prima hacía pensar en Che Sandoval (Santiago de Chile, 1985) como un atrevido. La película lo confirmaba, en el sentido que más importa: el de hacer exactamente el tipo de film que se le antojaba, con envidiable frescura, sentido del humor, timing perfecto y un oído privilegiado para una oralidad a los cuetes. Saltando generacionalmente casi en la misma medida en que el propio Sandoval lo hizo en este tiempo, Soy mucho mejor que vos lo confirma como un creador único –por aquello a lo que apunta y lo que logra– dentro del panorama ya no sólo del cine latinoamericano, sino del cine contemporáneo en general. Si suena exagerado, se recomienda darse una vueltita por el BAMA o el ArteMultiplex Belgrano.Es como si un Hong Sang Soo trasandino (fluidez y sencillez narrativa, compresión temporal, hincapié en las relaciones interpersonales e intersexuales), dueño del oído absoluto de Manuel Puig para los diálogos, narrara, con la velocidad de Howard Hawks, las desventuras de un personaje de los hermanos Coen... con la clase de empatía que Truffaut tenía con Antoine Doinel. Es tal el culto de Sandoval por la oralidad (visible ya en los creís y erís del título previo), que el título original es Soy mucho mejor que voh, “traducido” por vos para su estreno en el resto de países hispanohablantes. Del mismo modo, en la copia de estreno local un subtitulado aclara, entre paréntesis y con la mayor precisión, el significado de algunos chilenismos. En verdad, el opus dos de Sandoval es, como su ópera prima, un chilenismo gigante de 85 minutos, que sin el correspondiente subtitulado sería incomprensible para los no familiarizados con el habla del otro lado de los Andes. Sólo en el diálogo inicial, de unos cinco minutos, se bate el record mundial de huevón, huevona y huevá, que hasta ahora ostentaba Te creís la más linda...Cristóbal (Sebastián Brahm, inseparable de su personaje) sería un tipo patético, risible y mezquino... si no fuera Sandoval quien lo observa. Su falta de juicio es total en relación con sus personajes. Con una esposa que acaba de dejarlo y un hijo cuyos llamados ni atiende, todo lo que se le ocurre al tipo al que algunos llaman Naza (por la nariz y por lo que se mete en ella) es salir de copas, de putas y parranda. Lo suyo es una verdadera antiépica sexual nocturna y, finalmente, matinal: cuando no lo cagan, la caga él. Incluyendo el directísimo ofrecimiento de las chicas del bar, el alucinante histeriqueo de una con su novio (“Guatón con pitillo”, según los créditos, a cargo del propio Che), una chica que es ahora o nunca (y ahora, Cristóbal no puede) y un levante callejero que pinta para softcore... hasta que él huye, vaya a saber por qué.Entre una cosa y otra, Cristóbal se putea en Skype con su esposa o su ex (tampoco eso está muy estable) y se deja basurear por su hijo, que no debe estar muy contento con la desaparición del padre. Es altísimo el nivel de agresividad verbal de Soy mucho mejor que voh. Altísimo, velocísimo y graciosísimo. ¿Espejo de la vida cotidiana chilena o pura agresividad de estos personajes? La negativa de Sandoval a metáforas y generalizaciones, su estricto apego a los hechos, hacen tan difícil responder eso como –hasta el último plano, al menos– si el punto de vista de la película es el del personaje o lo observa, en cambio, a corta distancia.A corta distancia se mantiene notoriamente la cámara durante todo el metraje, evitando cortar mientras no sea necesario, haciendo vivir al espectador bien de cerca el viaje al fin de la noche de Cristóbal y manteniendo un ritmo y una fluidez que no paran. Sandoval es uno de esos grandes realizadores que, por atenerse a la más estricta funcionalidad y transparencia visual y narrativa, no lo parecen. Pero lo es. 8-SOY MUCHO MEJOR QUE VOS Chile, 2013Dirección y guión: Che Sandoval.Fotografía: Eduardo Bunster.Música: Miranda/Tobar.Duración: 85 minutos.Intérpretes: Sebastián Brahm, Antonella Costa, Nicolás Alaluf, Catalina Zahri, Paula Bravo.Estreno exclusivo en cines BAMA y ArteMultiplex Belgrano, en proyección Blu-Ray.Compartir:
Por las rutas argentinas hasta el fin El opus 3 del director madrileño atraviesa una Argentina a la que muestra en estado de abandono, semirruinosa. Tanto como el propio protagonista, derruido asesino a sueldo y paciente terminal, consagratorio trabajo del ya veterano Sacristán. Con considerable retraso se estrena en la Argentina El muerto y ser feliz, que en noviembre de 2012 tuvo a su cargo la apertura del Festival de Mar del Plata, tras su presentación en San Sebastián. Coproducción hispano-franco-argentina enteramente filmada en nuestro país, en su carácter de film de caminos el opus 3 del madrileño Javier Rebollo atraviesa una Argentina a la que muestra en estado de abandono, semirruinosa. Tanto como el propio protagonista, derruido asesino a sueldo y paciente terminal, a quien un reaparecido José Sacristán encarna de modo notable. Tanto, que el papel representó para él el primer Goya de su vida, anticipado por el premio al Mejor Actor en el festival vasco.Septuagenario, Santos sale de un hospital porteño con una provisión de frascos de morfina para aliviar el dolor. En una oficina tan menesterosa como podría serlo la de un policial negro, un tipo (el colega uruguayo Jorge Jellinek, inolvidable protagonista de La vida útil) le hace un encargo y le paga por él. Lanzado al camino, Santos fracasará. Temiendo que su contratista vaya por él, el killer viejo y enfermo emprenderá una fuga hacia delante, a bordo de un Falcon rural de los ’70 que, como si se tratara de un fiel corcel (¿referencia al western, a las novelas de caballería?), tiene nombre: Camborio. Las rutas argentinas llevarán a Santos hasta el fin, en compañía de una chica llamada Erika, a la que levanta en una estación de servicio (la actriz uruguaya Roxana Blanco).Amable y llevadero, aunque lleno de arbitrariedades, el de Rebollo –de quien en la Argentina se estrenaron sus dos films previos, Lo que sé de Lola (2006) y La mujer sin piano (2009)– se propone ser un film lúdico. Pero queda atenazado por un guión tan férreo como literario. Los diálogos suenan demasiado escritos y, si hay un protagonista en la película, parecería ser el relato off. En una de varias resoluciones caprichosas, lo asume una voz femenina no identificada... salvo en las escasas ocasiones en que lo hace un par de voces masculinas, tampoco identificables. Como en Historias extraordinarias –cinéfilo omnívoro, Rebollo está muy familiarizado con el cine argentino–, ese off anticipa lo que va a suceder. En el film de Llinás, lo narrado y lo visto se cedían la posta. En la película de Rebollo –coescrita por el realizador madrileño junto a su compatriota Lola Mayo y el argentino Salvador Rosselli–, lo que el off anuncia en una escena sucede en la siguiente.Haciendo del pleonasmo una herramienta narrativa, Rebollo intenta juegos que por esporádicos no llegan a construir una lógica autónoma. Tras una escena en la que se tirotea a dos metros de distancia, y no mata ni lo matan, la narradora define a Santos como “un asesino que no asesina”. Minutos después, el hit-man comienza a nombrar en voz alta a todas las personas que mató en su vida. La chica del off lo describe como un tipo impaciente, y enseguida como paciente. ¿Quiebre deliberado de un verosímil clásico? Sólo si fuera sistemático, y no lo es. Otro tanto con respecto a algunas disyunciones entre lo que se dice y lo que se ve, así como abruptos silenciamientos de la banda sonora. El problema no son las disyunciones o silenciamientos, sino su carácter espasmódico.El guión impone puntos de vista desde el off, dejando al espectador sin opciones y estableciendo situaciones que parecen “sacadas de la galera”. A pesar de todo ello, El muerto... no es una película que merezca tomatazos ni mucho menos. Es, simplemente, un film fallido de un director que, con dos films estimables a sus espaldas, parece haber intentado una forma de locura narrativa a la que su carácter autoimpuesto convierte en movimiento falso. Tanto Roxana Blanco como, sobre todo, José Sacristán se entregan a sus personajes con una coherencia que al film no le sobra. Convirtiendo en herramienta de primera calidad expresiva su legendaria “cara de acelga”, lo del veterano actor de Solos en la madrugada y La colmena es un regreso a toda orquesta, que la siguiente Magical Girl –que se verá en Mar del Plata en días más– no haría más que confirmar.
La familia como un infierno blanco Con una puesta en escena de típico “estilo nórdico”, caracterizada por su impasibilidad entomológica e hipercontrol de todos los elementos, el cuarto largometraje del director sueco plantea una crisis familiar que traslada al espectador. Por Horacio BernadesDejando de lado el género de terror, donde desde los años ’70 constituye toda una variante genérica (desde Las colinas tienen ojos, Carrera contra el diablo y La violencia está en nosotros hasta Hostel & Cía), podría considerarse a Force Majeure representante de un tópico cinematográfico al que habría que nombrar como “de malestar vacacional”. Minitópico, en verdad, ya que la otra exponente del rubro que el cronista recuerda es la uruguaya Tanta agua (2013), donde dos chicos se aburrían junto a su papá en un recreo demasiado lluvioso. Aquí el escenario es, como en la también reciente La hermana (2012), una pista de esquí alpina. Todo está bien en el seno de una familia sueca (la película es mayormente de ese origen), hasta que todo empieza a estar mal. Elegida Mejor Película en la sección Un Certain Regard de la última edición de Cannes, Force Majeure –que en Argentina se estrena con el subtítulo La traición del instinto– plantea qué pasa con los lazos familiares, en una situación de “sálvese quien pueda”. Lo más interesante es el modo en que la pregunta pasa al espectador.Y no es que la cuarta película de ficción de Ruben Östlund (Suecia, 1974) sea una con la que se empatice fácilmente. No al menos en primera instancia. Puesta en escena con lo que podría llamarse “estilo nórdico” –impasibilidad entomológica, distancia, fijeza de los planos, hipercontrol de todos los elementos–, Force Majeure transcurre enteramente en esa pista de esquí innominada, desde el arribo hasta el intento de partida de la familia protagónica. Familia tipo: papá y mamá cuarentones, hijo e hija de entre 10 y 13 años. Impecable y aséptico hotel cinco estrellas, en medio de la nieve. Atención profesional, amplias habitaciones calefaccionadas, completos equipos de esquí, mañana y tarde arriba y abajo por las laderas. Cena temprana en la terraza del hotel, asomada al espectacular marco de alrededor. De pronto, el sonido de una explosión, un ligero alerta y la sorpresa ante una avalancha de nieve que viene directo hacia el hotel. Todo el mundo a cubrirse, mientras la falla familiar queda al descubierto.A la manera de Michael Haneke, Östlund narra en tres etapas: “normalidad” cotidiana, disrupción, regreso a una cotidianidad que ya nunca más será la misma. La diferencia con el realizador austríaco es que no condena a sus personajes en forma total y definitiva –y a través de ellos a la Humanidad in toto–, sino que plantea una situación muy específica, en la que el instinto de sobrevivencia animal puede imponerse por sobre afectos, lealtades, compromisos asumidos, la propia ética. Östlund es, si se quiere, menos calvinista que el realizador de La cinta blanca. Más semejante a la técnica-Haneke es el modo en que el realizador sueco trabaja lo larvario, dejando que vaya asomando a la superficie por pequeñas grietas, silencios abruptos en la conversación, momentos de incomodidad que el realizador dosifica con timing preciso. Genera particular malestar la falta de intimidad de Tomas y Ebba, que para discutir, y hasta para quebrarse, deben salir al pasillo del hotel, dado que en la habitación están los hijos (que a su vez se sienten violentados, y reaccionan agresivamente, ante la tensa situación entre los padres). Cuando salen, un empleado de limpieza aprovecha para curiosearlos.La sospecha del otro, del ser querido, comienza a contagiarse como un virus, traspasándose a una pareja amiga. Se genera una suerte de universalización de la desconfianza, que es también del “defecto de fábrica”. Antes del final, Tomas tal vez pueda redimirse ocasionalmente de su falta, así como, inversamente, él no será el único que en una situación de stress se comporte más como monstruo que como héroe. ¿Como podría quizá sucederle a cualquiera en esa situación? Esa es la pregunta básica que Force Majeure deja flotando, de modo inquietante. Como suele ser norma en el cine nórdico, las actuaciones son sobresalientes. No es fácil dejar asomar el enojo, la angustia, el miedo, la violencia contenida, la vulnerabilidad y que todo ello se mantenga justo en ese borde, con apenas alguna explosión ocasional. Johannes Kuhnke, en el papel de Tomas, y Lisa Loven Kongsli, en el de Ebba, lo hacen con maestría.
La historia del “pelado” multimillonario Estrenada en México el mes pasado y precandidata al Oscar por su país, Cantinflas es una “película de prócer”. En esa condición queda estampado Mario Moreno, presentado no sólo como cómico genial (que lo era), sino como un simpatiquísimo caradura (que lo debe haber sido, al menos hasta que se hizo superrecontramillonario), corajudo sindicalista del rubro cinematográfico (en parte lo fue, pero no al punto de héroe de western al que la película lo eleva), acogido finalmente en el cielo de Hollywood. Tras lo cual, como se sabe, sólo queda la muerte. Aunque Cantinflas haya actuado en una sola película filmada en ese paraíso, La vuelta al mundo en 80 días (1956), como el inefable Passepartout imaginado por Julio Verne. Partiendo de la base de que más alto que ese globo no se puede volar, esta biopic toma como eje la gestación de ese elefantiásico operativo de marketing tramado por el productor Michael Todd, narrando en paralelo el surgimiento de Cantinflas como tal, a comienzos de los ’30. Era tan rápido para la improvisación este hijo de un cartero que hasta su nombre artístico lo pescó al vuelo. Durante una actuación de sus comienzos, en un teatro de varieté, alguien del público le gritó, ofuscado: “¡Vete a la cantina en la que te inflas!” (vaya a saber lo que quiso decir), y de allí el veloz Moreno contrajo su alias. Nombre y personaje: Moreno imitó la vestimenta y el hablar de la clase de campesino pobre e iletrado a la que en México llaman “pelado” (por no tener un peso) y lo que en el mundo de la caricatura se llamaría “mono” quedó establecido para siempre. Siguiendo la línea tradicional de la biopic, esta película dirigida por Sebastián del Amo lo dibuja en su ascenso al estrellato, caída (en la condición de ricachón y mujeriego), redención (cuando vuelve con su esposa, que era, curiosamente, una refugiada rusa) y gloria, cuando a falta de Oscar levanta el Globo de Oro, poco menos que como si fuera el Nobel. La clase de película en la que se notan las pelucas, los que empiezan haciéndose los rusos al rato se olvidan de que lo eran, el que hace del sublime Agustín Lara canta fuera de sincro, a un tipo cualquiera lo pelan y ya es Yul Brinner y todo está fotografiado con un filtro flú que no se sabe para qué (y además queda feo), no hay duda de que Oscar Jaenada, que hace del cómico, logra estar a su altura. Lo más asombroso de todo es que Jaenada... ¡es español! No se entiende cómo hizo este catalán para encarnar creíblemente al más mexicano de los mexicanos del siglo XX. Desde ya que son tan graciosas sus memorables sanatas como Cantinflas (el dominio de la lengua popular de Moreno era equiparable al de su contemporánea Niní Marshall en el personaje de Catita) como las ocurrencias al paso del propio Moreno. Pero todo eso representa apenas un diez por ciento de una película que en más de un momento da vergüenza ajena.
Con la sombra del miedo en los talones En su película más lograda desde Tan de repente, Lerman narra un caso típico de violencia de género, pero sin caer jamás en el golpe bajo gracias a dos claves de la puesta en escena: el punto de vista del niño y el fuera de campo del victimario. Una mujer joven, embarazada de tres meses, huye de su pareja, un hombre golpeador, junto a su hijo de ocho años. Una historia así cuenta desde el minuto cero con la empatía del espectador y hasta de la sociedad en pleno, por tratar un tema particularmente sensible, el de la violencia de género. En esa ganancia reside también el riesgo: el de sobreexplotar ese consenso, pegando golpes por debajo de la cintura. En la que es su película más satisfactoria desde Tan de repente (2002), Diego Lerman logra evitarlos casi por completo. Una escena de suspenso, que pivotea sobre la tensión de si el victimizador dará o no con la víctima, es uno de los escasos momentos en que el film parecería ceder ante esa tentación. Pero Lerman, que coescribió el guión de Refugiado junto a María Meira (tercera ocasión en que lo hacen a dúo), trabaja con sumo acierto dos elementos claves de la puesta en escena: el punto de vista, que es el del niño (de allí el título), y el fuera de campo, donde mantiene la figura del golpeador, cerrando así el paso al choque directo entre víctima y victimario. Es que Refugiado “corre” el conflicto desde el clímax del enfrentamiento hacia el de sus secuelas, haciendo de su tema el quiebre, la angustia e intento de reconstrucción posteriores. Que incluyen el llevar adelante un embarazo. Presentada en la prestigiosa Quincena de Realizadores de la última edición de Cannes y declarada de Interés Cultural por la Legislatura porteña, el opus 4 de Lerman (luego de las fallidas Mientras tanto, 2006, y La mirada invisible, 2010) acompaña la fuga de Laura (Julieta Díaz) junto a Matías (Sebastián Molinaro) desde el momento en que éste la encuentra tirada en el piso y sangrando, consecuencia del último arrebato de violencia de Fabián. A partir de allí, Refugiado funciona como film de escape, tanto como podría serlo alguno de Hitchcock, obviamente reducido a la escala más íntima. Con muy buen criterio, el guión compacta la acción en unos pocos días y se adhiere casi exclusivamente a sus protagonistas, logrando así ajustar el foco y concentrar el drama. Al ceñir su punto de vista al de Matías, la película sabe tanto como lo que él ve. Sabemos que Laura y el niño viven en un modesto barrio de monoblocks, sabemos que ella trabaja en una hilandería (en un momento pasan por allí, para recoger el producto de una colecta solidaria de las compañeras), que él va a la escuela (en un momento lo menciona) y que no es la primera vez que papá le pega a mamá. Pero no sabemos nada más sobre la relación entre Laura y Fabián, ni sobre el marco familiar. Salvo cuando recurren a la mamá de Laura (Marta Lubos), que comenta con una vecina (Silvia Bayle) su desagrado por la relación con Fabián. Motivo por el cual habría estado distanciada de la hija desde hace tiempo. Al concentrar la acción en unos pocos días, dando continuidad a las transiciones, Lerman logra transmitir impresión de “tiempo real”, aunque stricto sensu no se trate de ello. Los encuadres tienden a ser cerrados (como también lo eran en La mirada invisible, film de encierro), en correspondencia con el acorralamiento al que se ven sometidos, desde el fuera de campo, ambos protagonistas. En términos estrictos de suspenso y más allá de su carácter algo manipulador en relación con las emociones del espectador, la escena a la que se hace referencia funciona a la perfección, justamente por el adecuado manejo de ambas esferas (tiempo y espacio), exhibiendo una combinación de dilatación y concentración temporal y encuadres aún más cerrados que el resto de la película. Si todo funciona tan bien, ¿por qué entonces una calificación que no se corresponde plenamente con el “Muy buena”? Porque no todo funciona tan bien. Más allá de la reserva señalada, el típico lastre de las coproducciones se hace sentir con la aparición de una niña que es colombiana sólo porque ese país intervino en la producción. Mejor resuelta está la parte polaca de la coproducción, al recaer en el director de fotografía Wojciech Staron, tan exquisito como suelen serlo sus compatriotas en ese rubro técnico. Con su rostro y comentarios que si no son improvisados suenan como si lo fueran, el debutante Sebastián Molinaro se ganará sin duda las simpatías del público. ¿El típico niño encantador, puesto justamente para eso? Sólo en parte: Molinaro funciona igualmente bien cuando se recoge en la pena o cuando se entrega a la furia catártica. En un papel que podría prestarse tanto para el lucimiento como para el facilismo, Julieta Díaz muestra una vez más esa suerte de expresividad contenida que la caracteriza, manejándose con pareja autoridad en situaciones de pánico, de incertidumbre, de angustia o explosión. En una única escena se nota que, más que vivirlo, está actuando un estado de shock, que la lleva a hablar de modo exageradamente entrecortado.
Retrato político, drama íntimo Lejos del panfleto obvio y las interpretaciones unidireccionales, el opus 3 de Mariana Rondón refleja el vínculo entre un chico y su madre viuda –en permanente estado de crispación, por el entorno político y personal– en la Venezuela actual. “Este es el traje para los niños”, le indica el señor de la casa de fotografía al pequeño Junior, cuyo sueño es sacarse una foto vestido de cantante pop. El traje que el señor le ofrece es un uniforme de comandante, rematado por una boina roja. Ese para los chicos y hay uno de reina de belleza para las nenas. No sólo hay una suerte de disciplina de género militarizada en la Venezuela que muestra Mariana Rondón en Pelo malo, sino que ese estado parece admitir dos únicos modelos: el de Miss Venezuela para las mujeres y el de comandante para los varoncitos. Ganadora del premio a Mejor Película en San Sebastián y La Habana el año pasado, así como los de Mejor Dirección y Guión en Mar del Plata y Mejor Actriz en Montreal y Torino, Pelo malo no fue recibida con bombos y platillos en su país. Filmada antes de la muerte de Hugo Chávez y estrenada al mes siguiente, esa boina roja de la casa de fotografía debe haber caído como un patadón en la Casa de Gobierno en Caracas. Y no es precisamente un detalle aislado, sino apenas una de las frutillas de un postre envenenado. Lo loable del opus 3 de Rondón es que no cae en el panfleto obvio, ni siquiera en lo que se conoce como “film de denuncia”, sino que imbrica el retrato político en el drama íntimo. El conflicto del título –aparentemente nimio, y sin embargo crucial– transparente el cuidado que ha puesto Rondón, autora también del guión, en cerrarle el paso a toda interpretación unidireccional. Lo “malo” del pelo de Junior (el debutante Samuel Lange) es que es rizado, y él quiere alisarlo como sea. Sucede que su papá, asesinado en circunstancias no especificadas, era negro. Mamá no. ¿Lo que le molesta a Junior es tener pelo mota o que ese pelo le hace recordar a papá? ¿O ambas cosas? El relato es lo suficientemente elíptico como para no responder jamás esa pregunta y otras. Pero el hecho de que al chico le digan Junior habla de una ligazón con el padre que más parece un yugo. Uno más. Por qué Marta (Samantha Castillo) trata a su hijo como lo hace es otro interrogante mayor. También en este caso las posibles razones son de lo más variadas. A la viudez temprana de Marta se le añaden un bebé de meses, dos despidos sucesivos y –otra vez– la discriminación de género. La despidieron de su puesto de vigilante privada y ya no quieren volver a tomarla en ese cargo. Sólo como empleada doméstica. Salvo que esté dispuesta a tener una atención especial con su libidinoso ex jefe, lo que le permitiría recuperar el puesto. Las relaciones interpersonales son, en Pelo malo, tan disfuncionales como los mandatos de género. Ahí está, sin ir más lejos, la ex suegra de Marta, que quiere quedarse con Junior para mitigar un poco la falta del hijo. Y para ello no anda con vueltas: al ver la situación económica que atraviesa su ex nuera, le ofrece comprárselo. Y mamá considera la oferta. Residentes en un complejo de monoblocks que es un microcosmos hacinado, Marta y Junior salen a la calle, y allí los reciben otras formas de encierro: caos vehicular, colas interminables para tomar el colectivo, perversos cotidianos que aprovechan los apretujones en el colectivo, comercios que venden accesorios militares. El estado de crispación de Marta parece producto tanto del entorno (físico y político) como de su situación personal y los prejuicios incorporados. Convencida de que el cóccix de su hijo es “una cola”, basta que asocie su obsesión capilar con la amistad que tiene con un guapo despensero para que vaya corriendo al médico, a preguntarle cómo hacer para “corregir” al niño. La ambigüedad también se impone a la hora de determinar cuáles son las preferencias o inclinaciones sexuales del niño. Es tan cierto que el despensero genera algo en él como que, cuando la abuela quiere vestirlo con un “traje de cantante” que a él le parece un vestido, se lo arranque de un manotazo y no quiera volver a verla nunca más. Cross-dresser seguro que no es. El tema no es, de todos modos, la elección sexual de Junior, sino la homofobia de mamá. Basta ponerla en línea con los modelos de la casa de fotografía para sonsacar que la delimitación sexual como de formación militar no es precisamente un tic personal de Marta. Filmada con notoria fluidez visual y narrativa, editada de modo de reforzar las elipsis que presiden el relato –tal vez excesivas, en ocasiones–, la película de Rondón termina de redondear su efecto en el nervio de las actuaciones. La de Samantha Castillo es de ésas en las que se hace imposible diferenciar actriz de personaje. Esa madre crispada, de permanente ceño fruncido, dueña de una sexualidad salteada pero ardiente, eventualmente violenta con su hijo y hasta tan cruel como una mater ripsteiniana, Marta se siente más real que la realidad misma.
Cómo hacer que la ficción sea verdad Lo que podría haber sido una comedia romántica vacía o de pura fórmula encontró las mejores manos: personajes creíbles, buenas actuaciones y un guión consistente hacen del film un interesante ejercicio sobre los artificios que pueblan al cine. Teniendo en cuenta el volumen de producción que se le viene dedicando, la relación del escritor con sus ficciones constituye, a esta altura, casi más que un simple tema, una serie cinematográfica entera. Se la encaró desde el terror, el policial y el fantástico (Festín desnudo, En la boca del miedo, la reciente Arrebato), pero sobre todo desde el juego metalingüístico, con casos notorios como El ladrón de orquídeas (Adaptation, 2002) y Más extraño que la ficción (Stranger tan Fiction, 2006). Ahora le toca el turno a la comedia romántica, debut en la realización de Alejo Flah, argentino con residencia en Madrid y Buenos Aires, que logró ponerse al frente de una coproducción tras desempeñarse como guionista en la miniserie Vientos de agua (J. J. Campanella, 2006) y la reciente Séptimo. Los antecedentes daban para esperar una película encorsetada por el guión pero, por el contrario, es la carga de verdad que Flah logra con un género tan artificial como la comedia romántica lo que arranca a El amor y otras historias el corsé del género. ¿Que el título es soso? Peor en España, donde por razones de “gancho” de público va a estrenarse con un título lisa y llanamente mentiroso: Sexo fácil, películas tristes. Como El escarabajo de oro, que también se estrena esta semana, El amor y otras historias es, en buena medida, una película sobre sí misma. Claro que, a diferencia de la de Moguillansky –producción independiente en la que el realizador hace lo que quiere con el encargo inicial–, la de Flah tiene productores poderosos (Televisión Española, sobre todo) que están esperando una comedia romántica, dirigida a un público lo más masivo posible. Flah resuelve el compromiso con mucha cintura, haciendo sólo las concesiones imprescindibles y reservándose la distancia necesaria como para poder autocriticar la propia película. O el tipo de película del que se trata, para decirlo más precisamente. Esto lo logra básicamente al incluir el personaje del productor argentino, Andrés, un chantún alcohólico y mujeriego (Luis Luque, inmejorable), que transmite el pedido de la parte española: “Que Buenos Aires parezca París o Nueva York”. ¿Se parece la Buenos Aires de El amor y otras historias a París o Nueva York? Esto es, ¿despersonaliza Flah sus ambientes, apuntando al mercado internacional? No lo necesita, logrando zanjar la cuestión mediante un recurso tan sencillo como hábil y funcional: ya que la película se narra en dos planos (uno es el del guionista intentando llevar adelante el encargo, el otro el de la película que va escribiendo), el segundo plano transcurre en Madrid, y listo. Allí tiene lugar una comedia romántica clásica, que incluso empieza anticipando su final (el más clásico o cliché que pueda imaginarse) y que está protagonizada por una perfecta pareja de comedia romántica, encarnada por los lindos, sexies y buenos Quim Gutiérrez y Marta Etura (ambos de mucha proyección en su país; ella vista en Lo imposible). El es diseñador de sitios web, ella bailarina. Se conocen por casualidad, pegan buena onda, se gustan, se enamoran, follan, se pelean... etcétera. En el “primer plano” del relato, la historia de Pablo Diuk, escritor y guionista que no atraviesa precisamente su mejor momento (Ernesto Alterio, magnífico). En este caso, otro clásico: sus buenas novelas son un mero recuerdo, hace rato que no puede escribir nada, recurre al guión para hacer unos pesos y, sobre todo, su pareja con Valeria (una castaña e impecable Julieta Cardinali) atraviesa una fase terminal. ¿Podrá escribir una comedia romántica en ese estado? Si lo hace, ¿será muestra de la falsedad del cine? ¿O tal vez sea posible disociarse y lograr una suerte de vampirismo inverso, por el cual el espíritu de la obra contamina a quien la escribe? No son preguntas que descubran la cuadratura del círculo, pero todo aquel que escriba (o produzca cualquier forma de creación) sabe que son pertinentes. De todos modos, la clave de que El amor y otras historias funcione no reside tanto allí como, tal como se dijo antes, en la capacidad para transmutar artificio en sensación de verdad, sin que el artificio deje de serlo (que no haya en toda la película una sola chica que no sea linda, por ejemplo). Ese logro tiene que ver en parte con el tacto puesto por Flah a la hora de abordar los clichés más inevitables (en algún caso exponiéndolos, en otros evitándolos, sólo en uno, clave, generando una sensación de “¿hacía falta?”) y, sobre todo, en la vida propia que tienen sus personajes. En algún caso es cuestión de ángel o de aura (Gutiérrez, Etura) y en otros (Alterio, Cardinali, Luque, Mónica Antonópulos en el personaje más “sacado de la galera”), de volumen, que permite trascender el mero carácter de “funciones” al servicio de la trama. Compárese con los muñequitos móviles de Magia a la luz de la luna y se verá la diferencia.
El viejo juego entre razón e ilusión El director estadounidense propone una comedia romántica en la que vuelve sobre tópicos habituales en su filmografía: retrocede hasta las doradas primeras décadas del siglo pasado para retratar una relación entre un señor maduro y una muchachita. En Magia a la luz de la luna, Woody Allen no sólo retrocede en el tiempo. Venía de Blue Jasmine, su mejor película en vaya a saber cuántas décadas (con ayuda extraoficial de Tennessee Williams), y no hay por qué exigirle que en la siguiente mantenga inexorablemente el nivel. Sí cabe esperar, de quien es seguramente el cineasta vivo de obra más vasta, que no caiga en el teatro filmado, en la ñoñería dramática, en el esquematismo elemental, en la resolución sacada de la galera. Esto último podría justificarse por el hecho de que, tal como el título lo indica, Magia a la luz de la luna tiene al ilusionismo como tema. El problema es que Woody trata este asunto según más le conviene. Lo refuta primero y echa mano finalmente de él, por la mera razón utilitarista de que necesita cerrar la película con el broche que, se supone, el género exige. ¿Qué género? La comedia romántica. Las buenas películas de género son aquéllas cuya lógica interna sostiene la convención. No es el caso de Magia a la luz de la luna, opus mil de Woody Allen. No sólo la música de Cole Porter y los clásicos títulos en letras blancas sobre fondo negro –con la misma tipografía que viene usando desde los años ’70– denotan de entrada que estamos de regreso en Allenlandia. No es la primera vez que Woody retrocede hasta las doradas primeras décadas del siglo pasado (recordar La rosa púrpura de El Cairo, Disparos sobre Broadway, Dulce y melancólico). Tampoco la primera en que opone razón e ilusión, magia y crasitud cotidiana (Interiores, Alice, la propia La rosa púrpura...) ni el primer caso en que recurre a una pequeña intriga (lo había hecho en Un misterioso asesinato en Manhattan). Ni mucho menos, claro, la primera ocasión en que pone en escena una relación entre un señor maduro y una muchachita, tema híper risqué tratándose de quien se trata. La acción tiene lugar casi enteramente en el norte de Francia. Un mago poco exitoso, Howard Burkan (Simon McBurney), lleva hasta allí a un maestro del ilusionismo teatral, que es más inglés que el five o’clock tea pero en sus shows se hace pasar por chino exótico (Colin Firth). La intención es desenmascarar a Sophie, una chica con poderes que ambos presuponen falsos (Emma Stone). Howard está convencido de que Sophie y su madre (Marcia Gay Harden) quieren embaucar a su prometido y la madre de éste, británicos podridos en plata (Hamish Linklater, Jacki Weaver). Para que Stanley pueda cumplir su misión, todos deberán convivir un tiempo en la residencia de verano de los candidatos a embaucados. De paso, y por una coincidencia de teleteatro, cerca de allí vive una tía de Stanley (la veterana Eileen Atkins), a quien éste quiere como si fuera su mamá y cuyo rol en la trama es descaradamente instrumental. Aunt Vanessa está allí para permitir que Stanley ponga en palabras el “tema” de la película, que no es lo que se dice original y que opone romanticismo y racionalismo a ultranza. Tema encarnado por la perturbación que la frescura y ojazos de animé de la pelirroja Emma Stone generan en esa acabada representación de la “flema inglesa” (otro cliché, que conecta a Magia... con los estereotipos nacionales de Vicky, Cristina, Barcelona y Amor a Roma) que es Colin Firth. Quien se guíe por la opulencia campestre de los ambientes, la fotografía acaramelada del especialista en caramelos visuales Darius Khondji, la fluidez narrativa que Allen indudablemente tiene, la calidad inobjetable de las actuaciones y el pertinente “You Do Something to Me”, de Cole Porter hallará agradable y hasta encantador al nuevo Woody. Es por demás sabido que el allenismo a cualquier precio es uno de los credos más inerradicables del porteño medio. Un espectador algo más imparcial no podrá evitar percibir que en Magia a la luz de la luna no sólo todo se pone en palabras, sino que éstas están sobreescritas y recitadas. ¿Alusión, tal vez, a la condición de representación y engaño sobre la que la trama trabaja? Si fuera así, por qué entonces después de que la minúscula treta se devela todo se sigue recitando igual (y todo sigue igual, de paso, como si nada hubiera pasado). El espectador no-convertido, si es que lo hay en estas pampas, advertirá seguramente la arbitrariedad con que las cosas entran y salen, de acuerdo con las necesidades del guión: la tía Vanessa, la intriguita alla Amadeus & Salieri, la veleidosidad de la bella Sophie. Veleidosidad que no se desprende del personaje, sino que se le impone. Cuestión de que la trama romántica llegue, como un barco carguero, al puerto asignado.
Un rubio perdido en el campo Participante de la sección Generation, en la última edición de la Berlinale (la misma en la que compitieron las argentinas Atlántida y Ciencias Naturales), Feriado transcurre en un inmutable universo rural, hecho de hacendados y sirvientes. “Sos raro. Parecés... argentino”, duda La Flaca ante Juampi, que, con su cabello rubio y su piel pálida tiene una pinta de gringo que se cae. El chiste es que Juan Manuel Arregui, el actor que hace de Juampi, es argentino. Lo que no resulta tan gracioso es el forzamiento de su inclusión, “obligada” por esa cláusula de hierro que dicta que en toda coproducción haya al menos un actor de uno de los países intervinientes. Y como Feriado es coproducción entre Ecuador y Argentina, allí está Juan Manuel Arregui, cuya rubiez sólo se explica –en un ambiente en el que ni los miembros de la alta burguesía son rubios– por su condición de extranjero. Es verdad que el personaje de Juampi es un forastero en la zona rural del interior de Ecuador, donde transcurre casi toda la película. Pero un forastero venido de Quito, nomás. De todos modos, si de algo habla Feriado es del extrañamiento que vive Juampi allí. Un extrañamiento que, se irá viendo en el último tercio, excede a su condición de chico de ciudad. Hay un mar de fondo que se percibe ya en las primeras escenas, cuando su mamá deposita a Juampi, que tendrá unos 16 o 17 años, en la hacienda del tío Jorge. Hay alguna nerviosa conversación telefónica, algún diálogo en voz baja, algún gesto de incomodidad en los adultos. El tío Jorge es uno de los dueños de un banco que está siendo investigado por maniobras fraudulentas, por lo cual se tomó unas “vacaciones” en su hacienda entre los cerros. “Por más que haya problemas vamos a festejar el carnaval como todos los años”, anuncia públicamente mientras su esposa se coloca la máscara. “Algunos me dieron la espalda”, dice enseguida mirando a la mamá de Juampi, que a la mañana siguiente partirá de vuelta a Quito, dejando al hijo allí, se supone que porque papá también tiene sus temas para resolver allá en la ciudad. Silencioso y hierático, Juampi intenta mantenerse al margen de las pesadas jodas de sus primos (dignos hijos de papá, que en un momento encabeza un linchamiento a un chorrito de la zona), acercándose cada vez más a Juano, que trabaja en una gomería y tiene los brazos fuertes. Participante de la sección Generation, en la última edición de la Berlinale (la misma en la que compitieron las argentinas Atlántida y Ciencias Naturales), Feriado es una película correctamente filmada, narrada y actuada. Pero no llega a imprimir un sello propio. No queda del todo claro si lo que genera malestar en Juampi es su condición de forastero, la tendencia a la brutalidad y la ley del más macho que imperan en ese medio de hacendados y sirvientes, las oscuras relaciones familiares que no llega a develar o su diferencia en términos de elección sexual, que más que preexistir parece ir descubriendo al conocer a Juano. El fondo se define con tonalidades igual de apasteladas. Con lo cual la figura del banquero, y todo lo que la rodea, queda apenas como apunte. Sumado a la abulia del protagonista, todo ello hace que se asista a Feriado sin sentirse nunca demasiado involucrado. La que sí es un descubrimiento es Manuela Merchán, dueña de una sonrisa única, entre juguetona y perversa, que incluye achinamiento de ojos. Y sonríe todo el tiempo.
Seis mujeres atrapadas por un guión La premisa de poner a un grupo de amigas bajo el sol impiadoso en una terraza termina naufragando por las imposiciones de una trama que se limita a reírse de ellas, estereotipándolas como una caricatura de la clase media menemista. En los ’90, seis amigas se reúnen a tomar sol en una terraza porteña, un día de verano en el que la temperatura subirá hasta casi 40 grados. Esa es la idea básica de Las insoladas, y ésa es también la película: el opus 2 de Gustavo Taretto (realizador de Medianeras, 2011) es una de esas películas que no sólo son exactamente iguales a su guión, sino que además en este caso el guión no admite movimiento alguno en los personajes. Matices, claroscuros, cambios, sorpresas. Nada: Flor, Vicky, Sol, Lala, Valeria y Karina terminan igual que como empezaron. Con una única alteración: en el lapso que va de la mañana a última hora de la tarde de un 30 de diciembre, con una coda nocturna, el único exabrupto que se produce en ellas, en lo que les pasa, es que deciden ahorrar plata durante el próximo año, para que el verano siguiente no las pesque de nuevo en la terraza, sino en Cuba. La Cuba del paraíso menemista, claro. Una que es puro sol, playa, Caribe, mojitos y esos negrazos de ensueño. No es que obligadamente los personajes y las situaciones de toda película tengan que sufrir modificaciones durante su transcurso. Buena parte de lo que se conoce como nuevo cine argentino está y estuvo hecha de abulia, desgano, inmovilidad vital. Lo que sí es de esperar es que eso que no pasa les pase a los personajes en el transcurso de la película. Y no que sean meras figuritas, mimando un guión. En Las insoladas todo viene dado de antes, nada pasa en la película que no esté previsto, que no se sienta preexistente. Desde la “personalidad” de cada una de las seis “amigas” hasta cada pequeño detalle de vestuario, maquillaje o atrezzo. Las comillas tienen su razón de ser. Sobre todo, en el segundo caso: pequeñas envidias, apartes envenenados y comentarios maliciosos abundan entre estas chicas, cada una ocupando el lugar que el guión le asigna. Abriendo y cerrando con sendas versiones de “Here Comes The Sun”, de The Beatles, arregladas por el talentoso Gabriel Chwojnik (músico de cabecera de Mariano Llinás), está la que trabaja como promotora en eventos (el personaje de Carla Peterson), la estudiante de Psicología capaz de conciliar a Lacan con los extraterrestres (Elisa Carricajo, miembro de la troupe estable de Matías Piñeiro), la empleada de una casa de fotografía (la venenosa Maricel Alvarez), la manicura y peluquera (Luisana Lopilato), la telefonista en una empresa de radiotaxis (Marina Bellati, muy popular por sus zafados secundarios en tiras de televisión) y la chica a la que le ofrecieron trabajo como actriz porno (Violeta Urtizberea). ¿Qué comparten las seis? Son miembros de un grupo de salsa amateur y esa noche tienen una presentación para la cual en algún momento ensayarán. Si alguien tiene alguna duda de que el grupo está pensado como representación de “la clase media menemista”, bastará con chequear sus lecturas (las revistas Gente, Para Ti, Muy Interesante) o escuchar sus comentarios (“¿El Che era argentino?”, “¿En Taiwan hay palmeras?”, “El calor es comunista, el frío capitalista”, “A mí, todo lo que tiene que ver con la cabeza me da miedo”) para verificarlo. De verificar se trata: el guión de Taretto y Gabriela García estigmatiza a los personajes, las iguala en su descerebre y apunta, a partir de ello, a las risas del público. Reírse de ellas, y no con ellas: la idea es presenciar el grado de boludización que representó el menemismo, constatando con alivio, por elevación y comparación, todo lo que ha avanzado la sociedad argentina en ese punto. La tipificación se completa, claro, con referencias y objetos propios de la época: los videoclubes son un gran negocio, los casetes todavía existen, se usan sandalias con tacón, se juega con esos resortitos plásticos extensibles y con esas pelotitas musicales que abundaban en las casas de chinoiseries. Estupendamente fotografiada por Leandro Martínez, que hace sentir el sol mediante la saturación de color, todo termina reduciéndose, como en una obra de teatro, a contemplar las actuaciones. Las hay más o menos teatrales y más o menos televisivas, con un caso en el que, por razones de espontaneidad, vividez, presencia y soltura, puede hablarse sin rubores de “actuación cinematográfica”. Se trata de Luisana Lopilato, que ya mostraba todas esas virtudes en Casados con hijos y aquí logra el milagro individual de que su personaje no se sienta como un tipo o una macchietta, sino como una chica que vive y respira en cámara. Puro mérito de ella: dentro de este esquema de hierro, el guión no le da más aire que a sus cinco compañeras de rubro.