La enfermedad de la semana Ganadora del Oscar a la mejor actriz, la protagonista de Safe y Polvo de estrellas hace de una señora que un día descubre los primeros síntomas del Alzheimer. Impecable trabajo. Pero la película, de tan estandarizada, parece un tutorial emocional. Hasta hace un tiempo (veinte, treinta años), las películas se validaban por sus grados de autonomía con respecto a lo real. Lo que garantizaba la autonomía era la construcción de un mundo propio, voluntad que animaba todas las películas: las buenas y las malas. Cada vez es menos así. En la Edad Líquida, el cine es parte de un flujo audiovisual continuo/discontinuo, en el que todas las imágenes tienden a solubilizarse. Dejando de lado los últimos mohicanos, que todavía batallan por explorar las potencias autonómicas del cine, la película-media dejó de pertenecer a un espacio alterno y se volvió un dispositivo más, utilitario y anónimo, que sólo funciona en relación con el entorno. De allí tantas que están basadas “en un caso real” (el 50 por ciento de las nominadas a Mejor Película, en la última camada del Oscar), tantas que cumplen funciones (catárticas, vicarias, periodísticas, comunicacionales) y, sobre todo, tantas hechas “por nadie”, como las imágenes al paso del zapping o el cliqueo.¿Alguien sabe quién dirigió Selma, quién La teoría del todo, quién El código Enigma? ¿A alguien le importa? Lo mismo puede decirse de Siempre Alice, que también pertenece a la última cosecha del Dolby Theatre. Es ésa en la que Julianne Moore hace de una señora que un día descubre los primeros síntomas del Alzheimer. Enfermedad que permitió a la actriz de Boogie Nights, Safe y Polvo de estrellas ganar su primer Oscar. Las películas no deberían ser abordadas ya por críticos de cine. Esta clase de películas, al menos, por la sencilla razón de que son otra cosa. ¿Con qué criterio pensar una película que no se concibe a sí misma como construcción autónoma –mejor o peor, pero autónoma– sino como herramienta? Herramienta de empatía, en este caso. De catarsis emocional, eventualmente. ¿No sería más productivo llamar a un neurólogo o un psicólogo comunicacional?Es verdad que Siempre Alice deriva en parte –aunque seguramente jamás lo confesaría– de un género tan clásico como poco reconocido: los tearjerkers o “películas para llorar”. Y otro poco –filiación igualmente inconfensable– de uno televisivo, la “enfermedad de la semana”. Pero a lo que apunta básicamente la película escrita a partir de una novela y ¿dirigida? por Richard Glatzer y Wash Westmoreland es a hacerle experimentar al espectador qué cosa es vivir con Alzheimer, cuando se es demasiado joven para ello.Tal vez el verdadero género de Siempre Alice sea uno que hundiría sus raíces en YouTube: el tutorial emocional. A una película tan grado-cero uno hasta le pediría algún que otro golpe bajo. Uno lo da de entrada: Alice Howland, que pronto va a empezar a olvidarse de las palabras de todos los días, es una eminencia en... filología. ¿Hacía falta? No: el Alzheimer es una porquería hasta para un mudo.Es difícil contar Siempre Alice, porque lo que cuenta en Siempre Alice es una línea tan tenue como el desarrollo de la enfermedad. Ahorrándole al espectador, por suerte –aunque lo amaga– el final à la Amour. Empieza con el festejo de 50 de la protagonista, rodeada de parte de su familia: su marido (Alec Baldwin, firme como un toro), la hija mayor (Kate Bosworth, una rubia como de los ’50), su marido y el hermano del medio. La hermana mayor dispara la misma munición envenenada contra el hermano presente como contra la ausente, Lydia (Kristen Stewart), que está lejos y no tiene para pagarse el avión. Mamá irá a visitarla a Los Angeles, donde la chica trata de abrirse paso como actriz, sin mucha suerte. Mamá es convencional: quiere que Lydia emprenda una carrera “seria”, como sus dos hermanos, que siguieron Derecho y Medicina. Convencional, pero tolerante: insiste, pero al final acepta.A partir del momento en que Alice se olvida su primera palabra viene el ciclo de la enfermedad, que además del garrón de que los 50 no son edad para un Alzheimer, incluye otro detalle innecesario: lo de Alice es hereditario. Con lo cual se lo lega a los hijos. ¿Melodramón para llorar a lágrima viva? No. En tiempos de corrección política, de buenas maneras, de gestos civilizados, eso está muy mal visto. Lo máximo que se le permite a la espectadora (sí, espectadora; Siempre Alice es “cine para señoras de 50”) es alguna lagrimita medio que no se note mucho. Pero nada de andar llorando a los gritos en la sala, que es un papelón. ¿Es reprochable Siempre Alice? ¿Indignante, dañina? No. Las películas utilitarias jamás son eso. Justamente porque no se proponen pulsar a fondo los resortes del drama, sino conectar discretamente al espectador con su entorno (¿artificial?).De tan estandarizada, Siempre Alice parecería carecer de puesta en escena y hasta de rubros técnicos. Salvo un único recurso formal muy bien utilizado, en un par de ocasiones: el desenfoque, que transmite lo que está pasando en la cabeza de la protagonista. Julianne Moore está muy bien y Kristen Stewart también. Eso es todo. 5-SIEMPRE ALICE (Still Alice, EE.UU.,2014)Dirección y guión: Richard Glatzer y Wash Westmoreland, sobre libro de Lisa Genova.Duración: 101 minutos.Intérpretes: Julianne Moore, Alec Baldwin, Kristen Stewart, Kate Bosworth, Shane McRae, Hunter Parrish.
Comedia sexual de una noche en el Tigre En el segundo largo de Piroyansky hay vino, porro, unos honguitos alucinógenos y pronto los chicos van a empezar a entrar y salir de las habitaciones, con más o menos lógica. Pero cuando la comedia se pone seria no termina de despegar. Aunque cuando le tocan papeles dramáticos no deja de lucirse, como demostró en La araña vampiro, Martín Piroyansky es a esta altura –dejando a un lado a Diego Capusotto, que juega en otra liga– el mejor actor cómico argentino. El tema es que hasta ahora el cine, o él mismo, o ambos, parecerían no terminar de convencerse. Hasta el momento, su lucimiento en largometrajes se vio acotado a papeles secundarios (Mi primera boda, Vino para robar), episódicos (Excursiones) o como parte de elencos grupales (Cara de queso, Sofacama). Para comprobar que Piroyansky es un capocómico a punto caramelo hay que buscarlo en cortos propios (la gran No me ama, 2010) o de terceros (la igualmente perfecta Un juego absurdo, 2009), o en la webserie Tiempo libre, coescrita, dirigida, protagonizada y coproducida por él junto a la Untref. En todos ellos este graduado de la mejor escuela de comedia de las últimas décadas en Argentina (la serie de cable Magazine for fai, 1995/1998) compone una suerte de Woody Allen veinteañero, lleno de dudas e incertezas, frecuentemente forreado por quienes lo rodean (pero sin llegar jamás al abuso) y particularmente inseguro en lo que hace a las relaciones sexuales y de pareja. Todos esos cortos, y los episodios de la webserie (que duran entre 5 y 10 minutos) pueden verse en YouTube.Voley no es el debut de Piroyansky (Flores, 1986) como realizador cinematográfico. En 2012 presentó, en el Festival de Mar del Plata, su ópera prima, Abril en Nueva York, comedia romántica indie en la que no actuaba y que no carecía de elementos de interés. El más alto, sin duda, la presentación de Carla Quevedo, actriz pura y simplemente fabulosa. El buen ojo y la muy buena dirección de actores de Piroyansky vuelven a apreciarse en Voley, que, apoyada por una productora de las grandes (Patagonik), sale con aspiraciones de seducir al público joven. Algo así como Comedia sexual de una noche de verano en el Tigre, en Voley un grupo de amigos se junta para pasar Año Nuevo en una casa del Delta. Son chicos y chicas, tienen veintipico, van a pasar varios días solos: habrá cuernos. Típico del personaje-Piroyansky, Nicolás no luce exactamente como el tipo más canchero a la hora de levantarse una chica y, sin embargo (o justamente por eso), no puede parar de ir al frente con todas. Mecanismo cómico asegurado.Lo más cerca que este hincha de Independiente estuvo hasta ahora de un protagónico, Voley no deja de ser, como el título indica, un deporte colectivo, en el que un grupo de muy buenos comediantes giran alrededor de un cómico solar. Nico curte amistosamente con Pilar (Inés Efron, encantadora y/o amanerada, como quiera verse), pero sin querer saber nada con nada que suene vagamente a compromiso. Nacho, su mejor amigo (Chino Darín, de gran presencia cinematográfica) está muy en pareja con Manuela, su peor enemiga (Violeta Urtizberea nunca estuvo mejor). Se les une el personaje más desdichado: Cata (Vera Spinetta) carga no con uno sino con dos estereotipos bastante descalificadores: es la lesbiana endurecida y venenosa, y la intelectual que “habla en intelectual”. Por lejos, el punto más bajo de la película. El más alto, al menos en algunos sentidos, es Belén (la hasta aquí desconocida Justina Bustos), una rubia que... que... ¡además actúa bárbaro!Hay vino, porro, unos honguitos alucinógenos de la zona (¿en el Tigre?, ¿dónde?) y pronto los chicos, además de ver duendecitos (buenísimo el gag donde Piroyansky aparece digitalmente empequeñecido, con bonetito rojo) van a empezar a entrar y salir de las habitaciones, con más o menos lógica. Cuando la cosa empieza a derivar de comedia sexual liviana a melodrama de confesiones, caras largas y lágrimas, uno piensa que la profundidad de las relaciones no da para eso. Hasta que se comprende que de lo que la película trata es justamente de eso: del paso de la despreocupación sexual adolescente al momento en que los sentimientos empiezan a aflorar de más adentro. Si esa línea está bien trazada, que se trate de situaciones muchas veces vistas hace que la película –súper bien actuada, muy bien fotografiada– no termine de despegar. Lo que sí hay, claro, son unos cuantos gags imperdibles, para sumar a la Piroyansky Collection: Nicolás bailando sexy, para conquistar a Belén; un polvo con pelos arrancados; un encendedor que se niega a encender en un momento clave; la celebración de Año Nuevo encerrados en un baño, entre explosiones diarreicas; Nico lustrando vajilla a mil en medio de la noche, ligeramente afectado por la inhalación de aceleradores químicos. 6-VOLEY Argentina,2014Dirección y guión: Martín Piroyansky.Duración: 90 minutos.Intérpretes: Martín Piroyansky, Violeta Urtizberea, Inés Efron, Chino Darín, Vera Spinetta, Justina Bustos.
Una película replicante de “Blade Runner” Tal vez porque en ella la novedad es un elemento constitutivo, la ciencia ficción demanda, como ningún otro género, potencia de invención, algún aporte original, un aceitado ensamblaje de piezas narrativas más o menos oxidadas, aunque más no sea. Nuevo intento de hablar en inglés por parte del cine español, Autómata es menos eficaz que Lo imposible (Juan A. Bayona, 2012), que no iba más allá de ello. Producida y protagonizada por Antonio Banderas, la película dirigida por Gabe Ibáñez –especialista en técnica digital, hasta su debut como realizador con Hierro (2009)– refrasea una temática que no es novedosa desde por lo menos Blade Runner (1982): la de los seres artificiales que, al cobrar conciencia de sí mismos, ponen en peligro la supremacía humana. No es que Autómata esté mal sino que parece un film-replicante, que, como sus robots, parecería vivir a la sombra de sus modelos.En 2044, manchas solares irradiaron la superficie del planeta, sobreviviendo a ellas menos de un uno por ciento de la población, que vive en ciudades aisladas y bajo una atmósfera artificial, destinada a contener futuras radiaciones. Los robots construidos por los humanos los superan largamente en número, pero son sumamente primitivos, ya que otra consecuencia de las radiaciones fue el atraso tecnológico (¿?). Estos autómatas se rigen por dos protocolos: 1) jamás cometerán daño a un ser humano; 2) bajo ningún concepto pueden modificar su diseño original o el de cualquier congénere. ¿Por qué entonces piezas de unos modelos aparecen colocadas en otros? Peor aún, ¿por qué alguno de ellos atenta contra su propia vida? ¿Saben entonces que tienen vida propia?Investigando, un inspector de seguros de la compañía que los produce, que sufre de una suerte de spleen existencial (Antonio Banderas, calvo y de barba crecida), terminará asociándose con un policía de gatillo fácil, para quien los robots son chatarra (Dylan McDermott). La investigación los lleva lejos del mundo “civilizado”, bajo el rayo del mortífero sol y hasta tierra robot. Autómata es como sus seres de chapa: buena, incapaz de hacerle daño a ningún espectador, pero por eso mismo carente de tensión. Algo rústica, como sus criaturas (cosa curiosa, teniendo en cuenta los antecedentes del realizador), con actores que le dan cierto aire a clase-B (cuando no lo agarra Almodóvar, Banderas es tremendo) y piezas tomadas de otros mecanos.El ambiente urbano es tan oscuro y lluvioso como el de Blade Runner; Banderas usa un piloto que parece haber dejado Harrison Ford; los robots blancos traen a la memoria La guerra de las galaxias; “el futuro” que la mujer del inspector lleva en la panza hace pensar en Hijos del hombre; la convivencia entre el héroe y los “salvajes” recuerda a Danza con lobos. Ciertas puntas interesantes (que la técnica atrase, algo subversivo para la ciencia ficción; que los robots tengan su guarida en el desierto, como indios o bereberes) no están desarrolladas. Lo más extremo es el rostro de Melanie Griffith, que parece el producto del experimento fallido de un científico loco. 5-AUTOMATA Bulgaria/EE.UU./España/Canadá, 2014.Dirección: Gabe Ibáñez.Guión: G. Ibáñez, I. Legarreta y J. Sánchez Donate.Duración: 109 minutos.Intérpretes: Antonio Banderas, Dylan McDermott, Robert Forster, Melanie Griffith.
La única verdad es la subjetividad Por abusado y mal usado, suele creerse que el formato de cabezas parlantes es malo de por sí. Invasión demuestra que, cuando los testimonios son buenos y quienes los prestan lo hacen con elocuencia, lo mejor que se puede hacer es escucharlos. Una de las funciones más nobles de la crónica periodística y literaria, así como de ciertas variantes del documental, es la de registrar las marcas que la historia deja en quienes la viven o padecen. En cine, y para citar sólo un puñado de ejemplos al azar, es el caso de Harlan County U.S.A. (Barbara Kopple, 1976), que testimonia en vivo una huelga minera violentamente reprimida, Shoah (Claude Lanzmann, 1985), que reconstruye el entero genocidio nazi en la voz de los sobrevivientes, y la reciente ganadora del Oscar, Citizenfour (Laura Poitras, 2014), que filma el momento mismo en que Edward Snowden filtra documentos del más alto secreto. Candidateada por Panamá al Oscar al Mejor Film Extranjero, Invasión se propone documentar no la invasión estadounidense de 1989, sino lo que sus compatriotas recuerdan de ella. Lo hace del modo en que un estudioso analizaría las esquirlas de un misil: sabiendo que el análisis de los fragmentos permitirá dar una idea sobre los destrozos.Por abusado y mal usado, suele creerse que el formato de cabezas parlantes está mal. Invasión demuestra que, cuando los testimonios son buenos y quienes los prestan lo hacen con la máxima precisión y elocuencia, lo mejor que se puede hacer es escucharlos. Y verlos. Lo que no hace el realizador Abner Benaim –y lo bien que hace– es echar mano del otro recurso trillado, que en los documentales-grado cero suele completar la operación: el material de archivo. Realizador de Empleadas y patrones (estrenada aquí unos años atrás), Benaim trabaja sólo con los testimonios, ubicándolos las más de las veces (como Lanzmann en Shoah) en los sitios en los que los hechos tuvieron lugar. “Trabajo con la verdad de quienes hablan. Si su verdad es una mentira, para mí es verdad igual”, asegura Benaim. “La única verdad es la subjetividad”, parecería sugerir Invasión, parafraseando cierta famosa frase de alguien que alguna vez pasó por Panamá.Subjetividad y fragmento: nadie pretenda salir “sabiendo todo” sobre el derrocamiento del general Noriega a manos del gobierno de George Bush (padre). Invasión no es un libro de historia sino una crónica fragmentaria, a escala humana. “Era sabido que Noriega fue hombre de la CIA y narcotraficante, ante el que los Estados Unidos hacían la vista gorda”, dice un señor. “Noriega fue para los yanquis un inminente Saddam latinoamericano”, completa otro. “No es concebible haber bombardeado a la población civil sólo para detener a un dictador; acá había otra intención.” “Había unas seis cuadras cubiertas de cadáveres”, estima un hombre que vive en la calle. “Tiramos abajo varios helicópteros”, afirma un ex combatiente frente a la playa. “La esquirla del disparo de un tanque me rozó la frente y le dio de frente a mi amiga”, acota una mujer, con asombrosa calma y sin ahorrar detalles de lo más gráficos.“El misil entró por esa pared, atravesó la sala, se incrustó sobre esa otra y el techo cayó sobre nosotros”, recuerda una señora con muchos hijos, alguno de los cuales no sobrevivió. “Había gente que agradecía a los soldados yanquis.” “Los americanos nos salvaron.” “¿Para qué quiere recordar eso? Es como remover el dolor.” “¿Qué invasión?”, preguntan dos jóvenes y un señor que por la edad tiene que haberla vivido. “Nuestros guerrilleros urbanos eran de juguete”, se lamenta un ex militante comunista. “Mientras los aviones bombardeaban, en el centro la gente festejaba la Navidad con el producto de los saqueos.” “No puedo arrepentirme de haber participado de un proceso nacionalista y antiimperialista”, se planta el ex jefe de los Batallones Dignidad.Invasión crece en dramatismo, intensidad y precisión a partir del relato de un cantante de boleros llamado Ulises Rodríguez, casado con la secretaria privada del general –que lo “guardó” en una casa hasta que la Nunciatura aceptó darle refugio– y la narración de quienes estuvieron allí entre la Navidad y el Año Nuevo de 1989.Entre los testimoniantes, Roberto “Mano de Piedra” Durán recuerda que cuando se enteró del operativo salió, borracho y fusil en mano, a defender al general. Rubén Blades evoca el dolor de los que cayeron. Tal vez inspirado en las reconstrucciones ficcionales de la nominada The Act of Killing (2012) o quizá por simple casualidad, Benaim recrea con los propios vecinos paisajes de cadáveres, bolsas para arrastrar a los muertos e incendios que los bombardeos produjeron en los barrios pobres. Esas puestas en escena se ensayan en el curso de la película y sus resultados se alinean sobre el final, como si antes no se les hubiera hallado lugar. No da la impresión de que la película necesite de esos fragmentos. 7-INVASION Panamá/Argentina,2014Dirección: Abner Benaim.Fotografía: Mauro Colombo.Edición: Andrés Tambornino.Duración: 94 minutos.Estreno en cines Gaumont y Malba (sábados a las 20).
Roger Ebert, in memoriam En Estados Unidos, Al cine con amor (cuyo título original, más cursi aún del que lleva aquí, es Life itself, “La vida misma”) no tuvo, tratándose de un documental, una mala respuesta de público. Aquí es improbable que el milagro se repita. Para el público de allá, el protagonista, el crítico Roger Ebert, era un rostro conocido de la tele, donde tuvo por décadas un programa sobre cine junto a su colega Gene Siskel. Aquí, los únicos que conocemos a Ebert, que falleció un par de años atrás, somos los críticos de cine, por lo cual la audiencia de Al cine con amor puede verse reducida a unas docenas de espectadores.Producida por Martin Scorsese (agradecido, desde que en 1967 el ecléctico Ebert alabó con fervor su ópera prima, Quién golpea a mi puerta) y dirigida por el reconocido Steve James –cuya Hoop Dreams es uno de los documentales estadounidenses más elogiados de los ’90–, Al cine con amor adolece de una falla notoria: su extensión. Dura dos horas clavadas y no se justifica: hubiera sido mucho mejor con media hora o 40 minutos menos. Hecha esa salvedad, no hace falta conocer previamente al protagonista o tener un particular interés por la crítica de cine para interesarse por ella, por el simple hecho de que Mr. Ebert es, o fue, un personaje. Un tipo con tanta sed de vivir (para citar el título de una película, ya que estamos) que fue capaz de hacer chistes aun después de que, como consecuencia de un cáncer y sus metástasis, le hubieran extirpado la garganta y la mandíbula, tal como puede verse largamente en Al cine con amor. A propósito y como puede advertirse, la película no es para débiles de estómago.La película dirigida por Steve James son dos en una. Por un lado, una de esas de “enfermedades de la semana”, que más que lágrimas, pietismo y ánimo aleccionador ofrece realismo, energía, sensación de “vivo” y mucho humor. Negro, en más de una ocasión. “No me gustaría que un infarto o una muerte súbita me hubieran privado de este tercer acto”, dice Ebert en su cama de sanatorio, cuando le anuncian, a los 70, que le quedan meses de vida. ¿Cómo habla, si no tiene garganta? Mediante un sintetizador de voz, que maneja desde una laptop de la que no se despega: desde el momento de la primera operación (2006), el hombre escribió casi más que nunca. Si eso puede decirse de un grafómano como pocos, que empezó en la secundaria, a los 21 era editor, ganó el Pulitzer a los treinta y pocos, tuvo una columna fija en el Chicago Sun-Times durante medio siglo y publicó un montón de libros de cine y menudencias varias, incluyendo sus memorias (de allí viene el horrible título Life itself).La segunda Al cine con amor es un documental clásico sobre su vida y obra, narrado y montado con ritmo y fluidez, lleno de material de archivo de primera (los take-outs de sus guerras de chicanas con George Siskel valen el precio no de una sino de varias entradas), jugosos testimonios (incluyendo los de Scorsese, Herzog y Chaz, la mujer negra con la que este hombre blanco se casó a los 50), visiones encontradas (algunos colegas lo defienden, otros lo atacan y están los que hacen ambas cosas) y mucho contexto. En otras palabras, un documental que, con la salvedad de esa media hora o 40 minutos de más, puede interesar a cualquiera. 6-AL CINE CON AMOR Life itself, EE.UU., 2014.Dirección: Steve James.Duración: 120 minutos.Testimonios de: Roger Ebert, Chaz Ebert, Martin Scorsese, Werner Herzog y otros.
Un exiliado del mundo y de la vida El documental de Michanie cuenta la vida de este gran novelista maldito (a pesar de haber sido apadrinado por Cortázar) de modo deliberadamente desordenado, copiando el estilo literario de Sánchez y construyendo un laberinto que lo refleja. “Cuando bajó del avión traía un bolsito con un piyama y los documentos.” Tratándose de alguien que venía de pasar varios lustros en el extranjero, el dato es por lo menos desconcertante. Salvo que viniera de pasar una década despojado de todo, como Néstor Sánchez. De la propia fama, en primer término. En los ’60, Néstor Sánchez había representado una aparición fulgurante para la literatura de vanguardia en Argentina. Apadrinado por el mismísimo Cortázar, su obra sirvió de iniciación para otros escritores, como es el caso del catalán Enrique Vila-Matas. A Sánchez lo publicaron Sudamericana en Argentina, Seix Barral en España y nada menos que Gallimard en Francia. Pero hay un punto en su vida en que algo se quiebra. O son varios los puntos de quiebre. A esa vida y obra se asoma Se acabó la épica, como quien intuye que se trata de materias insondables. De allí el subtítulo: “Apuntes sobre la vida y la obra de Néstor Sánchez”.Presentando las cosas tal como lo haría una biografía tradicional, debería decirse que Sánchez nació en Villa Pueyrredón en 1935 y falleció en el mismo barrio 68 años más tarde. Porteño de manual en su juventud, fue bailarín de tango (¡a dúo con Juan Carlos Copes!), jugador de billar, burrero y, cómo no, cafisho. Pisando los 30 escribe un primer libro del que reniega y un segundo que se vuelve clave entre iniciados: Nosotros dos, editado por Sudamericana en 1966, por consejo de Cortázar. La misma editorial publica sus “novelas poemáticas” Siberia Blues (1967) y El amhor, los orsinis y la muerte (1969). Ante tanta repercusión, Sánchez se va. Viaja a Perú y Venezuela, vinculándose con seguidores del místico armenio George Gurdjieff, cuyas enseñanzas practicaría hasta el día de su muerte.En Barcelona publica su última novela (Cómico de la lengua, 1973, reeditada post mortem, como casi todas las demás), se gana la vida con traducciones y otros rebusques, lo traduce Gallimard en París, pierde a una niña de meses, su compañera lo deja por excesos alcohólicos. Lo encuentran en coma en el Boulevard Saint Germain, lo expulsan por indocumentado y en Barcelona termina de pelearse con los amigos que le quedaban. Cortázar incluido. Siguiendo a Gurdjieff, se propone despojarse de todo. Literalmente. Abandona la escritura, pasa en Nueva York ocho inviernos en patas y en la calle. Escucha voces que lo instan a caminar. Desaparece del mundo hasta tal punto que en Buenos Aires lo creen muerto y le organizan un homenaje.A mediados de los ’80 pide a su madre un pasaje urgente. De regreso en Buenos Aires publica La condición efímera (1988), al tiempo que comienza a atenderse en el Centro de Salud Mental Nº 3. “No puedo escribir más porque se me acabó la épica”, anuncia a su terapeuta, refiriendo a que su escritura siempre fue producto de lo que le ocurría. “La ética me indica que debería suicidarme; no lo voy a hacer”, remata en el Ameghino. En 2003 lo encuentran muerto de un infarto en su cama. Todo esto, el documental de Matilde Michanie (realizadora de Licencia Nº 1, sobre la Tigresa Acuña, y de Judíos por elección, sobre conversos a esa religión) lo cuenta de modo deliberadamente desordenado, copiando el estilo literario de Sánchez y construyendo un laberinto que lo refleja.Sin embargo, nada más lejos de la vanguardia estética que Se acabó la épica. Más allá de su forma rapsódica –que deja huecos sin rellenar y en ocasiones se permite disociar imagen y sonido–, la línea cronológica que trazan las voces de amigos y parientes (su hermano, su ex mujer, su hijo, su psicoanalista, su traductor al francés) no disiente de la de un documental tradicional. La secuencia introductoria incurre en el vicio más remanido: el de las cabezas parlantes. Por suerte, en el resto del metraje las cabezas se espacian, se recurre poco y nada al archivo y los pasajes de la vida de Sánchez se ilustran con imágenes de los rincones en los que tuvieron lugar. La falta de testimonios específicamente literarios se subsana con fragmentos en off, de los cuales los más viscerales (y terminales) son los del Diario de Manhattan, incluido en La condición efímera.En esos diarios, mientras anda sobre el hielo el ex escritor de culto abjura de Estados Unidos, su vida y su cultura, con ferocidad digna de Louis Ferdinand Céline, a quien alguna vez tradujo. “Cada instante perdido estaría perdido para siempre”, escribe, en un aparte íntimo, dos décadas antes de morir. 7-SE ACABO LA EPICA Argentina, 2014.Dirección y guión: Matilde Michanie.Fotografía: P. Zubizarreta, A. Marquardt, C. Stella, M. Glez, A. Arce Maldonado.Música: Horacio M. Diéguez.Montaje: Andrés Tambornino.Duración: 70 minutos.Estreno exclusivo en Cine Gaumont.
Una ex estrella quiere volver a brillar Aunque la fluidez de la cámara, las poderosas actuaciones y una sensorialidad que arrastra puedan hacer pensar que se está ante una obra mayor, cuando se escarba un poco se descubre que el quinto opus del director mexicano “suena” más de lo que es. El título original de Birdman, nuevo film del mexicano Alejandro González Iñárritu y peso pesado de los Oscar 2015 (nueve nominaciones, tantas como las de la gran Gran Hotel Budapest, posible gran perdedora) es, traducido literalmente, Birdman o la inesperada virtud de la ignorancia. Frase tan llamativa como elusiva, The Unexpected Virtue of Ignorance es, en la ficción de Birdman, el título de una nota periodística, cuyo valor en la trama es francamente menor. Algo semejante sucede con la nueva película del realizador de Amores perros y Babel. La arrobadora improvisación en batería que impone una rítmica sostenida, la algo ostentosa fluidez de la cámara, poderosas actuaciones y una sensorialidad que arrastra pueden hacer sentir que se está ante una obra mayor. Si se escarba un poco, tal vez se llegue a la conclusión de que, como su título original, el opus 5 de Iñárritu “suena” más de lo que es.Si la historia de Birdman parece una reescritura del film argentino El último Elvis, es porque los guionistas de aquélla son también los de ésta. Dos años antes de El último Elvis, Nicolás Giacobone y Armando Bo (nieto de Armando e hijo de Víctor) habían escrito Biútiful para Iñárritu. En esta ocasión, tienen la amabilidad de moderar el volumen de aflicciones, adicciones y enfermedades terminales de aquélla. Escrita a ocho manos junto al realizador y el hasta aquí desconocido Alexander Dinelaris, Birdman narra, como la ópera prima de Bo, el intento de resurrección de un personaje con un pasado entre glorioso y penoso. Ex estrella de la industria cinematográfica que carga ese antecedente como el suicida la piedra, el Riggan Thomson del extraordinario Michael Keaton (una de las nominaciones, junto con las de Mejor Película, Director, Guión, Actriz y Actor Secundario, Dirección de Fotografía y Edición y Mezcla de Sonido) podría verse como inversión del protagonista de El último Elvis, que siendo un mero simulacro de Presley era buenísimo en lo suyo.Obvia y muy oportuna referencia al Batman de Keaton, el personaje que dio fama a Thomson es el Birdman del título, superhéroe cuyos poderes incluyen –a diferencia del Hombre Murciélago– el vuelo y la telequinesis. Con serios problemas para diferenciarse del personaje, Riggan cree ser dueño de esos superpoderes y la puesta en escena juega a no desdecirlo: Riggan levita, abre puertas con un gesto, rompe todo su camarín con sólo concentrarse un poco. Mientras para huir de su pasado de Hombre Pájaro ensaya una obra de teatro que escribió, dirige y protagoniza (una versión bastante horrible, por lo que puede verse, del cuento de Raymond Carver De qué hablamos cuando hablamos de amor), Thomson siente que la voz de Birdman le habla, le taladra el cerebro, intentando convencerlo de que vuelva atrás.Broadway y Hollywood, el cine de efectos especiales y el teatro se supone que para pocos, la sensación de impotencia y su contrario, la ex y la pareja actual, el actor y su doble, realidad tangible y realidad alterna: una de las posibles lecturas de Birdman supondría el film como inmersión en el cerebro de un esquizofrénico. Personajes que rodean a Riggan podrían ser proyecciones de sus temores y deseos: la hija, que sale de Rehabilitación llena de reproches (una Emma Stone muy alejada de papeles previos, también notable y nominada), su actual pareja y miembro del elenco, que también le recrimina, una actriz que lo duplica (Naomi Watts, maravillosa una vez más) y un actor teatral “de prestigio”, que representa todo lo que Riggan siente que le falta (Edward Norton, haciendo casi de sí mismo y también nominado).El film de Iñárritu se propone como tour de force. No sólo se mantiene casi enteramente (con excepción de tres únicas escenas) dentro del decorado del teatro donde se pondrá la obra, sino que además simula estar filmada en un único plano. Ilusión cuya concreción impone el truco del corte escamoteado. La steadycam del enormemente virtuoso Emanuel Lubezki (también nominado, como es obvio) va y viene, de los camarines a la azotea y por los pasillos hasta el escenario, incluyendo dos salidas a la calle. Como en La soga, de Hitchcock, pero con menos encierro, la presunta falta de cortes da fluidez, continuidad y sensación de tiempo real. Pero como allí, la apuesta choca contra sus propios límites. Así lo demuestran las escenas en que, para pasar de la noche al día, la cámara se eleva al cielo, contrariando la apuesta por el tiempo real e incurriendo en un recurso cuyo primitivismo se da de patadas con la intención de sofisticación técnica.Por otra parte, si el tema es la disociación del actor llevada al límite, ¿la filmación sin cortes no representa acaso una puesta en escena inadecuada, para decir lo menos? Habría que ver, de todos modos, si el tema es ése o, en cambio, el narcisismo o infantilismo masculino, la intangible ignorancia a la que el título original refiere o la disección del mundo de la escena, a la manera de La malvada, de Joseph Mankiewicz. Tal vez el tema sea el fracaso, con el guión de Giacobone y Bo empujando una vez más las cosas, como en El último Elvis, hacia una clase de tragedia que parece obsesionante. Pero ¿es la de Birdman una tragedia o, por el contrario, el registro de una locura? ¿O acaso una celebración del triunfo de la magia? La falta de respuesta a todas estas preguntas es producto de la mirada de un tercero que, en el último plano de la película, introduce un punto de vista diverso al del héroe, echando por tierra el verosímil que el film había construido hasta allí. 5-BIRDMAN Birdman or The Unexpected Virtue of Ignorance,EE.UU./Canadá, 2014Dirección: Alejandro González Iñárritu.Guión: A. González Iñárritu, Nicolás Giacobone, Alexander Dinelaris y Armando Bo.Fotografía: Emanuel Lubezki.Música: Antonio Sánchez.Duración: 119 minutos.Intérpretes: Michael Keaton, Emma Stone, Zach Galafianakis, Edward Norton, Naomi Watts, Andrea Riseborough, Amy Ryan.
El desafío de cortar y dar de nuevo El documental narra la odisea de Paula Yermén Dinamarca, ciudadano/a chileno/a, a quien para terminar de sentirse mujer le falta sólo un corte, el del cambio de sexo. “Yo no quiero volverme mujer, yo ya soy”, dice la protagonista. Podría parecer casualidad pero no lo es: por primera vez en la historia de la exhibición cinematográfica en Argentina, dos films chilenos comparten cartel en Buenos Aires. Dos documentales, para más datos. La semana pasada se estrenó El vals de los inútiles, mirada tangencial sobre la lucha por la educación gratuita en el país vecino. Hoy toca el turno a Naomi Campbel (así, con una sola ele), que en la última edición del Bafici participó de la Competencia Oficial Internacional. La loable coincidencia en cartelera es producto de la existencia de distribuidoras y salas alternativas locales, pequeñas pero dispuestas a apostar a lo diverso. Lo diverso admite en este caso una doble acepción: la ópera prima de Camila José Donoso y Nicolás Videla narra la odisea de Paula Yermén Dinamarca, ciudadano/a chileno/a, a quien para terminar de sentirse mujer le falta sólo un corte, el del cambio de sexo. El carácter de odisea tiene que ver, en parte, con escaseces económicas, y tal vez en mayor medida con la escasa disposición de un establishment social que la película insinúa tan conservador como se sabe que es.Por la forma en que le habla a la paciente, el cirujano parece un cura. No cualquier cura, sino de esos que prometen purgatorios. Le habla de situación dramática, de que es un tema muy serio, le dice que “como todo lo que sucede en Chile, no te va a salir gratis”, extendiendo la gratuidad de lo monetario a lo moral. El diálogo parece escrito, y casi seguramente lo está. En Naomi Campbel lo documental y lo ficcional se fusionan al punto de lo inextricable. Y al punto de ya no importar. Lo que importa es que hay un relato, que tiene un hilo narrativo pero permite la intrusión regular de insertos documentales –filmados por la protagonista en video casero y narrados en off–, hay una heroína y unos secundarios que orbitan a su alrededor, hay una progresión con zonas lacunares y una estética sostenida. Hay una película. Orgánica y muy meditada: cero espontaneísmo, aquí.“Toy curá”, ríe Yermén mientras filma las calles de su barrio, en la primera de varias excursiones nocturnas. Traduciendo al castellano, está borracha. Ni aun así pierde Yermén el pie a tierra, una estabilidad que parece tanto física como emocional y que a la larga le permitirá reconvertir la derrota en un nuevo comienzo. Esa es justamente la idea que la obsesiona: cortar y dar de nuevo. De unos treinta y largos, cuarenta, Yermén vive en una casita modesta, en un barrio tan humilde que los vecinos cartonean. Trabaja como tarotista telefónica. Es instruida, sensible, inteligente, delicada y, por lo que puede verse, sumamente paciente. Sobre todo cuando le toca hacer de paciente.“Yo no quiero volverme mujer, yo ya soy”, frena, gentil pero firme, a un productor de reality que, como el médico, insiste en plantear su situación como drama. Se entiende que una vez operada Yermén quiera irse de allí: las vecinas chusmean que es bruja, tal vez por lo del tarot, tal vez porque profesa una suerte de animismo ancestral, que la lleva a hablar de un resto de árbol como “puerta dimensional”. Y a practicar entre sus pliegues, cuando el tránsito esperado se pruebe imposible, cierto ritual mapuche. Adoración por el árbol, comprensible en quien se revela tan con los pies sobre la tierra que cuando conoce a otra chica que quiere operarse, convencida de ser igualita a Naomi Campbell, la oye desde una suerte de distancia empática, amable pero sin pegoteos.Yermén tiene un “pololo”, que está pero no. No por nada se burla amargamente de la cobardía de los hombres. Notable la escena en que ella se sube sobre él, en el auto, y él le pide que lo penetre. “¿Pero qué decís, estás loco? ¿Sos maricón ahora?”, reacciona, escandalizada. Yermén tiene una amiga canchera y encantadora, que se llama Lucha y es comunista. El Chile que la película de Donoso y Videla pintan en escorzo tienta a hablar de las víctimas del post pinechotismo. Pero ojo, que la única política de la heroína es la defensa de sus derechos sexuales: cuando sus amigas hablan de pacos y milicos, ella parece ausente. De un enorme cuidado plástico y visual, Naomi Campbel ofrece encuadres pictóricos pero jamás esteticistas, un HD de cristalina definición, imágenes con mucho grano para contrastar lo documental y lo que vaya a saber qué es, una canción final de la sublime Beatriz Pichi Malén que parece cantejondo mapuche, un curso por entregas de la protagonista, acerca de cómo llevar un cigarrillo entre los dedos, y el suficiente rigor estético como para que a una serie de travellings que durante toda la película siguen a Yermén caminando “hacia allá”, se le contraponga uno que la recibe de frente, después de enterarse de que ese allá ya no existe. Ahora sólo existe el futuro. 8-NAOMI CAMPBEL Dirección y guión: Camila José Donoso y Nicolás Videla.Fotografía: Matías Illánes.Montaje: Daniela Camino y N. Videla.Duración: 82 minutos.Intérpretes: Paula Yermén Dinamarca, Ingrid Mancilla, Josefina Ramírez y Camilo Carmona.Estreno en cines BAMA y Malba.
Acerca de santos y pecadores Antes de llegar a un grand finale en el que sólo falta Luis Sandrini, la película escrita y dirigida por Theodore Melfi acumula golpes bajos y lugares comunes, pero el gran Murray consigue salvar la comedia con su retrato de un borracho impenitente. Presuntamente al que más sabe a la hora de “meter” películas en los Oscar, esta vez al productor Harvey Weinstein le falló el cálculo, dejando la muy calculada St. Vincent fuera de las nominaciones. En los Globos de Oro, a la ópera prima de Theodore Melfi le fue apenas un poquito mejor: consiguió dos nominaciones (Mejor Comedia y Mejor Actor Protagónico), pero ningún premio. Caso único de autospoiler, St. Vincent tiene un protagonista llamado Vincent, a quien durante por lo menos media película se pretende que el espectador vea como monstruito más o menos perdonable. Siempre y cuando el señor/a espectador/a no se acuerde del título, claro. O no haya visto el afiche de la película, donde encima de Bill Murray aparece el aura con que en las historietas de hace un siglo se identificaba a los santos. O no le caiga la ficha cuando un profesor de sotana propone como trabajo de fin de año “Los santos que nos rodean”. Hasta para la Academia, cuyo nivel de tolerancia a la melosidad suele ser del 99,99 por ciento, la literal santurronería de St. Vincent fue too much, y la dejaron en la puerta.Antes de llegar a un grand finale en el que sólo falta Luis Sandrini, Melfi, director y guionista, acumuló prostitutas-cajas registradoras que resultan ser prostitutas maternales, curas católicos tolerantes con los alumnos ateos, niños sabihondos, acosadores de cole que terminan haciéndose amigos de sus acosados, madres abnegadas que se desloman por sus hijos, un Alzheimer y, faltaba más, una embolia cerebral que de golpe y sin previo aviso (embolia ex macchina) deja babeando a un personaje importante. ¡Un horror! ¿Por qué entonces un 5 y no un 1 hecho y derecho? Porque, al menos hasta la embolia (¡qué embolia, realmente!), esto es Melfi vs. Melfi. Reconociendo que el guión escrito por Mr. Hyde Melfi es para el descenso, el director, Jekyll Melfi, exhibe una loable esquizofrenia a la hora de ponerlo en escena, eludiendo obviedades con elegancia y posibles golpes bajos con muy finas elipsis. Hasta que declara su propio ma’sí y se dirige en línea recta hasta el último de los infiernos cinematográficos.St. Vincent es Gran Torino en plan ligero, con Bill Murray en lugar de Clint Eastwood y chico judío en lugar de chico coreano. Hasta las casas se parecen a las de la película del viejo californiano, con bandera de stars and bars en el front yard y todo. Vincent es el típico indeseable que fuma hasta por los codos (¡pecado venial!), toma hasta que lo echan, debe lo que no puede pagar y vive echándole flit al prójimo. De qué trabajaba antes de pelar su cuenta bancaria, perder en los burros y empezar a vivir de cosas como cobrarle al vecino una rama del árbol del jardín o vender medicamentos robados en el mercado negro, es un detalle que el guión no recuerda informar. Igual, atención, que a este Scrooge (Murray supo encarnar, de hecho, al jodido imaginado por Dickens) le gusta la pancita de embarazada de Daka, la bailarina de caño rusa a la que meses atrás inseminó (Naomi Watts, en modo “composición de personaje”). Y acepta hacer de babysitter de Oliver (el debutante Jaeden Lieberher, ligeramente insoportable), que acaba de mudarse con mamá Maggie (Melissa McCarthy, excelente) a la casa de al lado. Acepta por doce dólares la hora, claro.¿Qué tiene entonces de bueno St. Vincent? Las actuaciones, por ejemplo. Sobre todo Bill Murray, claro, en personaje servido. El único actor capaz de competir con el viejo Clint por el campeonato del hijo de puta más viral del mundo, Murray trata con tanta acidez al pequeño Oliver como a su mamá, sus amigos de barra (los únicos que tiene), la cajera del banco o Daka (que lo trata peor). “Acá tenés tu sushi”, le dice al chico después de abrir una lata de sardinas vaya a saber con qué vencimiento. “Yo sé que la hija de puta no sos vos, sino tus patrones”, le perdona la vida a la cajera. “Mirate la pinta. ¿Realmente me querés hacer creer que estás en condiciones de pagar el arreglo?”, le dice a la vecina después de que el camión de mudanzas rompió su árbol y su auto. Hay que verlo bailar solo, en una suerte de éxtasis aparatesco, la genial “Somebody to Love”, de Jefferson Airplane, en el boliche donde suele emborracharse. Y tener después un múltiple accidente en casa, como un Clouseau alcohólico.El efecto-Murray se contagia a otros personajes. Básicamente, al profesor-cura irlandés (el comediante británico Chris O’Dowd), que de otro modo sería insoportable y así como está es muy gracioso, pasándole letra al chico judío para que encabece el rezo diario. Lo otro bueno de St. Vincent es, como se dijo, el manejo de las elipsis por parte de Melfi, que logra un relato fluido, conciso y sin redundancias. Al menos hasta que los pecadores mutan a santos, maridos ejemplares y héroes de guerra condecorados, y todo se va derecho al último de los demonios. 5-ST. VINCENT EE.UU., 2014.Dirección y guión: Theodore Melfi.Fotografía: John Lindley.Duración: 102 minutos.Intérpretes: Bill Murray, Jaeden Lieberher, Melissa McCarthy, Naomi Watts, Chirs O’Dowd, Terrence Howard.
Crónica de una gran conquista social Justo cuando acaba de aprobarse en el Congreso del país vecino el proyecto de ley de educación gratuita, llega este valioso documental de observación que da cuenta del proceso de movilización estudiantil que fue esencial para esta victoria. “La gratuidad atenta contra la calidad y la libertad educativa”, afirma por televisión Sebastián Piñera, sin que le tiemble la voz. Corre el año 2011 y el gobierno chileno afronta las movilizaciones más grandes de la posdictadura, en reclamo de educación gratuita, laica y de calidad. Cuatro años más tarde, en el Congreso del país vecino acaba de aprobarse un proyecto de ley que promueve la gratuidad educativa, presentado por la presidenta Michelle Bachelet meses después de asumir su segundo mandato. Crónica de aquellos días de movilización, el reclamo social que la coproducción chileno-argentina El vals de los inútiles toma como eje acaba de ser saldado.La clase de documental que por su calidad técnica, precisión visual e ilación narrativa “parece ficción”, la ópera prima de Edison Cájas –presentada en los festivales de Locarno, Mar del Plata y DocBsAs, entre muchos otros– ajusta el foco sobre dos personajes, que ni siquiera se pretenden “representativos”. Darío Díaz es un chico de clase media que estudia en el Instituto Nacional, colegio secundario de alto nivel de Santiago. Miguel Miranda, a su turno, tiene una vinculación apenas indirecta con la ebullición de alrededor. A los sesenta y pico se gana la vida como profesor de tenis. A fines de los ’70 se vio obligado a interrumpir sus estudios universitarios, tras haber sido secuestrado y detenido, junto a miembros de su familia, en un campo de concentración del pinochetismo, sufriendo torturas. Ahora, la vuelta a la movilización callejera lo hace regresar también a él a una idea de colectivo que parecía tan truncada como sus estudios.Darío participa de la toma de su colegio y de la singular forma de protesta adoptada por los manifestantes, consistente en correr alrededor del Palacio de La Moneda durante 1800 horas, alternándose cada tanto mediante un sistema de postas. Pero no es activista o militante, por lo cual no debe esperarse aquí un ajetreo de asambleas, oratoria y discusiones. Chico callado, Darío habla poco y nada durante la hora y media de película. Manuel, por el contrario, habla mucho, con entusiasmo contagioso e ininterrumpido, sin guardarse nada. Avanzado el metraje, le cuenta a su hija las circunstancias de su secuestro, detención y tortura, con la misma naturalidad con que pelotea contra un muro de club.Evidentemente, la política se vive distinto en Chile que en Argentina. Haciendo suya una melodía típica de los actos de aquí, los manifestantes reemplazan el “hay que poner un poco más de huevos” por “hay que poner un poco más de empeño”. Autor del guión, director de fotografía y coeditor de la película, Cájas sigue a Darío y Manuel en paralelo (la expresión es puramente convencional, ya que las paralelas no suelen converger). Las (falsas) paralelas son aquí tan matemáticas que la presentación de ambos es en espejo, con Darío y Miguel cepillándose los dientes por la mañana. Documental de observación asimilable a la crónica literaria –un abordaje personal de los hechos, más dado al detalle de primera mano que a la totalización generalizadora–, El vals de los inútiles es tan sistemática visual y narrativamente como en la consecución de su propuesta.Nada parece escapar al control del encuadre y el montaje por parte del realizador. Sin embargo y fiel al modelo de observación, Cájas se limita a seguir a sus personajes, sin forzar nada en términos dramáticos. No necesita explicitar la línea histórica que va del sistema pinochetista a la educación paga que defiende (defendía) el presidente Piñera: basta ver a Miguel Miranda sumarse al trote alrededor de La Moneda para que las imágenes expresen, por sí solas, la continuidad entre una lucha y otra. “Ya va a caer/ya va a caer/la educación de Pinochet”, cantan los estudiantes. Desde anteayer nomás, ya cayó. 7-EL VALS DE LOS INUTILES Chile/Argentina, 2013.Dirección, guión y fotografía: Edison Cájas.Montaje: Edison Cájas y Melisa Miranda.Música: Pablo Grinjot.Duración: 80 minutos.Estreno exclusivamente en el cine BAMA.