Un universo propio Woody Allen se las ingenia para estar en varios personajes a la vez y contarnos otra vieja historia nueva, anclada en los años '30. Cualquiera que haya visto, digamos, una docena de las películas de Woody Allen, inevitablemente va al encuentro de sus nuevas obras como si fuese a charlar con un amigo que siempre tiene historias para contar. Historias que, de algún modo, le permiten contarse a él mismo. Hay encuentros, charlas, buenos y malos, y Café Society, sin duda está entre los primeros. Por la historia central. Que es un drama de amor aunque Woody lo disfrace de triángulo con implicancias familiares. Por la ambigua solidez con que construye a sus protagonistas, Bobby (Jesse Eisenberg) y Vonnie (Kristen Stewart), por la inagotable cantera de chistes judíos, por crear una mafia, también judía, a la altura de cualquiera, por hablar de la industria del cine, del glamour barato, la exposición aburrida, los fanfarrones insulsos, esbozando una crítica ácida sin de dejar nunca de ser Woody Allen. En los años 30 o ahora. ¿Qué importa el tiempo? Todos sus personajes tienen un poco de él, ¿no? Se agradece incluso que haya vuelto a Nueva York, y a Los Angeles, al mundo del cine y del arte, con sus escaladores superfluos y sus poetas naturales. Porque Bobby va del Bronx a la meca de Hollywood, donde se enamora de la secretaria de su tío. Vonnie es una chica que no quiere ser como las otras. Un flechazo de juventud. Y claro, la comparación entre Los Angeles y Nueva York, la ostentación versus el jazz, el poder y el amor, que a veces se juntan. Pocas veces. Y esa capacidad intacta pese a las revisitas, de construir al personaje ingenuo, tímido, pero imbuido de una valentía sin filtros. “Sos un venado frente a las luces de un auto”, le dice Vonnie. Hay comedia y hay tragedia, ¿dónde no? Y verdades matizadas. Las de Hollywood, con esas chicas vueltas prostitutas para llegar a actrices, con su tío gritando una verdad (“En esta industria el peor negocio es ser prematuro) con un star system desacralizado y endiosado a la vez, rechazo y fascinación por ese mundo, el suyo. Y ese volver a Nueva York, a la vida del Café Society, con éxito, con la familia siempre atrás, con un padre quejándose de ser judío también, porque viene la parca y ellos no creen en la resurrección. Aunque algunos recuerdos nunca mueran, aunque no sepamos a veces si eso es bueno o malo.
Alegría familiar Santiago Giralt nos propone una película y un mundo. Que al principio sea costoso entrar al mundo lúdico de Primavera y sus personajes libertinos puede deberse al contraste con este oscuro afuera. A este invierno desesperanzado como contexto. Claro, podemos encontrar algunos baches incluso actorales en la película de Santiago Giralt, que disfruta las primaveras con actores que son familia, como ya vimos en Antes del estreno, o en Anagramas, dos de sus títulos anteriores. Pero estamos en Primavera, donde Leopoldo (Angelo Mutti Spinetta), cuenta su vida, la de sus padres y la de la comunidad de artistas en la que fue criado. Una mirada joven para una familia de locos. Greta (Catarina Spinetta), su mamá en la ficción y en la vida real está embarazada de un hombre que no es su marido, el personaje de Mike Amigorena. Y José (Nahuel Mutti), su padre gay en la ficción está a punto de casarse de nuevo, mientras sufre su obra de teatro y el excesivo divismo de la actriz que interpreta Luisa Kuliok. Moria bebe y divierte a todos, Silvana Acosta y María Marull aportan seducción e histeria a esta quinta de amor, poesía, flores y delirio. Una experiencia lúdica en la que es posible adivinar la sintonía de los actores, que se mueven en ese mundo inventado. ¿Inventado? En tono paródico, exagerado, desprejuiciado, teatral, Giralt vuelve a jugar con los límites de la dirección de actores. Muchos actores en el jardín de su casa. Y arma una orquesta desentonada a veces que necesita la mirada de este niño sabio para poner las cosas en su lugar. Desde allí se filtran imágenes, diálogos, enredos y por qué no renovados prejuicios de las nuevas formas de familia que bailan viejos temas de Virus. La clave está allí, en esa imagen de familia, y en algunos dislates del mundo actoral. Los aires del personaje de Kuliok, el vedetismo ramplón del de Amigorena. De manera natural, parece un llamado a la vida en comunidad, en un mundo donde siempre es primavera.
Vigencia de un clásico La naturaleza, la orfandad, incluso la nostalgia de la infancia que provoca en los espectadores, son atractivos suficientes para ver Heidi. El cruce de tristeza y belleza, de carencias y exuberancia, de sabiduría y desconocimiento siempre ha sido una de las marcas emocionales de Heidi, esta novela decimonónica que sigue siendo un éxito en su formato libro, animé y cinematográfico. Pero esta nueva adaptación, guionada por Petra Volpe y dirigida por Alain Gsponer, resulta quizá el trabajo más hiperrealista montado sobre las novelas que Johanna Spyri publicó en 1879 y 1880. Hace justicia con ese trabajo, con el personaje y con el imaginario cultural que ha creado Heidi, pero quizá podría haber asumido algún que otro riesgo narrativo más allá de demostrarnos que su personaje resiste el paso del tiempo. Resiste. Pero la historia es tan conocida que ese exceso de fidelidad, de purismo, se solventa en detalles exquisitos, que van del paisaje a la música, por las montañas nevadas, la cabaña solitaria, la reconstrucción verosímil de Frankfurt. Gsponer cuenta bien ese mundo de belleza y carencias. A diferencia de muchos relatos infantiles contemporáneos, esta historia no necesita trabajar en dos niveles paralelos el enganche para chicos y grandes. La naturaleza, la orfandad, incluso la nostalgia de la infancia que provoca en los espectadores, son atractivos suficientes para ver Heidi. Es una historia del siglo XIX, pero también es atemporal, paradójicamente atemporal. Y es indiscutible que Heidi es un personaje a rescatar. Anuk Steffen no desafina en el papel de la niña, al contrario, y es un llamador que Bruno Ganz asuma el rol del abuelito. Resulta un atractivo en sí mismo ver la transformación de ese ermitaño que con líneas mínimas de texto absorbe los impactos que ya conocemos, en esta historia sobre la identidad, el carácter, la personalidad ligada a la gente y los lugares, los contextos sociales que nos permiten desarrollarnos, aunque suene lejano el mundo de los pastores, las cabras, tanto como la ausencia de pantallas, teléfonos. Al final, se trata de llevar emociones a la pantalla, de volverlas reconocibles e inspiradoras para los espectadores. Chicos y grandes convocados a un mundo conocido que puede parecer extraño, pero sólo por un instante, como si el tiempo no pasara entre montañas y nieves eternas.
Amigos y opuestos, de la secundaria a la CIA La comedia detectivesca que animan Bob (Dwayne “La roca” Johnson) y Calvin (Kevin Hart) es un divertido juego de opuestos. Una o varias fórmulas trilladas, repetidas hasta el hartazgo, logran, en la piel de dos personajes bien construidos, una historia llevadera, divertida y fresca. Suena contradictorio, pero ese nivel de paradoja es el que despierta Un espía y medio, la comedia detectivesca que animan Bob (Dwayne “La roca” Johnson) y Calvin (Kevin Hart). Una pareja despareja. Dirigida por Rawson Marshall Thurber, la película tiene el mérito de cruzar varias subtramas sin empantanarse, y sin desatender ninguno de los frentes que abre. Calvin y Bob fueron compañeros de la secundaria, pero su pasado y presente parecen haberse invertido. Si Calvin fue la estrella deportiva, el tipo popular en la escuela, vio rápido cómo sus sueños se derrumbaban mientras se convertía en un contador bien gris, torpe y desenfocado. En cambio, el gigante Bob, que de joven era el gordo del curso, ahora es un musculoso agente de la CIA, que guarda en su ADN la desconfianza de tanto bullying soportado y un buen recuerdo de su amigo, el único que alguna vez lo protegió frente al ataque de sus compañeros. El reencuentro entre ambos sirve para hablar del pasado escolar, de los dramas y los éxitos de uno y otro, pero al compás de un agitado caso de espionaje en el que Bob es tildado de traidor y perseguido por el aparato de la CIA. Un juego de opuestos, de desconfianzas, con gags siempre efectivos, permite descubrir y sorprender el cambio, las facetas generacionales de estos personajes, entre tiros, trompadas y viejas historias que vuelven al presente para bien o mal: el impacto del bullying en uno, la añoranza del estrellato en el otro. Y en ese juego de opuestos, ambos brillan por su caracterización. Hart, asumiendo los cambios y sorprendiéndose de las habilidades de su ex compañero obeso mientras duda si creerle o no; Johnson jugando al gigante bueno pero poderoso, acosado por los fantasmas del pasado que aún no puede superar. Esa asunción de roles, ese acercamiento fortuito entre los personajes, es la clave para elevar una historia que en los papeles podría espantarnos, pero que termina refrescando una vieja fórmula de un tipo de comedia que parece inmortal. ¿Será inmortal?
Villanos al rescate Un grupo de antihéroes de DC cómics tiene en esta, su película, la chance de redimirse y jugar para la Justicia. Que sólo quedan villanos, distintas clases de villanos, es casi una metáfora de este mundo. En Escuadrón suicida, emergente de la exitosa avalancha de filmes inspirados en historietas clásicas, estamos frente a una reagrupación libre de los personajes más diabólicos de DC cómics, muchos de ellos debutantes en el cine. Claro que deberán redimirse para equilibrar las pulsiones de este universo sin ley, eso es lo que ocurre en el filme de David Ayer (Corazones de hierro): los malos, los villanos del cómic, reclutados justo a tiempo para enfrentar una misión contra el apocalipsis, descubrirán algunos de sus matices humanos puestos al servicio del bien. ¿Del bien? Temen una amenaza metahumana, un superhéroe que se cambie de bando quizá. Y por eso la inteligencia estadounidense, encarnada en Amanda Waller (Viola Davis), arma un equipo secreto con media docena de reclusos famosos. Son una amenaza y son una salvación. En el armado de ese equipo Ayer sufre el primer traspié, en una soporífera presentación prontuariada y su decálogo de maldades. El argumento es viejo. Además, la fascinación y la empatía demoran demasiado en aparecer, y las andanzas del escuadrón se vuelven apenas sobrellevables en la abundancia de unos efectos especiales innecesarios y confusos, entre batallas impersonales. La salvación llega por los destellos actorales, personajes bien construidos principalmente para Margot Robbie y Will Smith. Sobre todo ella en su papel de Harley Queen, pura belleza, maldad y paranoia acompasada por un histrionismo fresco y divertido. Muy por encima de su amor El Guasón, interpretado por un Jared Leto que pide más tiempo en pantalla. Hay moralina en cantidades realistas, puntos débiles para la los villanos. La mirada política tampoco es ingenua, habla de una tercera guerra mundial y de un mundo en riesgo por la operación de inteligencia que pretendía salvarlo. El filme crece al final, tras una trama desordenada, un argumento mínimo, algunos villanos prevalecen. Esperemos la secuela, que sólo puede mejorar.
La infancia de Samuele El drama humanitario de los refugiados en Lampedusa, tragedia y la vida cotidiana de un pueblo. No importa el siglo, el destino de la isla de Lampedusa esquiva la vida pacífica de pueblo chico que podría sugerir su extensión, o sus costas azules del Mediterráneo. Sus veinte kilómetros cuadrados, su geografía africana y su pasaporte italiano la convirtieron en los últimos años en horizonte de salvación para miles de migrantes africanos, que juegan sus vidas para huir de países en guerra, intento ciego por llegar a Europa. Fuocoammare (Fuego en el mar), el documental de Gianfranco Rosi, Oso de Oro en Berlín, transmite con austeridad conmovedora ese drama sin freno. Irremediable como el destino mismo de Lampedusa es el de Rosi, cuya ruta personal lo convierte en un actor vital de la historia que cuenta. Eritreo, debió abandonar a sus padres y su país africano en medio de la guerra, a los 13 años. Refugiado en Roma vivió luego en Estambul y se volvió cineasta en Nueva York. Con Boatman siguió en un plano único el trayecto de un canoero hablando a cámara mientras remaba el Ganges y en Sacro Gra recorrió el complejo anillo de autopistas que rodea a la ciudad de Roma. Su mirada de autor se potencia en Fuocoammare. Quizá por eso haya elegido la inocencia de Samuele, el niño que juega con sus gomeras, su familia de pescadores, su vida cotidiana entre radares y llamados desesperados que el no escucha, para contar esta historia. Así segmenta su película, un mismo lugar, epicentro de la tragedia, del gran drama humanitario y la vida cotidiana de sus pobladores. El contrapunto de la infancia con esos otros que llegan exhaustos, moribundos, rodeados de cadáveres. Vida y muerte. Y rescatistas hastiados, como si no fuesen hombres, mujeres y niños, sino una marea endemoniada la que trae el mar. Y la radio del lugar, y Pietro Bartolo, ese médico hermoso a quien sus colegas le dicen que ya debería acostumbrarse a los cadáveres. ¿Cómo acostumbrarte a ver niños muertos?, pregunta y responde este hombre que también es médico de Samuele. Así es la vida en Lampedusa, silencio que aturde en ese campo de batalla sin bombas ni fuego en el mar.
Un abogado del palo y al palo Dos presos, su abogado penalista y un caso que representa a muchos en este drama del conurbano. El peso propio de un protagonista que se revela por su propio peso y la mirada incisiva sobre la historia que elige contar ofician de salvavidas temprano para que Los cuerpos dóciles, el filme que codirigen Matías Scarvaci y Diego Gachassin, esquive de manera terrenal la trampa de su título fucoultiano. La narración se impone a la teoría en este documental que muestra desde una óptica distinta el funcionamiento del aparato judicial argentino a partir del caso de dos jóvenes detenidos por el robo a una peluquería. Distinto por el rol histriónico que asume el abogado penalista Alfredo García Kalb mientras ejerce la defensa de dos jóvenes marginales en el conurbano, distinto porque interpela y cuestiona con hechos y experiencias la imposición de un ideario sobre cierta flexibilidad de jueces y tribunales frente a la delincuencia marginal. Pero la clave está en que García Kalb se vuelve un actor capaz de generar dudas acerca de si estamos frente a una ficción o un documental. Maneja el código de los tribunales pero también el de sus defendidos. Maneja las cámaras y el vínculo con los presos. Y le gusta el show tanto como para pasearse en un BMW blanco por las poceadas calles conurbanas. La negociación de las condenas, las reuniones con la familia de los presos, las celebraciones por un caso exitoso, sus secretarias y hasta su vida personal con aspiraciones de músico construyen un personaje único. Kaleb es la guía por este mundo desconocido pero demonizado, plagado de prejuicios, que el filme enfrenta sin bajada de línea. Y El mérito de Gachassin y Scarvaci está en contar muchos casos en uno, en hacer visibles ciertos mecanismos de manipulación a través de la praxis. Cuentan lo singular para plantar dudas generales, y lo hacen a través de un documental que tiene personajes, trama y desenlace, una construcción cuidada y espontánea a la vez. Una narración necesaria y disfuncional contra cualquier disciplinamiento o docilidad de relato.
Los une siempre el amor Bella película del director croata Dalibor Matanic, dividida en tres historias que hablan de la guerra y sus esquirlas emocionales. Dos actores que cuentan cuentos distintos. O el mismo. No vemos la guerra, la sentimos. Aún si no conocemos la Historia, Bajo el sol, último filme de reconocido director croata Dalibor Matanic, es un artefacto pleno de emociones. Negativas, en varios aspectos, pero esperanzadoras también. Y casi siempre profundas. Su película está dividida en tres actos, tres historias de amor ambientadas en 1991, 2001 y 2011. El origen de la guerra, sus consecuencias inmediatas y los resabios de ese conflicto en la sociedad contemporánea. Sólo que no vemos a los ejércitos, apenas suenan unos pocos disparos y todo transcurre en un pueblito soleado, a la vera de un lago y en días de verano. La guerra está fuera de campo pero podemos sentirla. Un loop en el que los actores son los mismos, una pareja (Tihana Lazovic y Goran Markovic) pero los personajes son otros. ¿Son otros de verdad? ¿O es la misma historia que se repite? ¿Hay manera de escapar de esa historia? Una especie de Romeo y Julieta en los Balcanes, donde la información es mínima y se adivina rápido el intento de Matanic por llevar todo a ese vínculo. En la primera de las tres historias, en 1991, el conflicto entre serbios y croatas apenas asoma, se avizora la grieta, para argentinizar el trasfondo, hasta que esa “normalidad” irrumpen en el romance de Jerena e Iván. El amor, la tierra, la naturaleza, el sol, la laguna y una casa rural quedan tan grabados como los personajes, que en 2001 vuelven convertidos en otros. Ahora son Natasa y Ante, ella sigue siendo serbia y el croata, aunque podríamos intercambiar sus roles, y son artífices de una suerte de reconstrucción traumática, entre tumbas, prejuicios, vecinos ganadores y perdedores si los hay, con sus heridas abiertas, espejos de su otredad. La decisión de repetir actores y escenario provoca un potente efecto subjetivo, un juego interpelador con la temporalidad. Además, relucen y contagian las atracciones sexuales, y la naturaleza sigue allí brillando, a contramano de una marca cultural imborrable, de las heridas abiertas. Así llegamos a 2011, y aunque cambió la música, los instrumentos, las preguntas sobre la tierra, el lugar y la pertenencia siguen vigentes. Ahora son Luka y Marisa los protagonistas, esos rostros familiares que son otros pero tienen un pasado común, pese a que ya no hay amenazas. Distinto tiempo y un lugar único para esta historia de amor y la guerra en sordina, siempre al sol, para pensar el pasado sin dejar de abrir puertas.
Maldita noche El contexto sociopolítico del filme, con clichés y moralinas cuestionables, lo vuelve más perturbador. Purgar y purificar. Los verbos de 12 horas para sobrevivir: el año de la elección, tercera entrega de este filme en serie dirigido por James DeMonaco, siguen siendo los mismos. Pero el contexto socio político en el que se inserta esta película plagada de clichés y moralinas cuestionables, vuelve a su historia más perturbadora y atrapante que sus antecesoras. Hablamos de lazos de verosimilitud, de la cantidad de paralelismos que afloran en este thriller y alegoría social. Más allá de su factura, el contexto electoral es sin duda un acierto. Adquiere así un carácter terrorífico por vía doble. Esta vez, la batalla política se adueña del trasfondo de esa sociedad distópica en la que una vez al año, por decisión del partido gobernante, durante 12 horas, cualquier crimen es permitido. La purga. Ni más ni menos que un sistema para eliminar pobres impulsado por el partido de los “purificadores” que ve amenazada su herramienta de control social por el ascenso de la senadora Roan (Elizabeth Mitchell), una firme candidata protegida por Leo Barnes (Frank Grillo), un viejo conocido de esta saga. Hay dos planos entonces. El político, donde la senadora es el objetivo de la purga, y el social, donde mercenarios, comandos, turistas de la muerte salen de cacería en una lucha de pobres contra pobres exagerada con una sobredosis de humor. Allí, en ese otro nivel, están los trabajadores, los negros y los latinos amenazados por esta demencial implicancia del capitalismo, de los conflictos raciales, de la disponibilidad absoluta de armas con permiso para matar. ¿Les suena? Dirán que la elección se define en Florida, y Marcos, un mexicano sin papeles, contará que aprendió a sobrevivir en Ciudad Juárez, porque allí siempre es día de purga. Claro, en esos mundos se cruzan, al de los sobrevivientes se les suma la opción del comando revolucionario, que busca acabar con el gobierno por la vía violenta mientras la rubia senadora pretende ganarles en las urnas. La sátira exagera su intención moralizadora mientras vuelve identificables a estos Donald Trumps futuristas (hay frases copiadas de sus discursos) y cuasi panfletario el hecho más que simbólico de ubicar a una candidata rubia como salvadora de negros y latinos. Un thriller en el que la violencia, el humor, y la regla brutal en la que basa su argumento encuentra más problemas en términos de suspenso que en la alegoría que transmite más por la naturaleza del contexto que por sus propios argumentos.
Dramas de la ficción histórica Indefinida entre lo verosímil y el riesgo de la ficción, no llega a generar la tensión dramática del caso. Parafraseando a Gabriel García Márquez, podríamos decir que en El encuentro de Guayaquil tenemos a dos generales en su laberinto. La película de Nicolás Capelli (Matar a Videla), narra, recupera y ficcionaliza aquélla mítica y nada documentada entrevista que mantuvieron José de San Martín y Simón Bolívar en la ciudad ecuatoriana, un 26 de julio de 1822. Y, en sintonía con el Nobel colombiano, aborda a los próceres sin ocultar sus debilidades. De factura tradicional, tan esquemático desde la estructura como lanzado en la ficcionalización, el filme reconstruye con escasos elementos el supuesto diálogo entre los libertadores. Acentúa sus penurias, su escasez de recursos, la difícil situación militar que atraviesa San Martín en Perú y el drama colombiano de Bolívar. Estamos frente a una charla de la que sólo se sabe el resultado, que se juega mucho en la verosimilitud de los cruces de esa dramatización central pero también en la contracara documental que se le exige a una ficción histórica con las pretensiones de ésta. Guayaquil es el epicentro en esta película basada en el libro de Pacho O'Donnell que primero fue obra de teatro. Pero hay poco material para ese diálogo, entonces juega fuerte el flashback, la recuparación histórica de los sucesos más conocidos en la carrera militar de los personajes. A la par, fluye una evidencia excesiva del intento por “humanizarlos” con diálogos desacartonados, con apetencias libertinas, donde sus mujeres juegan un rol central. Sexo, desnudos, romances de próceres inmaculados. Se nota el influjo de O'Donell, incluso en el protagonismo que se da a figuras como Monteagudo, “el prócer olvidado de la revolución”. Pero esa cotidianeidad de la obra choca también con las preguntas demasiado explícitas que enarbolan y recitan los protagonistas. Un llamado a la reflexión, casi un mandato para distinguir independencia de libertad con tono de bajada de línea es puesto en boca de estos héroes románticos inmersos en un round de estudio que los muestra vulnerables y poderosos a la vez. El principal desafío lo asumen Pablo Echarri y Anderson Ballesteros (Escobar: el patrón del mal), los protagonistas. ¿Qué actor puede representar a un prócer? ¿Cómo se hace para salvar esas distancias en una ficción histórica? Ambos sobrellevan una contradicción latente: la osadía del filme desde lo narrativo, un ejercicio de imaginación, se desvanece en su estructura timorata, sin riesgos tampoco para el espectador. A diferencia de películas como El movimiento, de Benjamín Naishtat, por citar un título actual que va al hueso de la cuestión , aquí subyace un cuento cerrado, a mitad de camino entre la historia y la ficción.De factura tradicional, tan esquemático desde la estructura como lanzado en la ficcionalización, el filme reconstruye con escasos elementos el supuesto diálogo entre los libertadores. Acentúa sus penurias, su escasez de recursos, la difícil situación militar que atraviesa San Martín en Perú y el drama colombiano de Bolívar. Estamos frente a una charla de la que sólo se sabe el resultado, que se juega mucho en la verosimilitud de los cruces de esa dramatización central pero también en la contracara documental que se le exige a una ficción histórica con las pretensiones de ésta. Guayaquil es el epicentro en esta película basada en el libro de Pacho O'Donnell que primero fue obra de teatro. Pero hay poco material para ese diálogo, entonces juega fuerte el flashback, la recuparación histórica de los sucesos más conocidos en la carrera militar de los personajes. A la par, fluye una evidencia excesiva del intento por “humanizarlos” con diálogos desacartonados, con apetencias libertinas, donde sus mujeres juegan un rol central. Sexo, desnudos, romances de próceres inmaculados. Se nota el influjo de O'Donell, incluso en el protagonismo que se da a figuras como Monteagudo, “el prócer olvidado de la revolución”. Pero esa cotidianeidad de la obra choca también con las preguntas demasiado explícitas que enarbolan y recitan los protagonistas. Un llamado a la reflexión, casi un mandato para distinguir independencia de libertad con tono de bajada de línea es puesto en boca de estos héroes románticos inmersos en un round de estudio que los muestra vulnerables y poderosos a la vez. El principal desafío lo asumen Pablo Echarri y Anderson Ballesteros (Escobar: el patrón del mal), los protagonistas. ¿Qué actor puede representar a un prócer? ¿Cómo se hace para salvar esas distancias en una ficción histórica? Ambos sobrellevan una contradicción latente: la osadía del filme desde lo narrativo, un ejercicio de imaginación, se desvanece en su estructura timorata, sin riesgos tampoco para el espectador. A diferencia de películas como El movimiento, de Benjamín Naishtat, por citar un título actual que va al hueso de la cuestión , aquí subyace un cuento cerrado, a mitad de camino entre la historia y la ficción.