Un viaje hacia ninguna parte Robert Downey Jr. sigue desmarcándose con desafíos actorales inusuales: sin la coraza de Iron Man, ahora se mete con una comedia estilo buddy movie junto a Zach Galifianakis. Peter Highman (Robert Downey Jr.) es un exitoso arquitecto que se hizo solo, está a punto de ser padre y tiene una vida ordenada, correcta y previsible. Ethan Tremblay (Zach Galifianakis) quiere ser actor, se maneja con planes que no va más allá del día que vive y posee un optimismo casi naïf. Ambos toman un avión en Atlanta para viajar a Los Ángeles, uno para asistir al nacimiento de su primer hijo, el otro para cumplir el sueño de convertirse en actor. Pero algo, muchas cosas, salen mal y expulsados de la nave –“bomba” es la palabra definitiva–, se ven obligados a recorrer en auto algo más de 3000 kilómetros juntos. Después del éxito que significó ¿Qué pasó ayer?, aquel film sobre cuatro amigos en un trip desopilante por Las Vegas, Todd Phillips vuelve con otra buddy movie (películas con parejas desparejas asociadas por algún factor externo), en la que, a través del humor y algunas situaciones dramáticas, se explota la diferencia entre los protagonistas, mientras los lazos se van estrechando hasta llegar a un final más o menos feliz, con dos amigos que aprendieron a respetarse. Si la intención de Todo un parto era hacer una remake de Mejor solo que mal acompañado (1987), que protagonizaban Steve Martin y John Candy, el relato adaptado a estos tiempos feroces no tiene ni por asomo la misma efectividad de la primera, aun cuando la dupla Downey Jr.-Galifianakis funciona bastante bien. Y es que una serie de gags bien logrados, que van desde una taza de “café” hecha con restos humanos, pasando por una muy incorrecta trompada a un niño díscolo o la masturbación como eficaz método contra el insomnio, no alcanzan para enhebrar un relato que se sostenga, sobre todo porque se alternan con momentos supuestamente emotivos que recorren la historia de los personajes, para completar el recorrido que los lleva a ser como son y estar en la situación que están. Aunque es cierto que todos estos elementos narrativos también estaban en Mejor solo…, la diferencia es que se exploraba con ternura el cliché de los opuestos pero inevitablemente complementarios. Y claro, el otro factor decisivo era que detrás de la cámara estaba nada menos que John Hughes.
Una de espías con viejitos cool Con un dream team de actores, encabezado por Bruce Willis, John Malkovich y Morgan Freeman, la película narra la historia de un grupo de espías desocupados que debe luchar por sus vidas en distintos estados de la Unión. Dónde van los espías cuando se retiran? La pregunta bien pudo ser el comienzo de RED, sin embargo, más allá del guión de Jon Hoeber y Eric Hoeber, el origen hay que rastrearlo en la novela gráfica de DC Comics, escrita por Warren Ellis y dibujada por el artista Cully Hammer, una obra de culto que trasladada al cine parece haber sido hecha para los protagonistas. Porque el principal atractivo de RED, cuya sigla significa Retirado Extremadamente Peligroso (Retired Extremely Dangerous), es el dream team de actores de diversas procedencias, estilos y edades, que hacen lo suyo para que la película sea una deliciosa comedia nostálgica de acción. Desde Bruce Willis como Frank Moses, un ex agente solitario que, mientras reclama su cheque como jubilado de la CIA, intenta conquistar a Sarah Ross (Mary Louise Parker), una aburrida operadora del fondo de pensión que sueña con una vida de aventuras. O Morgan Freeman que encarna a Joe Matheson, también retirado en un asilo de ancianos, pasando por John Malkovich, absolutamente pasado de rosca como el paranoico Marvin Boggs, y Victoria a cargo de Helen Mirren, feroz asesina que pasa sus días cuidando de sus flores. Todos ellos como ex agentes de la CIA –casi como Los indestructibles, pero muchísimo menos solemne– en su mayoría dejados de lado por el fin de la Guerra Fría, pero que se ven en peligro por la conspiración más grande en la historia de los Estados Unidos y que de yapa, involucra nada menos que al vicepresidente. Y ahí van los viejitos piolas, luchando por su vida en distintos estados de la Unión, llegando al nudo del asunto, eliminando adversarios, reencontrándose (hasta se dieron el gusto de convocar a Ernest Borgnine) con antiguos adversarios como el agente ruso Ivan Simonov (Brian Cox), un romántico que ayuda a la causa sólo por amor a Victoria. Sin lugar a dudas, el mayor acierto de RED es el tono juguetón que logra imprimirle al relato Robert Schwentke, una puesta que permite que se luzcan cada uno de los protagonistas, desde el característico tono cansino y de estar de vuelta de todo del gran Bruce, o Louise Parker, que en el medio de la camaradería de los ex agentes acierta con un personaje que está fascinado con un mundo que sólo leyó en novelitas baratas, pasando por el tradicional papel de viejo sabio de Freeman, el toque freak de Malkovich, y la distinción de Mirren, apenas alterada cuando dispara enormes fusiles automáticos.
Tradición, barrio y honor Una vez más, Ben Affleck dirige y actúa una historia ambientada en Boston, ciudad que conoce a la perfección y que funciona como marco ideal para un gran asalto que se va complicando. Al principio, un texto en la pantalla revela que el barrio Charlestown, en Boston, es el territorio donde tienen su base de operaciones las numerosas bandas que asaltan bancos en la ciudad. Esta introducción supone que durante las próximas dos horas se verán planes maestros, eficaces ejecuciones y el después de una serie de golpes a cargo de los profesionales del crimen. Mientras la película comienza a desandar el relato, se puede especular que habrá un romance y que, como es usual, las cosas saldrán mal. Pues bien, todas estas suposiciones son más o menos ciertas, y contado así se parece a las decenas de títulos que año a año fatigan la cartelera. Sin embargo, Atracción peligrosa es todo eso pero bastante más. Doug MacRay (Ben Affleck) fue un prometedor jugador de hóckey sobre hielo que por problemas de conducta nunca llegó a nada. En el presente, lidera una eficaz banda especializada en el robo de bancos junto a su lugarteniente James Coughlin (Jeremy Renner, Vivir al límite). En uno de los asaltos, el grupo se ve obligado a tomar como rehén a la gerente de la entidad, Claire Keesey (Rebecca Hall), a la que dejan libre cuando logran escapar del cerrojo policial. Mientras la división creada para proteger el sistema bancario comienza a sospechar que la ex rehén fue cómplice del golpe, los ladrones deciden que hay que mantenerla vigilada porque creen que puede identificarlos. Allí va MacRay, a tenerla controlada y claro, a enamorarse inevitablemente. La segunda película como director de Ben Affleck, luego del oscuro drama Desapareció una noche (2007), toma muchos tópicos del género, pero presenta algo así como la “inevitabilidad social”, es decir, nadie puede escapar del entorno, en este caso el distrito de Charlestown, que tiene una larga historia de generaciones dedicadas al delito. Así, la oscura visión de la película de Affleck da como resultado un interesante mix existencial que incluye la tragedia de la determinación que da lugar de origen, al estilo de Río místico (dirigida por Clint Eastwood), junto a la adrenalina fatal de desvalijar un banco a punta de pistola, como en Enemigos públicos (del director Michael Mann). Después de todo, el honor de estos irlandeses, un poco locos y bastante nobles, se asienta sin ninguna insospechada pretensión intelectual, en la citadísima y siempre vigente máxima de Bertolt Brecht: “Mejor que fundar un banco es robarlo.”
Clooney, el americano impasible Lejos de cualquier tipo de glamour hollywoodense, el actor intepreta a un sicario que espera su última misión antes de retirarse, en un film donde, más que tiros y acción, el nudo dramático pasa por la introspección del protagonista. En el comienzo el relato ubica a Jack (George Clooney) en Suecia, donde ejecuta sin piedad a tres personas, un derroche, una anomalía que certifica que algo salió mal. Enseguida, el killer se traslada a la campiña italiana, un respiro soleado antes del próximo trabajo. Como un profesional que domina todo el espectro de su oficio, Jack construye por encargo un arma para Mathilde (Thekla Reuten), un misterioso contacto. Mientras tanto, comienza una amistad con Benedetto (Paolo Bonacelli), el sacerdote del pueblo, y se enamora de la bellísima Clara (Violante Placido). Aunque con algunas concesiones a la narración más mainstream, El ocaso de un asesino es una película rara, que trabaja sobre el noir desde una concepción independiente, en la que el nudo dramático pasa por la introspección del protagonista, un asesino profesional a punto de cumplir con un último contrato antes de retirarse. Y buena parte de la “anomalía” del film descansa sobre Clooney que, bien lejos de cualquier tipo de glamour hollywoodense –y aun más del estilo Cary Grant, con quien se lo compara cíclicamente–, compone a un personaje reconcentrado, con una economía de movimientos que dan cuenta de la batalla interior por salir de ese mundo oscuro, y a la vez está preparado siempre para lo peor. El holandés Anton Corbijn, director de la extraordinaria Control –sobre Ian Curtis, el fundador de Joy Division– y responsable de varios videoclips notables de grupos como Depeche Mode, Nirvana, U2, Nick Cave y Metallica, se aleja de la exuberancia del mundo del rock y se arriesga por una puesta seca, aun en los paisajes de postal de la zona montañosa de Abruzo y del guión de Rowan Joffe (Exterminio 2) y de la convención narrativa que hace que el protagonista se enamore de una prostituta y entable relación con un sacerdote que, siguiendo con los tópicos gastados, vendría a ser algo así como la voz de la conciencia de Jack. Con varios puntos en común con la volada El último samurai de Jim Jarmusch, El ocaso de un asesino bien podría ser un western aggiornado, pero la diferencia es que se asienta sobre las estilizadas reglas del cine negro y así se convierte en casi un estudio sobre las contradicciones de un artesano de la muerte. Y para eso explora un costado poco transitado del gran Clooney, un intérprete con recursos sutiles infinitos, que cada tanto está dispuesto a desmarcarse de los papeles de galán encantador.
Mucho más que una cara bonita Charlie (Zac Efron) tiene todo lo que un joven sano y ambicioso debe tener. El muchacho es una estrella en la navegación a vela que practica con su hermanito Sam (Charlie Tahan), ganó una beca para estudiar en una prestigiosa universidad, y aunque la ausencia de su padre hizo que la vida fuera un poco más difícil, el amor de su madre Claire (Kim Basinger) y el esfuerzo no hicieron más que templar el carácter ganador del protagonista. Sin embargo, justo el día de la graduación, cuando realmente comienza el futuro, pierde a su hermano en un accidente de tránsito y Charlie queda detenido en el tiempo, sin cumplir con todo lo que se esperaba de él y aferrado a Sam, al que ve diariamente aunque está muerto. La película dirigida por Burr Efron (17 otra vez) plantea una tragedia con toques sobrenaturales, que rescata el poder terapéutico del amor desde una puerilidad que ni siquiera alcanza el estándar mínimo de decenas de películas industriales destinadas al consumo rápido que, año a año, salen de Hollywood. Así, el film recorre todos los tópicos del manual de obviedades, desde la relación estrecha de los hermanos por la falta del padre que los abandonó hasta un romance que es a la vez cura y redención, con una puesta que abusa de la luz fantasmagórica (que tan bonito da en pantalla), una banda de sonido atronadora y sensiblera, personajes que desaparecen sin explicación y largos planos dedicados al protagonista, que para eso es un galán –estrella de High School Musical, aunque hay que decir que en Hairspray estuvo muy bien–, en pleno tránsito al reconocimiento de actor serio.
Las obstrucciones de un tal Cortés Ryan Reynolds protagoniza este film español en el que un hombre lucha por salir de un ataúd donde está encerrado y cuenta con un teléfono celular como único contacto con el exterior. Un thriller efectivo y claustrofóbico. Hay quien dice que existen personas que tuvieron una idea original y con eso les bastó para subsistir –por cierto, algunos mucho más que eso– por el resto de su vida. Al menos públicamente, el director español Rodrigo Cortés tuvo la suya con Enterrado, una película que parte de una idea simple y devastadoramente efectiva: un hombre está encerrado en un ataúd, cuenta con un teléfono celular con poca batería como único contacto con el exterior y escasos 90 minutos para lograr que lo rescaten. En 1944, Alfred Hitchcock exploró las posibilidades cinematográficas de una historia que transcurría íntegramente en un bote en alta mar con 8 a la deriva y, 40 años después el director suizo Carl Schenkel hacía lo propio con Vacío, en donde cuatro personajes quedaban encerrados en un ascensor. La astucia del guión, pensado al milímetro por Chris Sparling, lleva las posibilidades de la propuesta al límite –en cuanto a las restricciones autoimpuestas también podría citarse Las cinco obstrucciones, uno de los tantos experimentos de Lars von Trier–, con un relato inteligente que renuncia a toda posibilidad de salir de la caja, se hace fuerte con los escasos materiales de un universo reducidísmo y acierta cuando decide filmar en tiempo real para trasladar la angustia del protagonista al espectador. Es decir, Enterrado, según consta en la repercusión que alcanzó en varios festivales internacionales, tiene una puesta que busca y consigue el reconocimiento por la hazaña técnica. Sin embargo, hay que decir que a medida que pasan los minutos el resto de los elementos narrativos se desarrolla dentro de los parámetros de un thriller que toma otros factores para que la película funcione. Así, Paul Conroy (Ryan Reynolds) es un camionero contratado por el conglomerado de empresas que participa en la “reconstrucción” de Irak y los secuestradores son “insurgentes” que someten a la víctima a la tortura del encierro en represalia al sufrimiento de su pueblo, aunque, en definitiva, lo que buscan son los millones del rescate. El cálculo en la narrativa, apoyada en elementos de la actualidad, hace que el film pierda algo de la fuerza del principio, aunque la claustrofobia y el tour-de-force se mantienen hasta el final y confirmen que Enterrado es una muy buena idea.
En el lugar y el tiempo equivocados Con el atractivo de contar con dos actores de peso en los papeles principales (Federico Luppi y Leonardo Sbaraglia), este estreno nacional toma la puesta coral para contar un hecho que cambia la vida de los protagonistas para siempre. Federico Samaniego (Leonardo Sbaraglia) no tendría que haberse ido después de discutir con un joven al que le había arruinado la bicicleta con su auto. Matías Fustiniano (Martín Slipak) no tendría que haber tomado tanto si tenía que conducir. El propio ciclista no debía quedarse en el medio de la calle, allí donde unos segundos después lo atropelló con su vehículo Matías, que se asustó y huyó. Pero el que termina en la cárcel es Samaniego, acusado de homicidio. Con un guión que toma varios elementos de la crónica periodística, la ópera prima de Miguel Cohan –responsable del guión junto a su hermana Ana–, refleja el entramado de hipocresías, injusticias, fatalidades y la ausencia de solidaridad, que, según el sombrío diagnóstico, ahogan al cuerpo social. Desde Matías, un universitario asustado que miente para salvarse y su familia que lo encubre, pasando por Víctor Marchetti (Federico Luppi) el padre de la víctima, devastado por el dolor y fogoneado por los medios, hasta la desidia de la policía y la maquinaria judicial que se pone en marcha a partir de la presión de la opinión pública. A la manera de Vidas cruzadas, de Robert Altman, Sin retorno toma la puesta coral para contar una noche, un hecho, que cambia la vida de los protagonistas para siempre. Pero además, la película dialoga con otros títulos nacionales recientes como Carancho (Pablo Trapero), en cuanto a la feroz visión de las instituciones en progresivo deterioro que no hacen más que replicar un sistema enfermo, o El Rati Horror Show (Enrique Piñeyro), un documental que también habla de una injusticia flagrante y se ocupa de manera exhaustiva del papel irresponsable de los medios. En ese sentido, el film puede ser visto como la calculada apuesta de una ficción que explota los numerosos casos que a diario ocupan grandes espacios en los noticieros, informativos y medios gráficos. Sin embargo, el origen del relato es absolutamente genuino. El desarrollo preciso y seco de la historia, una inteligente vuelta de tuerca en cuanto al tópico de la venganza que históricamente monopolizaron decenas de films reaccionarios –con Charles Bronson a la cabeza–, más un abanico de protagonistas bien delineados donde sobresalen Sbaraglia, Slipak y Ana Celentano, y la tensión siempre en aumento manejada con un preciso timming para el thriller, desmienten cualquier especulación previa.
Un Lula da Silva para principiantes El progreso de Brasil en los últimos años –índices de crecimiento sostenido, 30 millones de personas que abandonaron la pobreza– desató en todo el mundo el interés por el proceso que llevó al país a convertirse en la séptima potencia mundial. Y naturalmente, esa fascinación se trasladó a Luiz Inácio Lula da Silva, el principal artífice del milagro. Claro, la vida del ex líder sindical que llegó a la presidencia del país vecino parece diseñada para el cine, en tanto presenta las características de una épica personal que se enlaza con el destino nacional de manera casi perfecta. Fábio Barreto entendió que el film debía cubrir cada una de las estaciones del martirio del brasileño más famoso –el “líder político más influyente del mundo”, según la revista Time–, de tal manera que la epopeya no dejara lugar a dudas. Así, buena parte de los 128 minutos del relato son ocupados para mostrar con un didactismo irritante la infancia miserable en Pernambuco, con un padre alcohólico y golpeador, el penoso traslado a San Paulo, las muertes, y recién ahí la posibilidad que tuvo Lula (a cargo de Rui Ricardo Diaz, que no logra insuflarle potencia al personaje) de convertirse en tornero, después la conciencia de clase, y el largo camino hasta la presidencia. No es que el actual presidente no haya pasado por lo que pasó, el problema de la película es cómo se presenta: un envoltorio caro pero pobre en la puesta, que trabaja sobre los códigos de la telenovela, un formato que los brasileños dominan a la perfección pero que, trasladado al cine, le quita toda la potencia de una vida que es realmente de película.
Pompeya y más acá, la impunidad Enrique Piñeyo vuelve a desmostrar su eficacia para reflejar el estado de las cosas, esta vez mediante la historia de Fernando Carrera, protagonista de la Masacre de Pompeya y condenado injustamente a 30 años de cárcel. El 25 de enero de 2005, cerca del mediodía, Fernando Carrera tomó con su automóvil por la Avenida Del Barco Centenera, en el barrio de Pompeya, hasta que se detuvo en el cruce de Avenida Sáenz, por el semáforo. De pronto apareció un Peugeot 504 negro con un hombre que asomaba un arma por la ventanilla, el joven comerciante se asustó y, estimulado por el miedo a que lo roben, aceleró por Sáenz hasta que sintió un fuerte dolor en la cara antes de desmayarse. Se despertó en una ambulancia y mientras le hacían las primeras curaciones sobre el cuerpo cosido a balazos (había recibido ocho, uno en la mandíbula), se enteró de que había atropellado y matado a una madre y a su hijo. Afuera, la multitud indignada rugía su culpabilidad y quería lincharlo. El hecho recibió rápidamente el nombre de la Masacre de Pompeya. En su primera parte, El Rati Horror Show toma la visión de los medios, en la que Carrera era presentado como parte de una banda que había protagonizado una salidera bancaria, que en su huída se había baleado con la policía (los tripulantes del Peugeot sin identificación) y que, finalmente, había matado con su auto a dos personas. Luego de mostrar el abundante material televisivo de archivo, la película se dedica a desmontar cada una de las hipótesis que llevaron a la condena de 30 años de cárcel para Carrera, demostrando con paciencia, inteligencia y sentido común que la policía le plantó un arma al comerciante, que el testimonio del principal testigo –integrante de los “Amigos de la Comisaría 34”– fue falso, que el defensor del imputado también fue abogado de los efectivos de la 34 en un caso de gatillo fácil, y que, como mínimo, los jueces y el fiscal fueron encubridores de la policía. Como con Whisky Romeo Zulu y luego Fuerza Aérea Sociedad Anónima, en las que denunció la fatal combinación de negociados y desidia que produjo la tragedia de Lapa, en la cual murieron 65 personas, Piñeyro vuelve a demostrar su conocida eficacia para reflejar el estado de las cosas. Confirma así su talento como director, que ratificó con oficio y valentía en Bye Bye Life, un conmovedor documental sobre los últimos días de la fotógrafa Gabriela Liffschitz. Tal vez las únicas objeciones sean su excesivo protagonismo (ayudado por un apabullante arsenal de juguetes audiovisuales), y cierta morosidad en el relato, que le quitan a la película la fuerza que tenían sus anteriores obras.
Y cuánto valen dos lindos cuerpitos Hoy se estrena la comedia de acción protagonizada por Katherine Heigl y Ashton Kutcher. En unas vacaciones, la parejita se enamora pero, de regreso al hogar,todo se complica cuando ella descubre que él es un asesino a sueldo. Quienes recuerden Mentiras verdaderas (True Lies, 1994), la comedia de aventuras de James Cameron protagonizada por Arnold Schwarzenegger –donde el ahora gobernador de California era un agente que ocultaba su verdadera ocupación al mundo y a su propia esposa–, encontrará más de un punto en común con Asesinos con estilo. El film de Robert Luketic (La cruda verdad, Una suegra de cuidado, Legalmente rubia) es una comedia de enredos impulsada por las mentiras, que se asienta en el cine de acción. En ella, el letal y sofisticado agente Spencer Aimes (Ashton Kutcher) es un asesino que viaja por distintas partes del mundo, como la encantadora ciudad francesa de Niza, donde conoce a Jen Kornfeldt (Katherine Heigl). La chica viene de un desengaño amoroso (su prometido se fue con otro) y trata de reponerse del despecho con unas vacaciones en Europa acompañada por su controlador papá (Tom Selleck) y su alcohólica mamá (Catherine O’Hara). Spencer cae rendido ante la rubia, decide abandonar el adrenalínico oficio de matar gente y asentarse con un empleo más convencional. Por supuesto, sin contarle a su futura esposa casi nada de su vida anterior. Tres años después, el pasado vuelve en forma de contrato por la cabeza de Spencer a cargo de sus antiguos patrones, que no se resignan a perder a su elemento más valioso. Si al potencial espectador todo esto le suena conocido, hay que decir que además de Mentiras verdaderas, el film de Luketic también está inspirado en otros títulos, como Encuentro explosivo (Knight and Day, 2010), Sr. y Sra. Smith (Mr. & Mrs. Smith, 2005), y hasta El padre de la novia (Father of the Bride, 1991), sólo para citar los más recientes. La única eficaz novedad de Asesinos… es cómo la bucólica vida de los suburbios se convierte en una divertida especie de tierra de asesinos, donde vecinos, amigos y compañeros de trabajo bien pueden ser los verdugos que esperan el momento correcto. Sin embargo, el disparate transcurre sin sorpresas, en la rutina burocrática del género y, aunque la química entre la bella pareja protagónica funciona –primero por la muy buena comediante que es Heigl y, luego, por Kutcher, que es la primera vez que está bien en el cine–, la película no deja de ser un relato livianísimo, que en el mejor de los casos enhebra con oficio restos, “homenajes” y situaciones ya vistas.