Noble adiós a sangre y testosterona A los 64 años, Sylvester Stallone vuelve al cine como director y actor. Y lo hace a su manera: sin sutilezas y con triviales líneas de diálogo que funcionan como pausas necesarias entre el estruendo de motores, disparos y explosiones. Sylvester Stallone acompañó a varias generaciones de espectadores en todo el mundo, y si bien los films que lo tuvieron como protagonista fueron sinónimo del cine más berreta y reaccionario, pasaron a formar parte de la educación cinematográfica de millones de personas y, en muchos casos, se convirtieron en curiosas piezas de nostalgia culposa. Luego de los espectaculares finales de Rocky y Rambo, las dos sagas símbolo de aquel cine que tuvo su momento de gloria hace treinta años –“Los ochenta fueron lo mejor, después llegó ese maricón de Kurt Cobain y lo arruinó todo”, decía Randy en El luchador– , Stallone pareció quedarse con la manos vacías. Sin embargo, todavía guardaba una carta en su musculosa manga: Los indestructibles, oda otoñal a los buenos viejos tiempos reaganeanos, que reúne a Sly con Jason Statham, Jet Li, Dolph Lundgren, Mickey Rourke, Bruce Willis y Arnold Schwarzenegger (falta Jean-Claude Van Damme, que se bajó del proyecto), el dream team del cine de súper acción de los últimos años. Sly cree en los símbolos, y decidió despedirse a lo grande de ese cine paquidérmico, la mayoría de las veces tosco y definitivamente oxidado, con estrellas dialogando con él durante décadas en alguna húmeda selva, o sobre el ring de incontables sudorosos estadios, o en decenas de persecuciones a velocidades imposibles. Ese es el cine en que cree, sin sutilezas, con triviales líneas de diálogo, imprescindibles pausas entre el estruendo de los motores y las explosiones. En suma, la testosterona desatada. Los indestructibles trabaja exclusivamente en el terreno de las buddy movies, esos films sobre la camaradería viríl. En este caso, un grupo de mercenarios de buen corazón contratados para terminar con el reinado de un ex agente de la CIA en un país del Tercer Mundo, que se pasó de rosca con el tráfico de drogas y al que hay que eliminar para que la agencia no quede mal parada. Algo así como la versión clase de B de Apocalypsis Now. Lo que sigue es la misión, claro, una excusa para mostrar a los muchachos en operaciones y desgranar un pasado en común plagado de violencia y sinsabores. Si el contrato con el espectador funciona, es decir, si está dispuesto a ver una carnicería con las reglas de antaño y la ausencia de corrección política, la película de Stallone es disfrutable y noble, porque cree en su discurso y no pide disculpas por la historia que la precede.
¿Usted le compraría un auto a Ben? Michael Douglas encarna a un vendedor mentiroso, manipulador y mujeriego que tuvo su momento de gloria pero ahora se encamina al desastre finaciero. Lo acompañan Susan Sarandon, Mary-Louise Parker y Danny DeVito. Mostrar una vida con sus triunfos, dobleces, derrotas, patetismo y momentos de gloria siempre dio buenos resultados en el cine, y cuando la historia viene acompañada por el apogeo y la caída, mucho mejor. Si estas recetas pertenecen por derecho propio al género biopic, aplicadas a un personaje de ficción, a veces dan como resultado que el verosímil no resulte demasiado creíble, pero El hombre solitario es una excepción a la regla. Brian Koppelman y David Levien, responsables de Confesiones de una prostituta de lujo (The Girlfriend Experience) y guionistas de Ahora son 13 (Ocean’s Thirteen), utilizan con inteligencia el último tramo de la fórmula del género biográfico para contar cómo un tipo exitoso, pintón y seductor, termina sin trabajo y solo en la madurez. Y para eso, tienen como protagonista insuperable a Michael Douglas, una estrella que a través de una agitada vida privada, entradas reiteradas a exclusivísimas clínicas para adictos al sexo y demás cotilleos, es casi irremplazable para personificar a Ben Kalmen, un cínico a ultranza y mujeriego incansable, que tuvo su momento de gloria como vendedor de autos y ahora avanza con ganas hacia el desastre financiero, aún orgulloso de su individualismo y dispuesto a conservar hasta el final un sistema de valores del tamaño de un mosquito. Con una estructura clásica, el relato delega con confianza el peso de la película en Douglas, que a pesar de componer a un mentiroso y manipulador, no deja de ser simpático y consigue grandes momentos de empatía. Y lo rodea por unos pocos pero decisivos personajes, como Nancy (la siempre extraordinaria Susan Sarandon) como la ex esposa, Jordan (Mary-Louise Parker) que encarna a su actual pareja, y Jimmy (Danny DeVito), un antiguo amigo y ejemplo vivo de todo a lo que Ben se le escapó en la vida. Pero además de todo el oficio de los intérpretes, la película se atreve a mucho desde el mismo riñón de Hollywood. A trasmano de la industria, decide llevar adelante una película protagonizada por sesentones, que en el transcurso del relato arrastran sus miserias y a los que el tiempo no hizo ni más sabios ni más buenos. Y sobre todo, deja que la propia lógica de los protagonistas se desarrolle con naturalidad, sin redenciones forzadas, como demuestra el plano final de Ben Kalmen mirando a cámara con las manos en los bolsillos. Las cosas son como son.
Alguien acecha entre los muros del Nacional Diego Lerman cuenta la historia de una celadora que, en plena dictadura militar, vela por hacer cumplir las estrictas reglas del colegio. El film fue calurosamente recibido en Cannes y participará en el Festival de San Sebastián. Los siete años que duró la última dictadura militar fueron abordados en varias oportunidades por el cine argentino pero, casi tres décadas después, el lúgubre legado del conocido como Proceso de Reorganización Nacional todavía ofrece infinitas aristas para analizar. En ese sentido Ciencias morales, de Martín Kohan, se interna de manera colateral en la cuestión de la represión a partir del clima que se vivía por aquellos años en el Colegio Nacional de Buenos Aires. Y Diego Lerman adapta la historia para el cine, con la finaldidad de hablar sobre los años de plomo, en tanto la institución “es un selecto resumen de la nación entera”, como bien describe con ironía el autor del libro. Si cada película es un universo cerrado con sus propias características, el film de Lerman busca en la escuela-nación la representación, las marcas de un micromundo que replica lo que está pasando afuera, un fuera de campo convulsionado que incluye una dictadura agonizante pero todavía feroz y el comienzo de la Guerra de Malvinas, su última aventura sangrienta. La mirada invisible muestra a María Teresa (Julieta Zylberberg), una preceptora que impone la absurda disciplina de un sistema opresivo con la convicción de los meticulosos, una burócrata obsesiva, necesariamente gris y convenientemente eficaz, que tiene como guía y modelo al señor Biasutto (Osmar Nuñez), el jefe convencido de las directrices del Proceso que dispara frases como “fumar en el colegio es el cáncer de la subversión que todavía nos amenaza”. Porque María Teresa está obsesionada con que algunos alumnos fumen en el colegio y después de conseguir el permiso del siniestro Biasutto, cada vez que puede se encierra en el baño de hombres para pescar a los infractores. Diego Lerman demostró en Mientras tanto (2006) y Tan de repente (2002), que su interés pasa por los procesos de cambio de los personajes y su tercer film no es la excepción. La pulsión de un personaje obsesionado con el orden, los planos detalle de los dedos midiendo el largo del cabello de los alumnos, la tensión sexual reprimida, los amplios pasillos vacíos, el ruido apagado de las manifestaciones en la calle, confirman la gigantesca oscuridad de aquellos años y a la vez, preanuncian el fin de una época y del futuro incierto de María Teresa, una criatura tan dañada por la dictadura como el resto de la sociedad.
La fiesta interminable de Fredy Desde la desopilante y sorpresiva escena en donde el protagonista hace una lectura errónea de un momento de intimidad con una mujer a la cual intenta que le practique sexo oral, hasta una cena digna de Los Campanelli con todos los personajes sentados a la mesa familiar, Igualita a mí incluye momentos de una audacia inusitada propios de la comedia americana de los últimos años y otros de un conservadurismo fatal, heredero de la televisión de los setenta. La película está estructura en torno a Adrián Suar, que demuestra una vez más un timming especial para la comedia, con su eterno personaje de porteño turro aunque adorable. Desde ese lugar compone a Fredy, un cuarentón que pasa sus noches en boliches, sale con chicas de la mitad de su edad, picotea en los negocios familiares, y sobre todo opone resistencia al paso del tiempo con un vestuario adolescente y frecuentes excursiones a la peluquería para ocultar las canas. Pero una noche de tantas, conoce e intenta seducir a Aylín (Florencia Bertotti), una joven que lo estaba buscando para comunicarle que es su hija, fruto de una relación pasajera que el playboy de cabotaje que tuvo en el viaje de fin de curso a Bariloche, y que además, pronto lo va a convertir en abuelo. Igualita a mí empieza bien alto, en donde el director Diego Kaplan, que debutó con ¿Sabés nadar? (1997), un film que también hablaba de la inmadurez -con surfistas gordos que no surfeaban y neuróticos directores de cine que no filmaban-, combina los grandes momentos del hedonismo sin culpa de Fredy con una clara inspiración en Los rompebodas, más algunas escenas de divertida crueldad de Loco por Mary. Y Suar está a la altura, manejando con soltura la fiesta permanente de la adolescencia tardía, así como también el estupor inicial ante la noticia que viene del pasado, y el enojo ante la evidencia que se termina un ciclo. Sin embargo, después Kaplan abandona la irreverencia, se deja ganar por la rutina televisiva de los envíos más convencionales –bien lejos de sus propias experiencias en ciclos como Mosca y Smith en el Once y la comedia de culto Son o se hacen– y lo que era hasta ese momento una buena comedia popular, se convierte en una condena al chanta de Fredy, al que fuerza a un cambio políticamente correcto pero dañino para el conjunto del relato.
Millennium, cine de exportación Junto al legado de la obra de Ingmar Bergman, los libros y las series del inspector Kurt Wallander (del escritor Henning Mankell), y por qué no, los automóviles Volvo y los camiones Scania, la saga de Millennium es uno de los productos de exportación más exitosos de Suecia de los últimos años. La trilogía creada por el periodista y escritor Stieg Larsson - Los hombres que no amaban a las mujeres, La chica que soñaba con un fósforo y un bidón de gasolina y La reina en el palacio de las corrientes de aire - dio en primer paso en el cine el año pasado con Los hombres… y tenía a su favor la sorpresa del arranque, en donde los crímenes violentos, el sexo más o menos audaz y la presentación de un abanico de personajes atractivos, principalmente la investigadora Lisbeth Salander y el periodista Mikael Blomkvist, sentaba las bases de la saga. En Millennium 2 la atención está centrada en Lisbeth Salander: rebelde, adicta a los tatuajes y a los piercing, bisexual y eficaz investigadora, que se ve involucrada en el asesinato de dos periodistas de la revista Millennium, que están a punto de publicar una nota sobre la red de prostitución en el país. Mientras que trata de demostrar su inocencia, Lisbeth va revelando el complejo entramado de poder que participa en el negocio y sobre todo, a encontrar al culpable de la muerte de su madre. Perdida la sorpresa del comienzo de la trilogía, la película parte del supuesto de que buena parte de los espectadores está familiarizado con la saga literaria y así, ese aparente anclaje, deja al relato con bastantes agujeros en la narración. Sin embargo Millennium 2 tiene sus atractivos. A pesar de que se nota el cálculo y los golpes de efecto, el relato es atrapante, principalmente por su protagonista, una especie de ángel vengador oscuro y sufriente, que a pesar del reguero de cadáveres que deja a su paso, se mantiene como un personaje noble hasta el fin. Lo cierto es que en un punto, la saga de Millennium -como la del inspector Wallander- tiene la convicción de que la opulenta sociedad sueca también alberga un lado b bastante terrible. Entonces por un lado se regodea con las excursiones antropológicas a ese lado oculto del país, y por el otro, explota con inteligencia el fenómeno, que vía literatura masiva y cine de factura correcta, resulta irresistible para el resto del mundo. Y aparentemente tienen razón, ya está confirmada la versión norteamericana con Carey Mulligan y Daniel Craig como protagonistas.
Malo por historia, noble por elección Mi villano favorito es la primera película de la alianza entre Illumination Entertainment y Universal, y sin lugar a dudas, un motivo serio de preocupación para Pixar y DreamWorks, los gigantes de la animación. Si en el pasado el rubro estuvo dominado por Disney y Warner, más acá en el tiempo, los creadores de Toy Story, Up y Los increíbles (Pixar) o Shrek, Kung Fu Panda y Hanz (DreamWorks), se convirtieron en los jugadores más fuertes de los dibujos animados a nivel mundial. Y aunque cada tanto alguien se anima a pelearles el liderazgo –el intento más reciente fue el de los españoles, con Planet 51–, es difícil superar el nivel de sofisticación que alcanzaron ambos. Pero el film dirigido por la dupla Coffin-Renaud lo consigue con varios aciertos: humor inteligente y disparatado, emoción, ternura auténtica y sobre todo, personajes nobles y queribles. Empezando por su protagonista, Gru (con la voz de Steve Carrel), un villano de piernas flacas, torso enorme y cabeza afilada, una mezcla entre el tío Lucas de Los locos Adams y el Dr. Evil de Austin Powers, que quiere dejar su marca en el mundo con emprendimientos tales como robar las pirámides de Egipto o reducir y apropiarse de… la Luna. Para estas empresas megalómanas y dignas de Pynky y Cerebro (“¡Vamos a tratar de conquistar el mundo!”), cuenta con la ayuda de un científico convenientemente loco y lleno de recursos a la hora de fabricar los aparatos que necesita para sus fechorías, más un ejército de torpes criaturas idénticas y anónimas (al estilo de los Oompa Loompas de Charly y la fábrica de chocolates). La lucha por el liderazgo del mal contra Vector, un villano más joven, encuentra a Gru con un presente lleno de problemas que arrastra desde una infancia desdichada, en buena parte gracias a su tiránica madre (Julie Andrews). Pero tres huerfanitas que entran inesperadamente a su vida (recordar Una serie de eventos desafortunados, con Jim Carrey), lo ayudan a encontrar el punto débil de su rival, le dan la oportunidad de redimirse y encontrar el amor, y hasta logran que abandone la nociva práctica de pincharle los globos a los niños en la calle. Mi villano favorito es un film divertido, lleno de referencias cinéfilas y televisivas, que apuesta fuerte en un área monopolizada por unos pocos, con un respeto genuino por el género.
Aquellos gloriosos viejos tiempos De los estallidos de furia y la calma melancólica de Embriagado de amor (Paul Thomas Anderson, 2002) y Locos de ira (Peter Segal, 2003), pasando por los personajes buenazos y gloriosamente independientes de Un papá genial (Dennis Dugan, 1999), La herencia del Sr. Deeds (Steven Brill, 2002) y Happy Gilmore (Dennis Dugan, 1996), hasta la reflexión melancólica y existencial de la extraordinaria Hazme reír (Judd Apatow, 2009), Adam Sandler es una de las pocas figuras de los fundadores de la Nueva Comedia Americana –en donde se alinean Wes Anderson, Bobby y Peter Farrelly, Ben Stiller, Jim Carrey, Owen Wilson y Will Farrel entre otros-, que el público masivo distingue como una marca en los proyectos que participa. El actor, músico, guionista y productor neoyorquino, que como buena parte de los comediantes que cambiaron el género en Hollywood se hizo verdaderamente popular en el eterno y siempre vigente Saturday Night Live, es una especie de héroe de los relatos que hacen base en la épica de la eterna adolescencia. Ahora bien, Son como niños sigue en la misma línea pero clausura de mala manera esta especie de sub género, abordado decenas de veces en los últimos años. La película parece decir que el tiempo, los recursos, tics, historias y en definitiva, la visión del mundo de este tipo de historias van agotándose, en tanto sus creadores se hacen más grandes. Así, con la dirección del veterano Duggan, luego de una breve introducción donde se muestra a un grupo de cinco chicos en su momento de gloria cuando ganan un campeonato de básquet, el guión del propio Sandler junto a Fred Wolf, reúne a los protagonistas 30 años después, en el funeral del entrenador que los llevó a la gloria en la niñez. De ahí en más, al transitadísimo recurso de mostrar el ¿qué pasó en la vida de?, que como es de esperar transitan un presente árido, amargo y lleno de frustraciones, se le suman los chistes demasiado fáciles -este cronista contó apenas tres gags relativamente efectivos-, el desperdicio de figuras como Rob Schneider, Chris Rock, Maya Rudolph y Steve Buscemi, las resoluciones apresuradas, y hasta una alarmante línea del relato, que transita por la constatación reaccionaria de que todo tiempo pasado fue mejor.
Natalia Oreiro: todo por un sueño Miss Tacuarembó no sería posible sin la participación de Natalia Oreiro. La explosión de alegría ochentosa que le imprime a la película el director Martín Sastre, con estéticas cruzadas que van desde films como Flashdance, La magia de los Parchís y hasta La vida de Bryan (de los Monthy Python), las referencias a la “primera” Madonna, y claro, las telenovelas como la venezolana Cristal, acompañado por innumerables guiños hacia el espectador más o menos entrenado en la cultura-chatarra de los realitys, todos estos elementos están al servicio de una puesta que sería impensable sin la actriz uruguaya, que se mueve con soltura dentro de tono decididamente kirsch del film. Aquí Natalia Oreiro es Natalia, una niña que sueña ganar el concurso de belleza de Tacuarembó, la única manera que se imagina para escapar de la chatura pueblerina y sobre todo de Cándida (también a cargo de Oreiro), su maestra de catecismo. Después, ya adulta, la realidad se encarga de señalarle el fracaso de sus aspiraciones con un empleo en un parque de diversiones con temática bíblica. En los últimos cuatro años Oreiro recorrió un interesante camino en el cine. Ahí está la reciente Francia (2010), en la cual se puso en la piel de una empleada doméstica al servicio de una película “clasista”, según la definió el director Israel Adrián Caetano; Las vidas posibles (2007), que la muestra como una muy digna intérprete del denominado nuevo cine argentino; Música en espera (2009), en su perfil de artista popular ideal para un buen film industrial; y La peli (2006), en donde se revela como una actriz casi bergmaniana. Aquí Oreiro se deja llevar por Sastre, que a partir del universo que plantea el libro del multifacético uruguayo Dani Umpi, baraja todos los materiales a su disposición y se decide por una realización enérgica, pero ese mismo impulso no logra ocultar cierta falta de ilación en las coreografías ideadas por Diego Reinhold sobre las canciones compuestas por Ale Sergi de Miranda!, o resaltan las innecesarias explicaciones sobre el origen de la protagonista. Miss Tacuarembó es un artefacto extraño, que por su sobreabundancia de ideas a veces tropieza con la cohesión del relato, pero aún así es una de las propuestas más genuinamente renovadoras en el cine hecho en esta parte del mundo.
Si me voy antes que vos Veronika repasa sus veintiocho años, analiza sus días en un trabajo bien remunerado que odia, conjetura que en el futuro tendrá un matrimonio que se va a ir apagando por el hastío y las infidelidades del que se imagina, será su marido. Entonces Verónica decide morir. Y casi lo consigue, con una combinación clásica de pastillas y alcohol. Pero unos días después se despierta en un psiquiátrico y comprueba que a pesar de que falló en su intento de suicidio, las drogas que tomó dañaron su organismo y pronto morirá. Veronika decide morir ya fue llevada al cine por el japonés Kei Horie (Veronika wa shinu koto ni shita, 2005), y es uno de los tantos bestsellers de Paulo Cohelo, el prolífico escritor-sanador brasileño que con una escritura sencilla, plagada de parábolas elementales, se convirtió en uno de los autores más importantes en el universo siempre en expansión de la autoayuda. A la dificultad de adaptar un libro de Cohelo, la película suma otra al depositar el protagónico en Sarah Michelle Gellar, una actriz limitada, conocida principalmente por la serie Buff, La Cazavampiros y los films Sé lo que hicieron el verano pasado y Scooby Doo. Sin embargo, la directora inglesa Emily Young (Kiss of Life) demuestra un buen pulso para la dirección de actores y saca adelante el trabajo de Gellar y la rodeó con un elenco competente, comenzando por David Thewlis, que interpreta a Blake, director médico donde Verónika está internada, Jonathan Tucker, el joven esquizofrénico Edward, con el que la protagonista redescubrirá el amor, y la extraordinaria Melissa Leo como Mari, la paciente más veterana. Lo cierto es que el problema de la película es el origen. Casi no hace la diferencia la correcta realización –aunque por momentos abusa de cierto paisajismo, con tomas casi publicitarias–, el oficio de los intérpretes y una estructura dramática medida. Es el texto de Cohelo el que anula casi todo, martillando sobre el “valor de la vida” con un planteo tramposo (que se resuelve inesperadamente al final), subestimando primero a los lectores y ahora a los espectadores.
Todos los fuegos, el fuego En el final de Sin lugar para los débiles, cuando el sheriff Ed Bell que encarnaba el más lacónico que nunca Tommy Lee Jones miraba sin esperanzas hacia el futuro y soñaba con el fuego de los viejos valores que portaba su padre ya muerto, comenzaba La carretera, basada en la novela homónima de Cormac McCarthy, premio Pulitzer 2007. Y es que vista en perspectiva, la extraordinaria película de los hermanos Coen, transposición de “No es país para los viejos” (2005), también de McCarthy, funcionaba como el largo prólogo de la próxima novela del escritor norteamericano. Cada escena, cada nuevo asesinato, cada interrogante sin respuesta ante tanta maldad de Sin lugar… preanunciaba el final devastador de un mundo en descomposición. Y La carretera es una fiel versión de ese Apocalipsis señalado. Diez años después del Día 0, cuando todo terminó por una guerra nuclear, o porque la naturaleza dijo “basta”, no se sabe, El Hombre (Viggo Mortensen) arrastra un carrito de supermercado con sus miserables pertenencias sobre un mundo sin sol, sin vegetación, sin animales. Sin comida. Lo acompaña su hijo (Kodi Smit-McPhee), El Niño. Mientras que el padre asistió al fin del mundo y al suicidio de su esposa que no soportó lo que venía, el chico perdió a su madre junto a un pasado que solo conoce por el relato de El Hombre. Los protagonistas, sin nombre, representando así a los últimos hombres sobre la Tierra, se complementan: el niño sin como reserva de la inocencia original, y el padre, portador de los valores de una humanidad que se apaga. “El canibalismo es el mayor temor” dice El hombre sobre la summa del horror, una amenaza presente en cada metro que desandan hacia el Sur, donde suponen que tienen más chances de sobrevivir. Con una realización seca, bien cercana a la poética de la famosa novela, La carretera trabaja desde una marcada religiosidad –en donde tiene mucho que ver la banda sonora de Nick Cave–, con los elementos del drama intimista (la relación padre-hijo), el cine de terror (los no-humanos dispuestos a comerse a los que aún conservan rasgos de humanidad), y hasta del western (con los personajes, en especial el niño, como protagonistas de un nuevo comienzo), y se convierte, sin subrayados innecesarios, en una reflexión sobre lo inevitable de la tragedia de la humana.