Un gigante demasiado pequeño En esta nueva adaptación del clásico de Swift, Jack Black interpreta a un repartidor de correo que acepta ir al Triángulo de las Bermudas para impresionar a una chica. Pero los desbordes del protagonista opacan el resultado. El relato de Jonathan Swift, escrito a finales del siglo XVIII, tuvo varias adaptaciones en el cine, desde la famosa película de animación de 1939 dirigida por Dave Fleischer, realizador de Las aventuras de Popeye, hasta una versión española en 1983 a cargo de Cruz Delgado. El nuevo responsable de llevar a la pantalla grande las aventuras de Lemuel Gulliver, gigante o enano según los mundos que le toquen transitar, es Rob Letterman (Monstruos vs Aliens, El espanta tiburones) y Jack Black como productor. Y es justamente con la estrella de Escuela de rock que empiezan los problemas. La personalidad hiperquinética del actor va en contra del relato, que trasladado al presente tiene como protagonista a un hombre-niño, que vegeta como repartidor del correo en un diario, y que en un intento de impresionar a Darcy (Amanda Pett), una editora de viajes, acepta ir al llamado Triángulo de las Bermudas para hacer una crónica del misterioso lugar. Por supuesto, la travesía terminará en Lilliput, la tierra de la gente pequeña, donde lejos de su existencia gris en Nueva York, el protagonista se convierte en un héroe, acepta el mundo adulto y hasta consigue novia. Más allá del cantado final feliz y de la moraleja fácil de un gigante que en tierras mínimas se hace grande, la comicidad de Black, basada en un abanico de muecas desaforadas, aplasta todo a su paso. A esto hay que sumarle la música, que a diferencia de María Antonieta, la reina adolescente o Corazón de caballero, dos películas recientes donde la música estaba perfectamente integrada al relato, en Los viajes de Gulliver el rock está metido como un capricho del actor y productor (además de Escuela…, hay que recordar Delirios de fama: Tenacious D, una comedia más o menos autobiográfica en clave heavy metal). La película además abusa de los homenajes berretas (a La guerra de las galaxias, a Titanic, a Transformers), pero por sobre todas las cosas, la puerilidad de esta adaptación “moderna” tiene el cretinismo de presentar al gigante como un enviado del progreso, que entre otras cosas se traduce en la construcción de un nuevo Time Square en un reino de cuento de hadas, el merchandising de todo tipo de marcas, y hasta el cambio de vestimenta de los nativos. Un Gulliver que funciona como aplanadora cultural y creador de nuevos mercados. ¿Suena conocido no?
Como Perdidos en Tokio parte dos Llega la última creación de Sofia Coppola, ganadora del León de Oro en Venecia, centrada en la vida de un chico malo de Hollywood que lleva un trajín de excesos en un hotel hasta que su hija de once años irrumpe en su vida. Johnny Marco (Stephen Dorff) es una estrellita de Hollywood con todos los vicios que se supone tiene a su alcance un actor joven en el pico de su carrera: excesos, confort, caprichos, acceso a casi todo lo que se pueda comprar (drogas, una Ferrari, viajes), y por supuesto, también la nada existencial. Johnny vive en el famoso Chateau Marmont del barrio de Sunset Strip en Los Ángeles, un hotel con historia, acostumbrado a albergar (y lidiar) con actores, músicos, productores y todo el abanico de personalidades que pueden pagar el lujo y, sobre todo, la discreción del lugar. El protagonista pasa el tiempo, se droga, tiene sexo con chicas que se le regalan, lucha con sus demonios, se aburre. Imprevistamente tiene que convivir por unos días con su hija Cleo (Elle Fanning, hermana de Dakota), una adorable niña que lo conecta con el mundo real y lo obliga a reflexionar sobre su ausencia como padre, la madurez y a enfrentarse con el vacío. Su vacío. Con Somewhere, en un rincón del corazón, Sofia Coppola, de 39 años, actualiza, hace un homenaje, una remake, o lisa y llanamente una copia de Perdidos en Tokio (2003), la película que la puso en el mapa mundial del cine, después de su extraordinaria ópera prima, Las vírgenes suicidas (1999). Si bien el tercer largo de la directora neoyorquina tiene grandes momentos –el show privado de las stripper en la habitación mientras el actor se duerme, el premio que recibe en Italia en una ceremonia desopilante–, la historia, el manejo de los tiempos muertos, las situaciones cool balanceadas con escenas de franco patetismo, pero sobre todo, la soledad del estrellato, son un pálido reflejo de lo hecho en Perdidos en Tokio, un film que tiene la frescura de una realizadora atenta a los detalles y con una mirada ácida pero también compasiva sobre un mundo que conoce desde la cuna, que aquí se repite sin fuerza, con una apuesta basada en el cálculo. Una ecuación que incluye el célebre hotel donde la directora vivió mientras su padre rodaba películas como Apocalipsis Now o Cotton Club. Sofia Coppola estaba trabajando en un proyecto sobre vampiros pero lo abandonó por Somewhere –con la que ganó el León de Oro en el Festival Internacional de Cine de Venecia del año pasado–, lo cierto es que pasados los casi 100 minutos del relato, parece que la realizadora se decidió por vampirizar su propia obra. <
Clint, como si nada hubiera sucedido El nuevo film de Eastwood incursiona en el género fantástico a través de tres historias que se entrelazan y que giran en torno al tema de la muerte: un tsunami, un accidente y el don de comunicarse con el más allá. Hace tiempo que Clint Eastwood está como despidiéndose. Lo atestiguan su adiós a la actuación en Gran Torino (2008), su último gran film hasta ahora, tanto como el tono crepuscular de varias de sus películas, donde no tuvo reparos en hablar (y hasta bromear) acerca de su edad avanzada. En este contexto, una película sobre la muerte parece ir en ese mismo sentido. Si no, es difícil de entender por qué realizó este proyecto que nada tiene que ver con su filmografía. Más allá de la vida se compone de tres historias alternadas cuyo denominador común es la experiencia con la muerte. Una periodista francesa (Cécile de France) que sobrevive al devastador tsunami del Océano Índico de 2004, un psíquico norteamericano (Matt Damon) que rehúye a su don de comunicarse con los muertos y un niño inglés que pierde a su hermano gemelo en un accidente (ambos interpretados por Frankie y George McLaren). Una experiencia, en cada caso, que cambiará la forma de valorar y encarar la vida. A pesar de que el tema amenaza con el abordaje místico, el comienzo es prometedor en la presentación de los personajes y hasta sorprende con la espectacular escena del tsunami, que Clint filma mejor que cualquier catastrofista profesional. Pero, claro, se trataba de hablar de la muerte o lo que habría después de ella, y aunque uno de sus protagonistas, justo el que puede comunicarse con los que pasaron al otro lado, reconozca sobre todo dudas, el film viene a comunicar certezas y privilegiar la postura de la periodista que, después de su ida y vuelta al más allá, arremete con un bestseller en plan Víctor Sueiro, donde pregona con fervor militante que efectivamente hay un más allá y que está bárbaro (aunque lo poco que se muestra es bastante vago y apenas interesante). Era cantado que las tres historias iban a entrelazarse, el problema es que estos encuentros sean tan rutinario uno, como forzado el otro. Y está bien, Eastwood no es Coelho, y no va a caer tan fácilmente en la banalidad de la fábula con moraleja, pero en el final sí se deja ganar por la espiritualidad vaga y los lugares comunes acerca de que la muerte no es el fin. No siempre ofreció mensajes tan tranquilizadores, cabe recordar las palabras de su ex asesino en Los imperdonables (1992): “Es algo duro, matar a un hombre. Le quitás todo lo que tiene y todo lo que tendrá.” Pese a los traspiés, a los 80 años, Clint sigue vivo y filmando, y dejando su despedida como director para más adelante. De hecho ya tiene nuevo film en producción (una biopic sobre Edgar J. Hoover) que, se espera, sí esté a la altura de su trayectoria. <
Luminoso homenaje al maestro Tati Llega una nueva delicia animada del director de Las trillizas de Belleville, que vuelve a abordar el tema de la soledad a través del conmovedor encuentro de un prestidigitador en decadencia y una joven trabajadora de una taberna. Una historia que esperó durante décadas, el realizador de la fantástica Las trillizas de Belleville, una película de animación con apenas dos personajes ambientada entre los finales de los años cincuenta y el comienzo de los sesenta, todo eso es El ilusionista, segundo largometraje de Sylvain Chomet, que tomó un guión autobiográfico del actor y director Jaques Tati (1907-1982) y lo convirtió en el homenaje al maestro francés, uno de los grandes artistas del siglo XX, que dejó joyas inolvidables como Las vacaciones del Sr. Hulot, Mi tío y Playtime. La película cuenta el comienzo del fin del vaudeville a través de un prestidigitador (alter ego de Tati), que actúa para cada vez menos público en teatros de mala muerte, miembro de un ejército en retirada compuesto por payasos, magos y ventrílocuos. El protagonista está solo, sin afectos a la vista pero también sin más obligaciones que con su arte en extinción. Y allí va, a donde requieran sus servicios, se sube a trenes, barcos carretas, lo que sea para llegar a distintas localidades de Gran Bretaña para hacer lo suyo en lugares aun peores que los de su patria. Pero de pronto ocurre el milagro. En Escocia encuentra a una joven, pobre, fregona en una taberna, tan sola como este héroe grandote, anacrónico, que convierte a la adolescente en el motor de su vida, la hija que nunca tuvo, que lo admira por su capacidad de hacer aparecer objetos preciosos (vestidos adorables, relucientes zapatos), que le permiten a la chica soñar con otros mundos posibles. En ese sentido, es conmovedor proceso de acercamiento del protagonista con la huérfana, llena de magia, humor y aprendizaje de ambos, como cualquier relacione padre-hija. Si el imaginario de Tati se basaba en la crítica a la atronadora sociedad de consumo a través de un minucioso trabajo con el sonido que en buena parte provenía de los objetos que rodeaban a sus criaturas –en contraposición a la lucha contra los elementos de Buster Keaton–, tal vez la única objeción sea que Chomet utiliza el sonido de la música incidental para llenar huecos en la narración y así recorrer el camino de la nostalgia por un mundo que ya no existe. Al filo de 2011, el estreno de El ilusionista es una agradable sorpresa en la cartelera local, una película que sin dificultades puede ubicarse entre los primeros puestos de las habituales listas de las “mejores del año”.
El ciclotímico trip de un oído absoluto Protagonizado por el mundialmente reconocido DJ Paul Kalkbrenner, el film refleja la vida de un músico en el pico de su fama, de gira por toda Europa, mientras pelea contra sus demonios interiores y degusta todo tipo de drogas. Hace diez años muchos dijeron que el inolvidable Pappo había puesto las cosas en su lugar cuando en el programa Sábado Bus, desde la pantalla de Telefé, el músico lanzó una frase que hizo historia: “Conseguite un trabajo honesto, vos tocás lo que otro grabó.” El destinatario de la ponzoñosa frase fue DJ Deró, que en ese momento era la cara visible de la incipiente escena dance argentina. Lo cierto es que más allá de las batallas de cabotaje y las inútiles polémicas sobre si se puede hacer música con discos de otros, samplers, laptops y un par de bandejas, con el paso del tiempo hoy casi nadie se le ocurriría afirmar que los dj’s no “tocan”, es más, casi sin discusión son considerados los artistas que han sabido captar el sonido de este tiempo. A partir de esta canonización relativamente nueva, los compositores que trabajan con música electrónica están al mismo nivel que cualquier músico de rock tradicional y, se supone, viven las glorias y las miserias de la fama y el descontrol. Sobre esta acertada hipótesis trabaja Berlin Calling, un film que refleja la vida de DJ Ickarus, un músico en el pico de su fama, lo cual lo lleva a presentarse en diferentes escenarios de toda Europa, mientras en la intimidad lucha contra sus demonios interiores y se sumerge en un trip de drogas que ponen en riesgo su trabajo y la relación con Mathilde, su novia y mánager. Que el protagonista esté interpretado por Paul Kalkbrenner, un conocido artista alemán de música techno, minimal y house –estilos de la música electrónica–, le da al film de Hannes Stoehr (One Day in Europe, Berlin Is in Germany) un insuperable verosímil, y allí es donde el relato logra la mayor intensidad, principalmente cuando muestra el proceso creativo de Ickarus, las sutilezas entre los estilos, o cuando capta la increíble energía que se libera en boliches y raves multitudinarias. Sin embargo, el resto de Berlín… no deja de ser muy parecida a decenas de títulos que hablan sobre el apogeo, caída, traumáticas internaciones, recaídas y la posible redención (o el reviente definitivo, otra de las posibilidades) de artistas superados por el ego, la exposición, la sensibilidad a flor de piel y una vida más o menos difícil. Las alas de Ickarus no llegan a quemarse y el film tampoco, aunque paradójicamente, sale un poco chamuscado por la falta de riesgo.
La suma de todos los miedos El film de Gregor Jordan plantea el dilema moral que tiene lugar en un centro de detención, en el que se recurre a la tortura para que un prisionero confiese en qué lugar del territorio estadounidense escondió tres bombas nucleares. Después del atentado a las Torres Gemelas y el casi inevitable camino que tomaron los Estados Unidos al considerar al mundo árabe su enemigo y al resto del planeta como sospechoso, el cine y la televisión empezaron a producir películas que daban cuenta del estado de miedo y paranoia que impera en la potencia mundial. En este contexto, El camino de Guantánamo y Standard Operating Procedure –que en la Argentina fue directamente al cable– son sólo dos ejemplos de producciones que abordan la cuestión de la violación de los Derechos Humanos: la primera sobre los prisioneros de la cárcel norteamericana ubicada en territorio cubano y la otra acerca del centro de detención de la ciudad iraquí de Abu Ghraib. Pero fue la serie 24 la que condensó, capítulo a capítulo y en tiempo real, el alarmante desplazamiento moral del país, con el agente Jack Bauer (protagonizado por Kiefer Sutherland) como un psicópata que era capaz de todo, torturas incluidas, en nombre de la “seguridad nacional”. El día del juicio final destina buena parte de sus 97 minutos al dilema moral que significa emplear la tortura sobre un prisionero para que confiese dónde están ubicadas tres bombas nucleares en territorio estadounidense. Así, la película muestra un centro de detención donde las garantías constitucionales están suspendidas, al menos para Younger (Michael Sheen), un estadounidense convertido al islamismo, convencido de su causa, que soporta más allá de lo imaginable las torturas a las que lo someten para que confiese al agente de operaciones encubiertas H (Samuel L. Jackson). Por supuesto, el guión contempla un endeble equilibrio con la representante del FBI, Helen Brody (Carrie-Anne Moss), un personaje que funciona como la conciencia crítica de la nación –y del aparato del Estado–, que se opone a la tortura como método de interrogatorio. Mutilaciones, asfixia, electrocución y hasta la amenaza a familiares del detenido son algunos de los tormentos que se ven en la pantalla; un catálogo de atrocidades que más allá de que podrían estar sólo sugeridos, para el relato resultan efectivos en la lucha contra el terrorismo, en tanto el prisionero demuestra que puede manejar los tiempos del interrogatorio y que sólo con más tortura se podrá evitar que la hecatombe nuclear se produzca. El día… entonces comienza como una denuncia sobre la violación a los Derechos Humanos, pero después planea hasta dónde se puede llegar para obtener información. Y la respuesta que tiene la película es clara: hasta el final.
Deconstruyendo al pionero del porno Hoy se estrena el documental que recrea la vida del director de cine triple X, que en el momento en que la industria del género es amenzada por la irrupción de Internet y la piratería, lucha por concretar su film más ambicioso. Maytland es un film curioso. Marcelo Charras descubrió a Víctor Maytland fortuitamente, se acercó y hasta trabajó con el pionero del cine porno en la Argentina, y si bien la fascinante carrera del director constituye el material soñado de cualquier documentalista, el novel realizador se decidió por una docuficción. Ahora bien, se puede especular que esta decisión tiene que ver con la intención de Charras de mostrar la lucha del director de más de 120 films condicionados por hacer lo suyo en un contexto hostil, que en la superficie ninguneaba su obra y hasta su existencia, y hacia adentro del género lo presionaba para que sus producciones sólo mostraran sexo duro, negándole a Maytland la posibilidad de introducir en los relatos sus inquietudes políticas, sociales y artísticas. En ese sentido, un documental podría recurrir a los testimonios y los archivos, pero siempre en el terreno de la especulación, Charras pudo deducir que estos elementos serían insuficientes y que una ficción sería más justa con la epopeya de un mito viviente que debía ser reivindicado. Maytland entonces se ubica en el comienzo del fin de la industria porno en la Argentina por la irrupción de Internet y la piratería, cuando el protagonista lucha por concretar su film más ambicioso, Exxxterminio, un relato que sin dejar de lado el hardcore, se interne en la oscuridad de la última dictadura militar ambientado en un campo de concentración. Las avant premières en cines condicionados ubicados en sótanos y con poquísima gente, un hijo que busca infructuosamente el VHS de Las tortugas pinjas –casi un incunable cinematográfico y el mayor éxito en la carrera de su padre–, un productor despiadado (impecable el Facha Martel), el desamparo y la soledad de antiguas estrellas del género, todo esto es lo más logrado de la primera parte de la narración, aunque después, cuando se centra en el rodaje del controvertido film sobre los centros de detención, cae en lugares comunes y es lo más flojo de la película. Elegía en el sentido amplio del término, en tanto se despide a un luchador del género, clausura de una época, y reivindica la figura de un verdadero director, Maytland es una digna y melancólica ópera prima. Y Charras, un realizador a tener en cuenta en el futuro.
Un día con (muchos) mexicanos Desde que en 1992 presentó El Mariachi, que rápidamente se convirtió en objeto de culto, Robert Rodriguez viene construyendo una personalísima visión de la violenta frontera que separa a los Estados Unidos de México. El díptico Grindhouse junto a Quentin Tarantino, Érase una vez en México, Del crepúsculo al amanecer, Desesperado –con “desviaciones” como Miniespías y Las aventuras del niño tiburón y la niña de fuego– son películas que recurren al western, al terror y al gore (mutilaciones, vísceras al aire, etcétera), pero todas tienen sus altas dosis de asesinos, narcotraficantes, mujeres letales, armas sofisticadas, potentes autos y el orgullo latino insertado en el riñón de Hollywood. Si todos estos films forzaban el verosímil al máximo, Machete es el disparate mayor, al que además, y dentro del imaginario del director mexicano, se le agrega la denuncia obvia, pero denuncia al fin, de la cuestión de la inmigración. Y ahí va Machete, repleta de estrellas en franca decadencia o en su mejor momento, un team que va desde Jessica Alba y Michelle Rodriguez, pasando por Robert De Niro y Steven Seagal, hasta Lindsay Lohan y Don Johnson, todos felices de poder participar. Por supuesto, en la enumeración de figuras falta el gran Danny Trejo, eterno segundón de innumerables producciones de bajo presupuesto, encarnando su primer protagónico como Machete Cortes, un ex agente federal mexicano al que le asesinan su esposa y que busca justicia y venganza enfrentándose a un cártel de narcos y a un senador ultramontano (De Niro), que busca su reelección proponiendo que los Estados Unidos construya un muro electrificado para detener la inmigración desde México. Lo que sigue es una trama sencilla, la exploración concienzuda de las posibilidades de todo tipo de armas cortantes en el cuerpo humano y una batalla antológica, donde se enfrenta una guardia paramilitar gringa a un ejército de vendedores de tacos, cortadores de pasto y albañiles mexicanos, casi una actualización de la famosa batalla de El Paso, aunque aquí con los latinos como ganadores. Y claro, las chicas, que inevitablemente caen a los pies del musculoso, tatuado, parco y letal protagonista. Machete cumple con lo que promete, un homenaje al cine clase b de los años setenta, que como plus, también habla del racismo y la intolerancia de un país poderoso ante otro que lo provee de mano de obra barata. <
El gris desencanto de la burguesía Otra entrega de Silvio Soldini en la que vuelve a demostrar sus virtudes como cronista de los costados más agobiantes de la vida ordinaria, por medio de la historia de un amor clandestino entre un hombre y una mujer casados. Silvio Soldini es uno de los pocos directores italianos contemporáneos que hicieron pie y lograron presencia en las salas argentinas. De él se conocieron Pan y tulipanes (2000) y Sonrisas y lágrimas (2007). A juzgar por estos dos films, Soldini es una suerte de cronista de la clase media y sus frustraciones, que el estreno de Cosa voglio di piú, viene a confirmar. Anna (Alba Rohrwacher) tiene un buen empleo, en el que está bien considerada, un buen pasar económico, un marido comprensivo y simpático, y una familia en la que participa como miembro activo. Todo pinta aparentemente bien, pero lo cierto es que su empleo es bastante aburrido, su marido es un gordo bonachón con el que hace rato no hay pasión, en fin, se estancó en una monotonía de la que no la salvan ni las clases de pintura que parece haber tomado como salida creativa. Es en este panorama que conoce a Domenico (Pierfrancesco Favino) y su vida dará un vuelco, reencontrándose con la pasión perdida. Entre ambos surgirá un amor clandestino (Domenico también está casado y además tiene dos hijos) pero, incapaces de abandonar a sus parejas y seguir adelante juntos, sólo tendrán encuentros esporádicos en hoteles. Y claro, una relación de estas características, con sus pequeñas trampas, ocultamientos y mentiras, se hace difícil de mantener. Soldini condensa aquí dos de los intereses desplegados en sus películas previas: las parejas en crisis (como en Sonrisas y lágrimas) y el agobio de una existencia gris (como en Pan y tulipanes), y sigue demostrando que es un buen cronista de la vida ordinaria. La descripción de la cotidianidad de los protagonistas es minuciosa y creíble, como lo es también el retrato de los personajes. El título, Cosa voglio di piú (cuya traducción sería Qué quiero más) hace alusión a esos deseos y proyectos que los protagonistas anhelan pero no se animan a concretar y sólo abordan a medias. El relato mantiene el interés durante la primera mitad, pero luego se estanca, estirándose como la indecisión de los protagonistas y volviéndose repetitivo como sus estrategias. Se nota que Soldini conoce el objeto que describe, pero ha mostrado mejor puntería en ocasiones anteriores. El film cae en una trampa frecuente que es la de ser víctima de la misma monotonía que pretende retratar
Una ciudad con gente sola de buen corazón Jason Bateman, secundado por Jennifer Aniston, es el protagonista de este film que narra la historia de un hombre enamoradísimo de su amiga y, también, la ansiedad de ella por convertirse en madre. Efectivos enredos de diseño. La ciudad como territorio propicio para el desarrollo de neurosis varias es uno de los tópicos del cine de las últimas décadas. Ahí está el inevitable Woody Allen que, con altas y bajas, mostró como nadie, casi siempre en tono de comedia, las taras de hombrecitos abrumados por relaciones difíciles, sumergidos en el trabajo para llenar los tiempos muertos y con la hipocondría como síntoma distintivo de la soledad. Papá por accidente trabaja sobre el mismo tema, con Wally Mars (Jason Bateman), un personaje huraño, hosco y claro, perdidamente enamorado de Kassie Larson (Jennifer Aniston), su mejor amiga. Por supuesto, la película muestra que son el uno para el otro, sólo que ellos no quieren o no pueden aceptarlo. El asunto toma algún interés a partir de la necesidad de Kassie, por esas cosas del reloj biológico, de querer ser madre. Y ahí va la moderada heroína de la modernidad, en busca de un donante al que encuentra, como no, y que de yapa es apuesto, vital y buena gente. En el medio, Wally, el verdadero protagonista de la historia –porque hay que tener en cuenta que Aniston es sólo la partenaire de Bateman, aquí como el personaje prototipo del sufrimiento urbano– se emborracha, cambia frasquitos, y bueno, lo que sigue es un niño tan neurótico como su padre biológico, un semental que supone que tiene un hijo y una pareja– aunque los espectadores y la película (no los personajes) saben que no es así– y una cuarentona que está buena, que es simpática, que es exitosa, pero que no sabe para dónde disparar, casi el abc de la carrera de Aniston fuera de la serie Friends. Sin embargo, es injusto incluir a Papá por accidente en las decenas de comedias sobre el mismo tema que se hacen cada año. Es cierto que el film tiene muchas, demasiadas líneas parecidas a otros relatos, pero el equipo de producción, que tiene en su haber joyitas como La joven vida de Juno (2007) y Pequeña Miss Sunshine (2006), acierta cuando ubica en el centro de la historia a Bateman, un gran actor que a partir de la serie Arrested Development, ganó visibilidad y que en la película aporta su estilo seco y contenido, que combina muy bien con el papel sufriente y edulcorado de la buena de Jennifer. Es cierto, es un film de diseño (diálogos ingeniosos, situaciones simpáticas, un niño adorable), pero correcto en sus módicas aspiraciones.