Una mente para salvar al mundo Guy Ritchie eligió para la segunda entrega de Sherlock Holmes una historia de “intriga internacional”, saltando de país en país al mejor estilo de “¿Dónde está Carmen Sandiego?”. En este caso el villano es el profesor James Moriarty, la némesis que Sir Arthur Conan Doyle ideó para el detective más sagaz del mundo (y el más observador). Moriarty, otro genio, estrena en la historia (estamos en 1891) una idea que después se les ocurrirá a muchos: enriquecerse con una guerra, siendo dueño de “las balas y las vendas”, como se dice en algún momento. A partir de una carta birlada a la seductora Irene Adler (al servicio del oscuro profesor) Holmes cruza su camino con Madam Simza Heron (Sim, para los amigos), una gitana llena de secretos de quien se despide su hermano Rene. A partir de ahí redondeará su teoría, en la que va uniendo una serie de asesinatos de diferentes magnates alrededor del mundo. Ahora que el doctor John Watson se ha casado con su prometida Mary, Holmes quiere dejarlo afuera, pero una entrevista con Moriarty le hace saber que éste planea dirigir sus iras contra el doctor de la buena puntería. Así, el salvataje contra un atentando en pleno viaje de luna de miel vuelve a juntar a la dupla, convencidos de que no habrá paz (ni personal ni para el mundo) hasta que no derroten a su enemigo. Así, comienzan una investigación-persecución, que los llevará primero a París, para reencontrar a Sim, luego a Alemania y finalmente a Suiza, donde tendrá lugar el clímax, en una concurrida cumbre de paz. Caracteres únicos Presentados los personajes en el filme anterior, Ritchie y sus guionistas (Michele y Kieran Mulroney), optan por no desarrollar tanto las características de los mismos (el choque entre el disfuncional Holmes y el ultracorrecto Watson). De todos modos, a Robert Downey Jr. y Jude Law estos personajes les saldrían hasta dormidos. Especialmente a Downey, tan alocado y experimentador de sustancias como el detective que encarna (un elemento que el director, fanático confeso del personaje, decidió rescatar). Rachel McAdams reaparece como Adler, pero poco (y con un dejo de tristeza) es lo que puede hacer. Por lo demás, se lucen los personajes nuevos. Particularmente Noomi Rapace, en un personaje mucho más liviano que su Lisbeth Salander en la Trilogía Millenium sueca, pero siempre sugestiva: la penetrante mirada de sus ojos oscuros y su boca apenas abierta alcanza para que su primer plano llene la pantalla. Jared Harris construye a un Moriarty contenido, inescrupuloso y narcisista: una simple mueca que simula ser sonrisa alcanza para que se le tema. A su lado, tendrá a Paul Anderson como el coronel Sebastian Moran, experto tirador (rival ideal para Watson) y perfecto ejecutor, una especie de Terminator al servicio de la mente maligna. Por último, se luce Stephen Fry como Mycroft Holmes, hermano mayor del detective, quien en los relatos originales era un aburrido gentleman con mayor capacidad de observación y deducción que Sherlock (pero sin el fuego investigativo), y que aquí es un excéntrico caballero al servicio de los Asuntos Exteriores británicos. Relato visual El guión tiene algunas flaquezas (Holmes ya viene con la sospecha de Moriarty; este tiene inexplicablemente más ganas de cargarse a Watson que a Holmes) pero tal vez esto viene a dejar más espacio para la acción y la intriga posterior. Por otra parte, Holmes usa menos su observación para la deducción (hasta logran engañarlo en un atentado) que para sobrevivir minuto a minuto: como los personajes de “Héroe”, puede visualizar toda una pelea en su mente en segundos y tratar de reproducirla o cambiar su resultado. Como los hermanos Wachowski, Ritchie se permite jugar holgadamente con los tiempos, congelando o ralentando el viaje de una bala, la explosión de un fulminante o la caída de un personaje (algo que ya había hecho en la primera parte de la saga). La dirección de arte y el vestuario se lucen obviamente, reconstruyendo la Europa de fines del siglo XIX, incluso con detalles para la polémica (el gramófono ya existía en 1891, pero hay que ver cuántos discos musicales había para entonces). La fotografía es luminosa, haciendo lucir la riqueza cromática de los vestuarios. Por último, la música romaní le agrega el exotismo propio del pueblo errante. Al final, serán Watson y Simza los encargados de aplicar la técnica observacional-deductiva de Holmes para resolver el plan final de Moriarty en la cumbre de los poderosos, mientras héroe y villano se lanzan a un ajedrez mental (¿acaso no lo jugaron durante todo el filme?) y se debaten en una polémica sobre la humanidad. “Usted no se enfrenta conmigo; se enfrenta contra la naturaleza humana. Tarde o temprano habrá una guerra mundial, la harán ellos. Yo sólo tengo que esperar...”, dice Moriarty, y la historia nos demuestra que lo hicieron. Y cómo. Los herederos de Moriarty vienen ganando, y son unos cuantos: ojalá tuviésemos un par de Holmes, a ver si podemos salvar al mundo más seguido.
El sabor de la aventura Se dice que Steven Spielberg empezó a interesarse por Tintín, el personaje creado por el historietista belga Hergé (Georges Prosper Remi), cuando alguien le comparó las andanzas del chico del jopo con las películas de Indiana Jones. Quizás por eso, Spielberg planteó esta adaptación como una explosión de pura acción y aventura combinada con humor, al mejor estilo de los filmes que dedicó al arqueólogo del sombrero. Si en aquéllos, su compañero y soporte creativo (especialmente en el campo de los efectos especiales, a través de la compañía Industrial Light & Magic), aquí esa función la cumple Peter Jackson, quien funge aquí como productor (y cabeza de Weta Digital), lo que lo confirma en algún punto como “el Lucas del nuevo milenio”. La otra diferencia es que el filme se realizó con la revolucionaria técnica de motion capture, el reconocimiento corporal y facial que permite reconstruir los movimientos y gestos de un actor real en un personaje generado digitalmente (la que fuera estrenada en el Gollum de El Señor de los Anillos” y luego explotada en filmes como “King Kong”, “El Planeta de los Simios: (R)Evolución” (en los tres casos, a través del cuerpo del actor Andy Serkis), y muy especialmente en “Avatar”). Así, un destacado elenco de actores se encarga de darle vida a un grupo de personajes que están a medio camino entre la animación digital hiperrealista (¿alguien se acuerda del filme de “Final Fantasy”?) y la estética que Hergé le asignó a sus creaciones, a través de su línea clara y sus colores brillantes. Desgraciadamente, Cinemark sólo proyecta la versión en castellano, por lo que se pierden las voces originales. De todos modos, se puede apreciar la gestualidad de los actores detrás de las máscaras digitales. Entre ellos, Jamie Bell, como un Tintín más adulto que el niñajo gestado por Hergé (tributado en la escena inicial del metraje); Daniel Craig, como Sakharine; Rackham, el Rojo, y el ya mencionado Serkis como el borrachín capitán Archibald Haddock (y su ancestro Sir Francis). Por lo demás, el desarrollo digital está puesto a generar escenarios increíbles en los que se desarrollan trepidantes escenas, con un departamento dedicado a la generación de las muy necesarias escenas acuáticas (los algoritmos que reproducen los movimientos del líquido siempre fueron un quebradero de cabeza para los animadores digitales).
El abismo de lo inexplicable En “Traffic”, Steven Soderbergh ya había mostrado su habilidad para realizar filmes corales, con historias que se tocan apenas, o se reúnen en torno a una temática; por supuesto reuniendo un destacadísimo elenco. En “Contagio”, lleva esta idea al extremo, en torno a una plaga que se multiplica exponencialmente por el mundo. La historia arranca en el “Día 2” de la expansión del virus. Beth Emhoff, una estadounidense que vuelve a Minneapolis desde Hong Kong (con una particular “escala” en Chicago), comienza a manifestar síntomas de enfermedad, al igual que el joven chino Li Fai, una escort ucraniana que vive en Londres, un japonés y un hombre llamado John Neal, curiosamente de Chicago. La muerte los sorprende a todos y a algunos de sus allegados. En el caso de Emhoff, su marido Mitch parece inmune a la enfermedad. Rápidamente llegan las reacciones: el Centro de Control de Enfermedades (CDC, por sus siglas en inglés) empieza a desplegar su respuesta: liderado por el doctor Ellis Cheever. Otro tanto hará la Organización Mundial de la Salud (OMS), enviando al Asia a la doctora Leonora Orantes. Así se empiezan a despegar diferentes historias interconectadas, pero nucleadas en torno a esas tres principales: la del viudo y su hija (alguna clave hay en la viajera fallecida), la de los implicados en la búsqueda de la vacuna, y la de la médica que se verá retenida en Hong Kong por imprevistos factores. Todo esto mientras el mundo amenaza con desmoronarse ante la crisis: como rezan los afiches promocionales, “nada se expande como el miedo”. En medio del caos, no faltará el comunicador inescrupuloso, el blogger amarillista Alan Krumwiede, dispuesto a beneficiarse en medio de la catástrofe. Falibles y mortales La cinta se convierte así en una mezcla de “Y la banda siguió tocando” con un filme catástrofe clásico, pero la mano de Soderbergh y el guión de Scott Z. Burns ponen distancia con los productos de Roland Emmerich. Porque acá no hay científicos ni militares devenidos héroes, ni el típico personaje que desde el vamos uno sabe que se va a morir. Acá la clave es la suerte, o un genoma que predispone a resistir al violento virus. Se despliega así un relato ágil, lleno de flashbacks, donde las cámaras retratan lo que no se ve fuera del microscopio: congelando por un segundo una mano, un roce, un estornudo, cualquier momento de transmisión del escurridizo germen. Y la carnadura humana se apoya en un conjunto de actores que logran darles dimensión a sus personajes, a pesar de que por las características del filme no puedan lucirse. Tal vez Damon se muestre más (como lo hiciera en “Más allá de la vida”, el también coral relato contado por Clint Eastwood): él representa al hombre común, la pasiva víctima que sólo quiere proteger a su hija, lo único que quedó de su familia. Laurence Fishburne le da vida a un falible Cheever, Kate Winslet encarna a una esforzada doctora Erin Mears, Marion Cotillard le pone el cuerpo a la sensible Orantes y Jude Law hace lo propio con el detestable Krumwiede. Jennifer Ehle da la sorpresa con su doctora Ally Hextall, capaz de experimentar sobre sí misma, y Elliott Gould hace de taquito a su doctor Ian Sussman. Gwyneth Paltrow tiene poco margen, pero lleva la responsabilidad de encarnar a la “index pacient”. Como curiosidad, los fanáticos de CNN verán al conocido presentador médico Sanjay Gupta haciendo de sí mismo. Con ese arsenal se teje una trama que tal vez no sorprenda demasiado (puede que alguno se decepcione con el final “lineal”, más allá del ingenioso último flashback) pero que se encarga de mostrar en todas sus luces y sus miserias a un grupo de humanos mortales, y sus reacciones ante el miedo a la muerte invisible: el aterrador abismo de lo inexplicable.
De la lona a la gloria En la edición de mayo de 1956 de The Magazine of Fantasy and Science Fiction, Richard Matheson publicó un cuento titulado “Steel” (“Acero”), de la que en 1963 haría una adaptación para “La dimensión desconocida”. Allí mostraba una era en la que los boxeadores humanos fueron reemplazados por robots. El ex boxeador Steel Kelly y el mecánico Pole descubrían que su deteriorado Maxo no podía dar batalla, y Kelly se hacía pasar por la máquina para al menos sacar una moneda que les permita comprar repuestos. Dan Gilroy y Jeremy Leven tomaron algo de ese universo para crear la historia de “Gigantes de Acero” (“Real Steel”), sobre la que John Gatins escribió el guión. Algo de esa frustración, de ese encierro en peleas menores, pero generando una película que seguramente a Sylvester Stallone le habrá gustado: algo de “Rocky” y algo de “Halcón” hay en su trama. Volver a empezar Charlie Kenton es un ex boxeador (de los últimos), que brilló brevemente para hundirse luego en la mediocridad. En ese camino siguió luego en su nuevo rol de entrenador de robots boxeadores, los cuales (a diferencia del cuento) se fueron alejando cada vez más del aspecto humano para convertirse en unos gigantes con aspecto de mecha de animé, y que se enfrentan en unas peleas salvajes que muchas veces terminan en la destrucción de la máquina. Cuando está tocando fondo, se entera de que una ex novia murió, dejándole un hijo de 11 años con el que nunca tuvo relación. Los pudientes tíos del niño quieren la tenencia, y Charlie lo acepta junto con una suma de dinero para invertir en un nuevo bot. La condición: que el pequeño Max se quede con él durante el verano, mientras ellos viajan. Así, decide arrancar de nuevo pidiendo la ayuda de Bailey Tallet, heredera del gimnasio donde entrenó Charlie, hija de su maestro, “brevemente” su noviecita y ahora especialista en estas máquinas de dar golpes. Tras un nuevo fracaso, Charlie se lleva a Max a un depósito de chatarra, donde el niño rescata a un viejo androide llamado Atom: arcaico y aparentemente fuera de estado, cuenta con la capacidad de imitar movimientos. Padre e hijo construirán una relación a medida que Atom empieza a ganar peleas, hasta que llegará la posibilidad de enfrentar al campeón, el temible Zeus, construido por la rica Farra Lemkova y el soberbio ingeniero Tak Mashido. La historia tendrá que decidir entre la sangre y la fría maquinaria, entre el corazón y el dinero, y en el camino Charlie tendrá que ver si puede rehacer su vida y obtener más de una esperada revancha. Lágrimas y piñas El encargado de contar este cuento es Shawn Levy, director hasta ahora especializado en comedias (“Recién casados”, “Más barato por docena”, “La pantera rosa”, “Una noche en el museo” 1 y 2, “Una noche fuera de serie”). Y lo hace bastante bien, dosificando lo emotivo, lo romántico y la acción, que no puede faltar en una película con robots y box. Desde el punto de vista del guión, los más fanatizados se quedarán pensando en algunos cabos sueltos (¿Qué origen tiene Atom? ¿Por qué Mashido y Lemkova quieren comprarlo?). Pero el relato avanza hacia adelante, centrándose en las vicisitudes que afrontan los protagonistas. La puesta visual es impresionante, combinando animación digital y parafernalia real, mostrando unos combates magníficos, que atraerán a los fans del arte de los puños (como dato, vale agregar que el asesor boxístico fue Sugar Ray Leonard): alguno puede sufrir por los golpes que recibe Atom, y arengarlo para que se levante de la lona). La parte humana Una película así no podría funcionar si no se contara con el niño adecuado; en ese sentido, Dakota Goyo es el niño actor soñado, capaz de ser adorable o golpeable, y de generar buena química con los adultos, creíble en su euforia y en su enojo. Si hablamos de credibilidad, Hugh Jackman es uno de esos actores (junto con Russell Crowe, por ejemplo) que se pueden poner en la piel de los más diversos personajes con verosimilitud. El australiano se ha lucido haciendo antihéroes queribles (saltó a la fama con Wolverine), y aquí aplica nuevamente su rea seducción, encarnando a un perdedor tan entrañable como cuestionable en muchas de sus acciones. De Evangeline Lilly hay que aclarar que es buena actriz. Decimos esto porque si no lo fuera, igual uno tardaría en darse cuenta: su sola presencia en la pantalla ya se justifica, y verla recién levantada (a cara lavada, descalza, en suéter y pijama) ya justifica el precio de la entrada. A mitad de camino de la belleza apabullante de una Megan Fox y la mujer “real” que interpretó Amy Adams en “El ganador”, genera una química única con Jackman (Charlie podrá ser un looser, pero muy fachero, eso sí). Entre los secundarios, Hope Davis escapa al cliché (hacer una tía detestable); Karl Yune y Olga Fonda hacen una buena dupla como Mashido y Lemkova, una especie de villanos de cómic. La épica de los guantes Mencionábamos a “El ganador”, el filme que protagonizaron Mark Wahlberg y Christian Bale, una de las últimas en una larga saga de historias donde el boxeo se constituye como un espacio épico único: donde uno puede levantarse de las miserias arañando las cuerdas del ring, donde una pelea puede redimir toda una vida de sinsabores y errores. En esa tradición se inserta “Gigantes de acero”: porque más allá de las relucientes máquinas, Charlie peleará la última batalla como si fuera propia, a ver si el beso de la gloria (o de un hijo, o de una mujer) puede ser la revancha de todas las veces que besó la lona, adentro y afuera del ring.
Las puertas de la percepción “Si las puertas de la percepción se purificaran todo se le aparecería al hombre como es, infinito”, escribió William Blake en su obra “El matrimonio del cielo y el infierno”; de allí sacó Aldous Huxley el título de una célebre obra, y Jim Morrison el nombre de The Doors. Algo de la cita de Blake estaba en la cabeza del escritor Alan Glynn cuando escribió la novela “The Dark Fields”, sobre la que Leslie Dixon escribió el guión que Neil Burger filmó como “Sin límites”. Pero también algo de la vieja mitología (nacida en los tiempos del propio Blake) del “moderno Prometeo” que le juega con cartas marcadas a la Naturaleza. Mutatis mutandis Eddie Morra es un escritor que no escribe. No tiene trabajo, su novia Lindy lo abandona, vive en un departamento caótico, y encima no se le cae una idea para el libro que tiene prometido a una editorial. En medio de su vida de slacker, se produce un encuentro con un ex cuñado, otrora vendedor de drogas, que le dice que ahora se reformó y trabaja para los laboratorios, o sea para el lado legal del mundo de las drogas. Charla va, charla viene, el tal Vernon le termina mostrando una píldora transparente, que parece una mezcla de éxtasis con pastilla de mentol. Le dice que es una dosis de NZT, una droga experimental, capaz de potenciar las capacidades intelectuales: “¿Sabes que dicen que sólo podemos acceder al 20 % de nuestro cerebro? Esto te da acceso a todo”. Eddie prueba la sustancia, y bajo sus efectos termina dándole una charla de derecho a su casera (recuperando todo lo que alguna vez vio o escuchó de casualidad sobre el tema) y termina llevándosela a la cama. Luego, comienza a escribir su libro como por arte de magia. Sintiéndose poderoso, busca a Vernon para pedirle más NZT, pero lo encontrará asesinado. A pesar de ello, logra hacerse con una paquetito de la droga como para sostenerse un tiempo. El NZT amplía las capacidades de aprendizaje y comprensión, “expande la conciencia” (como si fuese la melange de “Dune”, perdón por la digresión) y permite hacer la “data recovery” de todo la información que alguna vez pasó por los sentidos. Con esta seguridad y recursos, Eddie se produce, recupera el interés de Lindy, empieza a meterse en el mundo de las finanzas, donde se cruzará con el veterano Carl Van Loon, su mentor y futuro rival. Ni siquiera pueden pegarle unos ladrones, porque Eddie recuerda todas las películas de Bruce Lee que vio, y peleas de box, lo que lo convierte en un experto luchador. ¿Qué más puede pedirse? Eddie se siente el rey de mundo, pero comenzará a verse amenazado: por el mafioso ruso que le prestó dinero para invertir; por un misterioso perseguidor insistidor, como un Terminator; por las trampas que parece tenderle el mundo empresarial; por la menguante dotación de la sustancia, y por las sospechas de que no es tan inocua como parece, tanto en su consumo continuado como en su abstinencia. La trama va reuniendo varias de estas amenazas, en una trama de suspenso en la que Eddie tendrá que demostrar si sus capacidades expandidas pueden sostenerlo con vida. El revés de la trama Burger logra plasmar en la pantalla los efectos del NZT sobre la conciencia: desde los “supertravellings” como el que abre la cinta, hasta las “metafóricas” lluvias de letras y números, pasando por los flashes de cosas que Eddie recuerda o la previsualización (casi como en la “batalla mental” de “Héroe”) de una acción física a realizar (como el plan de la potenciada Lindy para escapar del perseguidor). Destácase también una fotografía peculiar, basada en los azules y los ocres, que aumenta la sensación de “desnaturalización”. Por lo demás, la trama está bien montada, con un ritmo narrativo que sube en un crescendo hasta alcanzar el clímax, aunque al final la cuestión se resuelva medio a las cachetadas, quizás sin la profundidad que la trama tenía hasta el momento. Queda también en el medio cierto incidente policial, que pierde en algún momento toda la importancia que podía llegar a tener. Desde el punto de vista actoral, Bradley Cooper logra mostrar las diferentes etapas por las que pasa el protagonista, a medio camino entre el Doctor Jekyll y el Charly de la película homónima (cuyo actor ganador de un Oscar, Cliff Robertson, murió justamente el lunes). Abbie Cornish como Lindy está correcta, y se lucen ligeramente dos secundarios: Johnny Whitworth como el detestable Vernon, y Andrew Howard como el mafioso Gennady, otro ejemplo de cómo la sustancia potencia lo que la persona ya era (casi como el objeto que le dio título a “La máscara”). Párrafo aparte le dedicamos a Robert De Niro: su Carl Van Loon es uno de esos personajes que a él no debería llevarle más de 15 minutos componer, pero supo darle la mesura justa y construir al antagonista ideal en una película sin villanos, o en realidad en la que todos lo son. Dice Carl: “Tus poderes deductivos son un regalo de Dios o del azar o de un tiro directo de esperma o de lo que sea o de quien sea que escribió el guión de tu vida. Es un regalo, no merecido. No sabrás lo que sé, porque no te has ganado esos poderes. Nos matas con esos poderes. Eres descuidado con esos poderes, alardeas de ellos y los tiras por ahí como un mocoso con su fondo fiduciario. No has tenido que trepar todos los peldaños grasientos. No se ha aburrido a ciegas en la recaudación de fondos. No has esperado lo suficiente para tener tu primer matrimonio con la chica con el padre correcto. ¿Crees que puedes saltar por encima de todo en un solo salto. No ha tenido que sobornar o encantar o amenazar para hacer tu camino a un asiento en esa mesa. Usted no sabe cómo evaluar su competencia, porque no ha competido. No me hagas tu competencia”. Finalmente sabremos cómo se resolverá la tensión entre el “artificial” Eddie y el “natural” Carl. Quizás de una manera aparentemente fácil... aunque todo es más fácil cuando el infinito se puede contemplar de un solo vistazo.
Los nuevos traidores Cuando el documentalista Raymundo Gleyzer gestó la ficción de “Los traidores”, generó una historia organizada en torno a sus convicciones políticas. Así, narró la historia de un muchacho que ingresó a la vida sindical como delegado en los años de proscripción del peronismo, para terminar convertido en un sindicalista corrupto. Para la visión del realizador (vinculado con el PRT-ERP) era claro que esa degeneración era producto de la falta de la guía “científica” del marxismo. El protagonista terminaba convirtiendo la política como reivindicación de lo popular en una fuente de privilegios, y pagaba por ello. En “El estudiante” también hay un muchacho voluntarioso. Roque Espinosa, joven que ya ha empezado y abandonado un par de carreras (no sabemos dónde las estudió), llega a Capital Federal desde la provincia profunda de Buenos Aires (esa tierra que tanto parece atraer a Mariano Llinás y sus secuaces, responsables de “Historias extraordinarias”), para estudiar en la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA. Se instala en una pensión, se acuesta con una chica (Valeria), que lo lleva a vivir a su casa en Avellaneda, se fascina con una ayudante de cátedra (Paula), con la que se acuesta, y por la militancia de ella termina metido en una agrupación llamada Brecha, cuyo cerebro no tan en las sombras es un profesor llamado Alberto Acevedo, que domestica cual monje budista a esa caterva de muchachos acosados por traiciones internas. Roque terminará siendo el hombre de confianza de Acevedo, con excelentes dotes de organizador y operador político. Pero la propia rosca lo excederá, y descubrirá que las cosas no son como creía que eran. O sea: entra a la militancia por la “vía vaginal” (fea expresión muy usada en la política estudiantil; dato curioso: el Centro de Estudiantes de Sociales se abrevia Cecso), hace lo que le dice su jefe, hasta que cae en la trampa del sistema. Punto. Vacío político Santiago Mitre cocreador de la genial “El amor (primera parte)”, como Verónica Chen en “Agua” (esa incomprensible historia ambientada en la Santa Fe-Coronda), sitúa un relato en un contexto que parece no terminar de conocer; contexto que no es externo sino intrínseco al relato. Podríamos pensar que la confusión entre la estudiantil Brecha y el grupo que impulsa la candidatura de Acevedo al rectorado es una simplificación de vínculos más complejos que se dan en la realidad (de igual manera, a ninguna agrupación estudiantil se le ocurriría mostrar a sus líderes extraestudiantiles alegremente en un encuentro con otras fuerzas). El problema reside en la poca claridad en la orientación política de los protagonistas. Por ejemplo: Acevedo estuvo vinculado a proyectos del alfonsinismo y tiene amigos que estuvieron en la Coordinadora; por lo demás parece un peronista, y a la vez es el referente de Brecha, una pandilla mezcla de voluntariosos y rosqueros, que usan estrellas rojas en la remera y jamás se sabe bien cuál es su composición ideológica o programática. El único personaje que parece tener en claro su posición es el compañero trotkista de Roque, que pega sus afiches entre pintadas con el rostro de Cristina Fernández de Kirchner (parte de la escenografía que brinda la verdadera facultad). El problema es que la política universitaria (como toda la política) nada significa sin la variedad de matices que ofrecen las distintas agrupaciones: pensemos en el variopinto armado que significó el Movimiento para la Refundación de Sociales a principios de la década, o la kirchnerización de algunas agrupaciones que participaron del Espacio Nacional Independiente en aquel entonces. En definitiva: la política estudiantil sin distinciones entre independientes y “orgánicas”, entre “los de Octubre del ‘17 y los del 17 de Octubre” (como diría un veterano académico), es tan incomprensible como las historias de la Tierra Media sin entender la diferencia entre hombres, elfos y enanos, o un documental sobre la vida marítima sin entender qué hace distinto a un delfín de una ballena o un atún. Tal vez nos sea casual la vinculación artística y académica del director y su staff con Pablo Trapero. Roque, como el Zapa de “El bonaerense” o incluso la Julia de “Leonera”, son más adaptativos que volitivos. “A donde fueres, haz lo que vieres”, podría ser el lema de los personajes traperianos. Así, Roque parece tomar pocas decisiones, y la más trascendental que tomará, hacia el final del relato, parece más motivada por revancha o despecho que por una cuestión de ideas. Narración Por lo demás, la construcción del relato es formalmente muy lograda, muy atrapante para el espectador, con un buen uso de la voz en off, a cargo de Esteban Bigliardi. Esteban Lamothe está correcto como Roque, con esa rusticidad que mostró en la obra “El tiempo todo entero” (en la que junto con Bigliardi se puso justamente a las órdenes de Romina Paula). Y bueno, Romina Paula es Paula, construida como una seductora militante, casi salida de una historia ambientada en los ‘70. Por lo demás, las actuaciones más vistosas son las de Valeria Correa como Valeria (la amante/casera/amiga), pícara y llena de matices, y Ricardo Félix como Acevedo, mezcla de sabio oriental con el Palpatine de “Star Wars”. Si “Los traidores” de Gleyzer lo eran por convertir la política (entendida como una herramienta para transformar el mundo) en una porquería, en “El estudiante” la política es una porquería más o menos desde el principio del metraje. En ese aspecto (ni siquiera hay una “defraudación” profunda) el filme se torna un poco monótono. Si el resultado es funcional a la antipolítica, excede los límites del análisis artístico. Pero tampoco podemos culpar a Mitre por eso: la década del ‘90 no pasó en vano.
El nacimiento de un líder Cuando Peter Jackson hizo “El Señor de los Anillos”, no sólo fue novedoso por animarse a rodar una trilogía de una sola vez: también logró imponer a su Nueva Zelanda natal como un país ideal para que la gran industria vaya a filmar a bajo costo con todos los climas y paisajes (algo que alguna vez soñó la Argentina) sino que también puso en lo más alto a su compañía Weta Digital, que desarrolló para la saga numerosos avances tecnológicos. Quizás el más importante sea el método de reconocimiento corporal y facial que permite reconstruir los movimientos y gestos de un actor real en un personaje generado digitalmente. Andy Serkis pudo poner de ese modo su sapiencia en la composición de Gollum, tarea que repetiría en la “King Kong” de Jackson. Esa misma tecnología fue la que fascinó a millones en la “Avatar” de James Cameron, y es la base tecnológica para la realización de “El planeta de los simios: (R)Evolución”, que seguramente perdería gran parte de su atractivo si no estuviera esa lograda combinación de aspecto simiesco y gestualidad humana. Alzamiento Will Rodman es un científico trabajando para la empresa farmacéutica Gen Sys, en busca de una cura para el Alzheimer. No es la gloria o el dinero lo que lo impulsan, sino curar el mal que aqueja a su padre. Cuando parece que va a poder llevar su investigación a la fase de prueba con humanos, la chimpancé estrella del experimento parece enloquecer. Cuando eso lleva a abortar el trabajo, descubren que en realidad estaba protegiendo a una cría recién nacida, que Will se lleva a su casa para descubrir que ha heredado los efectos del ALZ-112, el complejo genético (montado sobre un virus) que estimula la regeneración neuronal. Así, comienza a educar a César (tal el nombre del monito) que evoluciona día a día en sus capacidades humanas. Pero un día, al tratar de defender al padre de Will de un vecino agresivo, César es capturado y llevado a un “santuario”, en la práctica una cárcel para simios. Allí terminará de conocer la injusticia de los humanos, comenzará a desarrollar una conciencia política de solidaridad entre los primates, y urdirá un plan para acercar a sus compañeros a su nivel de evolución y aliarse con su congéneres también modificados en Gen Sys. Allí comenzará una batalla por la libertad a cualquier precio: las otrora mascotas y cobayas ya no permitirán que los enjaulen de nuevo. La mirada Rupert Wyatt, venido del cine independiente, entendió perfectamente lo que se escondía detrás del guión escrito por el matrimonio compuesto por Rick Jaffa y Amanda Silver, responsables de historias como “La mano que mece la cuna”, “Ojo por ojo” o “The Relic”: la liberación de los oprimidos, de los que luchan por encontrar un lugar en el mundo en el que puedan evolucionar en paz. Entre los tres lograron gestar un relato dinámico (dura sólo 105 minutos), pletórico de acción, pero sin fallos narrativos, e introduciendo explicaciones verosímiles para lo que vendrá. La cuidada puesta visual se luce dándoles vida al “ejército” de primates, especialmente en las escenas colectivas y de batalla. Y como decíamos antes, en mostrar esos simios de gesto feroz y mirada inequívocamente humana, una combinación que asombra y aterroriza. El cuerpo Desde el punto de vista actoral, James Franco demuestra que es mucho más que un rostro bonito, componiendo al científico que decide repensar su investigación, en parte siguiendo las recomendaciones de su esposa Caroline Aranha (la solvente, y también bonita, Freida Pinto). El siempre entrañable John Lithgow compone a un muy humano Charles Rodman, con todas las idas y vueltas de su enfermedad. Tom Felton, como el cuidador del santuario, logra superarse a sí mismo, componiendo un personaje más detestable que su Draco Malfoy en “Harry Potter”.Y por supuesto, Serkis se luce componiendo a César, con el desafío que implica aprender la gestualidad de otra especie homínida y “reaprender” junto a su personaje el camino de la evolución. El final deja abierta la puerta para futuras continuaciones, que llenen el espacio entre esta cinta y “El planeta de los simios” original, aquella con Charlton Heston basada en la novela de Pierre Boulle. Justamente, conocer el desenlace de la historia no quita emoción (y terror) a la saga, sino que la potencia.
Héroes juveniles con sabor a nostalgia Steven Spielberg tal vez sea la gran bestia sagrada del cine de Hollywood. Capaz de ir de “La lista de Schindler” a “La guerra de los mundos”, acá es importante destacar que Spielberg dirigió “E.T., el extraterrestre” y escribió “Los Goonies” para que la dirija Richard Donner: dos películas que retratan, en un contexto de aventura, la vida de los preadolescentes y adolescentes a principios de los ‘80. El buen Steven es también mentor de muchos realizadores, como cuando le produjo “Volver al futuro” a Robert Zemeckis (su amigo George Lucas escribió Willow, el comienzo de la carrera de Ron Howard). Hoy en día, Spielberg prohíja a dos figuras del cine actual, que tal vez sean pasibles de considerar herederos: Michael Bay, director de la saga de “Transformers”, de “Armagedón” y “Pearl Harbor”, y J.J. Abrams, la mente detrás de las series “Lost” y “Alias, de “Cloverfield” y la última “Star Trek”. Quizás sea este último el heredero del mejor Spielberg, y quizás por eso éste le produjo “Super 8”, donde Abrams captura aquel espíritu de “E.T.” y “Los Goonies”, sazonando tal vez con un poco de la oscuridad de “Cloverfield”. Amenaza invisible En el verano de 1979, un grupo de amigos adolescentes en el pequeño pueblo de Lillian, Ohio, está tratando de filmar una película en Super 8 para participar de un concurso cuando les toca ser testigos de un violentísimo accidente de tren, provocado por un profesor de la escuela. Tal como nos enseñó Hollywood, enseguida se despliega un operativo de la Fuerza Aérea, encabezado por el detestable general Nelec. Sin embargo, “algo” parece haber salido de ese tren, y la sumatoria de una información que el profesor les da a los jóvenes con una sucesión de inexplicables desapariciones de personas, electrodomésticos y cables eléctricos dan la pauta de que peculiares habas se cuecen en ese pueblo. Lo mismo empieza a sospechar Jackson Lamb, adjunto del sheriff y padre de Joe, el protagonista de marras. Joe es el decorador y maquillador del amateur equipo, y pronto se verá en una doble tensión: romántica, con la bella Alice Dainard (curiosamente hija del peor enemigo de su padre, ya se verá por qué), la actriz del rodaje; y un conflicto con su mejor amigo, el aprendiz de director allá George Romero, Charles Kaznyk. La historia llevará a una crisis general al pueblo, y obligará a los jóvenes amiguitos (grupo que completan Cary fanático de los explosivos, Martin y Preston) a enfrentar una amenaza de más allá del espacio, algo que ni su imaginación plagada de zombies y monstruos podía concebir. Aquella mirada Abrams demuestra aquí su maestría a todos sus niveles: en principio, como escritor de historias interesantes, que aportan una vuelta de tuerca hasta a aquello ya visto. También como un director integral, que aúna el despliegue visual de los “efectos especiales” (algo que no es un género en sí mismo, tal como dicen algunos defensores del “cine serio”, sino una panoplia de recursos al servicio de la mejor narración de la historia: función que debe cumplir cualquier elemento de una película) con una eficiente dirección de actores (aquí, para complicarla, de muy corta edad) y una dirección de arte que, más allá de algunos detalles que destacan los fanáticos en los portales de cine, reconstruye con bastante fidelidad el imaginario visual de la época en la que se ubica. Que no es casual, por dos razones. Por un lado, los personajes rondan los 13 años, la edad que el propio Abrams tenía en 1979 (nació el 27 de junio de 1966), así que vio ese mundo con esos mismos ojos: el paso de la niñez a la adolescencia, el despertar del amor, la crisis de las amistades de la infancia. Pero por otro lado, las películas que nombramos al principio, junto con otras como “Cuenta conmigo” de Rob Reiner sobre novela de Stephen King, se filmaron poco después, y participan de ese mundo perdido, sin celulares ni computadoras, donde para quienes vivían alejados de los grandes centros urbanos el mundo quedaba demasiado lejos. Un mundo entrañable, dentro y fuera de la pantalla. Rostros juveniles Desde el punto de vista actoral, más allá de la prestancia de Kyle Chandler como el adjunto Lamb, de la oscura humanidad de Ron Eldard como Louis Dainard, de la villanía de manual de Noah Emmerich como Nelec y la picardía de Ryan Lee como Cary, la película se apoya en un triunvirato juvenil. El Joe de Joel Courtney sostiene la película, y recuerda al Sean Astin de “Los Goonies”, con algo del Henry Thomas de “E.T.”. Con él, Riley Griffiths como Charles construye una relación de amistad, con algo del sabor de “Cuenta conmigo”. Y la gran sorpresa es el debut como “chica grande” de Elle Fanning como Alice, quien hace rato dejó de ser “la hermanita de Dakota” (ver “Babel”) para iniciar una carrera que ahora la muestra como una bonita y resuelta adolescente: la que todos hubieran soñado tener como primera novia. Ellos le ponen cuerpo y emoción a una historia de aventura, ciencia ficción y emociones humanas, con jóvenes héroes como los de antes: un entrañable regreso a una época donde el mundo era más pequeño, y había más espacio para la sorpresa.
El alma del soldado A principios de los ‘40, cuando lo que después se consolidó como DC Cómics ya tenían a Superman y Batman, y Estados Unidos entraba en la guerra; cuando el que sería conocido como Stan Lee aún estaba en pantalones cortos, Joe Simon y Jack Kirby idearon para la editorial un héroe peculiar: un supersoldado, con habilidades amplificadas, que se enfrentara a las potencias del Eje, con su propio sidekick, un muchachito llamado Bucky Barnes. La idea es que este combatiente fuese en sí mismo un emblema del país, tachonado de barras y estrellas, y con un nombre singular: Capitán América. Terminó la guerra, pasaron los ‘50 (época en la que los superenmascarados casi desaparecieron), Atlas fue Timely, y a principio de los ‘60 se relanzó como Marvel, de la mano del ingenio del ahora crecido Lee. Mientras su competido Carmine Infantino resucitaba a los viejos héroes de la DC, “The Man” decidió descongelar (literalmente) al personaje creado por su ahora compañero Kirby: el Capitán América era sacado del hielo, y debía enfrentarse a la “moderna” sociedad de la Guerra Fría. Ése es el punto de partida del nuevo filme sobre el patriótico paladín: un hallazgo en el hielo, y la imagen congelada de un archiconocido escudo. Ejército de un hombre La historia se remonta entonces a 1942: un científico nazi, Johann Schmidt, se apropia de una fuente de energía de Odín (ya empezamos el vínculo con Thor), con la que planea apoderarse del mundo, despegando su organización (Hydra) de la férula de Hitler. Schmidt se cree superior porque experimentó una variante primitiva de un suero especial, creado por el profesor Erskine, quien ahora está en Estados Unidos dispuesto a crear un ejército de súpersoldados con esa fórmula. Erskine elige como sujeto de pruebas a Steven Rogers, un debilucho de Brooklyn de gran coraje y tenacidad. El experimento sale bien, pero Erskine es asesinado por Hydra, y Rogers queda como el único de su clase. El senador Brandt lo usará como emblema, hasta que su amigo Bucky Barnes cae prisionero y el Capitán sale al rescate. Ahí se convertirá (al frente de un equipo especial) en el azote de Hydra, para terminar confrontando con Schmidt (que no es otro que Cráneo Rojo) y llegar a un clímax que no conviene desarrollar aquí. En el medio, tendrá tiempo de enamorarse de la agente Peggy Carter, algo traumático para aquel muchacho que antes todas ignoraban. Puesta en acción Este filme es el último que se suma a la serie de películas que culminará el año que viene con “Los Vengadores”, donde Nick Fury (el personaje que viene interpretando Samuel L. Jackson) reunirá en un equipo al Capitán con Thor, Iron Man y la Viuda Negra (inspirándose en una actualización paralela de cómic denominada “The Ultimates”). Por esta razón, sigue la misma línea cuidada que los filmes de los otros componentes. Aquí el director elegido fue Joe Johnston (“Querida, encogí a los niños”, “Jurassic Park III”, “El hombre lobo”), quien puso toda su sapiencia para hacer funcionar este filme, fuertemente apoyado en el diseño de producción encabezado por Rick Heinrichs, que reconstruye el mundo de la Segunda Guerra, tanto en lo escenográfico como en la estética patriótica (una picardía: el traje que usa Rogers para presentarse ante el público está inspirado en el primero que le creó “El Rey” Kirby, con el escudo heráldico). Todo redunda en un contexto de verosimilitud, en un mundo alternativo que terminará convirtiéndose en el Universo Marvel, tierra de enmascarados de uno y otro lado de la línea. La narración es fluida, y uno no se da cuenta de que ha transcurrido la mayor parte del filme hasta que toma conciencia de lo que está por pasar. Como yapa, la escena oculta que todos estos filmes traen tras los créditos (quédese en la sala querido lector, a menos que haya dejado las milanesas en el horno) es en la práctica el primer trailer de “Los Vengadores”, que deja con ganas de que la estrenen mañana. Los rostros Desde el elenco, el simpático Chris Evans (quien ya fue la Antorcha Humana de los Cuatro Fantásticos) está acompañado por la sugestiva Hayley Atwell (Trabajó en “Cassandra’s Dream”, de Woody Allen) como Peggy Carter, y por los geniales Tommy Lee Jones (coronel Chester Phillips), Hugo Weaving (Johann Schmidt), Toby Jones (Dr. Arnim Zola) y Stanley Tucci (Dr. Abraham Erskine), que nunca decepcionan. Dominic Cooper le pone condimento a su Howard Stark, padre de Tony (Iron Man) y más parecido a éste de lo que se podría pensar. El mensaje es claro: “El suero amplifica el interior”. Por eso nadie mejor que quien conoce la fuerza desde el lado de la debilidad para administrar un poder especial. Nadie mejor que aquel muchachito tímido, escuálido y enfermizo para convertirse en el paladín de las barras y estrellas, en el caballero andante de las muchachas americanas. “Las guerras se pelean con armas pero se ganan con hombres”, dijo George S. Patton. Y Steve Rogers es la prueba (con una ayuda de la ciencia) de que no hay mejor arma que el alma del soldado.
Cuando Harry conoció a Tom En la representación del Tao, el ying y el yang se avanzan mutuamente y encierran cada uno la semilla del otro. Así entrelazados estuvieron Voldemort y Harry Potter desde aquel primer encuentro, en el que el amor de madre de Lily Potter salvó a su hijo de las garras del fatídico mago. Hay en la cultura popular un “dilema del héroe”. Mientras que el villano sabe lo que quiere (generalmente dominar el mundo, el universo, o lo que pueda) habitualmente el héroe sólo aspira a una vida “normal”. Sin las tribulaciones que le demanda su saga. En el caso del personaje creado por Joanne Kathleen Rowling, la razón está en que mientras Tom Riddle eligió convertirse en Lord Voldemort, a Harry su sino le vino dado desde la cuna (literalmente). Pero ese destino comenzó un día a hacerse carne de él. En “Harry Potter y las Reliquias de la Muerte: Parte 1”, Potter es ya un combatiente consumado, un cordero para el sacrificio en la manera en que la figura de Cristo modeló a los que luchan por el destino de los muchos: David de Ugarte (como otros antes) piensa en “El poder de las redes” en la figura del “Che” Guevara. Y es De Ugarte el que nos lleva a la confrontación que Patrick Süskind hace en “Sobre el amor y la muerte”, entre Orfeo y Jesús: “No es que (Orfeo) de por sí pusiera en duda el poder de la muerte ni el hecho de que le correspondiera la última palabra; y mucho menos trata de vencer a la muerte de una forma representativa, en beneficio de toda la Humanidad o de una vida eterna. No, sólo quiere que le devuelvan a ella, a su amada Eurídice, y no para siempre y eternamente, sino por la duración normal de una vida humana, a fin de ser feliz con ella en la Tierra. Por eso, el descenso de Orfeo al Submundo no debe interpretarse en modo alguno como una empresa suicida, sino como una empresa sin duda arriesgada, pero totalmente orientada a la vida y que incluso lucha desesperadamente por la vida”. La conversión de Harry Potter en un Orfeo, en alguien que confronte la muerte para vivir, se dará aquí, en esta segunda parte del último capítulo de la saga, y también le demandará ir hasta los confines de la existencia. La última batalla David Yates (realizador del tramo final de la saga) y Steve Kloves (guionista adaptador de las ocho películas) acertaron en dividir el séptimo libro en dos partes. No sólo por la extensión, sino porque logran dos tonos totalmente distintos: si la primera parte se centraba en el juego de intrigas y persecuciones en torno a la búsqueda de los horocruxes (o horrorcruxes, o horcruxes, depende de las versiones que el lector haya visto/leído: se trata de esos objetos donde Voldemort ha encriptado parte de su alma para protegerla de la muerte) y la cacería sobre el trío protagónico, este cierre de la historia es la batalla final, sangrienta y sin cuartel, entre las fuerzas de la luz y la oscuridad. Y si en la una se exploraban las emociones y las personalidades de los héroes, acá no hay tiempo para eso: apenas para un beso a las apuradas, por las dudas uno no vea la luz del próximo amanecer. La historia comienza con Voldemort robando la poderosa Varita de Saúco de la tumba de Dumbledore, y con el trío de Harry Ron y Hermione invadiendo la bóveda de Bellatrix Lestrange en el banco Gringotts para apoderarse de uno de los últimos horocruxes. La búsqueda del siguiente los llevará de regreso a Hogwarts, que será sitiada por las hordas de mortífagos y criaturas varias lideradas por aquel que nadie quería nombrar y ahora llaman por su nombre (incluso Harry lo llamará “Tom” en el encontronazo final). El resto será “tiro lío y cosha golda”, como diría el buen Oaky, o “a la carga, Barracas”. Acción pura, Hogwarts cayéndose a pedazos y personajes entrañables muriendo en la refriega. Pero también se verán demostraciones de coraje, debilidades de los más temidos y la semilla de la luz dentro de la oscuridad: el amor y el heroísmo bajo la piel de los supuestos villanos. Quizás parece poco profundo, pero hay que entender este filme como el final a toda orquesta de la saga, y como tal cumple con honores. El ritmo narrativo no da respiro ni para acomodarse un poco en la butaca. El maravilloso elenco vuelve a estar, aunque no tenga tantas oportunidades para los lucimientos individuales. Y el epílogo habla de la circularidad de la historia, y de la riqueza de un mundo ficticio que se demuestra tan largo como la vida.