El rostro bello y el alma podrida Cuando la Lippincott’s Monthly Magazine publicó en 1890 la primera versión de The Picture of Dorian Gray, generó mucha controversia, al mismo tiempo que interés. Se cruzaban allí el moralizante tema fáustico con referencias homoeróticas que asustaron a los críticos de la época victoriana. También había una crítica a la alta sociedad de su tiempo, de la que el propio Oscar Wilde fue a la vez denunciante y gran animador, antes de su caída en desgracia. Con estos materiales trabajó Oliver Parker para esta nueva adaptación, a la que el guión de Toby Finlay le imprime una acción apta para los públicos del siglo XXI. Aprendizajes El joven huérfano Dorian Gray regresa a Londres desde el campo, como único heredero de su abuelo, Lord Kelso, que se había distanciado de su padre por haberse casado con su madre. Virgen en materia de roces con la alta sociedad, es introducido en la misma por dos nuevos amigos: el artista Basil Hallward y el dandy Lord Henry Wotton. Obsesionado por la belleza de Dorian, Basil comienza a retratarlo, hasta que logra plasmar su perfección en un cuadro. Lord Henry hace notar que por ahora coinciden, pero que antes de lo esperado el Dorian real comenzará a envejecer, mientras que el de la pintura sería siempre joven. El muchacho sostiene entonces que daría cualquier cosa (su alma) por cambiar suertes con su sosías pictórico. Cosa que (pronto descubrirá) comenzará a cumplírsele. Conocerá a Sybil Vane, una actriz bella, inocente y etérea (y pobre, valga la aclaración) que le genera un amor puro, digno de las “novelas de educación sentimental”. Por el otro, comienza otro tipo de educación de la mano de Lord Henry, sólo para que el alumno supere prontamente al maestro. Basil y Sybil tendrán que pagar el precio más alto en este viaje hacia las tinieblas de aquel muchacho inocente que pisó poco atrás la estación de trenes con un pequeño baúl y muchas expectativas Entregado a los excesos del cuerpo y del alma, protegido por la inmunidad que le da la magia del cuadro, Dorian se lanza a un largo viaje, que Lord Henry conocerá a través de cartas. Décadas después, la sociedad se sorprende ante la reaparición de Gray, sin haber envejecido un solo día. Lord Henry tiene una hija, Emily, inteligente y atrevida, que llama la atención del oscuro seductor. Así, el otrora vicioso pero inocuo noble comenzará a asustarse, al ver que la niña de sus ojos pueda caer en tan peligrosas garras. Las cartas están echadas para el inexorable final... Los personajes “Basil Hallward es lo que creo que soy; Lord Henry lo que el mundo piensa de mí; Dorian lo que me gustaría ser en otras edades, tal vez”. Así presentó Oscar Wilde a los personajes principales de su novela. Y ahí apunta la película de Parker. Es interesante la construcción de Dorian, con algunos ecos del Doctor Jeckill y Jack el Destripador, e incluso a un Drácula que ante Mina Murray recuerda el destino fatídico de su pretérito amor e inicia así la crisis que lo llevará a la caída. Ben Barnes transmite la evolución del personaje, de inocente a taimado, lejos del Caspian de “Las Crónicas de Narnia”, más cerca de un juvenil Johnny Depp en un filme gótico de Tim Burton. Ben Chaplin encarna abiertamente toda la carga homoerótica que Wilde cifró en Basil, aquel que terminará sucumbiendo (en más de un sentido) frente a Dorian. Y Colin Firth pone toda su flema británica como Lord Henry, ejemplo del hedonismo victoriano, maestro de Dorian en vicios y placeres. Otro detalle son las actrices elegidas y los personajes que éstas interpretan, interesantes a la hora de ver los modelos de mujer que representan. Rachel Hurd-Wood (Sibyl Vane), con su piel blanca, sus labios sonrosados y sus carnes generosas, encarna (un poco a la manera de “El perfume”) al “eterno femenino” del romanticismo (bien podría ser una Sylvie, una Annabel Lee, una Lenore, tal vez una Pepita Jiménez). Rebecca Hall (Emily Wotton), con sus carnes magras, sus pecas y su charla ingeniosa es un paradigma de la mujer liberada, sufragista y secular del siglo XX. Visiones Parker se luce con algunos cambios de enfoque y moviéndose entre los planos abiertos y flotantes en los espacios victorianos y una cámara rápida en los momentos nocturnos o de excesos. Se apoya en una buena fotografía (Roger Pratt) y un interesante diseño de producción (a cargo de John Beard), que modelan una Londres más tenebrosa y sucia que (por ejemplo) la de la última “Sherlock Holmes”, con un Whitechapel digno de las visitas de su más célebre descuartizador. Quizás el punto más flaco esté en la construcción del relato: con el correr del metraje se da a entender que el origen de lo macabro no reside en el cuadrito de marras sino en el ático, algo que el odioso abuelo mantenía a raya; o que ya una maldición pesaba previamente sobre el protagonista. Pero estos coqueteos con el cine de terror nunca llegan a concretarse. Pero “el mito es la suma de sus versiones”, al decir de los antropólogos. De esta manera, esta nueva versión actualiza el clásico y quizás le aportará nuevas interpretaciones en las cabezas de las nuevas generaciones.
Una celebración del “más acá” “El Chinolope había logrado fotografiar la muerte. La muerte estaba allí: no en el muerto, ni en el matador. La muerte estaba en la cara del barbero que la vio”, escribió Eduardo Galeano en “El libro de los abrazos”. Parece una obviedad, pero el registro de la muerte es patrimonio de los vivos, ya que no es habitual que los muertos digan lo suyo... al menos oficialmente. Y los vivos se interesan por lo ultraterreno ante la pérdida de un ser querido, o ante una experiencia cercana a la muerte. “Más allá de la vida” sigue la historia de tres personajes: Marie LeLay, una periodista que estuvo brevemente muerta durante el tsunami del océano Índico y comenzó a interesarse por lo que había entrevisto en ese momento, iniciando una investigación personal; George Lonegan, un medium natural estadounidense que no quiere ejercitar su don, al que considera una maldición que le impide el desarrollo de una vida normal; y Marcus, un niño británico que tras perder a su admirado gemelo en un accidente y ser separado de su madre drogadicta por los servicios sociales comienza un peregrinar por el mundo de la espiritualidad en busca de una línea directa al más allá. Diferentes circunstancias (y sus particulares viajes interiores y físicos de maduración) llevarán a los personajes fuera de su cotidianeidad y acercarán sus historias, hasta llegar a un clímax donde la vida pueda celebrarse por encima de la adversidad. Experiencia múltiple Clint Eastwood es un director peculiar: el cowboy spaghetti de “Por un puñado de dólares” y “El bueno, el malo y el feo”, el paradigma de la justicia personal en “Harry, el sucio”, se convirtió un buen día en un director lleno de buen gusto e inclinación por historias llenas de experiencias cruciales, donde el coraje, el honor trágico y la determinación son puestos en juego. Parió así una filmografía que tuvo en esta década una saga gloriosa, conformada nada más y nada menos que por “Río místico”, “Million Dollar Baby”, el díptico sobre Iwo Jima (“La conquista del honor” y “Cartas desde Iwo Jima”), “El sustituto”, “Gran Torino” e “Invictus”. Eastwood se juega aquí con un filme diferente, diverso en sí mismo, coral, lleno de la crudeza de sus obras anteriores pero luminoso según crece el relato, con lo que podría ser un happy ending. Pasa del tsunami filmado a la Roland Emmerich, con un explosivo despliegue de efectos (y mostrando en la gran perspectiva, “como al pasar”, cómo éste o aquel sujeto son arrollados por la fuerza de la naturaleza), a un final de película europea, apoyado en la actuación de sus intérpretes y en la fuerza de sus rostros en la pantalla. Para esto, se asoció al guionista Peter Morgan (autor de “El último rey de Escocia”, “La reina” y “Frost/Nixon - La entrevista del escándalo”), quien despliega un relato múltiple, al estilo de “Babel” (o de la nunca bien ponderada “El grito 2”, lucida en su construcción), aunque aquí las tres historias avanzan casi paralelas, para así desembocar en un espacio y tiempo determinado, con bastante naturalidad. Quizás fueron los años de western los que le enseñaron a Eastwood la importancia del entorno y del paisaje en la determinación de los personajes. Y así los muestra con belleza, desde las barracas de San Francisco a la clínica en los Alpes, pasando por capitales de postal como París y Londres. Alguien podría intuir cierta mímesis estética: por momentos parece que la historia de George luce como una película americana, mientras que las otras dos podrían ser sendos filmes europeos. El director es nuevamente el compositor de la banda sonora, que entre lo clásico y lo jazzístico aporta un encanto que trasciende el mero acompañamiento: especialmente en el tramo final de la historia. Dueños de la pantalla Como se decía, una de las mejores herramientas en acción es el elenco. Matt Damon (estrella de la anterior película del viejo Clint, “Invictus”) es, como Leonardo DiCaprio, uno de esos actores que Hollywood adoptó por carilindos pero que demostraron que tenían pasta. Aquí se mueve entre la gravedad de quien sabe demasiado y cierto vuelo humorístico en su relación con el niño, haciendo crecer su personaje conforme avanza el relato. Cécile de France luce con el mismo esplendor que en “Lo mejor de nuestras vidas”, su más célebre filme. Su sola presencia y su sonrisa (rara en la mayor parte del metraje) ilumina la pantalla, demostrando que pertenece como Emmanuelle Béart a la tradición de las divas francesas (aunque a pesar de esto, y de su apellido, Cécile es belga). Un párrafo aparte merecen los gemelos Frankie y George McLaren en su doble e intercambiado rol entre Marcus y Jason. Desde el trabajo a dúo, cuidando de su madre, hasta la búsqueda de Marcus por un contacto con su hermano, construyen a unos personajes alejados de la inocencia que se asocia a la infancia. Entre los secundarios, se destaca Lyndsey Marshal como Jackie, la madre de los gemelos (casi un personaje de Irvine Welsh, el autor de “Trainspotting” y “La casa del ácido”); y por supuesto Bryce Dallas Howard, a quien no le cuesta demostrar que sigue siendo una de las mejores cosas que hizo el oscarizado “Colorado” Ron Howard. Ellos consolidan un relato que, más allá de explorar las orillas de la afterlife, busca destacar la importancia de la vida, el aquí y ahora y las personas que lo componen.
Hacia la aventura y más allá El irlandés Clive Staples Lewis fue un atildado profesor que fundó en la Universidad de Oxford el grupo de los Inklings, unos fanáticos de la fantasía y los relatos mitológicos. Allí, donde sus amigos le llamaban Jack, compartía historias con otros parroquianos, entre ellos un tal “Tollers”, a quien el mundo conoció como John Ronald Reuel Tolkien. Mientras Tolkien ideó por completo un mundo desde su creación hasta sus lenguas (un “Orbis Tertius” borgeano, aunque supo hacer alguna que otra trampita), Lewis combinó sin empacho elementos de distintas tradiciones, desde criaturas de las mitologías griega y nórdica hasta fuertes componentes cristianos. Su objetivo era perfilar un mundo vivo, que permitiese desplegar diferentes relatos épicos, con una particularidad: siempre tendría puertas abiertas con la Tierra del siglo XX, origen de sus protagonistas. A la mar La historia comienza con Edmund y Lucy Pevensie viviendo en Cambridge en la casa de sus tíos, junto a Eustace Clarence Scrubb, su detestable primo. Susan y Peter, los mayores, están junto a sus padres en Estados Unidos. Eustace detesta los relatos sobre Narnia, y una disputa en torno a un cuadro con un barco fantástico los terminará transportando a un océano de aquel mundo. Allí son rescatados por la tripulación del Viajero del Alba, encabezada por el ahora rey Caspian X. La misión es rescatar a los siete lores de Telmar, que el temible lord Miraz (el villano del filme anterior y tío del actual monarca) había perseguido. En su travesía, descubrirán un Mal abstracto, encarnado en una neblina verdosa, que cobra un tributo en vidas humanas. La forma de detener esa amenaza es reunir las siete espadas de los lores en la mesa de Aslan, navegando entre islas inexploradas. En el camino, el Mal tratará de tentar a los valientes jugando con sus temores y flaquezas, hasta llegar a un clímax donde los miedos más primarios pueden volverse realidad. “La travesía del Viajero del Alba” recupera el espíritu más liviano y aventurero de “El león, la bruja y el ropero”, alejándose un poco de la oscuridad y madurez de “El príncipe Caspian”. Si esta era comparable a “El Señor de los Anillos: Las dos torres”, “La travesía del Viajero del Alba” está más cerca de los filmes de “Piratas del Caribe”. Fuerza espiritual Alejados de Narnia los hermanos mayores, tienen aquí su oportunidad de lucirse plenamente los dos menores, los que mostraron mayor riqueza conceptual en las dos anteriores. Lucy vuelve a ser aquí la determinación y la fe del grupo, aunque mostrará su lado flaco: la envidia de la belleza de Susan. Y Edmund vuelve a mostrar su costado más oscuro: cierto rechazo a su situación de hijo segundo, que lo hiciera caer otrora en las garras de la Bruja Blanca, a la que sigue atado (al menos en los recovecos de su mente). Seguramente, Apted se regocijó con que el director de las anteriores, Andrew Adamson, haya elegido a Georgie Henley y Skandar Keynes para representarlos: la primera, que comienza a alejarse de la niñez para convertirse en una bonita adolescente (lo que tiene que ver con la trama) da perfectamente la combinación de inocencia y determinación que requiere el personaje. Por su parte, Keynes (sobrino bisnieto del padre del Estado de Bienestar, lord John Maynard Keynes, y descendiente directo de Charles Darwin) expresa la lucha interna de un caballero siempre tentado por el Lado Oscuro. Will Poulter se luce aquí como Eustace, encargado de dar el toque de comedia, especialmente en sus juegos con el ratón Reepicheep (con la voz de Simon Pegg); tendrá la oportunidad de mostrar más como protagonista de “La silla de plata”, la próxima entrega de la saga. Liam Neeson tiene poca participación dándole voz a Aslan (el león que Lewis concibió como el Dios de ese mundo, que en los filmes habla como un conductor de programas de medianoche para solitarios). Ben Barnes construye un Caspian más maduro que en la película de ese nombre, como un rey luchando por dar la talla. Viaje interior Como se decía más arriba, el nuevo director tuvo la tarea de llevar a la pantalla una odisea de marinería, más que una épica fantástica. Como una road movie acuática, los personajes deberán evolucionar a medida que transcurre su viaje, venciendo miedos y culpas y pagando deudas pendientes. La aceleración del relato es por momentos vertiginosa (es la más corta en minutos de las tres películas), pero la puesta permite que fluya sin saturar la cabeza del espectador. Desde el aspecto visual, toda la tecnología está dispuesta para que el elemento fantástico se una sin fisuras a la belleza de los paisajes naturales, filmados otra vez en Nueva Zelanda (el paraíso de las tierras mágicas, desde que Peter Jackson las impuso en “El Señor de los Anillos”). La música tiene aquí una fuerte presencia, a partir de algunos temas recurrentes que enfatizan el heroísmo de la trama. Luego de dos historias donde el futuro de Narnia podía jugarse de la noche a la mañana, donde los héroes debían hacerse cargo de su destino especial, Lewis (y ahora sus adaptadores cinematográficos) se dieron el gusto de encarar una de esas viejas historias salgarianas donde sólo hace falta un barco y coraje para enfrentar los peligros, para viajar a lo desconocido... hacia la aventura y más allá.
Viaje al embrión de la realidad virtual Cuando en 1982 apareció “Tron” fue un fracaso comercial, pero se fue volviendo de culto en el novedoso formato VHS, conviviendo con las primeras PC de IBM de monitores monocromos, las Commodore 64 con programas a cassette, conectadas al televisor. En la era dorada del Silicon Valley, cuando la gente pensaba en computadoras, pensaba en hardware, en circuitos: los programas eran algo que se dibujaba en diagramas de flujo con una plantilla plástica. Y de pronto apareció “Tron”, mostrando el interior de un sistema informático como un mundo digital (en ese entonces el concepto de “realidad virtual” circulaba sólo entre los primeros círculos de la literatura cyberpunk), donde los programas semejaban seres vivos. Ahí se contaba la historia de Kevin Flynn, un programador que, absorbido por el sistema a través de un láser especial, intentaba cambiar las cosas desde adentro, en un entorno en el que, como usuario y creador, podía ser considerado una especie de Dios.El tiempo pasó, y a finales de los ‘90 los hermanos Larry y Andy Wachowski iniciaron la trilogía de “Matrix” y volvieron a redefinir la cosa. En “Matrix” ya no hay humanos que se digitalizan por arte de magia, sino que se conectan a través de un enlace cerebral. Entre medio también pasaron otras sagas de fantasía y ciencia ficción, que alimentaron el capital cultural de los públicos, y se desarrollaron exponencialmente las posibilidades de la generación de imágenes digitales, algo que en la “Tron” original se usó menos de lo que parece en pantalla y que en aquel entonces era considerado casi una trampa. Esperando ahora sí pingües beneficios Walt Disney Company decidió apostar, 18 años después, a una secuela de aquel filme. La fórmula es clara: conservar el candor y la inocencia del original, pero actualizando la puesta visual. La misma fórmula que sostuvo a “Star Trek” durante tanto tiempo, incluyendo la reinvención de J.J. Abrams. La trama La historia comienza en 1989: Kevin Flynn es ahora cabeza de la empresa Encom, y planea cambiar el mundo con sus desarrollos, siempre por el camino de la gratuidad y el software libre. Sigue introduciéndose al entorno digital, pero para poder compartir tiempo con su hijo Sam, creó un programa a su imagen y semejanza, llamado Clu. Una noche, Flynn desapareció, abandonando a su hijo y su imperio. Pasado el tiempo, Sam se convierte en un rebelde contra la compañía, ahora en manos de personajes inescrupulosos. Alan Bradley, viejo adláter de Flynn (y creador del programa Tron), le dice a Sam que recibió un mensaje en su pager desde la vieja sala de videojuegos de su padre. Obviamente Sam va a investigar, encuentra el laboratorio de su padre, activa el portal y es arrastrado al mundo del que Kevin siempre le habló, el cual ahora es gobernado dictatorialmente por Clu, quien siguiendo el ideal de perfección que está en su programación ha terminado por traicionar los ideales de su creador.Allí Sam comenzará una odisea por reunirse con su padre y vencer al régimen. El crescendo llegará a una batalla final, llena de épica y revelaciones (especialmente, qué fue del personaje que da el título de ambos filmes). Mundo digital Lo que se luce aquí es la puesta visual (diseñada por Darren Gilford), que actualiza la estética ideada en su tiempo por el artista conceptual Syd Mead y el dibujante francés Jean “Moebius” Giraud. Vestuarios luminosos, batallas de discos, naves traslúcidas y, por supuesto, la esperada reversión de la batalla de motos luz, con vehículos de renovado diseño (aunque aparecerá, como modelo vintage, una de las motos del ‘82). Además, habrá una vistosa batalla de jets luz, en el clímax de la película. Otro de los elementos a destacar son los personajes: más allá del rebelde sin causa Sam (Garrett Hedlund) y de Jeff Bridges como Kevin Flynn (ahora una especie de maestro zen) y Clu, se lucen Olivia Wilde como la aguerrida Quorra; Beau Garrett como la femme fatale Gem; y Michael Sheen como Castor, que recuerda al Merovingio de “Matrix”. Anis Cheurfa anima al silencioso y enmascarado Rinzler, una especie de Darth Maul (de “Star Wars Episodio I”) que encierra un secreto. Por cierto: el ejército de Clu, recuerda a la tropa de clones de Palpatine en “Star Wars”, pero cuando golpean sus lanzas y vociferan al unísono rememora a los Uruk-hai en la previa de la batalla del Abismo de Helm en “El Señor de los Anillos: Las dos torres”. Entre 1982 y el presente se desarrolló la música electrónica, adecuada para musicalizar un relato hecho de bytes. De tal modo, se convocó al dúo francés Daft Punk para una adecuada banda sonora. Aquellos que gustaron del filme original seguramente disfrutarán de esta secuela, en cierto modo transportados a la inocencia aquellos años (y de la compañía productora). Probablemente para las generaciones más nuevas, las que tienen a “Matrix” como el referente de su época, quizás sea una película más. Y queda ver si a alguien se le ocurre realizar una tercera parte, para ampliar este mundo que, de todos modos, nunca dejará de ser de culto.
Gente común en días excepcionales No sería incorrecto decir que “Skyline: la invasión” está a medio camino entre “El Eternauta” y “Día de la Independencia”. Con la espectacularidad visual de esta última (y la misma otredad de la raza alienígena), se aleja de ésta al tomar distancia de la gesta militar patriótica para seguir las vivencias de un grupo de personas comunes atravesadas por la excepcionalidad de la situación, tal como lo planteaba Héctor Germán Oesterheld en su clásica obra. “Skyline” (“Línea del cielo”) es el nombre que recibe en inglés la vista panorámica de las grandes ciudades desde cierta altura, que permite ver sus rascacielos. Y en este caso, al punto de vista principal de los sucesos que narra el filme de los hermanos Colin y Greg Strause. Amenaza alien Sí, como el lector se habrá enterado, la mano viene por el lado de la invasión extraterrestre. Los primeros momentos del metraje muestran los primeros sucesos (las primeras luces azules) para luego volver 15 horas atrás a fin de introducir a los personajes y sus circunstancias. El fotógrafo Jarrod (Eric Balfour) viaja de Nueva York a Los Ángeles junto a su novia Elaine (Scottie Thompson) para asistir al cumpleaños de su viejo amigo Terry (Donald Faison), que se ha vuelto millonario en la industria del espectáculo, al parecer en el rubro de los efectos especiales (área donde se han lucido los hermanos Strause, valga el detalle autobiográfico). Terry, junto a su novia Candice (Brittany Daniel) y su asistente Denise (Crystal Reed), organiza una fiesta en el lujoso y automatizado penthouse del primero; la idea de aquél es tentar a Jarrod para que se sume a su equipo de creativos. Durante la fiesta habrá un par de revelaciones (alguna importante para el devenir de la trama); finalmente, los mencionados más Ray (Neil Hopkins), un colaborador de Terry, se quedan a dormir en el departamento. Así se llega nuevamente al momento cero: unas luces azules comienzan a caer sobre la ciudad y, al parecer, Ray es absorbido por ella. Jarrod va a ver y algo comienza a ocurrir en su rostro. A estas alturas, el lector pensará que hemos contado demasiado: ni por casualidad. Ésa es sólo la situación inicial, de la que se desprenderá una trama intensa y cada vez más desesperante. Enigmas Volviendo a las comparaciones con “El Eternauta”, aquí también hay una primera agresión impersonal (allí era la nevada; aquí, las luces) para luego comenzar la interacción con los agresores. También está el momento de la resistencia doméstica para luego buscar alguna salvación (y aquí comienzan las divergencias: Oesterheld proponía una resistencia colectiva, mientras que los Strause dejan muchas menos opciones para sus protagonistas). Podríamos seguir... pero ahí sí invadiríamos el terreno de lo que no debe ser contado para no arruinar sorpresas. El guión, firmado por Joshua Cordes y Liam O’Donnell, introduce correctamente a los personajes y permite un relato fluido y bien narrado por los directores, sin demasiadas sorpresas ni “nada del otro mundo”... salvo hacia el final, cuando se va bastante de madre y deja a los espectadores esperando que se abra una puerta y salgan Cordes y O’Donnell para dar algunas explicaciones. La factura visual es impecable, generando la verosimilitud, al menos para el espectador habituado al cine de ciencia ficción. Los directores salen a demostrar cómo se debe filmar una película de estas características: sin ahorrar efectos, saben mechar algunas sutilezas, como algún fuera de foco como para resaltar la copresencia en el espacio de los actores y aquello que está agregado en el plano. Y, por supuesto, esa luz omnipresente (literalmente, se las ingenian para que entre en el plano aunque sea reflejada o difusa), que atrae a los humanos a la perdición. El elenco se comporta con corrección, en un filme de ésos en los que el foco está puesto en otro lado. Los mayores lucimientos quizás sean para Thompson y para David Zayas como Oliver, el valet parking del edificio devenido en hábil sobreviviente. Como hasta ahora nadie ha hablado de secuelas, “Skyline” propone algunos enigmas abiertos. Quizás ahí se juegue el lugar que ocupe entre los fanáticos de la ciencia ficción y las ya centenarias invasiones espaciales.
Una cacería a los demonios del pasado Cuando Niels Arden Oplev (junto con los guionistas Nicolaj Arcell y Rasmus Heisterberg) adaptó “Los hombres que no amaban a las mujeres” tuvo una particular suerte: la primera parte de la denominada “trilogía Millennium” de Stieg Larsson (que en buena medida “cierra”, pero que su autor hubiera seguido si no hubiese fallecido) es una historia bastante autoconclusiva, que pivotea entre el policial más clásico (con su investigación de archivo, su caso irresuelto en el el pasado) con el policial más negro, el que implica “meter las patas en el barro” de la sociedad. El resultado fue una buena demostración de cómo adaptar una novela respetando la esencia de la historia y de los personajes, la verdadera clave del universo larssoniano. La dupla del realizador Daniel Alfredson y el guionista Jonas Frykberg la tuvo un poco más difícil: la segunda parte de la trilogía, que se encadena directamente con la tercera, nos lleva directamente al nudo de este edificio conceptual. Que no es otro que el pasado de Lisbeth Salander. La peor aventura La historia comienza tiempo después del final de la primera parte, con Lisbeth viajando y disfrutando del dinero birlado al empresario Hans-Erik Wennerström. De vuelta a Estocolmo, le hace una “visita” a su administrador Nils-Erik Bjurman, para demostrarle que lo tiene vigilado, lo que provocará la ira de éste y lo estimulará a activar una venganza con alcances impensados para todos. Mientras tanto, Mikael Blomkvist continúa trabajando en la revista Millenium junto a su colega y amante Erika Berger. A su equipo, se sumará el periodista freelance Dag Svensson, quien impulsado por su novia, la criminóloga Mia Johannsen, les propone publicar una investigación sobre tráfico de mujeres de países del Este, dedicadas a la prostitución. Pero el crimen se meterá en el medio de las vidas de todos, y Lisbeth volverá a ser perseguida (esta vez más que nunca) por el mismo sistema que la encerró en un psiquiátrico. Pero ella cuenta con un amigo leal, aquel que le debe la vida: Mikael, quien contra viento y marea tratará de demostrar la inocencia de la chica más prejuzgable del mundo. Al mismo tiempo, ella decide resolver de una vez por todas las cuentas del pasado que la han puesto en esta situación. Adaptación La novela de Larsson hace un manejo magistral de los tiempos y de las persecuciones superpuestas, a veces relatando un mismo momento desde distintas ópticas. La carga informativa parece ser demasiada para el relato cinematográfico, optándose por una narración más lineal, con secuencias intercaladas. El mayor problema está tal vez cuando por ahorrar metraje se pierden elementos que hacen a la historia (¡la pistola en la cómoda!) o a la personalidad de los personajes, desde el enigma de la contraseña del departamento de Lisbeth, hasta la pelea de Paolo Roberto. Hay que destacar que el filme cuenta con la actuación del boxeador sueco de origen italiano interpretándose a sí mismo, pero quienes leyeron la novela extrañarán el carácter épico de su enfrentamiento con el gigante Niedermann. En carne y hueso Como decíamos, la clave son los personajes: en la imaginación del novelista, cada uno tiene desde una estructura mental y de creencias a una serie de gustos definidos en materia culinaria. Alfredson se apoya aquí en un recurso probadísimo: el elenco. Especialmente en la maestría de Michael Nyqvist como Mikael y en la descomunal Noomi Rapace, como Lisbeth. Tarea complicada, ya que aquí no hay mucho devaneo hackerístico, sino una Salander en Terminator mode, resuelta a todo. Y Rapace la reconstruye al detalle: basta verla de espaldas, desnuda frente a Mimi, con los brazos rígidos a los lados, para comenzar a entrar nuevamente en los vericuetos de esa mente. Desgraciadamente, la demanda de acción de la historia central hace perder la cuestión personal entre los protagonistas, que tal vez se pueda mostrar un poco más en la última entrega. El otro personaje clave es Suecia, con su campo verde y su tranquila Estocolmo. En especial esa anti-Manhattan que es la isla de Södermalm, con sus callecitas antiguas y su gente que se mueve a otro ritmo, hasta los policías: los que ingresan a la casa de Lisbeth en la humilde Lundagatan, el inspector Jan Bublanski entrando a tomarse con Mikael un exprés en un café de Folkungagatan, cerca de la Götgatan donde funciona Millenium o la Fiskargatan donde está el nuevo piso de Lisbeth. En definitiva: mucha acción, pesquisas, miserias humanas, villanos de uno y otro lado del mostrador, y los dos antihéroes más queribles de los últimos tiempos.