Al final, lo primero es la familia Originalmente, “Dark Shadows” fue una serie creada en 1966 contemporánea de “Los Munsters” y “Los locos Addams”, la más famosa del grupo. Como ellas, basó su humor en la parodia de ciertos tópicos del cine de horror sobrenatural clase B, insertos en la cotidianeidad de una familia americana más o menos “normal”. Si bien esta creación de Dan Curtis tuvo menos trascendencia que los personajes de Charles Addams, fue lo suficientemente “de culto” como para que muchos la recuerden con cariño, incluyendo gente como Johnny Depp, que le insistió a Tim Burton sobre hacer una versión fílmica con aquellos personajes que tanto le gustaban: a fin de cuentas siempre soñó con ser Barnabas Collins, y se dio el gusto, además de ser el productor de la cinta. Así se gestaron estas “Sombras tenebrosas”, una nueva colaboración entre director y actor fetiche, bien a tono con la visión burtoniana, a medio camino entre lo macabro, lo tierno y lo cómico. Cuento oscuro La historia va más o menos así: Los Collins eran una rica familia de Liverpool que en 1790 se instaló en Maine, en Estados Unidos, para llevar adelante su negocio pesquero; allí forjaron el pueblo de Collinsport y construyeron la mansión de Collinwood (un “manor” al estilo británico). Ya crecido, el joven Barnabas tuvo la desgracia de romper el corazón de Angelique Bouchard, una sirvienta con quien tuvo un amorío, sin saber que era una bruja muy hábil. La chica produjo la muerte de los padres de Barnabas, y al verlo enamorado de la bella Josette, también de esta doncella. Barnabas murió al tratar de salvar a su damisela, para volver a la vida como vampiro y ser enterrado vivo. Todo esto se relata en escasos minutos del filme. La trama central muestra el despertar de Barnabas en 1972 (justo después de que la serie original salió del aire, valga el dato), su choque con la cultura de la nueva era, el descubrimiento de la decadencia de sus herederos y de que Angelique sigue viva y rozagante, y se ha quedado con el negocio pesquero del pueblo. El enfrentamiento entre el vampiro y la bruja vuelve a empezar, con Barnabas tratando de ayudar a Elizabeth (la matriarca de lo que queda de la familia) a recomponer el emprendimiento. En el medio, se cruzará con la institutriz del pequeño David, tan parecida a su viejo amor. El conflicto se volverá batalla y tendrá ribetes inesperados. Reparto de lujo Más allá de venir de una franquicia ajena, el producto es 100 % Burton. Empezando por sus fetiches: como decíamos, el rol central es un despliegue del más puro Johnny Depp, en un registro que se mueve entre Jack Sparrow, Sweeney Todd y su conde de Rochester (en “El libertino”), por tratar de definirlo: es la verdadera alma del filme. También aparece, en un rol secundario pero correcto, Helena Bonham Carter, en la piel de la alcohólica psicóloga cama adentro de David, la doctora Julia Hoffman, interesada por varias razones en el visitante. Pero el verdadero contrapunto del protagonista está a cargo de Eva Green como Angelique, bellísima, glacial y caliente, seductora y temible: el “reencuentro amoroso” con el antiguo señor de Collinwood es para la antología. Michelle Pfeiffer está correcta como Elizabeth Collins Stoddard, quizás el único cable a tierra entre tanta fantasmagoría; también es acertada la elección de Bella Heathcote en el etéreo doble rol de Victoria Winters y Josette DuPres: una criatura etérea, contrapeso para la sexual Angelique. La bonita Chloë Grace Moretz es la revelación como Carolyn, la hija adolescente de Elizabeth, rebelde, rockera y con algunos secretos. En cierta forma también lo es Gulliver McGrath, como el pequeño David. Por su parte, Jonny Lee Miller no puede lucirse demasiado como el anodino Roger, padre de David. El elenco se completa con Jackie Earle Haley como Willie Loomis, el extraño cuidador de la mansión, y un par de apariciones especiales: Christopher Lee como Clarney, líder de los capitanes de barco, y Alice Cooper interpretándose a sí mismo, demostrando que está más o menos igual 40 años después (su seudónimo está tomado al fin y al cabo de una mujer ejecutada por bruja; “yo conocí una Alice Cooper”, dirá Barnabas). Experiencia lúdica La música de Danny Elfman aporta lo suyo, como así también las correspondientes reconstrucciones de época (se sabe, siempre la más difícil es la más reciente) a cargo de el diseño de producción Rick Heinrichs, el vestuario de la siempre correcta Coleen Atwood y la fotografía de Bruno Delbonnel. En el guión firmado por John August y Seth Grahame-Smith (sobre historia de este último), el tema del vampirismo, la muerte y hasta las relaciones familiares está tomado con un humor bastante oscuro, pero eso no quita el tono épico, ni el romántico. Por momentos da para pensar qué hubiese hecho Burton si le hubiesen concedido la franquicia de “Los locos Addams” en vez de a Barry Sonnenfeld, pero quizás con esta, menos recordada, haya tenido más posibilidad de juego. Porque de eso se trata: uno puede ver a los viejos amigos Tim y Johnny divirtiéndose como chicos, y llevándonos a nosotros en ese paseo. Y, como los chicos, devorar lo terrorífico, la aventura, el romance y el humor de un solo bocado.
En los confines de la humanidad En 1979, Ridley Scott hizo su revolución en la ciencia ficción con “Alien, el octavo pasajero”; tres años después “lo hizo de nuevo” adaptando la novela “¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?”, de Phillip K. Dick, convirtiéndola en la también mítica “Blade Runner”. Scott dejó a la pobre oficial Ellen Ripley en manos de James Cameron, quien con “Aliens (El regreso)” (1986) comenzó a ganarse la fama de ser “el mejor realizador de segundas partes” (lo confirmó con “Terminator 2”, superándose a sí mismo). Tras el batacazo de Cameron con “Avatar”, parece que al viejo Scott le vinieron ganas de retomar el espíritu de la vieja ciencia ficción, de la mano del guión escrito por Jon Spaihts y Damon Lindelof (uno de los cerebros, junto a J.J. Abrams, detrás de “Lost”). Así surgió una película grande, no tan apabullante como “Avatar”, ni tan pequeña como la primera de “Alien” (que a fin de cuentas transcurría en buena medida en los espacios cerrados del Nostromo). Para los seguidores de la saga (amigo lector: vaya conociendo la relación de este filme con aquellos) será una vuelta al origen (en más de un sentido, ya que estamos), con su secuencia de presentación de la tripulación, enigma, terror y batalla apoteósica con final abierto. El origen El disparador de la historia es intrínseco a la humanidad misma: las preguntas sobre el origen de la especie y, de paso, sobre la finitud de la existencia. La idea de una expedición buscando respuestas sobre las fuentes es un tópico de la ciencia ficción más clásica, en obras como “Vuelta a empezar”, de Michael Shaara, o “Más vasto que los imperios y más lento”, de Ursula K. Le Guin. Aquí todo comienza (luego de una escena inicial que introduce al espectador en el misterio) con un descubrimiento arqueológico a cargo de la pareja integrada por Elizabeth Shaw y Charlie Holloway, quienes convencerán al moribundo magnate Peter Weyland para fletar una expedición espacial en busca de un sistema que figura en un mapa estelar repetido en diferentes hallazgos de culturas antiguas. La idea es que allí vive una raza de “Ingenieros” que gestaron a la especie humana (recordar qué corporación rentaba el viaje del Nostromo). Así, se conforma la tripulación del Prometheus (bautizado como el titán amigo de los mortales, quien robó el fuego de los dioses para darlo a los hombres para su uso y posteriormente ser castigado por Zeus), en la que también revistan el androide David (la contracara de la pulsión humana por buscar un Creador) y la fría Meredith Vickers, representantes de los verdaderos designios de Weyland. Finalmente, habrá un hallazgo de vida inteligente, y de algo más, la muerte desconocida, los miedos más primarios. Y el descubrimiento de males peores que habrá que evitar a toda costa. Los que yacen Nada de todo esto sería lo que es sin el aporte conceptual del artista Hans Rudolf Giger, creador del Alien original y de la estética del primer filme, a quien aquí se reconoce en los créditos iniciales, aunque el trabajo quede en otras manos. Porque toda la puesta visual respira una atmósfera gigeriana, desde los tonos verdeazulados de la fotografía de Dariusz Wolski y el diseño de producción de Arthur Max, junto a quien trabajaron los directores de arte Marc Homes, John King y Karen Wakefield, la escenógrafa Sonja Klaus y la vestuarista Janty Yates. Por eso, está en los trajes de los “Ingenieros”, en los murales, en todas las criaturas que se derivan de la fusión de lo biológico con ese líquido negro que recuerda un poco al de “Los expedientes secretos X”, algo así como un ADN recombinante que transforma todo en otra cosa... Todo el filme está atravesado por las “imágenes paganas” del ilustrador de las visiones de Howard Phillips Lovecraft sobre males ancestrales, góticos, extraterrestres, inconcebibles para la mente humana. La atmósfera que se respira habla de cosas que yacen y que no deberíamos despertar: a fin de cuentas, una vuelta de tuerca sobre las pesadillas literarias del mítico escritor fantástico nacido en Providence. Vuelta de tuerca en la que Lindelof también “lo hace de nuevo”, como en Lost, fascinando, intrigando, enganchando al espectador aunque sienta “que no está entendiendo nada”. Porque el guión se mueve casi como la adaptación de una novela preexistente, quizás sacrificando explicaciones en pos del avance del relato (que comienza a paso lento y va in crescendo), hasta llegar al conflicto final, físico, de vida o muerte. Y ahí aparece la mano del veterano Scott, un capitán ideal para tripular un barco tan grande, haciéndolo funcionar en todos sus detalles: parece que estuviésemos hablando poco de él, pero es todo lo contrario. Cuerpo y alma Por el lado de las actuaciones, la sueca Noomi Rapace sigue sorprendiendo, como lo viene haciendo desde su composición de Lisbeth Salander en “Millenium”: aquí compone una heroína (Shaw) a su estilo, tan frágil como imparable, tan aguerrida como la recordada Ripley. Michael Fassbender luce bien como David, aunque queda la sensación de que quedan aspectos del androide sin explorar. Charlize Theron hace “de taquito” a su gélida Vickers, y el resto del elenco juega en los márgenes de la corrección: especialmente Logan Marshall-Green como Holloway, Idris Elba como el sacrificado capitán Janek, Kate Dickie como la científica Ford, Sean Harris como el alocado geólogo Fifield y Rafe Spall como el temeroso biólogo Millburn. Llama la atención la elección de Guy Pearce para interpretar al anciano Weyland... pero “alguna explicación habrá”. Como dijimos, el final es abierto en muchos sentidos: en cuanto a la continuación de la búsqueda original pero también al nacimiento de un ser mítico para la cultura popular. La decepción del espectador por querer saber más se combina con la fascinación de lo desconocido, a fin de cuentas otra pulsión humana: la de querer descubrir qué hay más allá, incluso cuando eso implique despertar inhumanos males que sería mejor dejar dormidos.
Reconstruyendo la esencia del mito Tomar un relato clásico y reversionarlo es lícito (“el mito son todas sus versiones”, diría algún antropólogo amigo, o algún consumado seguidor de Claude Lévi-Strauss), es un desafío, y también un gran riesgo artístico, sobre todo teniendo en cuenta que hace poco se vio en las pantallas otra reinterpretación del mismo, aunque en otra clave (“Espejito, espejito”). Si en el “Rey Arturo” de Antoine Fuqua se retomaban las investigaciones historiográficas sobre el origen del mito artúrico, en esta relectura se apunta a un tono de fantasía épica, recuperando los tópicos del cuento (la espina de rosa, el espejo, la reina mala, la heroína pura, los enanos, la manzana envenenada, el beso despertador) pero de una manera diferente, cambiando los detalles para sorprender a los que alguna vez supieron algo de esta historia, sea por las abuelas o por Walt Disney. Neocuento La historia aquí es más o menos así: el rey Magnus y la reina Eleanor tienen una hijita bonita llamada Blancanieves (Snow White). Pero la reina, débil de salud, fallece. Poco después, un ejército oscuro ataca el reino, el rey lo derrota y encuentra una prisionera bellísima, llamada Ravenna, de la que se enamora y con la que se casa. Finalmente esta mujercita frágil lo asesina, toma el poder y se revela como una hechicera despótica y narcicista, que se baña en leche como la legendaria Popea, y consulta a su espejo mágico sobre quién es la más bella. Además de su ego, sabe que en su belleza está cifrado su poder actual y su eventual caída futura. Hasta que un buen día, el espejo (atractiva reinvención del mismo) dice que no, que la más linda es Blancanieves, que está prisionera en la torre y ya alcanzó la madurez. Entonces vendrán las ganas de matarla, el escape y la selección de un peculiar Cazador (un alma en pena, en vida) para capturarla, y el encuentro decisivo entre la princesita desvalida en busca de aliados y el rudo antihéroe en busca de redención. Mitemas a la sartén Desde la historia escrita por Evan Daugherty, la dirección de Rupert Sanders, el diseño de producción de Dominic Watkins, la fotografía de Greig Fraser y el vestuario de Colleen Atwood se elabora una yuxtaposición de muchísimas cosas ya vistas, pero de una manera elegante y visualmente impecable. Y de todos modos, las fuentes en las que abreva son a su vez reelaboraciones de mitemas (una porción irreducible de un mito, un elemento constante que reaparece en diferentes historias) arraigados en imaginarios de diversas culturas. Hay bastante del imaginario del profesor John Ronald Reuel Tolkien (el árbol en el escudo de armas, símbolo de los reyes de Númenor y Gondor; los enanos como una raza de mineros; los ejércitos fantasmagóricos) y su representación visual a cargo de Peter Jackson (las tomas aéreas, las travesías por montañas, las batallas, las cabalgatas, el arquero infalible, la coronación); hay en la renacida Blancanieves, arengando a sus seguidores con su vestido blanco y descalza, y luego con su armadura y espada, una referencia a Juana de Arco, convertida en estandarte de batalla (al fin y al cabo, la primera heroína femenina); el Bosque Encantado, lleno de alimañas y esporas fétidas, y el santuario de las hadas, con su ciervo de gigantescos cuernos, son un homenaje a dos obras cumbres de Hayao Miyazaki (“Nausicaä del Valle del Viento” y “La princesa Mononoke”), también con sus heroínas más o menos predestinadas. Está también la cámara en mano, especialmente para los primeros planos, que se está poniendo de moda, como se pudo apreciar en “Los Juegos del Hambre”. Dicho esto, hay que decir que la puesta visual es sorprendente, que la reconstrucción del mundo medieval y sus técnicas de lucha es fantástica (aunque se mezquine la sangre, y la muerte en batalla luzca un poco difusa), que el vestuario de Atwood está a la altura de sus grandes trabajos, que James Newton Howard se afianza como uno de los musicalizadores destacados de Hollywood, y que el cuidado de la producción y la dirección de arte alcanza los mínimos detalles (por más princesa que seas, si sos una prisionera y luego fugitiva en un bosque, es natural que tengas las uñas romas y mugrientas; parece una perogrullada, pero hemos visto ejemplos en contrario). En primer plano Todo esto no luciría sin el elenco, especialmente los tres implicados principales, que llenan la pantalla con la belleza de sus rasgos y la claridad de sus gestos, y se “bancan” los primeros planos: Kristen Stewart (Blancanieves), tan firme como femenina, con sus labios entreabiertos mostrando sus simétricas paletas; Chris Hemsworth (el Cazador), con su apostura de galán imposible de derribar, aunque aquí no sea el divino Thor sino un guerrero en decadencia, vencido por el alcohol y los recuerdos; y Charlize Theron, con su mezcla de vampiresa fatal, gorgona agraciada y resentida social (por la historia personal que se va dosificando). Desgraciadamente, Cinemark trajo esta cinta sólo en versión doblada al castellano, por lo que se pierde la voz original de las figuras, pero como se dijo, ya con su presencia en cámara “garpan”. Sam Claflin apenas se muestra como William, el aspirante a Príncipe Azul (en realidad, el hijo de un duque rebelde, ya que nos gana la burocracia medieval), pero eso está propositado desde el vamos (la cuestión romántica toma caminos inesperados, pero difusos). Por lo que queda en cuanto a secundarios el lucimiento es para los enanos, particularmente en los casos de Toby Jones, Ian McShane y Bob Hoskins. Valga entonces esta vuelta de tuerca sobre el inmortal cuento, un buen relato de aventuras que está a la altura del “estado del arte” del cine de alto presupuesto, aunque no invente nada nuevo. Pero de eso se trataban los viejos cuentos de hadas: de que nos cuenten otra vez las historias que conocemos, y que el bien y la pureza triunfen, aunque de maneras a veces algo diferentes.
Codo a codo para salvar a la humanidad Un genio tecnológico multimillonario devenido en paladín; un gallardo dios vikingo del trueno; un súpersoldado que fue emblema de una nación; un científico brillante, que puede devenir en una fuerza irresistible; una espía de élite, tan seductora como imbatible y letal; y un arquero de puntería infalible, con flechas cargadas de sorpresas. ¿Quién se negaría a tener este equipo de su lado? Salvo que se trata de, respectivamente: un pedante individualista y megalómano; un pomposo y soberbio príncipe; un exiliado temporal con una particular visión del deber; un traumatizado que lucha contra su bestial personalidad oculta; una ex asesina profesional, con mucha sangre en las manos; y un agente que venía bien hasta que le lavaron el cerebro y lo usaron para el mal. Demasiados egos, demasiada necesidad de redención. No es raro que el consejo al que respondo la agencia SHIELD no haya autorizado la “iniciativa Vengadores” del director Nick Fury. Pero cuando el renegado asgardiano Loki consiga apropiarse del Tesseract (fuente de energía de Asgard, robada por la organización Hydra de Red Skull durante la II Guerra (y sepultada por décadas en el hielo junto al Capitán América) empieza a parecer interesante sumar a Tony Stark (Iron Man), Thor (hermano adoptivo de Loki), el descongelado Capitán (Steve Rogers), Bruce Banner (y su alter ego, Hulk), Natasha Romanoff (Black Widow) y Clint Barton (Hawkeye). Desconfianzas, indisciplinas, reticencias, choque de personalidades (y de puños) no tardan en aflorar. Sólo el sacrificio de un “verdadero creyente” (“true believer”, como diría Stan Lee) logrará ensamblar las piezas para armar un equipo capaz de resistir la invasión alienígena preparada por Loki (e inclusive el “fuego amigo”) y alcanzar algunzas redenciones en el camino. Tripulando el tanque Guionistas y directores de prestigio participaron de las películas previas que sirvieron de escalada a esta cumbre (valga el ejemplo de Kenneth Branagh en “Thor”), pero resulta acertada la elección de Joss Whedon, otro cerebro forjado en la televisión (como J.J. Abrams), creador de series de culto como “Buffy la Cazavampiros” y la incomprendida “Firefly”, capaz de tomarse en serio a los personajes de la Marvel y al mismo tiempo dosificar humor y el dramastismo. Se luce al poder tripular un barco gigante: una superproducción plagada de (necesarios) efectos especiales y a la vez un reparto con por lo menos ocho o diez nombres de primera línea, que brilla tanto como el despliegue visual. El cual, por cierto, alcanza picos de genialidad: el plano secuencia durante “la madre de todas las batallas” en el que dos paladines luchan codo a codo contra los invasores chitauri, para que luego un tercero le cubra las espaldas a otro así sucesivamente, es un orgasmo para el ojo (o para los dos ojos, ya que se exhibe en 3D). Todo esto en una Nueva York que, desde los atentados de 2001, es agarrada para el cachetazo por el cine de Hollywood (algo así como Tokio es devastada y reconstruida como una Neo Tokio en el mundo del manga y el anime, como resabio de los bombardeos de 1945). Superequipo actoral Por el otro lado, se puede disfrutar del humor ególatra de Robert Downey Jr. como Stark; la ortodoxia de Chris Evans como el Capitán América; la frágil y sensual fortaleza de Scarlett Johansson como Black Widow (creada por Stan Lee en los ‘60 como una espía rusa enemiga de Iron Man); el compromiso y la culpa de Jeremy Renner como Hawkeye (nacido en el cómic como un títere de aquella Viuda Negra); la lucha interior de Mark Ruffalo encarnando a Banner; la grandilocuencia y la inocencia de Chris Hemsworth en la piel de Thor; la insana sed de poder y venganza de Tom Hiddleston en su Loki; la sabiduría del Nick Fury interpretado por Samuel L. Jackson; y la fe y el coraje del agente Phil Coulson que encarna Clark Gregg (un actor de bajo perfil que con su personaje dio unidad a la serie de filmes). Como secundarios revisten Stellan Skarsgård como el profesor Erik Selvig (científico amigo de Thor), Gwyneth Paltrow como Pepper Potts (asistente devenida en pareja estable del otrora mujeriego Stark), la sugestiva Cobie Smulders como la agente Maria Hill y la voz de Paul Bettany (Jarvis, la computadora que asiste a Iron Man). Fortaleza de espíritu En la “Edad de Plata” del cómic de superhéroes, cuando además de ser editor en jefe de Marvel escribía personalmente los guiones de casi todas las series principales de Marvel y trabajaba con dibujantes míticos como Jack Kirby, Steve Ditko o John Romita Sr., Stan Lee (que en este filme también hace su consabido cameo, esta vez en un noticiero) redefinió el concepto del superhéroe: tan interesante como la lista de poderes o lo vistoso de sus trajes eran los traumas o debilidades que los acompañaba. El mensaje era que no importa cuán grande, fuerte o rápido puedas ser, sino cómo sobreponerse a las adversidades, e incluso a uno mismo (“tú no eres un héroe, tu trabajas para tí mismo”, desafiará el estrellado Capitán al metalizado empresario en la película). Ese mensaje no envejece, y por eso los personajes creados por “The Man” (Lee) resisten tan bien el paso de los años y las reinterpretaciones. Larga vida a Los Vengadores: en algún momento los volveremos a necesitar.
El reality de la vida y la muerte Vomitando petróleo las tripas desarrollan la música del hambre (Carneviva, “El árbol de los jíbaros”) El filme de referencia ha sido catalogado (por la industria, pero también por la crítica y el público) como perteneciente a ese territorio de un cine para adolescentes, en el que entraría la saga de “Crepúsculo” y “Soy el número cuatro”, entre otros. En común tienen el venir de sagas literarias, herederas de un público que creció con Harry Potter (héroe que también creció, por cierto). La primera diferencia es obra de Suzanne Collins y su libro, el primero de la Trilogía de los Distritos. Porque la autora ubica la acción en un futuro indeterminado y distópico, en una nación llamada Panem ubicada en lo que otrora fuera América del Norte, más de siete décadas después de una rebelión de los diferentes distritos en los que se divide el país, en contra de un poder central, ubicado en una populosa ciudad conocida como el Capitolio. Derrotada la insurrección, como recordatorio y castigo se instituyeron Los Juegos del Hambre, una competencia en la que participan un varón y una mujer de entre 12 y 18 años por cada uno de los 12 distritos. Básicamente se trata de un reality show que hace las veces de circo romano para los habitantes del Capitolio (con su especie de “pseudorrefinamiento neorrococó”) pero también seguido por los hambreados integrantes de los distritos, que esperan que sus representantes ganen. Para ganar, simplemente hay que ser el único sobreviviente en una batalla a muerte sobre un terreno agreste y lleno de trampas, pero eso no quita que se armen juegos de alianzas al estilo “Gran Hermano”. La diferencia es que nadie pidió estar allí. O algunos sí: algunos son unos mercenarios entrenados. Pero la protagonista de la historia es Katniss Everdeen, una muchacha de 16 años que, al ver a su hermana salir sorteada para ese triste destino, pide ir en su lugar. Para eso deberá abandonar a su familia y a su amigo Gale Hawthorne, y unir fuerzas con Peeta Mellark, el otro representante del distrito 12, uno de los más empobrecidos, habitado por mineros de carbón (como los padres de Gale y Katniss, muertos en una explosión). En el Capitolio, hallará aliados y enemigos en la previa a la batalla a campo abierto, de la que se espera que sólo uno salga vivo. Movimiento puro El otro acierto tiene que ver con la dirección de Gary Ross, y con el guión, en cuya redacción también participó la novelista (junto con Ross y Billy Ray). Hubiera sido tentador sostener el relato con voces en off de la protagonista, ya que la novela es un monólogo interno de Katniss. Sin embargo, nada más lejos del resultado final: un trepidante relato que sostiene la tensión en buena parte recurriendo a la cámara en mano: un poco a la manera en que Darren Aronofsky perfeccionó la técnica de los hermanos Dardenne en “El luchador” y “El cisne negro” (mirar la escena en que Katniss hace girar su vestido flamígero, dando vueltas con punto fijo como una bailarina clásica) pero aplicándola a la acción y sin escatimar primeros planos. Justamente, el elenco elegido se “banca” los primeros planos: especialmente Jennifer Lawrence, con su belleza natural y aguerrida. Liam Hemsworth aparece poco como Gale, pero pinta para perfecto galán de serie adolescente. Su contrapartida es Josh Hutcherson como el inseguro e insondable Peeta, al parecer interesado realmente en Katniss. Tras ellos vienen los lucimientos como secundarios el de Stanley Tucci como el simpáticamente detestable animador televisivo Caesar Flickerman y Toby Jones como su adláter Claudius Templesmith y el impagable Woody Harrelson como Haymitch Abernathy (un ex ganador de los Juegos, borrachín y ácido, que se convierte en mentor de los chicos). Otras apariciones a destacar son las de Wes Bentley como Seneca Crane (el organizador de los Juegos), Lenny Kravitz como Cinna (el estilista a cargo de hacer presentables a los muchachos), la pequeña Amandla Stenberg como Rue (la aniñada y astuta chica del distrito 11) y la siempre imponente presencia de Donald Sutherland como el presidente Snow. Valga también la presencia de la música, que combina la partitura de James Newton Howard y T-Bone Burnett con obras de artistas del gusto juvenil como Maroon 5 o la talentosa Taylor Swift, pero mayormente orientados al sonido folk, que refuerza la idea de la Norteamérica profunda: valga destacar canciones como “Abraham’s Daughter” de Arcade Fire dentro del filme o “Kingdom Come” de The Civil Wars en los créditos finales. Circenses sine panem Si el relato no da respiro, la metáfora social no se escatima. Porque como dijimos, este circo romano ideado como castigo permanente ha devenido en entretenimiento para los opulentos y aparentemente improductivos habitantes del Capitolio, pero no faltan pantallas que lo transmitan allí donde falta el pan, el dinero y el agua potable. “Si nadie los viera (a los Juegos), no los harían”, dice uno de los personajes. Pero al menos aquí, apenas en esta primera parte de la trilogía, el circo sin pan empieza a mostrar fisuras. Dependerá de los paladines: como dicen en los Juegos, “que la suerte esté siempre con ellos”.
Una tarde en el infierno En los comienzos del cine, algunos de los primeros experimentos de ficción consistieron en plantar la cámara delante del escenario teatral, reflejando en nuevo medio expresivo (aún mudo) lo que sucedía delante de las tablas. De todos modos, el cine comenzó a desarrollar su propio lenguaje, y el teatro (como la pintura ante la aparición de la fotografía) comenzó su reacción, que ha signado buena parte de su devenir en los últimos cien años. Si una línea de trabajo ha sido la de la “experiencia total del espectador” (lo que quiera que signifique esto según cada creador: de La Fura dels Baus a Ariane Mnouchkine, simplemente por revolear algunos nombres de vanguardia), el teatro “de texto” o más tradicional desarrolló entre sus búsquedas otra línea consistente en puestas de pocos personajes encerrados en un ambiente en tiempo real, a partir de una situación límite que hace saltar todas las convenciones. Jordi Galcerán con “El Método Grönholm” y Yasmina Reza con “Un dios salvaje” (“Le dieu du carnage”, “El Dios de la matanza”, en el original) tal vez sean los que mejor explotaron esta veta (y con mayor éxito de taquilla) en los últimos tiempos. Por su parte, el cine nunca dejó de abrevar en la dramaturgia, aprovechando su posibilidad de explotar mejor las elipsis y los cambios de lugar, y muchas veces cambiando radicalmente el planteo al introducir a los sujetos ausentes del relato escénico (Jimmy en la autoadaptación que John Patrick Shanley hizo de “La duda”; Cecilia en la reescritura que Roberto Cossa hizo para la versión de “Yepeto” dirigida por Eduardo Calcagno, por poner arbitrarios ejemplos). De todos modos sigue siendo un desafío llevar el teatro al cine: está el riesgo de caer en el “teatro filmado” (también, lo que quiera que signifique esto según cada especialista). Con todo esto en la cabeza (alguien tan experimentado como él no lo podría hacer de otra manera), Roman Polanski se anima al desafío de juntarse con la propia Yasmina Reza para trabajar en la adaptación de un texto que trabaja con cuatro personajes encerrados (al límite de la claustrofobia) en tiempo real, en un contexto que derrumbe las paredes de la corrección y deje fluir a “la bestia humana”. El ojo del creador Al principio (y en relación a lo antedicho) Polanski se da el gusto de introducir, filmado a la distancia y sin oír lo que se dice, como escena de créditos iniciales, el disparador de lo que vendrá: dos niños discuten en el Bridge Park de Brooklyn, Nueva York; uno termina revoleando un palo y el otro tomándose la cara dolorido. De allí, el realizador nos traslada directamente al nudo de la acción. En el departamento de Penelope y Michael Longstreet, los padres del agredido Ethan (que ha perdido dos dientes en el asunto) se celebra una reunión con Nancy y Alan, los padres de Zachary, el que empuñó el objeto contundente. Allí los vemos redactando una declaración, en la que se asumen las responsabilidades del caso, todo muy políticamente correcto. Cuando parece que se van a ir los visitantes y ya están en el pallier (difícil de poner en el escenario de un teatro a la italiana, o más o menos), otro golpe de corrección los vuelve a introducir, para tomar un café y un postre. Claro, qué feo es conocerse así en esta circunstancia. Pero el teléfono del pretencioso abogado Alan empieza a interferir, como el del terrenal comerciante Michael, mientras sus esposas empiezan a reaccionar: a Nancy se le sale la leona por defender a su hijo, aunque sea el que blandió la vara; a Penelope también, pero todo adornado por un sentido de la moral que parece empalagar a los presentes. Lo que seguirá es una explosión de confesiones que se vomitan (como otras cosas menos metafóricas), miserias que fluyen como whisky que las ablanda, todo articulado por un guión que articula las interferencias, los tiempos muertos, los picos de tensión, para sostener al espectador encima de estos cuatro personajes que se deshacen frente a ellos. Polanski, a esta altura de su carrera, se permite no tener que dar explicaciones. Así, respeta la premisa fundante de la obra teatral: cuatro grandes actuaciones desarrollándose en un espacio limitado, o sea poco más (desde lo espacial) que en una puesta teatral. Sin embargo, la mano está en los detalles: la cámara en mano, que juega desde planos generales que semejan lo que se ve en el escenario (a veces con el punto de vista algo bajo, quizás para dar la ilusión de la butaca) hasta los primeros planos que realzan los momentos estelares de cada personaje. La luz natural que inunda el departamento va mutando, conforme pasa la tarde. Los planos que refuerzan el encierro, y la presencia del pallier y el ascensor, representantes de la esperanza de fuga. En carne viva Todo esto no se podría hacer sin los cuatro actores, por supuesto. Quizás por ser anglosajones (lo que quiera que signifique esto, aunque uno de ellos sea alemán), o tal vez por el cambio de registro actoral, los intérpretes están un poco más contenidos que la puesta de referencia que tenemos los argentinos, dirigida por Daniel Veronese, que trabajó las actuaciones con un poco más de intensidad. De todos modos, es un festival actoral, la indolencia de los hombres, la furibundia de las mujeres. Christoph Waltz pone en escena toda la soberbia de Alan, su sonrisa socarrona, su forma invasiva de apoyar el plato o el cuerpo arriba de los muebles, con el mismo desdén que trata sobre la vida de los demás. John C. Reilly encarna a Michael como un Homero Simpson algo más civilizado, si eso fuese posible: en realidad es más despreocupado y básico que perverso, pero en la práctica terminará en sintonía con Alan. Por el lado de las esposas, Jodie Foster expone toda la complejidad de Penelope: su pulsión por “las costumbres occidentales”, especie de superyo de la civilización, que nos aleja del dolor de los pobres africanos que se masacran desde niños. Kate Winslet construye una Nancy algo estructurada y pretenciosa, que se va desatando en torno a revelaciones y explota de golpe (aquí el crescendo se trabaja con un salto). “Penelope, creo en el dios de la matanza, el dios que no ha sido desafiado desde el comienzo de los tiempos”, dice Alan. Y esa frase resume todo: detrás de la moral occidental de las belles manières, está una esencia que nos une a los cavernícolas o a las masacres congoleñas. Sólo hacen falta un incidente trivial y una botella de escocés para que salga afuera.
Un héroe para las rojas arenas Analizar esta resurrección cinematográfica de John Carter es bastante complejo. Porque el personaje creado por Edgar Rice Burroughs es el ancestro de muchas cosas que vinieron después: por eso no es raro que el filme dirigido por Andrew Stanton (quien adaptó junto a Mark Andrews y Michael Chabon la novela “Una princesa de Marte”) recuerde a muchas cosas que uno ha visto o leído. El terrícola devenido paladín en otro mundo, como el “Flash Gordon” de Alex Raymond; el Marte seco y decadente, como el descubierto en las “Crónicas marcianas” de Ray Bradbury; los guerreros y princesas semidesnudos desarrollados por los ilustradores (y los adaptadores cinematográficos) de los personajes de Robert Erwin Howard, como “Conan El Bárbaro” o “Sonja la Roja” (los mismos ilustradores que hicieron las portadas de las diferentes ediciones de las novelas sobre Carter); el ejército inesperado que viene a decidir una batalla, como los Ents, los Rohirrim o los guerreros fantasmas en las diferentes partes de “El Señor de los Anillos” (con su diversidad de razas y sus monarcas virtuosos). Ahí está el dilema: para el espectador desprevenido, este filme puede representar un refrito del último siglo de ciencia ficción y fantasía, cuando en realidad adapta historias creadas hace cien años. Otros lo han acusado de simplismo, cuando su embrión es anterior a todas las complejidades temáticas que vinieron después (valga el recuerdo de que el filme de “Flash Gordon” también quedó encerrado en la clase B, recordado especialmente por la música de Queen). Campeón inesperado El comienzo del relato muestra a un John Carter en la tierra, a finales del siglo XIX, que telegrafía apresuradamente a su sobrino, curiosamente llamado Edgar Rice Burroughs. Cuando el joven llega, el tío ha muerto, lo ha nombrado heredero, y le deja un diario que sólo él puede leer. Como en un giro borgeano, la acción comienza con el muchacho leyendo el diario. Así, el joven se adentra en la historia de Carter, ex soldado sudista en la Guerra Civil devenido en buscador de Oro. Perseguido por el ejército para que se sume a la lucha contra los apaches, termina encontrando una cueva con oro, un extraño personaje y un medallón que lo lleva a otro mundo, que no es otro que Marte, o Barsoom, como le llaman allí (la Tierra es Jasoom). Allí descubre que, por cuestiones de la diferencia de gravedad, puede saltar largas distancias, y tiene una fuerza mayor. Capturado por los tharks, una de las razas de ese mundo, pronto se verá involucrado en una batalla entre las fuerzas de la ciudad móvil y devastadora Zodanga, y las de Hellium, la única ciudad que ha contenido a los planes de aquella. Lo que ha pasado es que los therns (los seres ocultos como el que se encontró Carter en la Tierra) le han dado una superarma a Sab Than, el Jeddak (rey) de Zodanga, lo que ha roto el equilibrio de un mundo seco y bastante despoblado, surcado por canales que rememoran antiguos mares hoy desaparecidos. Carter salva en la refriega a Dejah Thoris, la hija del Jeddak de Hellium, reclamada como esposa por Sab Than. La muchacha (guerrera y científica) ve en el terrícola al paladín que su mundo necesita por lo que terminará involucrándolo en la guerra y en una relación afectiva (que obviamente se sospecha desde el minuto cero), aunque algo contenida por hechos del pasado del héroe que se irán revelando con el correr de la historia; los que lo alejan de cualquier compromiso social y sentimental. Despliegue visual Stanton muestra habilidad en la dirección, habida cuenta de que todos sus trabajos anteriores se dieron en el campo de la animación (“Bichos”, “Buscando a Nemo”, “Wall-E”). Sin embargo puede hacerse cargo de un filme grande, con centenares de extras y mucha posproducción digital. También logra desplegar el relato en un ritmo acertado a lo largo de poco más de dos horas, siempre un desafío en esta clase de filmes que requieren explicaciones sobre las lógicas intrínsecas del mundo en el que se ambientan. No es casual que esté Stanton a cargo: el estudio Pixar estuvo atrás del desarrollo visual, que recurrió a la técnica de reconocimiento corporal y facial (al estilo de Weta Digital) para subir actores a zancos y ponerlos a interpretar a los tharks. El detallismo estuvo puesto en la contratación de Paul R. Frommer (el lingüista que creo el Na’Vi para “Avatar”) para que haga un lenguaje thark, a pesar de que se lo habla muy poco. La dirección de arte no inventa nada nuevo, pero construye una estética retrofuturista, que huele a “ciencia ficción vieja” y sobre todo a las precuelas de “Star Wars” (desde las criaturas a las naves y vestuarios). Nombres y rostros Como suele ocurrir en estos casos, el aporte de los actores está más en su physique du rôle que en sus dotes actorales, pero en general no desentonan. Taylor Kitsch está bien como el paladín, algo más flaco y delicado que las representaciones pulp a lo Conan. Lynn Collins luce muy bien como Dejah Thoris, aguerrida y llenando muy bien su escueto vestuario. Los villanos quizás estén un poco aguados, pero ahí están Dominic West como Sab Than y Mark Strong (Matai Shang, frío líder de los therns). Los otros actores en carne y hueso son Ciarán Hinds como Tardos Mors (el padre de Dejah), Daryl Sabara (un asombrado Edgar Rice Burroughs) y James Purefoy como el general Kantos Kan (comodísimo en un papel menor pero necesario). En cuanto a los actores reconstruidos digitalmente, están Willem Dafoe como Tars Tarkas (el Jeddak de los tharks, con su compleja personalidad), Samantha Morton como su hija, la rebelde y solidaria Sola, y Thomas Haden Church como el usurpador Tal Hajus. El escaso rendimiento en taquilla quizás mate la posibilidad de las secuelas previstas, que adaptarían otras novelas del ciclo de Barsoom. Pero no está mal este homenaje a Edgar Rice Burroughs y un personaje menos famoso (a la sombra de Tarzán), el primer héroe que caminó las rojas arenas de Marte.
En busca de la fábrica de los sueños Martin Scorsese es conocido como uno de los grandes luchadores por la conservación y restauración de las grandes y pequeñas obras de la historia del cine. Del cual además siempre fue un estudioso: junto con sus amigos Steven Spielberg y George Lucas integran la primera generación de realizadores hollywoodenses formados en escuelas de cine, conocedores por igual de las obras de Godard, Griffith, Murnau y, ya que viene al caso, Georges Méliès. Así que de algún modo en “La invención de Hugo Cabret” (“Hugo”) se haya uno de sus grandes gustos: tributar a un pionero del cine, a uno de los primeros que vio el potencial del invento de los Lumiére para desarrollar una nueva forma de magia, un lugar donde se inventen los sueños de miles. Quizás por esto (y para hacer una película que pueda ver su hija menor, tal como ha dicho riéndose) decidió llevar a la pantalla la adaptación que John Logan hizo del libro de Brian Selznick “The Invention of Hugo Cabret”. Y para sorpresa de muchos, se animó al 3D, una tecnología sobreexplotada por el cine más comercial (y a veces con resultados poco convincentes). Sin embargo, como Tim Burton en “Alicia en el País de la Maravillas” logra sacarle al recurso el mejor lucimiento para la estética propuesta, y además honra la memoria del homenajeado de la historia, siempre a la vanguardia de la experimentación técnica. El relato La historia cuenta sobre Hugo, un huérfano que como otros sobrevive en la estación de trenes de Montparnasse, robando aquí y allá en algunos puestos de la gare, con la diferencia de que (aunque nadie lo sabe) es el encargado de hacer funcionar todos los relojes de la terminal. Todos creen que esa tarea la sigue cumpliendo el borracho de su tío Claude, que un día lo abandonó allí, luego de hacerse cargo de él tras la muerte de su padre (de la muerte de la madre no se habla mucho). Lo único que le queda de su padre es el oficio de relojero y un autómata a medio reparar, un hombrecito mecánico de cara triste que supuestamente tiene la habilidad de escribir. Repararlo es para Hugo obtener algún tipo de compañía, y la posibilidad de un postrer mensaje de su padre. En su búsqueda de piezas de repuesto, chocará con un oscuro juguetero que tiene su tienda en la estación, que tiene muchos secretos, empezando por una conexión con el autómata. A partir de allí, Hugo comenzará a desentrañar la cadena de misterios, de la mano (literalmente) de la ahijada del hombre, Isabelle. Luces y sombras La experiencia le da a Scorsese la oportunidad de jugar un poco a ser otro sin dejar de ser él mismo. Si en “La isla siniestra” se animó a montar su propia versión de la fuga psicogénica que animó la última (abstrusa) trilogía de David Lynch, en el presente trabajo hay cierto sabor al ya mencionado Tim Burton: hay un huérfano de cara tierna, un inventor misterioso, una damisela impúber, un inspector imposible, escenarios opresivos llenos de vapor, muchos mecanismos de relojería, y una fotografía que juega con colores hiperrealistas y reflejos forzados (el reloj de la estación en el ojo de Méliès, por ejemplo), detalles estos últimos que ganan con el 3D. Quizás por todo esto Johnny Depp (uno de los fetiches de Burton, junto con su esposa Helena Bonham Carter) es uno de los productores del filme. Y por supuesto (y para regodeo del director) están los fragmentos de los filmes de Méliès (también los habrá de otros referentes del cine mudo), con toda su belleza arcaica y su estética particular, que luego Scorsese recrea a la hora de narrar las filmaciones. Por lo demás, hay un despliegue visual que se esfuerza en retratar la París de los ‘30 (a vuelo de pájaro), las particularidades de los recovecos de la estación como un microcosmos (en el que Django Reinhardt puede lucirse con algunos tangos), y apuesta a los rostros y las expresiones de unos actores que soportan holgadamente los primeros planos. Los rostros El hallazgo indispensable para que una película como ésta funcione es el niño protagonista, y Asa Butterfield cumple con creces, con sus ojos celestes y su cara de “yo no fui”, que puede convertirse en un generador de pena en instantes. Por supuesto, el mismo casting encontró su contraparte en la Isabelle de Chloë Grace Moretz, un interesante hallazgo al estilo Emma Watson (inexplicablemente, siendo americana, y siendo una francesa, habla aquí con algo de acento británico).111 Viene aquí el lugar de los actores mayores. Y por supuesto es Ben Kingsley quien da una cátedra de actuación, componiendo a ese complejo Méliès, atormentado por el pasado, el juguetero hosco, y a la vez ser el mago radiante de los flashbacks: tampoco funcionaría mucho este filme sin un actor de su descomunal talla. El resto del elenco incluye a un moderado Sacha Baron Cohen, que construye sin excesos a un personaje de cuento (el inspector de la estación) pero con un dejo de humanidad (la escena “romántica” con Lisette es de una profundidad que hay que saber apreciar); a una tierna Helen McCrory, como “Mama Jeanne”, la esposa del cineasta; y la breve pero correcta aparición a cartel francés de Jude Law, como el padre de Hugo. Entre los secundarios, está un pulcro Michael Stuhlbarg como René Tabard, académico del cine y admirador de Méliès, la bondadosa Lisette forjada por Emily Mortimer y la maestría sutil de Christopher Lee como el librero Monsieur Labisse. También hay un lugar para dos veteranos actores británicos como son Frances de la Tour (Madame Emilie) y Richard Griffiths (Monsieur Frick), con su propio juego de afectos distantes. La magia Resulta interesante que dos de las grandes competidoras en la próxima entrega de los Oscar sean una película francesa sobre el antiguo cine estadounidense (“El artista”, de Michel Hazanavicius) y una película estadounidense sobre el antiguo cine francés (la que nos ocupa). Y tal vez sea importante que el cine vuelva sobre sí mismo, sobre aquellos tiempos en que no se encontraba tan atrapado entre la megaindustria y el Arte con mayúsculas: aquellos tiempos en que era una novedad, una magia de celuloide, una fábrica de sueños.
La hija del almacenero Al igual que en “La caída” de Oliver Hirschbiegel, con la magistral interpretación de Hitler a cargo de Bruno Ganz (y salvando las distancias entre el Fürer y la Dama de Hierro), el filme de Phyllida Lloyd bajo guión de Abi Morgan logra darle carnadura humana a un controvertido personaje histórico sin ser concesivo, lo que genera una rara sensación. Ni el monstruo que muchos esperan ver ni una idolatría por el personaje: el filme muestra el devenir de Margaret Thatcher (de soltera Roberts) desde que era una adolescente en el almacén de su padre (y de ahí a Oxford), sus primeras campañas políticas y su doble lucha por imponerse en un mundo de hombres y a la vez dejar de ser “la hija del almacenero”. Y cómo esas luchas la fueron cambiando: desde la asunción de posiciones duras (ser implacable con los sindicatos, hundir el crucero General Belgrano fuera de la zona de exclusión de Malvinas) hasta el agravamiento de su voz en su campaña como primera ministra (un proceso de masculinización, como han dicho algunos). De todos modos, lo inalterable fue la convicción de aquella muchachita, inspirada por su padre, en las ideas conservadoras, del orgullo de ser “una nación de comerciantes” (como dijo Napoleón), del esfuerzo personal de los que menos tienen como motor del ascenso social (viéndose a sí misma como ejemplo). La guerra de Malvinas muestra en pleno a esta mujer, capaz de mandar un ejército a la guerra en plena crisis y luego escribir personalmente a las madres de los soldados muertos; tampoco oculta el relato cómo esa aventura salvó su gestión (junto con algún repunte económico de la era de las reaganomics). Porque los 11 años y medio que duró su mandato estuvieron signados por huelgas, luchas por salarios y batallas contra impuestos que ella consideraba el precio del “privilegio” de vivir en Gran Bretaña. Pureza visual Desde el punto de vista de la narración, el filme es muy lucido: la historia está contada desde un presente de ancianidad; Denis Thatcher (su marido y sostén) ha muerto hace años, pero ella comienza a verlo y escucharlo. En medio de esa lucha contra la locura, una frase, una foto, disparan escenas que paulatinamente van armando el rompecabezas de su vida: su ascenso y caída (basados ambos en sus mismas características), la relación con su marido e hijos, con el subsecuente sacrificio personal. Se destaca también una gran belleza visual, a través de una luminosa fotografía que enfatiza los desplazamientos temporales (la luz amarilla en los salones de los ‘50, por ejemplo) y una particular puesta de cámaras (el reflejo del Parlamento en el auto de la joven Margaret; las tomas de sus zapatos en su ingreso al mismo, y el mismo encuadre a su despedida de Downing Street). Interpretaciones Como las otras películas “británicas” oscarizadas (“La reina” y “El discurso del rey”) es antes que nada una película de actores. Con la estatuilla en la mano, parecería que no hay que explayarse en las virtudes de Meryl Streep, pero hay que destacar su descomunal trabajo, componiendo tanto a la viejecita en decadencia, con su andar pausado y su presencia algo ida (ayudada por un gran trabajo de caracterización de los también ganadores del Oscar Mark Coulier y J. Roy Helland) como a la temible y obstinada mandataria en la cumbre del poder. Hay gran lucimiento de Jim Broadbent como el esposo divertido, algo alocado, casi siempre comprensivo y acompañante, que logró enamorar al corazón de hierro, a sabiendas de que no se casaba con una chica fácil de manejar (“no quiero morir lavando una taza de té”, será la respuesta de la chica a la propuesta matrimonial). Por supuesto, esas escenas de juventud no podrían haberse realizado sin la gran labor de Alexandra Roach (más parecida a Margaret que la propia Streep) y Harry Lloyd, quienes se hicieron cargo de los primeros años de la pareja. Entre los secundarios, se destacan Olivia Colman como Carol, la hija que debe lidiar con una madre anciana con alucinaciones; Iain Glen como Alfred Roberts, el padre que inspiró el ideario conservador de Thatcher; Nicholas Farrell como Airey Neave, el político que impulsó su carrera a la jefatura de Gobierno, asesinado por una facción del terrorismo irlandés; y Anthony Head (aquel Rupert Giles de “Buffy la Cazavampiros”) como Geoffrey Howe, uno de los principales laderos de la primera ministra. Carne de historia Un párrafo de la Thatcher anciana la pinta de cuerpo entero: “Cuida tus pensamientos porque se convierten en palabras. Cuida tus palabras porque se convierten en acciones. Cuida tus acciones porque se convierten en... hábitos. Cuida tus hábitos, porque se convierten en tu carácter. ¡Y cuidado con tu carácter, porque se convierte en tu destino! Aquello que pensamos es en lo que nos convertimos”. Y de eso trata esta película: de una muchachita de Grantham llena de convicciones sobre qué había que hacer con su país, dispuesta a imponerlas sin importar el coste; de una mujer dispuesta a ocupar un lugar que se le venía negando a su género, también sin medir consecuencias. Así son, con sus luces y sus sombras, las personalidades que hacen marchar el rumbo de la historia.
Nuevos rostros para los héroes de nuestro tiempo “Män som hatar kvinnor” (literalmente “Hombres que odian a las mujeres”, bautizada por la editorial española Destino como “Los hombres que no amaban a las mujeres”) es la primera novela de la denominada “Trilogía Millennium”, la más redonda, por autoconclusiva y por desarrollar tópicos del policial tradicional, tanto del detectivesco más clásico como del de la serie negra. Si alguno vivió en un submarino el último lustro, dicha trilogía es obra del escritor sueco Stieg Larsson, que no llegó a verla publicada. Tras el boom, en su país se decidió llevarla al cine, estando la primera parte a cargo de Niels Arden Oplev y las siguientes en las manos de Daniel Alfredson. Cuando se anunció que Hollywood haría su versión (cuyo título en castellano es literal del nombre que tuvo la edición anglosajona, en la que cada libro empieza con “La chica que...”), saltaron todos los prejuicios sobre la industria y su desprecio por el trabajo de los suecos, y la imposibilidad de contar con una protagonista de la talla de Noomi Rapace (que por cierto declinó toda posibilidad de volver a ponerse en la piel de Lisbeth Salander). Pero el proyecto cayó en las manos de David Fincher, que viene de sacudir la estantería con “Red Social”, de cuyo elenco sacó a Rooney Mara para el protagónico femenino. También a Trent Reznor y Atticus Ross como musicalizadores y, por supuesto, su particular estilo y dinámico ritmo narrativo. Sumergirse en el pasado Para los que no estén al tanto de la historia, vaya el repaso: Mikael Blomkvist es un periodista de investigación que cae en la trampa del empresario Hans-Erik Wennerström y termina perdiendo un juicio por difamación (en este filme, sólo con resarcimiento monetario). Aprovechando la necesidad de Mikael de escaparse un poco de la situación, es contratado por Henrik Vanger, patriarca de un viejo y disfuncional clan que mantiene los restos de una corporación otrora exitosa. ¿Cuál es el encargo? Reinvestigar la desaparición de la sobrina nieta del empresario, a quien quería como a una hija, acaecida 40 años antes, y jamás explicada. Una investigación centrada en la fría isla de Hedestad, donde viven los miembros de la familia, principales sospechosos de haberla asesinado, y de seguir enviando cada año el regalo de cumpleaños que unía a Henrik y a la joven Harriet: una flor seca en un cuadro. Pero antes de convocar a Mikael, Vanger lo hizo investigar. Recurrió a la agencia Milton Security, y ésta a su mejor investigadora: la hacker Lisbeth Salander, una chica con un oscuro pasado, problemas de socialización, y otros problemas severos derivados de la desprotección en la que se encuentra. Por el otro lado, es genial, con memoria fotográfica y una forma peculiar de afrontar la vida y sus contratiempos. En cierto punto, el curso de la investigación reunirá al periodista bonachón pero aguerrido y a la chica arisca pero sensible, y así quedará conformada la explosiva pareja que convirtió a “Millennium” en un clásico contemporáneo. El camino de la acción Fincher trabaja a contrapelo de la adaptación de Oplev. Si el sueco se detenía en las miserias humanas del clan Vanger (parte del costado de policial negro de la trama), Fincher apunta a la acción y al desarrollo deductivo. Si Oplev descarta información para mostrar en detalle, Fincher mete más cosas pero a esa velocidad vertiginosa que mareó a algunos en “Red Social” (sólo él, nuevamente, puede convertir una escena de manejo de datos informáticos en una secuencia de acción). De todos modos, toma elementos de su predecesor, aquellos que le gustan: las casas, detalles de fotografía, algunas secuencias (las terribles escenas con el abogado Bjurman), el physique du rôle de los actores, pero retoma del libro el bigote de Henrik, por poner un ejemplo banal. Siempre se vuelve a Larsson, especialmente en la definición de los personajes (y mostrando algunos que crecerán en las secuelas). Por ejemplo, la escena del descubrimiento de los versículos es fiel a la novela, mientras que en la adaptación sueca se usaba un giro impropio de Lisbeth. También trabaja mejor el asunto Wennerström en el epílogo, pero se permite introducir un cambio más o menos sustancial en la resolución del caso (casi parecería que destinado a sorprender a los que conocen la historia) y no se explaya en cómo procesa el clan los hechos descubiertos. Complejos personajes Desde el punto de vista actoral, el elenco es irreprochable, destacándose figuras como Christopher Plummer como Henrik, Robin Wright como Erika Berger (personaje destinado a desarrollarse en próximas entregas), Stellan Skarsgard como Martin Vanger. Por supuesto, el trabajo principal es para Daniel Craig como Mikael y Rooney Mara como Lisbeth. El rubio (al igual que su “predecesor” Michael Nyqvist) logra plasmar adecuadamente a su complejo personaje, buen periodista, amigo y amante pero mal marido y padre (aunque aquí no se muestre tanto esta faceta): un hombre de convicciones firmes, íntegro a su manera; alguien de quien cualquiera de nosotros querría ser amigo. Por su parte, Mara construye su propia Lisbeth: distante, de aspecto frágil, un poco alienígena; algo diferente del temible ángel vengador que encarnó Rapace. De todos modos, Mara tiene sus momentos fuertes, especialmente con Bjurman o con algunos de los agresores que tendrá que confrontar. Porque por ahí pasa la cosmovisión de Larsson: hombres que odian a las mujeres, abusadores, asesinos, fanáticos religiosos, golpeadores. Ante la injusticia, el ángel oscuro con el dragón en la espalda deberá alzarse para empatar un poco los tantos. Fincher hace su propia lectura de este universo, revalidando sus títulos de gran narrador visual. Habrá que ver si con las secuelas logra construir una nueva visión canónica de la trilogía, y si Rooney Mara podrá sacar de nuestras retinas los profundos ojos negros de Noomi Rapace.