Coraje en las venas y los circuitos Si uno compara lo que se dijo de “Transformers 3: El lado oscuro de la Luna” (“Transformers 3: Dark of the Moon”) con lo que la película es en verdad, podemos afirmar que los comentarios ha sido bastante injustos y prejuiciosos, aunque tal vez haya que reconocer que algo habrá hecho Michael Bay en las dos entregas previas para que muchos asocien la franquicia con pura acción, efectos y nada de argumento, como se dice por ahí. Lo cierto es que al parecer la tercera es la vencida, ya que estamos ante el mejor filme de la saga: por el grado de complejidad de la trama y porque (tanto desde el guión como desde los recursos tecnológicos que los animan) los robots tienen aquí un protagonismo y un desarrollo como personajes que faltaba en las anteriores, y que extrañaban los viejos fanáticos. Es que la vieja serie de los ‘80, impulsada por Hasbro, se caracterizó por una complejidad de argumentos y personajes que es muy difícil de llevar al cine; además, la animación digital (más allá de lo vistoso de las escenas) no había dado suficiente humanidad a los personajes mecánicos. Intriga espacial La historia comienza en la década del ‘60, cuando un Arca espacial de los Autobots, portando una tecnología que podía cambiar el curso de la guerra, se estrella en la Luna. El descubrimiento del hecho fue el verdadero desencadenante de la carrera espacial entre las superpotencias, coronada por la llegada de Armstrong y Aldrin el 29 de julio de 1969, que tenían como misión secreta investigar la nave. En el presente, la colaboración de los Autobots con la agencia Nest del gobierno estadounidense comienza a poner al descubierto aquellos descubrimientos y una conspiración de los Decepticons con algunos humanos, que se revela a partir de algunos asesinatos para limpiar rastros. Esta termina involucrando a Sam Witwicky, que a pesar de haber sido condecorado por el presidente Obama no es más que un universitario sin trabajo, pero (eso sí) con una nueva novia, bellísima como la anterior. Los descubrimientos llevan a los Autobots a recuperar en la Luna a su antiguo líder, Sentinel Prime, que conserva cinco pilares de los necesarios para hacer funcionar la tan mentada tecnología: un puente de transporte capaz de plegar el espacio. Ése es el recurso que los Decepticons quieren. Más revelaciones dirán quién tiene los restantes pilares, y otros giros que no revelaremos aquí. Altos y bajos De Bay se pueden decir muchas cosas, pero lo que no se puede negar es (quizás por estar producido/apadrinado por Steven Spielberg) su capacidad para pilotear una superproducción de esta envergadura. Y hasta se permite alguna genialidad, como la secuencia inicial, donde el relato de la carrera espacial y la llegada a la Luna mezcla sin fisuras y a un ritmo vertiginoso escenas “nuevas” con material de archivo de la época (incluso refilmando planos documentales). También lucen mejor las escenas de acción, toda una orgía para los que gustan de ver a estas supermáquinas matándose en cámara lenta (y no precisamente como en la canción que cantaba Roberta Flack). Si dijimos que es la mejor, también hay que decir que es la más sangrienta para humanos y robots, especialmente en la gran batalla en Chicago. Que, valga el detalle, recuerda mucho a las dos últimas películas sobre invasiones alienígenas: “Skyline” e “Invasión del mundo-Batalla: Los Ángeles”, en este último caso por el accionar de las fuerzas de Nest. Y ése tal vez sea uno de los puntos flacos: esa necesidad excesiva de mostrar uniformados valerosos (representados por el coronel Lennox, en la piel de Josh Duhamel, y Tyrese Gibson como Epps), un “patrioterismo” innecesario (pero muy a tono con los tiempos que corren en el Norte). En el mismo sentido, corre cierta misión de los Autobots, desbaratando una base nuclear en Medio Oriente. En compensación, se puede ver a Optimus Prime, esa máquina de decir frases políticamente correctas, peleando como un desaforado e incluso rematando a sangre fría ante la traición de aquel en quien más confiaba. El factor orgánico De todos modos, los humanos tienen un lugar central. Shia LaBeouf vuelve a ponerse en un personaje que conoce a la perfección, esa combinación de loser y héroe inhabitual que es Sam, que encuentra rival perfecto en el rico y pagado de sí mismo Dylan, jefe de Carly: un Patrick Dempsey en toda su expresión. Uno de los misterios era si Rosie Huntington-Whiteley como Carly Spencer podía emular la “despampanancia” sexual de Megan Fox, algo que logra con creces. Ya desde la primera escena en que aparecen (descalza, sus largas piernas desnudas, subiendo una escalera, apenas cubierta por una camisa entallada) justifica la crisis de testosterona entre Sam y Dylan, y hasta logra que el implacable Megatron se convenza de las palabras salidas de sus trémulos labios. En los secundarios hay matices aportados por John Turturro (agente Simmons), Frances McDormand (directora de seguridad Mearing), Alan Tudyk (Dutch), John Malkovich (Bruce, jefe de Sam), Kevin Dunn y Julie White (Ron y Judy, los padres de héroe). Sin demasiados esfuerzos, se divierten y divierten a la audiencia. Como yapa, aparece el verdadero Edwin Buzz Aldrin, interpretándose a sí mismo en el presente. En definitiva, estamos ante un buen cóctel de intrigas, violencia, romance y sensualidad: la esencia pura del entretenimiento.
La otra cara de la revolución Los años 70 fueron una época de gran agitación en el mundo. La Guerra Fría estaba en su apogeo; la producción artística e intelectual se mezclaba con la política de acción directa; las luchas de los movimientos de liberación de “los condenados de la Tierra” (por citar al célebre libro de Franz Fannon) se mezclaban de manera no demasiado ordenada con la puja entre los dos grandes bloques. Sólo en ese contexto podían mezclarse la lucha antisistema de los jóvenes alemanes con el combate antisionista de los grupos palestinos y la inspiración de los revolucionarios latinoamericanos. Y también fue el espacio donde se cruzaban verdaderos militantes (llevados a la lucha armada por sus ideales) con fríos asesinos; a veces convirtiéndose los primeros en segundos, sin saber bien en qué momento cruzaron la línea. El hombre Olivier Assayas se puso al frente de una reconstrucción de la vida de Illich Ramírez Sánchez, el venezolano conocido como “Carlos” o “El Chacal”, desde su primera acción conocida (el intento de asesinato, el 30 de diciembre de 1973, de Joseph Edward Sieff, dueño de las tiendas Marks & Spencer) hasta su captura en Jartum, Sudán, el 15 de agosto de 1994. Su idea de que la batalla contra las dictaduras en Latinoamérica no tenía sentido, y que había que luchar contra el capitalismo (y el sionismo) en el plano internacional lo llevaron a convertirse en un agente del ala de “Operaciones Externas” del Frente Popular para la Liberación de Palestina (Fplp), a su vez una díscola organización incluida bajo el paraguas de la Organización para la Liberación de Palestina (OLP). Alcanzaría la cumbre de su fama mundial tras su incursión en la sede oficial de Organización de Países Exportadores de Petróleo (Opep) en Viena el 21 de diciembre de 1975, causando la muerte de tres personas y tomando a 42 rehenes, fuga aérea incluida, aunque sin poder concretar los objetivos principales de la misión (eliminar a los representantes de Arabia Saudita e Irán). Adaptación Originalmente este trabajo era una miniserie producida por el francés Canal Plus, aunque llegó a estrenarse en ese formato en Estados Unidos (donde compitió en los Globos de Oro). De esa versión de 333 minutos se extrajo la de 165 minutos que se exhibe en salas cinematográficas. Aunque seguramente se pierdan cosas en el camino, el montaje de menos de tres horas muestra pocas fisuras, quizás pasando muy por arriba los últimos años (el asalto a la Opep ocupa una buena parte del metraje, por su parte). Se sabe que en el cine el texto espectacular se define en la mesa de edición, y este producto pasa la prueba con buenas calificaciones. Desde la puesta, la cámara en mano y la fotografía naturalista suman color documental a la obra, aportando la intensidad y el movimiento a cada momento. Paradigmas Uno de los grandes valores de esta película es la pintura de época y de personajes, apoyados en grandes actuaciones. Edgar Ramírez compone a un Carlos que no es ni el monstruo que de él se quiso hacer ni el guerrillero romántico que él mismo se consideró; más bien, termina deviniendo en una especie de mercenario revolucionario. El mapa podría completarse con dos de sus compañeros en la operación de Viena: Hans-Joachim Klein (“Angie”, en la piel de Christoph Bach) es el militante devenido combatiente, el que puede decir “yo no me metí en la lucha armada para esto”; Gabriele Kröcher-Tiedemann (“Nada”, interpretada por una temible Julia Hummer) es la asesina sanguinaria, “la espada sin cabeza”, para usar una frase remanida. Entre los tres simbolizan una era compleja, donde los extremos se tocaron y convivieron. Ahmad Kaabour como Wadi Haddad (el líder del Fplp), Alexander Scheer como Johannes Weinrich (el último “socio” de Carlos) y Nora von Waldstätten como Magdalena Kopp (otra combatiente alemana devenida en su mujer) se lucen y aportan complejidad a la historia. “Carlos”, el filme, muestra en definitiva la contracara de la época romántica que celebró Ismael Serrano en “Papá cuéntame otra vez”, un tiempo que pudo ser las dos cosas al mismo tiempo, donde la promesa de hacer el paraíso en la Tierra recayó muchas veces en aventureros, psicópatas y oportunistas. Pero (en la historia y en la pantalla) el Muro termina por caer, y el mundo entra en una era distinta, no necesariamente mejor. Una era en la que personajes como Illich Ramírez Sánchez se convirtieron en mitos: odiados u admirados, pero parte definitiva del pasado.
Las dos caras de la diferencia Cuando en 1963 Stanley Martin Lieber (más conocido como Stan Lee) tuvo la idea de unos superhéroes inexpertos cuyos poderes provienen de una mutación genética, sintonizó con la realidad de su tiempo. Después de todo, a esa altura los nacidos en 1944-45 (cuando comenzaron las experiencias con armas atómicas) ya rondaban los 17 ó 18 años. Pero también se inspiró en una sociedad estadounidense que estaba cambiando, agitada por los movimientos de igualdad de derechos. Por un lado, los primeros grupos de diversidad sexual, que reivindicaban una “diferencia” que comenzaba a notarse en la adolescencia. Por el otro, los afroamericanos, encabezados por dos líderes: el reverendo Martin Luther King Jr. (ejemplo del reclamo pacífico) y Malcolm X (referente de la revuelta violenta). Y es en los ‘60 donde Sheldon Turner y Bryan Singer (director de los primeros tres filmes de X-Men, ahora en la producción y el guión) ubican la historia de “X-Men: primera generación”, combinándose con hechos reales. Crisis El comienzo retoma la célebre escena del campo de concentración, donde Erik Lehnsherr descubrió sus poderes, para luego ser investigado por un oscuro personaje. Por otro lado, se ve la acomodada infancia del pequeño telépata Charles Xavier y su encuentro con una niña metamorfa llamada Raven. Ya en los ‘60, el descubrimiento del fenómeno mutante lleva a la agente Moira McTaggert a convocar a Xavier, ahora un genetista. Sebastian Shaw (aquel que experimentó con Erik) está planeando generar una escalada entre Estados Unidos y la Unión Soviética para que la raza mutante prevalezca sobre la humanidad. Para eso cuenta con varios colaboradores mutantes, entre los que se cuenta la sugestiva telépata/piel de diamante Emma Frost. En ese contexto se conocerán Charles y Erik, para comenzar a reclutar mutantes y enfrentar a la amenaza en ciernes. Con la crisis de los misiles cubanos de fondo, estos “diferentes” tendrán que tomar posiciones frente a una humanidad que comienza a temerles, y de la que algunos deben ocultarse (aquellos cuya apariencia los separa de la sociedad). Esencia Por supuesto, como corresponde en estos filmes, los creadores hacen una verdadera melange de personajes, sin guiarse demasiado por temporalidades. Así, del grupo original en los cómics sólo aparece Hank McCoy (Bestia) cuya mutación azul se adelanta; aparecen los tardíos Shaw y Frost (cuyo poder de diamante se sumó en la última década), o la aparición de Alex Summers (Havok) antes que su hermano mayor Scott (Cíclope). Pero lo importante en estos casos es capturar el espíritu que animó a estos personajes desde su origen: un grupo de personas que usa sus poderes para defender a una sociedad que les teme y trata de destruirlos, confrontando a aquellos que por búsqueda de poder o de venganza luchan por la supremacía del que tal vez sea el siguiente paso en la evolución. También se atrapa el contexto de la Guerra Fría, en el que fueron gestados los superhéroes de la Marvel: una era de intrigas y espías, en la que cualquier superhumano podía ser un elemento clave para terciar en la candente geopolítica. Desarrollo Se dice que Matthew Vaughn es un fanático de los X-Men, tanto como el propio Synger. Y eso es un elemento clave para cuidar el producto y tomarlo en serio. Director y productor/guionista cooperan para retomar la calidad del producto de los tres primeros filmes, algo que se había abandonado un poco en “X-Men orígenes: Wolverine”. La narración es fluida (se incluye una gran cantidad de información, excelentemente dosificada) y la reconstrucción de época incluye material documental, mientras que la tecnología ficticia tiene la estampa hoy anticuada de los cómics dibujados por Jack Kirby. Por lo demás, la puesta visual (fotografía, dirección de arte, efectos especiales) luce similar a las primeras entregas. Para los fanáticos, aparecen aquí remozados los clásicos trajes negros y amarillos, que caracterizaron a la primera formación (y siguieron usando los estudiantes). Encarnación Generalmente los filmes de acción, y las obras corales no suelen dar oportunidades para el lucimiento actoral, pero acá hay cierto margen. Por razones obvias, se lucen James McAvoy como un juvenil Charles Xavier (bastante interesado en chicas, y en proceso de convertirse en el sabio Profesor X) y Michael Fassbender como un Erik Lehnsherr todavía a medio camino entre su humanidad (en términos espirituales y no genéticos, entiéndase) y el resentimiento que va gestando a Magneto, convirtiéndose en lo mismo que aquel que lo “creó”. Jennifer Lawrence demuestra que no la eligieron por su belleza para interpretar a Raven/Mystique, mientras que Nicholas Hoult hace un Hank McCoy sensible y divertido. Rose Byrne compone a una aguerrida MacTaggert, que debe soportar frases “como por esto no hay que poner mujeres en la agencia”. Del lado de los villanos, a Kevin Bacon no le cuesta mucho ponerse en la piel del inescrupuloso Sebastian Shaw, mientras que a January Jones le basta su figura (siempre desabrigada, y con algo de la Barbarella de Brigitte Bardot) y su pose desdeñosa para interpretar a la temible Emma Frost. Llama la atención la participación de reconocidos actores en papeles menores, como Oliver Platt, Matt Craven, James Remar o Michael Ironside. Procesos Entre las peculiaridades (además de una inexplicable ubicación de Villa Gesell en una zona parecida a Bariloche) está la falta de cameo de Stan Lee (quien suele reservarse una aparición en todos los filmes marvelianos) y la fugaz presencia de Hugh Jackman como Logan (fuera de créditos) entre los candidatos quienes vieron “X-Men I” saben cómo será el reencuentro. Y hacia allí apunta el relato. Como todas las precuelas (una palabra que se acuñó para la segunda/primera trilogía de “La guerra de las galaxias”) nos cuentan el pasado de personajes que conocemos, y algo del proceso que los llevó a ser lo que son. El compasivo Xavier y el inflexible y sanguinario Magneto alguna vez fueron amigos y parecieron compartir un sueño; las ideas y lo hechos los pusieron en bandos opuestos. Casi como en la vida real.
Sorpresas que da la vida En los últimos años, Woody Allen descubrió el pulso de Londres y recorrió con el ojo del turista Barcelona y París; se recreó con los problemas de los “BoBos” (bohemian-bourgeois) viajeros de mediana edad, siempre entre muestras de arte, conciertos íntimos y excelente gastronomía. Entremedio, antes de “Conocerás al hombre de tu vida” y “Medianoche en París”, y en el contexto de la huelga de guionistas que sacudió hace un par de años a la industria audiovisual estadounidense, Allen desempolvó un viejo guión que había escrito hace décadas para el actor Zero Mostel, fallecido en 1977. Tal vez, el viejo Woody había buscado en él a alguien que pueda construir un personaje más gruñón, detestable y entrañable que él mismo. Probablemente, Allen haya visto algún capítulo de “Curb your enthusiasm”, la serie en la que Larry David se interpreta a sí mismo como un sujeto antisocial y ligeramente amoral (cabe recordar que el George Constanza que Jason Alexander interpretó en la serie “Seinfeld” estaba basado por David en el propio David). Allí encontró al actor ideal para ponerse en la piel de Boris Yellnicoff: viejo, judío, neoyorquino, físico brillante, amigo de sus viejos amigos, divorciado, amante de la música clásica, rengo desde un intento de suicidio, que canta el feliz cumpleaños cuando se lava las manos y es capaz de cobrarle una lección de ajedrez a una niña luego de humillarla por la derrota. Pareja imposible La vida de este apático, amargo y brillante personaje, regodeado en el sinsentido de la existencia, se verá alterado cuando en su vida aparezca Melody Saint Ann Celestine: participante en concursos de belleza escapada de Mississippi, adolescente, de familia religiosa, sencilla visión del mundo y un poco cabeza hueca. Contra su voluntad, Boris la aloja en su casa y trata de educarla un poco, como si fuera una mascota, o él fuese un Pigmalión desganado. Melody, fascinada por un intelecto al que a duras penas logra de a ratos seguir, comienza a atenderlo, cocinarle y mostrarle el costado lúdico de la vida: así ambos empiezan a ganar algo en el intercambio. Pero cuando un filme convencional caería en una relación paternal construida, éste se sale de escuadra: en un momento de epifanía, Boris y Melody se enamoran y se casan. Esto tendrá sus consecuencias, cuando aparezcan los padres de la chica y comiencen a interactuar con el entorno intelectualizado en el que se mueve Boris, lo que modificará las vidas de todos hasta límites insospechados. De local Allen vuelve con todo a su terreno más conocido: la ciudad de Nueva York, con su efervescencia multicultural, reñida con las conservadoras costumbres del centro del país; el humor ácido e hiriente, personajes algo grotescos pero siempre un poco queribles. Se juega aquí por una puesta visual sencilla, con algunos vínculos estéticos con su producción más reciente, pero poniendo énfasis en los diálogos inteligentes (incluso apelando a la “interacción” con el espectador, a través de comentarios a la cámara), en las réplicas de estos personajes que están en proceso de transformación. Para construirlos, se apoya en un elenco excepcional, que tiene como figura central al citado David, en la piel del insoportable Boris. A su lado, Evan Rachel Wood construye a la adorable y tontaina Melody; Patricia Clarkson se pone en la piel de Marietta, la conservadora madre de la chica, que encontrará su vocación y su liberación en la Gran Manzana; Ed Begley Jr. es John, ex esposo de Marietta, que encontrará también su verdadera identidad; y Conleth Hill interpreta con sapiencia a Brockman, el amigo de Boris que tendrá una parte importante en todos estos procesos. En el camino, aparecerán nuevos rivales amorosos, y hasta alguna opción sin tener que elegir. Las parejas terminarán reacomodándose como siguiendo un orden cósmico que Boris siempre negó, pero más cercano al de la mecánica cuántica que al de sir Isaac Newton. Las cosas no son como uno espera, o ha planificado, ni hay fórmulas para todo: lo importante es aceptar “lo que sea que funcione” (tal sería una traducción más literal del título original), sin prejuicios ante las posibilidades infinitas.
La responsabilidad del príncipe Todos los comentarios, antes y después del estreno de “Thor”, apuntaban a lo mismo: “Kenneth Branagh lleva la historia al terreno que mejor conoce: el drama shakespeariano”. Y a riesgo de sonar trillado, algo de eso hay. En todo caso, se impone cierto criterio de los últimos tiempos en los que se buscan directores que hayan hecho alguna cinta afín (como cuando lo tentaron a Darren Aronofsky, que venía de hacer “El luchador”, para que dirigiese “El ganador”). En este caso, Branagh parecía el indicado para llevar adelante una historia llena de nobles inmortales, intrigas palaciegas y discursos grandilocuentes sobre la responsabilidad que implica la corona, algo cercano a la producción del Bardo de Stratford-upon-Avon. En su momento, medio siglo atrás (a la sazón, en el Nº 83 de “Journey into Mystery”, de agosto de 1962), Stan Lee (uno de los más grandes de la imaginería popular del siglo XX, sin duda, padre del “universo Marvel”) actualizó y le dio un formato moderno y superheroico a los mitos nórdicos. Ahora, para el nuevo filme que Marvel Studios generó en la carrera hacia la cúspide que será “Los Vengadores” (en 2012), J. Michael Straczynski (uno de los recientes guionistas del cómic y uno de los mejores de la compañía, de los posteriores a la camada de Scott Lobdell y Jeph Loeb) redefinió la historia junto a Mark Protosevich, para generar el equilibrio adecuado entre los dos mundos entre los que se mueve el relato. Pecados de familia Hace mil años, los guerreros del Asgard (venerados como dioses por los escandinavos), encabezados por Odín, derrotaron a sus archirrivales, los gigantes de hielo, liderados por el rey Laufey. Privados de su fuente de poder, los gigantes se retiraron a su mundo de Jotunheim y comenzó una larga tregua. Pasó el tiempo, y Odín crió dos hijos, Thor y Loki. El día en que Thor iba a ser ungido como sucesor al trono, un ataque sorpresa de los gigantes motivó una espiral de violencia que llevó a Thor a desafiar a Laufey en su propio territorio. Indignado, Odín castiga a su hijo, enviándolo como mortal al Midgard, nuestra Tierra, cifrando su poder en el martillo Mjolnir: si es merecedor de ese poder, podrá recuperarlo. En tanto, en la Tierra, la joven Jane Foster está investigando fenómenos físicos junto al doctor Erik Selvig y su colaboradora Darcy Lewis. Mientras investigan una rara tormenta, se chocan (literalmente) con el exiliado príncipe. Así, Thor deberá adaptarse a este mundo, mientras tendrá que resolver con sus aliados de uno y otro lado del puente Bifrost (el pasaje entre los mundos) la intriga que encabeza su hermano Loki (no estamos contando demasiado: los lectores del cómic y los conocedores de los mitos escandinavos ya tienen una idea de quién es este personaje) que guarda secretos incluso desconocidos para él. Puesta visual La sospecha sobre Branagh podía tener que ver con su aptitud o no para llevar adelante una película de superhéroes, pero con gran oficio consigue el objetivo propuesto. Como el lector habrá visto párrafos arriba, la historia es compleja, pero el guión y la puesta final logran hacerlo funcionar y “entrar” en menos de dos horas, con un ritmo que no afloja pero no abruma al espectador (el riesgo que se corre cuando se quiere meter mucho en poco tiempo). Sin duda, uno de los puntos más fuertes de la cinta es el diseño de producción, desde la creación a la puesta en pantalla de escenarios, vestuarios y caracterizaciones, actualizando las ideas visuales que el legendario dibujante Jack Kirby pensó allá lejos y hace tiempo, y que pasó por muchas manos en todo este tiempo. Desde los grandiosos escenarios del Asgard y la rica apariencia de sus habitantes, hasta el helado Jotunheim y sus oscuros habitantes, se logra un adecuado tono más centrado en la fantasía épica que en la tradición de los superhéroes. Poker de actores Chris Hemsworth da la apariencia física perfecta para el personaje, y logra hacer creíble la ampulosidad de un príncipe de fantasía. Por su parte, Anthony Hopkins puede hacer “de taquito” a su Odín; éste tal vez sea uno de los personajes más shakespearianos, junto con Loki, a quien Tom Hiddleston ya logra hacer sospechoso desde la cara. Del lado mortal, Natalie Portman se coloca con buen oficio en la piel de Jane, mientras que Stellan Skarsgård hace lo propio con su doctor Selvig, aquel descendiente de vikingos que ve materializados sus cuentos de la infancia. Entre los secundarios, se puede mencionar a Colm Feore (un oscuro pero reflexivo rey Laufey, a fin de cuentas un digno rival), Kat Dennings (poniendo el toque de humor como Darcy), Idris Elba en un papel parco pero clave, Heimdall (portero del Bifrost), y la bellísima Jaimie Alexander como la guerrera Lady Sif. Entre las apariciones especiales, propias de estas películas, está el consabido cameo de Stan Lee (aparece en todas los filmes basados en sus personajes) y el de Straczynski (para no ser menos). Clark Gregg interpreta al agente Phil Coulson de la organización Shield (como en “Iron Man” 1 y 2, dando unidad a los filmes). Anticipando justamente ese filme, se puede ver fuera de créditos a Jeremy Renner (“Vivir al límite”) como el arquero Hawkeye, y a Samuel L. Jackson como Nick Fury (tal como en las de “Iron Man” y la próxima “Capitán América”)... pero sólo aparece en la escena oculta del filme (ya sabe, estimado lector, quédese hasta que terminen los créditos). Todos ellos le dan carnadura humana a un cuento de fantasía épica, de príncipes buenos y malos, de traiciones y lealtades, con una moraleja importante: muchas veces los peores enemigos están en casa.
El único comunismo posible Hace 30 años, durante el gobierno de Brezhnev al frente de la Unión Soviética, el maestro Andreï Simonovich Filipov buscaba la armonía última en el Concierto para violín y orquesta Op. 35 en Re mayor de Piotr Illich Tchaikovski. Por ese entonces, dirigía la Orquesta del Teatro Bolshoi, integrada en buena parte por músicos judíos. Cuando el régimen le reclamó que se deshaga de ellos, el se metió en un enfrentamiento desigual que sólo podía terminar mal, cuando el director del teatro, Ivan Gavrilov, irrumpió en el sublime momento musical para humillarlo, lo que sólo sería el comienzo de la caída. Tres décadas después el comunismo es sólo un partido minoritario en la otrora URSS, pero Filipov sigue en el destino en el que se lo castigó: es empleado de limpieza en la mítica sala. Las tareas de higiene lo llevan a la oficina del director actual, donde el azar lo pone en posesión de un fax con la invitación a la orquesta para dar un concierto en el parisino Théâtre du Châtelet. Sin dudarlo un momento, roba el fax, borra las huellas, y comienza a pergeñar un plan tan arriesgado como fantástico: reunir a sus viejos músicos (castigados como él) y suplantar a la agrupación oficial con el objeto de terminar en la capital francesa lo que no pudo concretar en el pasado. Especialmente, porque hay razones especiales para que París sea la sede de esa conquista final: allí habrá que resolver algunas cuestiones del pasado. Así, como una anterior obra del director Radu Mihaileanu, la poco conocida en nuestro país “El tren de la vida” (en la que una aldea judía urdía un plan de autodeportación, disfrazando un tren como si perteneciera a la Alemania nazi) aquí los protagonistas se van metiendo en una delirante espiral sin vuelta atrás: Filipov tiene que reunir una orquesta que lleva 30 años sin tocar, en una semana, y llevarla a la Ciudad Luz. Para eso se apoyará especialmente en su cellista Aleksandr “Sasha” Grossman y en Gavrilov, el mismo burócrata que lo condenó, a quien necesitan como manager y quien colaborará movido por razones particulares. Él será el encargado de negociar las condiciones contractuales, especialmente la participación de la solista Anne-Marie Jacquet. Elogio de la belleza “Sólo la música es bella. Después se meten las palabras y lo complican todo”, le dice en un momento Sacha a Anne-Marie. Y eso es esencialmente el filme: una celebración de la música como la más etérea de las bellezas; una prueba de que un instante de gloria redime décadas enteras de sufrimiento, ostracismo y secretos. Y de que es el único contexto en el que un grupo de personas reúne sus talentos para lograr la armonía suprema, algo que los trascienda a ellos mismos. “Ése es el verdadero comunismo”, le explicará Andreï a Ivan. Mihaileanu vuelve a hacer creíble lo inverosímil, haciendo que el espectador se desespere un poco a cada rato por ver si el loco plan tiene éxito (y que haga fuerza para que eso suceda). Logra además encontrar el tono adecuado para el filme, dosificando comedia y drama sin irse a los extremos ni caer en el grotesco. También logra escapar a la tentación de “hacer una película sobre París”, mostrándola en su punto necesario (de hecho, quizás haya más vistas urbanas de Moscú). Los esfuerzos de la fotografía están puestos especialmente en hacer lucir el clímax de la cinta, en la sala del Châtelet, una búsqueda por empatar desde lo visual la belleza de la música de Tchaikovski, otro que sufrió mucho en su tiempo. Poner el cuerpo De todos modos, nada de esto sería posible sin un elenco de fuste, a la altura de las circunstancias: Alexeï Guskov construye un Andreï complejo, sin sensiblerías ni golpes bajos. Dimitri Nazarov como Sasha le sube el tono a la comedia, aunque tiene a su cargo algunos momentos de gran ternura. Mélanie Laurent pone belleza, sensibilidad y carácter a Anne-Marie, y se luce en la asimilación de la técnica violinística, que su personaje requiere. Entre los secundarios se lucen Anna Kamenkova Pavlova como Irina Filipova, la esposa de Alexeï (y el motor que lo mueve cuando sus fuerzas flaquean); el siempre solvente François Berléand como Olivier Duplessis, director del del Châtelet, secundado por el atribulado Bertrand (interpretado por Laurent Bateau); la veterana Miou-Miou como Guylène de La Rivière, quien crió a Anne-Marie; y Valeri Barinov como el anacrónico Gavrilov. La sorpresa la pone el violinista rumano Anghel Gheorghe como el simpático y talentoso gitano Vassili, responsable de buena parte de la “magia” necesaria para concretar el plan. Ellos son los pilares de un cuento moderno, con algunas moralejas: que lo único “bueno” de haberlo perdido todo es la libertad de no tener nada que temer; y de que las segundas oportunidades existen, y sonríen especialmente a quienes tienen el coraje de salir a buscarlas.
Aquella roja insignia Stephen Crane utilizó una imaginaria escaramuza de la batalla de Chancellorsville, en la Guerra Civil Estadounidense, para ambientar “La roja insignia del coraje”. Allí narra la historia de un conscripto que se enfrenta a un enemigo al que casi no ven, tras el humo y la niebla, y cómo construye su valor en el campo de batalla, algo que es transhistórico, pues va más allá de las propias causas del conflicto: sólo está el alma del soldado frente a la situación límite. Esto la convierte en la cumbre de la literatura bélica, y convirtió a su autor (que la escribió a los 25 años) en corresponsal de guerra (nunca había pisado un campo de batalla cuando la hizo). Ya en el terreno de la ciencia ficción, Robert A. Heinlein craneó la novela “Tropas del espacio”, el diario de un soldado de un régimen militarizado del futuro terrestre, en guerra con una raza de “bichos” intergalácticos. De allí sacó algunas ideas Paul Verhoeven para hacer “Starship Troopers”, muy superior a la novela, que muestra las andanzas de los Roughnecks de Rasczak, un escuadrón en la guerra contra esa rara “civilización” insecta. Otro subproducto inspirado por Heinlein fue la serie “Space, above and beyond”, que ya desde epígrafes de apertura reconocía también su herencia en la obra de Crane. Contraataque “Invasión del mundo-Batalla: Los Ángeles” transita por ese camino. Es en este punto la contracara de “Skyline”, el filme de los hermanos Strause estrenado hace pocos meses. Si “Skyline” retrataba la vivencia de una invasión extraterrestre por civiles comunes, “Invasión del mundo...” muestra la resistencia militar contra el invasor desconocido. Pero tampoco es “Día de la Independencia”, con su presidente piloto, sus científicos y sus batallas cruciales. Acá se narra la historia de una compañía de marines con poca acción encima y un teniente recién salido de la escuela de oficiales. A ellos se les unirá un veterano sargento en retirada, al que muchos miran mal por haber perdido a sus hombres en una misión. Son movilizados ante una lluvia de meteoritos que resulta ser mucho más que eso. Rápidamente los invasores hacen cabeza de playa en Santa Mónica (y simultáneamente en otras ciudades del mundo) y la compañía debe evacuar a un grupo de civiles antes de que la zona tomada sea bombardeada. Así, el teniente Martínez, el sargento Nantz y sus hombres deberán dejar de lado diferencias y desconfianzas y lanzarse a una incursión frente a un enemigo desconocido, al que apenas se ve en medio del fuego cruzado (casi como los confederados de Crane). La misión tomará rumbos inesperados, incluido el encuentro con nuevos personajes (como los civiles Michele y Joe Rincón, con sus correspondientes sobrinas e hijo, y la sargento Santos de la Fuerza Aérea). Los diferentes sucesos llevarán a una nueva misión, que será fundamental para el curso de la guerra, a partir de ciertos descubrimientos extrapolables (en eso también recuerda a “Starship Troopers”). Despliegue Jonathan Liebesman dirige un relato conciso, basándose en el guión de Christopher Bertolini. Desde el recurso de los noticieros (algo muy Verhoeven) hasta un crescendo típico de los filmes bélicos (podemos pensar en La delgada línea roja), el filme mantiene en ascuas al espectador. Se apoya en el diseño de producción de Peter Wenham y la fotografía de Lukas Ettlin para generar un clima que se mueve entre “Vivir al límite” y “Distrito 9”, con unos alienígenas humanoides, más aptos para un combate cuerpo a cuerpo que los de “Skyline”, por ejemplo. Es difícil en una película de acción, y con tantos personajes, el lucimiento actoral, pero en definitiva siempre el cuerpo del actor termina siendo la base del relato. Entre los nombres célebres del cartel, Aaron Eckhart compone un creíble sargento Michael Nantz, cansado veterano de mil batallas, que guarda en la memoria a cada uno de sus compañeros caídos. Bridget Moynahan tiene bastante poco que hacer como la rescatada Michele, y Michelle Rodríguez vuelve a interpretar el personaje que se sabe de memoria: la aguerrida guerrera que pelea a la par de los hombres. De los menos conocidos, tienen espacio para lucirse Ramón Rodríguez como el segundo teniente William Martínez, Cory Hardrict como el cabo Jason Lockett y Gino Anthony Pesi en la piel del cabo Nick Stavrou, entre otros. “Semper Fi” Seguramente muchos se enojarán ante una nueva película donde los marines, odiados en muchas partes de mundo, son los héroes. A otros les podrá molestar que el héroe central sea el sargento anglosajón, por sobre toda la sarta de latinos y negros que forman el equipo. Pero hay que reconocerle que la historia reparte heroísmo entre los diferentes personajes (toda película sobre una compañía militar suele ser un filme coral, en cierto punto), y de paso refleja con veracidad la composición actual de las fuerzas armadas estadounidenses, plagadas de minorías y recién llegados al país. Y en definitiva, vuelve al punto que remarcó el maestro Crane: el soldado y su circunstancia, más allá de la coyuntura. El soldado que pelea por su patria, pero también por su familia en casa, por sus compañeros de armas, por el honor, por probar el propio coraje, por la sola retribución de la roja insignia de la sangre.
Redención a las piñas El box es una fuente inagotable de mitos de ascensos, caídas y redenciones, de héroes populares que vencieron la pobreza o los vicios, o que pudieron salir de los malos entornos a fuerza de disciplina y mentalidad superadora. Y el cine no podía ser inmune a estos colosos terrenales capaz de enfrentar a la adversidad con sus puños: desde “Toro salvaje”, de Martin Scorsese, hasta “El luchador” (“Cinderella Man”) de Ron Howard, incluyendo a “Gatica, el Mono”, de nuestro Leonardo Favio, siempre se ha querido bucear en lo que se extiende detrás de esos tipos lo suficientemente valientes como para ir a que les destrocen la cara y a veces tan cobardes como para no poder enfrentar a su entorno, a las tentaciones, o a sí mismos. En “The Fighter” (acá le pusieron “El ganador”, para no tener una tercera “El luchador” en un par de años) se vuelve sobre otra historia real, pero en este caso contemporánea: si los mencionados anteriormente son mitos pretelevisivos, más legendarios que recordados, y contemporáneos de la era dorada de la mafia, aquí somos testigos de las andanzas de un personaje de nuestro tiempo, en la era de las telecomunicaciones y las peleas armadas por cadenas de TV. La última chance Micky Ward es un boxeador que a los 31 años todavía espera una oportunidad para dar el salto a la gloria. Su carrera está manejada por su progenitora, Alice, madre de nueve hijos, siete de su primer marido y dos con el segundo. Es entrenado por su medio hermano Dicky Ecklund, un adicto al crack (lo que ahora llamamos paco o pasta base) que tuvo su momento de gloria cuando hizo tocar la lona a Sugar Ray Leonard. Irlandés pobre de Lowell, Massachusetts, sabe que “no se está haciendo más joven”, y empieza a hartarse de su disfuncional familia, sintiendo que lo están llevando hacia un espiral de decadencia. Las ganas de recuperar a su hija Kasie, el amor encontrado en la bella y aguerrida bartender Charlene y el hastío de las decepciones de su madre y su hermano (dentro y fuera del deporte) lo llevarán a dar un volantazo en su vida, tras lo cual se le abren las puertas que estaba esperando. Pero sabe que fue Dicky quien lo formó, y llegado el momento crucial, pasado y presente deberán aliarse para que Micky pueda tocar el cielo con las manos. Puesta descarnada Se dice que Darren Aronofsky fue convocado para dirigir esta película, luego de haber hecho la otra “El luchador” (“The Wrestler”), pero finalmente se bajó para encargarse de esa explosión psicológica y visual que es “El cisne negro”, la cual sin embargo comparte con la anterior cierta técnica que Aronofsky parece haber depurado de los hermanos Dardenne (en “The Wrestler” pareciera haber algunas citas visuales a filmes como “Rosetta, por ejemplo), a base de cámara en mano y en movimiento y una fotografía algo sobreexpuesta. En “The Wrestler” esa estética había funcionado muy bien para mostrar una historia descarnada llena de patetismo y decadencia, y seguramente por eso alguien pensó en repetir realizador en esta cinta. Bajado Aronofsky, se convocó a David O. Russell, quien parece haber querido filmar con la impronta de su predecesor: el resultado es bastante bueno, aunque con una estética un poco más hollywoodense que la que Aronofsky hubiera puesto. Cabe destacar también la reconstrucción de momentos y lugares, especialmente en las peleas, que al ser de tiempos tan contemporáneos seguramente están registradas en numerosos archivos fílmicos y fotográficos. Caracterizaciones Otro de los puntos fuertes del filme, por el que fue galardonado, son las actuaciones. Y habrá que coincidir con la Academia de que Christian Bale y Melissa Leo son en un punto los más lucidos, quizás por la desmesura de sus personajes. Bale construye al drogadicto y alocado Dicky, que (si nos basamos en los pocos segundos en que aparecen los hermanos reales, sobre los créditos finales) tiene mucho del Ecklund real. Y Leo se mete en la piel de esa matriarca de una familia numerosa y disfuncional, cuestionable hasta la médula salvo en el amor por sus hijos. Mark Wahlberg (¿alguien se acuerda de cuando era el rapero Marky Mark, o el hermano menor de Donnie de los New Kids on the Block?) es uno de esos actores que vuelven creíble cualquier personaje, como lo es también Russell Crowe, que supo protagonizar “Cinderella Man”. Wahlberg construye al más sereno Micky, muy susceptible a caer ante las personalidades arrasadoras de su madre y su hermano mayor. Si bien su estado físico siempre fue privilegiado, se nota que ha entrenado su cuerpo para dar credibilidad al personaje. Mujeres reales Lo de Amy Adams es especial. Ya que hablábamos de “The Wrestler”, su personaje tiene mucho en común (con diferencia de edad) con el que compuso Marisa Tomei en aquella cinta: ambas son mujeres que han cometido errores, que están lejos de cualquier sueño, pero que tienen bien puesto lo que hay que tener para jugarse por amor y por convicciones. Adams convence, y al igual que Tomei enamora al espectador, con su cuerpo de mujer real y su actitud. El resto del elenco está a la altura de las circunstancias (hay que ver a las siete hermanas de Micky: sólo con eso dan ganas de salir corriendo), y como peculiaridad se cuenta con la actuación del sargento Mickey O’Keefe, entrenador de Ward, interpretándose a sí mismo. Juntos, realizador e intérpretes, redondean una de esas historias de redención que tanto gustan a los estadounidenses (y al resto del mundo), con textos finales que cuentan qué fue de sus protagonistas. Una de esas que cuentan que un instante de gloria bien vale unas cuantas palizas, dentro y fuera del ring.
Hacer oír la propia voz En aquellos países del mundo civilizado donde imperan las monarquías, ese régimen suele representar curiosamente un momento progresista de la historia antigua o cercana de los mismos. Para España significa la transición democrática desde el franquismo; para Japón fue la salida del Medioevo de la era de los shogunes hacia la modernidad. Y para los ingleses.... bueno, la única vez que se interrumpió la monarquía fue durante el protectorado de los Cromwell, época de austeridad y oscurantismo, tras la cual sobrevino la restauración de Carlos II, gran impulsor de las artes. Después de eso, miraron con los ojos entornados la Revolución republicana de los franceses. Algún tiempo antes, a uno que se le daban bien las letras, un tal William Shakespeare, imaginó un gran discurso en los labios de Enrique V, como una de las claves de la victoria británica sobre Francia en las Praderas de Agincourt. Desde entonces la gente habrá imaginado que los reyes debían hablar así. Para quienes han nacido en países de tradición (más o menos) republicana, que lucharon contra reyes para lograr su independencia, puede costarles un poco entender el significado de la monarquía para los británicos. Y justamente “El discurso del rey” es una película netamente británica, no sólo por su temática real sino también porque esa dicción que tanto les enorgullece es parte de la trama. Encrucijada El príncipe Bertie, duque de York, es el segundo hijo del rey Jorge V, hermano de David, príncipe de Gales. Siempre aceptó su lugar de segundo, algo que tuvo bastante que ver con su gran defecto: es muy tartamudo. Su esposa Elizabeth no para de buscarle soluciones, sin mayores logros. Hasta que da con un excéntrico “especialista” australiano en defectos del habla, llamado Lionel Logue, quien probará con él distintos métodos, trabando con él una relación muy personal, a partir de lograr que Su Alteza Real se abra como con nadie lo había hecho antes. Por esa época, la posibilidad de una guerra con la Alemania nazi comienza a despuntar en el horizonte. Mientras tanto, el heredero al trono entabla una relación sentimental con la divorciada estadounidense Wallis Simpson, algo inaceptable para la corona británica. Tras la muerte de Jorge V David asume como Eduardo VIII, para finalmente renuncia para poder casarse con esa mujer cuya moral parecen cuestionar todos. De modo tal que el segundón tartamudo tiene que hacerse cargo de convertirse en la encarnación de la nación y el Commonwealth en un momento crucial de la historia contemporánea. Será su relación con Logue, con sus idas y venidas, la que decidirá el futuro de la corona. Masterclass actoral Uno de los puntos fuertes de la película se cifra en las actuaciones, otro de los orgullos británicos, en una tradición que pasa por Laurence Olivier y se enzarza en la leyenda del Old Vic. Obviamente se eleva por encima la labor de Colin Firth, capaz de sostener largos planos sobre su rostro, obteniendo una gran gama interpretativa, para interpretar a un contradictorio personaje: el tartamudo nervioso, a la vez temperamental pero reprimido por su defecto. Geoffrey Rush se mueve como pez en el agua en un personaje que le queda comodísimo, aun con las propias contradicciones de Logue (ser curiosamente un mal actor, a la vez generador de grandes “actuaciones” en otros). Quizás una de las grandes injusticias de esta temporada de premiaciones sea la cometida con Helena Bonham Carter, que se posiciona como una de las grandes actrices de su generación: bajando desde los extremos expresionistas de los filmes de Harry Potter y los de su marido Tim Burton, se aviene a componer una deliciosa princesa devenida en reina, afectada pero cariñosa, que cuesta creer que se haya convertido en esa viejecita entre simpática y algo detestable que era la Reina Madre (de igual modo, ¿quién pensaría que esa niñita que corretea por allí pueda devenir en Isabel II?). Entre los secundarios, Guy Pearce sorprende por su parecido físico con Eduardo VIII, Derek Jacobi compone a un molesto arzobispo de Canterbury, y Timothy Spall exagera un poco su Winston Churchill, un poco a la manera del Sarmiento siempre enojado de Enrique Muiño en “Su mejor alumno”. Tom Hooper no sólo logra pilotear a este pool de actores, sino que implementa un relato cadencioso, casi con flema británica en su discurrir, sabiendo marcar los puntos de inflexión en los momentos centrales de la trama. Por supuesto que se apoya en un gran trabajo de dirección de arte, a través de la reconstrucción escenográfica y de vestuario, obviamente con la ventaja de poder disponer de algunos escenarios verdaderos en los que transcurrió la historia. En la fotografía se destacan unos colores más bien suaves, algo apastelados, que en cierta medida refuerzan el aspecto “de época”, y de cuadro nobiliario. El propio destino En definitiva es la historia de cómo aquel que fue criado para ser segundo debe tomar las riendas de su propia vida y hacerse oír: “Puedo hacerme oír porque tengo mi propia voz”, dice en algún momento el ahora Jorge VI. Es de alguna manera un “desde ahora decido yo”, más allá de cómo hemos sido criados o para lo que hemos sido destinados. También es la historia de un príncipe y un plebeyo, que nunca pudieron imaginarse cómo era la vida del otro, pero que lograron forjar una amistad más allá de esas diferencias. De alguna manera, la secuela se filmó antes: en “La Reina”, Helen Mirren se puso en la piel de la hija de Jorge VI, cuando debió afrontar una nueva crisis para la corona: la muerte de Lady Di. Pero esa ya es otra historia.
Aventureros en la cornisa A veces, Hollywood se sirve de insumos de la cinematografía europea para refrescar su escena. En “El turista”, se convocó a un celebrado director alemán (Florian Henckel von Donnersmarck, el de “La vida de los otros”) para dirigir una remake de “Anthony Zimmer”, un filme escrito y dirigido por Jérôme Salle con las actuaciones de Sophie Marceau e Yvan Attal. La premisa es la siguiente: Elise Clifton-Ward (Angelina Jolie) es una mujer ultravigilada por la Interpol, porque saben que Alexander Price, su antiguo enamorado y perseguido delincuente financiero, se pondrá en contacto con ella. Nadie sabe el aspecto actual del desfalcador, porque se ha sometido a una cirugía estética, y ella es el único vínculo con él. Eso finalmente sucede: una carta de Price le manda abandonar París en el tren a Venecia, elegir a un desconocido de su contextura física y tratarlo como si fuese él mismo. Así, Elise cruzará su destino con Frank Tupelo (Johnny Depp), un profesor de Matemática de Wisconsin, lector de novelas de espionaje. Una vez en la otrora Serenísima República, la farsa sigue y atrae la atención no solamente de las fuerzas del orden, encabezadas por el inspector John Acheson (Paul Bettany), sino también del mafioso Reginald Shaw (Steven Berkoff), antiguo jefe y principal perjudicado por el accionar de Price. Así, la seductora mujer termina involucrando al medio pelmazo profesor (e involucrándose con él más allá de la misión prevista), aparentemente nada preparado para las lides del mundo del crimen internacional. Y decimos aparentemente, porque con el devenir de la historia iremos viendo que nada es lo que parece. La tensión va pasando de los humorísticos diálogos y vivencias compartidas por la pareja hasta ir decantando por una trama de aventuras con algunos secretos, hasta alcanzar el clímax en un desenlace que sorprenderá a más de uno. Química esencial El filme tiene tres claros atractivos. Por un lado, la persecución desde ambos lados de la ley para atrapar al banquero ladrón y capturar su dinero, estructurada con solvencia en el guión y llevada con mano firme por el director, quizás elegido por los productores por haberse hecho conocido con una película de espías. Por otra parte, Henckel sabe sacar provecho a los escenarios que filma: así, no escatima algunos buenos planos de París antes de abocarse a la tarea de reflejar una Venecia turística, moderna y glamorosa, ideal para tragedias y romances desde la época de Shakespeare (Niza era la ciudad elegida en el original francés, que no se vio por estos pagos). Pero la carta de triunfo es sin duda la química entre los protagonistas y el juego de desigualdades entre ellos: entre las morisquetas y excentricidades de Depp (siempre atractivas, aunque por momentos recuerden a las del Jack Sparrow de “Piratas del Caribe”, especialmente en la secuencia del escape por los techos) y el porte señorial de Jolie, más aplomada que en obras anteriores como “Agente Salt”, en quien se esmeró la dirección de vestuario (a cargo de Colleen Atwood) para darle una estampa de diva del Hollywood de la era dorada. Sabedores los responsables del filme del atractivo que generan ambas estrellas con sólo poner su cara en la pantalla, confían en las dotes actorales de ambos para darle credibilidad a la historia. En el borde de la ley “En el lugar de donde vengo, el mayor elogio para una persona es decir que tiene los pies sobre la tierra. Siempre he odiado eso”, dice el personaje encarnado por el habitual fetiche de Tim Burton. Y la historia reivindica eso: la vida de aquellos aventureros que se animan a lo que las “personas normales”, simples mortales, sólo alcanzan a atisbar en las novelas de espionaje. Como en la saga de filmes encabezados por Danny Ocean (el personaje encarnado por George Clooney, otro “calentador de pantallas” con talento añadido), se juega con la complicidad de un espectador, que simpatiza con simpáticos delincuentes que, sin ser tampoco Robin Hood, de última se han enriquecido a costa de peores criminales, sean éstos mafiosos o megacorporaciones. Así, se estructura un juego a tres bandos: el de los justos pero algo atolondrados hombres de la ley, el de los temibles asesinos inescrupulosos, y entre ellos, la figura del “buen ladrón” (a medio camino entre el crucificado arrepentido Dimas y quienes hicieron de él su santo patrono). En definitiva, una película que entretiene al espectador desde el cruce de géneros, y en donde “la victoria del bien sobre el mal” no es algo que baja desde un púlpito, sino que se comenta entre chanzas y coqueteos con un aperitivo rosso en la mano, mirando el atardecer en el Lido.