Nostalgia del movimiento El “tiempo” que Ana le exige a Boris para abrir un paréntesis en su pareja, lejos de mantener su sentido coloquial lánguido y escapista, adopta la forma de un horizonte de peripecias abstractas por las cuales Boris transitará como si accediera de repente a un mundo nuevo, extrañado (“misterioso”); un verdadero tiempo existencial-cinematográfico en el que casi todo sucede con la misma intensidad: desayunos en soledad, cambio sonámbulo de ringtones , besos furtivos con una amante ocasional, travesías en auto a través de noches tormentosas. Pero lo que en un principio suena a otra innecesaria apología de la banalidad (a la que el mismo filme parodia, cuando uno de sus personajes sentencia “Está bueno que no pase nada, ¿Por qué tiene que pasar algo?”), es en realidad un agudo fluir, un laconismo mágico que de a ratos exhibe su auténtico propósito: imponer el simulacro, la impostura, como cuando Boris se queja frente a Ana de que están “actuando” la separación, o cuando se alude al refrán “El hábito hace al monje”: allí el filme expone su recóndita subversión, su diabólica artificiosidad. Entonces, el naturalismo del filme engaña: esta no es una historia “mínima”, un ?pequeño drama lineal estirado hasta el extremo: es más un ?girar, un eterno retorno de ?sutil nostalgia como el disco de Gardel que suena (y gira) en el plano final, y de allí esos paseos en colectivo y ese R6 azul y esas tabernas en extinción y ese apagado pero cálido hotel de dos estrellas donde se aloja Boris; para Moreno parece no haber libertad sin pasado, devenir sin anacronismo. Y por eso el motor continuo de Un mundo misterioso es la perplejidad, la sorpresa (lo opuesto a lo “banal”), patente en episodios casi surrealistas como ése en el que Boris contempla un árbol al costado de la ruta que parece una versión vegetal de la silueta de su rostro, o la escena del cuerpo muerto de Ana tras un suicidio que no sucede pero se percibe igual de real que el paisaje circundante: un rumor de alarmas, luces titilantes y abúlicos televisores que, para el que tiene un “tiempo” de por medio, puede resultar tan misterioso como fascinante.
Fuegos cruzados El cuarto opus de Denis Villeneuve no aborda sólo el cruento enfrentamiento entre cristianos y musulmanes: los fuegos cruzados de Incendies también se dan entre registros antagónicos (naturalismo y pastiche, drama y thriller, denuncia política y fabulación rocambolesca) que el filme atraviesa con seguridad, más allá de algunos deslices cuestionables: ¿Hacía falta mostrar la ejecución de una niña para luego hacer sonar una canción de Radiohead? ¿Puede una exhibición tan explícita de la “violencia” convivir con una impronta esteticista y contemplativa? El argumento de la película es embrollado, y allí yace su secreto: una madre libanesa le deja a sus dos hijos canadienses un testamento con dos cartas, una para un supuesto padre de ellos y otra para un hermano desconocido a los que ambos jóvenes, un chico y una chica, deberán rastrear por los terrenos de Medio Oriente. A la vez, la historia va y viene en el tiempo desplazando las andanzas paralelas de la madre en el pasado y las de la hija en el presente, a la vez que se van desentrañando secretos devastadores, revelaciones dignas de una telenovela. Pero la audacia del director canadiense estriba en su capacidad para evadir los golpes bajos, haciendo del drama un auténtico drama (más bien una tragedia, y griega, ya que el mito de Edipo está a la vuelta de la esquina), aunque el espíritu rector sea el del thriller: así, a pesar de que la lectura más superficial del filme es la espiral de sangre causada por una guerra irresoluble y su influencia en los lazos humanos (“hay que romper el hilo de la ira”, se escucha por ahí), Incendies no es un filme “político”: el plano frontal que muestra a la madre Nawal (Lubna Azabal) disparando contra un líder cristiano devela un ánimo exploitation más cercano a los collages frenéticos de Olivier Assayas que a la reflexión sentida de Atom Egoyan. Ante todo, Incendies supone una máquina narrativa, una ametralladora episódica que resuena seca y llana como los desiertos que convoca; y todo gracias a un guión infalible al que sólo su aire ambiguo obliga a reprobar algunos excesos, un puñado de incendios que mejor cabría apagar.
Hechizo a medias Hay un gesto característico de Nicolas Cage que podría resumir las intenciones y los efectos de Cacería de brujas . Es esa ceja levantada muy por encima de la otra, irónica en una primera lectura, pero tan seria y comprometida como todo lo que viene haciendo Cage últimamente: desde el vengador motorizado de Infierno al volante hasta el inolvidable oficial corrupto de Un maldito policía en Nueva Orleans , pasando por el padre enmascarado de Kick-Ass . Con mayores o menores resultados, Cage parece imponerse una cruzada propia por el imaginario y las jerarquías del cine de Hollywood, más allá de toda ley de corrección fílmica. Y esta película también comienza con una cruzada, en este caso una de las históricas cruzadas medievales, si bien la rigurosidad de la reconstrucción es tan exigente como la de cualquier filme de Clase B. Lo que interesa son las mutilaciones gratuitas, los rostros desfigurados por la peste y el ataque de demonios alados gritones de tintes ectoplásmicos. En ese sentido, la película es entretenida por su paso acelerado y amnésico entre el género de capa y espada, el terror religioso y con niña desequilibrada de La llamada o El exorcista y la aventura épica y casuística digna de los videojuegos “pasapantallas” (¡Sí, está la escena del puente colgante!). El defecto, en todo caso, está en esa ambigüedad que nunca termina de mostrar su verdadero rostro, más por timidez o pereza que por vocación de misterio, y que aparece por todos lados, apaciguando la intensidad lúdica. La pareja de amigotes guerreros compuesta por Cage y Ron “Hellboy” Perlman bromea como en una charla de café antes de clavar sus espadas en los estómagos de sus rivales, pero el chiste no pasa más allá del amague y ahí nomás el filme se vuelve tétrico y solemne, con esos destellos musicales a lo Vangelis y esas escenas tristonas donde se entierra al compinche recién abatido o se suelta algún discursillo moral. De ahí que la lógica del pastiche que envuelve a Cacería de brujas no pase de la contorsión de la ceja de Cage, quien así y todo supera el reto y se erige como el único héroe de este abortado experimento, sumando un nuevo hito a su filmografía cada vez más única, riesgosa y solitaria.
Cuestión de principios A primera vista, las desventuras de una joven buscando a su mascota extraviada pueden predisponer al patetismo, al golpe emotivo frontal y efectista. Que es un poco el riesgo que asoma al inicio de Wendy y Lucy , aunque después el registro áspero y despojado matice las cosas, desplazando el centro de interés a un simple devenir, a un estado de ánimo y una cuestión de principios (cinematográficos) antes que a una historia “mínima”. De todos modos, el argumento existe y es bien concreto: Wendy viaja hacia Alaska a bordo de su auto destartalado, junto a su perra Lucy, en vistas a incorporarse a su nuevo trabajo. Pero el coche falla y así chica y perra quedan varadas en un pequeño poblado en Oregón. Pero eso no es todo: la falta de dinero y la desesperación llevan a Wendy a perpetrar un delito menor, y cuando ésta sale de la comisaría Lucy ya no está atada al poste donde la había dejado su dueña. Allí comienza el periplo de Wendy por reencontrar a su única compañera, mientras intenta a su vez hallar la salida de un lugar hostil y deprimente. Y es esa apertura a un terreno ruinoso el que le da valor al filme: Kelly Reichardt subraya todo el tiempo, a través de una fotografía cuidada y precisa, los residuos de una Norteamérica tardía y pos-todo, ya bien lejos de ese “lado oscuro” del sueño estadounidense. En Wendy y Lucy no hay lado oscuro ni promesa de un lugar mejor: sólo superficie, en la forma de baldíos, supermercados, basurales y estaciones de servicio. Y Wendy, por encima de todo, como una heroína romántica cuya juventud alberga los últimos estertores de dignidad (el excelente trabajo de Michelle Williams, en ese sentido, es determinante para sostener el filme). El problema, en todo caso, está en cierto preciosismo indie (del que Reichardt no consigue despegarse del todo, aunque esquive los clichés del género) y en la duración de la historia en relación a la película: tal vez demasiado “mínima” para sus 80 (y de a ratos morosos) minutos.
El olvido de la razón Tensado entre la relativa libertad del cine de autor y los condicionantes un tanto opresivos del cine industrial, Alejandro Amenábar ha labrado una carrera interesante pero despareja, siempre afecta al virtuosismo: demostró que puede abordar thriller (Tesis), ciencia ficción (Abre los ojos), terror (Los otros), drama (Mar adentro) y ahora el género histórico, con Ágora, por igual. Lejos de la frescura de sus dos primeros filmes, de raigambre independiente, Amenábar parece padecer y no aprovechar los presupuestos millonarios a su alcance. Ágora evidencia su planteo “de autor” en la excentricidad de la historia, en lo ambicioso de los decorados y las tomas (que llegan a enfocar hasta el planeta Tierra) e incluso en cierta alegoría político-religiosa aplicada a la actualidad, que es más forzada y menos aparente de lo que parece. Hipatia (Rachel Weisz) es una joven astrónoma que dedica sus días a la ciencia en la biblioteca de Alejandría, en pleno siglo IV, justo en el momento en que una era (el Imperio Romano) termina y otra (el cristianismo) comienza. Por eso sus descubrimientos en el terreno de las órbitas espaciales y la figura de la elipse van cobrando el matiz de una cruzada solitaria e imposible, justo cuando las huestes cristianas cobran poderío e imponen su oscurantismo brutal (por otro lado ecuánime, frente a la esclavitud y ostentación profesada por los paganos). Y en el medio de todo eso, el amor imposible que carcome a Davo (Max Minghella) por su ama Hipatia, también disputada por Orestes (Oscar Isaac). Así, en el contraste entre las tranquilas (y un tanto tediosas) clases de ciencia que imparte la astrónoma y los violentos enfrentamientos callejeros entre distintos clanes es donde el filme avanza, henchido de clasicismo y majestuosidad técnica, pero sin mucho que ahondar en el terreno de la historia y los conflictos que allí se dan cita. De esa forma, lo que en un principio parece un punto de partida atractivo (una época histórica ambigua, un personaje femenino donde antes siempre hubo un gladiador) sucumbe ante las piezas fragmentadas de un rompecabezas que nunca se arma todo. El romance trunco entre ama y esclavo (que derivará en el dramático y esperado final), los avances de Hipatia en el conocimiento del universo (simplistas y demasiado “pedagógicos”), el enfrentamiento razón-superstición, no consiguen sugerir más que la mera suma de sus partes, y por eso Ágora termina siendo un filme confuso, inocuo, intrascendente. Mención aparte merece el protagónico de Rachel Weisz, quien cumple en su rol de heroína trágica, fiel a esa estampa de mujer bella y sabia en dosis iguales, si bien su frágil figura no resulta suficiente para sostener tanta grandilocuencia.
Historia de dos ciudades Si bien el insípido rótulo local del filme sugiere lo contrario –su contrastante título original es The town, “la ciudad”–, hay que reconocer que Atracción peligrosa se despega de los blockbusters mediocres para acercarse más al policial “de autor”: aquel que hoy representan pesos pesados como Michael Mann y directores en acenso como James Gray. Y la mención del director no es gratuita, porque el responsable de Atracción peligrosa no es otro que Ben Affleck, quien ya había demostrado un talento inusual como realizador en Desapareció una noche (2007). En este nuevo acierto, Affleck (quien también actúa), se aleja del thriller turbio para adentrarse en las persecuciones vertiginosas del policial, casi con igual virtuosismo. Y la verdad que este segundo filme de Affleck convence más cuando es The town que cuando es Atracción peligrosa: el retrato de la gangsteril comunidad irlandesa afincada en el barrio de Charlestown, con sus dramas familiares y rígidas lealtades, junto a los impactantes asaltos que ésta perpetra en Boston (y de allí las dos “ciudades” aludidas en el título, la metrópolis ostentosa y el suburbio criminal), se imponen por sobre la titubeante historia de amor que hace de contrapunto de todo el drama antes descripto. En ese sentido, destacan las actuaciones secundarias de los emblemas de cada “ciudad”: Jeremy Renner (Vivir al límite), es el inquebrantable asaltante de bancos que mantiene a Doug McRay (Affleck) en la vía del crimen, y lo hace como inequívoca entrega al barrio, a la “familia”; en la esquina opuesta está el agente Adam Frawley (Jonh Hamm, el Don Draper de la serie Mad Men), quien al igual que el gélido y altruista Christian Bale de Enemigos públicos, se pone el FBI al hombro para acabar de una vez con tanto crimen organizado (y con McRay, su acérrimo archienemigo). El pálido romance entre Claire Keesey (Rebecca Hall), una gerente de banco, y McRay (que primero la toma como rehén y después la persigue hasta enamorarse, al punto que su carrera criminal entra en crisis) le da aire fresco al filme a la vez que lo llena de lugares comunes; los mismos que éste intenta esquivar casi con la misma perseverancia y sagacidad con la que la pandilla irlandesa asalta los lujosos bancos bostonianos.