Imágenes paganas “El hombre del norte” confirma el talento de Robert Eggers en una fábula vikinga furiosa que indaga en los abismos del cine. El espesor de un tiempo, un lugar y una cultura extremos le permite a Robert Eggers dar un paso más allá en su cine de umbral con El hombre del norte. Todo naturalismo vibra en hechizo audiovisual en el filme, fábula vikinga que irrumpe sin respiro desde el minuto uno con la mención en off a Odín y una continuidad de planos imponentes, mágicos, eufóricos que conjuran el arcaico reino de la imagen en movimiento. La propia historia es rústica y lineal como una espada desenvainada: el niño Amleth (Oscar Novak) atestigua cómo su tío Fjölnir (Claes Bang) asesina a su padre, el rey Aurvandil (Ethan Hawke), para tomar el trono que este comparte con la reina Gudrún (Nicole Kidman), que pasa a ser esposa del traidor. “Te vengaré, padre; te rescataré, madre; te mataré, Fjölnir”, es el mantra que recita el Amleth adulto al que interpreta un fornido Alexander Skarsgard. Lejos de cualquier convención episódica a lo Conan el Bárbaro, Eggers se ampara en el guion del escritor y poeta Sjón, y en el magnánimo paisaje irlandés para abrir un portal hacia lo innombrable con la marca del mito latiendo detrás. Una feroz poética de los elementos cobra ánimo en los zigzagueantes copos de nieve, las olas marítimas y las corrientes de río, la vegetación rocosa, los volcanes en erupción, las llamas crepitantes, la tormenta y el barro, la luz y las tinieblas. En igual medida se recoge un inventario material de la humanidad primitiva, desde los gritos desgarradores de matanzas y rituales hasta la sangre seca impregnada en el cuerpo, risas y eructos, piel y pelos transpirados, texturas de túnicas y ropajes animales. El barroco medieval encuentra su necesario contraste en la suavidad encarnada por la élfica Olga (Anya Taylor-Joy), en cuyos intersticios amatorios con Amleth se despliega un bello y pulcro erotismo. Lo más valioso de El hombre del norte es sin embargo que no se queda en la sensibilidad pictórica, sino que parte en busca de lo desconocido, un vértigo cósmico que araña por momentos a pesar de encuadrarse en una superproducción de Hollywood. Sin superar a La bruja (2015) o El faro (2019), es el filme más ambicioso de Eggers y una promesa renovada de lo que puede deparar su talento. En ese sentido, El hombre del norte conmueve porque supone asimismo un triunfo heroico para la generación del director, que saca al hipsterismo de su cueva lisérgica, se venga de los Nolan y Villeneuve del mundo y entabla un diálogo incestuoso con Paul Thomas Anderson, los hermanos Coen y otros consagrados hombres del norte. Y da muestras de una civilización furiosa en un presente de necedad tribal, troles virtuales, géneros polarizados y estéticas barbarizadas.
Arma de doble filo En “El joven Ahmed” los hermanos Dardenne conciben una parábola del terrorismo en el accionar de un joven islámico. En los tres actos encubiertos de El joven Ahmed los hermanos Dardenne vuelven a enlazar dilema moral con personaje joven, esta vez en clave religiosa. A su estilo de tomas concisas y veloces, los directores belgas ponen en primer plano al ruludo Ahmed (Idir Ben Addi), adolescente de suburbio europeo introducido al islam dogmático por un imán almacenero (Othmane Moumen). Desde un primer momento se percibe que el protagonista es díscolo, impulsivo e intransigente: huye de clase, se pelea con su madre, lanza expresiones misóginas y antisemitas. Por otro lado la cámara lo capta en la intimidad del rezo, en el estudio silente de textos sagrados. El conflicto sucede cuando su imán, que lo hace navegar por páginas web sectarias, le señala a una maestra escolar conciliadora (Myriem Akheddiou) como una “apóstata”, y el chico se decide a atacarla. Será esa incómoda secuencia de homicidio premeditado llevada a cabo por una conciencia no adulta la que (junto a otras dos) puntúe la tesis fluctuante del filme. Ahmed falla, y buena parte de la película se despliega en la granja donde el joven presta trabajo comunitario. Allí el penitente alimenta animales, practica deportes, recibe la visita de su madre y se aferra a una actitud peligrosamente indócil. Es obvio el desplazamiento casi didáctico que hacen los Dardenne de la educación de un terrorista en potencia, pero que Ahmed no consuma su crimen se torna crucial. Hay una escena sutil en que una chica enamorada de Ahmed le saca los anteojos para verle la mirada: “¿Me preferís borrosa? ¿Cómo en un sueño?”, le pregunta. El joven Ahmed subsume así el binomio de culpa e inocencia al problema más hondo de la transparencia opaca de lo visible. Toda mirada es moral, se sugiere, y es finalmente el espectador el que se define al juzgar a Ahmed, que jamás cae en la caricaturización maligna o compasiva. De él solo se perciben su accionar torpe e infantil y sus palabras esporádicas, al tiempo que su convicción profunda –su interioridad– permanece inescrutable. No es casual que Ahmed viva escapándose, ocultando y escondiéndose armas (herramientas de rusticidad irrisoria: un cuchillito, una lapicera, un metal, que hablan de su cándida doblez). Los Dardenne suspenden de esa forma la ley para exhibir el enigma de la conducta desnuda, lo que no quita que en su cine a escala humana sean ellos los dioses encargados de armar parábolas y rematarlas.
Pequeñas esperanzas Un periodista de radio viaja con su sobrino pequeño por unos Estados Unidos en blanco y negro en “C’mon C’mon”. Dejar hablar al otro, al afuera, al porvenir, para descifrar así una silueta, una singularidad en el reflejo. Es la noble tarea que emprende Mike Mills en C’mon C’mon, filme de tabique débil entre ficción y documental en el que el director inglés invoca una paternidad oblicua en el vínculo entre tío y sobrino, que encarnan Joaquin Phoenix y Woody Norman. En el papel del periodista radiofónico Johnny, Phoenix recaba testimonios reales de niños por distintas ciudades estadounidenses mientras arrastra al pequeño Jesse en la tarea. Ambos establecen un vínculo basado en la convivencia de hotel, los paseos y las charlas íntimas, a la vez que interrogan a futuras generaciones sobre ecología, familia, urbanismo y pareceres profundos. Aunque no faltan momentos de ternura, en su pasaje de época en blanco y negro C’mon C’mon acarrea un aura pesada, taciturna, evidente en los problemas de Johnny: duelo materno, separación reciente, incluso una profesión que se percibe avejentada en el presente de conexión instantánea. Él comparte asimismo afligidos diálogos telefónicos con su hermana Viv (Gaby Hoffmann), que le endilgó a su hijo porque ella debe hacerse cargo de un marido bipolar (Scoot McNairy). "C´mon, C´mon", con Joaquin Phoenix. Se estrena “C’mon C’mon”, con Joaquin Phoenix: preguntas difíciles sobre la familia No es difícil comprender que el clan oficia de espejo planetario con sus fobias, incertidumbres y abismos comunicacionales. El duelo de Johnny es tanto por el pasado como por el futuro agónico, y que el largometraje haya sido rodado unos meses antes de la pandemia recrudece el tono premonitorio. Lo atractivo del filme (y que puede resultar irritante para algunos) es que no prueba superar estos conflictos, sino que los emula con su lógica. En vez de levantar un típico drama lacrimógeno o de plantear un documental de intervenciones potentes, Mills lo disuelve todo en improvisaciones, fragmentos, seudopersonajes, cuestionarios intercambiables y postales paisajísticas. El loop colectivo que impide que haya hoy en el mundo experiencia, iniciación, crecimiento –Jesse no es más que un Johhny niño, y viceversa– es el melancólico impulso de C’mon C’mon a evadirse en planos rápidos, repeticiones (Jesse se pierde varias veces ante la desesperación del tío) y sinsentidos: los protagonistas son honestos cuando se dicen “bla, bla, bla” o cuando Jesse tira del labio balbuceante de Johnny. “Ni siquiera te conozco. ¿Por qué mi madre me hizo venir contigo?”, llega a señalar el niño. Esa inocencia perturbadora de gestos leves es lo que permite cicatrizar, andar, sembrar un presente en el pasado y el futuro marchitos.
Fertilidad utópica Con producción de Roland Emmerich, “Éxodo: la última marea” narra la colonización futurista en un planeta Tierra devastado. Quien busque una alternativa al presente en la promesa futurista de Éxodo: la última marea no lo conseguirá: “Cambio climático. Pandemia. Guerra”, son las catástrofes que sintetiza un cartel introductorio. El estado de cosas va más allá: una “élite superviviente” se exilia en el planeta Kepler 209 cuando la devastación diezma la vida terráquea, y dos generaciones después una tripulación ensaya el retorno a la patria planetaria bajo el Proyecto Ulises, que fracasa. Serán los viajeros Blake (Nora Arnezeder) y Tucker (Sope Dirisu) los que retomen la misión con el Ulises 2, que los lleva a aterrizar en unas costas y un mar inhóspitos. La amplitud fotográfica y la concisión narrativa suponen una constante en el filme del suizo Tim Fehlbaum, quien trabaja de nuevo con el apocalíptico Roland Emmerich en el rol de productor tras Hell (2011). “Ejecuta el biómetro”, “obtengo un patrón de humedad alta”, “altamente reproductivo”, son los lacónicos intercambios de walkie-talkie entre los exploradores recién llegados a un paisaje majestuoso. Las muestras orgánicas que recaba Blake de los seres acuáticos que encuentra y sus reacciones científicas deslizan la problemática de Éxodo, la necesidad de volver a suscitar la fertilidad que el exilio en el espacio había mermado. Blake será la casi exclusiva protagonista de esa cruzada, una Lara Croft inmersa en una deriva de acción en un mundo que pide ser redescubierto. La inversión civilizatoria es lo más interesante del planteo de Éxodo, que sitúa a la Tierra como un planeta extraño que ha dejado atrás toda identidad global y geológica, reducida a hostiles vientos y mareas, y a hordas tribales que batallan por la permanencia; de allí que la película equipare a Cristóbal Colón y la Apolo XI como íconos de una vieja tradición colonizadora. "Éxodo: la última marea". "Éxodo: la última marea". La reproducción genética, incluso eugenésica –representada por las mujeres y los niños–, es la controvertida moneda que divide a los bandos asimétricos de la historia, que reescriben el enfrentamiento entre civilización y barbarie entre persecuciones, salvatajes, traiciones y revelaciones de último minuto. Éxodo se disfruta al mismo tiempo en su faz de Duna discreta y reducida, ajena a los desplantes efectistas de las superproducciones del género, acaso por su bajo presupuesto y su origen europeo. Pero también es cierto que la película hace pie en una ciencia ficción agónica de recursos en peligro de extinción. Fehlbaum le extrae una chispa a ese imaginario sin garantizar que su porvenir sea sustentable.
Fe en el maquillaje Jessica Chastain fue fiel al mandamiento del Oscar al interpretar a la evangelista mediática Tammy Faye en Los ojos de Tammy Faye, y la papal Academia de Hollywood respondió con una estatuilla acorde el pasado domingo. El filme, que ahora llega a salas, fue producido e incentivado por la actriz pelirroja, quien vio hace una década el documental de igual nombre de Fenton Bailey y Randy Barbato y se le metió en la cabeza promover un filme para reivindicar al vapuleado personaje: estrella televisiva estadounidense de la década de 1970 famosa por su ciclo The PTL Club, Faye cayó luego en desgracia por motivos ilegales. El especialista en comedias Michael Showalter fue el elegido para la dirección, y ya desde allí la biopic encarna un conflicto: el trastabillar en la cornisa entre el lavado de imagen y el despliegue de un retrato ante el que uno no sabe si reír o compadecerse. Más cercana a la caricatura de Historias cruzadas que a papeles serios como los de La noche más oscura o Apuesta maestra, Chastain brilla en su exageración al interpretar a la cambiante Faye, que alterna entre teñidos, ruleros, vinchas, peinados, maquillaje, vestuario y accesorios con una vertiginosidad que marea y se manifiesta con unas risitas y un tono agudo para nada sutiles. La actriz, sin embargo, aporta una ambigüedad crucial que deviene la mayor virtud del filme, en tanto su personaje se muestra al mismo tiempo atolondrado, astuto, carismático y compasivo, y ese volumen ayuda a evitar el fiasco. Su plasticidad se complementa con la de Andrew Garfield, quien interpreta a la pareja conyugal y televisiva de Tammy, Tim Bakker. Con unos cachetes rígidos que lo asemejan a una marioneta de los Thunderbirds, Garfield la tiene menos servida en el rol de creyente mojigato e hipócrita puesto ahí para ser el malo de la película. El guion de Abe Sylvia mete todos los evangelios en una misma bolsa, haciendo pasar a su heroína de pocas luces por un tour de force de décadas y desventuras patéticas: las peleas con su madre conservadora, un matrimonio insatisfecho, una depresión posparto seguida de la ingestión de pastillas, la tensión con magnates corporativos y los cargos de fraude en que la sume el manipulador Bakker. Tan sinuoso como plano, el filme obliga a ver a Faye como una renovadora que supera sus propias limitaciones, aunque la fe en la verosimilitud dependa de cada espectador.
Satélite popular Roland Emmerich retoma el cine catástrofe en “Moonfall”, una épica de vieja escuela donde la Luna se cierne sobre la Tierra. Siempre atento a los peligros que amenazan a la raza humana, Roland Emmerich (Día de la independencia, El día después de mañana) busca adaptarse a los tiempos que corren en Moonfall. La inteligencia artificial, las teorías conspirativas y la crisis planetaria se adueñan de la trama de esta superproducción de 140 millones de dólares que tiene como protagonistas a un trío espacial y un satélite no tan natural como se pensaba. La funcionaria de la Nasa Jocinda Fowl (Halle Berry), el astronauta díscolo Brian Harper (Patrick Wilson) y el científico clandestino KC Houseman (John Bradley) calientan motores durante la primera mitad del filme antes de eyectarse para impedir que la Luna caiga sobre la Tierra. El corrimiento de la órbita lunar es lo que pone en vilo a los personajes, furiosamente individualistas y ligados a conflictos familiares en sus dispares circunstancias. Lidiar con niñeras, con hijos con adicciones o con madres seniles es en Moonfall tan importante como el rescate de la humanidad, y las instituciones –la Nasa, el Ejército, la política, los medios de comunicación, la ciencia– no aparecen sino como entidades lejanas, frías y sospechosas. Así, el frustrado KC tiene la oportunidad de cumplir sus sueños de grandeza al corroborar su teoría de que la Luna es una estructura hueca que se silenció en la histórica expedición de la Apolo 11, sumándose a los talentos de Fowl y de Harper para reforzar la verdad: el satélite es manipulado por una inteligencia artificial con forma de enjambre digital que se remonta a una cosmología de raíces ancestrales. El sonido de un reggae radial entre las inundaciones y apagones producidos por la Luna –cada vez más gigante en el horizonte– no engaña: el cine de Emmerich anhela una épica entretenedora de vieja escuela más que alumbrar las sinuosidades de una tecnología (y una estética) poshumana. La originalidad de último momento en que Harper y Houseman dialogan con sus afectos terrestres en unos planos de abstracción blanca tensan la cuerda de un filme que juega a ser 2001: Odisea del espacio y termina alunizando en Armageddon. Siendo ese terreno de sofisticación popular sci-fi hoy mejor ocupado por Denis Villeneuve, Alfonso Cuarón o Christopher Nolan, a Emmerich le queda aún el retrato de héroe anónimo que patentó Clint Eastwood, pero su optimismo literal le imposibilita absorber tan crudo escepticismo. Si hay un consuelo para Emmerich, es que su cine es muy humano para el futuro.
Paul Thomas Anderson da vida en “Licorice Pizza” al romance escurridizo de dos jóvenes en una California retro. Un amor y una película juegan a no serlo en Licorice Pizza, filme con el que Paul Thomas Anderson consuma un cine ideal. Finta, mirada, contención, respiración, forma, movimiento: una cualidad casi retórica conduce el lazo entre Alana (Alana Haim) y Gary (Cooper Hoffman), que por más de dos horas conversan y actúan con la autoconciencia de una pareja cinematográfica; de todas las películas, pero en especial de las de Anderson, que concibe aquí una síntesis calidoscópica de su obra expansiva. Gary es un adolescente exestrella del espectáculo y es interpretado por el hijo de Philip Seymour Hoffman, cuyo rictus recuerda estremecedoramente al padre, ícono de varias películas del director: a partir de esta inversión biológica, Licorice Pizza puede pensarse precuela del cine entero de Anderson, que tampoco casualmente se sitúa en California, donde él nació: cita afín a la de . Pero, a diferencia de la película de Tarantino, aquí el cine permanece sigilosamente latente: hay fotos, hay casting, hay filmación, hay títulos de películas y una marquesina, y sin embargo la historia va por otro lado. Las caras de los protagonistas son vírgenes para la gran pantalla a pesar de su matriz pop: a la ya citada condición filial de Hoffman se suma la pertenencia de Alana al grupo de rock Haim. Esa frescura colabora con la recreación de un exterior californiano de la década de 1970 que es paradójicamente un sueño sin tiempo y hacia el interior del cine: de los cigarrillos y las camisas a cuadros al azul metálico de un Pontiac, de la irreal luminosidad diurna a las fachadas y carteles que titilan en la noche (Licorice Pizza es el nombre de una tienda de discos de la época). El retro de Anderson nunca cae en la falsa nostalgia o en el fetiche perezoso, sino que reinventa el pasado, lo trata como materia líquida y horizonte de libertad elevando la vara entre tanta biopic literal. Para eso el realizador parece inventar un género nuevo: el musical sin canto o la coreografía sin canción. Como en la argentina Castro, Alana y Gary corren y se miran a través de cristales y participan en las empresas más descabelladas (gira de niños famosos, venta de colchones de agua, detención policial, asistencia política, negocio de pinball) como si marcasen un ritmo secreto. “Esto no es una película”, “Te digo que soy buena actuando”, “¿Es un diálogo o es real?” son algunas de las sospechosas líneas que pronuncian estos enamorados virtuales que fusionan su reticencia erótica (apenas se rozan, se tocan) con una deriva escurridiza. Que la pareja siga un guion predestinado no impide que la iniciación recaiga en Alana (así como en el soberbio semblante de Haim), que hace avanzar el filme con sus pretendientes mientras mantiene a raya al suave Gary. Así aparecen, entre otros, un demente Jack Holden (Sean Penn) y un hilarante Jon Peters (Bradley Cooper), a la vez que Nixon alerta de fondo sobre la escasez de combustible (una energía más oscura pero tan libidinal como el amor). “Es el fin del mundo”, celebra Gary al correr jovial entre coches varados: y es que cuando el cine vive, el resto se detiene.
Impacto espectacular Adam McKay vuelve a la comedia sin escatimar seriedad en “No miren arriba”, sobre una alerta mediática planetaria. La comedia impacta en la Tierra con dramatismo cósmico en No miren arriba, triunfal regreso de Adam McKay a la sátira que lo hizo conocido. El director y guionista une de algún modo la revisión político-económica de El vicepresidente (2018) y La gran apuesta (2016) con los chascarrillos mediáticos de Anchorman (2004), combinando lo mejor de ambos mundos. La cornisa entre ambición y mofa lo es todo en este filme que hace estallar a la sociedad actual desde el acercamiento sostenido de un cometa fulminante. El astrónomo Randall Mindy (Leonardo DiCaprio) y su aprendiz Kate Dibiasky (Jennifer Lawrence) integran una minoría mínima junto con el doctor Teddy Oglethorpe (Rob Morgan) en la misión pública de alertar a la humanidad del plazo de seis meses que la separan de su final. La camisa a cuadros y la mirada angustiada de Mindy y el pulóver y piercing con flequillo de Dibiasky son los emblemas humildemente sensatos del choque contra una realidad espectacular que se rige por códigos tan amnésicos como ambivalentes. La presidenta Orlean (Meryl Streep, con reminiscencias sociópata-fascistas a la Vivienne Rook de Years and years) y su cínico hijo asistente Jason Orlean (Jonah Hill) y el micro televisivo de noticias conducido por Brie Evantee (Cate Blanchett) y Jack Bremmer (Tyler Perry) se asumen centros neurálgicos de unos Estados Unidos que perdieron la cabeza. La audiencia sumida en el minuto a minuto de ratings, memes e intimidad de celebridades no se queda atrás en un filme que agota la agenda global en efecto dominó: la manipulación de noticias, el negacionismo, la extinción, los pros y los antis, la demagogia, el gobierno de las finanzas y de CEO tecnológicos (con méritos al criogénico Peter Isherwell de Mark Rylance) se exponen en toda su pavorosa literalidad. Pero McKay es astuto en no enrostrar moralismo a troche y moche y fricciona a sus personajes para gestar una instantánea empatía desde la repulsión: así, la eyección a la popularidad científica del altruista Mindy lo lleva a engañar a su mujer con la glamorosamente evasiva Evantee, que se excita cada vez que oye hablar de apocalipsis. No deja de ser paradójico que No miren arriba plague de celebridades su negro mensaje, una indirecta más sutil de que el colectivo se reconoce más en la complicidad que en la toma de conciencia. De ser así, la conciliatoria moraleja de la película es que el fin nos hallará seriamente distraídos.
Ver para creer La disyunción entre mente fría y emoción que estimula Coda (que goza de un segundo estreno en la plataforma Amazon luego de un paso sucinto por cines) equivale a la brecha entre enunciación y sordomudez que vertebra la película. Todo está dispuesto para la explosión afectiva en esta premiada remake estadounidense de un ya probado filme francés (La familia Bélier) a cargo de la realizadora Sian Heder (Tallulah). El título obedece a las siglas de Child of Deaf Adults (“hijo de adultos sordos”), condición que acarrea con responsable estigma la adolescente Ruby Rossi (Emilia Jones). A la vez que cursa su último año de secundario en una ciudad de Massachusetts, la protagonista hace de intérprete de su humilde familia dedicada a la pesca. El conflicto se desata cuando Ruby debe decidir entre seguir prestándole voz al clan Rossi en plena contienda con la corporación pesquera que lo explota y su hondo destino sonoro: el riguroso profesor del coro escolar Bernardo Villalobos (Eugenio Derbez) descubre en ella un talento para el canto y la incentiva para que acuda a probarse a la universidad Berklee, en Boston. Sencilla y eficaz, la situación acciona unas graciosas paradojas que la desvían milimétricamente del filme de iniciación convencional, al mismo tiempo que asimila la discapacidad sin golpes bajos. Como el cine, el dilema de Ruby ronda en torno al sentido y los sentidos: el entendimiento de traductora entre ella y su familia es único, pero ellos desconocen la voz que define su singularidad (y exige su libertad); hasta que comprueban el efecto que su canto despierta en terceros mediante un plano mudo que desnuda el corazón de la película. El atractivo articulado de personajes hace el resto, poniendo freaks nobles y estereotipos alternativos (muy caros a Sundance, el festival en que Coda despuntó) allí donde se esperarían clones de Disney. La expresiva Jones, el hilarante Derbez (que entrega el instructor musical más elocuente desde el J. K. Simmons de Whiplash) y el barbado Troy Kotsur (guarango y valiente padre de Ruby) dibujan una complicidad a prueba de escepticismos. Al fin y al cabo Coda no pretende ahondar en desajustes, sino suscitar una aprobación incondicional: su ideología queda expresada en la audición de Ruby, que por académica que sea evoca a los actuales realities de jurados con carteles. El canto de sirena de Coda emula así su efecto, aunque habría aún que verla con los oídos tapados.
Texto publicado en edición impresa.