Todo un parto. En esta época de marketing autópsico y veredictos instantáneos, estrenos como Heredero del Diablo (Devil’s Due, 2014) tienen un lugar bien específico en las carteleras. Con el cansancio con ciertas partes del género, la conexión con el fanático del terror es distante; por supuesto, uno puede ver el póster en los pasillos del cine o observar un par de spots en el medio del zapping televisivo, pero la sensación de deja vu hace un bloqueo automático de la promesa de sustos y sangre. Es duro no sentir el enfoque ajeno, directo a un público adolescente masivo, aquel fresco a la repetición de las mismas convenciones escondidas bajo la última moda (en esta oportunidad, el found footage). Ellos quieren sustos, y el producto se los da. Pero para quienes tengan experiencia, el verdadero temor se encuentra en lo predecible y calculada que es la experiencia. Por lo menos, todo inicia de manera feliz para algunos: los protagonistas del film, Zach (Zach Gilford) y Samantha (Allison Miller), un par de tórtolos que están a punto de unirse en matrimonio. En el furor de la ocasión, el novio decide comprar una cámara para filmar todos los momentos de la nueva familia. Y cuando uno dice todos, es literal: en la primera media hora, tiempo tomado para mostrar los preparativos, el casamiento y la luna de miel en República Dominicana, uno sería perdonado por pensar que está viendo por accidente un verdadero DVD de una pareja que no conoce. Al parecer, Zach hace eso porque es una tradición llevada por su padre, que grababa cada instante de su vida. En eso solo consiste la floja excusa para emplear la omnipresente cámara en mano que, junto a varias convenientes grabaciones de amigos, desconocidos y registros de seguridad, forman la vaga visión del relato. First-Look-At-Devils-Due-VF Sin embargo, las cosas cambian en la última noche en el extranjero, donde un taxista los convence de ir a un lugar especial. Viendo como el dominicano los arrastra a un barrio no tan distinto a las favelas de Ciudad de Dios y que sus víctimas aún crean en su promesa de conocer un club nocturno, queda bien establecido el nivel de inteligencia para el resto del guión. De todas maneras, a la mañana siguiente ellos no recuerdan nada malo, aunque las sospechas arrancan poco después, cuando la señora descubre que está embarazada. A pesar de creer haber estado protegidos para que no ocurriera esa situación, la sorpresa los encuentra felices y expectantes para ser futuros padres. Pero con el paso de los meses, el comportamiento de Samantha se vuelve más errático: ella se congela en trances que no recuerda, comienza a tener bruscos cambios de ánimo, y empieza a desarrollar un apetito por la carne fresca. Sí, suena parecido a la realidad, pero hay una diferencia clave: el bebé es el Anticristo. v11 Eso lo sabemos nosotros de entrada, debido al recurso de la (casi obligatoria para este subgénero) cita bíblica. Entonces, al inicio ya queda establecido que los personajes tienen que actualizarse con nuestra delantera, primera señal de un mal recorrido por un camino que conocemos de memoria. Desde el justificativo para la innecesaria primera persona cinematográfica hasta los clichés argumentales que hoy exasperan (¿acaso todo latino es adivino o cultista en esta clase de proyectos?), los directores Matt Bettinelli-Olpin y Tyler Gillett siguen al pie de la letra el manual hollywoodense de ruidos fuertes, lugares oscuros y mal montaje para hacer “sustos”, a tal punto que exasperan. No está bien reducir a las obras en fórmulas, pero es imposible no imaginar la propuesta al estudio por esta película como la suma entre El Bebé de Rosemary y Actividad Paranormal, y los realizadores (quienes ya habían probado el terreno en un corto de Las Crónicas del Miedo) chupan sólo los huesos de ambas obras. Es una lástima, porque Gilford y Miller son carismáticos al frente de la producción, y tienen suficiente química entre sí para que uno empiece a preocuparse por el bienestar de sus personajes. A Miller le toca la parte más pesada, mezclando su aflicción sobrenatural con un miedo más humano, el de la vida propia después del parto. Pero como tantas cosas, es una vía no explorada por los realizadores, y que se queda en el rostro de la actriz. Así se podría resumir Heredero del Diablo, un intento que sólo puede ser escalofriante para aquel que jamás haya visto un film de terror en su vida. Es algo triste cuando este video en broma de tres minutos es decenas de veces más creativo, interesante y efectivo que tu largometraje.
El misterio de los años invisibles. “¿Lo ves? Hay atisbos de decencia en este matadero que solíamos llamar humanidad, y lo que tratamos de ofrecer en nuestra sencilla, humilde y digna… oh, a la mierda”. Con ese pequeño discurso incompleto, Wes Anderson resume todo lo que será El Gran Hotel Budapest (The Grand Budapest Hotel, 2014). Aún siendo un portador de un timing envidiable, el texano llega a su octavo largometraje con el mismo semi-clasicismo artesanal, en el punto medio entre lo irónico y lo honesto, que lo popularizó. Habiéndose vuelto uno de los directores más divisivos de la hiperbólica era 2.0 (traten de encontrar a algún cinéfilo que no lo ame o odie), el punto definitorio de la filmografía del realizador de Rushmore, Los Excéntricos Tenenbaum y El Fantástico Sr. Zorro parece, para la mayoría, su estilo de peculiaridad obsesiva. Pero, sin dudas, lo que queda en claro con su última obra es que su imprenta no es un truco sino más bien un punto de partida para establecer cada vez más desafiantes relatos sobre días perdidos y familias improvisadas. The_Grand_Budapest_Hotel_41937 Iniciando su homenaje a la mítica era dorada (sea la de los enredos hollywoodenses o las de tiempos de simple ignorancia), Anderson nos lleva a un típico barrio de Europa Oriental, donde una chica visita el cementerio local para rendir respeto a un autor fallecido (Tom Wilkinson) y leer su obra. Ahora, saltamos del presente a 1985, donde el mismo escritor cuenta como se topó con la historia. Y en cuestión de minutos, un par de cosas más cambian: primero que nada, viajamos a 1968, donde el novelista (joven e interpretado por Jude Law) se hospeda en un resort dilapidado y cruza caminos con su enigmático dueño, Zero Moustafa (F. Murray Abraham); pero lo que capta la vista es como el viaje a través de los años cambia la relación de aspecto de un común 1.85:1 al widescreen de 2.35:1. El ingenioso enmarcado nostálgico de las líneas de tiempo continúa cuando Moustafa accede a darle sus memorias, lo que hace que en instantes nos encontremos en 1932, donde la pantalla cobra las dimensiones de un antiguo film de la Academia (1.37:1). En menos de quince minutos, la película retrocede una y otra vez a lo largo de 72 años, pero la gracia en su presentación es tanta que sólo puede ser rivalizada por la de su protagonista, el mentor del joven Zero (ahora, Tony Revolori), el conserje Gustave H. (Ralph Fiennes). Dandy y capitán, suelto bon vivant y meticuloso líder, oportunista sinvergüenza y leal camarada, el personaje rebota en el celuloide con puro carisma, ajustado como reloj a la demanda cómica de Wes. Claro que tiene gran material en cuestión de líneas como la que adorna el inicio de este texto, pero donde sorprende Fiennes (ya acostumbrado a que lo llamen para hacer de villano diabólico) es en la extrema calidez y melancolía que le otorga a un hombre sin pasado ni futuro, una persona que sólo vive en la apariencia que presenta ante sus clientes pasajeros. The_Grand_Budapest_Hotel_41964 De todas formas, su drama es una textura que sostiene un amplio lienzo, que relata los días de gloria del hotel manejado por él cuando toma a Moustafa como protegido (formando, como en tantas otras producciones de Anderson, una imprevista relación de padre e hijo), mientras ajusta la estructura del edificio y gana dinero extra al acostarse con ancianas. Una de las señoras es Madame D. (Tilda Swinton, abrumada en maquillaje de la tercera edad), mujer de renombre que de la nada es asesinada, y que le hereda a Gustave una millonaria pintura. Por supuesto, eso no le agrada a la familia de la difunta, particularmente, al maquiavélico hijo mayor (Adrien Brody) y su matón (un aterrador Willem Dafoe), quienes ingenian un plan para sacárselo de encima y quedarse con la obra. Esa es la base para que Gustave y Zero salgan en una aventura fuera de lo habitual, que toca desde fugas de prisión, persecuciones a toda velocidad en las montañas y tiroteos masivos hasta una sociedad secreta de conserjes y delicatessen armado. Todo es cotidiano en el mundo de Anderson, que muestra una mano suelta pero conocedora en la emoción de las escenas de acción. Tiene sentido, después de todo: él conoce tanto sus mundos (incluso la ficcional nación de Zabrowska, hogar de la narrativa), que el hecho de que flote en su baile a través de la arquitectura del hotel o del mapa no sorprende. Pero aún así, algunos momentos son impresionantes, como un pasaje en clave de thriller con Dafoe y un delegado en la piel de Jeff Goldblum, donde la mezcla de una distorsión de la cinematografía pastel, el diseño detallista de producción y un inquietante ritmo de Alexandre Desplat (en una banda sonora clásica, y una de sus mejores) hace que un museo se convierta en una hipnótica pesadilla. 1391167209031_the-grand-budapest-hotel-of En este amor por las estructuras del ayer, Anderson revela sus intenciones. Sí, hay villanos en este film, pero el verdadero terror es aquel que se asoma al borde de los cuadros. Todo tiempo tiene un fin, y el que camina hacia el hotel Budapest es el fascismo. Aunque en sus últimos minutos el director tropieza al agregar un broche arbitrario e innecesario al mensaje de su obra (y que además busca un golpe que no impacta tanto como, digamos, el final de la superior Un Reino Bajo La Luna), la imagen de un lugar o un tiempo que es irrecuperable basta para decir todo. Gracias a un ojo que sigue tan intacto como el primer día y un inmenso elenco (que, mostrando el poder actual del director y guionista, también incluye roles secundarios de Saoirse Ronan, Mathieu Amalric, Harvey Keitel, Bill Murray, Edward Norton, Léa Seydoux, Jason Schwartzman, Owen Wilson y Bob Balaban), El Gran Hotel Budapest es una imagen intacta de una época que, si bien no ocurrió, no podría sentirse más real en su pérdida. Tarde o temprano, sólo nos quedan las historias, que a veces duran más que un condenado montón de cemento.
Cazadores cazados. Para bien y para mal, casi ningún género se suele encerrar en sus fórmulas como el terror. Sus premisas, tan vibrantes en papel, suelen cantar el cansancio de tanto uso, aunque ciertas ofertas hacen que uno olvide el deja vu del resto de la oferta. Veamos lo que pasa, por ejemplo, con las posibilidades dadas por el escenario de la invasión hogareña: tenemos examinaciones sobre violencia, sexo y prejuicio como la del maestro Sam Peckinpah en Perros de Paja, ejercicios en controversia estilística similes a los llevados por Michael Haneke en las cuestionables Funny Games (elijan su versión), o historias que aprovechan la pequeña escala para mostrar la pureza de la tensión y la sangre, al nivel de las recientes Los Extraños y Cacería Macabra. De todas formas, las sumas no paran, y también quedamos con resultados como Nadie Vive (No One Lives, 2012), film que no tiene mucho para ofrecer fuera de su amplia dosis de hemoglobina. Primero, veamos los ingredientes de la historia. Tenemos una pareja, discutiendo con dudas mientras viajan por la ruta para iniciar de nuevo. Por otro lado, se encuentra una banda de criminales; llamémoslos “el líder solemne”, “el psicópata impaciente que arruina todo”, “el tipo corpulento”, “el novato”, “la chica dura” y “la chica sensible”, porque ese es el único tipo de características distintivas que poseen esos futuros cadáveres. Y, finalmente, se encuentra la joven que tiene estampada en la frente su salvación. Todo parece ir de la manera usual cuando los tórtolos son acosados por el grupo, que los encierra con los típicos fines macabros. Y cuando uno espera que arranque la tortura (de que tipo, dependerá de la tolerancia que tengan), surge un pequeño problema: el inocente hombre (Luke Evans) resulta ser un experimentado y perfeccionista psicópata, que escapa para iniciar su venganza con quienes lo mantuvieron captivo. Pero también hay un par de inconvenientes con esta revelación. En primera instancia, la sorpresa se ve venir desde lejos, debido a la falsa y vaga presentación que se le da al homicida en los somníferos 20 minutos que abren el film. Y, cuando uno considera como sigue el relato tras la sorpresa, el cambio es básicamente inexistente. Pasamos de varios sádicos atormentando a una persona a un sádico atormentando a varios. No-One-Lives Claro que, en estos casos, la ejecución es esencial para el éxito. Lamentablemente, en ese aspecto hay poco que ayude, con la labor del japonés Ryuhei Kitamura resultando casi libre de cualquier tipo de marca. Sorprendente, considerando la festiva demencia que había arrojado en los choques de espadas de su adaptación del manga Azumi, o el amoroso homenaje lovecraftiano expresado en El Tren de la Medianoche. Acá, él sólo puede destacarse en el bizarro permitido por los asesinatos, como en un par de escenas donde su homicida sin nombre acaba con el voluminoso malhechor que lo tiene encerrado, para luego usar su gigante cuerpo como disfraz para esconderse del resto. Son momentos entretenidos, pero que representan el diez por ciento de una producción de 86 minutos que, cuando no está cumpliendo el placer de la audiencia por despachar a las insufribles víctimas (como siempre, el debate sobre por qué se dio vuelta la reacción da para un largo debate), entrega un nada apetecedor plato de terribles personajes, acciones sin sentido y diálogos irritantes. Encima, las performances están mal manejadas; casi nada de lo que sale de la boca de los actores suena real, con el lenguaje facial y el espacio entre línea y línea dando a entender que varios son alienígenas. Los únicos que se salvan de esto son Evans (visto recientemente en Rápido y Furioso 6 y la última entrega de El Hobbit) y la australiana Adelaide Clemens (Parade’s End, Rectify) tirando algo de dimensión y sarcasmo a sus roles de maniático y mujer final, en una relación que al final no llega a ningún lado. Todo lo que marcha en Nadie Vive es la matanza. El resto perece.
La rana que robó el mundo. “Estamos haciendo una secuela / Volvemos por demanda popular / Vamos, todo el mundo, ¡juntemos la banda! / Estamos haciendo una secuela / Eso es lo que hacemos en Hollywood / Y todos saben que la secuela nunca es tan buena”. En los cinco minutos iniciales dedicados a este primer número musical, uno ya sabe si está o no a bordo del tren de la rana Kermit y compañía. ¿Cuántos otros films apuntados al target infantil pueden balancear la fórmula de vodevil con comentarios meta (“El estudio quiere más / mientras esperan a Tom Hanks para hacer Toy Story 4“, canta Gonzo) y referencias a la infame El Padrino III así como a El Séptimo Sello? Claro que, como aclara el redondo científico verde Bunsen durante la canción, la incorrectamente titulada localmente Muppets 2: Los Más Buscados (Muppets Most Wanted, 2014) es la séptima continuación con la troupe de marionetas desde la primera película en 1979. Sin embargo, en cierta forma accidental el error tiene algo de sentido. Después de todo, las criaturas del siglo XXI tienen una diferencia en su anarquía con respecto a la de las originales: mientras que las obras creadas con amor por Jim Henson apuntaban su glorioso descontrol desde el corazón del escenario, los trastos revividos por el director James Bobin, el actor/co-guionista Jason Segel y el cantautor Bret McKenzie usaron la excusa del renacer nostálgico para demoler las butacas del teatro y apuntar a la cuarta pared que los dividía de las audiencias en los cines. En ese sentido, la nueva aventura de los títeres más populares se lanza por el mundo con cañones que disparan imparables gags, al mismo tiempo que se refleja con la misma dureza arrojada desde el balcón por los viejos Statler y Waldorf. La pregunta que vale hacerse, entonces, es si llega a funcionar. BjQnvR4CIAA9tRg Arrancando segundos después de la producción de 2011, el siguiente paso para la ex-René, Miss Piggy, Fozzy y el resto tras terminar de reconciliarse es dejar el hogar en una improvisada gira a través de Europa. ¿De quién es la idea? De su nuevo manager, Dominic Badguy (Ricky Gervais, haciendo su algo irritante rutina de ponerse en ridículo con una actitud irónica de reconocerlo); ignoren que su apellido significa “Tipo malo” en inglés, sólo es un inocente francés. Y aunque suena sospechoso, el conjunto firma tras quedar tentado por la idea de dar shows en Berlín, Madrid y Dublín. Lo que no saben es que esto es el plan de Constantine, un anfibio con acento soviético que es casi idéntico a Kermit, y que logra reemplazarlo al dejar que tome su lugar en un gulag siberiano, prisión comandada por Nadya (Tina Fey, exprimiendo la mayor cantidad posible de risa con su humor seco y tono exagerado). Así, el grupo tendrá poco tiempo para darse cuenta del error y evitar ser incriminados por la serie de robos cometidos en la ruta por Constantine y Dominic, quienes apuntan al premio mayor: las Joyas de la Corona en Londres. Evitando las complicaciones, el realizador Bobin (quien además co-escribe con Nicholas Stoller) dice esto desde el principio: sí, son los Muppets de vuelta, aunque ahora juegan a estar en un film de cárcel, en una historia más del tour europeo, o en un relato de policías y ladrones (otra vez). Carente en gran parte del corazón aportado antes por Segel (el único en no volver para esta segunda ronda) que a la vez beneficiaba a un centro emocional y negaba algo de tiempo más de locura en alambres, esta nueva producción avanza en el mapa de lo gastado con ardiente ironía y un ojo siempre dispuesto al guiño. Sólo basta ver subtramas como la investigación de los delitos en forma de una resumida parodia de la buddy movie con Sam el Águila y un agente de Interpol con aires de Clouseau interpretado por Ty Burrell, o el espacio dedicado a los intentos de Miss Piggy para finalmente concretar la unión con el batracio de sus sueños. Sumado a la vivaz incorporación de Constantine (quien, entre su voz de viejo comunista y actitud confiada, es una mucho mejor suma que Walter, personaje que ahora deja un inexistente impacto tras haber cumplido su propósito de personificar la introducción al nuevo público en 2011) y a los aún pegadizos temas de McKenzie, el film es una catarata de chistes. MUPPETS MOST WANTED Pero, aún así, cerca del final no son suficientes las bromas en un terreno que ya vimos cientos de veces, lo cual tampoco es ayudado por la falta del núcleo emocional de Henson y la extrema burla de la estupidez de nuestros protagonistas. Sí, es bárbaro volver a verlos, pero no cuando se tiran tan abajo que arruinan la imagen por la cual son tan queridos. Hacia su conclusión, la película se siente apurada por ir por los lugares comunes, algo que se siente hasta en aspectos como los clásicos cameos, que en esta ocasión se aumentan a decenas (para listar algunos: Lady Gaga, Tony Bennett, Puff Daddy, Celine Dion, Zach Galifianakis, Josh Groban, Salma Hayek, Ray Liotta, Saoirse Ronan, Stanley Tucci y Christoph Waltz) y terminan chocando en apariciones repentinas que se pierden en un parpadeo sin sentido (aunque es admirable la decisión de hacer que Danny Trejo y el ex-Flight of the Conchords Jemaine Clement más protagónicos que gente como James McAvoy y Frank Langella) Al final, Muppets 2: Los Más Buscados se podría comparar con el corto que lo acompaña al principio: Fiestódromo, un segmento de 6 minutos con los personajes de Monsters University usando las puertas de acceso al mundo humano para robarse una fiesta y volverse el alma del campus. Son obras innecesarias y algo vacías, claro, pero que explotan con valor al gusto de todos. Animal está orgulloso.
Un útero envenenado. Cuando Anthony Perkins mostró la sumisión y el daño monumental escondidos tras la cortesía colectiva al hacer que su Norman Bates asegurara que “el mejor amigo de un chico es su madre”, uno no puede evitar pensar en ejemplos dados por seres como Cornelia Keneres (Luminita Gheorghiu) en La Mirada del Hijo (Pozi?ia Copilului, 2013). En una perspectiva lejana, la mujer es un ejemplo: una de las arquitectas más afluentes de Bucarest, frecuente anfitriona de cenas para cantantes de ópera y figuras administrativas de todo tipo, y feliz mitad de un poderoso matrimonio, ella parece tener una imagen impecable. Pero hay alguien capaz de arrancar la máscara que engaña a la clase alta: su hijo adulto Barbu (Bogdan Dumitrache), que en su frecuente distancia saca a la persona rencorosa escondida detrás de pieles costosas y joyería cegadora. Frustrada con el alejamiento de su única criatura y asqueada por su relación con una madre soltera, Cornelia se la pasa frustrada, incluso cuestionando a la mucama que comparten por datos; no sabe como hacer para recuperar su atención. Y entonces ocurre el choque. Interrumpida durante su sopor burgués por una llamada, ella corre tras él al oír la noticia. En la ruta, todo se va haciendo más claro. Resulta que Barbu, un hombre no muy iluminado que digamos, estaba excediendo la velocidad de la autopista cuando un niño se le cruzó en el camino. Sin frenar a tiempo, el muchacho fue atropellado, y de manera tal que un funeral a cajón abierto es la opción menos recomendada. Imaginen la situación de la carente familia, y la impotencia sentida con la llegada a bombos y platillos de Cornelia en la estación de policía. Regresando al hijo a su casa, la madre piensa que esta es la oportunidad perfecta para recuperarlo, y decide usar sus influencias para tratar de impedir que él vaya a la cárcel. Al mismo tiempo que ella falsifica evidencia y compra testigos de la tragedia, su foco está en atraer al rencoroso y necio Barbu a sus brazos de regreso. Pocas veces un lazo entre madre e hijo se tira tanto en el medio del thriller y el drama. 1908289_10152349098873887_2380871438632230873_n Para esta serie de eventos, los ojos están sobre Cornelia, manejada por Gheorghiu en una performance absorbente que agarra la pantalla de tal manera que ni la mirada de la cámara ni la nuestra puede alejarse de ella. Ella es el justo centro de esta confiada producción, que logró ganar el Oso de Oro en la Berlinale de 2013, así como la posibilidad trunca de representar a Rumania en la carrera por el Oscar a Mejor Film Extranjero. A través de la visión del director y co-guionista C?lin Peter Netzer (quien se arma para este tercer largometraje suyo con la ayuda de R?zvan R?dulescu, escritor detrás de La Noche del Señor Lazarescu y Aquel Martes Después de Navidad, obras clave de la ahora llamada Nueva Ola del país de Traian B?sescu), ella es otro gran personaje en la búsqueda de realistas y secas narrativas del país, que se ve bien reflejado en papel, aunque no tanto en pantalla (hasta el final). Esto es principalmente debido al capricho pretencioso de maldecir al trípode y filmar todo “de forma documental” (una de las frases con menor sentido de la última década), agarrando la cámara de forma movediza, tan amateur y enfermiza, para pretender cercanía, cuando en realidad parece que el nivel de terremotos en Rumania es tan recurrente que la gente ya ni reacciona del acostumbramiento. De todas maneras, eso no importa tanto cuando uno está compenetrado en Cornelia, cosa que ocurre con facilidad. Existe un deseo en los ojos de Luminita cuando está cerca de su hijo ficcional, y no es de amor o respeto. Él es la última posesión, algo que debe estar bajo su completo control, y la búsqueda la frustra tanto como la apasiona. Teniendo al alcance de su mano la élite y el poder de la ciudad, habiendo transformado a su cónyuge en una mísera mascota que asiente a su comando y estando a disposición de costearse hasta la injusticia, el aburrimiento la lleva a este último recurso. Ya sea interrogando a la pareja de Barbu sobre sus preferencias sexuales o frotándole a él las heridas con un ritmo inusual, la actriz desaparece; señal de una excelente labor. Es un trabajo monumental, el único ser visible en un mundo de fantasmas, como su malcriado pero arrepentido descendiente. childspose.photo04 Pero aún así, no la conocemos. Haciendo una gran apuesta, Netzer nos somete al lento y circular andar de estas irredimibles sombras que habitan la fría comodidad de los ex-países comunistas. La crítica es interrumpida por un final donde el cruce de clases da lugar a una reinterpretación que justifica todas las medidas tomadas hasta el momento, y nos deja con una incógnita por el alma de todos los condenados en pantalla. Para la confiada y extrema La Mirada del Hijo, el sentimiento es la pregunta, y la catársis la respuesta.
De instantes eternos y lágrimas adolescentes. “Creo que tenemos una elección en este mundo sobre cómo contar historias tristes. Por un lado, podríamos endulzarlo, donde nada está demasiado mal como para no poder solucionarse con una canción de Peter Gabriel. Me gusta tanto esa versión como a cualquier otra chica. Es que no es la verdad. Esta es la verdad”. En el inicio de un largo viaje al sentimiento de los pequeños infinitos, Hazel Lancaster (Shailene Woodley) se apura a decirnos que su historia no es como las otras. Y, en varias formas, lo es y no lo es. Esa es la cruz que se carga encima Bajo La Misma Estrella (The Fault In Our Stars, 2014), donde su lucha entre la entrada a las convenciones de la temática juvenil y la salida a la peculiaridad con un tema real es la pieza central de esta adaptación de la novela best seller homónima de John Green. Pero volvamos a Hazel, y su relato de vida que, por el arranque de la película, es resumido en tres palabras, tan simples de pronunciar como de estigmatizar: ella tiene cáncer. Presentándose con su respirador como una parte más de su cuerpo, ella trata de convivir con el hecho de que no le queda mucho; incluso le dicen que tiene suerte de llegar a la adolescencia, como resultado de un exitoso (pero no milagroso) tratamiento experimental que mantiene sus pulmones. No extraña, entonces, que su personalidad sea tan cerrada y antisocial. Pero cuando su familia la obliga a reunirse con un grupo de apoyo, las obligatorias lecciones de moralina y dehumanizaciones accidentales la llevan a conocer a Gus (Ansel Elgort), un compañero de enfermedad con una constante sonrisa y un arsenal de observaciones cargados para cada ocasión. A pesar de ser un ex-atleta que perdió una pierna debido al osteosarcoma, el carismático muchacho no tarda en entrar en su mente, tirando lecciones a cada costado (por ejemplo, siempre lleva una “metáfora” algo pretenciosa de usar un paquete de cigarrillo encima para estar en poder del objeto asesino) y enseñándole como la vida puede disfrutarse y definirse más allá de sus aflicciones. okay Con ese planteo, el director Josh Boone (Un Lugar Para El Amor) lanza la base que sostiene toda la película: el dúo de Woodley y Elgort. Habiendo aparecido hace pocos meses como hermanos en la película Divergente, la pareja es la química que establece el tono con el cual se va a tratar un tema tan delicado, con el inevitable drama de la situación del cáncer siendo desviado por el encanto de sus estrellas y una sinceridad en el deseo de ver a las personas detrás de la enfermedad. Fue la decisión indicada llamar a Woodley, quien ahora amenaza con tomar la corona sostenida por Jennifer Lawrence sobre el imperio young adult, para traer la impronta. Como Hazel, la actriz de Los Descendientes y The Spectacular Now muestra su gran valor al capturar la inseguridad detrás de alguien que pone un muro entre sí y su mundo, queriendo evitar el menor daño posible, pero arruinando su poca perspectiva; hecho visto también con una bien manejada subtrama con sus padres, interpretados por Laura Dern y Sam Trammell. La sorpresa viene por parte de Elgort, quien impone a su Augustus Waters con el soporte de un carisma innato, de esos que hace pensar en las demencias que genera en las mentes de las chicas en las salas. Pero, crease o no, ahí también yace el problema, ya que Gus es tan vivaz y perfecto para ella (en esa forma que se acerca con gusto a la fórmula) que nos hace pensar bastante en modelos vistos antes, personajes como, digamos, Lloyd Dobler. ¿Quién? El que arreglaba todo con un tema de Peter Gabriel, simplemente. Es ahí donde se nota la ruptura entre la intención y la ejecución (algo que se nota al recordar como, hace un par de años, 50/50 logró el mismo cometido con mucha más facilidad). Después de todo, la estructura del film no se distancia de las tantas otras películas indies de la última década sobre “chico/a melancólico que conoce a una persona energética, alegre y peculiar que le enseña a vivir”: la dirección limpia y seca mediante digital de Boone, el soundtrack repleto de artistas emergentes de los últimos seis meses, y una catarata de comentarios astutos para chicos precoces que parecen salidos de la mente de un revivido John Hughes. Es algo peligroso de repetir pero que logra sostenerse, excepto por una cosa: la insistencia en el realismo de la situación. Cuesta cada vez más sostener la conexión con la cercanía cuando, de repente, nos vamos a Amsterdam para conocer a un autor y dar una serie de citas soñadas, experiencias que son puntuadas por una particular visita de Hazel y Gus a la casa de Ana Frank. Sí, esa Ana Frank. Cuando uno mezcla una comparación con una figura histórica real que sufrió distintas y diversas penas con un pasaje repleto de clichés hollywoodenses y aún busca cierto naturalismo, la mayoría de las chances indica que no sabe donde ir. Bajo-la-Misma-Estrella Y aún así, Bajo La Misma Estrella funciona porque está consciente del poder de su elenco, y de una visión de la tragedia que, si bien no evita ciertos golpes bajos, sabe cuando darlos. Vale la pena sufrir un poco por este resultado.
Una partida demasiado segura. En un momento particular de El Inventor de Juegos (The Games Maker, 2014), el héroe de la historia es recriminado por causas poco ortodoxas. Ya separado de su familia e internado en el lúgubre colegio Possum, el pequeño Iván Drago (David Mazouz) sigue intrigado por el rompecabezas de su tatuaje, símbolo de su misteriosa habilidad para crear diversiones y nexo a la trágica desaparición de sus padres, cuando es advertido por el principal del lugar. ¿Por qué? Es que, desde su llegada ocurrida una semana antes, todos los chicos están empezando a jugar de forma más alegre, haciéndolo quedar como una amenaza para la estricta institución. Pero hay un inconveniente, y no ocurre dentro de la pantalla: nosotros no vimos nada de eso, porque la semana fue saltada en un fundido a negro tras las escenas de su primer día en el lugar. Como una premonición accidental, eso resume la intención y los resultados de un film que, si bien tiene a su disposición los elementos necesarios para dejar una marca, se pierde en la generalidad del género. No es que nadie haya intentado. A la hora de adaptar el libro escrito por Pablo de Santis en 2003, el director rosarino Juan Pablo Buscarini (Cóndor Crux, El Arca) llevó a cabo una labor monumental para llegar a filmar una producción que respetara la escala del material original, logrando una co-producción entre Argentina, Italia, Canadá y Colombia con idioma anglosajón, elenco internacional y visión de estreno masivo, aunque con el corazón en su tierra patria, filmando en locaciones de Buenos Aires, Pilar, Tigre y La Plata. Es por eso que, mientras transcurre este relato atemporal sobre un chico con un destino de gloria como inventor de juegos lidiando con un juego por una fuerza malévola, existe una sincera diversión en ver como se transformaron lugares como el Parque de la Costa y la República de los Niños en un gran contexto libre del espacio y del tiempo a través de un muy buen trabajo técnico, encontrando el look de cuento al expandirlos a escondites de villanos más grandes que la vida y ciudades legendarias, algo que encaja con la mirada nostálgica por el viejo relato fantástico y el juego manual. 10286734_778191445546536_3733910177539885084_o Pero donde no cierra eso es en el relato mismo, donde las partes usadas para jugar se vienen repitiendo desde hace bastante. Como en tantos otros relatos de jóvenes humildes con habilidades especiales ocultas que tienen que descubrir su lugar antes de que aparezca un enemigo poderoso, El Inventor… no se distancia, apurándose a través de la fórmula sin tener tiempo para establecer alguna impresión propia. Vimos todo esto antes: héroes precoces e inseguros de sus destinos, mentores distanciados, aliados inseparables, amenazas colosales y confiadas. Pero el modelo puede funcionar, y aún lo hace… excepto en este tipo de obras, que están tan preocupadas en la apariencia exterior de sus mundos mágicos que se olvidan del elemento más importante: seres que respiren y vivan a través del lugar. No comprenden que la personalidad es el verdadero hechizo, y la clave al interés por esas antiguas piezas empolvadas. Esa falta se ve también en la coraza de las actuaciones, y ocurre con la mayoría del elenco adulto. El caso principal es Morodian, villano interpretado por Joseph Fiennes, que cuenta con un pasado atractivo: Tras la huida de su madre adultera y la muerte de su padre, el trastornado hijo se volvió un productor de juegos nihilistas, que armó una compañía en contra de su anterior pueblo. Uno creería que, con esa historia de fondo, se abrirían muchas posibilidades interesantes. Pero no, al final sólo es una mala imitación del Willy Wonka de Johnny Depp en la remake Charlie y la Fábrica de Chocolate. Lo mismo pasa con la mayoría de los grandes, excepto por Ed Asner y Alejandro Awada (quien antes puso su voz para Buscarini como el protagonista de El Ratón Pérez), quienes no tienen mucho material para aprovechar. En comparación, el elenco infantil los pasa por arriba de forma sorpresiva. Como la figura central, Mazouz (estrella de la serie Touch y próximo Bruce Wayne en el show Gotham) deslumbra en su primer rol cinematográfico, demostrando un carisma innato y una confidencia asegurada haciendo del perseverante Iván. Y no es el único, ya que viene acompañado por una amiga invisible, Anunciación (Megan Charpentier), con quien expresa mayor interés que el resto del elenco junto. 002 Es el interés de un niño lo que mantendrá en una buena posición a El Inventor de Juegos, con la audiencia pequeña logrando atravesar las gastadas aguas de esta producción. Para los que ya vimos esta historia demasiadas veces, el aspecto técnico será lo único a destacar en este producto, que carece de la imaginación de sus protagonistas.
Retrato de un hombre solitario. Sólo se necesitan dos palabras para saber si uno va o no a aguantar La Mejor Oferta (La Migliore Offerta, 2013): Virgil Oldman. Claro, dicho al azar eso puede sonar insensato, pero cuando uno explica que ese es el nombre de nuestro protagonista, un anciano (“old man”, en inglés) que es virgen a las afecciones de todo tipo, las piezas comienzan a encajar. Ese nombre es sólo el primer exponente de un desfile de metáforas solitarias y desesperadas que el escritor y director Giuseppe Tornatore empuja hacia la audiencia a lo largo de 124 minutos. Es un largo viaje. Regresemos a Oldman. El hombre (Geoffrey Rush), obsesivo y respetado director de una casa de subastas en un lugar desconocido (no, en serio, vean las locaciones y traten de adivinar si estamos en las calles de Roma o los barrios bajos de Londres, no cierra la geografìa), pasa otro año sin compañía. Es que, cuando no está imitando el vivir de un comercial turístico de Italia, recuperando antigüedades, vendiendo arte o quedándose con sus piezas favoritas a través de un amigo ofertador (Donald Sutherland, en otra de sus actuaciones despreocupadas que quedan estancadas entre el cameo y el rol secundario), el sexagenario se encierra en su mansión. Y que lugar, bien digno de un villano de James Bond, con cosas como un armario dedicado a guardar sus decenas de guantes (él no puede ni atender su teléfono sin cubrirse), que además resguarda una bóveda para su única compañía: un cuarto repleto de cientos de cuadros de mujeres, observantes de su inexistente actuar. Contemplando lo extremadamente peculiar (bordeando en caricatura) de este personaje, la visión del cineasta detrás de clásicos como Cinema Paradiso al tomárselo en serio y sin una pizca de siquiera realismo mágico ya suena errada. Pero por lo menos, él puede anotarse un definitivo acierto, el de haber llamado a Rush. Después de todo, el actor australiano casi engaña con la despreocupación con la que maneja su rostro, poniendo la cara (en varios sentidos) para dar una mirada cómplice en los segmentos comédicos y pasar al instante al drama con la solida solemnidad impresa por su quijada. Ocupado todo el tiempo lanzando aires de peculiaridad o gravedad a Virgil, Rush casi engaña al público, haciendo creer que todo se dirige a un punto. Por desgracia, el resto del film se encarga de negar sus esfuerzos. image Todo cambia con la llamada de Claire (Sylvia Hoeks), joven heredera de un sinfin de reliquias, que pide la ayuda de Oldman. Pero hay algo que no cierra: ella no ha mostrado la cara a casi nadie en décadas, y mantiene su agorafobia al confinarse en un cuarto oculto, desde el cual planea dictarle el trato al apreciador de En días, el experto pasa del fastidio a la intriga, queriendo resolver el misterio de la mujer encerrada, así como el estado de una colección de piezas de un autómata esparcidas en su propiedad, que junta con un ingeniero cómplice (Jim Sturgess). Y antes de que se de cuenta, estará atrapado por su devoción, que amenaza con desviarlo al peligro cual ilusión de adolescente en plena pubertad. Sin buscar el encasillamiento de géneros, Tornatore inicia guiando a su protagonista con un aire de típica comedia costumbrista, donde su rigidez parece ser cambiada por la extraña sin rostro. Pero, en el arranque del segundo acto, el realizador trata de tirar de la alfombra expectativa al transformar la intriga de Virgil en una suerte de thriller dramático, que trata de emular la angustia interna sangrada en obras como Vértigo y Laura. Sin embargo, los elementos no se unen; un poco por la carencia de tono o tema fijo, otro tanto porque Giuseppe es nuevo al lenguaje anglosajón (este es su segundo largometraje en inglés, si contamos The Legend of 1900), quedan bastante distanciados. Claro, hay un sentido agudo presente en el diseño de producción: uno puede disfrutar la examinación de cada pequeño detalle de un lienzo gobernado o el sistema de pequeñeces que manda el orden del reloj, así como tiene la chance de maravillarse o asquearse por la avasalladora pared de damas inalcanzables de Oldman. Eso, junto a los chirridos y lamentos descomunales de la banda sonora del maestro Ennio Morricone (casi siempre un atractivo por el que vale la pena pagar la entrada), hacen desear que el responsable soltara la cuerda de sus ambiciones y usara sus elementos para hacer un relato extremo. best-offer-02 Pero no, Tornatore se planta firme en la creencia de que su historia es naturalista, y cuando la película se lanza en territorios de crecimiento personal y vueltas de tuerca, todo parece venir de la nada y dirigirse al valle de la incredulidad. De un hombre frío y desconfiado que de una escena a la siguiente pasa a ser un eterno romántico drenado de intelecto, a una señora con enanismo que puede hacer cualquier operación matemática y que posee memoria total, la variedad de personajes es a veces ridícula en su presentación, sólo apuntada a vender ese final predecible que se cree una revelación catastrófica. Y el diálogo es peor en su inconsciencia, con una sobredosis de metáforas baratas perforadas una y otra vez en el cráneo de cada espectador, como “Las emociones son como obras de arte. Ellas pueden ser falsificadas y parecer iguales a la original, pero son falsificaciones” o “Vivir con una mujer es como tomar parte en una subasta, tú nunca sabes si vas a tener la mejor oferta”. Para la vigésima analogía relacionada a pinturas, relojes o máquinas, daban ganas de que apareciera el hombre mecánico de La Invención de Hugo Cabret a acabar con todo. Con La Mejor Oferta, Giuseppe ha devaluado.
Secos en ideas, ahogados en mediocridad. En ciertas formas, Bañeros 4: Los Rompeolas (2014) se asemeja al contenido de una cápsula del tiempo. Pero, al contrario de los elementos icónicos de una época que son metidos ahí, esta “película” (término técnico) más bien recuerda a ese caramelo o dulce que siempre mete alguien a escondidas, porque entonces le sabe bien. Lo que no pensó es que, tras tantos años, el dulce se gastó y pudrió, y todo lo que queda es un insípido pedazo de comida vencido que incluso hacía daño en su momento original. Suena duro, pero la prueba viviente del estado actual del chiste en el país es la defensa a las películas de esta franquicia. Es la marca del cine picaresco, esa que aún en 2014, nos obliga a aclarar una y otra vez que no, no es que toda la comedia tiene que ser como Monty Python y Les Luthiers sino que, fuera de las personalidades de sus estrellas, el tipo de propuestas entregado a nosotros en exceso desde los años ochenta no resiste como historia o pieza desarrollada de humor. Pero de nuevo, vienen los argumentos del placer culpable y de la conexión de estos vehículos de chistes en formato de films con la identidad argentina, haciendo que la ironía y el patriotismo se vuelvan la excusa del éxito. O, en el presente, del marketing. ¿Y en dónde quedó el humor picaresco ahora? Todo podría resumirse en la mirada perdida y cansada de Emilio Disi o el look moribundo de Paolo el Rockero, únicos miembros del elenco original en regresar para esta última entrega, aunque en una menor capacidad que antes. Sí, incluso el tipo cuyo rol es un cameo de un hippie que choca con algo está demasiado desganado para esto. Con ellos idos, el foco cae de nuevo en Pablo Granados, Pachu Peña y Freddy Villareal, protagonistas de la anterior entrega, que vuelven a hacer respectivamente de… Pablo, Pachu y Freddy. Siempre es una mala señal cuando nadie se molesta ni en ponerle nombres a los personajes; más aún, cuando no tienen personalidad; definitivamente, cuando lo único que hacen es pararse a improvisar chistes que se pueden ver gratis en televisión o Internet, en lugar de un cine por 60 pesos. En una crítica cualquiera, este sería el momento donde uno relata el argumento de la producción. Hay un problema: acá no existe. Claro, alguien podría decir que se trata de como el trío es llamado por Emilio de nuevo para ser bañeros en Mar del Plata, mientras el balneario vacío que custodian es amenazado por un mafioso con la imparable fuerza de 15 patovicas. Pero eso sería una broma (y no intencional), porque nadie involucrado parece darse cuenta de esas pequeñas cosas llamadas trama y personajes, las cuales son pasadas por arriba o, eventualmente, usadas de excusa para pasar de un show del chiste al siguiente. La atención también se va a los nuevos miembros del equipo. Por un lado, aparece Mariano Iúdica, haciendo de Mariano, un compañero del grupo que se les une para correr y gritar por las playas para toquetear chicas o tirar remates que serían rechazados hasta en Sin Codificar. Poco después surge Karina Jelinek (haciendo su debut cinematográfico como… no es necesario darles pistas), cuya única razón por estar frente a la cámara haciéndose clara en su introducción, corriendo como muñeca de cera con pilas a salvar a alguien en cámara lenta y usando un traje de baño rojo de una pieza. Así es: pasaron 23 años, y el director Rodolfo Ledo piensa que aún es gracioso referenciar a Baywatch. ¿Qué más esperar del mismo cineasta que inició su terrible ópera prima, Papá Se Volvió Loco, con una secuencia de títulos hecha con la fuente Comic Sans? rompeolas4 La falta de preocupación sigue con Nazareno Mottola, el mismo que antes mostraba promesas con esas graciosas cámaras ocultas de Videomatch en las que hacía de un alumno propenso a los accidentes, volviéndose la pesadilla de profesores de educación física. Pero, en lugar de mostrar su adepta habilidad física (que, en manos de un director competente, podría explotarse), el tipo se une al circo de golpes cantados y desenlaces predecibles. Se olvida, como el resto de los comediantes en pantalla, de que lo hilarante es cuando alguien desprevenido se resbala con la cáscara de banana, no cuando uno agarra la cáscara, la muestra ante todos, se tira encima de esta y consigue un garrote para pegarse de paso. ¿Dónde está la gracia de la sorpresa al pasar un minuto viendo un plano fijo de un tipo distraído con una sombrilla en la playa detrás de una estereotípica pareja tranquila, si ya sabemos de memoria lo que va a pasar? ¿Cuál es el gusto de ver a Gladys Florimonte haciendo una imitación china tan clicheada y racista que hasta Mickey Rooney la desaprobaría desde el más allá? Hablando de obviedades, las adiciones actorales cierran con Fátima Florez, que hace de la dueña de un acuario (más de eso en un momento) y la jefa de los bañeros, que cuando no grita como si estuviera haciendo una mala imitación de mamá de sitcom, se dispone a hacer imitaciones baratas de Moria Casán y Susana Giménez. Y no es la única: además, Freddy se pone media capa de maquillaje (o una máscara comprada en Once, es el mismo efecto) para hacer de Jorge Lanata, Juan Román Riquelme y, en una sorpresa, Pablo Escobar. La innovación del humor para toda la familia, damas y caballeros. De nuevo, esto es lo que te dan por 60 pesos: un elenco que, por momentos, hace que la interpretación de Mónica Gonzaga en las películas de hace décadas se vea como una de Norma Aleandro por comparación. Leyendo estas líneas, alguien ya podría estar pensando una frase como “Pero si es una película para la familia, no hay que ser severo”. Error. Esto es un producto, así de simple, y si uno quiere mantener su familia sana debe mantenerla lo más alejado posible de esta abominación impresa en celuloide. La prueba mayor de esto es la muestra de prostitución en pantalla: no física, sino publicitaria. Tomando lugar durante una buena parte en Aquarium, el argumento le hace lugar al show de delfines, lobos marinos, focas, pingüinos y más, planteando una ácida contradicción: la del acuario, amenazado por el mafioso antes mencionado, como centro defensor de animales, no como la cárcel que es considerada desde hace bastante. Es lamentable la vida de un animal marino: un día te encontrás en paz con tu familia en la naturaleza del sur del mundo, y antes de que te des cuenta estás forzado al encierro, a la vida artificial, a los trucos y a hacerle frente a las bobadas que dice el monstruo de Frankenstein de populismo tinellista que es Iúdica. Y no es el único chivo. En el solitario momento gracioso de la producción, una escena de diálogo en la ruta es pausada de la nada para darle paso a una toma detalle en cámara lenta del logo en marcha de un micro Plusmar. Nadie lo menciona, no se repite. Es un oasis bizarro. Lástima que las carcajadas no son por causas intencionales. rompeolas9 De nuevo, ¿qué esperar de una producción apurada hace tres meses, con el único objetivo de lucrar con el tedio parental durante las vacaciones de invierno? ¿O qué esperar de Ledo? Ya demostró una y otra vez su incompetencia pero, aún llegando al fondo del pozo, parece que decidió llevar una pala para cavar más profundo. Fallando en tareas tan triviales como ubicar una cámara o establecer continuidad entre toma y toma, ni siquiera preocupándose por la musicalización o hacer que una explosión se vea real (para los que cuentan, son tres reales y el resto se ve peor que Sharknado), el equipo técnico sólo parece estar ahí para apuntar el lente y el boom mientras el elenco vagamente recurre a la serie de trucos del momento, incluyendo la inserción deplorable de cameos con figuras mediáticas salidas de la última temporada de Bailando por un Sueño, referencias a Violetta y las selfies, o una imitación a Charlotte Caniggia. Si se preguntan “¿Quién?”, ya sabrán porque el chiste no funciona. Y si uno puede visualizar un ápice de lamento en Ledo y los guionistas, Salvador Valverde Freire y Salvador Valverde Calvo (busquen sus filmografías y entenderán todo), sería la pena por no haber poder metido menciones de Preguntados, o a alguien cantando “Brasil, decime que se siente”. Para el momento en donde Villareal y Iúdica agarran los peores disfraces posibles para, les juro que es verdad, imitar a los amarillos minions de Mi Villano Favorito, el daño es tóxico. Si el único logro de Bañeros 4 es ser tan olvidable como para contrarrestar lo ofensivamente mala que es, el debate de siempre arruina su intención. Deplorable hasta para un film de la saga (al menos los otros ponían algo de atención en los aspectos básicos narrativos y fílmicos), este pedazo de basura de hora y media prueba como la mayoría del género picaresco no es un símbolo del cine popular, sino su destructor. Nadie nos salva de esto, excepto nosotros.
Naturaleza salvaje. Dentro del espectro de las grandes franquicias de ciencia ficción, no existe una saga cinematográfica más pesimista que la de El Planeta de los Simios. Mientras las demás distopías de la pantalla grande se permiten un momento para dedicar una luz de esperanza al futuro posible, la obra sobre una sociedad humana dominada por los primates siempre alterna por ver el vaso medio vacío del circular ciclo bélico en la sociedad. Y la reflexión continúa con El Planeta de los Simios: Confrontación (Dawn of the Planet of the Apes, 2014), fascinante estudio de la organización de la violencia que, a su vez, puede darse el gusto de tener monos montando a caballo mientras disparan ametralladoras. Diez años después de que James Franco causó por accidente el apocalipsis de su raza al liberar una pandemia que silenció a la humanidad, el antes inocente chimpancé César (Andy Serkis) es ahora el líder de una creciente comunidad inteligente, en una metrópolis de madera y piedra construida a las afueras de San Francisco. Vuelto padre, marido y mentor, el primer simio parlante trata de construir un nuevo mundo con reglas de respeto, una semblanza de mañana para dejar a sus generaciones. Pero todas sus ilusiones caen en forma de un grupo de hombres, con un encuentro sorpresivo que resulta en un animal herido y el inicio de una serie de idas y vueltas de las cuales se hará más complicado regresar. A pedido de su exigente mano derecha, el violento Koba (Toby Kebbell), César marcha a imponerse frente al improvisado refugio de humanos en la zona. Para un pueblo que sólo esperaba encontrar una nueva forma de generar electricidad e impedir la anarquía que viene con la falta de recursos, el descubrimiento de un ejército de animales que hablan no ayuda nada. Con el reloj contando hacia la aniquilación, los intentos de paz entre César y un explorador humano (Jason Clarke) no harán mucho frente a las presionadas decisiones de sus subordinados y líderes. ape Ese es el terreno con el cual se maneja Matt Reeves, que ya mostró su marca en el terreno fantástico a través del legado de Cloverfield, que ejecutó el terror en primera persona en mejor forma que sus descendientes (meros intentos de aprovechar con el found footage para sacudir la cámara sin problemas y generar interés), o la remake Déjame Entrar, tan innecesaria en su fundación como hermosamente atractiva en su resultado final. Esta vez, su confianza en el material se vuelve a mostrar desde el primer minuto, en el cual logra transformar el clásico cliché de “noticieros informan sobre el pandemonio” en una simple y conmovedora pieza que refleja la muerte mientras establece la caída de la globalización. A esta altura, esa seguridad se siente refrescante a la hora del climax, con incluso las dedicadas y meritadas batallas explosivas entre humanos y simios tomándose tiempo para momentos de personaje, o estableciendo maestría en composición y elegancia en elementos como la toma continua. Es el enfoque indicado para una secuela que, en lugar de ir específicamente por la premisa hollywoodense más grande, más exorbitante o más loca, agarra un suceso de forma introspectiva para darle sentido a todo lo que viene después. Una historia pequeña que se expande, sin caer en lo sencillo. Un relato pacifista pero no soñador, sobre como padres e hijos se pierden en el precipicio de decisiones sin fundamento y rencores condenados. Para una película que es sobre el preámbulo de una dominación mundial por parte de animales sin pulgares opuestos, es bastante impactante lo serio que se pone. Pero es en el enfoque de los guionistas Mark Bomback, Rick Jaffa y Amanda Silver donde todo encaja. En manos de escritores pretenciosos, ingenuos o vagos, el conflicto sería entre dos conjuntos que sólo tienen el prejuicio de que “el otro es distinto”, como en las mil caricaturas que abundan en historias salidas de jardín de infantes. Y si bien el racismo es parte de esta historia, la inteligencia está en no darle tanto lugar como se hace con los complejos ingredientes de la guerra, vistos en pantalla. Por un lado, los humanos están gastando sus chances, con la posibilidad de una presa oculta en el terreno de los simios siendo quizás la última jugada para volver a conectarse a la cordura antes de ser tragados por el caos de la extinción, visto en la década pasada durante la masacre causada por la enfermedad extendida por sus peludos opositores. Mientras tanto, los primates tratan de establecer su propia vida, y saben que la fallida forma humana, aquella que antes los aplastó, los puede volver a perjudicar. ¿Puede uno cuestionar el llanto del líder de los sobrevivientes (interpretado por Gary Oldman) al ver lo que perdió? ¿O manifestar contradicciones a la precaución del pigmeo Koba tras mirar las cicatrices de las muchas torturas que le hicieron quienes ahora les ruegan por ayuda? No, pero es en las consecuencias donde todo se vuelve espeso, sin importar los problemas de energía o la mala sangre. En el reflejo de ambos lados, el drama se vuelve más realista, en especial al trazar paralelos con la triste historia nuestra (si piensan en el Medio Oriente o en la política estadounidense post-11/9, no están enloqueciendo). War De todas formas, la ironía es que nada de este intento por tratar nuestra humanidad habría funcionado sin la ayuda de los últimos efectos especiales de primera. Dice bastante sobre el giro de la tecnología como el motion capture, antes repulsivo debido a la falta de alma detrás de los ojos, puede hoy expresar tanto para hacernos creer que un mono puede hablar. Sin embargo, los FX son sólo herramientas, usadas sabiamente como fondo a las interpretaciones. ¿Quieren una prueba? La mitad de la película consiste en gruñidos y usos del lenguaje de señas, enseñado por César a sus compañeros animales. Con la tendencia actual a jugar por lo seguro en los tanques destinados a llenar butacas y vaciar las bolsas de maíz de las confiterías, es genuinamente sorprendente ver una producción que logre apostar a una propuesta de inmensos subtítulos (el veneno de la audiencia estadounidense) y devotos pasajes dedicados a analizar los rostros de los simios digitales. Sólo hay una cosa más sorprendente: el hecho de que funciona. Uno cree que los animales están ahí, especialmente al ver el magnífico uso de la tierra y el agua para darle realismo a sus pieles. Si conocen a un animador, pregúntenle cual es el mayor desafío a la hora de hacer que algo cobre vida. Lo más probable es que les digan que es el pelo. Y aún si salimos de los píxeles, si esto cierra, es en su gran parte debido al elenco. No es nuevo alabar a Andy Serkis, pero el hombre se lo merece: con su habilidad para transformar el más extraño de los roles en un trágico personaje, el pionero en lo digital demuestra de nuevo como revoluciona la idea de actuación al darle vida de nuevo al carismático César, y la forma en la cual sus ideales de paz se rompen es imperdible de olvidar. Pero esta vez, hay alguien que le combate el trono al ex-Gollum, y es el británico Kebbell (visto antes en películas como Control y RocknRolla), que le trae ingenio y carisma a su Koba, quien tras ser perturbado por los humanos decide volverse perpetuador, evocando incluso tonos de relatos míticos antiguos. Decir que estos dos se comen al resto es ser breve, pero conciso. dawn_of_the_planet_of_the_apes_43850 Ese es el encanto de El Planeta de los Simios: Confrontación, film que logra ser íntimo, masivo, realista, fantástico, conmovedor y tensionante al mismo tiempo. Mereciendo ser comparado con la entrega original de la franquicia, esta película nos tiene con la boca abierta frente a la maravilla proyectada frente a los ojos y, a la vez, lleva a la mente en un recorrido que, por desgracia, conocemos demasiado.