La trampa semántica de la ley Representante de una nueva corriente de cine rumano que cuenta entre sus nombres los de Cristian Mungiu y Cristo Puiu, de quienes se han visto 4 meses, 3 semanas, 2 días y La muerte del sr. Lazarescu respectivamente, Corneliu Porumboiu (1975, Vaslui, Rumania) suma ahora su segundo largometraje, Policía, adjetivo, luego de su curiosa ópera prima Bucarest 12:08, en la que mostraba el impacto producido por la caída de Caeucescu desde el interior de un estudio televisivo. En Policía, adjetivo, a considerable distancia del tema de su ópera prima, Porumboiu intenta explorar el férreo y perverso mecanismo de los estamentos represivos de los que se vale la (in)justicia de su país para castigar el consumo y suministro de una de las llamadas drogas livianas, el haschisch. Para ello, Porumboiu se vale de un relato en el que un detective policial sigue a un par de adolescentes que no hacen otra cosa que fumar algunos porros protegidos por las altas paredes de los edificios de la escuela secundaria a la que asisten (los típicos edificios que identificaban a la arquitectura en serie de los países de los países de Europa del este) y brinda informes escritos a sus superiores, quienes lo presionan para que desbarate cuanto antes lo que consideran un tráfico de drogas (a juzgar por lo que queda expuesto en el film, a diferencia de otros países europeos donde se flexibilizaron las leyes de tenencia, consumo y suministro, en Rumania la ley parece seguir penando estas prácticas). Podría decirse, y en esto los realizadores rumanos conocidos aquí parecen adscribir a una misma línea discursiva, que Policía, adjetivo muestra los ramalazos de la kafkiana burocracia que tantos males produjo en los países que supieron estar bajo la órbita soviética, sus estructuras inamovibles donde lo que cuenta a la hora de juzgar a un individuo es la fría letra de la ley, en este caso la fría letra de los informes, obviando cualquier dato que aluda a los contextos, a las singularidades, a todo aquello que considere la humanidad del individuo. Ramalazos porque en el caso de este relato, el detective afectado a la investigación dice una y otra vez que las leyes que penan el consumo pronto cambiarán, tal como viene sucediendo en los países vecinos (lo ejemplifica con Praga, donde, apunta, los jóvenes fuman públicamente sin problemas). Así, Porumboiu pone a jugar cierta conciencia en el detective, pese a que él mismo se siente una pieza más de ese engranaje vetusto e inamovible, y finalmente nada pueda contra ese sistema de cosas. Cabe preguntarse: ¿es una visión, la de este realizador, que aporte particularidades de los estamentos de gobierno de estos países que, muchas veces desangrándose, pasaron de un sistema malo a otro peor? No hay nada nuevo bajo el sol en Policía, adjetivo, cualquiera de las situaciones planteadas en el relato se reproduce infinitamente en las policías de cualquier lugar del mundo, incluída la Argentina, que todavía sigue penando consumidores y mira para otro lado cuando tiene delante a los traficantes. El protagonista de Policía, adjetivo carga con su dilema ético, percibe que esos jóvenes no hacen mal a nadie, ni siquiera a sí mismos, y que castigarlos implicaría arruinarles la existencia. Una y otra vez, el detective busca antecedentes en las oficinas policiales para dar con vestigios del pasado de los investigados que los pinten como delincuentes, pero nada importante encuentra. Y en extensión, podrá verse que aun en su vida civil, el detective tampoco encuentra motivación para que alguna cosa se concrete, su vida de pareja es insustancial y su conciencia pasa aquí por leyes gramaticales que dicen cómo deben ser las cosas, tal como paralelamente él se siente eslabón de un engranaje circular como agente de la ley. Tal vez lo más destacable de Policía, adjetivo se encuentre en las finas líneas irónicas por momentos recostadas sobre un humor absurdo contenido, que atraviesan el relato: la secuencia en el departamento del detective cuando pregunta a su mujer por el significado de la letra de una canción romántica, las tribulaciones por las oficinas del destacamento policial donde debe casi rogar que le recaben los informes necesarios para su investigación, la imposibilidad de sacarle más datos al soplón en la mesa de un bar, el ilustrativo encuentro entre los dos detectives con su capitán donde queda expuesto, en toda su crudeza, lo inviable de cualquier planteo ético y la inexistencia de cualquier subjetividad, formulado a través de un diccionario que enlaza los derechos individuales con las obligaciones hacia el Estado, todo un resabio de antiguas y malas prácticas. En el aspecto estético, Porumboiu utiliza demorados travellings o planos quietos para mostrar al detective mientras ve fumar a los jóvenes y luego correr presuroso a recoger las colillas que arrojaron. El director se vale de un tipo de recursos narrativos que podría verse deudor del cine contemplativo, observador, consustanciado con un tiempo más real y preciso en su economía (que aunque en algún momento pudo haber inaugurado el cine iraní, al menos en un sentido más amplio, tampoco es privativo de ese origen, y hoy se encuentra esparcido y no se identifica con ninguna geografía en particular, pese a que la crítica quiera atribuirles, en general, rasgos oreintales). En Policía, adjetivo la morosidad de la acción puede verse como el espejo de las tribulaciones de su protagonista; de la conciencia que va tomando acerca de la inutilidad del caso al que lo han afectado, de su falta de humor, de su gesto hosco que va hundiéndole la cabeza entre sus hombros y, por último, en su aceptación como apenas un servidor del Estado y sus leyes. Aspectos que por traslación dan título al film, el sustantivo policía también puede ser un adjetivo, es decir ¿se es un policía o el policía debe ser como…?, casi como una especie de lúdica semántica. Lejos formal y temáticamente de antecesores como Radu Mihailenau y Lucian Pintilie, dos grandes nombres del cine rumano, Porumboiu fue “descubierto” en la Quincena de Realizadores de Cannes 2006, en el que Bucarest 12:08 fue considerada mejor ópera prima. Luego sería premiado en Un Certain Regard de Cannes 2009, con Policía, adejtivo, y en el BAFICI 2010 se llevó los galardones de mejor director y mejor actor. Como se sabe, las premiaciones no siempre son sinónimo de un cine indiscutiblemente logrado, y Policía, adejtivo cuenta con algunos hallazgos que lo hacen atractivo, pero, por el momento, es dable pensar que es parte de un camino que Porumboiu está recorriendo.
Las trágicas consecuencias En “El recuento de los daños”, Inés de Oliveira Cézar vuelve a apoyarse en los mitos griegos, esta vez en el de Edipo, para acercarse a las dolorosas consecuencias de las acciones criminales de la última dictadura.
Sobre el mal contemporáneo La singularidad del cine de Bruno Dumont (1958, Brialleul, Francia) radica en una serie de rasgos que lo revelan como un gran observador de ciertas patologías que afectan socialmente y cuyo origen se encuentra, con frecuencia, en el desafecto y la falta de comunicación. Así ocurría con La vida de Jesús (1997), donde una violación descubría el símil entre la carencia y la brutalidad; en La humanidad (1999), donde el crimen de una niña ponía a jugar una ilógica concatenación de hechos y personajes; en la más reciente Flandres (2006), en la que las guerras actuales en las que participan los europeos evidencian, en línea correlativa, los bajos instintos de jóvenes desamparados. Un cine, el de este realizador francés, que apunta a hurgar en el malestar de la cultura, a probar que la racionalidad moderna está cribada por oposiciones que los sistemas políticos no hacen más que alentar con insistencia, hacia adentro y hacia afuera, en operaciones violentas e irracionales. Por ese lado puede ubicarse a Entre la fe y la pasión, en la que una jovencita perteneciente a la alta burguesía francesa –con padre funcionario y madre que puede intuirse en alguna fundación benéfica– se apasiona denodadamente por la figura de Cristo, desde su lugar de novicia en un convento primero, y en la práctica fundamentalista y terrorista –ya desde el Islam– después. Pero, por este lado, cabría una pregunta acerca de este último opus, ya que aquí parecerían acentuarse algunas aristas de estas cuestiones; en definitiva, ¿se trata de un film político o de uno místico? A tono con su obra anterior en cuanto a tratamiento, con muchos primeros planos, encuadres contemplativos, una dinámica que expresa a partir de tiempos laxos, protagonistas que se encienden en su laconismo, Entre la fe y la pasión se vincula más con la lógica de la pasión desenfrenada que sin solución de continuidad puede convertirse en locura, plena de caracteres radicales y atávicos, que con un planteo en el que se interprete alguna coordenada sociopolítica como imagen del mundo en donde se desarrollan los sucesos. Desde aquí es, entonces, un film más místico que político; sin embargo, como todo cine es político, Entre la fe y la pasión puede verse también como una puesta en acto de los desajustes que las acciones de gobierno (las más políticas de todas) provocan en sus ansias de dominación cuantitativa. Los personajes de origen árabe son mostrados como el callo en el corazón de la metrópoli, en sus efímeras rapiñas o en su peligrosa propagación fundamentalista y en su práctica militante; la muchacha tan profundamente abrazada a su idea de amor místico hacia el supuesto hijo de Dios –que resulta hasta demasiado para las mismas autoridades del convento–, con padres ausentes en sus puestos de piezas de la sospechosa democracia francesa, y la relación de empatía entre los aparentemente opuestos, el cristianismo y el Islam, trazan cabalmente los rasgos de naturaleza política del relato. Pero estos planteos que encubren un fuerte dispositivo destructivo –en un sentido posible del fin de la Humanidad– están anclados en el fanatismo como la más riesgosa de las oscuras prácticas contemporáneas. El fundamentalismo de Céline, su salvaje sensibilidad hacia ese Dios ausente, es puesto en acción a través de su contacto con el dirigente musulmán –hermano de quien la introduce en ese mundo–, quien verá en el ensimismamiento de la joven (estar enamorada de Cristo y sufrir por ser humana) la devoción necesaria para convertir la fe en acto; de allí al atentado, al cauce que pueden adquirir esos desquicios, habrá un solo paso, o varios, si se tienen en cuenta sus conversaciones crudas con el predicador, en las que expone su éxtasis como sufrimiento, y su estadía en Medio Oriente, durante la que declara su dignidad religiosa que la hará obedecer los mandatos de Dios (ya no importa si el cristiano o el musulmán). Es en esta clave, entonces, en la de las semejanzas por detrás de las diferencias de las religiones, en la inspiración hacia el desatino que conllevan sus atributos fanáticos, donde Entre la fe y la pasión parece asumir y evidenciar las trágicas posibilidades de un misticismo irrefrenable; pero también el film de Dumont, acentuando su rigurosa y ascética puesta en escena –aunque él lo niegue, esta obra debe mucho a Bresson–, consigue resaltar la violencia implícita de un sistema que hace de la desprotección y la falta de afecto –sociales, familiares– el barro cenagoso donde asienta su idea moderna (al menos desde la Revolución Francesa) de que naturaleza y cultura son imposibles de articular, y cuya omnipotencia puede verse tranquilamente como una forma de suicidio. Un film místico y un film político, porque la religión hace política para detentar su poder. Párrafo aparte merecen los encuadres que formula Dumont sobre los rostros, especialmente los que hace sobre el de Céline, que remiten a toda una tradición en el cine, pero que aquí es inevitable verlos en paralelo con los que Dreyer practica a Renée Falconetti en la no menos mística La pasión de Juana de Arco (1928).
Romance de un perdedor “Loco corazón” muestra a un cantante de música country en decadencia y en busca del madero que logre salvarlo de su empeño autodestructivo. Es clave la actuación de Jeff Bridges, que le valió un Oscar en 2010.
Mientras transcurre el verano “Aquel querido mes de agosto” es un film que media entre el documental y la ficción en un tono que los iguala y que describe el paso del tiempo y del amor entre festividades de aldeas de montaña portuguesas
Visión dislocada del mundo Afincado en Los Ángeles desde hace unos años, el insigne Werner Herzog parece sentirse cómodo para filmar en un país en el que históricamente rehusó llevar a cabo cualquier proyecto. Excepción hecha por la parte norteamericana (la producción era totalmente alemana) de La balada de Bruno S. (1977), donde, claro, se aprovechaba de los excedentes del sueño americano al que su singular criatura venida de Europa veía como en un espejismo. Luego participó como actor en Julien Donkey Boy (1997), de Harmony Korine, y pocas cosas más como su aparición en documentales o documentales hechos por él con alguna participación estadounidense, pero siempre tangencialmente; su resistencia a entrar en ese sistema de producción fue equivalente a la de la mayoría de los protagonistas de sus films frente a las adversidades de las fuerzas exteriores, llámense naturaleza, furia animal o humana, o locura íntima. Pero las cosas cambian, y Herzog viene de hacer un film con producción norteamericana sobre Vietnam llamado Rescate al amanecer (2006) no estrenado aquí comercialmente, y acaba de rodar My son, my son, what have ye done, un thriller de terror producido nada menos que por David Lynch. En el medio, en 2009, hizo Un maldito policía en New Orleans, una reversión bastante libre de la emblemática Bad lieutenant que Abel Ferrara hizo en 1992 con un impagable Harvey Keitel como el torturado teniente de policía que hacía metástasis con el sufrimiento y el perdón cristianos. Lejos de aquella mirada piadosa, el maldito policía de Herzog está más cerca de los personajes habituales del realizador alemán, aquellos en conflicto con un mundo que les resulta hostil, que carece de garantías para su supervivencia y que más tarde o más temprano están condenados al fracaso. En casi todos los casos, la rebelión que asumen los envuelve en el desenfreno o los acerca al umbral de su propia muerte. El teniente McDonough asume todas estas características y las hace funcionar a partir de un cinismo a toda prueba; toma cocaína todo el tiempo, la que por supuesto consigue sacándola de los depósitos de la policía donde se guardan los secuestros de droga, o quedándosela cuando aprieta a alguien en una tranza minúscula; la necesita para él y para su novia, una prostituta de lujo que habita una suite en un gran hotel; tiene un padre ex alcohólico exonerado de la misma fuerza, y cada vez se encuentra más sepultado por deudas de juego. El teniente es un compulsivo en estos menesteres y además se comporta de igual manera para las investigaciones que lleva a cabo: poco cuidado ante situaciones de riesgo y un acelere que apenas lo deja dormir un par de horas sobre una camilla en una oscura oficina policial. Hasta aquí, los días y noches de este maldito policía se parecen bastante al que supo crear Abel Ferrara, a excepcón hecha de la distancia actoral entre Keitel y Nicolas Cage, que encarna a McDounog, de quien Herzog, hay que admitirlo, aprovechó muy bien su catálogo de tics manieristas. Pero sin dudas el estar puesto de Keitel seguirá siendo insuperable, como así también cierto tempo narrativo que detallaba la carga interior del protagonista. En Un maldito policía en New Orleans el ritmo de la acción es tan frenético que las opacidades y los brillos del teniente pasan desapercibidos, sólo en los ataques de cólera o de risa o en su constante dolor de espaldas, el personaje cobra una estatura acorde a su percepción dislocada del mundo. Sus visiones atravesadas por un flujo permanente de cocaína y falta de sueño adquieren la forma de las alucinaciones, y es en estas secuencias donde Herzog vuelve su relato más personal, escapando a ese itinerario bastante cercano a las vicisitudes del policía del maldito Ferrara. Es que no hay mucho nuevo en el tránsito hacia el fondo de este drogón impenitente, sólo su ateísmo, en marcado contraste con el catolicismo que profesaba su antecesor y la investigación de un crimen cuádruple en vez de una violación seguida de muerte. Tanto en esas alucinaciones de McDounough como en la New Orleans arrasada por el Katryna que es el ámbito de la acción y hasta en el magnum 44 a la vista de todos que ostenta el teniente, el relato adquiere otra fibra, más demente, más obstaculizada, más imaginaria. Unas iguanas que entonan un blues, el alma de un gangster que queda bailando mientras su cuerpo yace acribillado a balazos, el final en el que a McDounough se le arreglan los problemas y él aparece enderezarse para luego volver a la senda que nunca pensó dejar de andar, rozan un clima de pesadilla, como si Herzog tamizara sus inquietudes estéticas en una mirada afiebrada sobre, en este caso, el sur profundo estadounidense. Y allí, justamente, redimensiona la historia y la hace suya.
Dos niños en ritos de pasaje Julia Solomonoff lo deja claro cuando se refiere a lo que necesitaba para abordar la historia que cuenta El último verano de la boyita: más herramientas que las que tenía en su primer opus Hermanas; un pulso más firme para la dirección (esto es síntesis, condensación); la certeza sobre aquello que debe entrar o no en el relato. Y todo eso, claro, vino después de su film debut, con la experiencia y participación en producciones ajenas que finalmente terminan conformando el propio bagaje. En El último verano de la boyita, esta seguridad se nota rápidamente, apenas transcurridos los primeros planos de un relato que se configura de iniciación, de rito de pasaje, y a cuya gravedad se le aplica un tono sutil y hasta reparador. El film está planteado como una historia de opuestos donde la incomprensión y la curiosidad van justificando la trama, a la que Solomonoff ubica en un naturalismo pleno para narrar los sucesos que le dan forma. Jorgelina es una niña inquieta que va queriendo encontrar su lugar en un mundo adulto que aparece complejo. Los apenas mayores que ella, su hermana incluida, le dejan claro -ironías y desmanes domésticos mediante- que no pertenece a ese universo. Sus padres, aunque estén y no estén, protegen desde sus argumentos su inocencia. De algun modo, la realizadora apuesta a dejar delineado perfectamente en la primera media hora del film la perspectiva que la mirada de la niña tiene sobre su universo, todavía un universo urbano y sin dudas caprichoso, donde los referentes parecen no ser modificables. Luego vendrá la partida al campo, ese otro espacio donde el asombro y la apariencia traen también la amenaza y la experimentación de lo distinto, de lo independiente a la imaginería de la niña, acontecimiento que se sincroniza en el encuentro sensible con Mario, el niño curtido y diferente, consustanciado con el ámbito en que se mueve. A partir de allí, comienza a jugarse una dialéctica vital, un movimiento de creencia y de duda que funda y mantiene la relación de los niños, y de éstos con el espectador. Solomonoff sostiene la tensión y no larga “prenda”, escamotea lo fácil, lo previsible, lo que asegura el devenir de un relato unívoco. La coreografía se construye con el paisaje que intensifica las presencias, con la desmesura del cielo abierto, la brutalidad de los hábitos campestres, la desconfianza y banalidad de los paisanos, los prejuicios y egoísmo de los padres del niño a los que la ignorancia les impide pagar el precio del amor. En ese trance entonces surge la emancipación de Jorgelina y Mario, la compleja sexualidad del niño será el talismán para que la niña expanda su subjetividad hacia la comprensión y la ternura y oponga sus propios códigos a los del mundo adulto, que trata de “normalizar” a su manera. Los niños, que no eran actores antes de este film, intensifican la presencia de sus cuerpos con gracia y suficiencia y Solomonoff resiste la estrecha lógica del “dar por sentado”, esquiva la vanidad y la sensiblería y, lo más importante, la redundancia de formas narrativas garantizadas. Con estos elementos abre las puertas de una percepción propia para cifrar un juego fílmico por lo menos inusual, en la escena del cine argentino reciente.