La identidad entre la realidad y la apariencia “Infancia clandestina” logra su cometido al exponer de manera efectiva una cruenta etapa de la militancia revolucionaria a través de los ojos de un niño inmerso en esas terribles vicisitudes. Seleccionada para participar por la Argentina en la nominación de los títulos que la Academia de Hollywood disponga en la carrera al Oscar como mejor película extranjera, Infancia clandestina parece gozar del predicamento que acompaña este tipo de “certificaciones” entre espectadores propios y ajenos que entienden de este modo cierto tipo de legitimación. Es decir, aun los que no conocen con exactitud el fragmento de historia que el film de Benjamín Ávila (Nietos, identidad y memoria) refleja en Infancia clandestina, su primer largometraje de ficción, la creen poseedora de suficientes méritos como para ser vista. Y esto no está nada mal para espectadores acostumbrados al cine de “éxito”, al cine que responde a gustos estandarizados y dirigidos. Sobre todo porque el film de Ávila muestra una historia arraigada en la experiencia guerrillera de uno de los grupos armados argentinos que promovían el cambio revolucionario, Montoneros, en una de sus instancias más críticas y todavía deudora de análisis más profundos: la llamada contraofensiva montonera, emanada de la cúpula de la organización, que implicó enviar a la muerte a una impresionante cantidad de militantes al hacerlos regresar del exterior a una Argentina donde reinaba el terror impuesto por el poder militar. Ávila, quien es hijo de militantes envueltos en esa escalada, decidió narrar una parte de esa historia –tema que no fue abordado antes por el cine nacional, y mucho menos desde la ficción– en la que él mismo, siendo un niño, estuvo involucrado. Y lo hizo con suficiencia, en un formato narrativo semejante a un trhiller y con todas las prerrogativas de un relato que realza las formas de la acción en el intento de exponer los hechos en toda su crudeza, casi la visión de una maquinaria puesta a funcionar de un modo impiadoso y más ligada a un destino que hace caso omiso de las criaturas que se mueven en su interior. Para ello, eligió como punto de vista la mirada y los sentimientos de un niño –vagamente él mismo, como lo explicó en algunas entrevistas– que vive esa experiencia traumática como un despertar en un mundo lleno de inequidades y situaciones injustas que cambiarán su vida para siempre. En la entrega planteada en gran parte del relato, en esa amenaza agazapada, el niño se mueve entre las ilusiones y el vértigo. Tal vez la mirada de Juan, el niño, que en la clandestinidad a la que está obligado adoptará el nombre de Ernesto –en alusión al Che–, sea un acierto en una propuesta de estas características; representa de algún modo la posibilidad de correrse de ese orden nocivo que esa pesadilla implicaba para ver con ojos de asombro, de ternura, de recelo, de confianza y desconfianza a la vez; en la intriga planteada en gran parte de los planos, en esa amenaza agazapada, el niño se mueve entre las ilusiones y el vértigo, y el hecho de la imposibilidad de discernir de los militantes en el carácter casi “suicida” de esas acciones revolucionarias –ese mandato inevitable de la “lucha total” en territorio enemigo– se revela en su máxima exacerbación como una maquinación perversamente orquestada. No hay, en Infancia clandestina, interpretación de esos hechos –ni tendría que haberlos necesariamente– sino exposición pura y dura de las acciones con las que Montoneros entendía una resistencia a la dictadura que aniquilaba desde hacía tres años a sus militantes. Y esto, hay que decirlo, sume al espectador en una encrucijada, la de pensar en la complejísima situación que esos militantes padres sostenían con sus hijos –la mayoría de ellos pequeños–, una relación sustentada en la verdad –Juan conoce buena parte de lo concerniente al rol de combatientes de su padres, a su misión– pero sumamente injusta para los niños, expuestos como estaban a la masacre. La luz, en ese mundo sensible de Juan-Ernesto, vendrá con la figura de María, una niña de la que se enamora y a partir de lo cual, en el promisorio y a la vez trunco despertar de esa relación, comprenderá las incongruencias que en la realidad tiene la fantasía con que todo niño se inviste, particularmente la de este niño, para quien los hechos y el encadenamiento de las acciones, la razón de lo visible, pone en evidencia el límite para su vida, hasta ese momento privada de su verdadera identidad por imperio de las circunstancias. Al final, sólo al final, cuando ya el niño se quede sin nadie, volverá a ser Juan. Con una estructura narrativa convencional pero rítmica, valiéndose de logradas animaciones para ciertos pasajes, actuaciones intensas y medidas, y un sentido del montaje lúdico, Infancia clandestina es entonces un film que muchos espectadores disfrutarán, pero su mayor acierto está en fijar la mirada en un momento de esa singular topografía de las acciones y emociones de esa parte de la violenta historia argentina con todo lo de contradictorio que conllevan, y ejercer una suerte de comprensión positiva, sin desengaños ni remarcada tristeza, en todo caso buscando evidenciar la catástrofe como una de las posibilidades de la utopía.
La ascensión algo compleja de un “caballero” en apuros La tercera parte de la saga Batman rodada por Christopher Nolan es un interesante fresco apocalíptico con potentes escenas aunque por momentos su trama se torne abigarrada sin motivo y los enfrentamientos queden deslucidos. Exactamente el dejo amargo y depresivo que mostraba la (más) cara de Batman al final de Batman el caballero oscuro, la segunda parte de la saga rodada por Christopher Nolan (Memento, El Origen), un plano cercano lo revela ahora en Bruce Wayne en Batman, el caballero de la noche asciende, la tercera y al parecer última de las de factura Nolan (ya que no del oscuro héroe, puesto que en las sucesivas secuencias finales se preanuncia una continuación) mientras se mueve apoyado en un bastón y vestido con una bata demasiado usada. A diferencia de esa segunda parte, donde el final es pesimista, en esta tercera parte es pesimista el comienzo, y el final, luego de las grandes batallas y de amenazas de solución final, se presenta alentador. Luego de la muerte de Harvey Dent, el incorruptible fiscal de Gótica al que el sufrimiento vuelve un monstruo con más capacidad de mal que aquellos a quienes combatió (Batman el caballero de la noche), la ciudad quedó sin protectores. Batman desapareció de escena y el comisionado Gordon hace lo que puede para sostener el equilibrio. Sin embargo, eso dura poco, ya que un nuevo peligro de características apocalípticas se cernirá sobre esa ciudad tan parecida a Nueva York, tan expuesta siempre, pero mucho más a partir del 11-S, momento al que varias escenas de este film aluden indirectamente con escenas de explosiones, derrumbamientos y caos. El peligro tiene nombre y un aspecto temible; se trata de Bane, un villano surgido en el cómic creado por Bob Kane a principios de los noventa en una suerte de capítulos críticos hacia el Estado cubano, pero aquí asociado con la liga de Ra’s Al Ghul, y donde se juegan momentos de la historieta y de lo que aquí conviene por cuestiones de guión para el personaje, es decir, una criatura con fuerza e inteligencia notables que busca venganza; una vendetta no dirigida a alguien en particular, sino del despiadado sistema al que cree culpable de un sufrimiento que lleva guardado. Y semejante criatura aparece, qué duda cabe, como un terrorista puro y duro que quiere cobrarse la mayor cantidad posible de víctimas inocentes. Batman se enfrenta a un villano con una fuerza sobrehumana que pone a Gótica de rodillas ante la amenaza de una bomba. Pero Bane no es el único villano que se tornará, literalmente, en la pesadilla de Batman; otra criatura, decidida e igual de hábil e inteligente que el calvo forzudo (que son características que individualizan a Bane), entra en escena: Gatúbela, que al igual que el lugar que se le otorgó en distintas oportunidades (en las historietas y en el segundo Batman de Tim Burton) se mueve entre el bien y el mal casi en un mismo tono. Con estos personajes y la presencia del mal múltiple, es decir alojado en figuras y situaciones cambiantes –los Batman de Nolan apuntan a poner en evidencia lo escabroso que engendra el capitalismo–, la maquinaria de la confrontación no tarda en ponerse pesadamente en marcha; pesadamente en cuestiones de guión, que no de dinámica y vértigo visuales, que hacen más que llevaderas las casi tres horas de film. Y es que en Batman asciende la trama central se ve atravesada por innumerables líneas narrativas que ponen en perspectiva los dilemas morales de aquellos llamados a defender la “justicia para todos” cuando todo alrededor se derrumba, y la misma noción de bien entra en crisis. Pero este aspecto, que debía ser jugoso per se, aquí juega una mala pasada al conjunto argumental con cruces que no agregan y que hasta interrumpen el flujo del cauce principal. Y, se sabe, si esto ocurre, se resiente algo de la fortaleza dramática con la que pueda contar cualquier historia. Aun teniendo en cuenta un ritmo más que atendible en la puesta y en sus desplazamientos, estas intersecciones empantanan la marcha. Las empresas de Bruce Wayne ya no son lo que eran (como se señaló, Bruce está a la deriva y al principio ni siquiera puede ser Batman) y la ciencia aplicada a la fabricación de armamento es presa de ambiciosos empresarios-terroristas. Bane y Gatúbela disputarán terreno y argucias para destruir una ciudad a la que ven llena de pobres infelices y parte de las subtramas de las dos Batman anteriores entran a tallar de distinto modo con agregados casi innecesarios. Bruce Wayne volverá a ser el caballero de la noche y allí el tenor de las amenazas iniciará un derrotero que llevará al fiel Alfred a abandonar a quien cuidó y vio crecer durante toda su vida; al mismo hombre murciélago a enfrentarse a puñetazo limpio con Bane y a ser vencido y humillado por éste (porque el Caballero oscuro siempre está en espejo con los villanos, es la contraparte, como bien se lo señalaba el Guasón en la Batman anterior, y en este caso ninguno de los trucos que pretende usar con el grandulón dará resultado); a lidiar y a sostener escarceos amorosos con la bella Gatúbela (que finalmente tomará partido por el lado bueno del asunto y hasta salvará a Batman de las manos de Bane); a ver crecer –dramáticamente y en un rol que lo excederá– a un joven detective a quien el comisionado Gordon le pone todas las fichas ante la siempre incierta y a veces cobarde actitud policial y con quien el enmascarado entra en empatía apenas iniciado el que será un sangriento periplo; a confiar en una empresaria que no será tal sino una enemiga despiadada que enciende la mecha de todo el asunto. Si estas líneas argumentales hubieran estado más despejadas de derivaciones como las de Bruce siendo confinado en una lejana tierra (agujero) oriental, para salir sólo ascendiendo hacia la luz; como las parodias de un juicio donde el juez no es nada menos que el Espantapájaros (otro villano); por la aparición de un jefe policial con casi nula envergadura dramática; esta nueva parte de la saga hubiera gozado de más contundencia, ya que hasta el final aparece algo deslucido con respecto al curso de las acciones anteriores. Como si el empeño de Nolan hubiera estado en complicar las acciones para ofrecer así un entramado más elaborado y, por lo tanto, más “intelectualizado”, lo que sin duda terminó por conseguir el efecto contrario. Desde ya que las amenazas pendulares –una bomba neutrónica explotará sobre Gótica– que, justo es decirlo, están magistralmente filmadas (el piso del estadio hundiéndose mientras se juega un partido de fútbol americano y la batimoto rebatible son parte de esto), irán apaciguándose con el triunfo de las fuerzas que cuidan el bien, se diría gracias al impresionante tour de force del comisionado Gordon y del nuevo y valeroso detective, y, por supuesto, a Batman, que aunque literalmente haya estado sumergido en un agujero –existencial y físico– emergerá como aquel protector que los habitantes de Gótica se merecen. Curiosidad y salas Curioso efecto parece haber tenido el estreno de este Batman, precedido de la masacre perpetrada por un joven en una ciudad estadounidense donde disparó contra los espectadores durante una función de este film y causó doce muertes inocentes. El viernes, la gente que no pudo entrar a dos de las funciones en los complejos de salas situados en el corazón de Arroyito clamaba por una entrada, aunque debiera sentarse en las escalinatas laterales, mientras aludía al disfraz con que apareció el asesino durante el crimen verdadero.
Crudas noticias de la exclusión “Figuras de guerra” puede verse como un retrato de la vida inhumana que padecen los indocumentados en Calais, al norte de Francia, mientras esperan que la suerte los acompañe para introducirse clandestinamente al Reino Unido. Ganadora de dos de los principales premios del Bafici 2011, los de mejor film para el jurado y para la crítica, Figuras de guerra es una película a la que puede verse y sentirse sucia y cruda porque se ocupa de un fragmento de realidad precisamente sucio y crudo. Es la realidad de los indocumentados provenientes de los países africanos, de los países asiáticos y de Europa del Este sobreviviendo en las trincheras de un frente de guerra, el de la “próspera” Europa Occidental, más precisamente en el sitio conocido como Paso de Calais, al norte de Francia, en la ciudad del mismo nombre donde se encuentra el corredor más estrecho del Canal de la Mancha, que une el país galo con Inglaterra. Allí van a parar cientos de migrantes que ya han recorrido buena cantidad de países en un viaje iniciático o en sucesivas deportaciones –parte de los testimonios de estas personas describen “tours” inimaginables hasta para las agencias turísticas más creativas en los itinerarios, aunque en el caso de los migrantes se trata de verdaderos “tours de force”– confiando en que en algún momento podrán hacer realidad su salto al Reino Unido. Nunca quedará demasiado claro por qué el país sajón resulta la Tierra Prometida, puesto que el trato a estos parias es el resultado de las políticas neoliberales llevadas a ultranzas en las últimas décadas y que cada país europeo occidental aplicó con precisión cirujana: la exclusión en todas sus variables para aquellos provenientes de sus ex colonias o de los países aún sometidos a políticas neocoloniales. Sin embargo, en Calais se juntan africanos de todo el continente negro, serbios, kurdistanos, turcos u otros migrantes de los países balcánicos, musulmanes orientales y asiáticos, de países intervenidos y en conflictos bélicos permanentes como Afghanistán; se distribuyen bajo puentes, en plazas, sobre paredones del ferrocarril, y en una zona boscosa a la que llaman “jungle” –jungla en inglés–, donde arman sus improvisadas barracas con desechos de todo tipo y ruegan cada día no ser deportados a sus países de origen y para que la providencia los toque con el pase clandestino a Gran Bretaña. Calais parecería funcionar como lugar de reclusión visible para estos indocumentados, es como si allí estuvieran hasta más controlados y menos dispersos. El premier francés Sarkozy y su gobierno lo saben y cada tanto llevan adelante sus razzias para confinarlos en otros sitios más panópticos porque allí, entre el follaje profuso de la jungla, no se sabe bien cuántos son y qué peligro representan. Sylvain George, el realizador de Figuras de guerra estuvo durante tres años registrando la zona y todo lo que allí tenía lugar; en principio iba a tratarse de un documental testimonial de corta duración, pero luego esa realidad impregnó a George, que también es activista político, y terminó construyendo un poético y dramático aguafuerte de las miserables políticas de los países dominantes que someten literalmente a una “no vida” a cientos de personas sin que se les mueva un pelo y a los que suelen echarle la culpa de las calamidades que asolan las buenas conciencias y costumbres de las burguesías. Actitudes que suelen convertirse en pura hipocresía cuando los mismos sectores utilizan a los migrantes como la mano de obra más barata del mercado. Pero Figuras de guerra no es sólo un film de denuncia –ese aspecto está implícito desde el vamos– sino un film de observación poética, de poética política podría decirse, porque la cámara de George es profundamente exponencial de los detalles que furtivamente va encontrando a su paso y que plasma de un modo tan contundente como lírico. Un registro en blanco y negro de alto contraste, con planos detenidos sobre todo aquello que funcione como indicio de la supervivencia de estos seres abandonados de la mano de Dios, aun del musulmán, al que todavía allí parecen rendirle cuentas. Pasadas las primeras secuencias en donde la cámara parece “espiar” ese escenario y donde ocurren escenas de huida de africanos perseguidos por la policía en una plaza, esa misma cámara comenzará a “vivir” con esta gente y compartirá los cánticos que ese mismo grupo de africanos entona no sin cierta alegría y que seguramente los remite a paisajes de su terruño; las improvisadas comidas, con lo que se consiga –y que ellos mezclan de tal manera que seguramente tendrá un sabor difícil de identificar– al costado de las vías del ferrocarril; sus recursos para intentar borrar sus huellas digitales que consiste en pasarse una gillette por las yemas de los dedos o apretar un tornillo al rojo para que las marcas de la rosca inutilicen esas huellas; sus lances para esconderse bajo un camión que atravesará el eurotúnel, sus fallidas trepadas a un alto alambrado con púas; sus baños en un brazo del canal y sus enjuagadas en un suministro de agua público durante el verano y sus inflada carpas de nylon para mitigar el crudo invierno; la cámara de George es ubicua, inquieta y nada solemne, se diría que hurga con el debido respeto sobre las ausencias y añoranzas, entre el viento y el frío, de estos perfiles erradicados del mundo, habitantes de un no lugar cuyo pasado es lo único que parece retratarlos como humanos –un norteafricano desperdiga fotos de su familia mentando la pertenencia– porque ahora son apenas unos desamparados, unos desaparecidos del sistema que deambulan sin destino y cuya suerte física carece de futuro. Vidas sucias y sometidas y al borde del abismo; expulsados del infierno de sus países y reducidos a un infierno más cotidiano pero que no deja de arder. Los testimonios son pocos en un relato que pasa de las dos horas y media, aunque sumamente elocuentes del “estado” individual de quienes lo formulan: “hace tres días que no como…”, dice un kurdo; “no sé lo que pasará, no quiero volver a mi país porque hay 35 tribus en pie de guerra…”, acota un afghano; también los hay casi proféticos: “…un día África será Europa y Europa África…” y más amenos como aquellos que bromean acerca de los rituales de los fallidos “pases” a Inglaterra, “…la próxima lo conseguiré…”, señala un ghanés cuando no puede treparse debajo de un camión. El título original de Figuras de guerra es Que descansen en rebelión, y está tomado de un verso del poeta francés Henri Michaux y tal vez esa frase, junto a otras que por momentos aparecen en carteles “allà Godard”, como que los indocumentados son una bomba de tiempo para las potencias dominantes y “democráticas”, pintan perfectamente una latencia: el flagrante estado de suspensión de los derechos más básicos y humanos no hace difícil suponer una rebelión de esas masas, tal vez sólo se trate de algo más de tiempo y organización. Y es eso fundamentalmente lo que respira Figuras de guerra, en sus planos urgentes y sucios, en sus soterrados travelings que buscan captar estados más que personajes o cosas, en su nervioso montaje que lo asemeja más a un ejercicio de improvisación que a un film pensado y con objetivos; un cine, en suma que parece surgir del malestar, de lo profundo de esas subsistencia de esos individuos despojados, justamente, de su individualidad, de su “ser humano”, desaparecidos que sí se sabe dónde están pero que no cuentan para nadie –muchos dejarán su vida en ese trance y un paneo sobrecogedor por un improvisado campo de tumbas es la prueba palpable de ese “ser descartable”–, y que aquí la cámara de George documenta con osadía iluminando los destellos de esas vidas fantasmas. En la parte segunda y final, la policía y los bulldozers de Sarkozy, pese a la resistencia de grupos activistas pro inmigrantes, arrasarán la zona, la jungla, y deportarán o confinarán en lugares más vigilados a los parias. Pero el parpadeo de una amenaza, la de que eso volverá a ocurrir más temprano que tarde, queda fijo como señal de la inhumanidad del neoliberalismo, ese que ahora se enseñorea por las grandes urbes europeas en las formas del ajuste y la desocupación.
HOMBRE ARAÑA SIN DILEMAS Luego de cinco años, la saga del superhéroe de Marvel vuelve a tener un nuevo capítulo. Pero esta vez no se trata de una historia que continúa aquellas tres pergeñadas por el realizador Sam Raimi –a saber, El Hombre Araña 1, 2 y 3– donde el arácnido con contradicciones sobre su lugar entre el bien y el mal, que se debatía entre hacer justicia por mano propia o estar al servicio de una ley a la que muchas veces consideraba injusta, sentía pese a todo que su lugar en el mundo no era justamente aquél que hubiera elegido; no, ahora, El sorprendente Hombre Araña retoma la historia de Peter Parker nuevamente desde su inicio, con algunos agregados como la breve aparición de los padres de Peter y su inmediata y misteriosa desaparición –tomados de algunos números del comic original en los que su creador Stan Lee dejaba el guión a otros colegas de menor rango–, sosteniendo todos aquellos componentes que dieron forma a la aparición del superhéroe en una Manhattan con colegios secundarios donde la violencia física entusiasma a los estudiantes y con zonas donde otra violencia mayor, más despiadada, se enseñorea en sus callejones, pero prescinde de los giros sobre la humanidad del protagonista que hicieron tan atractiva la saga Raimi. El desconocido para el mundo hispano Marc Webb (aunque en Argentina se estrenó 500 días con ella, su film debut) estuvo a cargo de la dirección y hubo en el casting una borrada total para todos los actores que estuvieron a la orden de Raimi. Desde ya, es muy probable que muchos extrañen a Tobey Maguire –su exacta combinación entre ingenuidad y tormento– y a Kirsten Dunst –la chica que intuye que una historia de amor con un superhéroe está condenada al fracaso– en los roles de Peter y Mary Jane; y a otros actores-personajes de la factoría Raimi como el desaforado director del periódico Daily Bugle, el amigo-enemigo de gran corazón Harry y, fundamentalmente, los villanos, que con Raimi adquirieron una estatura compleja y rica en matices –no tan compleja y oscura como la de los malvados villanos de Christopher Nolan en la saga Batman, el caballero de la noche, es cierto, sino más volcada a la fantasía pura pero con igual intensidad– y que aquí, en El sorprendente Hombre Araña lucen algo forzados: Andrew Garfield –a quien puede recordarse en su lograda composición de un sufriente clon en Nunca me abandones, una formidable adaptación de una novela de Katzuo Ishiguro que dirigió Mark Romanek y pasó desapercibida– pone su rostro algo anodino a Parker, y si bien a medida que avanza la acción cumple ajustadamente con su rol, por momentos algo desentona en su casi despreocupada aceptación de su mutación arácnida y en la posibilidad de convertirse en un salvador de vidas; su novia –ya no Mary Jane sino Gwen Stacy, hija del jefe de policía del distrito–, con un carácter marcadamente egoísta en sostener su amor pese a las tribulaciones que comienzan a jalonar su existencia; sus tíos May y Ben –que con decoro y suficiencia actúan los veteranos Martin Sheen y Sally Field–, que parecen esconder el secreto de la desaparición de los padres de Peter pero que nunca irán más allá de un celo cariñoso de padres postizos; un jefe de policía –el ya también algo veterano Dennis Leary–, de rasgos entre hieráticos y conservadores, cuyo final está anunciado cuando descubre quién está detrás de la máscara del Hombre Araña, y, por último, quien esta vez se erige como el enemigo del superhéroe, El Lagarto, en su faceta humana el Dr. Connors, un genetista manco –y socio científico en las investigaciones del padre de Parker antes de su desaparición– que busca regenerar su extremidad experimentando con la innata potencialidad con que cuentan los reptiles para subsanar esa ausencia, pero que en El sorprendente… es un adversario no inoculado con la fiebre de una condición ambiciosamente maldita –como lo fueron El Duende Verde o Venom, por caso–. De este modo, la trama carece de esos vasos comunicantes que le confieren la espesura que supo darle Raimi –y sin duda aquí resulta inevitable la comparación–, que mostraban a un superhéroe imbuido en sus dilemáticas vicisitudes y sin solución de continuidad; en cambio, ahora Webb se vale de la linealidad en el sentido más intrínseco: no se tarda demasiado en proponer un tablero donde los contrincantes ocupan su lugar y lo asumen como tal sin dilaciones, con aliados previsibles y acentuando la razón del bien para encontrar en la historia un devenir que exhibe a los “buenos” protagonistas seguros de su accionar. Por lo demás, es decir, en cuanto a efectos especiales, El sorprendente… no desentona con las propuestas anteriores y hay, sí, un mayor despliegue de las telarañas con las que Parker se desliza por Manhattan y que sirven contra El Lagarto como una eficaz arma defensiva. A lo que cabe agregar la funcional edición, que contribuye a volver dinámicas las más de dos horas de extensión.
Violenta crisis de fe En “Elefante blanco” Pablo Trapero consigue un relato dinámico sobre curas villeros que intentan sostener su misión ante los flagelos de la droga y la corrupción. Hay un distingo en la mirada de Pablo Trapero sobre los fenómenos que aborda en sus ficciones que inevitablemente lo sitúan en un lugar de medianía, como si la opción de hierro de sus guiones (construidos alrededor de lo que se conoce como “turning point” o conflicto central) no le dejara lugar a la reflexión, al menos en algún sentido, porque es claro que esa opción no se conjuga demasiado con su estilo cinematográfico. Buena parte de las películas de Trapero, pero fundamentalmente sus tres últimas, exponen espacios de marginalidad y sometimiento, de violencia y corrupción, seres humanos apretados por la pinza que supone el abandono de las mínimas obligaciones por parte del poder político que, salvo excepciones, contribuye a sostener un estado de cosas donde estén asegurados los privilegios de clase. Así fue en Leonera (…), donde se evidenciaban la crueldad y el hacinamiento reinantes en las cárceles; en Carancho, en la que se desnudaba un entramado siniestro para victimizar gente del modo que fuese y cobrar fuertes sumas por seguros, y lo es ahora en Elefante blanco, el nuevo opus de Trapero, en el que teje una historia donde se fusionan las misiones de los sacerdotes y la militancia social en las villas (en este caso porteñas) con cierta crisis de fe en una suerte de revival del trabajo de los curas villeros en los 60 y 70, aggiornada por los flagelos más contemporáneos con la inserción de las drogas y los narcotraficantes en esos espacios. Luego de Mundo grúa y con un oficio adquirido y en expansión, Trapero comenzó a pensar sus films del lado del cine-espectáculo (mucho más marcado en las tres últimas mencionadas, para las que se nutrió de tres guionistas además de él mismo) y en hacer de la voluntad de sus personajes, el motor de sus relatos, por lo que no faltarán enfrentamientos entre partes opuestas con sus consecuencias violentas, una historia de amor, y finales que, aun cobrándose víctimas inocentes, suelen tener un sesgo de remedo, como si las injusticias puestas en evidencia fueran algo con lo que se debiera convivir porque son parte del estado de cosas de este mundo. Según lo ha dicho, Trapero considera que el (su) cine debe actuar como un disparador de conciencia porque muchas veces releva las problemáticas humanas y sociales de una manera efectiva para el espectador; huelga decir que para que eso sea cierto, la propuesta fílmica debe contar con algo más que una sucesión de secuencias donde el motor está puesto en la intriga, en la acción o en el costado sentimental –fijados como disparadores para hacer avanzar la historia hacia delante–, ya que de ese modo se anula prácticamente cualquier espacio de reflexión sobre esas mismas escenas. Por esto mismo, el cine de Trapero –a años luz de aquél inaugural Mundo grúa– es un cine de puesta espectacular, dirigido a poner el énfasis en la exposición de hechos y en la disputa de poder, cualquiera sea el que esté en discusión. Elefante blanco se llama a un antiguo edificio cuya estructura original data de los años 30, construido a instancias de un proyecto del socialista Alfredo Palacios para que allí funcionara el hospital más grande de Latinoamérica; se encuentra cerca de la llamada Ciudad Oculta y tras sucesivos intentos de diferentes gobiernos de terminar el edificio, yace hoy allí como un paquidermo dormido, ocupados varios de sus pisos y puestos a hacer las veces de viviendas precarias, y con una enorme terraza donde los jóvenes queman sus cerebros con el paco. Ése es el elefante del título, pero el ámbito de la historia enlaza otras dos villas –la 31 de Retiro y la Rodrigo Bueno– conformando una gran “favela” horizontal atravesada por riesgosos pasillos. En ese escenario el padre Julián (efectivo Ricardo Darín aunque sin correrse de su registro habitual para componer personajes siempre al borde una delgada línea ética) intenta llevar adelante su profesión de fe para que la opción cristiana se corresponda efectivamente con la ayuda a los más necesitados, en una puja permanente con la jerarquía eclesiástica, para la que lo más importante de las misiones en los barrios carenciados sigue siendo sumar fieles a la grey. Confrontación que, como se podrá intuir, incluye también a los poderes políticos de turno (difuminados, sin precisa identificación) que conforman una alianza estratégica con el obispado para no cumplir con lo prometido. Una asistente social (Martina Gusmán, mujer de Trapero y fetiche a partir de Leonera) y un cura francés que viene de sufrir una experiencia extrema siendo el único sobreviviente de una matanza en una aldea aborigen del Amazonas, por lo que dice sentir una culpa que lo “ahoga”, son quienes acompañan al padre Julián (hay también otros curas ocupando un lugar no tan relevante en la trama) intentando sostener el delicado equilibrio que existe en esa gran barriada permeada por necesidades básicas insatisfechas y por la violencia incontenible de bandas de narcos enfrentadas. Elefante blanco está dedicada al padre Carlos Mugica, el cura villero acribillado por los parapoliciales de las Tres A durante el gobierno de Isabel Perón, y no faltan alusiones visuales en el film acerca del valor transformado en símbolo de la tarea de aquél cura y del que el padre Julián repite una frase que engloba el verdadero carácter de la misión de un sacerdote ante los necesitados: “Señor, quiero morir por ellos, ayúdame a vivir para ellos”, frase que encarnará en los sacerdotes y los enfrentará en sus diferentes disposiciones para actuar ante el entramado de complicidades para que todo siga igual. Los conflictos internos y externos –los narcos, la Policía represora, los pibes destruidos por la droga– los llevará a una fatal encrucijada y a sus –en este caso forzadas– fatales consecuencias. Concebido con ritmo, con una puesta dinámica, creativamente fotografiado, con el exquisito Michael Nyman –todo un lujo contar con quien hizo la música para los films de Peter Greenaway– en la banda sonora y eficaz en su tratamiento como gran producción, Elefante blanco cumple con el cometido de las habituales aspiraciones de su realizador: un relato con tema comprometido que necesariamente se enviste de drama de acción e intriga.
Intolerancia de los padres Difícil tarea la que se impuso Roman Polanski para con Un dios salvaje, el siempre riesgoso traslado de una obra pensada como una puesta teatral al entramado de encuadres, planos y movimientos que resulta una película. Como se sabe, esa decisión entraña una complicación nada sencilla de sortear, tal es la de sostener con eficacia la atención de un espectador de cine en algo que ocurre entre cuatro paredes y apenas algún espacio más, sin abandonar jamás el perímetro de un departamento horizontal, y al mismo tiempo lograr que esa forma movilice algo más que la mera atención. Pero Un dios salvaje demuestra que Polanski sabe hacerlo, conoce qué debe poner en juego en esa puesta para que ningún espectador sienta que está conformando la cuarta pared teatral. Es vasta la experiencia de este director, sobre todo en eso de generar universos de todo tipo en los ámbitos claustrofóbicos, en los espacios cerrados que se vuelven amenazantes, en las interioridades de los personajes desde donde surgen toda clase de monstruos, en el acecho temible de quienes parecían amigables. Basta repasar su primera etapa con títulos como El cuchillo bajo el agua, Repulsión, la fabulosa El bebé de Rosemary y la no menos cautivante El inquilino; aun en el film noir Barrio Chino, en el que Polanski demostró su maestría para el género, consigue un suspense que mucho debe a la clausura de los espacios que desnuda a quienes allí dentro traman algo terrible. Y si se quiere, o se mira con detenimiento, hasta en El escritor oculto, su película inmediatamente anterior a Un dios salvaje, que pareció devolver a Polanski a su mejor forma, funciona un cierto circuito que enlaza la trama con los fantasmas interiores y con los que pululan a un palmo de las narices. En todo caso todo esto, en Un dios salvaje –frase que pertenece a un parlamento de uno de los personajes y que alude a que así podría verse a la deidad que domina el corazón de los hombres– estas líneas rectoras están orientadas hacia la comedia negra, es decir, si bien en varios de los títulos anteriores del director mencionados florecen aquí y allá los guiños de humor negro –aspecto que tal vez en la vida personal le haya servido a Polanski para soportar una serie de persecuciones, desde su niñez en el Holocausto hasta la condena originada en el polémico caso de abuso sexual en sus años estadounidenses del que se lo acusa–, aquí se recuesta decididamente en ese tono, facilitado por la pericia que esgrimen los actores protagonistas para moverse a sus anchas en ese registro; pero también por las inflexiones del guión, que trabajó junto a la dramaturga Yasmina Reza, autora de la pieza original que se ha puesto en varios escenarios del mundo, incluido el argentino, donde las consecuencias de una situación tensa derivan en una salida cargada de cruenta ironía. Un dios salvaje cuenta el enfrentamiento que se produce entre dos parejas de padres de niños que se pelearon salvajemente, puja que resultó con uno de ellos agredido con un palo que le hizo perder dos dientes; y enfrentamiento es lo que sucede desde el vamos, sobre todo cuando al conocerse se dispensan vagas disculpas por el comportamiento de sus hijos, queriendo aparecer cada cual más dispensador que el otro; pero, claro, esto será apenas el preámbulo de algo que irá creciendo y desmadrándose hasta quedar atravesado por la absoluta incontinencia de esos personajes de clase media acomodada que aún insisten en creer que conservan alguna vara moral con la que medir el mundo contemporáneo. Un dios salvaje pone en situación que los protagonistas se suman a quienes cada vez están más lejos de comprender qué puede importar verdaderamente y cómo comportarse en consecuencia; sobre todo en aquellos asuntos que conciernen a la educación de los niños, ya que ellos parecen ignorar la posibilidad de una relación que supere los egoísmos y las posturas individuales y se muestran incapaces de escuchar otras razones que no sean las suyas. Esta contienda que tiene lugar en el living del apartamento de una de las parejas de padres tiene momentos sumamente hilarantes, puesto que cada personaje defiende su territorio individual –ya que no solamente el de pareja, entre ellas también las disputas crecen hasta el paroxismo– con recursos que rayan la mayoría de las veces la denigración involuntaria y papelonera. Sin duda estos caracteres ya están en el original de Reza, pero aquí Polanski los pone de relieve en planos certeros que apuntan a revelar cuánto hacen los personajes por manipular la situación cuando sienten amenazados sus puntos de vista; hay, sí, mucho hincapié en los textos –diálogos exasperados, insultos, desvalidos razonamientos– pero, nobleza obliga, Un dios salvaje es justamente la puesta a punto de abrumadoras e involuntarias confesiones esculpidas por el carácter miserable que parece mover las relaciones entre los personajes; es fundamentalmente eso lo que se expresa, acompañado de recursos físicos que grafican de modo incontrastable la ebullición interior. En Un dios salvaje la decadencia es un circuito sin salida, los fantasmas son impiadosos de tan absurdos, los principios éticos se desmoronan ante la imposibilidad de volverlos una práctica y en esa desmesura de incongruencias se desnuda el patetismo imperante de ese encuentro, su carácter anómalo y pueril. Una más a favor es la ajustada duración del relato; el desencanto tiene su clausura una vez agotada su caja de Pandora, cuando el encuentro desfallece por imperio de su propia ley y los personajes experimentan el vacío de sus vidas insatisfechas. Gracia y elegancia para este fresco de puertas adentro y un notable cuarteto que componen Jodie Foster, Kate Winslet, John C. Reilly y Christoph Waltz, que sustancia sus heridas a fuerza de mordiscos, hacen de Un dios salvaje un relato inspirado.
El coraje que vence al miedo
Pasión y extraordinaria locura Cierto es que cada nuevo título de Pedro Almodóvar despierta por lo menos curiosidad por ver qué otro giro pone en práctica sobre la negrura que vienen acumulando sus films: crímenes, violaciones, incesto, ambiciones malsanas, traiciones, psicosis fueron conformándose como arquetipos de sus relatos, y aunque siempre envueltos en su pátina melodramática, son inequívocamente los componentes exclusivos, los que están movidos por las pasiones y movilizan la pasión narrativa del realizador español. En Los abrazos rotos (2008), Almodóvar había llegado a un punto de alto rendimiento formal y argumental, retomando el pulso que había logrado en La mala educación (2004) y que había aflojado en Volver (2006). Los abrazos… resumía la pureza de su tendencia pop y de humor negro y consumaba una historia de ribetes trágicos con envidiable plasticidad; la desmesura y el barroquismo de Almodóvar tuvieron en Los abrazos… un denodado filtro que los transformaba en ubicuos apéndices para que la historia se ramificara y se hiciera más rica en sus posibilidades de desarrollo. Algo de todo esto hay ahora en La piel que habito, una historia terriblemente almodovoriana basada en la novela Tarántula del francés Thierry Jonquet, un escritor del género noir, que el director quería convertir en film hacía bastante tiempo. Y es auténticamente almodovariana porque del seno de La piel que habito surgirá una nueva criatura, un objetivo recurrente en los films del realizador donde, en cualquiera de sus formas, a través de una venganza, de la vuelta a la vida luego de un coma, de un cambio de identidad sexual, alguno de los personajes deviene otro; se diría que toda razón es atendible para Almodóvar para que se opere esa transformación, una necesidad casi interior de constatar que el ser humano puede tener varias vidas en una. En La piel que habito la razón para ese cambio es siniestra, de un alto nivel de perversidad sin prejuicio de que tal vez esto ya se encuentre en la novela, que opera como un castigo o tortura ante el que sin dudar muchos preferirían la muerte. En un formato de thriller aunque, como ocurre con buena parte de los films de Almodóvar, condense otros géneros, en La piel… puede verse una transposición del tema Frankenstein a partir de la transgénesis, esa parte de la ciencia que se ocupa de las transfiguraciones moleculares y que la bioética ha venido a regular para que no genere monstruos o criaturas impredecibles en su capítulo humano. También es la historia de una venganza de límites insospechados practicada por un psicópata investido como un científico innovador reconocido por su comunidad alla Mary Shelley; la de una familia disfuncional con lazos fluctuantes entre el amor y el odio, y la de una locura colectiva al menos de los personajes en acción y relación que no terminará más que como una tragedia anunciada. Con un disparador que puede situarse en Los ojos sin rostro (1960), el film de Georges Franju que describía a un cirujano brillante que quitaba las pieles de muchachas que raptaba para restituir la belleza de su hija muerta en un accidente trágico, este film de Almodóvar ensaya también la idea de que para el hombre siempre es posible refinar sus métodos de crueldad con tal de dar rienda suelta a alguna pasión enfermiza. Aquí, el doctor Ledgard quedó emocionalmente quebrado por no poder salvar a su mujer de las graves quemaduras que sufrió en un accidente mientras se fugaba con el hermanastro del médico, con quien había comenzado una relación sentimental. A partir de allí, y en la, a esta altura habitual práctica lúdica de cajas chinas con que al realizador español le gusta ampliar la resonancia de sus historias, otras situaciones van entrelazándose con un vértigo narrativo que estimula a concentrar la atención aun en las escenas más desprovistas. El doctor Ledgard pertenece a una familia a la que su propia madre -a la que el médico no reconoce como tal- juzga maldita desde su propia génesis y él actuará convencido de que lograr sus oscuros objetivos no es otra cosa que una cuestión de voluntad, de designio, para lo cual se siente como un moderno Prometeo. Con una puesta en escena refinadísima en la que pueden verse remedos posmodernos de las de algunos films clase B que se ocupan de científicos obsesivos en plan siniestro; una fotografía de calculado impresionismo, y un montaje que deja para el final buena parte del principio de las vicisitudes del relato conjugando solipsismos de los que los protagonistas principales son deudores -en esta elección puede verse un carácter demasiado arbitrario en detrimento de la fluidez del relato-, La piel que habito se ocupa menos de la traumática experiencia de alguien al que le cambiaron el sexo involuntariamente, que de apuntar la densidad patológica de un ser humano que se ve como un “creador” de vida, donde el devenir otro se inicia en los melindrosos caminos de los recursos científicos apropiados por una mente desquiciada. Claro, se trata de un film noir, y todas las motivaciones son impulsadas por el afán obsesivo de lograr lo imposible, en este caso recuperar la esencia de alguien ya muerto. La piel que habito muestra entonces a un autor recostado en su madurez narrativa y lo sitúa como un hacedor de dispositivos fílmicos de innovadora eficacia.
Parias sin techo y sin ley En boga con una corriente fílmica que suscribe historias donde la violencia toma la forma de la tortura y/o finalmente el asesinato salvaje, y donde los victimarios adquieren la estatura de dioses de barro que disponen de las víctimas exhibiendo una cruel refinación en los tormentos a que las someten –Funny games (1997), de Michael Haneke, podía marcar un posible comienzo de esa práctica–, Los bastardos, segundo largometraje del mexicano Amat Escalante, resulta un fresco interesante que pone en consideración aspectos inéditos en el camino que transitan sus personajes, victimarios cuya condición es también la de víctimas en una misma línea de tensión. Escalante fue asistente de dirección de su compatriota de renombre internacional Carlos Reygadas (Batalla en el cielo, Luz silenciosa), por quien fue influenciado en el uso de ciertos recursos narrativos como encuadres, tempo, encadenamiento de acciones, suspense, un cine que no teme lo explícito en busca de escudriñar alguna emoción –o la carencia de ellas– en una historia cuyos protagonistas son apenas hojas secas entre un viento huracanado. Rodada en Los Ángeles con no-actores, Los bastardos muestra a dos jornaleros mexicanos indocumentados que, junto a otro grupo de paisanos, esperan en una esquina periférica que los contraten para cualquier trabajo y así sobrevivir en una sociedad que los desprecia, los verduguea y los objetiviza para todo servicio. Desde el plano de apertura –sus protagonistas viniendo desde lejos por un camino asfaltado y desierto–, ya Escalante anuncia su elección de lo exiguo, su inclinación a una puesta en escena seca y para construir la intriga, pero a la vez, también es la forma en que se dibujan los sentimientos de los protagonistas, su congénita tristeza y su falta de expectativas, casi como una constatación de lo insoluble del desequilibrio social. Ganadora como mejor película latinoamericana en el último Festival de Mar del Plata, Los bastardos es menos una mirada crítica a la situación de absoluta desprotección de los inmigrantes ilegales en Estados Unidos que el seguimiento de dos parias determinados a hacerse con un dinero que les dé un respiro sin medir riesgos ni consecuencias. La brutalidad de su laconismo no despierta en el espectador ninguna simpatía por ellos; igual que la falta de piedad que Escalante exhibe para la víctima –una mujer de mediana edad–, cuya vida cotidiana está atravesada de puerilidad, malos entendidos y carencia afectiva. El estallido de esa violencia que late durante todo el film es entonces apenas una traslación de los síntomas que tienen lugar como pinceladas de un trazo ajustado a delinear perfiles y acciones; y ese pincel que es la cámara de Escalante no deja resquicio para la reflexión o la imaginación, todo está allí ocurriendo de forma más o menos despiadada y el espectador es sujeto omnipresente, no se le ahorra ni los impresionantes tiros del final y se lo empapa de sangre, tal como queda todo el cuadro en las dos últimas secuencias dentro de la casa tomada. Los bastardos es cine hierático, hecho con pulso desprovisto de nervios –el tiempo del relato parece un tiempo muerto, más o menos como están los protagonistas cuando comienzan a andar la historia– que persigue no dejar nada oculto sin preocuparse que el paroxismo de alguna escena escandalice. Y concluye cuando ya lo mostró todo, incluida su postura acerca de que la violencia tiene su propio circuito –que no es precisamente la punición de la ley– y que el castigo, después, es el infierno interior.
Un tiempo que fue hermoso Es curioso, y a la vez también como un aire fresco luego de tanta animación norteamericana –aunque hubo algunas buenas de ese origen, justo es reconocerlo, como Toy Story 3, Mi villano favorito y, por qué no, la reciente Enredados–, que un film francés del género llegue a salas comerciales. Pero El ilusionista ya venía levantando polvareda allí donde se exhibiera recostándose en el ocurrente y efectivo film anterior de Sylvain Chomet (1963, Maison Laffitte, Francia), Las trillizas de Belleville, que sólo se vio en circuitos especializados antes de editarse en video, de alguna manera una exitosa ópera prima que le granjeó reconocimiento internacional a partir de dos nominaciones al Oscar (mejor animación y mejor canción). En El ilusionista, que data de 2007, Chomet vuelve a entusiasmarse con una época situada a mediados del siglo XX –la historia arranca en 1959–, cuando la modernidad artística comienza a hacer estragos con las modalidades más artesanales, primitivas en su despliegue. El film toma un guión de Jacques Tati –también se ve como homenaje al genial francés– que el actor y director dejó en proyecto y lo convierte en una consumada animación capaz de encender momentos de intensidad poética y visual. Con un estilo apuntalado en el trazo a lápiz y en el uso de acuarelas deliciosas, Chomet cuenta la historia de un ilusionista –cuya figura remite esencialmente a la de Tati, un hombre alto con pantalones demasiado cortos y una enorme capacidad de asombro– que se va quedando sin público en una París donde las marquesinas teatrales comienzan a dar cabida a los afiches de incipientes grupos de rock. Se hace evidente en El ilusionista una unidad estilística y temática, probablemente un rasgo que Chomet ya puede exhibir como suyo –estaba en Las Trillizas…–, porque la materia referencial de su film ofrece un universo que, sin temor a resultar costumbrista, recupera la sensación de estar ante restos de visiones y restos de experiencias de un mundo que ya no es el mismo, y donde la gracia y la melancolía ocupan lugares más emocionales que reales. El film, que ya contaba con una versión animada hecha por el propio Tati, plasma el itinerario del ilusionista en busca de su público para evitar el naufragio de su actividad y la evocación de ese mundo espontáneo que el mago practica en cada acto, para matizar el mal trago. En un alto del camino, una joven humilde se le pegará como una hija desprovista necesitada de padre. Así los dos, ilusionista y muchacha, terminarán en un hotel de Edimburgo –ciudad natal de Chomet– donde el movimiento, el juego y un inquieto contacto harán aflorar un emotivo registro de la vida compartida. Hasta que el mago sienta que su partida es imprescindible para que el mundo siga andando. Desprovista de diálogos, dinámica en su desplazamiento por paisajes encantados, típica y desmitificadora a la vez, El ilusionista es una magnífica muestra de la sobrevivencia de valores en un mundo turbulento y áspero. Tal como la misma delicada estructura animada de la que se vale Chomet para señalarlo.