Derecho de piso El vagoneta en el mundo del cine es una comedia de intenciones nobles, ambiciones importantes y resultados dispares. Ampliando un poco la panorámica tendríamos que hablar de una serie de Internet que se amplía descuidando los detalles de su transición, que amolda sus características al formato sin modificarlas con el cuidado necesario para lograr que el cambio de pantalla sea lingüístico y no solamente físico. Y la sentencia es todavía menos simpática si nos referimos a mensajes, ideas, nociones: el costumbrismo canchero de la publicidad argentina contemporánea quiere decir unas palabras acerca del cine nacional, y en palabras de Maximiliano Gutiérrez, expresarse sobre la cuestión de la exhibición en Argentina. El vagoneta es ahora una película y no vamos a minimizar sus ideas como si vinieran desde un ente ajeno al cine. Road movie de caminos que se completan -o casi- antes del viaje a Mar del Plata, El vagoneta malgasta fílmico en planos a nivel, travellings y paneos que parecieran responder antes a requerimientos técnicos (atendibles si el destino fuera Internet) que a la necesidad de contar historias a espectadores nuevos. La estática que condena a los actores se tiene que compensar con voces en off y montajes al rescate de fragmentos precoces para el avance de la trama: la película avanza como a fuerza de episodios pegados entre sí, una publicidad atrás de otra, imposibilitadas de unir situaciones simultáneas, ahorrar intersticios o superponerse para intensificarse mutuamente. La noche previa al viaje es un momento excepcional a esa situación, con movimiento, fluidez notable y un suspenso efectivo respecto a los problemas que los cuatro amigos tienen que resolver antes de partir (el “tic tac” en el SMS del compañero de colegio de la hija de Ponce se acciona como una cuenta regresiva tremenda). El aislamiento entre secuencias deja como meros adornos a las participaciones de actores y personalidades, decisión bien tomada para poder enfocarse en los personajes centrales de la serie pero que impide que algún personaje externo al grupo incida estructuralmente. Los cameos y escenas con famosos parecen efectos especiales utilizados por el mero hecho de poder ser afrontados: los personajes que encarnan son en su mayoría expresiones extremas de las muecas harto conocidas de cada uno de ellos. Destacan Dread Mar I con un número musical increíblemente tirado de los pelos (en un país especialista en hacer que los personajes visiten bares para encontrarse con un café-concert de algún cantante), y Silvina Luna que, sin una veta actoral reconocible de antemano, se limitó a desvirgarse cinematográficamente con sobriedad y un encanto que asoman. El pulso publicitario que narra los sucesos encierra a los personajes en un puñado de características típicas de las microhistorias urbanas en los comerciales de Quilmes: los cuatro amigos balancean con sus personalidades los estereotipos usuales de cualquier spot que abarca el contacto con el sexo opuesto. Hay un pirata detenido en la adolescencia (Ponce), su contraparte sensible hasta lo inerte (Rama), las tanadas familieras de Walter y la abstracción de Matías para bastonear el foco de la acción. La filmación y construcción de los personajes podrá ser fiel a la estética y lenguaje de la serie, pero el salto de formato no se traduce en un mayor despliegue de esos elementos. Otras apariciones estelares refieren específicamente a especímenes de la fauna cinematográfica argentina: Axel Kuschevatzky conduce un programa -ejem- bastante banana de entrevistas a figuras, y su invitado de turno es un documentalista de veta social hecho por Gastón Pauls. Las vueltas constantes de personajes como el director comercial que encarna Guillermo Francella y su secretario, más alguna reflexión ingenua de Walter (si mal no recuerdo “egocéntrico en el mundo del cine, ¿qué tendrá que ver?”), dibujan caricaturas del ambiente artístico en el mismo estilo que las películas de la dupla Cohn-Duprat. Pudiendo confirmar la autenticidad de esos retratos no deja de rebotarme que una serie que hizo virtualmente su camino a millones de espectadores haya atravesado el ¿enviciado? quizás, pero definitivamente complicado camino hacia la exhibición comercial en 35 milímetros, para plantear sus críticas por debajo de la mesa y poder guiñarle el ojo a los tres espectadores que asistimos a la primera función de la película en Mar del Plata. Los deseos siempre serán de éxito y falta de techo artístico (y de buen puerto en las gestiones del director para subir la película a Internet). Pero El vagoneta ya le pertenece al cine, y la cinefilia es todo sobre cuestionar.
Pastillas para pensar, películas para no tener que molestarse Durante más de 45 minutos, Sin Límites aguanta considerablemente el avance de la trama como para que no se escape oportunidad alguna de mostrar la facha de Bradley Cooper en una serie de escenas de discutible funcionalidad y estética publicitaria. El paso de escritor fracasado a visionario enciclopédico (vía droga ilegal que lleva al máximo las capacidades de su inteligencia) está descripto en repetidas secuencias en las que Cooper pone su cara más irresistible al mismo tiempo que escribe en la computadora como si quisiera vendernos una All-In-One, se codea con el jet set en postales que parecen campañas estáticas de una boutique y derrite salvajemente a las chicas sin que se le mueva un pelo, como en esas publicidades tan abstractas de los perfumes. Una vez que la película decide dejar de exhibir al dandy con un FX pomposo, para comenzar a hablar de los efectos secundarios de la pastilla en cuestión, o de su escasez, y presentar algunos enemigos y obstáculos en el camino de Eddie -el personaje de Cooper-, aparecen varios caminos posibles de recorrer: el liso y llano thriller, la exploración del vanidoso mundo financiero à la Wall Street ochentosa de Oliver Stone, o incluso cierto tratamiento crítico de la cuestión del tráfico y ocultamiento de drogas y medicinas. Lo que quedó es una historia avanzando a los tumbos en un metraje insuficiente, que ignora tecnicismos (el epílogo muestra a Eddie haciendo cosas que la pastilla no debería lograr) y descarta rápidamente a villanos y personajes secundarios que aportaban algo de interés. Las vueltas de tuerca, encimadas y obvias, se divisan a lo lejos sin necesidad de tomarse ni un Fosfovita. ¿Se me permite un apartado personal? Disconforme con limitarme a desdeñar los aspectos de la película para mandarla al diablo en dos párrafos y tres puntos, me puse a amasar una idea que me quedó rebotando, sobre cuál es ese camino que toma Sin Límites una vez que pone el foco sobre los conflictos. Quizá cierta idea de distopía, en cómo Eddie y su enemigo más peligroso (un prestamista ruso de métodos mafiosos), lejos de aprovechar el poder que les da la NZT para emprender algo beneficioso para la sociedad, se dedican a escalar hasta donde puedan la montaña social, sumarle ceros al patrimonio y destruirse entre sí, física y financieramente. Nuevamente, la estética tan canchera de la película entrega estas decisiones como si fueran productos que vender, y como si la mejor manera de alcanzar los objetivos fuera dejar de esforzarse y tomar la bendita pastilla todos los días. Esté exagerando o no, es mejor que una vez terminada esta reseña no le dedique más pensamientos a este desperdicio de celuloide. Y me ponga ya mismo a hacer unos sudokus.
A los bifes no se enseña la paz El Oscar que recibió En un mundo mejor como mejor película extranjera podría considerarse como otra cumbre alcanzada por una generación de directores que espero sea considerada una gran mancha en el cine danés, conforme pase algo de tiempo. Susanne Bier será contemporánea a colegas de su país, involucrados en la filosofía del Dogma 95 o en otros proyectos con altas cuotas de delirio, pero ciertamente ha logrado macerar sus películas, evitar los escándalos gratuitos y lograr los premios mayores (sumando un Globo de Oro), mientras sus contemporáneos se repitieron en la fórmula de un shock constante al espectador que los terminó perjudicando, sea por la imposibilidad de filmar sin un látigo constante sobre los personajes, o en el caso de Lars von Trier, por surgir con la grandilocuente idea de sentir algo de empatía por Adolf Hitler, en la última edición del festival de Cannes. En un mundo mejor, Bier no se priva de tensar cada detalle de las situaciones al máximo punto de la miseria humana posible; no quedan heridas abiertas e infecciones sin ponchar, palabras dolorosas que decir o conflictos sin desarrollar. Pareciera que el sendero desde la caverna underground del Dogma 95 al brillo y las luces de un Oscar consistiera apenas en poner la cámara en el trípode, embellecer la fotografía, cargar de dramatismo a las actuaciones y montar las secuencias de la manera más agradable a los ojos posible. Las situaciones que los personajes atraviesan en África o Dinamarca (y en el caso de Anton en ambas locaciones) giran alrededor de la insistente y errada idea que el cerebro humano pergeña cuando una mano fuerte aplasta a una más débil, por medio de la violencia: que una tercera mano aún más fuerte debería aplastar a la primera, y a través de la misma violencia. Anton quiere convencer a su hijo Elias, en Dinamarca, de que responder con fuego al fuego sólo ayuda a mantener una escalada, sin resolver el conflicto. Su trabajo lo va a depositar periódicamente en una aldea africana, donde se encontrará curando al estandarte mafioso que es el origen de horrendas -y gráficas- intervenciones a mujeres abusadas y mutiladas que llegan continuamente a su puesto sanitario. Durante estos intervalos laborales es que Elias sucumbe ante la influencia de Christian, el único compañero de la escuela que le demuestra respeto pero que lo termina introduciendo en el mal negocio de la venganza, contra un chico del colegio y contra el mecánico que increpa continuamente al pacífico Anton. La ruptura traumática del matrimonio de Anton y Marianne, más la aquejada relación entre Christian y su padre se agregan a un panorama muy complejo que no se resuelve sino después de que los chicos llegan hasta las últimas consecuencias. Hay que reconocer que, entre todos sus defectos, En un mundo mejor no se tienta en ningún momento a respaldar el revanchismo que proponen Elias y Christian, y mantiene intactas las dosis de nobleza y solidaridad humanas que desaparecían misteriosamente en las películas del Dogma. Quizá se trate del primer mensaje más o menos sano que el cine danés haya querido dar en varios años, y sin embargo la película intenta transmitirlo con las escenas más bajas y dolorosas que puedan imaginarse, sin dar lugar a ninguna sutileza u omisión que inviten a una reflexión más activa del otro lado de la pantalla. Enseñar a enfrentar pacíficamente las agresiones por medio del impacto más crudo no parece ser una buena pedagogía.