La gran debacle del spot mundialista del ‘18 nos dejó con los repudios, las columnas que señalaron los puntos conflictivos del fervor futbolístico nacional y la evidencia de cómo esos aspectos están bastante internalizados en gran parte de la sociedad. La pole position quedó servida para la propuesta de reconciliación de Quilmes (un doble caso extraño, primero por ver a Armando Bo implicado en una producción que apuesta a la bondad humana, y segundo por ver a Ruggeri plantándose frente a un estadio completo para pedir que no se hagan más memes), mientras el programa Rabona apeló a la theme song de moda para mofarse de Chile, Noblex metió la mano en el tarro inagotable de cuántas locuras hacemos por nuestra pasión y el actor Jerónimo Freixas montó una discusión con su mujer para repetir la premisa de El fútbol o yo (y no hay manera de que el hecho de que esa discusión sea verdadera pueda reivindicarlo). No hay ninguna evidencia concreta de que los avisos posteriores al de TyC Sports hayan evitado meterse en los terrenos de la ofensa flagrante para no chocarse con una crisis similar, pero está claro que esos spots y los videos virales se manejaron en el arco de lo aceptado: el problema es la fatiga que esas consignas cargan hace bastante tiempo, quizá acentuadas en esta víspera mundialista por la apatía surgida del combo de decepciones que acumula esta generación del seleccionado. El otro problema está calcado del diagnóstico sobre la homofobia de la publicidad de TyC: más allá del hartazgo propio, la evocación berreta de la pérdida de la sensatez que nos provoca el fútbol (como intrínseco valor argentino) sigue siendo efectiva. Y lo digo como un cavernícola que elige poner de fondo las discusiones de panelistas de fútbol mientras trabaja: tiene que haber alguna mejor manera de apelar a la enajenación barata por la que sigo sosteniendo este circo. Todo esto viene a cuento de que No llores por mí, Inglaterra abraza (con la pasión de un abrazo en cámara lenta de spot mundialista) todos esos números puestos. Con las invasiones inglesas como escenario, el guion sale a conquistar sin demasiadas variaciones una propuesta repetida desde Tres anclados en París hasta los móviles mundialistas de Diego Korol (el shock cultural en clave de je, la que se le viene al extranjero pomposo cuando conozca el desparpajo nacional), y desde ese punto el elenco está condenado a representar el estereotipo o el gag repetido que le toca: Gonzalo Heredia sufre debiendo equilibrar su galantería con un buscavidas ventajero que come tres scones a la vez y habla mientras los mastica, Diego Capusotto hace de un DT pasional y puteador como si fuera Luis Sandrini con cocaína, Mike Amigorena subraya a su general de la época georgiana hasta quitarle todo rastro de sátira, y Mirta Busnelli tiene que repetir expresiones argentinas con acento de anglosajón hablando en español, novedoso recurso de las aperturas de temporada de Videomatch cuando Leonardo DiCaprio movía los labios y una voz en off decía “el cabezóun se quiehre corchar los huevus pohrque el cuehrvo no le gana a narie”. Urgidos de distraer a la población a la que prometen “gobernar para unir” (esa sí fue original), los ingleses prueban instalando el fútbol entre los criollos, desatando sin saberlo nuestra tendencia a suspender partidos por incidentes, desarrollar un odio desmedido por cualquier país ajeno, mejorar las recetas del deporte que inventaron, y eventualmente ganarles pese al árbitro chileno que inclina la cancha en favor de ellos (esa no fue original), mientras el virrey Liniers encabeza la reconquista de Buenos Aires. Decidida a moverse con libertad sobre la exactitud histórica, la película recurre a los siguientes guiños futboleros: los barrios cuyos equipos disputan el primer partido local de fútbol son La Rivera y Embocadura (se dicen “gallinas” y “bosteros”, por si no queda claro al principio); la selección criolla incorpora a un jugador llamado Catrú -esperablemente interpretado por José Chatruc- que declara a la prensa que “Está felí”, cantitos de “El que no salta es un inglés”, la introducción al Himno Nacional en una seguidilla de “oh”, y representaciones del primer gol de Maradona a los ingleses, del segundo y del manoseo de Rattín al banderín británico en el ‘66. Quedará por confirmar si la precariedad de los efectos especiales y los cromas fueron una referencia a la calidad de las transmisiones futbolísticas argentinas, pero la presencia de Matías Martin desalienta esa teoría. Nada de lo recién enumerado sería un problema sino fuera porque la película es película, y no spot. Recostarse durante 104 minutos en giros previsibles y pelotazos para que los intérpretes se las arreglen como puedan no es gratuito, y el resultado depende mayormente de la disposición del público para quedarse con los guiños trillados, sin pedir mucho más. Si bien no pecan de parecer salidos de una Billiken, no es casual que los tres personajes más queribles (el soldado criollo que interpreta Jorge Calvo, la Pulguita y Liniers) sean los que aportan la cuota de patriotismo más simple y directa, porque esa mínima composición les aporta los valores y matices de los que los otros roles adolecen. El desbalance se nota claramente en la decisión insólita de usar tres veces “Más o menos bien” de Él Mató a un Policía Motorizado para hacer avanzar la trama con la economía del montaje (y una cuarta durante los créditos): la falta de ideas llega al punto de que dos de esas ocasiones alternan a los personajes de Heredia y Laura Fidalgo, repitiendo incluso el efecto de cortar hacia un plano de ella justo cuando la estrofa arranca con “Nena”. Él tendrá una toma de conciencia durante el partido final (bastante mal resuelta en las actuaciones), pero ella seguirá pensando únicamente en viajar a Brasil para hacer despegar su carrera artística. Cuando esas desprolijidades toman la película por asalto, no hay jugueteos con spinners, aparición de imitadores de los Beatles o cararrotez simpática que las disimulen. Algún día quedará claro que poner un espejo cómplice frente a los comportamientos irracionales que el fútbol nos despierta ya no será suficiente. Quizá haya que decirlo con un aviso bien emotivo.
¿Ustedes hacen el ejercicio de recordar sus vidas durante el Mundial anterior? Un mes después del subcampeonato, Damián Szifrón y el star system nacional salían como en un tren carreta a poner el dedo en cuanta llaga de la clase media alta pudiera ser reflejada en pantalla (La Grieta era convenientemente omitida, un año después de volverse la denominación oficial de su concepto). El mensaje, bastante subrayado, giraba alrededor de la civilidad que una persona cualquiera podía perder en un instante, siendo superada por las circunstancias, o los fantasmas y estímulos que los episodios podían reflejar en la sociedad argentina, más allá de que los localismos y signos propios no afectaron a la identificación -y aclamación- internacional: fue la única presencia tan masiva que yo recuerde de una película nacional en el debate cotidiano de los últimos años, o al menos antes de que empezara a ser cooptado por lo que sea que haya lanzado Netflix. Por aquel entonces el chauvinismo, la controversia y el boca en boca le dieron una fuerza avasallante a la película, y los pocos señalamientos de un carácter trillado o misántropo terminaron tapados por cuatro millones de localidades y una nominación a los Oscar. De esa misma entrega Armando Bo y Nicolás Giacobone se trajeron su estatuilla, cuando Birdman, de Alejandro González Iñárritu, coronó un gran año para regodearse en la miseria con una película. No es justo ni original plantear que Animal intente seguir los pasos de Relatos salvajes, pero las herramientas son tan similares que su propio planteo refleja de arranque la misma fatiga que Guillermo Francella acusa en el afiche. Y no es como si la película no hiciera su parte para terminar agotada en su propio juego, porque en todo caso no tiene la culpa de cuánto se haya discutido una cuestión anteriormente. Si apenas se asomaron por el trailer no les estaría arruinando ninguna sorpresa: hemos venido a ver al protagonista en una versión compleja y progresiva de sus arranques de furia, en este caso interpretando a un gerente de frigorífico casado y con tres hijos, que en el medio de una vida aburrida y segura sufre una descompensación y descubre que debe someterse (y esperar) a un transplante de riñón. Está rodeado por una familia que el guion limita a ser un ancla de sensatez entre el desfile de miserables y ventajeros (Carla Peterson termina reducida a ser la voz de la indignación que la película pone y saca según sus necesidades), un retrato bastante original de Mar del Plata en temporada baja como un escenario ideal de alienación, y un sinfín de guiños y juegos con la sangre, entre lo vampiresco y lo iniciático de un brote violento: las reses colgadas, el frío en las cámaras, la sangre vacuna corriendo por sus botas, la sangre de Antonio yendo por el tubo de la máquina de diálisis, la televisión en la sala de diálisis donde se ve Sabor a mí, con Maru Botana. Empujando a Antonio a perder su buena fe están su mejor amigo (Marcelo Subiotto), un cirujano plástico que encarna a su contrapunto cheto, garca y desprejuiciado, y la pareja de villanos interpretados por Federico Salles y Mercedes De Santis, que ofrecen el riñón de él a cambio de una casa y esperablemente distorsionarán esos términos. Si la película peca de cierto trazo grueso a la hora de delinear a los personajes acomodados, la libertad sobre el verosímil que se toma con esos villanos termina siendo algo insólita: una mezcla de beatniks con mendigos sacados de una distopía, que viven en un conventillo ambientado como si fuera La Menesunda en el neorrealismo (nada sería un problema por sí mismo, pero destiñen bastante entre el registro más crudo del resto de los personajes y escenarios). Ella aporta cierta complejidad con su embarazo y sus deseos de sentar cabeza a toda costa, él persiste en pudrirla y hace que Salles quede atrapado en un manojo de recursos repetidos (la risa naufraga rápidamente), atado a las maldades crecientes que la trama le permite. Que cada giro dramático sea fácilmente anticipable habla menos de la falta de originalidad del guion que de la incapacidad de la película para esconder sus hilos: desde que el donante y su pareja empiezan a tratar con desdén a Antonio queda claro que el combustible de la historia va a ser lo mal que la puedan pasar sus personajes, o lo bajo que puedan caer por seguir sus intereses, y la manera en que los brotes del protagonista lleguen a machacar sobre las injusticias del sistema, la inconveniencia de seguir tanto las reglas y las falencias de un país de vagos (en algunos monólogos Francella pareciera volver a sus armas más elementales). No se trata solamente del agregado de esa miseria como si fuera un condimento (la reaparición del personaje de Peterson y la escena de los preparativos en el quirófano son particularmente gratuitas), sino además de cómo la pulcritud formal se enchastra, por ejemplo, cuando la música pareciera estetizar la sordidez (con un aria de Mozart) o volver obvio lo explícito (con el cover de “You Can’t Always Get What You Want”). Es la ironía de ponernos frente a un espejo con la cruda realidad, e inmediatamente llenarlo de filtros en el medio.
El primer desamor Cuando estaba en una edad apropiada para seguir una producción de Cris Morena, al aire estaba Rebelde way, y la banda que formaron cuatro de los actores se llamaba Erreway. Esta última estaba muy bien pensada: Luisana y Felipe tenían el look y Camila y Benjamín el cerebro; en la telenovela Camila se rebelaba como podía a las expectativas del personaje de Catherine Fulop, y Benjamín flirteaba con ella prestándole discos de Lenny Kravitz. Las canciones eran mayormente pésimas, pero cada miembro tenía una onda que, en la suma, llegaba a representar a una buena tajada de los chicos que empezábamos a preguntarnos cosas por ese entonces. Teen Angels se despidió el año pasado después de la cosecha típica de cualquier plantel de Cris Morena: la telenovela, un musical para teatro, una parva de CD’s, la gira con el sorpresivo éxito en Israel, algún libro y la película, que en este caso es un registro del último recital, filmado en 3D para demorar un poco la precocidad de fanáticos capaces de enseñarles a sus padres a bajar películas. A diferencia de Erreway, los Teen Angels parecen gozar de un menor balance del encanto entre sus cinco miembros: Tacho Riera se pasa la mitad del show en cuero, toca la guitarra, hace una mímica sospechosa con el piano y es quien suelta las mejores impresiones en los intervalos de la película entre canciones, riéndose de sí mismo y llegando a admitir que un gran perk de ser Teen Angel es poder entrar gratis a los boliches. Los otros dos chicos surfean con simpatía el aburrimiento que provocan, y las chicas se contrastan entre la sobriedad de Rocío Igarzábal y el cada vez más grave protagonismo de Lali Espósito, quien ya carga con un bodrio nacional en 3D en su carrera (La pelea de mi vida), y en esta oportunidad suma un contacto horrendo pero efectivo con el público, opiniones de cassette y una pose sexual sobreactuada y ridícula en un par de canciones que recuerda a los singles apócrifos de Jenna Maroney, el personaje de 30 Rock. El escenario del recital se dispuso con los cinco chicos en el centro y los músicos que, según el momento de la lista de canciones, se muestran o dejan espacio a distintas visuales. Así es que la mayoría de planos 3D sobre el escenario termina haciendo un buen efecto, resaltando a los cantantes sobre las pantallas, los músicos o el público. La película se encarga de sabotear ese logro con un montaje lleno de malas decisiones en las cámaras y los movimientos elegidos, impidiendo seguir las coreografías o al menos a los Angels mientras se van turnando sobre los versos de las canciones. Si se escucha una voz o una armonía con un efecto dramático importante en el tema, por alguna razón pasa a poncharse a alguna chica en el público, muchas veces mirando el recital tranquila o incluso pifiándole a la letra que llega de arriba. Los intervalos ya mencionados reúnen sensaciones del grupo acerca del público, el teatro Gran Rex, la despedida y las canciones que cantan solos o en pareja, con errores de ortografía en los intertítulos y opiniones desconectadas que no dejan más que un mimo de consuelo a las fans que experimentan su primera disolución de banda gracias al criterio comercial que dictaminó su final. La puberploitation de la factoría Cris Morena trae siempre esta imposibilidad de que el producto en cuestión tenga un rendimiento digno en cada una de sus pretensiones multimediales. Es cierto que las telenovelas desde las que parten fueron siempre un combo mediocre de pop, chicos y chicas partibles, mensaje social y muchos clichés un poco insultantes para la individualidad que podemos alcanzar cuando somos jóvenes, pero nada es una buena excusa para que las nenas que lloraron frente a la tele, o con una vincha ridícula en el teatro, se lleven esto de souvenir.
A la nobleza de un chongo fílmico A comparación de otras franquicias también oxidadas, Scary movie goza de una distribución de tiempo más aireada entre sus regresos: son cinco películas en trece años, mientras El juego del miedo metió siete en seis años, y Rápido y furioso llega a la misma cantidad, doce años después de su primera entrega. Siempre honestas y concretas, ninguna se distanció intencionalmente de un rol de infantería comercial, saliendo a garronear taquilla con premisas y finalidades simples, como la risa, el cagazo y las feromonas de personas sin mayores pretensiones hacia una película. Quitando la sorpresa de su propia aparición, y la primicia en las parodias (esto a mano de los memes y gifs), Scary movie no pierde demasiados atributos en su reaparición. Ninguna película de la serie quiso que sus bromas escarbaran más allá de la vuelta payasesca al guión de la película parodiada, la provocación de momentos políticamente incómodos y la artillería de buenos one-liners, chistes físicos/escatológicos y apariciones ingeniosas de estrellas y actores con mayúscula (quizá No es otra tonta película americana fue la única en discutir conscientemente clichés de guión y actuaciones en el terror mainstream). Entre tantos intentos, el “what’s up?” extendido y fumón es hoy cultura popular básica, y personalmente muero por la parodia a 8 Mile en la tercera entrega, un ensamble compacto y potente de todas las cualidades que tuvieron las partes anteriores. Así es que el desastre de Scary movie 5 se debe a dos cuestiones simples como repetición y austeridad. La oferta humorística recae demasiado en la torpeza física de los personajes, las referencias están gastadas (excepto por el guiño a Cincuenta sombras de Grey), las participaciones estelares quedan aisladas e impedidas de entrar y salir del argumento con mejor ritmo e incluso la vuelta hace extrañar a las dos actrices presentes hasta la cuarta entrega, Anna Faris y Regina Hall. Mención especial a la vuelta de tuerca lésbica al chiste de la representación del polvo con objetos y momentos cotidianos. Es impertinente quejarse o esperar que Scary movie 5 alcance cierta altura artística: la película sigue llenando el cine, en 2013 y a cuarenta y cinco pesos la entrada, y realmente nunca nos exigió demasiado como espectadores. La relación es simétrica.
Picos gemelos Hace algunas horas René Lavand estuvo en el programa Pura química para promocionar el estreno del documental El gran simulador. Mariano Zabaleta le contó cómo, a los diez u once años, iba en bicicleta con sus amigos hasta su casa simplemente a espiarlo a través de la vegetación y las ventanas, esperando por algún tipo de fenómeno fantástico que formara parte de su vida privada (“era como el Señor de los Anillos para nosotros”; “esperaba que saliera fuego, o algo”). Como en otras apariciones en programas de televisión nacionales con muchos entrevistadores, la charla fue incómoda y poco favorable al estilo delicado y prudente del discurso de Lavand, un hombre sin problemas en difundir sus talentos y espectáculos en los lugares más recónditos, sean el continente asiático o Café Fashion. Pero el dato sirve, entonces, para señalar la genial construcción mitológica del documental para quienes apenas conocíamos el dato de la residencia de Lavand en Tandil. El gran simulador entra a la cabaña de madera como si fuera un nene intrépido bicicleteando en un día de muchísima suerte: merodea el perímetro y observa los detalles, y cuando es invitado a pasar se dispone a saciar su curiosidad con respeto y admiración. Hay una figura cuya sola presencia frente a la cámara, con la ayuda de algunos movimientos de naipes, asegura un producto digno. Pero el director Néstor Frenkel ya cuenta con un oficio que le impide ir innecesariamente a los bifes, cuando hay tanto más que percibir antes: una historia ficticia bastante anclada en la mano ausente de Lavand, que acompaña a una famosa ilusión de su repertorio especialmente realizada para la película; esa cabaña que dijimos, con el llamador de ángeles colgando, un ascensor adentro y la naturaleza afuera; una ciudad como hogar extendido y pequeñas situaciones recurrentes alrededor de una marca de grapa, un envío internacional por correo y el número mal anotado de una remisería (esto último sabiamente llevado al terreno del gag). Hay además tres intimidades que el documental se va a permitir ventilar: la búsqueda de material de archivo por parte de la esposa de Lavand como la muestra misma de dicho material, un breve making off de la ilusión que René demuestra al final y una sola pregunta, probablemente de Frenkel, realizada desde el fuera de campo para disparar una reflexión crucial sobre el destino del protagonista. Todo lo descripto tiene el sabor del armado perfectamente racional de la estructura de un buen documental: las cuestiones se airean e intercalan como si fueran personajes de ficción, se alternan el hogar, la profesión, el pasado y los intersticios para ir tejiendo un tono y una idea. Pero El gran simulador nos permite incurrir en el ensamble obvio de pensarla como una ilusión muy bien contada. Lavand se despega del oficio de la magia por tecnicismos en los términos, pero también porque las historias que acompañan a las ilusiones llegan a opacar la expectativa de que las cartas le obedezcan, aunque eso siempre termine ocurriendo. Se la pasa tan bien en las situaciones que El gran simulador registra o inventa, que a la hora de los trucos y las entrevistas las defensas de lo verosímil y lo efectivo son nulas. Ustedes sabrán disculpar la mención a la serie de David Lynch en el título de esta reseña; más allá de la paz y el misterio cotidianos en las cabañas y el bosque, no existen más similitudes. Quizá un Lavand muy cascarrabias recuerde un poco al bueno de Pete Martell. Pero hay una simetría admirable en las ilusiones que la película y su personaje conciben y ejecutan.
Hansel y Gretel, LAPD Menos mal: la pareja policial y la pandilla de latinos que hoy nos convocan comparten, de casualidad, una afición por las filmaciones caseras. En la mira evidencia desde el comienzo una intención continua de que veamos la mayoría de las cosas que sucedan desde el punto de vista de los personajes o por la vía de alguna cámara puesta en el escenario. O Policías en acción meets Cámaras de seguridad. Esto termina descuajeringando cualquier posibilidad de seguir con certeza todas las situaciones vertiginosas en las que policías y pandilleros prefirieron no usar trípode, pero quien quiera podrá decir que sintió que estaba ahí mismo cada vez que se armó lío. Hay planos de rascacielos de Los Angeles hechos desde un helicóptero (curioso, porque todo va a suceder en el liso y llano suburbio) y divertidas diferencias culturales entre la dupla de efectivos, y son meros roces con el policial o la buddy movie: la historia se parece más a un cuento de hadas bastante pesado como para contarle sin rebajar a un nene de hoy en día. Taylor y Zavala van descubriéndose muy puros, idealistas y hasta infantiles para moverse en el circuito de calles y miserias que tienen asignado, y en el sendero que emprenden con ingenuidad siempre hay un personaje dándoles una advertencia sobre lo que podrían cruzarse. Por tozudez o mala pata, los allanamientos espontáneos y aparentemente desconectados entre sí los van adentrando en la mira de cierta gente metida en la trata de personas, cocaína, armas con diamantes incrustados y un pozo lleno de piernas, brazos y cabezas humanas surtidas. Para colmo, la cosa se pone entrañable y parcial: de las fuerzas de la ley llegamos a conocer historias pasadas, sueños y familias en formación, mientras los pandilleros quieren terminar de ganarse el barrio otrora afroamericano y dar el gran salto cumpliendo con el encargo del cartel mexicano que involucra borrar a nuestros héroes, destinando sus ratos de ocio a fiestas de música fuerte y prostitutas bisexuales. Si bien cae en estereotipos plásticos, esa división ética de aguas no abusa de lo que juzga, sino que su problema es cómo ensambla su solemnidad y firmeza moral de antaño en las formas modernas en las que se quiere vehiculizar: además de toda la incomodidad física para el ojo, y el hecho de que la alternancia entre puntos de vista diegéticos y extradiegéticos se muerde la cola técnicamente, los climas y sensaciones que la película quiere instalar se desintegran automáticamente en el movimiento de las cámaras influidas por los cuerpos, y el montaje demasiado nervioso sobre lo que capturan. Es querer cantar una canción de cuna rapeando la letra sobre una base de Dubstep.
La madre de todas las películas En charla con mi amigo Juan Pablo (la única persona capaz de prestarse a una discusión sobre esta película en plenos días de Tarantinismo y carreras al Oscar), deslicé The Sitter (2011) en su mera similitud argumental con S.O.S. familia en apuros: cuidado accidentado de nenes, dominó de catarsis, enseñanzas mutuas. Tenía pensado partir de sus mayores contrastes, pero el detalle que Juan Pablo señaló al respecto es monumental: mientras en The sitter Jonah Hill impulsa la liberadora salida del closet de un neurótico sub-15, en S.O.S. Billy Cristal consigue que el nieto menor se quite los tacos de la madre sobornándolo con U$S 2,50. Y S.O.S. no me parece ideológicamente culpable por ningún costado (la sobreprotección parental es declarada culpable con la evidencia apropiada, más allá de cualquier método educativo tradicional o moderno), pero la película consigue esa limpieza discursiva a fuerza de reducir el margen de error en las líneas rectísimas que plantea a los personajes. Todo sale mal para los abuelos en la semana de prometida soledad con los tres nietos, coartada por la partida demorada de la madre y el regreso anticipado de la pareja, y los daños no pasan de un ojo morado, la muerte de un canguro imaginario y algún magullón para Tony Hawk. La valentía de The sitter se ubicaba en los problemas propios de distintas generaciones que pegaban indiscriminadamente a grandes, nenes y Peter Panes con las bolas bien peludas: se les plantaba a enfrentarlos con distintos grados de timing, ingenio y economía del metraje. Por mostrarse presentable a todo público, en cambio, S.O.S. planta semillitas de crisis en tres generaciones de una familia, limitándose después a profundizar en las angustias demasiado localizadas de los nenes y resolver a regañadientes los quiebres en los adultos: el abuelo pierde su trabajo de años y se mete en una negociación de su hija con ESPN para recuperarlo, la abuela quisiera atarlo a la pareja y que largue el sueño de relatar a los Giants, madre y abuelos empiezan a encontrar el patrón de crianza que complica las infancias en el árbol genealógico. Peor aún, madre y padre quedan geográficamente distanciados por la negativa de ella a dejar a los nenes de una buena vez: por un momento parece que ella no puede sumarse al viaje de negocios y desenchufe que planearon. La película ni asoma a sugerir que el hombre vaya a buscar una compañía esporádica estando solo y lejos de casa, pero cuando madre cae de sorpresa al hotel lo saluda parodiando a una prostituta asiática. Como no podemos rebatir a S.O.S. por lo que omite (o porque no llegue a creer que una pareja que se separa unos días por primera vez en años pueda mantener la monogamia), encararemos por lo tangible de su trama: se hace evidente que el pobre Turner va a terminar con su tartamudez influenciado por la épica oral del relato del Shot Heard ‘Round the World, que sabiamente el abuelo Cristal le hace conocer. Cuando lleguen a ver el tiradísimo de los pelos pero feliz momento, piensen en las vueltas que debió dar la película para construirlo. Delante y detrás de cámaras se notaba mucho miedo a perder la inocencia.
Ninguna casa fue hipotecada durante la realización de esta película Si vamos a enfrascarnos en un manifiesto sobre las injusticias de fomento y exhibición que aquejan a las películas nacionales que nos gustan cada vez que tengamos que reseñar cosas como esta que nos toca ahora, podríamos estar golpeándonos el pecho al menos unas cinco veces por año: cada vez que estas cosas se estrenen a todo trapo y, en menor medida, cuando se proyectan las películas nacionales que nos gustan, si es que llegan a Mar del Plata, si es que tienen más de dos funciones diarias y si es que duran más de una semana en cartelera. La pelea de mi vida, al menos, da lugar a ser criticada por sí misma, en vez de ser un simple intermediario entre la industria nacional y nuestros planteos hirviendo. Es cierto que se ubica, de principio a fin, bien lejos de frustrar cualquier expectativa que tuviéramos de encontrarnos con un residuo patológico disfrazado de estreno cinematográfico, pero al final del mal trago la película se encuentra, del otro lado, con algo que no es una redención ni una reivindicación, sino más bien una amnistía que no escandaliza a nadie: no es el hecho de que todos sus defectos se deban a la pereza de un director, un par de productores, un encargado de casting o un equipo de guionistas. Es que La pelea de mi vida está dirigida, producida, actuada y escrita por gente y con métodos con los que puede hacerse una tira vespertina de lunes a viernes. Es un episodio largo, o el último capítulo de una historia que en el tránsito televisivo de la tarde provocaría más dolores de cabeza por correr de horario a Los Simpson que por su existencia, falta de cualidades o códigos morales. Si usted lector fue a ver la película, sabrá que hoy cuenta con un abanico de quejas destinadas a los distintos departamentos artísticos y técnicos que, respetando a los sindicatos como buena producción industrial, se reunieron en pos de filmar la historia: que no sabe si se eligió filmar en 3D para tirarnos sillas de plástico, pelotas y saliva de boxeador a los anteojos o viceversa; que los boxeadores del bando popular (Mariano Martínez) atraviesan una lucha interna por comerse o no las eses del final; que desde el vestuario no habrán querido dar muchas vueltas y resolvieron remeras cuello en V para Martínez y camisas para Federico Amador; que el personaje de Juani tiene 8 años y según algunos diálogos su padre biológico huyó del país dejando a su novia embarazada 10 años atrás; que Lali Espósito es entregada como carne a los leones del difícil oficio de actuar en dos o más registros emocionales distintos; o que en el montaje americano que nos ahorra escenas boxísticas los títulos de Olé son de tipo informativo, y no los guiños con doble sentido a los que acostumbra el diario. Pero todos los aplausos son para la música, constante y vergonzosa, que a todo momento lo considera digno de un toque de bar chimes. Hoy resulta inútil desdeñar a una película por “televisiva”, cuando hay tantas series que le pasan el trapo a los estrenos de cada semana. La pelea de mi vida histeriquea mucho con tales calificativos, porque nos sienta en la butaca del cine como si estuviéramos tirados en el sillón haciendo tiempo, con el poder de saltar a un programa más interesante o apagar el televisor y embarcarnos en otra actividad más productiva. No deja de ser bueno que la gente pague una entrada de 3D para sentirse como en casa.
Oníricamente rubia Hay muchos aspectos de Tinker Bell, como personaje y película, que debemos tomar plenamente en serio a la hora de escribir sobre ellos: todas las películas nacen iguales, la reseña comienza cuando termina la película y otros mantras que repetimos con la respiración entrecortada. Pero FANCINEMA lo hizo siempre: llevamos, con esta, cuatro reseñas de una serie de cinco películas, sólo porque un telefilm temático sobre los Juegos Olímpicos llega a nuestros cines recién el mes que viene. Y uno de nosotros irá en soledad a verla al complejo, no importa qué piensen boleteras, empleados y madres que nos observen en el camino. De lo que escribimos después de verla podemos advertirlos, pero frente a entregas anteriores ya hemos señalado varios puntos que atender. Tinker Bell sigue siendo una hada audaz, decidida, precoz y liberal: siguen las ideas que sus amigas llaman “causas perdidas”, el entusiasmo ingenuo que no sabe de reglas, los caprichos que pueden poner en riesgo vidas ajenas (para esta película llegamos a un desequilibrio estacional de hadas), y los vestidos que nosotros solitos cargamos de sugestividad. Y permanecen en la trama las ideas de explorar lo desconocido, abrir la cabeza a lo que vaya apareciendo y bancar noblemente a aquellos que son compañía en tal camino. Sólo sorprende, pero de haber esperado mucho menos en películas anteriores, el desgano de doblajes y marcas de diseño que ridiculizan a los personajes: rostros y voces resignados a ser puestos en soportes donde no hay lugar para detalles, pero no al nivel de un producto televisivo de salida intensiva al aire, sino de algún demo de videojuego que vino de regalo con una revista infantil en los noventa. La primera película de la serie exhibida en 3D tiene dos campos libres (el veraniego y el invernal, los guetos de hadas que Tinker Bell pretende disolver) para unos pocos travellings hermosos, en un espacio que se presta manso a tal fin, y algo de ese inevitable polvo que siempre producen esas cosas cuando se mueven, chorreando por la pantalla. El resto es un sueño perfecto en dos dimensiones, añejo solamente por ser visto con una definición innecesaria. No puede caerse sobre una historia que marcha al ritmo que le impone la protagonista. Tinker Bell, sus amigas y el resto tienen la suerte de vivir en un mundo donde bien, mal, verano e invierno están perfectamente delineados, hasta cuando se combinan en una sola persona, y nuestra heroína puede seguir sus corazonadas mientras otros personajes van a encargarse de repetirnos intros y nudos durante toda la película. Estas hadas parecen poder vivir sin intersticios, pasos hacia atrás ni momentos nebulosos, y ni siquiera esa estructura laboral (¿tendrán al menos salarios?), la burocracia clínica o el cambio climático parecen sacarlas del glamour en estado 24/7. Tienen que ver por ustedes mismos, realmente, las contradicciones de un caballito de ventas enviado a señalar una plástica manera de vivir a las nenas llevadas al cine, mientras subraya la necesidad de ampliar los horizontes; que intenta hacer reír con estereotipos horrendos y algunos gags físicos no tan previsibles; que pinta hermosa a la naturaleza y dibuja desprolijos los rostros que la aprecian en vivo. Es preguntarse por qué Tinker Bell necesita ponerle pompones a las botas si tiene que salir hacia un mundo antagónico y frío, donde descubrió que tiene una hermana. Dudo que la película pueda dar una respuesta mejor a la de ella misma.
Asquerosamente rica La ficción completa que se descubre en El dictador, sin intervención de civiles en los papeles de sus vidas, debería suponer para Sacha Baron Cohen un mayor desafío cómico: las personas capturadas en los márgenes del relato del personaje ficticio que se metía al mundo real (Ali G, Borat, Brüno) cumplían con gran parte de la finalidad de chistes y mayores planteos de sus episodios para televisión y películas: reaccionar al extremismo de un personaje que parecía salido de un tupper, con las típicas contradicciones éticas de un occidental. Si alguna de las máscaras de Baron Cohen deslizaba una idea ofensiva en el mundo real, no era sorprendente que recibiera una réplica en cuyos basamentos pudiera encontrarse la misma carga de prejuicios y ridiculeces. Un poco adentrados en el choque cultural que combustiona las gracias, las ideas del rapper británico, el periodista kazajo y el austríaco podían tomarse como meras chicanas para recibir algunas muestras de las igualmente monstruosas morales que nos rodean. La destinada a pisar las minas ideológicas del Almirante General de esta película es Zoey, completo contrapeso de principios llevado a desnudar algunos vicios del pensamiento político perfectamente correcto, que rescata al jeque de una protesta en su contra, confundiéndolo por un accidente capilar con un opositor a su régimen. Como les sucede a los anteriores personajes de Baron Cohen, Aladeen termina ganándose la empatía ajena a fuerza de jugar de visitante e intentar imponerse con sus propias armas, mientras los sentimientos que le surgen hacia Zoey y el nuevo mundo que le representa terminan cuestionando sus ideas más fuertes. La radiografía de estos párrafos viene a cuento de cómo se puede esparcir la carga esperable de humor ofensivo durante la película: igual que siempre, lo cual sigue funcionando. La manera en que Aladeen termina cambiando sus nociones básicas de gobierno no lo retira de seguir teniendo algo horrorosamente gracioso que decir para cualquier persona con la que se cruce. El humor de Baron Cohen no choca solamente por la crudeza que salpican los temas serios que pueda abarcar, sino también por la delicadeza que adoptan los momentos vergonzosamente privados de los personajes: tomar la mano de una persona amada dentro de una concha y en pleno parto, masturbarse por primera vez después de años de tener a quién pagarle para evitarlo, hacer trabajo de lengua en las axilas peludas de una mujer. Sumémonos a la conversación servida de diferencias y semejanzas con El gran dictador o Sopa de ganso: son películas sobre dictadores. Personas que por cosas de la vida pueden alternar un día entre la opresión planificada a un pueblo hambriento y bailar con un globo terráqueo, hacer morisquetas frente a un espejo humano o pedirle cucharita a Megan Fox. El dictador solamente actualiza los hobbies, el tono, el ritmo y los límites. Probablemente no sea punto de referencia para una comedia política en 50 años, pero la armonía que forma con el riesgo de sus elementos es un logro suficiente.