Una infancia idealizada La combinación de un costumbrismo cándido con una fantasía estilo Giuseppe Tornatore produce algo que podría llegar a definirse como realismo mágico "ma non tropo". La tercera película de ficción de Gaspar Scheuer como director (habitualmente se desempeña como sonidista, rol en el que ha sido parte de más de 50 películas) recorre un camino poco frecuentado por el cine argentino. O al menos no de la manera en la que él lo plantea en Delfín: se trata de una historia emotiva que tiene como protagonista y eje narrativo a un chico de once años, el Delfín del título. Sin embargo no se trata ni de un relato de aprendizaje, ni de un drama, ni de una comedia, ni de una película de aventuras, ni de una infantil ni de una road movie. Y no porque a lo largo de su desarrollo no tenga elementos de cada uno de los géneros mencionados, si no porque teniendo de todos no se termina de afirmar en ninguno. La película tiene una interesante secuencia inicial. En ella la acción sirve para presentar con elocuencia a los personajes principales (elipsis temporal incluida), plantear las características que los definen y esbozar a través de todo eso el universo en el que va a desarrollarse el relato. Al mismo tiempo consigue que se genere una sólida simbiosis entre las imágenes y la música. Esa secuencia comienza con una serie de escenas luminosas en la que una pareja de mochileros comparten su amor viajando a dedo por rutas marinas y caminos rurales. De ahí corte a una casillita precaria en el campo donde el hombre de aquella pareja, pero algunos años mayor, convive con Delfín, el hijo de ambos. Padre e hijo se despiertan, se levantan, se asean y salen juntos, uno para el trabajo y el otro para la escuela. O no: Delfín también va a trabajar. El chico hace el reparto del pan para la panadería del pueblo y recién después de terminar se va para la escuela, donde mientras forma fila en el patio mira embelesado a una maestra joven y bonita que no es la suya. Tras la presentación, el título de la película y recién después comienza al relato propiamente dicho. A partir de ahí Delfín navegará entre la fantasía de una infancia idealizada a lo Tornatore, un costumbrismo cándido y ese realismo rural moderadamente sucio en el que abreva buena parte de un cine argentino al que ya no se puede llamar nuevo. La combinación produce algo que bien podría llegar a definirse como realismo mágico ma non tropo. Scheuer abrirá unas cuantas subtramas: el enamoramiento Delfín con la maestra; el vínculo con el grupito de amigos de la escuela; las deudas del padre con el usurero del pueblo: la ausencia materna; y el sueño de Delfín de presentarse a una audición para una orquesta infantil que tendrá lugar en una ciudad vecina. Algunas de esas líneas argumentales se sostendrán hasta el final. De otras el director se irá olvidando sin dar demasiadas explicaciones. Así, la película deja un gusto ambiguo. La sensación de que si Scheuer hubiera evitado abrir las líneas que pensaba abandonar para concentrarse en la aventura de su protagonista, y al mismo tiempo conseguía morigerar cierto tono de evocación melosa, Delfín hubiera ganado en contundencia narrativa.
Cómo escapar de un laberinto El protagonista es un padre de familia que después de veinte años de matrimonio descubre que tiene que aprender de nuevo a vivir. Es difícil saber si Mario es un hombre a punto de quebrarse emocionalmente o uno que ya lo hizo. Su mujer acaba de dejarlo y él ha quedado solo a cargo de dos hijas adolescentes. Para tratar de rearmar su vida se suma a un grupo de teatro comunitario, pero se nota que el asunto no es para él y no es raro preguntarse por qué se habrá metido ahí. La respuesta llega enseguida: en ese teatro es donde trabaja su exmujer como iluminadora. El dato enciende la alerta. En los tiempos que corren es fácil sospechar que Mario es uno de esos ex posesivos y acosadores. Y lo es, aunque también es cierto que no hay en su actitud ni maldad ni premeditación, sino que el pobre tipo de golpe se ha quedado solo y con un amor entre las manos que ya no es correspondido. Es lógico que después de 20 años de matrimonio no tenga forma de saber qué se hace en una situación así. El verdadero amor, segunda película de la francesa Claire Burger, trata sobre eso: sobre aprender. No es tarea sencilla en la actualidad retratar a un hombre lastimado de la forma en que lo está Mario, sobre todo por sus características. Un hombre de los de antes para quien, desde su perspectiva, el mundo (el suyo privado, pero también el público) ha quedado patas para arriba y él literalmente no tiene idea de para dónde debe correr. Burger no le teme al desafío y toma el toro por las astas, obligando a este hombre a atravesar todas y cada una de las pruebas. En primer lugar lo rodea de mujeres, exponiéndolo a la complejidad para él desconocida del mundo femenino. Así deberá aprender que su ex ahora tiene otra vida, que su hija mayor puede vincularse con los hombres de un modo que no es el esperado para “una chica decente”, o que a la menor empiece a descubrir que ni siquiera le gustan los hombres. La madre de las nenas le dice que no se preocupe, que las deje tranquilas, que en cualquiera de sus formatos el amor siempre es hermoso. Pero Mario ahora sabe que a veces no lo es tanto y se preocupa porque cree que el hecho de ser lesbiana puede hacerlo aún más doloroso para su hija menor. Tal vez tenga razón, tal vez se equivoque, pero en cualquiera de los casos está condenado a sufrir. Mario parece haberse despertado en un mundo que desconoce y avanza a tientas. No tiene idea de nada, no sabe qué hacer con sus hijas ni con su trabajo y, sobre todo, no sabe qué hacer consigo mismo. Con generosidad, Burger le concede a Mario el beneficio de la duda: no se trata de un hombre machista, sino de uno atrapado en un mundo laberíntico diseñado desde el machismo. Y como ha dicho alguna vez Leopoldo Marechal (y muchos otros antes que él), solo hay una forma de salir de un laberinto: por arriba. Serán sobre todo sus hijas desde arriba, desde ese mundo nuevo que ellas y su generación están empezando a reconstruir, quienes le darán una mano no siempre benévola para empezar a salir. Gran parte del éxito la directora se lo garantizó desde antes de empezar a filmar, eligiendo a un elenco perfecto. Bouli Lanners, casi un desconocido para el espectador local, realiza un trabajo superlativo componiendo a ese Mario desbordado sin necesidad de desbordarse como actor. La delicadeza con que consigue hacer atravesar a su personaje por una paleta emocional amplísima tomando siempre la decisión correcta es un mérito tanto de él como de la directora. Lo mismo ocurre con las jóvenes actrices que interpretan a las dos hijas y sobre todo la más chica, cuya cara de culo permanente representa a la perfección la máscara del adolescente disconforme que no sabe lo que quiere, pero lo quiere ya. Incluso Burger se da el lujo de usar el humor con pulso admirable. Basta ver la escena en la que una droga suministrada a uno de los personajes sin su conocimiento ni consentimiento, que en cualquier otra película hubiera dado pie a los lugares comunes más burdos, acá se convierte en una de las más tiernas y cálidas escenas de amor (no de sexo, sino de verdadero amor) que ha dado el cine actual.
Tesoros en lo profundo del mar La precisión de la directora permite imaginar que se manejó del mismo modo en que un poeta controla la métrica de sus versos. Una mujer joven atiende sola a sus tres hijos y se encarga de las tareas del hogar: prepara desayunos, limpia la casa, lava y cuelga la ropa sucia. Otra mujer, una cincuentona, se atiende en la peluquería, donde le ponen los ruleros mientras ojea una revista y la charla avanza entre bueyes perdidos. Una tercera, la más vieja de todas, trabaja en una huerta abriendo los surcos y sembrando los plantines con sus propias manos. Las primeras secuencias de Ama-San, segunda película de la portuguesa Cláudia Varejão, dan cuenta de la vida diaria de Matsumi, Masumi y Mayumi, las tres mujeres en torno las que girará la historia. Está claro que la directora no tiene apuro y hará que la información le vaya llegando al espectador como si se tratará de la ceremonia del té: gota a gota. Varejão le va dando forma a su propia ceremonia del cine. El relato sigue a sus protagonistas a través de breves secuencias. El mar apenas aparece en el fondo de un atardecer recién a los diez minutos exactos de proyección, oculto entre los pormenores de la vida cotidiana. No será hasta cinco minutos más tarde que se convertirá en el cuarto protagonista de Ama-San, en una escena que resume la delicadeza con que la directora ha decidido construir su película. La más vieja de las mujeres le reza a sus ancestros en el cementerio, pidiendo que la provean de un abundante botín de abulones, una especie de crustáceo difícil de pescar y por eso mismo carísimo. Pero también ruega protección. El final de su oración se desenvuelve en off sobre un plano general del cementerio iluminado por el sol, detrás del cual se puede ver el mar al que la distancia le confiere un aspecto sereno que desmiente los temores de la anciana. El título de la película se sobreimprime en letras amarillas en el momento exacto en que la sombra de una nube cubre al cementerio, lavando sus colores. Ese tipo de precisiones (la primera aparición del mar a los diez minutos clavados; la sincronía entre la sombra y la luminosa tipografía del título; entre otras), permiten imaginar que Varejão manejó el montaje con las mismas intenciones con las que el poeta controla la métrica de sus versos. La aparición del título aporta información que ayuda a completar el rompecabezas que propone Varejão, pero de un modo hermético. Las Amas son mujeres buceadoras que forman parte de la tradición cultural japonesa desde hace más de 20 siglos. Originalmente cosechadoras de perlas, en la actualidad se dedican a la pesca del erizo de mar y el abulón, sin ayuda de equipos de buceo durante sus inmersiones. Solo ellas y sus pulmones. Justo después del título las tres protagonistas se embarcan junto a un grupo de colegas y parten en busca del botín buscado. Con la misma parsimonia Ama-San da cuenta del ritual previo a la inmersión, sobre todo de la forma meticulosa con que las mujeres se colocan sus bufandas, unos lienzos con los cuales se cubren la cabeza, realizada a través de una serie muy precisa de pliegues. Como si vivir no fuera posible sin esa paciencia, sin ese espíritu ceremonial que habita en cada escena. Y después el mar. Las imágenes subacuáticas cumplen una doble función. Por un lado estética: hay algo de coreográfico y musical en esas escenas casi mudas en las que las mujeres descienden diez, quince metros o más para ganarse su salario. Por el otro narrativo: algunas de ellas llegan a durar casi un minuto, sin cortes, en las que las ama contienen la respiración y bucean entre bosquecitos de algas como si nada. Súper mujeres: en esa idea se apoya Ama-San. El retrato de un grupo de mujeres capaces de todo, dando forma a un universo en el que los hombres no tienen lugar más que en un fondo desenfocado o como elemento secundario dentro de un colectivo femenino. Como en un haiku, tradicional poesía japonesa, Varejão va sumando escenas impresionistas que con delicadeza se acumulan y dan cuenta de ese poder.
Una extraña ucronía al borde de lo lisérgico A partir de un colorido diseño de arte que revive el espíritu de los ‘60, el film inventa una Argentina que no fue para retratar a la de siempre. Decir que Matías Szulanski encaja en la definición de director prolífico es estrictamente cierto. No se puede llamar de otro modo a quién debutó en el cine con Reemplazo incompleto en 2016 y que con Astrogauchos redondea una filmografía de cinco películas en menos de cuatro años. Algo inusual para una industria que en ese lapso sufrió importantes retrocesos en materia de financiamiento. Recursos que a Szulanski no parecen faltarle, si se lo juzga por la celeridad de su pródiga obra y por lo realizado en este último trabajo. Es que si se lo analiza con ojos de productor, Astrogauchos es un trabajo que a priori era muy difícil de llevar a cabo. Sobre todo porque se trata de una producción costosa para la realidad del cine argentino actual: una película de época con un importante despliegue de vestuario; con una inusual variedad de locaciones, muchas de ellas de gran envergadura; y puestas de cámara y composiciones de cuadro muy planificados. Claro que es posible que la película haya costado mucho menos de lo que aparenta y es entonces ahí donde hay un mérito que desde el principio se le debe reconocer a Szulanski. La película nace de una idea que al menos en los papeles resulta de interés. En 1966 Emilio Castillo, joven ingeniero y docente de la UBA, afirma en televisión que los rusos le robaron los planos que usaron para construir y poner en órbita el satélite Sputnik, y que la Argentina dispone de los medios para llevar una nave tripulada a la Luna antes que estadounidenses y soviéticos. Y se postula como titular de un hipotético Ministerio de Asuntos Espaciales. Como se sabe, lo peor de los deseos es que a veces se hacen realidad. Al menos de forma imperfecta: la cartera espacial se crea, pero a Emilio apenas lo nombran viceministro. A partir de ahí se convertirá en rehén de una burocracia delirante y en víctima de su propia candidez. Astrogauchos es una ucronía al filo de lo lisérgico que Szulanski usa no solo para esbozar un retrato ácido de la “argentinidad”, si no para realizar una crítica a una forma de hacer política. Según se desprende de ella, cada nueva gestión se empeña en hacer tabula rasa, proclamándose salvadores de la República, siempre con el acotado límite de su propio final. En las paredes de todas las dependencias públicas que imagina la película cuelga el retrato del general Onganía, pero la imagen podría reemplazarse por la de cualquiera de los que lo antecedieron o sucedieron (militares o civiles) y casi sería lo mismo. A partir de un colorido diseño de arte que busca revivir el espíritu de los años ‘60, Astrogauchos inventa una Argentina que no fue para retratar a la de siempre. O al menos para poner en escena esa fantasía pesimista en la que los argentinos le atribuyen todos los fracasos a un complot de terceros, que se empeñan en impedir que alcancemos el inevitable destino de mejor país del mundo. Algo de esa inocencia habita en Emilio, aunque a veces la película lo sobrecargue de castigos o se exceda en el tono elegido.
Un policial con marco histórico El caso que llevó al archicriminal Eugène-François Vidocq a convertirse en el fundador de la policía francesa es el centro del film. “Que cualquiera pase delante de mí, que si es un ladrón profesional lo descubriré y hasta seré capaz de indicar a qué género pertenece.” La frase es digna de haber sido dicha por algún detective literario como Holmes, Dupin o Poirot. Sin embargo pertenece a quien fue el molde de todos ellos, Eugène-François Vidocq, célebre fundador en tiempos napoleónicos de la Sûreté Nationale (Seguridad Nacional), la famosa policía francesa. Se trata de uno de los personajes más fascinantes de la historia de ese país, que pasó de ser el criminal más famoso de su tiempo, a fundar en 1812 la primera institución policial moderna del mundo. Desde ahí logró sanear a París de criminales con métodos aún discutidos. Su vida se convirtió en mito por obra de sus méritos y del autobombo. Sus Memorias son un compilado de aventuras asombrosas, en las que Vidocq se jacta de su ingenio y de un estricto código ético, incluso en su época de convicto. Su figura influyó en escritores como Victor Hugo o Edgar Allan Poe, quien construyó a su inspector Dupin seducido por las hazañas que Vidocq se atribuía en sus libros, con lo cual se lo puede considerar padre putativo del policial. De haber nacido en Filadelfia o Boston, Hollywood ya lo habría convertido en superhéroe. Pero nació en Arrás, cerca de Bélgica, y el cine francés se ha aproximado poco a su figura, casi siempre con ideas pobres. Con El emperador de París Jean-François Richet logra un acercamiento atractivo a un personaje con los matices de Vidocq. No se trata de un relato biográfico, sino de un policial que se trenza con el contexto histórico. El mismo arranca en 1805 con Vidocq convertido en una celebridad del hampa, preso en una galera, esos barcos presidio donde se amontonaba a delincuentes peligrosos. La secuencia lo enfrenta a la crueldad del sistema y a una nueva fuga, especialidad que le dio fama. Con una identidad falsa intentará reformarse, pero el destino volverá a llevarlo ante la justicia. Ahí Vidocq realiza el giro que cambia su vida, ofreciendo sus conocimientos de los bajos fondos para ayudar a detener a otros delincuentes. Un botonazo auténtico. El emperador de París idealiza al personaje, que en la piel de Vincent Cassel muestra las contradictorias piruetas éticas de Vidocq, pero siempre asignándole valores positivos. Apoyado sobre una portentosa reconstrucción de época que se acentúa con movimientos de cámara grandilocuentes y vistosos, Richet retrata en clave de aventuras al hombre que creó un cuerpo policial con un equipo de descastados, poniendo en escena sus conflictos internos. Pero aunque no elude los métodos ni las contradicciones éticas de Vidocq, es cierto que está más interesado en crear buenas secuencias de acción y en dotar al personaje de un carácter heroico, que en profundizar en la figura de quien escribió que “la policía no es otra cosa que un conjunto de jubilados de las galeras”, poniendo en evidencia que la institución policial nació con una pata en el mundo del crimen, donde continúa metida hasta hoy.
La saga regresa con voluntad de comedia A tono con esa tendencia de volverse eternas que las sagas adquirieron con la llegada del siglo XXI, la de Hombres de Negro regresa después de darse una biaba importante. Claro que como todo retoque la cosa es notoria a simple vista, pero aún así más bien superficial. Es que salvo Emma Thompson, en el papel siempre secundario de mandamás de esta agencia secreta de asuntos intergalácticos que es la MIB (sigla para Hombres de Negro en lengua inglesa), todo el equipo protagónico ha sido renovado. En MIB Hombres de Negro: Internacional (MIB 4) ya no hay Tommy Lee Jones ni Will Smith, pareja emblemática que ha sido reemplazada invirtiendo el patrón étnico por Tessa Thompson y Chris Hemsworth, sumando al todoterreno Liam Neeson en el papel de responsable máximo de la filial europea del organismo. Aparte de eso, poco más o poco menos la canción sigue siendo la misma. Un poco menos si se la compara con la película original de 1997, dirigida por Barry Sonnenfeld, en la que se establecía un universo con reglas propias puestas al servicio de contar una historia simple pero efectiva. Incluso con el episodio tres de 2012, también de Sonnenfeld, que conseguía cierta eficacia al proponer un juego con el tiempo nada original pero bien resuelto. Bastante más si la comparación se realiza con la atroz secuela de 2002 (Sonnenfeld otra vez), en la que a duras penas sobrevivía la marca. MIB 4 tampoco se preocupa mucho por la historia. Una raza alienígena viene a alterar el equilibrio cósmico con espíritu de cantina de Star Wars que es la plataforma básica del universo MIB y los agentes vestidos de negro se encargan de hacerlos fracasar. Otra vez. En cambio la película se asume como mero pasatiempo, un objetivo menor pero no por eso despreciable y se preocupa por cumplir con él. Puede decirse que en general lo logra. Está claro que hoy no se puede juzgar a un blockbuster por sus escenas de acción, recurso que cualquier cineasta estadounidense debería manejar con oficio. Claro que hay excepciones como John Wick 3, donde hay un soberbio trabajo coreográfico, acrobático y mucha imaginación puesta al servicio del movimiento. No es el caso de MIB 4, que en ese terreno es una del montón. Pero hay acá una voluntad de comedia que entrega lo mejor de la película. La elección de Hemsworth, justificada por la popularidad que el actor se ganó en el papel de Thor dentro del universo Marvel, es fundamental para conseguirlo. El australiano es buen comediante y la química con Thompson (que también había sido probada por Marvel) funciona. Aunque algunos chistes con referencias al #MeToo hollywoodense o citas irónicas a criaturas de otras sagas apoyan la idea de pensar al cine estadounidense como un sistema cada vez más pendiente de sí mismo. Una habitación en la que se pretende meter a todos los espectadores posibles para después cerrarla por dentro, no sea cosa que se vayan a enterar de que hay otros cines ahí afuera.
El héroe solitario contra la naturaleza Historia de supervivencia, logra expresar tensión entre la hostilidad del entorno y la voluntad en acción del protagonista. El Artico es la ópera prima del brasileño Joe Penna y, según dicen, recibió una ovación de diez minutos tras su estreno en la edición 2018 del Festival de Cannes, donde a veces es preferible ser abucheado. El ahora director se hizo conocido publicando videos ingeniosos en su propio canal de YouTube, que tiene casi tres millones de seguidores. En otras palabras: un youtuber. Fue ahí donde comenzó a incursionar en el cine en sociedad con el guionista Ryan Morrison. Juntos realizaron una serie de cortos que se mueven entre el suspenso, el policial y la ciencia ficción en los que, como en sus videos, el ingenio se manifiesta en un montaje efectista y giros de guión estilo Shyamalan. El Artico conserva algo de eso, aunque se trata de un film de aventuras que se apoya en la fórmula del héroe solitario que debe vencer a la naturaleza. Pero no por convicción, sino por pura mala suerte. Se trata de una historia de supervivencia que ha tenido numerosas encarnaciones cinematográficas. Un hombre se estrella con su avión en medio de la nada y debe sobrevivir por su cuenta a la espera de que llegue ayuda. El desierto albino del Ártico es esa nada, un encierro a cielo abierto del que Overgard, el protagonista, no puede escapar. Penna resume bien la situación desde la puesta en escena. Elocuentes panorámicas en las que Overgard es apenas un puñadito de pixeles oscuros sobre un blanco absoluto, confirman que este tiene más posibilidades de sobrevivir si se sienta a esperar que saliendo a caminar en busca de su salvación. Aunque algunos de esos planos son de una gran belleza, el brasileño nunca se regodea en el mero paisajismo, sino que siempre consigue que en ellos se exprese la tensión entre la hostilidad del entorno y la voluntad en acción de Overgard. Que el papel lo ocupe el danés Mads Mikkelsen le da al personaje una vida extra. No solo porque se trata de un actor capaz de expresar mucho sin ceder a la tentación de lo ampuloso, sino porque esa aspereza expresiva también funciona como garantía. Overgard podrá salvarse o morir en el intento, pero si de algo puede estar seguro el espectador es de que nadie con la cara de Mikkelsen fracasará por haberse rendido. Mikkelsen no tiene la simpatía de Matt Damon en Misión rescate, ni el carisma que Tom Hanks no perdió ni siquiera en Náufrago. No es tan cool como James Franco, el único actor de 127 horas, ni tan lindo como Leo Di Caprio, que también se enfrentó al hielo (y a un oso) en El renacido. Porque Mikkelsen es un duro, un cowboy de los de antes batiéndose a duelo contra la naturaleza misma y disputándose la vida de una mujer (quienes vayan al cine se enterarán de dónde sale ella). Es cierto que el guión exagera haciendo que a Overgard le pase lo mismo que a Damon, Hanks, Franco y Di Caprio, todo junto y una atrás de la otra. Pero a Mikkelsen le da la cara para hacer que el espectador se lo crea y la espalda para sostener la película completa, haya o no haya final feliz. Quién sabe.
Cuando las mujeres salvan a los hombres La compra de 20th Century Fox por parte de Disney fue una bomba para el mundo del cine, en particular dentro de esa realidad paralela que son las películas de superhéroes. Es que a partir de ahora todo el catálogo de Marvel, hasta hoy dividido entre ambos estudios, se muda definitivamente a la casa del Ratón. Sin embargo lo que a futuro podría ser un festín para los fans se convirtió en un calvario para la última película de los X-Men en Fox. X-Men: Dark Phoenix será el final para la saga de los mutantes tal como el cine los conoce y su llegada a las salas se demoró por varias dificultades. Entre ellas el rodaje de un final distinto del que tenía el corte original, ya que este incluía demasiadas similitudes con el de uno de los últimos títulos de Marvel. Todo apunta a Capitana Marvel, estrenada hace unos meses, ya que en Dark Phoenix es también una heroína la que ocupa el centro de la escena. Real o no, los saltos se sienten y este episodio representa un cierre poco convincente para la saga que inauguró el reinado de los superhéroes en el cine. Fue la primera X-Men dirigida por Bryan Singer (hoy convertido en un paria tras haber sido acusado de abuso de menores) la que sentó las bases para que las películas de encapotados se convirtieran en la mayor fuente de ganancias de la industria cinematográfica durante las últimas dos décadas. Aún así el primer acto de Dark Phoenix resulta alentador. Este abarca desde el relato de origen de Jean Grey, su trágica infancia y la forma en que el profesor Xavier se convierte en su mentor, hasta la secuencia en la que el equipo X rescata en el espacio a la tripulación de una misión fallida del transbordador espacial. Es ahí donde una Grey ya adulta absorberá de modo accidental una forma de energía cósmica que la convertirá en Dark Phoenix. Todo está bien al comienzo: el ritmo, las frases inspiradoras, el manejo de la acción. Y hasta el humor, como cuando Raven (Jennifer Lawrence) le dice a Xavier (James McAvoy) que deberían rebautizarse como X-Women, ya que en realidad “acá son siempre las mujeres las que salvan a los hombres”. La frase, por cierto, enojó al fandom cuando fue pronunciada por primera vez en un trailer del film. ¿Otro exceso de los extremistas de siempre? Quizá no. Después de eso Dark Phoenix se pone grave, trágica, seria de más, y sus giros dramáticos pierden la naturalidad inicial para volverse mecánicos. A partir de ahí todo se siente intrascendente y el corazón de la película apenas se mantiene activo a fuerza de acción y pirotecnia. El giro obliga a repensar lo anterior y entonces la duda: ¿hay humor en el comentario de Raven o se trata de un recurso oportunista que busca aprovechar el contexto #MeToo? Un cierre esquemático para una saga que supo ser plástica para ir renovándose y creciendo. Chau X-Men, que Disney mediante seguro será hasta pronto.
Cantando y bailando con el “Hombre cohete” “Basada en una fantasía verdadera”, la película dirigida por Dexter Fletcher no sólo toma distancia de lo real en términos dramáticos. También es un musical de pura cepa. El estreno de Rocketman, el musical basado en la vida de Elton John, abre algunos interrogantes. Pero hay uno en particular que seguro comenzará a resonar en la cabeza del espectador ni bien se apaguen los títulos finales: ¿realmente estaba tan buena Bohemian Rhapsody? Claro, se trata de una chicana, del juego de las comparaciones odiosas (pero entretenidas) que le permiten al morbo colectivo inventar duelos solo por diversión. ¿Son mejores los superhéroes de Marvel o los de DC? ¿Spielberg o Cameron? ¿Gene Kelly o Fred Astaire? ¿Qué actor se la banca más como rockero en pantalla grande, Rami Malek con Freddie Mercury o Taron Egerton como Elton John? Dilemas que por lo general son innecesarios y de resolución quizás imposible, pero que aún así pueden resultar enriquecedores a la hora de hablar de películas. Y al mismo tiempo producir polémicas emocionantes. Entonces, por cierto, la respuesta es Egerton. Pero por qué apurarse, si para pelear el tiempo sobra. Lejos de jugar a la biopic rigurosa, Rocketman advierte incluso desde el afiche que la película está “basada en una fantasía verdadera”. No es que su argumento se aparte de lo que en líneas generales debe entenderse por una biografía, pero sí se permite tomar distancia de lo real en términos dramáticos. Una decisión oportuna para mantener a raya a las legiones de fanáticos, que no tardarán en hacer la lista de las cosas que no ocurrieron como se las muestra, o de las que tuvieron lugar antes o después. Y es que no se trata de un documental, mucho menos un libro de historia, sino de una película que se propone poner a su favor la plasticidad del vínculo entre realidad y fantasía. En ese sentido la elección de convertir la vida de Elton John en musical –género que tal vez establece la mayor brecha entre el relato y el verosímil– no puede haber sido más certera. Ni más lógica, que no es lo mismo que más obvia: ahí está Bohemian Rhapsody, que de ningún modo es un musical, para confirmarlo. Rocketman sí lo es, uno de esos en los que los personajes se largan a cantar en cualquier parte con la excusa de expresar sus emociones, de alertar al público respecto de ciertos conflictos íntimos, o simplemente porque tienen ganas de cantar. Un musical que no solo no provoca vergüenza ajena, sino que honra la tradición del género desde su puesta en escena (coreografías multitudinarias incluidas) y con un gran trabajo de guión. El mismo es obra de Lee Hall, autor también de los libretos de películas como Billy Elliot (Stephen Daldry, 2000) o Caballo de guerra (Steven Spielberg, 2011), antecedentes que ayudan a generar confianza de entrada. Lo maravilloso de su trabajo no radica solo en la capacidad para hilvanar un relato que combina con eficiencia la dinámica entre la fantasía y lo real, sino en hacerlo utilizando para ello las letras de Bernie Taupin, el socio artístico de Elton John. De algún modo el guionista replicó la dinámica creativa entre músico y letrista que se muestra en la película. Es que Taupin y Elton no trabajan juntos, sino que el primero escribe las letras y luego se las pasa al otro para que les encuentre su melodía. Del mismo modo Hall fue capaz de componer el drama usando algunas de las canciones más conocidas de la pareja, haciendo que cada una sirva para representar diferentes momentos de la vida de los personajes. Esto provoca ciertos anacronismos que los puristas se encargarán de subrayar, pero que se justifican por sus efectos narrativos. Se necesita un párrafo aparte para destacar lo realizado por Egerton, quien no solo consigue una mimesis aceptable (sobre todo cuando la cámara lo toma a cierta distancia), sino que canta con increíble destreza cada una de las canciones. Es verdad que el joven actor inglés ya había mostrado su eficacia como comediante y figura de acción en la saga Kingsman, sus dotes vocales en el musical animado Sing ¡Ven y canta! y su capacidad para el drama en Volando alto. Pero el trabajo que realiza poniendo a disposición su cuerpo para que Elton John se convierta en protagonista de Rocketman es digno de ser celebrado. Y la chicana del comienzo vuelve a asomar su sucia cabeza, porque si al otro le dieron un Oscar al mejor actor con prótesis dental, a Egerton le tienen que tallar la cabeza en el monte Rushmore. Como mínimo.
El sicario sigue en movimiento El estreno de John Wick 3. Parabellum llega precedido por su fama, la de ser la película que le impidió a Avengers Endgame mantenerse al tope de la lista de películas más vistas en los Estados Unidos por cuarta semana. No es poca cosa. Siete días después aterriza en las salas locales y aunque parece improbable que el fenómeno se replique por acá, habrá que ver qué pasa. Fiel a sus principios, esta tercera parte de la saga viene a ofrecer más de lo mismo. La afirmación no parece ser nada de elogiosa, sin embargo lo es. Al menos de forma parcial. Es que las dos películas previas, protagonizadas por este eficaz sicario retirado al que las circunstancias obligan a volver a poner en práctica sus habilidades asesinas, consiguieron llamar la atención a partir de un meritorio trabajo de puesta en escena, que hizo del uso virtuoso del movimiento su principal recurso. Puede decirse que en ese plano es donde se encuentra lo mejor de la saga y es justamente ahí donde, por momentos, John Wick 3 ofrece algunos de los puntos más altos dentro de la trilogía. En la primera parte, estrenada con el título de Sin control (2015), John Wick atraviesa el duelo por la muerte de su esposa, responsable de sacarlo del crimen. Pero el hijo de un mafioso y su bandita entran a su casa sin saber quién es, le roban el auto y matan a su perrita, regalo de la difunta. ¡Para qué! Ese punto de partida, absurdo pero autoconsciente, da lugar a una de las matanzas más entretenidas del cine del siglo XXI. La parte dos arranca pocos minutos después del final de la primera y fracasa con dignidad en el intento de superar lo visto, creando una organización criminal con leyes propias que engloba a todos los asesinos del mundo. Contra ellos se enfrenta ahora Wick. Como las anteriores, John Wick 3 es algo así como un western y comedia de artes marciales, que alcanza todo su potencial en las escenas de acción. Durante la primera secuencia se ve de modo fugaz en una pantalla gigante de Times Square, la clásica imagen de Buster Keaton sentado en la trompa de la General. El detalle es la mejor clave para disfrutar de la película: acá también hay pasión por convertir al movimiento en el protagonista. Es difícil encontrar en el cine reciente escenas que combinen una dinámica kinética tan precisa con una ultraviolencia desatada, pero que aún así puedan ser vistas como piezas perfectas de comedia física y humor negro. Eso ocurre con las secuencias de acción de John Wick 3, sobre todo con las de la primera mitad. Luego la progresión se estandariza, aunque siempre signada por un crescendo marcado por la cantidad de cuchilladas, golpes y disparos de armas cada vez más grandes que el protagonista necesita para acabar con ejércitos enteros. Un delirio precioso interrumpido cada tanto por fragmentos, digamos, dramáticos, que solo parecen estar ahí de relleno, para justificar lo otro, lo disfrutable, lo que todos preferirían seguir viendo. Una de piñas y tiros que lleva al límite las reglas del género, pero sin traicionarlas.