El Robin Hood tucumano Tomando como punto de partida los relatos construidos en torno de Andrés Bazán Frías, uno de los criminales más célebres del Tucumán de la década del Centenario, el documental Bazán Frías. Elogio del crimen, dirigido por Lucas García Melo, busca superponer pasado y presente para mirar sus cruces desde distintas perspectivas. Para ello echa mano de una variedad de recursos, pero en especial uno: reconstruir cinematográficamente la vida del bandolero a partir del trabajo junto a un grupo de reclusos, quienes purgan sus condenas en el penal de Villa Urquiza, en la pequeña provincia del noroeste. Bazán Frías fue conocido como “el Robin Hood tucumano” y hoy cuenta con devotos que lo consideran un alma milagrosa, relatos que, como todos los mitos, surgen de la tradición oral. La historia oficial dice que era un ladrón violento, nacido pobre, y muerto en una balacera producida dentro de un cementerio. Su figura impacta en los presos que participan del proyecto: ven en el otro un reflejo del cual apropiarse. Al oír sus historias queda claro que el delito siempre está asociado a resolver una necesidad, aunque los botines no se repartan entre los pobres. Un intento de equilibrar por las malas las inequidades de una sociedad clasista. Lo que de algún modo también equivale a ver a la delincuencia como un caso de justicia por mano propia. A los reportes de la época, que describen a Bazán Frías como “armado y peligroso”, el documental le opone un collage de voces de periodistas contemporáneos (algunas muy reconocibles), que también piden poco menos que el linchamiento abierto de cualquiera que se atreva a tocar lo que no es suyo. Da lo mismo si es un kilo de pan o un auto de lujo, aunque se omiten las figuras de conocidos empresarios cuyas fortunas, se sabe, tampoco fueron amasadas con todas las de la ley. Lo que menos les importa es la justicia. El trabajo dramático realizado con los internos tiene, sobre todo, el valor de aportar a sus participantes una nueva forma de ver el mundo y su propio lugar dentro de él. Las escenas que más impactan son aquellas en los que ellos, los verdaderos protagonistas, cuentan sus experiencias e ilusiones en primera persona o les responden a los testimonios de “gente común” que cree que la solución al crimen es crear más cárceles y no, por ejemplo, más trabajo o educación. O sí: más educación pero adentro de las cárceles, cuando el daño de la desigualdad ya se ha vuelto (casi) irreversible. Y así, por un rato, García Melo se convierte en el Robin Hood de las películas, robándole un poco de cine a los ricos para dejar que los pobres también se expresen a través de él.
La decadencia, entre el pasado y el presente La remake de Los muchachos de antes no usaban arsénico se mueve cerca del argumento original pero introduce movimientos significativos, a tono con la época. El estreno de una nueva película de Juan José Campanella es un acontecimiento para el cine argentino. Sobre todo porque El cuento de las comadrejas es la primera rodada con actores en escena después de El secreto de sus ojos, ganadora del Oscar a la Mejor Película Extranjera. En el medio dirigió Metegol, film de animación infantil que también resultó un éxito pero que, por su naturaleza, nunca cargó con el peso de ser “La nueva de Campanella”, fardo que ahora cae sobre El cuento de las comadrejas. Diez años separan a un trabajo de otro y semejante distancia deja entrever que para el popular cineasta ese paso tampoco fue sencillo. Por eso no resulta extraño que para darlo haya decidido pararse sobre el hombro de un gigante. El cuento de las comadrejas es un remake de Los muchachos de antes no usaban arsénico, anteúltima película de José Martínez Suárez estrenada en abril de 1976. Martínez Suárez, quien se desempeña desde hace más de una década como presidente del Festival de Cine de Mar del Plata, es uno de los últimos nombres capaces de vincular al cine argentino contemporáneo con sus años dorados. Justamente su película de algún modo tenía su punto de partida en esa tensión entre presente y pasado que las estrellas de cine no siempre transitan de forma grata. El cuento de las comadrejas se mueve bien cerca del argumento original, pero realizando movimientos significativos, sobre todo en el último tercio del relato que, aún así, es en esencia el mismo. Mara Ordaz es una diva olvidada del cine argentino de los años 60, quien vive en una casona señorial junto a su marido inválido y dos amigos. Uno es el director de sus películas más recordadas y el otro, el guionista. Ambos además estuvieron casados con las hermanas de Mara, una de las cuales murió de forma trágica, mientras que la otra se fue poco después y nunca se supo más de ella. Mara vive presa de la nostalgia por los tiempos idos y la amargura la tramita como odio hacia sus compañeros. Estos, en cambio, se sienten a gusto compartiendo sus existencias crepusculares en esa casa tan decadente como ellos mismos. La guerra entre ambos bandos es abierta. Como en el original, los roedores que tienen la casa sitiada y que los tres amigos se encargan de combatir funcionan como manifestación física de la decadencia y ferocidad con que se tratan los personajes. Y también anticipan una amenaza exterior que no tarda en aparecer. Una joven pareja extraviada reconoce a los ilustres y olvidados habitantes de la casona y de inmediato se declaran admiradores. Sobre todo de las películas de Mara, quien no puede resistirse a tanto halago, en especial a los de él. A la chica en cambio le toca la peor parte: lidiar con el trío que desde el minuto cero desconfía de ella. El guión de estructura clásica escrito por Campanella junto a Darren Kloomok (conocido por ser el montajista de las dos primeras películas del director: The Boy Who Cried Bitch, de 1991, nunca estrenada en Argentina, y Ni el tiro del final, de 1997) abunda en diálogos que se convierten en duelos verbales que potencian el humor negro, marca registrada del film original. El cuarteto experimentado que integran Graciela Borges, Oscar Martínez, Luis Brandoni y Marcos Mundstock se mueve con soltura entre esos filos. El director realiza tres importantes alteraciones a la historia que contó Martínez Suárez hace 40 años. Dos de ellas ayudan a aligerar una carga de misoginia que hoy hubiera resultado difícil de digerir, incluso en un contexto humorístico. La tercera tiene que ver con el color del relato, incorporando elementos de slapstick que parecen inspirados en el dibujo animado clásico y le permiten jugar más a fondo la veta absurda. A eso se suma una lista de referencias, alusiones y juegos metacinematográficos introducidos como guiños cinéfilos. Todos estos elementos logran que el mecanismo narrativo funcione a pesar de los excesos de costumbrismo y de algunos saltos de tono. Nota final: El cuento de las comadrejas también puede ser vista en clave política en sentidos diversos, como ocurre con el cuento “Casa tomada”, de Julio Cortázar. Como un Test de Rorschach, cada espectador podrá encontrar en esa pérfida disputa por una casa sus propios reflejos.
Un “giallo” al modo argento Si hay algo que se puede decir con certeza es que el trabajo de Nicolás y Luciano Onetti es único dentro del panorama actual del cine argentino. Con una carrera que en apenas siete años ya acumula cuatro títulos -a los que pronto se sumará la remake cinematográfica de El pulpo negro, famosa serie de la televisión argentina de los años ´80 protagonizada por el gran Narciso Ibáñez Menta-, estos hermanos son los representantes vernáculos del giallo. El último de sus trabajos es Abrakadabra, cierre de una trilogía que incluye a las películas Sonno profondo (2013) y Francesca (2015), todas construidas sobre el molde estético del famoso género italiano, combinación de horror sobrenatural y policial sangriento que tuvo su auge entre los 70 y los 80. De todos esos elementos se constituye Abrakadabra, convenientemente ambientado en la ciudad de Turín a comienzos de los ´80 y con eje en la figura de Lorenzo Mancini, último heredero de una estirpe de grandes magos. Un linaje signado por la tragedia. Es que treinta años antes y siendo todavía un niño, Lorenzo vio morir en escena a su propio padre, El gran Dante, mientras intentaba el truco de detener con los dientes una bala disparada directo a su cara desde unos pocos metros de distancia. El mundo de la magia le sirve a los Onetti como marco para desarrollar a gusto la truculencia del giallo. Ardides que no solo tienen que ver con los mecanismos propios de la magia que un asesino, invisible para el espectador, utiliza para crear un círculo de muerte en torno a Lorenzo, si no con el arsenal de recursos clásicos usados en este tipo de películas. Puestas de cámara radicales para extrañar el punto de vista; violentos zoom-in hacia las caras y los ojos de los personajes; una paleta cromática saturada y virada al rojo para enardecer el clima del relato; el plástico trabajo sonoro de doblar al italiano las voces de los protagonistas y el foley intencionadamente artificial; una gran tarea de arte y reconstrucción de época. Juegos que abrevan directo de los originales de Darío Argento, Lamberto Bava o Lucio Fulci, entre otros. Aunque Abrakadabra es una muestra evidente del potencial de estos directores y productores, es muy difícil apartarse de esa deliberada intención de calco que habita en ella. Que por un lado tiene mucho de homenaje, pero que también funciona como límite.
El mito del aguante rockero El documental colectivo reúne un conjunto de seis historias que sugieren que quizás el rock está muerto, pero que las leyendas son inmortales. Existe un territorio en el que el relato mítico sobrevive aun en pleno siglo XXI. No, no es el cine, que tal vez perdió ese poder cuando se convirtió en una máquina de hacer chorizos (que serán más ricos o más feos, pero siguen siendo chorizos), sino el rock. No faltará quien afirme que este género, que durante décadas fue emblema de la rebelión juvenil y catalizador de la eterna búsqueda adolescente, lleva muerto unos cuantos años, también convertido en fábrica de embutidos. Lo cual es parcialmente cierto, porque el rock perdió su carácter revulsivo más o menos con la muerte de Kurt Cobain. A partir de ahí el marketing le ganó la pulseada a la actitud y lo que en la actualidad sobrevive a nivel masivo es apenas el packaging dentro del cual se vende la fotocopia color del rock. Sin embargo existe un núcleo de resistencia en el que todavía habita el principio esencial del alma rockera. No por nada uno de los sinónimos de resistencia es aguante y el aguante es una de las características que definen a esa corriente subterránea en la que hoy encarna aquel espíritu original. El documental colectivo Los periféricos reúne un conjunto de seis historias que conjuran el mito del aguante rockero y con ellas demuestra que tal vez sea cierto que el rock está muerto, pero que las leyendas son inmortales. Estos seis episodios, cada uno contado con el estilo que le imprimen sus directores, rescatan distintas figuras que si bien remiten a un pasado de gloria, también demuestran que la llama sigue viva. Así cuentan el mito de Max, cantante de los punk Secuestro, cuyos graffitis invadían las paredes porteñas allá en los ‘80, quien hoy es docente en la facultad de medicina. O el de Raúl “Rulo” Fernández, violero de La Máquina, combo que integra la genealogía básica del rock nacional pero de quienes hoy casi nadie se acuerda. O el de Enrique Symns, el Henry Chinaski argento, legendario editor de la revista Cerdos y Peces que sigue acoplando su poesía proletaria a los acordes que le prestan un grupo de jóvenes bluseros. O las figuras de Gus y Batra, responsables del Salón Pueyrredon, emblema de la contracultura que resistió al menemismo y, si el rock quiere, también sobrevivirá a la era Macri. O el de Eddie Pequenino, padre del rock local al que todas las enciclopedias se han encargado de olvidar. El carácter ecléctico de estos registros le da a Los periféricos una estética de fanzine punk, aquellas revistas autogestivas cuya diagramación le debía todo al arte bastardo del collage. En esos saltos un poco desprolijos que la película va dando de un episodio al otro se encuentra la riqueza de este trabajo, que también recupera el espíritu de grupo que suele identificar al rock. Los periféricos vuelve a demostrar que una buena película no siempre es el resultado de una forma sublime, sino el producto de una búsqueda propia que ayude a potenciar la historia que se cuenta. Y en este documental fondo y forma no podrían estar más entramados. Como en todo mito, en estas historias lo popular juega un rol decisivo, en tanto que la mitología siempre lo es por definición. En este punto vuelve a ser necesario distinguir entre popular y masivo: ninguna de las historias de Los periféricos retrata a una figura o un fenómeno masivo. Tal vez lo más cercano a eso sea el caso de Pequenino, pero al que el olvido le ha quitado ese carácter. En ese sentido el título del film también resulta adecuado: se trata de personajes y de historias que se han quedado en los márgenes y es desde ahí que su aura se proyecta de una forma casi siempre heroica. Porque por lo general el mito no encarna en la figura del que triunfa, sino en la de quien es derrotado pero aun así pelea por mantener su dignidad. Eso es el aguante. Eso es el rock y de eso trata también Los periféricos.
Suspenso entre cuatro paredes El director danés Gustav Möller propone un thriller minimalista en torno a un agente que trabaja como operador en el servicio de emergencias. Contar una historia en espacios reducidos es siempre un desafío que puede tener orígenes muy distintos. En el cine argentino, por ejemplo, durante los últimos cuatro años han aumentado las películas realizadas en apenas tres, dos y hasta en una sola locación, como única forma de seguir filmando en tiempos críticos y con presupuestos de emergencia. Ahí el recurso lo impone la economía. Pero a veces la decisión de limitar el espacio físico en el que transcurrirá el relato se plantea como un reto que no tiene nada que ver con esa escasez, sino que se trata de un recurso narrativo y estético. Esto último es lo que ocurre en La culpa, debut cinematográfico del danés Gustav Möller, un thriller minimalista en torno a un policía que trabaja como operador en el servicio de emergencias telefónicas de Copenhague, equivalente al 911. La historia transcurre en solo dos espacios, las dos salas donde los operadores reciben los pedidos de ayuda y desde donde informan al destacamento de cada zona, para que acudan a los lugares que demandan su intervención. Durante la primera media hora el protagonista, Asger, atenderá y hará distintos llamados que aportan información importante. Que lo acaba de dejar su pareja y que ese no es su puesto habitual, sino que está “castigado”, a la espera de que se resuelva un juicio que lo involucra y cuya audiencia final es al día siguiente. Es un momento sensible que él transita a disgusto, con enojo y respondiendo cada pedido de ayuda con fastidio. Hasta que atiende a una mujer que, simulando hablar con una hija chiquita, consigue hacerle saber que está siendo secuestrada por su ex marido. A medida que el caso se complejiza y la situación se pone más tensa, el enojo de Asger se va convirtiendo en impotencia y angustia. La decisión de no abandonarlo nunca y de mantener al relato siempre encerrado dentro del mismo espacio físico convierte a La culpa en una experiencia cinematográfica que implica una inmersión emotiva. Por simple acción empática, la impotencia y la angustia del protagonista se contagian al espectador de modo automático. Y a medida que los giros del caso (que no son otra cosa que giros de guión sincronizados con la acción) van impactando en Asger, esa limitación espacial se convierte en una claustrofobia que se traslada a la platea. El dispositivo funciona y los premios del público que la película ha ganado en festivales de prestigio como Sundance, Tesalónica o Rotterdam confirman su eficacia. La culpa parece basar su fórmula en la inversión de un patrón clásico del policial: el misterio del cuarto cerrado. En los relatos de su tipo, cuyo ejemplo emblemático es el cuento “Los crímenes de la calle Morgue” de Edgar Allan Poe, el investigador debe aclarar un crimen cometido en una habitación completamente cerrada por dentro. En este caso es al revés: es el investigador el quien se encuentra encerrado y se siente obligado a resolver a ciegas un crimen que está teniendo lugar afuera y lejos. Algo parecido a lo que hacía el Isidro Parodi de Borges y Bioy Casares, quien resolvía misterios lejanos pero encerrado en la cárcel. Los cerrojos que Möller utiliza para convertir a la dependencia policial en un claustro hermético son simbólicos y tienen que ver con el título de su ópera prima. Desde lo narrativo la película funciona como un mecanismo de precisión. Todos sus elementos trabajan de manera sincrónica, incluso cuando en algún momento puedan volverse algo predecibles. Bastante más complejo resulta el entramado ético sobre el cual se soporta el relato, pero incluso los dilemas que de ahí puedan surgir resultan funcionales en términos dramáticos. De este modo, La culpa vuelve a demostrar que no son necesarias ni toneladas de efectos especiales ni una montaña de dólares para hacer que el lenguaje del cine resulte complejo, dinámico y también entretenido.
No le da miedo ni al Chavo del 8 Con el ancla en una leyenda popular del México colonial, la película de terror dirigida de modo impersonal por Michael Chaves no logra conjurar la rutina. El estreno de La Llorona sirve para ilustrar la desbocada tendencia de exprimir el éxito eventual de una película, atomizándola en una miríada de apéndices que extienden el concepto de spin-off (o derivación) ad infinitum. Esta vez se trata de un nuevo desprendimiento del universo creado en torno de la película El conjuro, que en 2013 y con dirección de James Wan ofreció una eficaz historia de terror clásica que homenajeaba el espíritu y la estética del género en los años '70. Su éxito alcanzó no solo para llegar a la esperable secuela, sino a toda un red de subproductos como las dos películas de la muñeca Annabelle y La monja (2018), a la que pronto se sumarían otras como The Crooked Man(personaje presentado en El conjuro 2) y la tercera entrega de la saga original, cuyo estreno está previsto para 2020. La mala noticia adicional es que esa tercera parte de El conjuro ya no estará a cargo de Wan, sino de Michael Chaves, director de La Llorona. Y la noticia es mala porque en esta, que es su ópera prima, Chaves no demuestra ninguna virtud como cineasta más allá de los requisitos mínimos que debe cumplir cualquier aspirante a hacer películas en Hollywood. Es decir, manejar con aceptable solvencia los recursos narrativos básicos. Más allá de eso, su trabajo en La Llorona apenas lo muestra como un empleado obediente, incapaz de desafiar los límites ya no del género (que sería pedirle demasiado), si no de lo que la propia saga viene mostrando de forma recurrente en cada una de las películas que se van sumando a la lista. La historia vuelve a ubicarse en el territorio de los años '70, pero con el ancla en una leyenda popular del México colonial: la de una mujer que asesinó a sus propios hijos y cuyo espíritu sollozante vaga por ahí, capturando hijos ajenos. Como el Hombre de la Bolsa en versión femenina, pero sin ninguna idea cinematográfica que la sostenga más allá del recurso del susto por el susto mismo. Y otra vez la idea maniquea del bien y el mal filtrado por el prisma de la iglesia católica, que al mezclarse con la cultura popular mexicana impone como horizonte una estética de santería. Quienes ronden entre los 40 y los 50 años de edad recordarán a la mítica Llorona como una historia de fantasmas con la que solían asustarse los niños que vivían en la vecindad del Chavo del 8, la aún vigente comedia infantil creada por Roberto Gómez Bolaños. La cita no puede ser más oportuna, en tanto la película difícilmente ofrezca mayores sustos que los que les provocaba a aquellos chicos la aparición de la pobre Bruja del 71.
Parábola religiosa, pop y sociopolítica El segundo trabajo como director del actor Brady Corbet asocia el surgimiento de una diva del pop con las "reaganomics" y el Génesis. Relato del surgimiento, ascenso y crisis de una estrella pop, pero también metáfora sociopolítica de la historia reciente de los Estados Unidos, Vox Lux: El precio de la fama, segundo trabajo como director del actor Brady Corbet, puede ser pensado como parábola en los dos sentidos de esa palabra. En el primer caso porque literalmente traza la curva que recorre Celeste, la protagonista, en ese camino hacia la cima del mundo de la música para las masas. En el segundo, por su condición de narración simbólica que repasa los últimos 37 años de historia estadounidense, no exenta de una mirada moral que alude al estado actual de esa sociedad. Vox Lux comienza con una voz en off, a cargo de Willem Dafoe, que deja claro ese carácter dual que define a la película, relacionando la infancia de Celeste, nacida en 1986, con su contexto histórico. Ahí se indica que su familia formaba parte "del lado perdedor de las Reaganomics", el estricto y conservador plan económico del entonces presidente Ronald Reagan. La cita habla de los Estados Unidos golpeados y subterráneos que no suele ser el paisaje favorito del cine. No es aventurado anudar la cuna proletaria de la protagonista con el mito de origen del cristianismo, fundado por el hijo de un carpintero y un ama de casa. Otros elementos profundizarán esa relación. A partir de ahí el relato se presentará dividido en un preludio, dos actos (Génesis y Re-Génesis, nombres que reafirman el enlace con lo religioso) y un finale. Los tres segmentos iniciales están situados en años específicos: 1999; 2000/2001; y 2017. El finale, en cambio, está etiquetado como XXI, refiriendo a estas primeras dos décadas del siglo en curso. Celeste será la única sobreviviente del ataque a la escuela que realiza un compañero, quien mata a todos y se suicida. Pero del modo en que lo presenta la película, casi parece una resurrección. Cuando aún tullida Celeste cante una canción durante el memorial televisado a todo el país, habrá nacido otra estrella. Y llegan los capítulos. "Génesis" narra los primeros pasos y culmina con la niña perdiendo la inocencia (como el país, en 2001). "Re-Génesis" la encuentra adulta, ególatra, nihilista, violenta y sin rastros de la empatía que mostraba siendo niña. En el quiebre entre ambas partes el film mantiene el subtexto religioso (una parada para rezar en el desierto; una última cena politóxica), pero pierde el carácter ominoso que signa el inicio. La simbología pop se vuelve obvia y la mirada crítica se ablanda, exhibiendo cierta condescendencia autocomplaciente en el reflejo que entrega. Como diciendo: "Sí, somos monstruosos, pero igual nos encanta vernos brillar."
Sin Del Toro, no hay torazo Personaje de culto del mundo del cómic que alcanzó un alto nivel de exposición tras las adaptaciones que lo trajeron al cine en 2004 y 2008, a cargo de Guillermo del Toro mucho antes de ningún Oscar, Hellboy se ganó una extraña popularidad. Sin llegar al nivel de un Avenger o un Superamigo, la criatura infernal salida de la mente del historietista Mike Mignola acrecentó su legión global de fanáticos a partir de su llegada a la pantalla grande. La cosa derivó en un idilius interruptus cuando el cierre de la trilogía proyectada por el director mexicano quedó trunca. Pero volvió a renacer hace menos de dos años cuando Mignola anunció el relanzamiento de la franquicia con Neil Marshall como director y el actor David Harbour (el comisario de Stranger Things) a cargo del rol protagónico, en reemplazo del icónico Ron Pearlman. A diferencia de otras sagas de superhéroes relanzadas, como Batman o El Hombre Araña, Marshall moderó las redundancias, limitando la cuestión del origen del personaje a una serie de flashbacks al paso, para concentrarse en la nueva historia. También recurrió al universo de brujas, personajes míticos, sociedades secretas y viejas leyendas del folklore europeo que conforman el ecosistema clásico del personaje en su versión impresa. Pero de manera menos personal que en las versiones de Del Toro, de forma mucho más obediente y, por lo tanto, literal. En ese sentido la nueva Hellboy es menos una adaptación que una mera trasposición de la obra del papel a la pantalla. Estas condiciones no podían generar otra cosa que un producto de factura seriada, previsible, por momentos pasado de rosca y, peor, sin la personalidad de los trabajos de Del Toro, cuyo cine podrá gustar más, menos, mucho o nada, pero a quién no se le puede negar el rango de autor. El asunto del maquillaje también merece un breve apartado que no incluirá elogios precisamente. Lejos de la precisión de lo realizado para convertir a Perlman en Hellboy en los films anteriores, acá el pobre Harbour (que a priori no era para nada una mala elección) debe lidiar con una máscara que limita in extremo sus posibilidades expresivas. Por supuesto tampoco hay que olvidar que Perlman nació con esa cara, perfecta para interpretar este tipo de roles contrahechos o monstruosos casi sin necesidad de protesis adicionales. Basta recordar su trabajo como hombre de las cavernas en La guerra del fuego o el monje jorobado de El nombre de la rosa, ambas Jean- Jacques Annaud, para darse cuenta que no puede haber un mejor Hellboy que él.
Cuando en Arcadia el sueño se vuelve pesadilla Después de la experiencia de El impenetrable, los realizadores vuelven a su reserva natural en Paraguay, atacada más que nunca por la corrupción del agronegocio. Danièle Incalcaterra y Fausta Quattrini tienen mucho en común. Son pareja, padres de un niño y una dupla de cineastas con una filmografía conjunta que abarca las películas Contr@site (2003), El impenetrable (2012) y Chaco (2017). Las dos últimas integran un díptico que retrata la epopeya personal que Incalcaterra lleva adelante para preservar una parcela salvaje de cinco mil hectáreas en territorio paraguayo, la cual recibió como herencia de parte de su padre. Un pedazo prácticamente virgen de selva chaqueña que ha quedado aislado en medio de un gigantesco desierto causado por el negocio del desmonte. El impenetrable muestra los obstáculos que se interponen en el camino del director y protagonista a medida que se interna en el Chaco paraguayo. Pero también los que encuentra en el terreno legal de un país cuya legislación sobre la propiedad de la tierra carga con una corrupción histórica. La película tiene a pesar de todo un final feliz: Incalcaterra consigue que el entonces presidente Fernando Lugo firme un decreto que convierte a aquel paraje en una reserva natural, a la que se bautiza con el mítico nombre de Arcadia. El relato de Chaco arranca tras la escandalosa destitución de Lugo, que echa por tierra lo conseguido. Cuando Incalcaterra se disponía a transferir la titularidad de Arcadia a la comunidad guaraní Ñandéva aparece en escena un segundo propietario del mismo pedazo de tierra, detrás de cuyas escrituras asoma la ilegalidad de la dictadura de Stroessner. “¿Qué viene primero, el animal o el vegetal?”, le pregunta Incalcaterra a un amigo conocedor de la flora y fauna del lugar. “El vegetal”, responde el otro y a partir de eso entre los dos concluyen que sin la preservación del bosque nadie tiene garantizada la supervivencia. Incluso el hombre, que para integrarse con éxito debe aportar su mejor versión. El amigo de Incalcaterra habla de un “hombre prístino”, un concepto ideal que choca con la continuidad de maldad, trampa, crimen y negligencia con la que el cineasta se va topando en su empeño por salvar su Arcadia. Por lo que se ve en la película se puede aventurar que no deben quedar muchos hombres prístinos en Paraguay, el país que posee el mayor índice de deforestación en el mundo. La superficie del territorio paraguayo es de poco más de 406 mil km2, pero si hubiera que guiarse por la suma de todos los títulos de propiedad existentes en los registros de catastro, entonces la superficie del territorio paraguayo alcanza los 529 mil km2. Alguien dice con acidez que Paraguay debe ser el único país del mundo de dos o tres pisos. Dos o tres pisos sostenidos por una corrupción de raíces añejas que beneficia a los grandes terratenientes de la producción agrícola y ganadera, al mismo tiempo que avasalla los derechos de los pueblos originarios y hace pedazos el equilibrio biológico. Incalcaterra y Quattrini intercalan escenas sobrecogedoras de la vida en la profundidad del frondoso monte chaqueño, con otras que vuelven visibles las capas de violencia institucional que convierten a esta historia en un abismo que tiene tanto de kafkiano, como de aquellas escenas infernales imaginadas por El Bosco. A medida que la intriga avanza, el protagonista se va quedando sin opciones. Por un lado el estado paraguayo se vuelve una maquinaria inútil, incapaz de actuar sobre sus propios vicios históricos. Por el otro, también pierde el apoyo de la comunidad Ñandéva, que le exige la cesión de las escrituras de aquel oasis cercado por el desmonte como única forma de continuar la lucha. Sobre el final, cuando el cineasta parece empezar a aceptar que quizá no consiga ver su sueño realizado, la película revela su naturaleza real. Chaco es una carta triste de amor, de despedida y de duelo para esa quimera, esa Arcadia imposible que parece haberle dado impulso a al cine y a la vida de Incalcaterra.
Otra paranoia del imperio Cada tanto el cine de Hollywood imagina que su propio país, la potencia económica y bélica más grande del mundo, es víctima de una amenaza superior que se adueña de aquello de lo que ellos mismos se sienten guardianes: de la libertad. Se trata, claro, de relatos distópicos para los que suele ser necesario crear un poder más allá de este planeta, porque en la Tierra no hay (por el momento) un poder capaz de convertir en realidad esa fantasía con visos paranoides. Para ser usadas en ocasiones como esta se inventaron las invasiones extraterrestres y de eso se trata La rebelión, quinta película del estadounidense Rupert Wyatt. Conocido por el magnífico trabajo que realizó en 2011 con el reinicio de la saga de El planeta de los simios, acá el director y coguionista cuenta su propia versión de la conquista del mundo por parte de una civilización alienígena, eligiendo desentenderse del aspecto más espectacular de la ciencia ficción para contar una historia de intriga. Como ocurría con Invasión extraterrestre, aquella serie de televisión que fue furor en los 80, La rebelión es sobre todo la historia de la resistencia, la de sus miembros y la de los esfuerzos que realizan para que la humanidad recupere las riendas de su destino. Como en la serie, acá el enemigo también es una raza depredadora cuyo plan es saquear los recursos naturales de la Tierra y para ello cuenta con aliados humanos, quienes a cambio de beneficios ayudan a mantener al pueblo oprimido. El mecanismo que la película utiliza para tratar de sostener el suspenso es hacer que el foco del relato vaya cambiando de un personaje a otro, recorriendo así distintos niveles dentro de la organización subversiva en el momento en que ésta intenta darle un golpe maestro a la estructura política de los invasores. Esos saltos que la película va dando de protagonista en protagonista acaban por atentar contra el ritmo del relato, volviéndolo por momentos confuso. Del mismo modo, las permanentes vueltas de tuerca durante el último tercio terminan pareciéndose a conejos saliendo de una galera, sin que ninguno de ellos represente un impacto significativo en el asombro del espectador. De ese modo La rebelión no consigue provocar demasiadas sorpresas y en consecuencia tampoco mucho interés. Ni siquiera la presencia de actores como John Goodman o Vera Farmiga logran sumar puntos a una película que, contando con los elementos necesarios para ganarse la atención del público, no sólo que lo consigue en pocas oportunidades sino a veces se acerca demasiado al territorio del aburrimiento.