Un hombre en apuros: clichés funcionales La película protagonizada por Fabrice Luchini busca de seducir al mismo público de Amigos intocables. De un tiempo a esta parte el cine francés parece haberle encontrado cierto gusto a los dramones edificantes disfrazados de comedia. La nave insignia de la tendencia es el sonoro éxito de Amigos intocables(Olivier Nakache y Eric Toledano, 2011), que tuvo una remake local en 2016 (Inseparables, de Marcos Carnevale) y otra estadounidense en 2017 (Amigos por siempre, de Neil Burger), todas ellas estrenadas acá con gran respuesta del público. Por ese camino también avanza Un hombre en apuros, de Hervé Mimran, en busca de seducir al mismo público y con todo a favor para conseguirlo. Los elementos de la fórmula son sencillos. A saber: un hombre que carga con un impedimento físico que afecta su salud de manera determinante debe encontrar la forma de sobreponerse. En su camino va provocando circunstancias que serían terribles si no fuera porque el guión se encarga de ponerlas en clave de humor (incluso físico), rodeando al protagonista con una red de personajes que recorre el arco dramático completo, desde los villanos que se la complican, los seres queridos que lo acompañan y los imprescindibles alivios cómicos que ayudan a aligerar lo que de otra manera acabaría siendo un melodrama de esos para llorar a moco suelto. Acá se trata del CEO de una compañía automotriz top, un tipo exigente al límite de la grosería, que mantiene una relación distante incluso con su hija y por quien todos manifiestan un respeto al límite del temor. Un hombre poco agradable que sufre un ACV no bien comienza la película. Y si bien sobrevive, el ataque le deja secuelas severas en las funciones del habla que afectan su manejo del lenguaje. Mezcla las palabras, invierte las sílabas como si hablara una versión francófona del “vesre” lunfardo, o lisa y llanamente dice cualquier cosa, pero creyendo que habla de manera correcta. Que la película esté basada en el libro autobiográfico de Christian Streiff, ex CEO de Airbus y Peugeot, no hace más que confirmar que se trata de una fórmula. Un hombre en problemas utiliza la instancia de la rehabilitación para concederle al protagonista una oportunidad para reconstruir también su identidad, para revisar el vínculo con sus afectos y la gente que lo rodea. Para decirlo con palabras exactas, la posibilidad de la redención. Como alegoría de eso mismo, el guión aprovecha la figura de la fonoaudióloga que lo asiste para subrayar la cuestión en torno a la identidad, haciendo de ella una mujer adoptada que en su adultez necesita encontrar a la madre que la trajo al mundo y la abandonó. Es cierto que las metáforas son aquí bastante simples, pero aún así el film consigue en varios pasajes eludir el artificio sobre todo a través del buen trabajo de los protagonistas, Fabrice Luchini y Leila Bekhti. Es su eficacia la que mantiene a flote la nave, sacándole el máximo provecho a los compartimientos emotivos del relato, para que cuando haya que llorar el público llore, y cuando tenga que reír, se ría.
Entre los muros Los documentalistas trazan un retrato preciso y empático de los alumnos de un secundario difícil de Villa Lugano. La docente entra al aula donde debe comenzar la primera clase del año, pero los alumnos hablan a los gritos, se empujan, miran sus teléfonos o hacen cualquier otra cosa, menos prestar atención. Más aún, parece que estuvieran poniendo un especial cuidado en hacerle notar que, no importa lo que haga, no existe ninguna posibilidad de que vayan a prestársela, ni ahora ni nunca. “No queremos aprender” es el mensaje cifrado que preanuncia una guerra que podría durar todo el ciclo lectivo. Se trata de un grupo difícil, integrado por adolescentes de los barrios marginales de la ciudad, muchos de ellos parte de distintas comunidades de inmigrantes a las que el resto de la sociedad no suele tratar con cariño ni respeto. La profesora ya pasó por esto antes y sabe que no es contra ella, no es personal, porque el imperativo de desafiar a los adultos es un ritual que los jóvenes repiten desde el inicio de los tiempos. Con paciencia y astucia ella se irá ganando el interés de ese alumnado díscolo, un trabajo arduo, pero al final de la película la actitud desafiante del comienzo se transformará en afecto. Y, casi sin darse cuenta del truco, será a través de ese vínculo amoroso que cada uno de los chicos terminará el año cumpliendo con el objetivo que unos meses antes prometían no alcanzar: el de aprender. El lector atento de la sección podría pensar que se trata de un pifie del crítico y que el párrafo anterior es la sinopsis de Entre los muros, la película que consagró a Laurent Cantet, publicada por error once años más tarde. Y tendrá razón a medias, porque aunque en realidad la trama calza con exactitud en la película del cineasta francés, también es precisa a la hora de contar lo que ocurre en La escuela contra el margen, dirigida por Diego Carabelli y Lisandro González Ursi. No se trata de un plagio ni de nada parecido, sino de un fondo común sobre el que ambas películas trabajan para contar historias similares que también tienen sus diferencias. Como que en la película de Cantet el docente era un varón o que la de los directores argentinos es un documental, aunque ninguno de esos detalles es importante: Entre los muros bien podría ser un documental y La escuela contra el margen podría verse como una ficción híperrealista, y nada cambiaría. Filmada en la secundaria Manuel Mujica Láinez de Villa Lugano, el film de Carabelli y González Ursi comienza con una secuencia que establece su objetivo. En ella, un mapa de Buenos Aires es utilizado para señalar la zona en la que se encuentra la escuela y cuáles son las condiciones sociales e históricas que la definen. Siguiendo el relato de una voz en off, el mapa es intervenido con fibrones y resaltadores para mostrar de modo didáctico las desigualdades de una ciudad dividida en un norte y rico y un sur pobre, para señalar las tensiones entre los barrios y villas que conforman Villa Lugano (el sector más pobre de la ciudad) o recordar la trágica cronología de la toma del Parque Indoamericano en 2010. Al final se indica que lo que se verá es un trabajo realizado en 2015, diseñado para entender de qué forma perciben esa compleja realidad los jóvenes que la viven a diario en carne propia. Carabelli y González Ursi retratan el cambio de actitud de esos chicos que miran con recelo a su profesora. Pero lo hacen con gracia, sin resignar empatía, sabiendo que se trata de la actitud de autodefensa de quién está acostumbrado a cargar con los estigmas que el resto de la sociedad porteña (con ayuda del aparato mediático) suele colgarles no solo a los vecinos de Lugano, sino a los de buena parte del país. La profesora orienta el trabajo a intentar que sus alumnos descarguen el peso de la mirada de los otros, para empezar a verse a sí mismos y así descubrir los valores que los prejuicios ajenos mantenían ocultos. Será esa revelación la que convierta a chicos y chicas de actitud indómita en jóvenes conscientes de su propia circunstancia. La reafirmación de que el conocimiento y la educación son las herramientas más eficaces para un cambio profundo en la sociedad y sus individuos. Pero no solo para estos chicos: La escuela contra el margen es una oportunidad para que el espectador también deconstruya sus propios prejuicios de clase.
Angry Birds 2: pájaros cabreros Afirmar que Angry Birds 2: La película es el segundo largometraje basado en los personajes del videojuego homónimo implica al menos una inexactitud. Es que en realidad el desarrollo de personajes casi no existía en aquel juego que se hizo popular en su versión para smartphones. Se trata apenas de una serie de pájaros cuyo diseño tiende a la esfera, que el jugador debe arrojar como proyectiles utilizando para ello distintos tipos de catapultas y gomeras gigantes con el objetivo de derribar una serie de construcciones y apilamientos, y de paso recuperar unos huevos que han sido robados por una comunidad de jocosos cerditos verdes. La personalidad de estas aves temperamentales es entonces un producto de su migración al hemisferio del cine, un pasaje que parece tener exclusivos fines reproductivos, no tanto de ellas mismas sino más bien de los dólares que de su explotación se obtienen. Por supuesto que ese origen mercantil no invalida la posibilidad de un desarrollo cinematográfico noble, aunque en su mayoría los casos similares acaban mostrando la hilacha. Existen ejemplos de franquicias que llegadas a la pantalla desde el territorio del marketing consiguieron revalidar su éxito a partir de una virtuosa utilización de los recursos narrativos del cine. Entre ellos se destacan las películas basadas en el juego de piezas de encastre LEGO e incluso se puede incluir en este rubro a las adaptaciones inspiradas en la historieta, que si bien hoy constituyen el principal motor de la industria, hasta hace menos de 20 años eran un terreno (casi) extranjero para el cine. Incluso el primer film de estos pájaros cabreros puede servir de prueba. En ocasión de su estreno hace tres años, el colega Ezequiel Boetti escribió en este mismo espacio que lejos de contentarse con la mera explotación de la marca, la película manejaba con tino las herramientas de la comedia física y aprovechaba los buenos oficios de un elenco integrado por grandes figuras de la Nueva Comedia Americana, como Jason Sudeikis, Maya Rudolph, Bill Hader o Danny McBride. El primero de esos méritos vuelve a ser el principal recurso de esta secuela, en tanto que el segundo constituye un misterio irresoluble, ya que la versión subtitulada no llegó al país ni siquiera para las proyecciones de prensa. Una costumbre espantosa, cada vez más extendida. Más allá de eso,Angry Birds 2 es apenas un producto más que la línea de montaje de Hollywood escupe al circuito comercial, no tanto para hacerle honor al relato cinematográfico sino para ocupar espacios y recaudar. Un artículo que tiene todos los tornillos en su lugar y que ha sido ensamblado siguiendo rigurosamente el manual de instrucciones, pero que carece del valor agregado de la creatividad o la sorpresa. Porque más allá de algunos gags divertidos o situaciones resueltas con gracia, en el resto de la película todo está colocado mecánicamente en su lugar. Demasiado en su lugar.
Anna: una chica peligrosa El realizador de Nikita y El perfecto asesino propone una película tan típica de su obra que alcanza con ver las primeras escenas para adivinar su presencia detrás de cámara. A quienes sientan predilección por el cine de acción y conozcan su evolución en los últimos 30 años, el nombre de Luc Besson les resultará familiar. Es que el de este francés puede ser considerado el más importante dentro de la vertiente europea del género, ya sea en las facetas de director, guionista o productor. O todas a la vez, como ocurre en Anna: El peligro tiene nombre, una película tan típica de su obra que alcanza con ver las primeras escenas para adivinar su presencia detrás de cámara. Sus dos horas incluyen casi todas las obsesiones que definen el estilo del realizador de Nikita y El perfecto asesino. El fetiche de incorporar el mundo de la moda en las tramas; la fascinación por las heroínas, muchas de cuyas intérpretes también fueron importadas sin escalas del ambiente de las pasarelas; sus escenas de acción barrocas; y una inclinación al desborde que suele dejar a casi todos sus trabajos (no solo a los de acción) al filo del absurdo. Estas y otras convenciones bessonianas se cumplen en Anna. Ya desde el comienzo por acá corre un aire inverosímil. Anna (la mannequin rusa Sasha Luss) es una hermosa joven que a fines de los ya hípercitados años ’80 trabaja vendiendo mamushkas en una feria de Moscú. Un día es reclutada por un caza talentos de una agencia de modas de París y la rubia se muda a la Ciudad Luz para comenzar una promisoria carrera como modelo. Seis meses después en una fiesta exclusiva le presentan a un empresario también ruso, con el que empieza una relación. Pero dos meses después él todavía no consiguió llevarla a la cama: ella quiere entender cuáles son realmente sus negocios y sin que haga falta que le insistan demasiado el tipo revela que trafica armas a Libia, a Siria y a todos los “malos” del mundo. No hace falta que se diga más: Anna saca un arma y le vuela la cabeza. Personajes como este traficante de boca demasiado floja solo pueden existir en películas de Besson. Por ese camino avanzará la historia de Anna, dando saltos temporales hacia atrás o hacia adelante para acumular vueltas de tuerca que fuerzan de manera artificial la aparición de una sorpresa tras otra, tensando al máximo el verosímil. El mismo artificio se hace evidente en las libertades de ambientación que se toma el director para crear unos ’80 de fantasía. En ese sentido Anna tiene algo de ciencia ficción retro, imaginando un escenario tecnológico que no se corresponde del todo con su época. Y eso que bien podría ser una búsqueda, por momentos se parece más a una urgencia: algunos giros de guion necesitan para poder existir de dispositivos que tal vez no habían sido inventados durante el final de la Guerra Fría. Ese tipo de pastiche siempre un poco tosco es lo que define al cine de Besson.Algunas veces el amontonamiento atolondrado produce porquerías notorias como Valerian (2017), su película inmediatamente anterior. Pero otras el desborde, que acá se intuye autoconsciente a medias (un buen uso del humor le concede el beneficio de la duda), genera historias que le inyectan adrenalina al espectador más allá de la eventual torpeza. Anna es una de ellas.
Vida de perros, pero en más de un sentido La mascota bautizada en honor a Ferrari es testigo de las fatalidades que sufre un prometedor piloto de carreras. Se sabe: el perro es el mejor amigo del hombre y a veces también de los productores de cine, que a fuerza de insistencia transformaron a los dramas con canino incluido en un subgénero. Su esfuerzo se apoya en un público fiel que paga las entradas, convirtiendo en éxito a películas como Marley y yo (David Frenkel, 2008), Siempre a su lado(Lasse Hallström, 2009), La razón de estar contigo (de nuevo Hallström, 2017) y La razón de estar contigo 2(Gail Mancuso, 2019) o Mis huellas a casa (Charles Martín Smith, 2019), por nombrar las últimas que se estrenaron por acá. Incluso hay quienes hicieron carrera en esto, como el citado Hallström o W. Bruce Cameron, autor de las novelas en las que se basan las tres últimas, y guionista de ellas junto a Cathryn Michon. La mención es útil para abordar el estreno de Mi amigo Enzo, de Simon Curtis, que muestra coincidencias con los trabajos de Cameron. Como en estos, acá el pulgoso en cuestión tiene una voz que desde un estricto off hace avanzar el relato, acompañando las acciones con reflexiones y comentarios que dan cuenta del paso del tiempo y la vida. El valor agregado de esa voz profunda es que pertenece a Kevin Costner, cuya efectividad se basa en la capacidad para ser ligero en los momentos luminosos y para pisar el acelerador del dramatismo cuando la cosa se pone fea. Pero sin abusar, aunque el guión se pase de rosca justamente en esa dirección. Quien haya visto algunos de los títulos mencionados sabrá que no hay forma de encontrar nada novedoso en la sinopsis de Mi amigo Enzo. A saber: el protagonista de turno, joven y soltero, elige una mascota: su mirada será el punto de vista de la película. En este caso se trata de Denny Swift, un prometedor piloto de carreras que se enamora, se casa, se reproduce y debe lidiar con dificultades de distinto grado a las que lo enfrentan las curvas de la vida. Que a partir de la mitad del film son muchas, demasiadas, y cada vez más extremas. Estas fatalidades son además una excusa para que la película incluya una mirada (pseudo) espiritual cercana al universo de la autoayuda. Enzo (bautizado en honor al fundador de Ferrari) es testigo privilegiado de todo y la película se apega a estrictamente a ese dispositivo. De ese modo, será su presencia la que defina qué es lo que se pone en escena y qué es lo que queda fuera de campo. Un rigor que no suelen tener otros títulos del subgénero, aunque eso no significa que este sea mejor que los demás, y si eventualmente lo es, no será solo por eso. Sin ser una gran película, Mi amigo Enzo logra crear algunos climas emotivos con herramientas genuinas, incluso cuando, como se dijo, el guión abusa de las tragedias que Denny debe afrontar, agobiándolo por momentos casi con saña. Como si se tratara de una ecuación, esta clase de películas necesitan equilibrar la balanza incluyendo, por ejemplo, un final tranquilizador, casi religioso. Porque si el espectador se irá de la sala llorando, que sea al menos creyendo que hay esperanza.
Rápidos y furiosos: la historia como farsa La película se aparta de la premisa “autos corriendo por todas partes” que alimenta a la serie y que recién aparece a todo trapo en la secuencia de acción final. Marx dijo (Karl, no los hermanos; aunque Groucho también podría haberlo hecho) que “la Historia ocurre dos veces, primero como tragedia, luego como farsa”. Casi todo el mundo oyó la frase alguna vez y sin dudas la conocía otro filósofo, Francis Fukuyama, quien a comienzos de los ’90 acuñó el concepto de Fin de la Historia para celebrar la derrota del marxismo, la supremacía del capital y el advenimiento del reinado de la economía de mercado. Más allá (o mejor dicho: más acá) de las discusiones en torno a estas ideas, ambas pueden ser útiles para pensar el estreno de Rápidos y furiosos: Hobbs & Shaw, derivado de la saga cinematográfica más exitosa de la historia si se la evalúa a partir de la relación contenido-beneficio. Este desvío que toma la serie nacida con el comienzo del siglo, hace ya nueve películas, se corre por primera vez de los protagonistas originales, los miembros de “la familia Toretto”. En su lugar pone al frente a los personajes del policía Luke Hobbs (Dwayne Johnson) y el ex agente prófugo Deckard Shaw (Jason Statham), aparecidos en los episodios 5 y 6, quienes con sus nombres de pensadores comenzaron a ganar cada vez más peso hasta lograr este ascenso que los convierte en figuras centrales. La sinopsis es básica: una agente del MI6 es asaltada por un grupo comando cuando su escuadrón recuperaba un peligroso virus sintético. Para evitar que caiga en manos equivocadas, la heroína se inocula las cápsulas letales y huye. Ahí Hobbs y Shaw son convocados para ir tras la prófuga y el terrorista superhumano que la sigue. Como siempre, el producto gira en torno de la acción, pero a diferencia de los primeros episodios “serios” de la saga, esta vez se trata de una comedia abierta. Para ello son vitales las habilidades de Johnson y Statham, tal vez los héroes de acción puros y duros con mayores dotes para jugar con la farsa en la actualidad. En otras palabras, dentro de la estructura de la saga Rápidos y Furiosos: Hobbs & Shawhabita en el segundo término del aforismo marxista. La película incluso se aparta bastante de la premisa “autos corriendo por todas partes” que alimenta a la serie y que recién aparece a todo trapo en la secuencia de acción final. El carácter farsesco se confirma en todas partes, aunque con pocas luces. La gracia se basa sobre todo en la enemistad entre los protagonistas, quienes durante casi toda la película se chicanean con epigramas propios de adolescentes. El chiste puede ser gracioso un rato, pero no se sostiene como único recurso humorístico en una película de más de dos horas. Como ocurre en la rama central de la historia, el derivado replica al original configurando una nueva estructura familiar entre sus protagonistas. Y de paso presenta a sus futuros integrantes, cuyas apariciones sorpresa están entre lo mejor del film. Se trata de una nueva familia que quizá alguna vez se termine cruzando con la original para deleite del fandom. Y de los productores. Porque como dijeron Fukuyama y su colega Jacobo Winograd (y el cine parece haber aceptado en las últimas décadas): billetera mata… lo que sea.
Entre la fantasía y la realidad Premiada en el Festival de Cannes 2018, la película de João Salaviza y Renée Nader Messora tiene un aire de familia con el cine del tailandés Apichatpong Weerasethakul. Premiada en el Festival de Cannes 2018, donde formó parte de la competencia Un Certain Regard, la luso-brasileña Chuva é cantoria na aldeia dos mortos es una película que parece surgir de las diferentes tensiones que se dan entre distintos pares que a priori parecen opuestos. En primer lugar este film dirigido a cuatro manos por la carioca Renée Nader Messora y el portugués João Salaviza elige como territorio narrativo la frontera entre la fantasía y la realidad. Lo que en términos cinematográficos equivale a decir que se trata de una película que en apariencia fluye a dos aguas entre ficción y documental. Porque aunque es posible afirmar que el relato que aquí se pone en escena responde a un guion “artístico” y por lo tanto sus personajes son construcciones que interpretan un grupo de actores, la película también contiene una serie de elementos que la emparientan con lo documental. Chuva é cantoria... tiene como protagonista a Ihjãc, un adolescente miembro de los Krahô, pueblo indígena que habita el macizo central del Brasil.La película comienza con una secuencia nocturna en la que él camina por la selva, a la que una poderosa luz de luna pinta de color azul plata. El joven avanza como en un sueño, mirando como si todo lo familiar se hubiera vuelto extraño, y así llega hasta la orilla de un río al pie de una cascada. Aunque todo lo que se muestra a lo largo de la escena tiene un efecto cautivante, el secreto hipnótico se encuentra en la alfombra sonora que acompaña a las imágenes: el sonido de la selva, un coro en el que se combinan lo animal, lo vegetal y lo mineral. Es el sonido de una creación en la que no existe el silencio. Sentado en la rivera Ihjãc comienza un extraño diálogo con su padre muerto. La voz del difunto le pide que no olvide las fiestas funerarias para que su alma pueda dejar de vagar en el frío nocturno y partir hacia su nueva aldea, la aldea de los muertos. Luego le pide al chico que entre al agua y lo tienta ofreciéndole un pez, pero cuando este se niega la voz del padre desaparece. Entonces Ihjãc arroja un leño al río y ahí, sobre el agua, comienza a arder un fuego inexplicable mientras la selva enmudece por única vez en la película. Ese comienzo, que tiene un aire de familia con el cine del tailandés Apichatpong Weerasethakul (en especial con El hombre que podía recordar sus vidas pasadas, 2010), marca otro de los dípticos que sostienen al film: la dualidad humana entre la certeza de lo físico y la esperanza (en el mejor de los casos) de una realidad espiritual, la continuidad de la existencia más allá de los límites de la materia. La aldea de los muertos. Tan fuerte es la dualidad, que durante el resto del relato la vida de Ihjãc se verá trastornada por esas presencias espirituales que le exigen un cambio para el que no se siente listo. Sobrepasado, el chico enferma y desconfiando de las palabras del viejo de la aldea, quien le dice que se trata de los espíritus que lo han elegido para convertirse en chamán, decide viajar a la ciudad para consultar a un médico. Ese contacto con la realidad tal como se la entiende en Occidente, expone otras cuestiones en torno de lo social. Sin subrayarlo, utilizando el recurso sencillo de poner a Ihjãc en la ciudad, de sacarlo de su idioma nativo para empujarlo al portugués, la película muestra el lugar marginal que las culturas originales siguen ocupando en el gran mapa cultural de América. La escena en la que la médica se niega a reconocer el nombre de Ihjãc, obligándolo a utilizar su nombre portugués (Henrique), pone en primer plano mecanismos sociales que parecen más propios de los tiempos coloniales que del siglo XXI. Interpretada por miembros del pueblo Krahô que en la película tienen los mismos nombres que en la vida (sin que ello signifique que se interpretan a sí mismos), Chuva é cantoria… también puede ser vista como un sueño. Uno en el que la vigilia de nuestra realidad urbana es apenas una nota al pie, casi una pesadilla, y en el que lo ineludiblemente real y concreto sigue siendo esa convivencia con mundos que están más allá de este. Y la presencia ineludible de una creación omnipresente que se niega a hacer silencio.
Un documentalista estilo Indiana Jones Puede decirse que la filmografía de Ricardo Preve está marcada por intenciones e intereses que van de lo sociológico a lo esencialmente humano, que anteceden a los temas sobre los que luego girarán sus películas. No es osado pensar que para este director el cine es una herramienta de comunicación que le permite amplificar esas intenciones de modo que sus trabajos funcionen como transmisores no tanto de un mensaje, como de una determinada información. Eso es lo que puede pensarse de sus dos producciones dedicadas a abordar el Mal de Chagas, enfermedad rural que simboliza una de las grandes deudas que la Argentina mantiene en el ámbito de la salud pública. Chagas, un mal escondido (2005) y Chagas, el asesino silencioso (2013) marcan además la recurrencia temática, otra de las características de la obra de Preve que su último trabajo, Volviendo a casa, viene a confirmar. El documental cuenta la historia del submarino italiano Macalle, hundido durante la Segunda Guerra Mundial en el Mar Rojo tras embestir por accidente una barrera de coral frente a las costas de una isla desierta que forma parte del territorio de Sudán. Si bien Preve cuenta los pormenores de toda la historia, la película se enfoca sobre la figura de Carlo Acefalo, el único marinero de la tripulación que falleció mientras esperaban ser rescatados, cuyo cuerpo quedó sepultado en aquella isla. Preve divide al relato en tres. Por un lado el documental clásico, compuesto por un coro de cabezas parlantes y material de archivo que el montaje combina con documentos oficiales y fragmentos de los diarios que llevaron algunos náufragos, leídos en off. A eso se suma una reconstrucción ficcional que no ahorra en recursos técnicos que van desde una cuidada fotografía hasta el uso de efectos digitales agregados en post producción. Ambos elementos nunca se corren de lo previsible para este tipo de narraciones: mientras que lo específicamente documental aporta información, la ficción suma sobre todo desde lo emotivo. Lo más interesante de Volviendo a casa aparece en su tercer elemento: la búsqueda de los restos de Acefalo, donde la película asume la máscara de un film de aventura y misterio. Una versión modesta, minimalista y documental de Indiana Jones, en la que el propio Preve asume el rol protagónico (a veces excesivo) y organiza una expedición junto a un arqueólogo forense para regresar a la isla, hallar y repatriar los restos del marino perdido. Es ahí cuando el director logra transmitir la pasión aventurera que parece haberlo impulsado a llevar adelante este proyecto. Como se dijo, Volviendo a casa también marca una recurrencia. Preve ya realizó otro documental en el que la antropología forense era la estrella del relato. Se trata de Los huesos de Catherine, en la que identifica los restos de la primera inmigrante galesa fallecida en la Patagonia. El díptico confirma, entonces, que el cine es también para Preve el vehículo para canalizar algunas obsesiones que lo desvelan.
El Pink Floyd de los pobres “Bienvenidos a Curuzú Cuatiá, la ciudad donde raramente ocurre algo. Y si ocurre vamos a tomarnos la molestia de negarlo. Sistemáticamente.” De esta forma, uno de los personajes que componen el coro de voces del documental Encandilan luces, viaje psicotrópico con Los Síquicos Litoraleños, define a esa ciudad ubicada en la provincia de Corrientes. Ese mismo es el ecosistema que produjo a los inclasificables Síquicos Litoraleños, banda de ¿rock? que de alguna manera da fe de lo certera que es aquella afirmación del comienzo. La pregunta surge sola: ¿quiénes son estos Síquicos Litoraleños? Para responderla, por suerte, existe esta película, ópera prima de Alejandro Gallo Bermúdez. Se trata de una banda formada durante los primeros años del siglo XXI en esa ciudad que Manuel Belgrano fundó el mismo año de la Revolución de Mayo. A falta de mejores recursos alguien definió a Los Síquicos como “El Pink Floyd de los pobres”. Ese título nobiliario que pretende vincular a la realeza del rock con una agrupación surgida de lo más under del under, puede ser considerado un eslogan ingenioso para generar curiosidad o promocionar a la banda en cuestión, pero por cierto no les hace honor para nada. Los Síquicos son mucho menos que eso, pero sobre todo mucho más. ¿Pero mucho menos de qué? ¿Mucho más cómo? Justamente en el intento de abarcar el universo que hay entre ambas preguntas se encuentra el mérito de Encandilan Luces. Debe decirse que Los Síquicos son un delirio absoluto mucho más cercano a bandas como Reynolds e incluso a lo más ruidoso de John Zorn, pero con una puesta en escena performática, humorística y kistch. Los Síquicos son como cinco Ziggy Stardust tuneados en un depósito de cotillón viejo. Pero lo que más llama la atención de ellos no es eso, sino la forma en que se convirtieron en un nodo cultural que absorbió la tradición chamamecera de la ciudad, para regurgitarla en algo que ellos bautizaron como "chipadelia", la simbiosis perfecta entre los sabrosos pancitos típicos de la cocina guaraní y lo más lisérgico de la psicodelia, hongos alucinógenos incluidos. Un combo que les permitió realizar un par de giras europeas. De todo eso se nutrió una pléyade de Salieris dispuestos a transmutar lo que era un impulso único e irrepetible, en una escena con identidad propia que convirtió a Curuzú Cuatiá en el centro de un universo aún por descubrir. La película de Gallo Bermúdez de algún modo también tiene esa aspiración, intentando construir un relato cinematográfico que se alimente de esa estética síquica y litoraleña. Muchas veces lo consigue, generando momentos realmente extraños; en otros parece sobreactuar el delirio. A pesar de eso el documental le hace honor a sus protagonistas y deja entornada una puerta para que quien guste se atreva a descubrirlos.
Un director en busca de sus propios límites En su quinto largometraje, el realizador de Ausente filma el cuerpo masculino a la manera renacentista, pero de un renacentismo nac & pop. A partir de una obra que ya es importante no solo en volumen sino en contenido, el cineasta Marco Berger se ha convertido en un referente del cine queer a nivel local, llegando incluso a obtener buenas repercusiones en el plano internacional, como cuando Ausente(2011), su segundo trabajo, recibió el premio Teddy con el que el Festival de Cine de Berlín reconoce a la mejor película de cada edición dedicada a abordar temáticas LGBT. Un rubio es su quinto largometraje (el noveno si se incluyen codirecciones y trabajos colectivos) y en él vuelve sin complejos sobre los tópicos y obsesiones de los que se compone su filmografía. Porque a pesar de su extensión, todas las películas que la integran parecen ordenarse en torno a un conjunto de elementos muy específicos y un objetivo claro: retratar el momento en el que la atracción sexual entre dos hombres se convierte en algo más. Así, con recurrencia ciclotímica, Berger cuenta una y otra vez la misma historia, pero filmando películas siempre distintas. Puede decirse incluso que construye sus relatos siguiendo el mismo patrón que sus personajes recorren para encontrar el amor: el primer ancla siempre es el cuerpo y solo después es posible todo lo demás. Berger filma el cuerpo masculino con especial deleite, convirtiendo al lente de la cámara ya no en un ojo para el espectador, sino casi en una mano con la que se acaricia el objeto del deseo. No es descabellado ver una ambición renacentista en esa forma particular de registrar el cuerpo, que tanto puede estar cubierto como desnudo e ir desde el plano general al plano detalle para no dejar abdomen, espalda, glúteo o sexo sin recorrer. Un renacentismo nac & pop que por momentos, es cierto, puede volverse algo excesivo. La afirmación se cumple especialmente en Un rubio, en cuya puesta en escena el director sobrepasa sus propios límites, atreviéndose a trabajar mucho más sobre la piel de sus personajes, incluso en acción. Superada esa primera etapa física, que podría definirse como de exploración hedonista, Berger comienza a preocuparse por encontrar profundidad narrativa. El escenario de Un rubio es una casa ubicada en algún barrio popular dentro de la banda norte del conurbano, que suele ser el centro de reunión de una banda de amigos. Juan y Gabriel comparten la casa, el primero en carácter de dueño, el segundo como inquilino. Ambos además trabajan juntos en un aserradero y no pueden ser más distintos. Juan es el típico macho alfa, de instintos sexuales fuertes y conducta territorial. Gabriel en cambio es callado (le dicen El Mudo), discreto, en apariencia poco expresivo y sumiso. Juan, que juega de local, será quien asumirá un rol activo, desplegando una serie de recursos que van de la seducción clásica (miradas intencionadas y creación de climas de tensión) a la provocación lisa y llana (tocar como al pasar el cuerpo del otro en puntos específicos o pasearse en bolas junto a las minas que lleva a la casa). Berger aprovecha esas diferencias radicales entre los protagonistas para explorar los dos lados de una misma trama. Algo que también ocurría con el alumno provocador y el profesor culposo de Ausente, o con los amigos de Hawaii(2013). En Un rubio el director propone dos modelos de masculinidad que en un primer nivel se vinculan con la elección sexual de sus personajes, pero que pueden hacerse extensivos a cualquier otro ámbito. De un lado el deber ser: ser macho, tener una familia, cumplir con las expectativas ajenas. En la otra orilla, el ser atravesado por un marco emocional ineludible. No es casual que Juan y Gabriel tengan conductas también opuestas en relación a su vínculo con lo femenino o la paternidad. Mientras que para Gabriel su hija y el recuerdo de su novia son parte fundamental del andamio emotivo que lo constituyen, para Juan se trata de diferentes espacios dentro de la misma jaula en la que oculta esa parte de su identidad que no quiere que los demás conozcan.