El poeta chileno en la clandestinidad. Si algo está claro en la filmografía de Pablo Larraín, el cineasta más importante de Chile si lo que se tiene en cuenta es su trascendencia y popularidad dentro y fuera de su país, es que el trazo fino no es lo que mejor le sale. Aunque sus películas muestran una puesta en escena cuidadísima y un despliegue de producción cada vez más rico, suele haber algo disruptivo en el orden del discurso y de lo narrativo que puede generar incomodidad. Como ocurre con el mexicano Alejandro G. Iñárritu, Larraín parece más preocupado por pensar en los efectos antes que en las causas, en la reacción antes que en la acción que la origina. Eso que en un lenguaje más llano suele graficarse con la figura del carro delante del caballo. Y Neruda, la primera de sus dos últimas películas en estrenarse acá (la otra es Jackie, basada en la célebre esposa de John F. Kennedy, también de pronto estreno), resulta emblemática respecto de dicha inversión lógica. Aquí se cuenta un momento específico en la vida del poeta, segundo Nobel de Literatura chileno (el primero fue para la también poeta Gabriela Mistral). A fines de la década de 1940, siendo senador de la república en representación del Partido Comunista, Neruda debió pasar a la clandestinidad debido al pedido de captura que pesaba sobre él, en el marco de una persecución política que llevó a prisión a gran cantidad de militantes, obreros y trabajadores rurales que profesaban ideas de izquierda. Larraín elige esta vez una estética vintage que remeda la del noir y los recursos técnicos del cine de la época retratada. Así se repiten escenas de ruta o calle en las que el vehículo se sacude delante de proyecciones del exterior, para generar la sensación de movimiento “a la antigua”. También se engolosina con los diálogos escalonados, que mantienen su continuidad pero que el guión y el montaje van segmentando en distintos escenarios, de modo que un personaje dice su línea en la cocina y el otro le responde en la plaza. En ambos casos se trata de juegos formales que no tienen ninguna contraparte narrativa y que quizá sólo puedan justificarse desde el capricho. El relato avanza guiado por la voz en off del policía encargado de cazar a Neruda, decisión que aspira a redondear una atmósfera “literaria”, de hard boiled, que también se hace evidente en el vestuario y el maquillaje; en una fotografía repleta de contraluces y escenas nocturnas; y en el contraste entre los escenarios opulentos en los que se mueve el poder corrupto y la sordidez noble y orgullosa del lumpen. Así, a partir del trazo grueso, de oposiciones simplificadoras y de manera algo manipuladora, es como Larraín entiende no sólo al cine, sino a los paisajes políticos que retrata. Esa dualidad ambigua también le sirve para quedar bien con Dios y con el diablo, para que nunca quede del todo claro cuál es el punto de observación que elige como artista para pararse a retratar la historia. Aunque es evidente que su mirada siempre está más arriba que la de los espectadores y desde ahí los ilumina.
El superhéroe tiene algo más para decir. Comedia paródica, crea su universo a partir del famoso juego de piezas de encastre, en este caso para sumar un nuevo listón a la extensa filmografía del ícono cinematográfico. El film trabaja bien el tema de las dualidades, sacándole el jugo a la rivalidad entre Batman y el Guasón. Cuando el bien merecido éxito de una película empieza a generar subproductos, comenzar a sentir miedo por la posibilidad de que los responsables terminen borrando con el codo lo ya conseguido es una reacción normal. LEGO Batman: La película, dirigida por el debutante Chris McKay, se estrena tres años después de la grande y grata sorpresa que resultó La gran aventura LEGO (Phil Lord y Christopher Miller, 2014), que fuera nominada a Mejor Película Animada en la edición 2015 de los Oscars. Como aquella, esta película crea su universo a partir del famoso juego de piezas de encastre, en este caso para sumar un nuevo listón a la extensa filmografía del superhéroe más popular del cine, al menos en la cantidad de películas que lo tienen como protagonista, bien lejos de Superman, el Hombre Araña o cualquiera de sus primos de la hiperactiva casa Marvel. Y debe decirse que se trata de un capítulo válido, que más allá de su carácter de comedia paródica no debe ser excluido de la historia oficial del personaje, en tanto no resulta menos excéntrico que la inolvidable serie de televisión de los 60, en la que el absurdo y la psicodelia pop se daban la mano. Con ella comparten el humor como canal de expresión y el hecho de representar muy bien la época a la cual pertenecen. Porque así como el tono humorístico del Batman de Adam West resultaba moderno al punto de no ser entendido cabalmente como tal hasta pasados varios años (o décadas), LEGO Batman también marca tendencia en la utilización de los recursos de los cuales dispone para trabajar sobre el humor. Es cierto que en casos como este se puede llegar a pensar que la historia es lo de menos, ya que la gracia pasaría por otra parte, en particular por el modo en que el universo del personaje es recreado a partir de la lógica propia del juguete que le da nombre al film. Pero se trata de una suposición falsa: la historia siempre importa y LEGO Batman trabaja ese aspecto con esmero. La película comienza con el Guasón dispuesto a darle un golpe de muerte a Ciudad Gótica, a partir de un plan maestro que incluye la colaboración de todos los enemigos históricos del héroe. Pero Batman aparece a último momento y arruina los planes de su archienemigo, no sin antes dejarle claro que para él se trata de un rival como cualquier otro, sin nada de especial. Trabajada como una escena de ruptura amorosa, el Guasón huye con el corazón roto por el desengaño y, despechado, se jura a sí mismo volver por más. LEGO Batman recorre de manera eficiente el camino de la autoconciencia, citando y haciendo referencias a todas las apariciones en cine y televisión del personaje, incluyendo claro, la fallida Batman vs. Superman (Zack Snyder), estrenada el año pasado. Ese carácter reflexivo y la combinación de un humor que sabe hacer equilibrio entre lo infantil y un tono desaforado más próximo al absurdo y a la Nueva Comedia Americana, producen una larga lista de buenos momentos. Sin embargo lo más fino de la película sigue estando en ese juego de atracciones y repulsiones que surge entre el protagonista y su enemigo. Lejos de rechazar al villano de manera terminante, LEGO Batman lo aprovecha para trabajar sobre el tema de las dualidades. Como en La Ilíada, en la que Homero conseguía hacer de la valentía de Héctor una herramienta para tomar real dimensión del valor de las hazañas de Aquiles, aquí el Guasón logra que su lugar de némesis también sea revalorado y reconocido, consiguiendo además que el vanidoso superhéroe deba darse un buen baño de humildad. De ese modo traslada el asunto de la duplicidad incluso a un nivel interior, en el cual el protagonista se permite revisar y rehacer su vida, pero un poco más feliz que antes. Porque en el fondo, en LEGO Batman todo se trata de aprender y de aceptar. Eso sin permitir que el espíritu festivo se detenga en ningún momento a tomar aire y sin dejar títere con cabeza: de Superman a Iron Man, acá cobra todo el mundo.
El perro viejo pierde el pelo pero no las mañas. El sueco Lasse Hallström –que ya lleva más de 25 años de carrera en Hollywood y 15 películas rodadas ahí en ese largo período– es un director que, antes que un estilo, tiene mañas. Las más alevosamente reconocibles son la sensiblería pueril, el efectismo a destajo, las resoluciones con impacto gratuito, el realismo mágico más ramplón, la corrección política potenciada, una habilidad sobrenatural para manipular los sentimientos de los espectadores y una blindada condescendencia con ellos. Y el oficio suficiente para empaquetar todo eso en películas que siempre lucen como grandes producciones, con elencos estelares incluidos. Ambos términos de la ecuación (es decir, su prolífica carrera en los Estados Unidos por un lado y sus mañas por el otro) se encuentran vinculados estrechamente a través del principio físico de la acción y la reacción, o del concepto más bien filosófico de la causa y el efecto. Son justamente esas mañas las que lo han convertido en un cineasta con el suficiente éxito como para que los grandes estudios ni siquiera lo duden a la hora de financiar sus trabajos. La razón de estar contigo es el último de ellos y su receta incluye todos los ingredientes de un Hallström auténtico. Se trata de una película cuyo protagonista es un perro, con voz en off y todo, que tiene además un elemento fantástico al filo de la espiritualidad new age. En realidad se trata del espíritu (o la consciencia) de un perro que va transmigrando, viviendo las vidas de cinco perros distintos pero conservando, digamos, la “memoria astral”. Sin dudas Hallström se debe haber enamorado de inmediato de un proyecto así, que no sólo le permitió quintuplicar la cantidad de golpes emocionales, sino que le brindó la posibilidad única de filmar cinco finales manipuladores en una misma película. Y hasta se da el lujo antológico de incluir una toma subjetiva desde adentro de la nariz de uno de los perros. Aún así hay un momento inicial en la película, que le corresponde a la segunda de las historias del can reencarnante, en la que parece que todo correrá por caminos similares a los de la exitosa Marley y yo, de David Frenkel, contando la vida de una familia a través de su vínculo con el perro. Sólo que en lugar de transcurrir en la actualidad está ambientada en los ‘60. En ese largo segmento, que es el principal, el guión se concentra en sus personajes, en los vínculos entre ellos, en sus deseos y en sus fracasos, generando una atmosfera narrativa que se sigue con interés. En el camino ofrece un retrato modesto pero efectivo de una época en la que los estadounidenses despertaron del sueño americano, comprobando que el estado de confort de la posguerra no era más que una ilusión. Pero el inesperado ciclo de resurrecciones hace que todo eso se desmorone de golpe, permitiendo que La razón de estar contigo se extravíe sin remedio y para siempre en el caprichoso berenjenal del universo Hallström.
El cine como una necesidad. A partir de la figura de una suerte de Robin Hood del Chaco, Albertina Carri enhebra historias, relatos políticos sobre sus personajes y su propia vida, con un correlato entre la abundancia de líneas narrativas y la división de la imagen en varias pantallas. Cine y política: esos son los caminos que parecen cruzarse de manera inevitable y recurrente en la obra de Albertina Carri. Una obra que, tal vez como en ningún otro cineasta argentino, representa además una permanente búsqueda de orden personal, que no sólo debe ser entendida desde lo estético sino, sobre todo, en el campo de lo estrictamente íntimo. Como ocurría con su película Los rubios y también con La rabia, su nuevo trabajo, Cuatreros, vuelve a tener como origen una explosión catártica que la directora de nuevo consigue transformar en algo más. Consciente de él, Carri no reniega ni se opone a este mecanismo repetido, sino que se deja arrastrar (aunque en su caso quizá la palabra más adecuada sea “arrasar”) por ese torrente caudaloso, excesivo y a veces ingobernable, que ella misma derrama en borbotones de imágenes y palabras, como si nunca alcanzara a decir o mostrar todo lo que necesita expresar en cada una de sus películas. Así es Cuatreros: un tsunami de discursos que con aparente falta de filtro Carri va arrojando sin pausa desde la pantalla y demandarán del espectador ser un nadador diestro para atravesar esas aguas turbulentas. Porque si no se es capaz de seguir el ritmo que la directora propone, la película puede volverse laberíntica. Sin embargo, Carri se las arregla para que sus relatos puedan ser retomados si alguien extravía el rumbo en medio del trayecto. La directora va enhebrando historias, relatos políticos y teorías sobre sus personajes o sobre su propia vida, a partir de la figura de Isidro Velázquez, un hombre que en la década de 1960 se convirtió en una leyenda en la provincia del Chaco. Delincuente para algunos, líder revolucionario o una suerte de Robin Hood de los páramos chaqueños para otros, Velázquez es una obsesión que Carri decidió convertir en película. Cuatreros es entonces el relato de esa y otras obsesiones que se van haciendo presentes a medida que el documental avanza. El film comienza hablando de Velázquez con la cita literal de un párrafo de Formas pre revolucionarias de la violencia, libro de 1968 escrito por Roberto Carri, padre de la cineasta, para enseguida desdoblarse en diferentes relatos, muchos de ellos en primera persona, que si de algo dan cuenta es de lo que el cine representa para la directora: una necesidad. Como si se tratara de un dique roto, Carri va desbordando su propia narración por acumulación: de palabras, por un lado; de imágenes por el otro. Su voz en off habla de la vida de Velázquez y sus compañeros; de su padre y de ese libro que posiblemente le haya costado su desaparición y la de su mujer durante la dictadura; del film que proyecta hacer sobre el personaje y sobre las varias películas truncas basadas en él que otros cineastas intentaron antes que ella; de la forma en que su matrimonio se deteriora mientras el proyecto de filmar la historia de Velázquez se va convirtiendo en una imposibilidad; de las dificultades de querer ser madre sin dejar de ser mujer. La abundancia de líneas narrativas tiene un correlato de imágenes que se multiplican en una pantalla que en ocasiones llega a dividirse en dos, tres y hasta cinco pantallas, que van presentando un abundante material de archivo de manera simultánea. Cuatreros es la suma de todos esos desbordes. Si algo identifica a las películas de Carri, y esta no es la excepción, es su carácter de viaje personal. Como en toda odisea, el protagonista –que está claro no es Velázquez, sino la propia directora– debe llegar al final del camino siendo otro. Tal vez sin respuesta para ninguna de las preguntas con las que comenzó su recorrido, pero habiendo aprendido algo. Si es posible pensar a Cuatreros como el relato de muchos fracasos (el de la película que no se pudo filmar; el de un matrimonio que se acaba; el de la búsqueda de una película perdida que nunca aparece; el de la hija que sigue sin encontrar a sus padres), también es cierto que Carri ha elegido un final en el que se permite dejar de mirar al pasado en busca de respuestas, para ver hacia el futuro, que también es una incógnita. Un final en el que la directora se saca de una vez los zapatitos de hija, para calzarse las botas de madre y cumplir junto a su hijo con el destino que sus propios padres nunca tuvieron la oportunidad de ver realizado, porque alguien decidió que estaba bien arrebatárselos con violencia en el rincón más oscuro de su historia.
Una película de autoayuda para chicos. Un detalle por el que podría recordarse al 2016 es por las películas de niños con amigos gigantes y/o monstruosos. Con El buen amigo gigante de Steven Spielberg como mascarón de proa, la cosa se volvió tendencia con los estrenos de Mi amigo el dragón, de David Lowery, y Un monstruo viene a verme, de Juan Antonio Bayona, que acá llega con algunos meses de retraso extra. Dicha demora tal vez no sea arbitraria y se deba a las esperanzas de su distribuidor local de que el film obtuviera el espaldarazo de alguna nominación a los Oscar que nunca llegó. Y no está mal que no ocurriera, porque más allá de los méritos técnicos, las correctas actuaciones, la espléndida (aunque esta vez un poco sobreactuada) voz de Liam Neeson o lo emotivo de algunas secuencias, lo cierto es que la única nominación que habría resultado justa hubiera sido la de Mejor Drama Psicoanalítico. Categoría que habría que haber creado ad hoc para la ocasión. El bullying al que el protagonista es sometido en la escuela; la madre joven y enferma terminal que lo enfrenta a una inminente orfandad; la ausencia del padre y la creación de una figura masculina imaginaria e idealizada; el dibujo como canal a través del cual las fantasías literalmente cobran vida; los conflictos con la abuela materna, quien pretende tapar esos huecos que hacen sufrir a su nieto; la forma en que el chico oye discusiones adultas que no debería oír o ve situaciones que no debería ver, siempre a través de puertas entornadas; el modo en que espía a través del ojo de la cerradura la vieja habitación que ocupaba su propia madre en la casa materna. Arquetipos que el psicoanálisis utiliza para abordar una etapa compleja como el final de la infancia. Para lidiar con todo eso, el pequeño Connor se inventa un monstruo que, para seguir en línea con lo anterior, no sólo encarna los miedos del protagonista sino que viene a proponerle de forma expresa la posibilidad de sanar sus heridas emocionales contándole cuentos. Es decir, una cura a través de la palabra. Que el monstruo surja de un árbol que se yergue junto al cementerio y la centenaria iglesia del pueblo no hace más que potenciar los excesos simbólicos. El problema no es la filiación de la historia que Bayona adaptó al cine a partir de una novela de Patrick Ness –quién se encargó del guión– con la disciplina creada por Sigmund Freud, sino el carácter absoluto con que se le impone al espectador, sin dejar resquicio por los que se pueda colar una lectura alternativa. El colmo llega sobre el final, cuando Connor no solo es empujado por su monstruo a vivir su peor pesadilla más allá del momento en el que siempre se despierta, sino también a encontrarle una explicación, en una escena que replica una sesión entre paciente y analista. Si a esa obvia representación se suma la mención de la fe como herramienta de sanación o frases como “no hay buenos y malos, todos somos ambas cosas” o “lo importante no es lo que dices sino lo que haces”, se puede decir que Un monstruo viene a verme es casi una película de autoayuda para chicos.
Final del Mundial y de una vieja amistad. Ambientada y –según avisa la película en su primer fotograma– rodada durante la final del mundial de fútbol Brasil 2014, Línea de cuatro es una producción típica de lo más independiente del cine argentino. Rodada con recursos técnicos mínimos y una única locación, pero con el ingenio puesto en el desarrollo de una historia que le saca el jugo a sus limitaciones, el film de Diego Bliffeld y Nicolás Diodovich resulta un caso arquetípico del cine construido a partir del deseo de hacerlo y en contra de la lógica industrial. De factura absolutamente artesanal, Línea de cuatro genera y sostiene largos momentos de tensión e interés a partir de una premisa muy básica: un grupo de cuatro amigos que no ha conseguido reunirse completo desde hace cuatro años, se junta para compartir la final del mundial. Los directores aprovechan la doble tensión generada por el reencuentro y por lo que representó para el hombre argentino promedio que la selección de fútbol volviera a jugar la instancia definitoria de un mundial. Desde ahí, tejen y destejen una compleja trama de vínculos en la que el mero presente es apenas una delgada superficie de hielo que no tarda en quebrarse, para descubrir una profunda crisis de amistad que tiene su origen en el suicidio de otro amigo, quinto integrante del grupo, también ocurrida hace cuatro años. Narrada en tiempo real durante los 90 minutos de aquel partido –que la Argentina perdió en tiempo suplementario–, Línea de cuatro retrata el dialogo desnudo de esos amigos para quienes la final acaba siendo apenas una excusa para poner sobre la mesa una serie verdades silenciadas, ahora sepultadas por el alud del tiempo. Aunque por momentos su puesta en escena resulta más propia de lo teatral que de lo cinematográfico y algún altibajo, el gran mérito de Línea de cuatro es que lo mejor de sus acciones transcurre durante su entretenido segundo acto. Luego de una introducción en la que la cosa se limita a reconstruir las charlas típicas (y vacuas) que se dan entre hombres cuando se juntan a ver un partido como éste, de a poco el guión ilumina ciertos aspectos oscuros no sólo de cada uno de estos cuatro amigos, sino de sus vínculos particulares. Con inteligencia, el fútbol se va esfumando, ahogado por la necesidad de estos amigos de encontrar algunas explicaciones, en particular la del deterioro que la relación ha sufrido en los años que separan una adolescencia idealizada de una madurez alcanzada a medias y muchas cuentas aún pendientes. El final tal vez no resulte del todo satisfactorio para quienes, al igual que los personajes, necesiten cerrar la historia para tener un panorama completo de lo que ocurrió entre ellos. Pero aunque se le pueda criticar la brusquedad y el artificio, también se debe el atrevimiento de terminar su película sin responder todas las preguntas, permitiendo que el espectador se lleve algunas de ellas para seguir peleando con los personajes mientras se vuelve a casa tras la proyección.
Caso testigo de película de videojuegos. El problema con la mayoría de las películas basadas en videojuegos es que se nota mucho que están más interesadas por el arqueo de caja que por tomarse al cine más o menos en serio. Entonces se vuelve evidente que no interesa construir un verosímil cinematográfico, sino que se contentan con reproducir visual y gráficamente los chirimbolos particulares de cada juego para contentar a sus fanáticos y, a lo sumo, capturar a algún consumidor serial de películas de acción (son muchos) o a aquellos espectadores que se dejan convencer por un cartel cargado de caras conocidas (también abundan). Toda esa descripción general encaja bien con las particularidades de Assassin’s Creed, suerte de caso testigo para este tipo de producciones. Iniciativa que, por otra parte, dispone de los recursos económicos que le permiten contar con un reparto de estrellas y recrear con lujo de detalle el universo fantástico del original. Que además son muchos, ya que la historia entrelaza dos realidades que el relato entrecruza. Una de ellas anclada en España durante la Inquisición, en la que un grupo llamado los Asesinos (los Assassins del título) le disputa a los Templarios la posesión de una reliquia religiosa llamada La Manzana que contiene, claro, algo así como la primera maldad de la humanidad. La segunda realidad transcurre en una suerte de presente futurista, en la que una corporación se encarga de rastrear aquella reliquia en busca de una cura genética para la “enfermedad” de la violencia. Entre ambas, un hombre es el único viajero capaz de unir ambas en busca de pistas que les permitan a los científicos del presente encontrar el lugar en donde aquella manzana fue ocultada en el pasado. Más allá de algunas escenas de acción entretenidas (lo mínimo que se le debe exigir a un film de este tipo), Assassin’s Creed avanza por el filo que separa lo convincente de lo intragable (y no pocas veces se adentra en lo profundo del lado incorrecto). No es necesario detenerse en detalles mínimos, como los pequeños errores que comete Michael Fassbender cuando su personaje regresa al pasado y tiene que hablar en español (en general lo hace dignamente), cuando se tienen escenas en las que este grupo de Assassins se enfrenta a un ejército inquisidor comandado por Torquemada en persona, peleando como ninjas. Este detalle, al que podría bautizarse como el Síndrome Matrix, de alguna manera pone al desnudo lo absurdo del recurso hollywoodense de meter las artes marciales en cualquier parte, cómo sea y a cuento de cualquier excusa. Incluso, como ocurre en este caso, cuando el asunto resulta tan poco convincente que al espectador no le queda más salida que empezar a ver como todo alrededor empieza a volverse absurdo o, lo que es peor, un poco ridículo. Una buena prueba de que la verdadera imaginación es una cosa muy distinta de la mera acumulación compulsiva de detalles inverosímiles.
El exorcista contra los parásitos. Hay algo interesante en el comienzo de La reencarnación, película de la cual se espera lo peor, como ocurre con todas aquellas producciones de clase B cuyo tema son las posesiones demoníacas. Y lo que sorprende es que su protagonista, el doctor Ember, no es un exorcista convencional y sus exorcismos distan mucho del modelo religioso (cristiano para más datos y católico para ser precisos), impuesto a partir del éxito de El exorcista (1973) de William Friedkin. Porque Ember no cree lidiar con demonios en un sentido estricto, sino con “entidades parasitarias en un cuerpo ocupado”, y su objetivo no es salvar almas, sino cumplir con una venganza personal. Los “exorcismos” de Ember son procedimientos en los que intervienen la ciencia y la técnica, y donde la fe parece no tener nada que ver. Se trata, claro, de una ciencia ficticia, que le permite a Ember migrar hacia el cuerpo tomado a partir de un trance provocado por un coma farmacológico autoinducido. Una vez dentro, su trabajo consiste en persuadir al verdadero dueño de que en realidad está siendo engañado a través de la proyección de su deseo más profundo, una suerte de sueño ideal muy vívido. Si consigue que el anfitrión deje de creer en la fantasía que el parásito propone, aquel podrá volver a tomar el control de su cuerpo. A diferencia de otros films de exorcismos, La reencarnación parece no proponer la clásica disputa del bien y el mal que siempre tiene a la culpa como motor. Por el contrario, sus procedimientos combinan la medicina con la física, la química e incluso el psicoanálisis (los posesos como víctimas de sus propios deseos llevados al extremo). Pero de un momento a otro el film dinamita ese imaginario propio para volver a la foja cero de las películas de exorcismos, en donde de repente la venganza se convierte en culpa y los parásitos en demonios que se aterrorizan ante un crucifijo enarbolado con prepotencia. Una traición que no sólo se desentiende de su propio universo, sino que se olvida de respetar al espectador, destruyendo la lógica con la que se organizaba para volverse subsidiaria del imaginario repetido de las películas del diablo. Algunos detalles previos también se revelan como simples repeticiones. Por ejemplo, dentro del procedimiento de expulsar a los parásitos, los dueños originales de los cuerpos deben cumplir con un acto de fe que consiste en saltar por una ventana al vacío, como demostración de que aceptan estar viviendo una fantasía. Como todos recordarán, saltar por una ventana era el gran acto de fe del padre Karras, primer eslabón de una cadena de exorcistas carcomidos por la culpa, que se ofrecen a sí mismo en sacrificio para vencer a un mal que no acepta ser derrotado. Aunque pose de otra cosa, La reencarnación es más de lo mismo.
Bienvenidos al tren. Mediante personajes encerrados en un tren bala infestado de zombies, Yeon Sang-ho se permite esbozar una crítica sobre el individualismo y su rol dentro de una sociedad capitalista como la coreana. Suponga que usted es aficionado al cine y le gusta presumir de su falta de prejuicios a la hora de elegir qué película irá a ver cada semana. Póngale que se considera capaz de disfrutar del drama más lacrimógeno como de las atroces salvajadas que imaginan los productores más sádicos del cine gore. Incluso si usted es todo eso, no sería raro que al ver el afiche del estreno de Invasión zombie lo primero que se le viniera a la cabeza, no sin fastidio, fuera la frase “otra vez están cayendo zombies de punta”, descartándola de plano como una opción valiosa. Y razones no le faltarían, porque el cine de terror suele abusar bastante del zombie (aunque no tanto como del diablo, el demonio y sus legiones de posesos; vea sino La reencarnación, otro de los estrenos de la semana). Si así se diera la cosa y por prejuicio decidiera dejar pasar la oportunidad de pagar una entrada para ver esta película surcoreana con un nombre tan malo, usted estaría cometiendo un grave error. Lo primero que debe recordarse es que, desde el cambio de siglo, el cine surcoreano se ha convertido en uno de los más atractivos, prolíficos e imaginativos del mundo. A diferencia por ejemplo del cine argentino, que también es bueno y prolífico pero en un sentido muy distinto, el cine coreano contemporáneo se ha construido a sí mismo frente al espejo de Hollywood, sin perder de vista el sistema de géneros del cine clásico estadounidense. Desde ese lugar, toda una generación de artistas se ha dedicado a releer el cine de género y a filmarlo con una convicción, un entusiasmo y, sobre todo, un ingenio que es muy difícil de encontrar en los artistas estadounidenses, para quienes salirse de los moldes y las fórmulas resulta hoy en día muy dificultoso, tal vez por una cuestión de distancias y perspectivas. En la inteligencia de esa relectura se encuentra el secreto del cine surcoreano y en particular de esta Invasión zombie, cuyo título original, Tren a Busán, carece por completo del componente berreta que le han endosado al elegido para su estreno local, que olvida por completo un detalle central del relato: el tren. Si algo tiene de distintivo Invasión zombie es que la acción transcurre casi completamente sobre una formación ferroviaria de alta velocidad que viaja desde la capital de Corea, Seúl, a la ciudad de Busán. Un detalle no menor no sólo desde lo narrativo sino sobre todo desde lo técnico, terreno en el que su director Yeon Sang-ho se luce, resolviendo con enorme destreza kinética las dificultades de desplazar su cámara dentro de los reducidos espacios de un vagón de tren y al mismo tiempo coreografiar complejas escenas de acción. En ese encierro algo claustrofóbico es posible percibir una influencia que se ha vuelto recurrente en los mejores exponentes del cine de terror del siglo XXI: John Carpenter. Nada de eso sería demasiado positivo si no estuviera potenciado por una mirada profundamente humana que se proyecta en el perfil de sus personajes y en el arco dramático que deben recorrer para ir de un extremo al otro del relato. Que comienza con el workahólico gerente financiero de una corporación subiendo a disgusto al tren junto con su hijita que cumple años y quiere ir a visitar a su madre que vive en Busán. Justo antes de que el tren parta, también sube a él una joven que acaba de huir de un extraño brote que se ha extendido con violencia por la estación de Seúl y que enseguida se expandirá por la ciudad, el país y, claro, dentro del tren. Todo esto se vincula con la película anterior de Yeon, Seoul Station, film animado (como toda su filmografía previa) en el que una epidemia similar comienza entre los indigentes que viven en torno de la estación central de la capital. A través de los personajes, Yeon se permite esbozar una crítica sobre el individualismo y su rol dentro de una sociedad capitalista como la coreana, que también se construyó a imagen y semejanza de los Estados Unidos. Ahí también es posible afirmar que Invasión zombie es un film carpenteriano, en el que su protagonista recién puede liberarse de su rol de engranaje dentro de un sistema regido por los valores del sálvese-quien-pueda, cuando las circunstancias lo obligan a contemplar al mundo y a su propia realidad desde otro punto de vista. En torno a eso, Yeon construye una película con personajes atractivos, escenas de alta tensión resueltas con envidiable pericia y un final oscurísimo al límite del melodrama, pero que aún así resulta desoladora y sinceramente emotivo. Un trabajo cuya única debilidad es ese título que usted verá en los anuncios de las marquesinas locales.
Mujeres en la cultura coreana. Mi último fracaso, de Kang, se mueve con soltura y plasticidad entre los dos mundos que representan lo oriental y lo occidental. Se vio en el último Bafici y hoy se estrena en el Malba. Mi último fracaso, un registro íntimo, que formalmente responde a un orden circular. Mi último fracaso, un registro íntimo, que formalmente responde a un orden circular. El que propone la directora Cecilia Kang en su ópera prima Mi último fracaso, es un registro íntimo de un universo femenino infrecuente no sólo dentro del cine argentino sino, de un modo más amplio, dentro de lo que se entiende por “ser argentino”. Se trata de un retrato acerca del rol de la mujer en su cultura de origen, la coreana, que se mueve con mucha soltura y plasticidad entre los dos mundos que representan lo oriental y lo occidental, y muy particularmente en la encrucijada entre lo coreano y lo argentino. No se puede decir sin embargo que lo oriental le sea ajeno al cine nacional, teniendo en cuenta que en los últimos diez años se han realizado una cantidad de películas que toman ese universo como centro para construir sus relatos. La lista es larga, incluso si se la restringe a las que abordan la cultura coreana en particular, como lo han hecho, por ejemplo, La chica del sur de José Luis García; Una canción coreana de Gustavo Tarrío y Yael Tujsnaider o La Salada, de Juan Martín Hsu, todas ellas presentadas en diversas ediciones y competencias de Bafici, festival que en su versión 2016 también incluyó al film de Kang. Mi último fracaso responde a un orden circular o, mejor aún, a un formato de múltiples círculos concéntricos que, como ocurre con las cebollas, los troncos de los árboles o la estructura geológica de la Tierra, se van cerrando en torno al núcleo para darle mayor cuerpo y espesor. La película comienza con la directora acompañando a Ran Kim, su maestra de arte, en un viaje a Corea en donde esta se encuentra con quien fuera su propia maestra y con sus hermanas. En ese ir y venir entre Seúl y Buenos Aires comienza a trazarse el primer círculo, en el que la directora consigue en un primer momento homogeneizar ambos paisajes, de modo tal que se vuelve dificultoso reconocer cuando se está en una u otra ciudad. El segundo círculo se abre en el momento del encuentro de Ran con su mentora, en el que todas las presentes ríen dando cuenta que se trata de una reunión de mujeres que no se han casado. Este comienzo retrata un universo femenino hermético, en dónde la presencia masculina queda por completo fuera de campo, detalle que llega al extremo cuando las tres hermanas visitan la tumba de su padre y se sacan fotos con él, in absentia, junto a la lápida. Dicho círculo se cierra sobre una figura aparentemente opuesta: la de la madre de la directora. Sobre el final de la película y al hablar de su hija mayor, Catalina –médica, también soltera y personaje central en esta historia–, ella afirma que a la primogénita sólo le falta una cosa para cumplir con el destino de toda mujer: casarse. En esa afirmación lo masculino vuelve a presionar desde su potente fuera de campo, dando cuenta del lugar al que tradicionalmente se relega a la mujer en la cultura coreana y contra el cual se revelan durante la película varias de las amigas de las hermanas Kang. El último de los círculos concéntricos que el film traza es el que va de su excusa formal al motivo real detrás de ella. Es decir, de ese retrato de lo femenino al carácter de declaración de amor que la directora le dedica a las mujeres de su vida: a su mentora, sus amigas, su madre y sobre todo a su hermana. Declaración que se hace explícita en un texto final que cumple una función emotiva, pero que a la vez representa un exceso cinematográfico, ya que la construcción que Kang consigue hacer a lo largo de su película deja bien claro el vinculo amoroso que la une con sus personajes. Un exceso tan innecesario como tolerable, como lo son todas las dedicatorias, que representan una intervención directa del autor por fuera de la obra. Aún así Kang tiene la inteligencia de colocarla al final, cuando ya los espectadores atentos habrán sabido percibir que era de eso de lo que se trataba Mi último fracaso. Tan evidente como que la productora montada por Kang para realizar su película lleva por nombre Misbelovedones; o en castellano literal: “mis amados”. Más claro, echale soju.