Paradojas del capitalismo y sus reglas. Aunque en su primera parte el film parece encaminado a volver a vender el “sueño americano”, el director John Lee Hancock expone la crueldad, el oportunismo y la ambición del hombre y a un sistema que tolera la rapiña y las trampas por sobre el trabajo y la honestidad. Teniendo en cuenta el papel de herramienta de penetración cultural y comercial con que muchas veces se utiliza al cine, no es raro que una película sobre los orígenes de la cadena de comida rápida McDonald’s y el hombre tras su crecimiento pueda generar suspicacias. Como Ray Croc –ese hombre, paradigma del self made man–, Hambre de poder representa una metáfora que puede aplicarse tanto al capitalismo, sus valores y mecanismos, como a Estados Unidos, su principal promotor. Dirigida por John Lee Hancock, la película retrata el ascenso de Croc en el mundo de los negocios, cuando con poco más de 50 años pasó de simple viajante de comercio a artífice de una de las marcas más exitosas del mundo. Una de esas que, junto a Coca-Cola, Nike, Apple o Marlboro (ahora ensombrecida por las políticas antitabaco) lograron convertirse no sólo en la crema de la heráldica comercial de Estados Unidos, sino en mascarón de proa de la cultura del híper consumo global. El relato comienza dándoles la razón a quienes abriguen sospechas. Durante la primera mitad, Croc aparece como un viajante convencido de que la voluntad es el motor del éxito, que recorre las rutas de Estados Unidos tratando de vender máquinas para preparar leches malteadas. Así llega hasta la hamburguesería que los hermanos Mac y Dick McDonald abrieron en 1948 en San Bernardino, California, donde conoce el sistema de fast food inventado por ellos. Maravillado por el concepto y la estética, Croc se ofrece a dirigir un sistema de franquicias que expanda la marca por el país. El alegato con que logra convencer a los hermanos de que sus Arcos Dorados pueden erigirse en un símbolo de reunión para todos los norteamericanos, junto con la bandera y la cruz cristiana, es el clímax de esa primera mitad en que la película amenaza con convertirse en una oda a los ideales del “sueño americano” y el American way of life. Pero las diferencias entre Croc y los McDonald acerca de cómo llevar adelante el negocio acaban generando una brecha. Es ahí donde Croc muestra su otra cara, menos amable, en la que aquel idealismo se revela como mero discurso tras el cual se oculta un pragmatismo que pone a la rentabilidad por encima de las personas. Lejos del panegírico, en su segunda parte Hambre de poder expone la crueldad, el oportunismo y la ambición del hombre, y a un sistema que tolera la rapiña y las trampas (que no por contar con un soporte legal dejan de ser trampas) por sobre el trabajo y la honestidad. El relato deviene en paradoja acerca de la dificultad de retratar al capitalismo y sus reglas sin exponer los peligros de dejarlo librado al individuo y al laissez faire. Y tal vez no exista un actor más oportuno que Michael Keaton para ponerle cuerpo a esa ambigüedad y a la dualidad de un personaje con una historia como la de Croc.
En busca de la identidad perdida. En la línea de los clásicos de la ciencia ficción, Blade Runner hasta Matrix, aquí también se produce el mestizaje cibernético, aunque la estética digital le gane la pulseada a lo narrativo. Scarlett Johansson se luce en el marco de un universo distópico. Parece que después de tantos años la pregunta sigue sin respuesta: ¿sueñan o no los androides con ovejas eléctricas? Tal el dilema que Philip K. Dick –uno de los vértices del triángulo fundamental de la ciencia ficción estadounidense del siglo XX, junto a Isaac Asimov y Ray Bradbury– planteaba desde el título de su novela más popular en buena medida gracias a Blade Runner, adaptación al cine realizada por Ridley Scott en 1981. La cosa renueva su pertinencia con el estreno de La vigilante del futuro: Ghost in the Shell, de Rupert Sanders, cuyo fondo vuelve a ser más o menos el mismo: ¿qué es una persona? ¿Cómo se constituye un sujeto de derecho? O más en profundidad, ¿qué es y cómo se construye la identidad? Temas que también abordaron el inglés Brian Aldiss en el cuento “Los superjuguetes duran todo el verano” que Stanley Kubrick planeaba llevar al cine, proyecto que heredó y finalmente concretó en 2001 Steven Spielberg con Inteligencia Artificial, o el redescubierto Paul Verhoeven en su clásico Robocop (1986). La humanidad ha dado un salto evolutivo hacia un mestizaje cibernético, en el que las personas son un híbrido entre lo humano y lo robótico. El hecho no sólo implica una mejora científica de las facultades propias de lo humano, sino la ampliación radical de lo que un cuerpo es capaz, reuniendo lo mejor de su naturaleza (la inteligencia y su eventual aplicación) con el potencial de la tecnología. En ese contexto, una corporación industrial ejerce el monopolio del negocio de la biotecnología, recogiendo los beneficios comerciales de la nueva realidad, convirtiéndose así en un peligroso actor político. En un universo distópico como los que suele presentar este tipo de ciencia ficción, la apuesta de llevar al extremo los presupuestos del capitalismo siempre incluye un grado de crítica social, haciendo que el malo de la película sea el propio sistema, incapaz de poner límites a la ambición humana. En medio, una mujer de cuerpo robótico cuya única parte humana es el cerebro, fusión que representa la extensión ilimitada de la vida o la conciencia, en tanto dicha conciencia –el ghost (o fantasma; o alma) del título– habita un cuerpo que puede ser reparado o mejorado a perpetuidad, encarnando la aspiración máxima de dicha tecnología. Que esta mujer sea la agente estrella de un comando de élite que trabaja para el gobierno, aunque sigue siendo propiedad de Hanka, la corporación que la hizo posible, permite que las cuestiones existenciales queden subsumidas a una trama más interesada en aprovechar la espectacularidad visual del cine de acción, el policial y el thriller. La película está basada en el manga (historieta japonesa) homónimo, género dentro del cual constituye un clásico de su era dorada, la década de 1980, junto con títulos como Appleseed, ambas del artista Masamune Shirow, o Akira de Katsuhiro Otomo, las tres adaptadas al cine como animés. Aquella versión de Ghost in the Shell, dirigida por Mamoru Oshii y estrenada en 1995, acabó convirtiéndose en una influencia estética fundamental para la ciencia ficción cinematográfica contemporánea. De hecho es posible que al reconocer los múltiples puntos de contacto entre la película de Sanders y, por ejemplo, Matrix (1999), lo primero que se piense es en el influjo de la película dirigida por los entonces hermanos Wachowski (hoy hermanas), cuando en realidad ambas responden al diseño y la puesta en escena del film de Oshii.
Ese oscuro objeto de un deseo violento. A partir de un dispositivo visual de un extrañamiento onírico, a veces casi lisérgico, Mate-me, por favor expone la forma en que las mujeres son educadas en la dualidad del placer y el peligro. El placer al que aspiran, pero también el que se les exige. La secuencia inicial certifica la vocación por el impacto que Mate-me, por favor, opera prima de la brasileña Anita Rocha da Silveira, sostendrá de principio a fin. Tras poner en escena el ataque que una joven sufre en un descampado al volver bastante borracha después de bailar, el título aparece en enormes letras blancas, tamaño Godard, ocupando todo el fondo negro de la pantalla. La escena elige concentrarse en el estado de la joven, en su absoluta desprotección, en la hostilidad de un paisaje urbano desolado y en la angustia de la chica al huir de una amenaza que se mantiene invisible para el público, dejando fuera de campo (por el momento) los avatares más gráficos de la violencia. Luego del título, un grupo de chicas adolescentes comentan entre sí los detalles truculentos del crimen, tiradas en el pasto de un parque. El morbo con que consumen su propio relato contrasta con la sensualidad inocente que los cuerpos de esas niñas-mujeres comienzan a rezumar sin que ellas lo sepan ni puedan hacer nada por evitarlo. Enseguida visitarán el predio donde apareció el cadáver y a partir de ahí mostrarán tanto interés por la muerte como la que sienten por sus noviecitos, sus compañeros de escuela e incluso algunas compañeras. A partir de un dispositivo visual que apuesta por un extrañamiento onírico, a veces casi lisérgico, Mate-me, por favor expone la forma en que las mujeres son educadas en el rigor de la dualidad del placer y el peligro. El placer al que aspiran pero también el que se les exige, y el peligro al que se exponen en la búsqueda de esa doble satisfacción: la propia y la ajena. Si alguna tesis sobrevuela informalmente gran parte del relato es esa: el vínculo con los hombres es para las mujeres una ruleta rusa en la que uno de cada diez tipos puede ser la bala que les cause daño. Varias citas remarcan esa idea. Una de ellas recuerda al asesino serial y caníbal Ted Bundy: “Somos tus amigos, tus vecinos. Estamos en todas partes”. Visto con ojos de mujer el mundo tal vez sea así de aterrador y Da Silveira consigue transmitir esa sensación. Los versos de un poema vuelven subrayar: “La mano que acaricia puede ser la misma que apedrea”. La presencia permanente de una pastora evangélica, que parece una cantante pop, incorpora al relato el nefasto papel que la religión (actor cultural poderosísimo en Brasil) juega en esta ecuación. En su riqueza narrativa, Mate-me, por favor se vuelve kuleshoviana a fuerza de juegos de montaje a veces demasiado gráficos, como aquel que a la imagen de los chicos entrando en la escuela desahuciados y en cámara lenta le superpone la del remolino de un inodoro al desagotarse. Por su parte el trabajo sonoro es impecable, con una música incidental cuyo diseño vuelve a recordar los extraordinarios trabajos de John Carpenter en este rubro. Esto, en combinación con las atmósferas urbanas que profundizan clima de desprotección, la ausencia de adultos, las crecientes marcas de violencia que las chicas van acumulando en sus cuerpos, la presencia ominosa de una amenaza invisible y un tratamiento visual que apuesta por volver pesadillesco a un escenario absolutamente real, de algún modo remite a Te sigue, aquel extraordinario film de terror del estadounidense David Robert Mitchell en donde el deseo y la pulsión de muerte eran extremos que también se tocaban. A pesar del silencio en el que fue estrenada, sin siquiera una gacetilla de prensa, Mate-me, por favor presenta una posibilidad inmejorable y oportuna para acercarse a la cinematografía brasileña, que a pesar de la proximidad geográfica resulta virtualmente ajena para el espectador local. Inmejorable en tanto se trata de una película de una intensidad que desborda la pantalla a partir de méritos que abarcan los aspectos técnicos y narrativos, ofreciendo no pocos aciertos en el manejo eficiente de los recursos visuales y sonoros. Y oportuna porque, aunque un poco demorado –la película pasó por la sección Horizontes del Festival de Venecia en 2015 y hasta fue parte de la 7° edición del Cine Fest Brasil que se realizó en Buenos Aires hace un año—, su desembarco en la pantalla del Espacio Incaa Km.0 Gaumont hace gala de una ubicuidad que resuena con el alarmante incremento estadístico de los femicidios en toda la región y la creciente agenda de iniciativas en la lucha por fortalecer los derechos de las mujeres. Y aunque en un orden estricto eso excede lo cinematográfico, no deja de ser sintomático, en tanto la película misma y su estreno funcionan como la expresión urgente de una mirada acerca del estado actual del mundo.
El octavo pasajero sigue dando de comer. Remake no declarada de Alien, la película dirigida por Daniel Espinosa se conforma con imprimirle ritmo a la aventura espacial. Si el guionista y Dan O’Bannon aún viviera, los responsables de Life: Vida inteligente, dirigida por el sueco Daniel Espinosa, le deberían algunas explicaciones (y unos cuantos dólares). Es que los puntos de contacto entre la historia que acá se cuenta y la que en 1979 filmó Ridley Scott en Alien: El octavo pasajero, con guión de O’Bannon, son enormes. En ambas una misión espacial se ve expuesta al contacto con una forma hostil de vida extraterrestre, que termina ocultándose en la nave y que en su frenética lucha por sobrevivir acaba liquidando a cada uno de los tripulantes. O no a todos. Lo único que apenas cambia de una película a la otra son los detalles y, claro, la eficacia con que uno y otro director manejan los recursos que la historia (u O’Bannon) ha puesto a su disposición. No es la primera vez que el modelo Alien es replicado. De hecho la estructura imaginada por O’Bannon es básicamente la misma que había usado en la comedia negra Estrella oscura (1974), su primer guión, que es además la ópera prima de John Carpenter, uno de los maestros en el arte de enclaustrar a sus personajes en la lucha por sus vidas. Sin ir más lejos el propio Carpenter utilizó el mismo plot en El enigma de otro mundo (1982), cambiando el aislamiento espacial por una base en la Antártida, pero contando básicamente la misma historia que O’Bannon en Alien. Volviendo a Life, ciertos detalles establecen diferencias tan sutiles como irrelevantes, que no hacen al fondo pero sí a la forma. Mientras en la película de Scott se trataba de una misión en un espacio y un futuro remotos, acá la acción se traslada a una estación espacial que orbita la Tierra en un tiempo que podría ser el presente. Esas dos distancias, la del tiempo y la del espacio, no son menores, ya que dicha proximidad podría traducirse potencialmente en una mayor empatía por los protagonistas, en tanto los hechos se convierten en una amenaza directa para el planeta. Sin embargo, aún con esas distancias, si en algo conseguía ser exitosa Alien era en transmitir la inminencia del miedo que sus personajes atravesaban, a partir de conseguir que los siete tripulantes del Nostromo, su nave, se convirtieran para el espectador en un avatar de la humanidad. Esto era posible porque Scott tuvo la inteligencia de permitir que en su tripulación hubiera lugar para el heroísmo tanto como para la cobardía, la nobleza o la miseria, forjando un abanico de conductas que conjura la amplitud de lo humano. En su lugar la tripulación de Life, que son seis en lugar de siete, está integrada sólo por héroes. Todos en algún momento son capaces de pensar en el otro antes que en ellos mismos, hecho que se termina traduciendo en el heroísmo supremo de dar la vida para salvar la humanidad. Pero Espinosa tiene la mala idea adicional de subrayar algunos momentos con una banda sonora demasiado obvia e insistente, que se dedica a destacar este carácter heroico y otros sentimentalismos. Ni hablar si se piensa el asunto como una guerra de criaturas. Life apuesta a presentar una forma de vida con la que inicialmente se pueda empatizar, incluso simpatizar, para romper de golpe ese contrato de confianza. Una criatura con un diseño más bien realista, especie de estrella de mar o molusco que se va deformando a medida que sus maldades aumentan, pero que difícilmente cause terror a primera vista. En cambio, tal vez no vuelva a haber en la historia del cine una monstruosidad con la capacidad de aterrar y fascinar al mismo tiempo como la que demostró la creación que el suizo H. R. Giger realizó para la película de Scott. Además Espinosa nunca maneja el fuera de campo con la inteligencia que aquel demostró en Alien. De hecho el concepto de fuera de campo parece por completo ajeno al modelo narrativo de Life, en donde todo ocurre siempre más o menos dentro del plano. Si a pesar de todo Espinosa logra hacer de Life una propuesta entretenida es por un buen manejo del ritmo, el despliegue visual, el aprovechamiento kinético y dramático de la gravedad cero y, sobre todo, porque la idea de O’Bannon no ha dejado de ser atractiva. Pregúntenle sino a Scott, que antes de fin de año regresa a la saga Alien con el estreno de Covenant, que a juzgar por el trailer parece más un remake disfrazada que una película nueva.
Cuando el teatro es demasiado y el cine poco. La adaptación de una obra determinada a una disciplina artística diferente de aquella para la que fue pensada no es una labor menor. En esas aguas turbulentas naufragaron grandes artistas y otros se perdieron a mitad del trayecto, sin haber encontrado nunca el rumbo. No es este el espacio para realizar listas que sirvan de ejemplo, pero mencionarlo es pertinente para abordar el estreno de El cruce de la pampa, adaptación basada en una popular pieza teatral escrita por el prolífico dramaturgo Rafael Bruza. En esta versión para el cine, realizada y dirigida por el realizador y guionista David Bisbano, es posible detectar un problema frecuente en este tipo de proyectos: sobra teatro y falta cine. En rigor, no es que carezca de los recursos necesarios para ser una película. Hay un trabajo meritorio en la dirección de arte, en los trabajos de fotografía y sonido, e incluso dos actuaciones, gentileza de los experimentados Gonzalo Urtizberea y Roly Serrano, a las que quizá se podría calificar como muy buenas, y oportunas si el marco fuera un escenario teatral y no, como es el caso, una pantalla de cine. Porque no se trata de un problema de actuación propiamente dicho, sino de tono, de ambiente, de intención. Es que Bisbano no ha podido o no ha sabido (o no ha querido) intervenir con fuerza ni sobre el texto ni sobre la puesta en escena, para crear lo que debería haber sido una obra nueva, una película, y no una lujosa, creativa y hasta ingeniosa versión filmada del original. En su lugar el director parece por un lado haber quedado demasiado sujeto por mecanismos y herramientas que son propios de determinado teatro. Un texto con diálogos que invitan antes a ser declamados que dichos; y una puesta en escena que, más allá del notable trabajo de arte, sigue siendo esencialmente teatral, una versión mejorada de los telones de fondo que suben o bajan con cada nueva escena. Por la otra parte, Bisbano se ha encargado de incorporar a la línea del relato una serie de recursos que sería imposible utilizar en una puesta teatral, como primeros planos o breves clips de montaje. Pero dichos elementos nunca terminan de imponerse como indispensables para el desarrollo de la narración y se terminan pareciendo más una estrategia para disimular los vacíos estructurales en la matriz cinematográfica de su trabajo.
Una deliberada opción por la ternura. Narrada con encantadora sencillez, Primero enero funciona como un poderoso transmisor emotivo en la medida en que articula de manera sólida y verosímil la relación entre un padre y su pequeño hijo, un vínculo que el director urde con paciencia y en detalle. Ganadora hace un año de la Competencia Argentina de la 18° edición del Bafici, Primero enero, de Darío Mascambroni, es una de las producciones más recientes del Nuevo Cine Cordobés, que no es otra cosa que una interesante fruta tardía nacida de una rama joven y pródiga del ya añoso Nuevo Cine Argentino. Si algo ha logrado este NCC es refrescar a un NCA que durante más de 15 años se produjo de manera casi exclusiva desde Buenos Aires, dirigido por cineastas en general porteños. Es cierto que el arco temático aún gira sobre los mismos ejes estéticos, los del llamado cine independiente, pero ampliando al mismo tiempo el registro de voces y miradas. De ese modo consigue darle una nueva vida (o una nueva encarnación) a la prolífica, heterogénea identidad del cine nacional. Esa frescura y ese reverdecer se perciben con claridad en esta primera película de Mascambroni, un relato minimalista acerca de un padre joven que junto a su hijo pasan sus primeras vacaciones en soledad tras un divorcio reciente. Narrada con encantadora sencillez (que no es lo mismo que precariedad ni ausencia de recursos), Primero enero consigue funcionar como un poderoso transmisor emotivo a partir articular de manera sólida y verosímil la relación entre padre e hijo. Un vínculo que el director ha sabido urdir con paciencia y en detalle, para luego aprovechar dramáticamente su enorme potencial empático. La película realiza un retrato cálido, casi ideal (aunque no por eso libre del dolor que implica), de una circunstancia que la mayoría de las personas han tenido que atravesar alguna vez, ya sea desde el lugar del hijo, desde el del padre, o desde ambos. Hay una deliberada opción por la ternura en la forma en que el director aborda los intentos de ese padre por fortalecer el lazo que lo une con su hijo. En busca de apoyo, el hombre ha vuelto de forma instintiva, casi a tientas, sobre su propia infancia, hasta el recuerdo del vínculo con su propio padre, que desde su mirada adulta ha adquirido los matices del relato mítico. Mascambroni juega abiertamente con esa idea, poniendo a sus personajes a dialogar sobre viejas historias de la mitología griega, nutriéndose de su carga simbólica. Es significativo que el relato comience con un diálogo sobre Pandora y su caja de dones abierta con imprudencia, dentro de la cual la chica sólo alcanza a conservar la esperanza. Es justamente a la esperanza a lo que se aferran padre e hijo. Uno enfrentando la angustia que le provoca la posibilidad de perder al chico, lo único que queda de un amor que se terminó; el otro cargando con el deseo de volver a ver juntos a sus padres. Mascambroni retrata el duelo que sus protagonistas deben atravesar mostrando devoción por sus criaturas. Entre las virtudes de su película, tal vez la más destacada sea la capacidad de hacer que ese amor se sienta con fuerza en cada butaca de la platea.
Mujeres en lucha por su supervivencia. Una sucesión de primeros planos fijos, postales selváticas en las que el trémulo movimiento de la superficie del agua es la única acción visible, se encarga de dar inicio al relato. Enseguida, colocada en un claro, la cámara ofrece un plano más abierto en el que de nuevo la espesa vegetación ocupa cada palmo del cuadro. De sus entrañas verdes surge una mujer, que avanza por un sendero apenas visible. Con la selva cerrándose detrás de ella, la mujer se detiene de golpe en medio de la escena, silenciosamente espantada ante la visión de algo que está fuera del alcance de la vista del espectador. En menos de dos minutos la secuencia ofrece varias claves muy útiles a la hora de pensar Oscuro animal, ópera prima del colombiano Felipe Guerrero. Como en cada una de esas escenas selváticas en las que la única acción es ejecutada por el agua y por esa mujer, en Oscuro animal lo femenino también es lo único que fluye en un espacio que parece estancado en un tiempo que es cronológico, pero también histórico y político. Oscuro animal está ambientada en la Colombia contemporánea, aunque los hechos podrían haber ocurrido hace 10 o 20 años atrás (e incluso antes). Son las historias paralelas de tres mujeres en el marco del enfrentamiento del estado colombiano con las guerrillas, que en la actualidad parece estar dando sus últimos estertores en virtud del acuerdo firmado entre las FARC y el gobierno del presidente Santos, quien hace algunos meses recibió el Premio Nobel de la Paz. Lejos del relato macrocósmico, Guerrero se enfoca en esas historias que no ilustran la experiencia de los actores principales del conflicto, sino la de sus víctimas más invisibles. Mujeres campesinas: la primera a quien le secuestran la familia completa; otra, reducida a servidumbre por una pequeña célula militar o paramilitar; la última, una chica soldado que integra una de las guerrillas, no menos sometida que la anterior. Para estas mujeres la lucha se vuelve una cuestión de supervivencia, a la que deben ponerle el cuerpo en defensa de sus derechos más básicos y de un espacio vital que no va más allá del propio cuerpo, constantemente acosado, agredido e invadido. Con la inestimable colaboración del fotógrafo argentino Fernando Lockett, Guerrero va hilando las escenas sin apuro, con una tranquilidad que contrasta con la urgencia de sus protagonistas. Esa cadencia, virtuosa en la puesta y traslación de la cámara, es la elegida para retratar una triple fuga hacia adelante, donde las protagonistas representan la única fuerza vital dentro de un mundo que ha quedado atrapado dentro de un loop tanático del que en apariencia no hay salida. Un posible efecto colateral de ese virtuosismo parece ser cierto exceso de planificación de la puesta en escena, en donde algunos movimientos y acciones ejecutadas por los actores pecan de una artificialidad que los delata como parte de una coreografía diseñada para subrayar, sin necesidad, determinados efectos dramáticos.
El apocalipsis llega con los cortes de luz. Como punto de partida, el colapso de la civilización moderna no tiene, a esta altura, nada de original, pero la directora Patricia Rozema plantea con inteligencia una historia que contiene no pocos puntos de interés. En su sexto largometraje, esta cineasta canadiense imagina una nueva versión del apocalipsis, pero lo hace de modo realista, prescindiendo de la megalomanía de una ciencia ficción cada vez más CGI dependiente. Y sobre todo de la figura del zombie, que de un tiempo a esta parte (digamos unas tres o cuatro décadas) se ha convertido en símbolo omnipresente a la hora de imaginar el final de los tiempos. No es que la deshumanización producto del colapso del mundo moderno (es decir capitalista) que el zombie encarna, no se encuentre presente en este relato que tiene lugar en el corazón todavía agreste de los Estados Unidos. Sin embargo Rozema prefiere representar ese giro, que es hacia lo irracional antes que lo salvaje, sin apelar a la metáfora hiperbólica de una figura fantástica. La historia transcurre en un futuro inminente, en el que la provisión de electricidad cesa de golpe. Los motivos no son importantes para el relato que propone Rozema (aunque al pasar se menciona un atentado a gran escala contra las centrales de energía), porque lejos de aspirar las consecuencias globales, este se circunscribe a la experiencia particular de una familia que vive en una moderna cabaña en medio del bosque. Ahí es donde el apagón sorprende a un padre con dos hijas jóvenes. Aislados a partir de una cadena de pequeños infortunios, la familia recién consigue llegar al pueblo más cercano una semana después, encontrando un panorama que rápidamente se ha tornado caótico y peligroso a partir del individualismo, piedra angular del modelo capitalista y un impulso humano fácilmente excitable. En lo profundo del bosque tiene por lo menos dos líneas claras que recorren el relato de principio a fin. La primera de ellas, la más superficial, es la mirada sobre el deterioro de las estructuras sociales modernas, sustentadas en una dependencia absoluta de una tecnología eficiente y sólida en sus aplicaciones, pero finalmente precaria en su producción. Werner Herzog plantea algo de esto en su último documental, Lo and Behold, Reveries of the Connected World (2016), en el que se pregunta cuánto tardaría en colapsar el mundo si se desmoronara internet. Rozema, quien fue uno de los asistentes de dirección de David Cronenberg en La mosca (1986), realiza una puesta en escena minimalista de dicho escenario. Sin embargo su mirada no se conforma con navegar la superficie, sino que prefiere concentrarse en las consecuencias cotidianas de la tragedia. En ese sentido En lo profundo del bosque es una película de duelo en un sentido a la vez estricto y amplio. Un duelo que no se detiene en la pérdida humana, sino que se hace extensivo a la añoranza de un mundo, una cultura y una realidad extintas. Durante gran parte del relato Rozema consigue manejarse con gracia en esa representación. Sin embargo también incurre en algunas torpezas lombrosianas, anunciando sin necesidad la conducta de algunos personajes a través de sus gestos. El film estaría mejor sin ese trazo grueso.
Cuando nada se puede dar por sentado. Director de Fulboy y de Taekwondo (junto a Marco Berger), en su nueva película, El hombre de Paso Piedra, Martín Farina se permite contar una historia en la que no da nada por sentado. Retrato del ladrillero Mariano Carranza, que vive dedicado a su labor solitaria en las afueras de Choele Choel, Río Negro, El hombre de Paso Piedra es también un relato en el cual Farina confronta su forma de entender el mundo con la de ese hombre, en apariencia opuestas. El resultado es un film cartesiano en el que cada quien defiende su propia cosmovisión, pero que nunca se permite asumir como propia ninguna de ellas, limitándose a plantear el contraste y la duda. A diferencia de La libertad, de Lisandro Alonso, con la que comparte la voluntad de retratar a un hombre de campo solitario que dedica todo su tiempo al trabajo, Farina no se limita a observar ni resume su labor a la colocación de la cámara o al montaje. A Farina no sólo le interesa mostrar la vida del protagonista, sino que necesita darle una voz, escucharlo, saber qué piensa y cómo se define a sí mismo por oposición a un mundo moderno que, lejos de quedar fuera de campo, se corporiza en la voz y la presencia del propio director. Farina convive con Carranza para registrar con su cámara no sólo la misantrópica labor de ladrillero que literalmente realiza de sol a sol, sino también su vida cotidiana, ese período de oscuridad en la que el hombre se ciñe al mero esperar que la luz regrese para volver al trabajo. Farina logra que su fotografía capte esa luz con la contundencia de lo sólido (que no debe confundirse con lo tosco), como si cada escena fuera una muestra de la realidad aislada en un envase aséptico de 24 fotogramas por minuto. Otro mérito destacable es su banda sonora. En ella una serie de sonidos cíclicos, como los cascos de un caballo, el tic tac de un reloj, el machacar rítmico de un martillo, o el golpe seco de los ladrillos al ser apilados, se encadenan y funcionan como encarnaciones de un metrónomo natural que marca el pulso del film y el tempo de la narración, y terminan de darle un cuerpo tangible al ritmo manso de la vida del protagonista. La labor se completa con fragmentos de música electropop que funcionan como avatar sonoro del contraste entre Carranza y Farina, los protagonistas. A partir de ese diseño sonoro, trabajado con tanta delicadeza, llama la atención que no se haya conseguido captar con mayor claridad la voz de Carranza que, entre las reverberaciones naturales de algunos espacios y su forma de hablar cerrada, como para adentro, dificultan la comprensión de algunos pasajes en los que él expone su particular forma de interpretar al mundo y la realidad. Para el final Farina se guarda una escena que vuelve a remitir al cine de Alonso, esta vez a Fantasma. En esa escena posterior a los créditos, los roles se invierten y es Carranza quien, casi como un fantasma, le devuelve al director la visita, cerrando un intercambio no sólo físico y espacial sino, de un modo muy simple, también filosófico y trascendental. El cruce de dos cosmovisiones distintas, pero no necesariamente opuestas.
Conmover al espectador y a la Academia El film narra la historia (real) de un niño indio que termina en la otra punta de su país y es adoptado por una familia australiana, hasta que en su juventud regresa a buscar a su madre. Bien calculado para los Oscar, que adoran todo lo que tenga que ver con autosuperación. Existe una teoría según la cual algunas películas son hechas pensando desde el minuto cero en incidir sobre el criterio de los responsables de las competencias de los festivales de cine o de decidir las nominaciones de los premios más importantes de la industria. Más allá de que, ya sea de forma sincera o con fingida humildad, los artistas muchas veces minimicen su importancia, lo cierto es que los premios no dan lo mismo. Suelen ser los productores, que por lo general representan la parte racional (y comercial) de un arte colectivo como el cine, los que admiten su importancia para garantizar un recorrido lo más amplio posible para las películas. Pero lo que casi nadie está dispuesto a admitir abiertamente es que sus películas fueron hechas pensando primero en los premios. Dentro de ese “casi nadie” se puede incluir al productor Harvey Weinstein, viejo zorro de la industria de Hollywood. Todo lo anterior, incluyendo la mención a Weinstein, es un punto de partida posible para hablar de Un camino a casa, debut cinematográfico de Garth Davis, que este año recibió seis nominaciones para los premios Oscar. El film, basado en el libro autobiográfico del indoaustraliano Saroo Brierley, cuenta la historia del un niño de 5 años que una noche se duerme en una formación ferroviaria detenida en una estación en el extremo oeste de la India, pero que al ponerse en marcha lo lleva sin escalas hasta la ciudad de Calcuta, en la otra punta del país, en cuyas miserables calles acaba perdido. Lejos de su madre y sobre todo de su hermano mayor, quien representa la imagen masculina con la que se siente identificado, el niño atraviesa una odisea de miedos y peligros que lo llevan a terminar en un atestado orfanato, del cual saldrá tiempo después al ser adoptado por una pareja australiana sin hijos. Un camino a casa es un film de cálculo, en el que cada elemento ha sido pensado para conmover al espectador, pero también a los miembros de la Academia que eligen las candidatas a los Oscar, siempre sensibles a las historias de superación individual en las que, contra todo pronóstico, los protagonistas logran cambiar su destino. Sobre todo si dicho protagonista es un chico pobre de un país exótico asociado con condiciones de vida miserables, como la India, y el mundo occidental, blanco y anglosajón ocupa el papel de salvador. Todo eso está presente en la película y Davis se encarga de destacar cada uno de esos elementos con todas las herramientas que un director de cine tiene a mano. Esto incluye desde una banda sonora que funciona como push-up emocional, hasta una fotografía que se ocupa de marcar las diferencias entre un mundo y otro (anaranjada, pringosa y tórrida para las imágenes en la India; prístina, casi traslúcida para acentuar los colores más naturales pero nada estridentes de la vida en Australia). La segunda parte de la película se traslada al presente, en el que Saroo vive la apacible realidad de un joven de australiano en su primer año de universidad, con aquellos recuerdos duros perdidos en el tiempo. Pero algo reactiva su memoria emotiva, y la necesidad de reencontrar a su madre y sus hermanos se vuelve impostergable. Si algo unifica a ambos relatos es la voluntad narrativa de tocar los nervios sensibles del espectador, algo que sobre todo en el clímax previo al final consigue con cierta legítima honestidad a la que la película no siempre aspira. Detrás de tanto cálculo se intuye, claro, a Harvey Weinstein, famoso por su arte para manejar el lobby previo a los Oscar. Según la revista Variety, el productor colocó una publicidad del film en el diario Los Angeles Times, en la que se dice que fue necesario realizar un esfuerzo extraordinario para obtener una visa para que el actor de 8 años Sunny Pawar pudiera entrar a Estados Unidos por primera vez. “El próximo año eso podría no ser posible”, concluye el texto que se aprovecha del clima hostil contra el Donald Trump y su política anti inmigratoria. Una jugada típica de Weinstein, cuya mano también se percibe en un texto incluido entre los títulos finales, en la que se invita al espectador a colaborar con una ONG que se dedica a ayudar a chicos perdidos. Sin embargo, en el sitio web de la película puede leerse, pero en letra chica, que The Weinstein Company no responde por el trabajo de dichas organizaciones ni por la forma en que estas administren el dinero donado. Porque lo que en realidad importa no son ni las donaciones ni los chicos perdidos ni los inmigrantes, sino de qué modo ellos puedan ayudar a ganar un Oscar.