Cuento de hadas en el Africa profunda. Basada en un artículo publicado en ESPN Magazine por el periodista deportivo Tim Crothers (quien más tarde amplió el trabajo hasta convertirlo en un libro), Reina de Katwe recrea un momento en la vida de la ugandesa Phiona Mutesi, la gran maestra de ajedrez surgida de uno de los barrios más pobres de uno de los países más pobres de África, quien a los 14 años se convirtió en la representante olímpica más joven del juego ciencia. Como es posible sospechar, la película tiene todos los ingredientes necesarios para convertirse en un relato aleccionador, uno de esos en los que un protagonista desfavorecido acaba convirtiendo un destino potencialmente miserable, en uno exitoso gracias a su talento, empeño y fuerza de voluntad. Se trata de una de esas historias que encajan a la perfección con el mito del American Way of Life o el de la Tierra de las Oportunidades, y con el modelo del Self-Made Man (en este caso Woman), héroe favorito de la cultura estadounidense y epígono de la sociedad capitalista, como protagonista. Todo eso abordado de manera indirecta, claro, porque ni la historia ocurre en los Estados Unidos ni sus personajes tienen nada que ver con aquel país. Aún así los vínculos son notorios. No por nada se trata de un film de los estudios Disney, que es además la primera superproducción de dicha casa cuyo elenco está integrado en su totalidad por actores negros, lo cual da una idea bastante clara de hacia dónde apunta el mensaje esta vez. Si bien es posible que todo lo anterior pueda predisponer mal a algunos espectadores, lo cierto es que Reina de Katwe es atrapante a su modo. Y eso ocurre en gran medida gracias al trabajo de la directora de origen indio Mira Nair, quien consigue hacer de los personajes criaturas entrañables, incluso aquellos cuya conducta no siempre es del todo correcta. Aunque para eso deba pecar de excesivamente naïve y abusar de un costumbrismo que convierte a todos los habitantes de una paupérrima aldea en el corazón del África profunda, en personajes de Sarah Kay. Una consecuencia de eso es que las desventajas sociales sean percibidas apenas como maleficios de un cuento de hadas, que la joven reina de ébano deberá romper con sus hazañas, para por fin traer alegría a sus súdbitos, los habitantes de Katwe. Buena parte del mérito de que dichos excesos no destrocen el verosímil que la película propone le corresponde también al elenco, encabezado por la bellísima Lupita Nyong’o, David Oyelowo, la joven Madina Nalwanga y una troupe de chicos que a su modo ocupan el lugar de los siete enanitos de Blancanieves, acompañando a la heroína en sus aventuras y aportando simpatía, ternura y emoción. Todo lo dicho convierte a Reina de Katwe en una propuesta con los hilos demasiado visibles, pero que aún así consigue convertirse en una experiencia cinematográfica disfrutable.
La proyección del film Terror 5, de los hermanos Sebastián y Federico Rotstein, como parte de la competencia argentina del reciente Festival Internacional de Cine de Mar del Plata, generó una interesante conversación entre colegas de este mismo diario acerca del subgénero de zombies, uno de los más prolíficos dentro de las últimas cinco décadas de cine de terror junto al de las posesiones demoníacas. La charla giró en particular en torno del carácter metafórico generalmente orientado a una crítica social con el que suele tratar de potenciarse a estas películas. En esa charla, mientras una de las partes sostenía que estas metáforas se vuelven burdas cuando quedan demasiado pegadas al objeto criticado, la otra iba todavía más allá, afirmando que ese carácter tosco en realidad se registra en el universo completo de las películas de muertos vivientes y que el disfrute pasa entonces por otro lado. Toda la disquisición es útil para abordar el estreno de Ellos te están esperando, del danés Bo Mikkelsen, considerada la primera película del género filmada en Dinamarca, pero que vuelve sobre el tema casi sin realizarle ningún aporte significativo. En Ellos te están esperando todo responde al manual del buen zombie. El misterioso brote infeccioso en una pequeña y tranquila ciudad de provincia; la cuarentena forzada por las autoridades sanitarias desbordadas; la militarización del área; las pequeñas disputas dentro de un núcleo familiar al que el confinamiento domiciliario al principio parece fortalecer, pero que pronto comienza a disolverse ante una crisis que se vuelve incontrolable. El hombre como lobo del hombre, tema tratado esta vez de un modo convencional. No hay nada nuevo en Ellos te están esperando, no hay sorpresa ni un abordaje original, ni siquiera una crítica clara sobre la cual recostarse para releer el argumento en clave social, política o en alguna otra clave. O al menos nada que pueda exponerse sin forzar demasiado las cosas. Y eso que en Europa actualmente sobran temas que justificarían la reutilización la metáfora zombie. Apenas si puede mencionarse el detalle de los campos de concentración para infectados y el exceso de violencia al que estos son sometidos. Que en todo caso se trataría de una metáfora subexplotada, incluida como al pasar y hasta perezosamente encausada hacia horrores y culpas del pasado, habiendo en el presente material de sobra en lo que respecta a campos para la reclusión forzada de personas y/o tortura, pero a los que la metáfora esta vez no parece tener la intención de aludir. Ellos te están esperando no es una película de acción distópica al estilo de 28 días más tarde, de Danny Boyle. Tampoco es una de terror puro como [Rec], de Paco Plaza y Jaume Balagueró. Mucho menos una comedia como Tierra de zombies de Ruben Fleischer, o Muertos de risa, de Edgar Wright. Ellos te están esperando es una película de zombies demasiado prolija como para causar impacto, demasiado aséptica como para asustar o provocar asco y correcta en exceso como para divertir. Si algo hay de seminal en el tema del zombi es la idea del miedo a un otro alienado, que desde que el arquetipo fue reinventado por George Romero en La noche de los muertos vivos (1968) fue utilizada en todo el mundo para referir a situaciones bien diversas. El gran problema de Ellos te están esperando es que los zombies en ella representan a un otro vacío y esa ausencia de sujeto la vuelve apenas un juego formal de correcta factura pero sin mucho fondo, en el que hasta el placer lúdico del gore llega demasiado tarde.
Cómo estimular el morbo del espectador. La coproducción franco-alemana El secreto de Kalinka, del francés Vincent Garenq, sirve para constatar ciertos mecanismos que median a la hora de elegir el título con que las películas llegan a su estreno local. Bautizado en su país de origen En el nombre de mi hija, el film reconstruye con prolijidad el caso de Andrè Bamberski, un contador francés que dedicó 27 años de esfuerzo legal y jurídico en contra de la burocracia y los intereses de las instituciones judiciales de Francia y Alemania, para que se investigara y juzgara el supuesto asesinato y violación de su hija Kalinka, de 14 años, a manos de la nueva pareja de su ex mujer, el cardiólogo alemán Dieter Krombach. Es cierto que el título original no tiene nada de “original”, en tanto representa una de esas fórmulas a las que no pocas veces se recurre suponiendo que funcionan como un anzuelo para pescar espectadores. Pero el que se ha elegido para estrenarla remite de manera directa a El secreto de sus ojos, la película de Juan José Campanella, y la decisión no es caprichosa. Todo arranca en 1974 cuando la mujer de Bamberski lo deja por Krombach, padre de una amiguita del colegio de Kalinka. Ocho años más tarde, durante unas vacaciones de los hijos ya adolescentes en la nueva casa de su madre y el cardiólogo en Alemania, Kalinka muere durante la noche por motivos poco claros y con una desprolija participación de Krombach. La autopsia confirma que el médico inyectó a la niña una solución ferrosa antes de morir y revela la presencia de una sustancia blancuzca y viscosa en la cavidad vaginal, sin que tampoco quede claro de qué se trata. Bamberski se convence de que Krombach pudo haber drogado a su hija para violarla cuando estaba inconsciente, provocándole involuntariamente la muerte. Lo que sigue es el relato kafkiano de las distintas instancias que el protagonista debe atravesar en el intento de que las justicias de Alemania y Francia se pongan de acuerdo para esclarecer el caso de su hija. La película no le esquiva el bulto a mostrar el paulatino deterioro de Bamberski, para quien la cosa se va convirtiendo en una obsesión, llegando a intervenir de manera directa ahí donde los procedimientos legales paralizaban el proceso. En esa intervención se juega una mirada ética respecto de las acciones parajudiciales de un particular en busca de remendar los agujeros del sistema. Como ocurría en la de Campanella, acá también uno de los personajes toma en sus manos el rol que la justicia no llega a cumplir (aunque con diferencias sensibles en su objetivo final) y ahí reside el gran nudo ético que propone El secreto de Kalinka. Más allá de eso, la nota disonante de la película de Garenq la dan ciertos detalles, sobre todo en el uso de los flashbacks, dedicados a ilustrar lo innecesario y cuyo objetivo parece ser solamente el de pinchar la sensibilidad (o el morbo) del espectador. De ese modo la película pone en paralelo las decisiones del cineasta y de su personaje, para quienes el fin parece justificar los medios.
¿Quieres ser Giacomo Casanova?. El concepto de mush-up es aplicado usualmente en la música pop para definir el ensamble de dos obras previas en una tercera nueva, pero resulta oportuno para tratar de explicar el concepto detrás de una película como Casanova Variations, del director vienés Michael Sturminger. Aunque aquí el procedimiento resulta algo más complejo que la mera superposición más o menos empatada de dos canciones. Se trata de una experiencia en la que el cine, la ópera y el teatro intentan fusionarse para contar una historia en la que también se funden dos tiempos históricos distintos, y donde la ficción y la realidad se encadenan en un espiral que gira entrando y saliendo de las diferentes variaciones que tales combinaciones van produciendo. ¿Parece difícil de entender? Lo es, un poco. Se trata de al menos tres historias que se alternan, pero a la vez tejen una continuidad que permite aceptarlas como una unidad. Basada en la biografía de Giacomo Casanova, el film tiene su base a comienzos del siglo XIX, cuando el célebre seductor, ya anciano (John Malkovich), recibe la visita de Elisa von der Recke (Veronica Ferres), escritora popular en Europa entre los siglos XVIII y XIX. Ella viene en busca de los manuscritos de unas memorias que se supone está escribiendo Casanova e intentará conseguirlos a toda costa. Ese objetivo posibilita que entre ellos surja un juego de seducción en el que se van intercambiando los papeles del gato y del ratón. Mientras eso sucede, en la actualidad una compañía de teatro representa una obra basada en el pasado de aquella historia, combinándola con fragmentos de las óperas de Mozart. Dicho espectáculo utiliza todos los espacios del teatro para llevar la representación más allá del proscenio, extendiendo la escena a palcos y platea. El film intenta un procedimiento similar, generando un tercer espacio narrativo que corresponde a la realidad (una realidad de ficción), en la que el propio Malkovich interpreta a Casanova en el teatro. Esto permite un nuevo nivel de mush-up, en el que protagonista y personaje se superponen con otros de la carrera del actor, como el Valmont en Relaciones peligrosas (Stephen Frears, 1988), o su otro yo en ¿Quieres ser John Malkovich? (Spike Jonze, 1999). Casanova Variations por momentos parece reproducir la estructura de un film de ciencia ficción en el que varias realidades paralelas confluyen en un punto que parece contenerlo todo. Esa suerte de Aleph es el cine, que reúne dentro de sí todas las capas del relato, aunque no siempre el dispositivo resulta exitoso. Porque si bien a medida que avanza la historia va logrando que algunas de sus tramas despierten interés, los tres lenguajes que se combinan en la película (ópera, teatro y cine) nunca terminan de ensamblarse con naturalidad y los saltos de registro entre ellos son notorios. Los recursos operísticos en particular pueden volverse un tanto agobiantes.
El hombre que sabía demasiado (y habló). El director de JFK y Nixon construye un ciberthriller paranoico sobre el agente de inteligencia que reveló una red de espionaje a escala global, pero el manejo del ritmo está más asociado a los artilugios del montaje que a una verdadera administración de los recursos de la narración. El de las películas basadas en hechos reales es un tema complejo, sobre todo cuando tienen que ver con una mirada política de la realidad. Es el caso de Snowden, trabajo más reciente del director Oliver Stone, cuya filmografía se caracteriza justamente por representar siempre una mirada política muy fuerte. Como se anuncia desde el título, esta vez Stone cuenta lo ocurrido hace algunos años atrás en la vida de Edward Snowden, el agente de inteligencia especialista en sistemas que reveló un programa de espionaje masivo del gobierno de los Estados Unidos, con el que recolectaba información de manera ilegal incluso entre sus propios ciudadanos. Dichos datos eran robados a sus dueños a través de programas y redes secretas en cuyo diseño original había estado involucrado el propio Snowden. JFK y Nixon El punto débil de films como Snowden –o Argo, de Ben Affleck (2012), ganadora al Oscar a la Mejor Película en 2013– no tiene que ver con el relato de los hechos en sí, sino con la voluntad de imponer, a través de trazos muy gruesos, su versión del asunto como representación fidelísima de la realidad misma. Como la de Affleck, Snowden tiene momentos en los que la intriga es bien llevada y el thriller construido con eficiencia, aunque ambas adhieren a modelos narrativos muy distintos. Mientras Affleck le imprime a la suya el ritmo, el tono y el formato del cine estadounidense de los ‘70, tomando como modelo ciertos trabajos de Coppola, Friedkin o Lumet, Stone construye un ciberthriller paranoico en el que el manejo del ritmo está más asociado a los artilugios del montaje que a la administración de los recursos de la narración. Ambas decisiones coinciden con el imaginario estético de la época en el que cada una se desarrolla. La primera en 1979, durante la crisis de los rehenes en la embajada estadounidense en Irán, tras el derrocamiento de Reza Pahleví; esta última en plena era digital. Snowden puede resultar abrumadora, por un lado en virtud de la cantidad de datos y de información relativa a la acción de sistemas informáticos complejos que la historia implica. Por otro, a partir de los saltos temporales que van del momento en que el protagonista revela su información a un grupo de periodistas en 2013, a sus inicios como agente de inteligencia diez años antes, pasando por el vínculo con su pareja, sus dudas respecto de la labor que realiza y el camino de transformación de su visión del mundo, de conservador a liberal (en el sentido norteamericano del término). Aun así sus primeros dos actos pueden resultar interesantes, relativamente entretenidos y hasta instructivos para quienes no conozcan a fondo uno de los hechos fundamentales de la historia contemporánea. Sin embargo el desenlace atenta contra el propio mecanismo cinematográfico, apelando a poner en pantalla al propio Edward Snowden, como temiendo que las herramientas de la ficción no fueran lo suficientemente poderosas para plasmar una mirada del mundo. Dicha decisión también se parece a un acto de manipulación por parte del director, quien al introducir el elemento real parece querer imponer que todo en el film no puede ser sino la Verdad, con mayúscula. El mismo pecado que Affleck cometía en el final de Argo, al incluir fotos reales que “daban fe” de que todo lo visto como ficción era poco menos que inapelable. Los vínculos entre los trabajos de Stone y Affleck llegan incluso a un inesperado cruce fuera de la pantalla, en los propios escenarios de la realidad que ambas se arrogan el derecho de representar. Como se sabe, cuando Argo recibe el Oscar en marzo de 2013, su anuncio fue precedido por un discurso de Michelle Obama, entonces primera dama y estrella de uno de los momentos de mayor popularidad del gobierno de su marido, apuntalando con fuerza la teoría de que se trataba de un premio con un alto componente político. No deja de ser llamativo que el mismo sirviera para reconocer a una película cuyo relato es una eficaz glorificación del trabajo de la CIA y sus métodos de acción, apenas dos meses antes de que Snowden revelara lo más oscuro de la maquinaria de dicha central de inteligencia y otros organismos de la seguridad de los EE.UU., poniendo en jaque la credibilidad de uno de los gobiernos supuestamente más progresistas de la historia del país. ¿Coincidencia? ¿Paradoja? ¿Paranoia? Puede ser, pero puestos a imaginar teorías conspirativas, tal vez pueda decirse que el asunto, como todo en el mundo de la alta política y la intriga internacional, responde estrictamente al principio de causas y efectos. 5 - Snowden Francia/Alemania/EE.UU., 2016 Dirección: Oliver Stone. Guión: Kieran Fitzgerald y Oliver Stone, sobre libro de Anatoly Kucherena y Luke Harding. Duración: 134 minutos. Intérpretes: Joseph Gordon-Levitt, Melissa Leo, Shailene Woodley, Zachary Quinto, Tom Wilkinson, Nicolas Cage, Scott Eastwood, Timothy Oliphant, Ben Chaplin y Edward Snowden. Menciones Últimas Noticias 22min La ayuda del Barcelona al Chapeoense 40min Tras la amenaza de veto, la amenaza de despidos 3hs Historia de la tapa: El capitán veto a ataca de nuevo 10hs La herencia recibida y el sinceramiento 10hs La pesada herencia: el pueblo 10hs El descanso presidencial
Un viaje al corazón de las tinieblas. A pesar de su crudeza, que no evita ningún escalón en su descenso a los desbordes nocturnos, el film de Castro, que él mismo protagoniza poniendo literalmente el cuerpo frente a cámara, destila una rara ternura, producto del amor del director por sus personajes. Tour de force: esta expresión es apropiada para definir a La noche, debut como director del actor Edgardo Castro. Tomada del francés, la frase es traducida por la Real Academia como “acción difícil cuya realización exige gran esfuerzo y habilidad” y también como “demostración de fuerza, poder o destreza”. Ambas acepciones le calzan perfecto a este trabajo en el que Castro realiza un registro detallado de la vida de Martín y Guada, sus dos protagonistas, siguiéndolos en el frenesí de sus desbordes nocturnos (que son muchos, variados y riesgosos), pero también en la rutina de lo cotidiano. Aunque la expresión suele utilizarse para definir la obra de un artista, en especial las narrativas o dramáticas, esta vez también sirve para describir la experiencia del espectador. Para ello es necesario tomarse una licencia respecto de la traducción correcta de la frase, para permitirse el abuso de lo literal. Porque La noche ciertamente puede ser para los espectadores un paseo forzado por esa versión moderna de Sodoma y Gomorra en que se convierten las grandes ciudades como Buenos Aires cuando cae el sol. Es que Martín, interpretado por el propio Castro con un compromiso físico y emocional absoluto, ha elegido para sí el camino del exceso y en su recorrida por la vida nocturna parece no tener límite alguno. Con inteligencia, Castro plantea la estructura del relato como un crescendo en el que siempre encuentra una forma para ir unos escalones más abajo en su descenso. El film comienza con Martín ordenando un poco su casa y preparándose para salir. En la escena siguiente se encuentra con un taxi boy y con él pasará la noche en un hotelito más parecido a una pensión familiar que a un albergue transitorio. Por un lado La noche es un retrato de autodestrucción que no se permite el lujo de la elipsis, y Castro no se priva de registrar completa y en detalle la sesión de sexo oral que los dos hombres tienen antes de quedarse abrazados sobre la cama. La película transpira una realidad que nunca cede a la tentación de la fantasía tranquilizadora de la belleza quirúrgica del canon publicitario. Entonces su taxi boy es un chico con tonada de provincia, más parecido a cualquiera de los que a la mañana temprano van al trabajo en tren, subte o colectivo, que a Channing Tatum o Mark Wahlberg. A pesar de su crudeza, en esta primera parada del recorrido de Martín también se puede reconocer al espectro cálido de la ternura, elemento que Castro interpone cada tanto en el camino de la sordidez. Aunque esa ternura aparece a lo largo de todo el relato, nunca llega a ser un alivio, sino más bien un rellano en el que se puede parar a tomar un poco de aire antes de que el próximo empujón vuelva a hacer que Martín siga rodando escaleras abajo. Una boite en la que un stripper musculoso y una travesti vieja realizan una performance sexual; baños diminutos en los que se toma merca de parado y amontonado con otros que se chupan ahí nomás, sin disimulo; un telo grasoso en el que Martín y su amiga Guada, una travesti que trabaja de puta, comparten la cama con otro tipo al que acaban de conocer; la casa de un amigo en donde se enfiestan con una mujer también desconocida; más merca, más alcohol, más coger en cualquier parte y con el primero que se cruce, hasta que el cuerpo aguante. Que no es mucho. Castro tampoco elude el retrato de las madrugadas en las que Martín vuelve a casa a los tumbos, hasta quedar inconsciente en la escalera. Aunque todo lo anterior (y más) ocupa la porción mayoritaria de La noche, Castro también se detiene en el vínculo de Martín y Guada, que parece ser para ambos el único punto de contacto genuino y profundo con el mundo. Si la compulsión y el desenfreno son obstáculos que ahogan el deseo verdadero, esos encuentros entre los protagonistas (que no van más allá de un paseo de compras por el Once o de sentarse a comer pizza al mediodía) representan la puesta en acto de ese mismo deseo silenciado. En esos intervalos vuelve a habitar aquella ternura y siguiendo su huella se llega hasta la coda, breve, poderosa y final, que permite releer a La noche ya no como descenso infernal, sino como lo opuesto. Un recorrido a través de un laberinto en el que el director guía a sus personajes hasta que por fin encuentran la salida. Recién ahí, en una inédita muestra de pudor, Castro apaga la cámara y les permite quedarse solos, ojalá que para siempre.
Ambigüedades en los márgenes. Como si se tratara de un experimento social, el cineasta se juega a llevar una idea al extremo –la de un idealista antisistema y globalifóbico– para ver qué es lo que pasa. Pero no se queda en eso y ahonda también en los vínculos familiares. No es sencillo encarar un texto sobre Capitán Fantástico, segundo trabajo como director del actor Matt Ross. Sobre todo porque, aunque no es una película política, el cineasta (que también es el guionista) pone en acción dos miradas contrapuestas del mundo y, como si se tratara de un experimento social, se juega a llevar una de ellas al extremo para ver qué es lo que pasa. Justamente ese juego de exageración hace que sea muy cómodo atacar a la película, tanto sea por izquierda como por derecha. Porque es cierto que este procedimiento de magnificación puede hacer que sus personajes sean vistos como criaturas un poco grotescas, de las que sería muy fácil burlarse. La tentación del camino más corto. Lo más arduo a la hora de aceptar el viaje cinematográfico que propone Capitán Fantástico, es intentar superar esa primera capa superficial de literalidad para desmenuzar la carne que está debajo, siempre protegida por la piel del relato. “¡Es la utopía, estúpido!” Así podría resumirse el plot de Capitán Fantástico, parafraseando aquella famosa frase de campaña de Bill Clinton. Ben es un idealista antisistema, un fruto de la cultura hippie globalifóbica, cuya gran obra es haber construido junto a su mujer un mundo privado para sus seis hijos. Un mundo al margen de la civilización occidental, pero del lado de adentro del margen. Porque si bien viven aislados en una granja autosustentable en medio del bosque, minimizando el contacto cotidiano con el exterior y produciendo el alimento y la energía básica que consumen, también se nutren de las obras de grandes escritores, pensadores y científicos para sostener la crianza de los seis chicos. Que, por supuesto, no van a la escuela, sino que reciben una educación libre de manos de sus padres. El punto débil de esa quimera naturalista es que no puede prescindir de cierta tecnología del exterior y el colapso llega cuando esta se hace indispensable. La internación de la madre de los chicos en un hospital por un problema de salud deja expuesto ese flanco vulnerable. Dicha situación obliga a la familia a un inédito contacto social que genera escenarios de tensión con la hermana y los suegros de Ben, quienes no entienden la obstinación de su marginalidad. Pero también da pie a situaciones graciosas surgidas del choque cultural entre esa familia que en lugar de la Navidad celebra el cumpleaños de Noam Chomsky, y el mundo del consumo y el capital. Una fotografía prístina y cargada de colores saturados, gentileza de Stéphane Fontaine, le proporciona a la historia un marco cálido y siempre luminoso, cuya principal virtud es la de adaptarse camaleónicamente a esos múltiples paisajes emotivos, que la película hace desfilar por la pantalla. Su paleta tecnicolor y la luz abundante con que riega cada cuadro parecen replicar desde la imagen el universo ambiguo, a la vez abierto y cerrado, en el que viven Ben y sus hijos, encapsulando las escenas dentro de una bola cristalina en la que hasta el elemento más mínimo puede ser apreciado en detalle, permitiendo la ilusión de una mirada omnisciente. Se pueden apostar algunas fichas a nombre de Fontaine y su posible candidatura a los Oscars, que si no le llega por este trabajo tal vez sí por su participación en Elle, del holandés Paul Veerhoven, o por Jackie, del chileno Pablo Larraín, tres películas que dieron mucho que hablar durante este 2016 que llega a su fin. Capitán Fantástico puede ser vista como una alegoría que en tono de fábula ilustra algunos aspectos básicos de viejas disputas políticas, reactualizadas por la muerte de Fidel Castro. Pero si fuera solo eso se trataría de un film burdo. Por suerte el ingenioso marco del relato es aprovechado para hablar sobre todo de los vínculos familiares y de las tramas invisibles que debajo de ellos va tejiendo lo que no es dicho. Una película sobre el valor de la palabra, en la que el silencio no siempre es salud. Hay dolor acumulado en los años de silencio que separan a Ben de su familia y de la de su esposa. Hay dolor en esos chicos educados en una confusa libertad, pero a quienes su padre no les dice ni un “te amo” ni un “te quiero” a lo largo de toda la película. Ross se hace cargo del desafío que su propio guión propone y aunque no siempre sale del todo airoso, consigue compartir de manera genuina sus dudas y sentimientos al respecto.
Abriendo las puertas de la percepción. La película de Scott Derrickson revitaliza el alicaído subgénero de superhéroes con su incursión en el universo de la psicodelia. Toda energía tiende a agotarse con el tiempo. Es una ley física, una de las que rigen el universo y que también puede aplicarse al cine. Por ejemplo, a las películas de superhéroes, ese virtual subgénero que reúne en sí mismo elementos de lo fantástico, del pulp, de la ciencia ficción, a veces también de la comedia o del drama –incluso ambas a la vez– y hasta del relato mítico. Las hay buenas, otras mediocres, varias bastante malas y un puñado de ellas son grandes películas. Dentro de ese selecto grupo debe incluirse a Doctor Strange, hechicero supremo, de Scott Derrickson, construida con un poco de todos los elementos enumerados más arriba, pero que también le aporta a la fórmula, como detalle distintivo y novedoso, la inclusión de lo místico. Claro que habría que definir qué significa “una gran película” y qué es lo que se entiende cuando se califica así a alguna de ellas. Aunque es imposible acordar una definición absoluta, para el caso alcanza con decir que una gran película puede ser aquella que consigue poner los recursos técnicos y narrativos del cine al servicio de contar con eficiencia una historia, sin manipular ni subestimar al espectador y aportando una mirada propia y original, ya sea desde el relato o desde su forma, aún cuando su punto de partida no necesariamente lo sea. Todo eso se cumple acá. El doctor Stephen Strange es un neurocirujano estrella, una celebridad de la medicina, a quien un accidente de tránsito que casi le cuesta la vida le deja las manos arruinadas. Como un pianista, las manos son instrumentos vitales en su profesión y el narcisista doctor Strange siente que sin ellas su vida dejó de tener sentido. Hasta que se entera que en un áshram en el Tíbet puede encontrar una solución para su problema más allá de las ciencias en la que confía. Interpretado por el inglés Benedict Cumberbatch, el doctor Strange comparte muchas de las características con las que Robert Downey Jr. construyó su Tony Stark en Iron Man. El humor, el sarcasmo y grandes dosis de egomanía son las herramientas de seducción que hacen que el personaje resulte a veces algo irritante, pero siempre encantador. Junto a títulos como Guardianes de la Galaxia (2014), Ant-Man (2015) o Deadpool (2016), Doctor Strange forma parte de la última camada de films de superhéroes producidos en base a personajes de esa fábrica de la historieta que es Marvel Cómics. Todas ellas parecen una respuesta a la crisis producida con el estreno de Los Vengadores: La era de Ultrón (2015). Dirigida por Joss Whedon, aquella película marcó un punto de quiebre que parecía indicar que en efecto toda energía tiende a agotarse y que eso era lo que estaba pasando con el género. Esquemática y reiterativa, La era de Ultrón puso en apuros al modelo del relato de superhéroes, repitiendo recursos y estructuras que hacían evidente que en ella había más cáscara que contenido. Para pasar el mal trago, los responsables de las franquicias de Marvel en el cine (los estudios Disney y Fox se reparten el catálogo del sello) empezaron a apostar por personajes menos populares que les permitieran renovar las formas y aportarle aire fresco a los relatos. Original y estimulante, Doctor Strange aborda el universo de lo místico y lo espiritual, territorio virgen dentro del género. Si en la mayoría de los personajes el poder se vincula a la potencia física o mental, en el caso de Strange tiene su origen en la capacidad de aprender y en la voluntad de aceptar la finitud para trascender el mundo material. Un trabajo arduo para quien se formó en el terreno de las ciencias fácticas. O como le dice a la milenaria maestra interpretada por Tilda Swinton: “Viste el mundo a través de un agujero y te pasaste toda la vida tratando de agrandar ese agujero”. Uno de los aciertos del film reside en su habilidad para abrir las viejas puertas de la percepción de las que hablaba Aldous Huxley e ilustrar el universo al otro lado del agujero. Para ello se permite recurrir a la psicodelia, estética propia de los años ‘60 en los que el personaje fue creado. El resultado es visualmente asombroso y permite disfrutar de una experiencia infrecuente en el cine. Otro enorme punto a favor tiene que ver con el lúdico desenlace en el que, para derrotar a un enemigo invencible, Strange pone a su favor la forma en que el tiempo es percibido, como si se tratara de Bill Murray en Hechizo de tiempo. Y toda cita a Hechizo de tiempo, cuando está bien realizada, representa en sí misma un enorme valor agregado.
El universo Potter en la tierra de Trump. La novelista británica sorprendió con una nueva línea que retoma el imaginario del joven mago para contar una historia paralela, trasladada con gracia a Estados Unidos. Es el comienzo de una nueva saga, que al menos tendrá otras cuatro partes: negocio redondo. Cuando se trata de convertir el cine en un negocio, parece que no hay nadie más eficiente que J. K. Rowling. Mérito doble, porque antes que eso la escritora escocesa hizo lo propio con el “negocio” de la literatura, componiendo una de las series de libros más exitosas de todos los tiempos: la de Harry Potter. Una vez transformados sus siete volúmenes en ocho películas, cuya recaudación global rondó los siete mil millones de dólares, parecía que la cosa quedaría ahí, grabada para la historia en el bronce de las estadísticas. Quienes creyeron que la prolífica Rowling se conformaría con eso se equivocaron. Cuando los fanáticos empezaban a aceptar que las aventuras de Potter fueran parte del pasado, la británica sorprendió con una nueva línea dentro de ese universo, que retoma su imaginario para contar una historia paralela. Un procedimiento que en el cine se denomina spin off. El estreno de Animales fantásticos y dónde encontrarlos es la adaptación cinematográfica de la primera novela de esta nueva serie, que regresa al universo mágico desarrollado en Harry Potter, pero en un nuevo contexto, con un nuevo foco narrativo y nuevos protagonistas. El primer episodio de al menos cinco que ya fueron anunciados. Negocio redondo. Rowling es inteligente y supo hallar la mejor forma de renovar su catálogo de creaciones sin perder la continuidad de lo construido, que le garantiza un público potencial muy numeroso. Si el relato de la saga Potter transcurría en tierras británicas, con toda su tradición mítica y cultural como soporte, la gran apuesta de Animales fantásticos... reside en trasladar toda esa parafernalia al Nuevo Mundo: Estados Unidos. El truco es simple, pero debe admitirse que se requiere de algún talento para realizarlo de manera exitosa, y no se le pueden negar a Rowling los suyos. El más notorio: su facilidad para crear personajes con los cuales es muy fácil vincularse, ya sea por simpatía, empatía o antipatía. Y el nuevo protagonista, Newt Scamander, se las arregla bien para cargarse la compleja tarea de calzar los zapatos de Harry. Se trata de un joven mago, exalumno de Hogwarts (la misma escuela donde transcurre la acción en las novelas de Potter), que llega a Estados Unidos en busca de animales fabulosos que están prohibidos en tierra norteamericana. Pero la naturaleza de las cosas hace que todo se complique, involucrando a un nomago (un ser humano común, lo que en la Gran Bretaña potteriana se conoce como muggle) y acaba arrestado por la autoridades mágicas de Nueva York. Encarnado por Eddie Redmayne, Scamander concentra en sí mismo la esencia de lo británico para hacer que se destaque entre lo estadounidense por contraste. A diferencia de otros papeles en los que el actor pelirrojo tuvo vía libre para sus excesos histriónicos hasta volverse insoportable, acá tiene la prudencia de atenerse a un perfil británico más contenido y flemático. Es decir, Redmayne no deja de sobreactuar, pero al menos no resulta (tan) exasperante. Rowling aprovecha bien el cruce del Atlántico para dar continuidad dentro de su imaginario a las diferencias culturales que existen entre estadounidenses y británicos en el mundo real, y lo hace con humor. Y utiliza la particularidad del nuevo escenario para definir un universo propio que se vaya despegando de la saga anterior. Ejemplo de eso es el movimiento antimagos, que reproduce las tradicionales cacerías de brujas asociadas al costado puritano de la historia norteamericana. Otro acierto es ambientar la historia en Nueva York entre 1920 y 1930, partiendo de una estética cercana al steampunk que recuerda al monumentalismo del Brazil de Terry Gilliam. Animales fantásticos... cuenta además con un gran reparto que ayuda a hacer que todo se vuelva aceptable. Incluso lo menos creativo de este trabajo de Rowling (y de todos sus trabajos en general), que son sus criaturas, nunca muy originales y siempre subsidiarias de lo ya imaginado antes por diversas mitologías. En ocasiones, hasta parece no haber ninguna razón demasiado sólida que justifique algunas de las apariciones que realizan las extrañas especies, más que la simple fórmula de romper la linealidad del relato cada tantas escenas, buscando distraer y asombrar a partir de un despliegue visual algo vacuo.
Manipulaciones muy difíciles de perdonar. El cine le saca el jugo al negocio editorial, otra vez, adaptando un bestseller. Esta vez le toca a La chica del tren, novela de Paula Hawkins que aún no ha explotado en las librerías locales, aunque es posible imaginar que este estreno será el primer paso de una campaña que la hará trepar por los rankings de más vendidos. No es que la película sea tan buena como para convencer a la gente por su calidad, pero sí lo suficientemente truculenta como para picarle el morbo a más de uno. Por otra parte, su temática, que atraviesa distintas variantes de la violencia de género, no deja de ser oportunista. Macábramente oportunista, se podría decir, si no fuera porque la violencia contra las mujeres es tan vieja como la humanidad y parece no tener visos de estar mejorando. Claro que no estamos ante un alegato feminista ni muchísimo menos; hasta se podría decir que todo lo contrario. Encuadrada en el thriller psicológico, La chica del tren cuenta una historia de mujeres narradas por sus propias protagonistas. Eso no quiere decir que asuma un punto de vista femenino, aunque es fácil empezar creyendo que sí: el film comienza retratando de cerca a Rachel (Emily Blunt), la chica que desde el tren se dedica a observar la vida de algunas casas ubicadas a la vera del recorrido ferroviario que realiza todos los días. La voz en off de la protagonista y el retrato igualmente cercano de Megan (la chica que ella observa por la ventana del tren) y de Ana (nueva esposa del ex marido de Rachel, que viven con la hijita de ambos en una casa vecina a la de Megan), ayudan a acentuar la idea de un punto de vista femenino. Si la cosa se parece enmarañada es porque Tate Taylor, el director, se encargó de que todo se convierta en una madeja de idas y vueltas en el tiempo, para contar la historia de las tres mujeres, al mismo tiempo que tiende puentes secretos que interconectan sus destinos. Mientras se concentra en el drama de Rachel –alcohólica abandonada por su marido, obsesionada con la nueva vida que él lleva con Ana, mientras fantasea con lo que supone es la vida romántica y perfecta de Megan y su marido–, la película consigue mantener la tensión, atenta a las derivaciones psicológicas del relato. Después empiezan a aparecer las vueltas de tuerca, las conductas inesperadas de algunos personajes y algunas decisiones del director que degradan lo que parecía un thriller convincente. Sobre todo cuando Taylor deja de preocuparse por lo que les pase a las tres mujeres para intervenir de manera demasiado visible en el desarrollo de los hechos. O mejor dicho, por la forma en que elige representar cinematográficamente estos hechos. La película se vuelve sádica y explícita sin aviso ni necesidad, y en esa búsqueda del efecto y la conmoción hay, sino una traición, al menos la evidencia de un juego de manipulación que se hace difícil de perdonar.