Cuando la carne débil trae problemas Puede decirse que es la primera película que escapa a la mediocridad por parte del director de Hostel: Keanu Reeves es el padre de familia que termina bajo el dominio de dos chicas algo desquiciadas, en un film que consigue evitar el feminismo de cartón. El nuevo trabajo del estadounidense Eli Roth es una modesta sorpresa. No tanto por lo que El lado peligroso del deseo representa desde lo cinematográfico (que tampoco es tanto), sino porque es la primera de su no muy extensa filmografía de la que puede decirse que es una película decente. La primera que más o menos está a la altura del nombre que este director ha conseguido hacerse vaya a saber cómo. Porque al revisar la lista de sus trabajos anteriores, ya sea como director o guionista, ninguno justifica que sea tan conocido ni que se convirtiera en director de culto. O se ganara el respeto de colegas como Robert Rodríguez o Quentin Tarantino (Roth tiene un papel importante en Bastardos sin gloria, e incluso dirigió algún segmento del film), o el prestigio como para encabezar los afiches de películas ajenas con el rótulo “Eli Roth presenta”, como ocurre con la reciente El payaso del mal. Roth dirigió cuatro películas antes de ésta; ninguna de ellas buena. De Hostel se podrá decir que es shockeante por el nivel explícito de tortura que pone en pantalla, pero nunca que es buena. Ocurre que Roth consiguió convertirse a sí mismo en personaje, en un producto, y no hay nada que les guste más a los estadounidenses que consumir productos. Por todo eso El lado peligroso del deseo es una sorpresa: porque Roth consigue invisibilizarse para dejar ser a la película.El lado peligroso del deseo (explícito título local que reemplaza al minimalismo del original Knock Knock) es algo así como un thriller machista que con gracia pone en escena dos lugares comunes: el miedo masculino a no poder mantener bajo control su propio deseo sexual expuesto a la psicopatía femenina. Suerte de versión a lo bestia de Atracción fatal (Adrian Lyne, 1987), en la que dos jovencitas se aparecen una noche de lluvia en la casa de Evan, esposo fiel y padre devoto que ese fin de semana se quedó a trabajar mientras la familia se fue a la playa. Las chicas dicen haberse perdido buscando una fiesta y así consiguen que Evan les permita entrar para pedir un taxi. A partir de ahí harán lo imposible para seducirlo y ya se sabe lo débil que es la carne llegado el caso. La cosa se complica cuando al otro día, tras amenazarlo con denunciarlo por pedófilo, las chicas empiezan a torturarlo durante todo el fin de semana.Lo bueno de El lado peligroso del deseo es que Roth consigue volver posible lo inverosímil, partiendo de la premisa de que el deseo del hombre una vez activado se vuelve inmanejable. La película elude además la peligrosa posibilidad de volverse torpemente feminista, como la teatral y manipuladora Hard Candy (David Slade, 2005, a la que parece parodiar), haciendo que no queden dudas de que sus chicas son dos completas chifladas. Roth también entiende en que momento exacto la credibilidad comienza a desmoronarse para dar un bienvenido salto hacia la comedia. Que es una comedia negra y truculenta, pero por suerte nunca como sus anteriores films. De paso logra que Keanu Reeves, cuyo trabajo no es sólido cuando actúa serio, se vuelva simpático al ser puesto en ridículo. Nada de esto hace de El lado peligroso del deseo una gran película; pero si se consigue sintonizar su frecuencia puede ser un entretenimiento disfrutable
De cómo enrarecer los recuerdos Quienes conozcan a Ricardo Piglia más allá de sus libros, en su faceta oral como disertante o dialoguista, podrían imaginar que hacer una película con él como personaje no debería ser un trabajo muy difícil. Que alcanzaría con ponerle la cámara delante e ir dándole charla. Es posible que el resultado de tal experimento fuera interesante desde el contenido, pero muy pobre en lo formal. Y, vamos: ni siquiera sería una película, sino Piglia hablándole a una cámara nomás. Cuando el director Andrés Di Tella coincide con él en Princeton casi por casualidad –según él mismo cuenta en los primeros minutos de su último trabajo, 327 cuadernos–, en el preciso momento en que el escritor decide volver a instalarse definitivamente en Buenos Aires, sabe que está en uno de esos pocos momentos en los que la historia se atraviesa justo en medio de su vida. Un concepto al que el propio Piglia volverá sobre el final de la película. Se trata de uno de los tres o cuatro autores más importantes de la literatura argentina en la actualidad y el cineasta decide registrar el instante en que desmonta la oficina universitaria donde trabajó durante quince años. Ahí también se entera de que, ya de regreso, el escritor planea avanzar en la ardua tarea de releer los diarios personales que viene escribiendo sin pausa desde que tenía 16 años. Di Tella no lo duda y le propone filmar el proceso. El resultado es justamente 327 cuadernos, título que precisa el volumen exacto de esas memorias que el escritor a veces fantasea con editar y otras con quemar.Piglia comenzó a escribirlos en 1957, cuando su familia se muda de Adrogué a Mar del Plata, luego de que su padre pasara casi un año preso por haber salido a defender a Perón tras el golpe de Estado ocurrido dos años antes. En ese momento la escritura está lejos de ser un oficio para él; más bien parece cumplir la función de cualquier otro diario adolescente: un refugio, un lugar íntimo en donde transitar el duelo de tener que dejar la casa en que nació. Sin embargo, escribirlo se convirtió en una obsesión y en mucho más: “Estoy convencido de que si no lo hubiera empezado, jamás hubiera escrito otra cosa”, afirma Piglia en tren de imaginar qué hubiese pasado si Perón no hubiera sido derrocado, si su padre no hubiera ido preso y su familia hubiera continuado con su vida en Adrogué.Piglia lee y rebusca en sus cuadernos, pero lo sorprende la dificultad para identificarse con mucho de lo escrito. Llega a decir que quien aparece en los diarios muchas veces le resulta un desconocido. Lejos de limitarse a sentarlo a leer fragmentos sueltos frente a cámara, Di Tella teje un relato que intenta traducir la memoria del escritor en imágenes. Una tarea compleja que resuelve intercalando entre diálogos y lecturas una serie de registros fílmicos extraordinarios, cuyo ecléctico contenido, sin dejar de ser funcional al relato, tampoco se ata a él de manera torpe y estricta. Las imágenes van desde fragmentos que retratan a la multitud enfervorizada que en 1955 desborda la Plaza de Mayo para celebrar el derrocamiento de Perón a una entrevista televisiva con Roberto Guevara, hermano del Che, justo antes de subirse al avión que lo llevará a Bolivia para ver qué pasó con Ernesto. O un increíble diario-filmado de Enrique Amorim, en el que el escritor retrató a muchos de sus colegas amigos, consiguiendo estupendas imágenes de Horacio Quiroga preparando un asado, de un Borges jovencísimo tomando mate o de García Lorca durante su paso por Buenos Aires. Pero además de estos registros históricos vinculados de diferentes maneras a la vida y a los diarios de Piglia, Di Tella incluye una serie de imágenes anónimas que utiliza para enrarecer el clima en torno de los recuerdos del escritor, haciendo que el cine se convierta por un rato también en memoria y sueño.327 cuadernos está atravesada por un tono elegíaco que se corresponde con ese regreso a sus vidas pasadas, que Piglia se impone a sus más de 70 años. Un carácter que se acentúa cuando en medio del rodaje al escritor se le declara la enfermedad que actualmente lo aqueja, que le impide, entre otras cosas, seguir escribiendo por sí mismo. Luego de dudar sobre qué hacer con sus cuadernos, el final de la película retrata a Piglia como un chamán oficiando un elocuente ritual funerario que tiene algo del dolor, pero también la calma de las despedidas.
Cuando la muerte te pisa los talones Filmado con elegancia clásica, el segundo largometraje de Mitchell no esconde sus monstruos, no sobreactúa los golpes de efecto ni explica lo que no es necesario. Y en el camino traza de manera magistral un vívido retrato social. Segunda película del director David Robert Mitchell, Te sigue es una anomalía, un fantasma en la máquina, una bienvenida falla en el espacio-tiempo cinematográfico. Un film extemporáneo que en contra del cine de terror actual –de estética apurada, ideas escasas y la cámara en mano aportando más confusión que miedo– no sólo está filmado con elegancia clásica, sino que se toma su tiempo para mostrar lo que el relato necesita poner en evidencia, al mismo que tiempo elide aquello que no debe ser dicho. Te sigue no esconde sus monstruos, no sobreactúa los golpes de efecto, ni explica lo que no es necesario. En el camino traza de manera magistral un vívido retrato social a partir de una serie de corrimientos y diagonales, que le permiten ponerlo en escena sin de caer en obviedades.Aunque la historia transcurre en la actualidad, sólo es posible notarlo a partir de detalles mínimos, fuera de los cuales el universo de Te sigue remite estéticamente a la década de 1980 y comienzos de los 90. Una sensación que Mitchell acentúa con una gran banda sonora y una percepción de los espacios urbanos que recuperan sobre todo la influencia del cine de John Carpenter. Por su parte, los adolescentes que la protagonizan tienen más puntos de contacto con aquellos de la denominada Generación X que con los de hoy. Jay, la protagonista, hasta tiene una equis tatuada en uno de sus dedos. En Te sigue no hay adultos, con excepción de la madre alcohólica y viuda de Jay, y hasta ella representa una presencia ausente. En su trabajo anterior –The Myth of the American Sleepover (2010), en el que otros chicos deambulaban solos por la ciudad durante una noche de verano, yendo de un pijama party a otro, buscándose con voracidad, pero sin idea de qué es lo que tienen que hacer cuando al fin se encuentran– Mitchell ya esbozaba muchas de las ideas que desarrolla acá, entre ellas la de dejar a sus jóvenes personajes librados a sí mismos.Lo más interesante de Te sigue son las características de la amenaza a la que estos adolescentes están expuestos. Tras salir un par de veces con un chico y luego de hacer el amor con él en su coche, Jay se despierta atada en un edificio abandonado. El chico todavía está ahí con ella y le explica que cuando tuvieron sexo él le pasó una especie de maldición que sólo es posible quitarse acostándose con alguien más. Pasárselo a otro, como si se tratara de una versión atroz del juego de la mancha. Le dice que a partir de ahora “eso” empezará a seguirla adoptando diferentes formas humanas, pero que sólo ella podrá verlo. Y que no debe dejarse alcanzar, porque si “eso” consigue matarla, volverá por él. Más allá de la clásica regla del cine de terror según la cuál el sexo entre adolescentes siempre es castigado con la muerte a manos del psicópata de turno o de la referencia fácil al VIH, detrás del monstruo poliforme de Te sigue hay una idea fatal, que lo hace el más temible. Porque no se trata de una figura concreta, como un zombie o un vampiro, pero tampoco de abstractas entidades de fantasía, sino de la conciencia misma de la propia muerte. El miedo humano por excelencia.Cuando en la cola para entrar al cine Jay le propone a su amigovio un juego que consiste en elegir una persona desconocida con la cual le gustaría intercambiar lugares, él elige a un nene chiquito que va de la mano de su padre, porque a pesar de ser joven le parece atractiva la idea de volver a tener toda la vida por delante. En The Myth of the American Sleepover, un chico le dice a una chica un poco menor con la que se gustan, que el mito de la adolescencia consiste en dejar atrás la niñez con la promesa de “todas las aventuras que vivirás en la juventud”, pero que una vez que “entendés lo que perdiste, ya es tarde para recuperarlo”. Justo en ese punto se encuentran los chicos de Te sigue. Al ordenar la serie que la película propone, conectando esa noción de pérdida asociada al crecimiento con la ausencia de adultos y la idea borgeana del sexo como transmisor del mal (“Los espejos y la cópula son abominables porque multiplican a los hombres”, dice el escritor en su cuento “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”), no es difícil ver en Jay y sus amigos apenas a un grupo de jóvenes en crisis, en el momento exacto en que descubren que volverse adultos no es lo que esperaban y que de ahora en más la vida se reducirá a correr para no ser alcanzados por la muerte.
El mundo como un lugar vacío Aunque la presencia de esta mujer de los perros, su gestualidad y a veces su vestuario permitan imaginar un pasado diferente, la película no aporta más información que aquella que viene dada por la acción en tiempo presente. Presentada en la Competencia Internacional de la edición 2015 del Bafici, lo que propone La mujer de los perros, segundo trabajo de Laura Citarella, esta vez en compañía de la actriz Verónica Llinás (en su debut como directora), es una experiencia narrativa cercana a La libertad (2001) y Los muertos (2004), los primeros films de Lisandro Alonso. Como en ellos, acá también se trata de poner la cámara (y todos los recursos cinematográficos que se ocultan detrás de ella) al servicio de retratar a un único personaje, solo y retirado de toda compañía, a veces por misantropía y otras por simple capricho del destino.En este caso se trata de una mujer que vive junto a sus perros en una casilla muy precaria, en medio de un bosquecito semirrural en los confines del conurbano bonaerense. A ella es a quien la cámara sigue con obsesión; a veces con planos que se cierran para dar cuenta minuciosa de su forma de vida (o mejor aún: de supervivencia); o bien se abren para observarla en la interacción con su entorno, logrando un tipo de registro que forja una ilusión de intimidad. Pero sólo una ilusión, porque si bien es posible conocer en detalle la vida de esta mujer, finalmente es muy poco lo que se sabrá de ella. Aunque su presencia, su gestualidad y a veces su vestuario permitan imaginar un pasado diferente, la película no aportará más información que aquella que viene dada por la acción en tiempo presente. Durante los 20 minutos iniciales a la película sólo le interesa la protagonista, que no sólo es el eje de la narración, sino también el centro excluyente de cada cuadro. Su omnipresencia es apenas interrumpida por la entrada a escena de esa corte canina que la acompaña a todas partes y que la lente también registra con precisión. Como si se tratara de una más dentro de la jauría, la mujer subsiste revolviendo tachos de basura, rompiendo las bolsas de residuos en procura de algunos restos; escarbando entre montañas de desperdicios como quien busca un hueso o metiéndose en casas ajenas, para hurtar un poco de comida aquí y allá. Una perra callejera viviendo de la carroña.Durante un buen rato el mundo casi parece un lugar vacío, sólo habitado por esta mujer y sus animales. Los otros aparecen velados, distantes, casi indistinguibles del fondo fantasmal de verde y campo. El cruce con unos chicos que se burlan de ella cuando va a recolectar agua es el primer encuentro concreto, en el que ese otro evitado es visto como una amenaza. Esa escena es también la primera que incorpora música: una especie de rock sureño atravesado por ritmos electrónicos que les da, a la escena y a la película, cierto aire de western. Un detalle disruptivo que se aparta del registro realista al límite de lo documental que hasta ahí venía sosteniendo; una sutileza a través de la cual la película –a diferencia de las de Alonso, quien recién en Jauja (2014) utiliza un recurso similar– reclama abiertamente para sí el territorio de la ficción.Ese breve interludio, que se repetirá para acompañar la fugaz aparición de unos títulos que anuncian sin necesidad el paso de las estaciones del año (la fotografía y el vestuario dan perfecta cuenta de ese devenir), se opone y subraya el silencio permanente de la protagonista. Un silencio que no debe entenderse como una incapacidad para hablar, sino como una decisión de los realizadores de dejar su voz fuera de campo. Porque hay escenas en las que su uso está sobrentendido (una consulta al médico; la visita a una amiga) e incluso pueden percibirse situaciones de diálogo que las directoras registran desde lejos (la conversación con un arriero), permitiendo que el sonido se pierda convenientemente en la amplitud del paisaje. Quizás ahí se encuentre el punto menos sólido de La mujer de los perros, porque aunque la actuación de Verónica Llinás es extraordinaria, a veces ese silencio de hierro merma su naturalidad, poniendo en evidencia un carácter tal vez impostado o arbitrario. Dejando además abierta la duda acerca de si su mandato no tendrá que ver con cuestiones que no hacen al propio relato, sino al temor de que una voz, una inflexión o un lenguaje determinados, dijeran de esa mujer más de lo que sus artífices deseaban revelar.La secuencia final transcurre en un popular balneario de río en donde, como un negativo, una multitud convierte en bullicio lo que hasta acá fue silencio. Ahí en medio, la mujer de los perros sonríe y un inédito gesto de serenidad le llena la cara por primera vez. El último plano de la película es notable, tanto desde lo narrativo como desde lo fotográfico: obligado a fijar la vista durante un rato largo en un punto blanco en medio del pasto, el espectador podrá notar cómo el campo abierto se convierte en un paisaje impresionista, justo frente a sus ojos.
Schiller y sus dos mujeres Es imposible empezar a hablar de Amadas hermanas, extenso relato acerca del vínculo del poeta Friedrich Schiller con las hermanas von Lengefeld, dirigida por Dominik Graf, sin hacer mención el hecho de que la película fue seleccionada para representar este año a Alemania en la precandidatura al Oscar para producciones en lengua extranjera. Toda una curiosidad que –teniendo en cuenta que el cine alemán estrenó en 2014 películas como Ave Fénix de Cristian Petzold– permite pensar que la elección pudo haber pasado más por el carácter de retrato de uno de los dos nombres inmortales de las letras alemanas antes que por lo estrictamente cinematográfico.Porque si una sensación va ocupando espacio en la consideración de la película a medida que avanza es la de estar frente a un producto pensado con reglas televisivas, a la manera de los grandes teleteatros históricos que suelen ser los productos estrella de muchos canales. Desde los tiempos narrativos y ciertos recursos visuales o de montaje (fundidos, superposición de imágenes, teatrales alocuciones a cámara), al tono y el registro de las actuaciones, son varios los elementos que se van acumulando para sostener esa sensación creciente. Es cierto que Graf posee algunos antecedentes de interés como cineasta (su película Los amigos de los amigos formó parte este año del ciclo Revolver en la Sala Lugones), pero el grueso de su carrera en los últimos veinticinco años se ha concentrado justamente en gran cantidad de trabajos para televisión. Lo mismo se puede constatar en la foja curricular de sus colaboradores más cercanos en las áreas de fotografía, música, montaje o diseño de producción, por mencionar algunos, y tal vez así se expliquen esa impresión de estar viendo tele a lo grande y cierta rigidez narrativa.Todo eso no convierte a Amadas hermanas en un mal producto, porque ciertamente consigue ser clara para contar una historia no exenta de complicaciones, con actuaciones correctas y una modesta eficiencia en la reconstrucción histórica. Sin embargo, desde lo cinematográfico luce un poco antigua a partir de algunas decisiones que le quitan agilidad narrativa y que pueden ponerse en discusión. La película reconstruye el vínculo de Schiller con Charlotte von Legenfeld –quien fuera su esposa– y su hermana Caroline –que fuera su amante–, haciendo especial hincapié en el carácter epistolar de la relación. Al contrario de lo realizado por Stephen Frears en su adaptación de 1988 de Las amistades peligrosas (novela epistolar por antonomasia del francés Pierre Choderlos de Laclos), quien evitaba casi por completo poner a las cartas en el centro del relato, Graf se demora en reproducir de diferentes maneras los momentos en que los personajes se entregan a la lectura o la escritura de sus esquelas. Una decisión meramente ornamental que no sólo no aporta mucho desde lo dramático, sino que recarga a la película con un aire barroco que demora la acción, haciendo que las casi dos horas y media se conviertan en un exceso.
Ese viejo problema de cambiar de pantalla Seriexploitation: así se podría definir a Entourage, la película. Un capítulo largo que intenta sacar un poco más de jugo a la sitcom homónima que tuvo un espacio en la TV estadounidense durante ocho temporadas entre 2004 y 2011. Un producto televisivo que su creador y en este caso también director, Doug Ellin, no consigue convertir en cine, aunque técnicamente encaje en la definición. Más cerca del concepto de capítulo doble (o triple) y al contrario de otros casos de series convertidas con éxito en películas (con Misión: Imposible, cuyo episodio cinco aún está en cartel, como ejemplo perfecto), en donde los códigos del original consiguieron ser adaptados con eficacia al formato cinematográfico, Entourage nunca se aleja de su zona de confort. En lugar de eso vuelve a habitar los espacios que le son conocidos, cómodos, creyendo que el simple hecho de hacer más largo, más grande y más caro aquello que dio pruebas de contar con el favor del público alcanza para justificar el paso de una pantalla a la otra. Pero en este caso ese salto no se presenta como una instancia de ampliación o superación del universo creado para la televisión, sino como una continuidad morosa y magnificada. Así las cosas, Entourage parece haber sido pensada antes como negocio que como película, sin reparar en el hecho básico de que para hacer negocios en el mundo del cine primero hay que pensar una película.Sin embargo, todo esto no significa que quizá no se lo haya intentado. Por lo pronto la película tiene un punto a favor: no es indispensable conocer la serie para entender el universo que propone. Tomando como centro la figura de un actor joven que, convertido en estrella, no se ha olvidado de sus orígenes ni de sus amigos del barrio, a quienes se llevó de Nueva York a vivir con él a Los Angeles, Entourage intenta dar una mirada juguetona del cine desde el corazón mismo de la industria. Si la serie se encargó de seguir el vertiginoso camino de la Cenicienta que llevó a Vince Chase de chico de barrio a súper estrella, la película no hace más que dar el siguiente paso lógico. Vince ahora quiere actuar y al mismo tiempo debutar como director en una megaproducción que adapta a la ciencia ficción la novela de Robert L. Stevenson, El extraño caso del Dr. Jekyll y el señor Hyde, acentuando el chiste de cine dentro del cine que ya se explotaba en la serie. Desde ahí Entourage remite a otras películas en donde el mundo del (negocio del) cine era retratado de manera mordaz e irónica, como Las reglas del juego (1992), de Robert Altman, o El nombre del juego (1995), de Barry Sonnenfeld, a las que incluso parece haber tomado de inspiración. Claro que le falta el estilo y la gracia de aquellas y le sobra un humor básico y ramplón que comparte muchos de los vicios de ese objeto del cual pretende reírse.
Los derechos de un osito de peluche La habilidad del actor y director para crear situaciones y disparar chistes a repetición hace divertida esta segunda parte de Ted, que acompaña los intentos del muñeco por ser considerado “individuo”. Lástima cierta moralina, que pretende agregarle “contenido” al film.Como en su primera parte, Ted 2, de Seth MacFarlane, vuelve a ser un festival de chistes y gags a los que es difícil cuestionarles la gracia, pero cuya efectividad depende demasiado del tipo de humor que esté dispuesto a aceptar cada espectador. Mientras más amplio sea ese registro, incluyendo la grosería, la incorrección política extrema, la escatología (también extrema) e incluso muchas veces lo cándido, entendiendo por esto último lo inocente pero también lo lisa y llanamente estúpido, más se disfrutará de la experiencia que propone esta segunda película protagonizada por el descontrolado osito de peluche y su mejor amigo humano. La diferencia con la anterior es que esta vez MacFarlane, actor, escritor y director, queriendo sumar a la historia algo de contenido (en el sentido más chato del término, el más banal), mete la pata en el mismo charco que aquellos que suelen ser los blancos favoritos de sus burlas. De esta manera, la película acaba en un berenjenal moral del que no sale del todo bien parada, y además genera un lastre de unos cuantos minutos extra que podrían haberse ahorrado.Desde lo formal, Ted 2 de algún modo actualiza el modelo de comedia que con tanto éxito hicieron los hermanos Zucker y Jim Abrahams en los años ’80 con Top Secret o ¿Y dónde está el piloto? (que ya en la película original era homenajeada de manera explícita), o yendo hasta el fondo del asunto (y salvando las distancias), lo que hacían otros hermanos, los Marx, en los albores del cine sonoro. Es decir, se desentiende de la lógica narrativa para construir sobre una lógica humorística, haciendo que la historia sea apenas un vehículo para que el humor pueda dispararse en las direcciones más inesperadas, sin tener que responder dentro del relato más que a su propia gracia. En ese sentido, este es un film mucho menos complejo que el anterior, en donde humor e historia se amalgamaban de un modo poderosísimo para crear una alegoría hilarante acerca de la amistad y las dificultades de volverse grande. Pero esta vez MacFarlane le reserva una porción minoritaria, pero fundamental en los términos del propio relato, a intentar esbozar un mensaje demasiado explícito. Con los consabidos riesgos que semejante pretensión acarrea: los de caer por las barrancas de lo innecesariamente didáctico, de la moraleja torpe y la moralina más rancia. Todo lo que para una película como esta, cuya apuesta es lúdica por definición, representa una contradicción literal.El asunto no es complicado: Ted es un osito de peluche que cobró vida gracias a un deseo navideño de John, su dueño, durante la infancia. Tras haber crecido juntos, Ted consigue tener una vida propia, independiente de su vínculo con John: trabaja, se ha casado y ahora con su esposa quieren tener un hijo, algo imposible para un peluche. La solución es adoptar, pero el trámite se complica porque, en tanto muñeco, Ted también carece de entidad civil. A partir de ahí el osito comienza a perder su vida social por no ser considerado legalmente una persona sino un objeto, una mercancía cuya esencia es la de ser propiedad de alguien antes que individuo. Lo que sigue es la cruzada de Ted y John por obtener el reconocimiento de esos derechos. Aunque todo esto suena muy pretencioso (y lo es), MacFarlane logra morigerar la cosa a partir de su gran habilidad para crear situaciones y disparar chistes a repetición, por lo general muy buenos y disfrutables, sobre todo para quienes posean una buena cultura cinéfila de corte pop. Justamente en ese laissez faire humorístico está lo mejor de Ted 2, porque por ese camino se convierte en un parque de diversiones en el que todo el tiempo se está deseando dar una vuelta más. Liberarse a ese impulso puede hacer de la película una experiencia grata.Por el contrario, en lo concerniente a esa lección de vida que la película pretende dejar, el trabajo de MacFarlane es tosco y superficial. E incluso viciado de una mirada de inesperado perfil conservador, según la cual los derechos del subversivamente encantador Ted a ser considerado un individuo, sólo le serán concedidos una vez que él y John hayan dado una prueba de ser útiles a la sociedad, de estar dispuestos a adaptarse a la norma, de encajar en los moldes de los cuales la película se ríe. Nada más alejado del espíritu del personaje y, sobre todo, del humor revulsivo de su creador.
Los héroes se volvieron serios e indolentes El principal problema (entre varios) de esta nueva versión de Los 4 Fantásticos son las comparaciones, porque en todas sale perdiendo. A veces la diferencia no es tanta, como ocurre al medirla contra las versiones anteriores de este equipo de superhéroes de Marvel Comics. Porque, es cierto, los dos episodios anteriores tampoco eran gran cosa, pero ofrecían una perspectiva más luminosa, carismática y más pop de sus personajes, lo cual volvía más disfrutables a esas dos películas de 2005 y 2007. En esta nueva versión, más apagada y oscura en todo sentido, incluyendo lo fotográfico, sucede que, salvo en contados momentos en donde el humor consigue colarse con efectividad, todo es serio, tortuoso, indolente. Un carácter que podría pensarse deriva del hecho de que esta vez los héroes son poco más que adolescentes, con sus conflictos y dramas; pero no. Porque la adolescencia es más esa apatía: hay un desborde lúdico y una pulsión festiva que estos cuatro personajes tienen inhibidos. Sin dudas, las decisiones de casting tampoco ayudan a empatizar con ellos. No se trata de que los actores sean malos, sino de a quién, por ejemplo, se le puede haber ocurrido que Jamie Bell, aquel encantador nenito bailarín de Billy Elliot, que no es ni alto ni corpulento, podría ser La Mole. Ahora, si la comparación es con otras películas de acción recientes, ya sean de superhéroes (Antman) o no (Misión: Imposible; Mad Max, Furia en el camino), la diferencia se vuelve abismo. En Los 4 Fantásticos la acción no sólo se demora debido a la excesiva construcción inicial de los personajes, sino que cuando llega parece desarrollarse casi de compromiso, como llenando un formulario. En el camino se lleva puesto al personaje del villano, el Doctor Doom, que parecía tener para decir cosas más interesantes que los cuatro héroes juntos. La película se libra de él y de sus buenas razones de modo burocrático y sumario, volviendo a poner aquello que incomoda del lado de la locura, aunque se trate de argumentos sólidos y atendibles.También es interesante analizar el uso (el mal uso) que se hace de la corrección política. Un impulso que lleva a impostar un gesto de amplitud que, justamente por ser calculado, deja en evidencia su condición de mera pose. Porque incluir a un chico negro dentro del equipo representa una pluralidad étnica y cultural mal aplicada, que mete ruido en la línea y obliga a digresiones de compromiso para justificarla. Y termina siendo una muestra de cinismo, en tanto queda claro que dicha decisión no obedece a un orden ético o moral legítimo, sino a un prosaico mecanismo de marketing. Un mecanismo manipulador, porque detrás de su aparente torpeza parece haber un análisis minucioso de daños y beneficios posibles a la hora de ver con cuál de los personajes se perdía menos a la hora de pintarlo de negro.
Golpe de efecto sin contenido Es increíble que a esta altura la industria del cine parezca seguir como obligada por obediencia debida una regla tácita según la cual todos los años deben hacerse dos o tres películas de exorcismos. Y por lo visto todas se estrenan en la Argentina: hace unos meses pasó Donde se esconde el diablo y ahora le toca a Exorcismo en el Vaticano, de Mark Neveldine. No es que la regla no se aplique a otros subgéneros del cine de terror, pero este caso es insostenible, porque da la impresión de que no hay nadie capaz de encontrar para el tema un recorrido novedoso. Al contrario de lo que pasa con los zombis, que inspiran a muchos directores y siempre están dispuestos a apropiarse de nuevas metáforas y sentidos, las películas de exorcismos suelen ser planas y vacías, con un desbalance notorio entre golpes de efecto (siempre abundantes) y contenido (por lo general escaso). Para seguir con el paralelismo, también llama la atención que ambos arquetipos contradigan en esencia sus rasgos más característicos porque, en contra de las lecturas que pueden hacerse de sus películas, los posesos suelen ser verborrágicos, expansivos, plurales y hablar muchas lenguas. En cambio las de zombis resultan simbólica y narrativamente más ricas, desmintiendo la abulia inexpresiva de sus alienados personajes. Puede que el asunto tenga una explicación simple. Mientras que los films de exorcismo son fábulas religiosas, sobre todo católicas, y por lo tanto sumamente rígidas, puritanas y conservadoras, los zombis son laicos, hecho que quizá permita entender por qué sus películas son menos dogmáticas y capaces de mayor expresividad.Como casi todas las películas de exorcismo y algunas de posesión (que aunque puedan parecerse y compartan varios elementos no son lo mismo), Exorcismo en el Vaticano respeta a rajatabla la especificidad de los roles. Así, es una mujer a la que vuelve a colocarse en el lugar de amanuense demoníaco al que debe redimirse y salvarse, no sin antes hacerla atravesar por al consabido ritual de sometimiento físico, delegando en las figuras masculinas el lugar de salvadores y custodios de la ley y la virtud femenina. ¿Puede haber algo más conservador? Claro: que la posesión se justifique en el hecho de que la protagonista es la hija abandonada de una prostituta. Pero además el film de Neveldine (¡qué lejos quedó su promisorio debut con Crank: Veneno en la sangre, original relato de acción con Jason Statham!) incurre en una serie inconsistencias estructurales que le impiden ser convincente a la hora de ir más allá de lo general. Y para colmo desbarranca en momentos de involuntaria hilaridad, sobre todo dentro del desarrollo del propio exorcismo (un clímax fallido), momento en que a la pobre posesa sólo le falta empezar a sacar de la boca una tira de pañuelitos de colores anudados, como si ser mago de pelotero y tener el diablo adentro fueran más o menos la misma cosa.
Con la acción en el cuerpo Aunque pueda parecer que la historia que se cuenta es lo de menos, la nueva entrega de la saga hace gala de una precisión y una economía dramática en la que no hay secuencia, personaje o acrobacia que no sean funcionales al relato. En un paisaje general en donde las grandes producciones del cine estadounidense de los últimos 20 años se han vuelto perezosas, cayendo cada vez con más facilidad en el molde hiperbólico y gigantista que reproduce automáticamente la fórmula “historia elemental + estrella masculina mostrando el torso + persecución + catástrofe”, las películas que integran la saga Misión: Imposible siempre han conseguido destacarse. No porque hayan evitado utilizar muchos de esos mismos elementos, sino porque han modificado la fórmula incorporando el empeño de ponerlos al servicio de algo más. Y ese plus, ese algo más que distingue a la saga, es una voluntad cinética innegociable de la cual el actor (y también productor) Tom Cruise es el principal impulsor y garante. Como ocurría ya desde los dos primeros episodios, dirigidos por Brian De Palma (1996) y John Woo (2000), Misión: Imposible - Nación Secreta confirma su compromiso con una ética del movimiento en el que la saga sólo se parece a sí misma, virtud que de algún modo también representa su principal defecto.Porque si bien cada nueva película consigue sorprender con el arte de la coreografía puesto al servicio de un cine en el que la acción es entendida de un modo mucho más amplio que el de la simple etiqueta genérica, como contracara se hace evidente que la lógica narrativa de sus relatos siempre obedece más o menos al mismo patrón. Una característica que, por otra parte, es constitutiva de la mayoría de las sagas de este tipo, con James Bond como paradigma, pero que en este caso también responden al respeto por el espíritu de la serie de televisión original que reunía a un grupo de expertos en montajes, que con tanto ingenio parodió Damián Szifron en la inolvidable Los Simuladores y que las películas han adaptado, llevándolo a su non plus ultra.En Misión: Imposible 5 se observa cierto carácter paradójico. Aunque puede parecer que la historia que se cuenta es lo de menos, sin embargo la película hace gala de una precisión y una economía dramática en la que no hay escena, secuencia, personaje, chiste, pirueta o acrobacia que no sea funcional a ella. Con lo cual dicha historia puede ser vista como soporte que justifica la acción, hecho que curiosamente acaba por poner en evidencia la relevancia y la solidez del relato. El resultado es una simbiosis eficiente entre acción y narración, cuyo equilibrio parece abonar a la idea de que también es posible entender al entretenimiento como una de las bellas artes.Detrás de todo eso está Tom Cruise, un actor del que tal vez puedan discutirse sus capacidades (aunque desde muy joven ha dado sobradas muestras de su talento y carisma), al que no sin argumentos se le puede achacar cierta egomanía y a quien hasta quizá sea posible ridiculizar por sus creencias, pero que asume la actuación como el oficio de poner el cuerpo al servicio de la puesta en escena. Ciertamente no muchos de sus colegas son capaces de asumir ese compromiso de un modo tan literal, mucho menos de llevar el asunto a los extremos a los que él se aventura. La escena inicial, incluida en los avances promocionales de la película, en la que el actor realmente se cuelga de un gigantesco avión de carga en el momento del despegue, prescindiendo del apoyo de pantallas verdes o de la tecnología digital, sin dudas puede ser vista como un megalómano golpe de efecto. Pero quedarse con eso es permanecer en la superficie del asunto, porque en el fondo de ese acto en apariencia innecesario, en lo profundo de esa manera tan explícita de entender la acción, hay una declaración de amor al cine. A cierto cine, a uno que ya no se hace, donde un cuerpo es un cuerpo y no una colección de bits y pixeles y en el que hacer una película es un riesgo a correr. Visto desde ahí, no hay mucha diferencia entre Cruise colgado del fuselaje de un avión y Buster Keaton corriendo delante de una locomotora en marcha. Ambos casos representan una manera de entender qué es el cine, qué elementos le son propios en tanto arte y lenguaje, y comparten una ética y una pasión por el movimiento que de algún modo convierten a Misión: Imposible 5 en un ejemplo genuino y honesto de cine clásico.