Drama gótico con fantasmas metafóricos Una joven de la burguesía industrial estadounidense de fines del siglo XIX y con aspiraciones de convertirse en escritora funciona como alter ego del director mexicano, que hace suya la intención de que los espectros sean la expresión romántica y velada de otra cosa. Si alguien debía tener en claro cómo contar una historia de fantasmas de estética gótica en el cine actual, ese tenía que ser el mexicano Guillermo del Toro. ¿Y por qué no Tim Burton? Es cierto, podría haber sido él. Pero, efectivamente, La cumbre escarlata, una película gótica de fantasmas, es el nuevo trabajo de Del Toro, aunque por momentos se parezca a una de Burton. De hecho, la película encajaría muy bien en la obra de este último, donde tendería sólidos puentes con El jinete sin cabeza, Sweeney Todd y hasta con Sombras tenebrosas. Ahí está también Mia Wasikowska, la joven y eficiente actriz australiana que se convirtió en estrella global luego de que él la eligiera para protagonizar su por lo menos estrafalaria versión de Alicia en el País de las Maravillas. Sin embargo, hay elementos particulares que hacen evidente que se trata de un trabajo del mexicano, remitiendo a varios de sus títulos anteriores, sobre todo a El espinazo del diablo o El laberinto del fauno, pero también a Hellboy II o a su ópera prima Cronos. Elementos que difícilmente aparecen en la filmografía de Burton, como un uso de la violencia que nunca condesciende a revelarse como artificio, cuidándose de no mostrar ese aire lúdico y hasta inocente que siempre sobrevuela los mejores trabajos del norteamericano. Al contrario, aunque se trata de un director a quien el humor no le es ajeno, La cumbre escarlata pertenece a la parte “seria” de la obra de Del Toro. O sea, una de esas películas en las que intenta construir una atmósfera y un escenario cerrado sobre sí mismo, sin fisuras estéticas, evitando distraer al espectador con saltos de registro.Dicha seriedad queda expuesta a través de la presentación de la protagonista, Edith, una joven perteneciente a la burguesía industrial estadounidense de finales del siglo XIX. Con aspiraciones de convertirse en escritora, Edith no se siente cómoda con el costado más frívolo de su núcleo social. Por el contrario, expresa su rebeldía ante la imposición del molde de lo que debería ser una señorita victoriana, sobreactuando su deseo algo cándido de ir en busca del destino trágico de las escritoras de su tiempo. Por eso no extraña que entre los modelos posibles prefiera el de la viuda Mary Shelley antes que el de la solterona Jane Austen. Y por eso mismo, no quiere dejarse acorralar en el rincón de las tragedias románticas, territorio al que solía limitarse a las mujeres en la literatura decimonónica, sino que escribe historias de fantasmas. “Pero los fantasmas son una metáfora”, le dice Edith a un editor que con aire paternal intenta convencerla de escribir lo que se espera que escriba una chica bien, como ella.Edith funciona como alter ego del director, la Madame Bovary de Del Toro. A través de ella, el cineasta manifiesta y hace suya esa aspiración de que los fantasmas sean metáfora, la expresión romántica (en el sentido de Shelly, pero también en el de Austen) y velada de otra cosa, algo más que no conviene nombrar directamente. Aunque no tan velada, en realidad: a medida que el relato avanza, va quedando bien claro que acá los fantasmas juegan el papel de un Ello que regresa para dejar en evidencia lo que ha sido reprimido. Si bien esta lectura psicoanalítica calza justo con la historia de fantasmas que cuenta Del Toro, en la que no faltan autómatas ni un montón de otros elementos propios de la teoría freudiana que no conviene adelantar, también es cierto que se trata de una metáfora demasiado superficial, pero no por eso menos oportuna. Porque además coincide en lo cronológico con ese momento exacto en el que el mundo antiguo termina de colapsar frente a la llegada de una modernidad que se impone –no sólo en términos técnicos, sino también sociales–, que es el escenario histórico de La cumbre escarlata. Así como Edith representa el nuevo paradigma de mujer de cara al siglo XX, los fantasmas cumplen con el rol de señalar la evidencia que descubre el carácter social y moralmente decadente del orden anterior. De todo esto se sirve Del Toro para poner en escena este drama gótico con fantasmas metafóricos, pero tranquilamente puede ser vista y disfrutada como una de fantasmas a secas.
Otro estadounidense perdido en tierras hostiles En Sin escape, de John Erick Dowdle, el versátil Owen Wilson interpreta a Jack, un ingeniero que se muda con su familia a un país ficticio del sudeste asiático (aunque su vecindad con uno real como Vietnam indica que puede tratarse de Laos o Camboya). Ocurre que luego de la quiebra de la empresa para la que trabajaba, la mejor oferta laboral que Jack recibe es de una multinacional que tiene una planta en aquel lugar en los antípodas geográficas y culturales, y él no ve más opción que aceptarla. Y allá va entonces, con su mujer y sus dos hijitas, dispuestos a enfrentar el desarraigo y el choque cultural con el mejor humor posible. Pero la esperanza dura poco. Al otro día una milicia popular que asesinó al dictador que ocupaba el gobierno comienza una violenta revolución xenófoba y, sobre todo, antiestadounidense. El resto de la película Wilson y su mujer (Lake Bell) se dedican a escapar de los impiadosos revolucionarios que pretenden ejecutarlos, por las calles de esa ciudad en un país sin nombre.No es la primera vez que a Wilson le toca evadir a un enemigo antiestadounidense en territorio hostil: ya lo había hecho en la mediocre Tras líneas enemigas, estrenada en 2001. Curiosamente en aquel film, rodado justo antes del 11-S, un escuadrón de guerrilleros musulmanes bosnios ayuda a un piloto del ejército de los Estados Unidos a eludir la persecución de un militar serbio durante la Guerra de los Balcanes. El nuevo enemigo estaba tan cerca que la película no alcanzaba a verlo. Igual de curioso, pero en un sentido inverso, resulta que en Sin escape la única oportunidad que tiene Jack para salvar la vida de su familia sea llegar a la frontera para pedir asilo en Vietnam. No hay forma de decirlo de manera terminante, pero quizá se trate del primer film en que ese país deja de ser visto como un territorio enemigo de los Estados Unidos, tras cuatro décadas de cine obsesionado con el conflicto bélico que ambas naciones sostuvieron entre los 60 y los 70.En ese sentido Sin escape representa un pase de manos de la posta del miedo. En ella se vuelve a poner en acción la clásica fobia occidental a lo culturalmente ajeno, llevándola al extremo, para generar un terror que se parece mucho al que ISIS produce con sus actos en Medio Oriente: miedo a una violencia irracional, desmedida y sin justificación alguna. Sin embargo la película también se permite dudar y preguntarse si la que provocan este tipo de grupos extremistas es la única violencia o el único terror que merece ser condenado. Y aunque lo hace de manera torpe y explícita, es una sorpresa encontrar una declaración política tan infrecuente en una producto made in Hollywood. Con la misma irregularidad, a lo largo del relato se intercalan estupendos momentos de tensión con otros imperdonables, en donde una babosa banda sonora relame las situaciones en busca de destacar lo que ya era obvio. La escena final deja bien claro lo difícil que resulta cerrar un film como este sin recurrir a ese tipo de burdos subterfugios emocionales.
Fábula del equilibrista en las alturas Lo mejor del nuevo film del realizador de Volver al futuro pasa por su reconstrucción visual de la hazaña de Philippe Petit, quien en 1974 caminó entre las Torres Gemelas. Pero termina cayendo en la tentación de acicatear la sensibilidad del público. Gran jugador del juego del cine, el estadounidense Robert Zemeckis vuelve a apostar por la grandilocuencia en su nueva película, intentando contar una de esas historias más grandes que la vida misma que tanto le gustan. Se trata de En la cuerda floja, adaptación del libro Alcanzar las nubes en el que su autor, el equilibrista francés Philippe Petit, reconstruye la historia de cómo en 1974 atravesó los 43 metros que separaban a las por entonces flamantes Torres Gemelas del World Trade Center, pero caminando sobre una cuerda que unía ambas terrazas, a casi 420 metros de altura y luego de vulnerar todos los sistemas de seguridad de los famosos edificios. Una historia que, basada en el mismo libro, ya ha sido contada en Man on Wire, documental que en 2008 le valió un Oscar al director James Marsh. A tal punto es evidente ese origen compartido, que la reconstrucción ficcional que realiza Zemeckis se atiene casi punto por punto al relato que el propio Petit realiza en el film de Marsh.La gran diferencia entre ambas versiones consiste en la representación de la génesis de la historia. De cómo Petit se convierte en un arriesgado funámbulo y llega a obsesionarse con realizar la hazaña que le dio fama mundial, incluso antes de que las célebres torres fueran construidas. Sin embargo, esto que pone distancia entre En la cuerda floja y el documental, es justamente una de sus debilidades (aunque no la mayor). Para narrar ese origen, Zemeckis adopta un tono entre luminoso y naïf que de algún modo se asemeja al que usó para contar las aventuras de ese Ulises cándido llamado Forrest Gump, en su viaje a través de la historia estadounidense del siglo XX. Un punto de vista que resultaba utilitario para crear un personaje con ese proverbial nivel de pureza, pero que no se lleva bien con el carácter avasallante, egocéntrico y hasta manipulador de Petit, que no tiene un pelo de tonto. Algo que expresa muy bien el retrato que Marsh hace de él en Man on Wire y que coincide con los testimonios de sus amigos y compañeros en aquella aventura, que el mismo documental recoge.Al contrario, la tensa puesta en escena de la intrusión al World Trade Center, el montaje del cable con el que Petit y sus cómplices unieron las dos torres durante la madrugada del 7 de agosto de 1974 y la espectacular secuencia de las ocho veces que el protagonista fue y vino caminando sobre Nueva York, se encuentra tal vez entre lo mejor de la obra de Zemeckis, en la que no faltan los puntos altos, valga la palabra. Tal es el efecto físico que las imágenes proponen, que se recomienda a quienes sufran de vértigo abstenerse de ver la película. En cambio, aquellos que busquen que el cine les haga sentir en el cuerpo algo único, no deben dejar pasar la oportunidad de hacerlo en una sala. Por desgracia Zemeckis no puede evitar la tentación de acicatear la sensibilidad del público –sobre todo la de sus compatriotas–, con una serie de esporádicas alusiones sobrecargadas de una seudo poesía entre romántica y melancólica, en memoria de esas dos torres que los neoyorquinos detestaban durante su construcción, pero que hoy son parte de la simbología básica de la cultura estadounidense. Ahí se empieza a lamentar que la genuina y leal acción cinematográfica ya se haya terminado.
“Tour de force” a través de Berlín El deambular de una chica española y un grupo de amigos por la noche de la capital alemana está narrado por Schipper en un extraordinario plano secuencia de más de dos horas de duración. El plano secuencia es un recurso narrativo propio del cine con el que muchos grandes directores acaban obsesionados, aceptando con insistencia el desafío de realizar la proeza de extender su duración y de complejizar su estructura coreográfica. Es conocido el caso de Alfred Hitchcock, que llegó al extremo de rodar La soga, un clásico de su filmografía, simulando un único plano secuencia, algo que con los medios técnicos disponibles en 1948 era imposible de realizar sin trucos. La llegada de la tecnología digital permitió cumplir el sueño de filmar una película de un tirón: lo hizo Alexander Sokurov de manera brillante en El arca rusa (2002) y a partir de ahí varios se atrevieron a replicar la experiencia. De ese modo está filmada Victoria, del alemán Sebastian Schipper. A diferencia del de Sokurov, que transcurría en una única locación (el Museo del Hermitage en San Petersburgo), el film de Schipper se mueve a través de un vasto sector de Berlín, hecho que le confiere una complejidad que el director resuelve y pone a favor del relato.En Victoria la cámara sigue con atención durante dos horas y cuarto el deambular de la chica del título, una inmigrante española que intenta adaptarse a su nuevo entorno, y a un grupo de chicos locales con los que se conoce a la salida de una discoteca, en los primeros minutos del tour de force que están a punto de comenzar. Podría decirse que la película divide su estructura en dos mitades exactas. Durante la primera de ellas aparenta ser otro exponente del mumblecore, subgénero del cine independiente en el que un grupo de jóvenes o adolescentes va de acá para allá mascullando sus diálogos cargados de un contundente presente continuo, poniendo en evidencia las dificultades propias de la juventud contemporánea. Entre ellas, la de asumir la posibilidad de una realidad que no sea la que se enmarca de manera estricta en ese aquí y ahora. Una incertidumbre respecto del futuro que diferentes generaciones de jóvenes se vienen heredando más o menos desde que, a mediados de los 70, el punk convirtió el elocuente “No Fun” de The Stooges en un todavía más explícito “No Future”.De esa manera Victoria y sus nuevos amigos, cuatro chicos provenientes del proletario viejo Berlín oriental, comienzan una ronda nocturna que incluye corridas por andar metiéndose en coches ajenos; el hurto de unas cuantas botellas de cerveza a un kiosquero dormido; algunos manotazos con otros transeúntes; un largo diálogo en la terraza de un edificio en el que no vive ninguno de ellos, y una escena más íntima en el interior del bar aún cerrado donde trabaja Victoria, entre ella y uno de los chicos con el que parecen gustarse. Durante todo ese recorrido ella se deja llevar por esa deriva frenética y aleatoria, cautivada por el encanto un poco peligroso que le proponen los cuatro chicos, que de a poco comienzan a cumplir con la promesa de hacerle conocer “la verdadera Berlín, la que está en las calles”. En efecto, la irrealidad electrónica y estroboscópica de la discoteca subterránea del comienzo pronto se diluye en una experiencia cada vez más densa, más próxima a lo cotidiano. Más turbulentamente real.Al promediar el relato se produce un quiebre que, aunque brusco, no es inesperado: no se ha llegado hasta ahí sin indicios evidentes acerca del carácter marginal de los varones. Un poco seducida pero también algo aturdida por la repentina familiaridad que ahora la conecta con los chicos, Victoria se deja perder todavía más profundo en esa “verdadera Berlín”, hasta quedar enredada casi sin darse cuenta en el robo a un banco que sus recientes compañeros de aventuras son forzados a cometer para saldar una deuda carcelaria del más reo de los cuatro. Aunque la premisa suene forzada y la a priori inexplicable lealtad de Victoria para con sus amigos (completos desconocidos hasta hace una hora atrás) pueda ser puesta en cuestión todo el tiempo, Schipper consigue hacer que el relato se mantenga verosímil. Por un lado lo hace valiéndose de esa red de desesperanzas casi nunca dichas que une de manera invisible las realidades tan distantes, tanto desde lo geográfico y lo cultural como desde lo social, de la instruida Victoria y de sus cuatro descastados amigos. Y por otro, de la solidez de ese extraordinario plano secuencia que, durante algo más de dos horas, permite que el espectador sea testigo en tiempo real de la potencia de la amistad y el amor, de la inocencia y de la vida. Pero también de su carácter frágil y fugaz
La política en clave cubista Para mostrar el mundo de los grupos que hacen pintadas políticas, Julián d’Angiolillo acumula sucesivas capas de realidad, que al superponerse devienen en un objeto más extraño que la ficción. Finalmente logra una modesta y peculiar variante conurbana de La ley de la calle. El joven director Julián d’Angiolillo tiene solamente dos largometrajes en su filmografía, un número todavía modesto para intentar hacer un balance de su carrera como cineasta, que sin dudas recién empieza. Sin embargo, son suficientes para afirmar con seguridad que posee una sensibilidad poco frecuente, capaz de descubrir historias de potencial cinematográfico ahí donde el resto apenas si ve la superficie de lo cotidiano. Y una capacidad excepcional para encontrar el modo más apropiado de narrarlas. Su primer trabajo fue Hacerme feriante (2010), un documental heterodoxo en el que conseguía retratar con precisión el universo caótico de la feria de La Salada, pero sin dejar de atender sobre todo al factor humano y social que muchas veces queda oculto detrás de los fenómenos de semejante magnitud. Si su debut fue un aviso claro que sugería prestar atención a sus próximos pasos como director, Cuerpo de letra viene a duplicar con éxito la apuesta. Es como si los cinco años que separan a una película de la otra no sólo hubieran pulido las virtudes ya exhibidas, sino también afinado su percepción para ir un paso más allá. Para tomar a la realidad como materia prima, desmontarla y crear con las mismas piezas un revelador objeto nuevo.El estreno de Cuerpo de letra exactamente un mes antes de las elecciones presidenciales, que tendrán lugar a fines de octubre, es cuanto menos ubicuo. No sólo por el tema evidente que ocupa la superficie del relato, que se desarrolla en el submundo de las brigadas nocturnas que realizan las pintadas políticas en todas las paredes de la capital y el conurbano bonaerense, sino también por la forma estética y narrativa con que elige retratar ese universo. A tales fines, D’Angiolillo crea un espacio cinematográfico en el que nunca queda claro cuál es el límite que separa la realidad de la ficción y ese es un gran acierto. Como un Dante moderno, el director baja con su cámara a un mundo desconocido para el común de los espectadores y en lugar de revelarlo a través de un dispositivo claramente documental, va acumulando sucesivas capas de realidad, que al irse superponiendo devienen en un objeto más extraño que la ficción. El resultado ciertamente podría ser una nueva versión del infierno.La película empieza como un thriller de intrigas suburbanas, cuyos protagonistas son (o aparentan ser) descastados personajes nocturnos. Ahí un muchacho, típico exponente de la clase obrera del conurbano, rescata a su amigo Ezequiel que ha quedado tendido en el boulevard central que separa los carriles de lo que tal vez sea la General Paz. Dicha avenida será un espacio recurrente y vital para el relato, no sólo porque se convertirá en un territorio en disputa para las diferentes barras de pintadores, sino porque, como en pocas películas de la cinematografía argentina reciente, queda bien claro el lugar de frontera que su trazado representa. Mientras Ezequiel es llevado a la rastra por su amigo, un hombre con un tatuaje en la mano los observa desde un puente y los sigue, como si los estuviera controlando. Ezequiel se convertirá en el protagonista de Cuerpo de letra y será su ingreso a uno de los grupos que trabajan realizando pintadas políticas, lo que ponga en marcha el motor del relato. Su posterior paso a un grupo rival servirá para revelar una infrecuente versión de las películas de guerra de pandillas, una modesta y peculiar variante conurbana de La ley de la calle, que en su último tercio (rodado en la víspera de las elecciones parlamentarias de 2013) tendrá un extraordinario clímax.La noche también se presenta como un espacio límite. La vigilia va cediendo su lugar a un clima onírico que D’Angiolillo crea a partir de potentes montajes visuales, sin desatender jamás al poder de lo sonoro como herramienta de extrañamiento. Del mismo modo en que un grupo vandaliza el trabajo de sus rivales, deformando las letras de sus pintadas hasta volverlas ilegibles e interrumpir así la transmisión del mensaje ajeno, ese desmenuzamiento lisérgico de la realidad que el director propone está lejos de ser un mero recurso estético y también puede ser leído como una reveladora clave política. Así, Cuerpo de letra expone y retrata el mundo de la política casi de manera cubista, deshaciéndolo en sus partes esenciales, entre las que no necesariamente se cuentan ni la convicción ni las ideas. La última escena, con Ezequiel dentro del cuarto oscuro, ilustra perfectamente ese defasaje entre lo que se dice (o se pinta) y lo que se piensa (o se vota).
Chat infernal Durante los últimos meses, desde estas mismas páginas se viene sosteniendo una campaña informal en contra de las películas de terror que parecen menos obra de un cineasta que de la máquina de hacer chorizos. Una campaña que busca crear consciencia acerca del abuso que las pantallas argentinas hacen de estos films clonados en los que el demonio, las posesiones, los fantasmas vengativos y el found-footage van pasando de uno en otro como si el cine de terror se hubiera tildado sobre esos dos o tres asuntos, a los que se disfraza para la ocasión casi siempre sin mucho ingenio ni destreza. Al mismo tiempo se ha saludado con honores a los pocos casos que han conseguido correrse de lo preseteado, verbigracia Te sigue, de David Robert Mitchell, y no mucho más. Pues, es hora de reconocer la derrota, porque esta campaña no tiene forma de ser exitosa; basta con mirar los números de taquilla para saberlo. De las últimas cinco películas de terror estrenadas, cuatro han vendido más de 25 mil entradas en su primera semana: La casa del demonio, Sinister 2, El payaso del mal y Exorcismo en el Vaticano (esta última, la peor de las cuatro, vendió casi 74 mil). Te sigue, en cambio, no pudo llegar a los 20 mil en el doble de tiempo. Es tentador ensayar una explicación al respecto, pero no es el lugar ni el momento. Una nueva película de terror acaba de estrenarse y de eso se trata esta nota.Eliminar amigo es el primer trabajo en Hollywood del director georgiano Levan “Leo” Gabriadze, quien sólo dirigió una película antes y cuyo mayor mérito (no menor) consiste en ser uno de los protagonistas de la comedia de culto Kin-dza-dza! (1986), uno de los trabajos más destacados del último cine soviético. De Eliminar amigo puede decirse que si bien no se aleja para nada de los clichés mencionados, al menos logra meter todo en un envase original. Claro que la originalidad en sí misma no es necesariamente un valor, mucho menos cuando apenas involucra a la máscara externa que por dentro esconde lo mismo de siempre. Sin mencionar que se puede ser original y aburrido al mismo tiempo. Se trata de seis adolescentes que son perseguidos por una ex compañera muerta, cuyo fantasma los culpa de haberla empujado al suicidio. Algo parecido ocurría en La horca, que tal vez termine siendo la película de terror más vista del año (unos 350 mil espectadores y que es aún peor que las cuatro antes mencionadas). Sólo que en este caso el morbo del ciberbullying mete la cola y por eso la fantasmita clama venganza por internet. Justamente, acá lo novedoso es que toda la película es narrada desde un chat de Skype y sin abandonar nunca la pantalla de la computadora de una de las protagonistas, echando mano de muchas de las redes sociales y plataformas web más populares –de Facebook a Instagram y de Google a YouTube– para construir el relato. No es posible asegurarlo, pero tal vez se trate de la primera película narrada íntegramente desde la virtualidad. Sin embargo, Eliminar amigo no ofrece nada más allá de esa innovación que es pura cáscara.
Alegoría electrónica de la Historia La última película de la actriz y directora francesa Mia Hansen-Love, Edén, puede ser vista como una metáfora que toma como excusa la explosión de la movida de la música house en París, a comienzos de la década de 1990, para contar la historia de un adolescente en su camino a la madurez. Y esta, a su vez, puede no ser más que un pretexto para representar los vaivenes de la Historia europea reciente. Vale la pena hacer el ejercicio de poner en paralelo las etapas que va atravesando su protagonista, Paul, con los distintos cambios sociales que se fueron sucediendo en el viejo continente, desde aquellos años hasta la actualidad. Con sorpresa se verá que todo coincide y que entonces, tal vez, Edén no sea sino una alegoría de la Historia con una banda de sonido bien bailable.Edén arranca siguiendo a Paul y a su grupo de amigos durante un amanecer, a la salida de una fiesta de música electrónica. Es el año 1992 y aunque la película no lo diga, la caída del muro de Berlín y la desintegración de la Unión Soviética aún están frescas. El socialismo ha muerto, cediendo el triunfo al capitalismo para que Fukuyama decrete el fin de la Historia. Los oscuros 80 terminaron de apagarse y la amenaza de la guerra deja tranquila a Europa por un rato y se muda a Irak. El mundo y París otra vez son una fiesta donde de repente sobra manteca para tirar al techo. En ese nuevo contexto, Paul y sus amigos arman un colectivo de Dj para organizar fiestas y pinchar música, una tendencia entre la juventud europea de entonces que, liberada de los viejos temores, se sube a esa ola de despreocupación. La movida electrónica se vuelve el fondo sonoro ideal para contar la historia de la nueva Europa, donde ya no hay de qué preocuparse y todo es divertido. No parece casual que HansenLove eligiera contar su fábula de juventud desde el centro de esa incipiente escena y no desde otros fenómenos juveniles propios de la época, como el grunge –un movimiento que no miraba al mundo con tanta ligereza–, porque a la directora parece interesarle mostrar esa despreocupación, ese clima de laissez faire necesario para poder narrar la posterior e inevitable caída.El relato avanza merced de saltos temporales que la llevan por 1995, 1997 y 1999 hasta 2001, cuando el grupo de amigos, que durante esos años ha conseguido ganarse un lugar en la noche bolichera de París, es invitado a hacer un par de presentaciones en Nueva York. Que la visita a la Gran Manzana justo en ese año sea el punto de inflexión que marca el comienzo de una crisis profunda en la vida de Paul, está lejos de ser una sutileza. La película, sin embargo, elude cualquier referencia directa al atentado. Le alcanza con que la economía de Paul se venga a pique y con el suicidio de uno de sus amigos más talentoso para que quede claro que la inocencia finalmente se ha ido. Sin embargo, en ese devenir que la película propone hay algo de exceso, un problema de ritmo demasiado laxo, algo curioso en un relato con tanto peso de lo musical. El cuento se hace largo y no pocas veces redundante. ¿Cuántos momentos en los que no pasa nada es necesario acumular para que quede claro que el vacío ha impregnado la vida de Paul? La música bailable (reiterativa en sí misma) y su entorno y cultura (carente de cualquier tipo de épica), ya eran herramientas bastante eficaces para cristalizar ese vacío. La banda de sonido perfecta para contar el ascenso y la caída de un sueño europeo que cada vez más se vuelve pesadilla, aunque su directora elija el elocuente poema El ritmo, de Robert Creeley, para intentar convencerse de que siempre queda la esperanza.
El cuerpo convertido en mercancía El nuevo film del director indio Tarsem Singh, In/mortal, desarrolla un tema de múltiples aristas que la fantasía o la ciencia ficción ya imaginaron una buena cantidad de veces en la literatura y el cine. Del Frankenstein de Mary Shelley a Avatar de James Cameron, pasando por el tema del doble que en sus obras abordaron E.T.A. Hoffmann o Sigmund Freud, o La celda, ópera prima del propio Singh (que además tiene algún punto de contacto con la interesante coproducción de origen lituano Aurora, de Kristina Buozyte, que también se estrena hoy en BAMA cine), asuntos como la inmortalidad, el valor del cuerpo como mero recipiente, la transmutación de la conciencia más allá de los límites corporales, y los alcances éticos que estas cuestiones representarían eventualmente para las ciencias, forman parte del revuelto gramajo temático que propone la historia que acá se cuenta.Pero además de todo lo que la película articula de manera explícita, hay otras líneas que transita aparentemente sin mayor conciencia y tal vez ahí esté lo más interesante de In/mortal. Como la mayoría de los de su clase, el empresario Damian Hale (Ben Kingsley) ha construido un imperio económico basado en la impiedad y ferocidad para ocupar espacios y mantenerlos. Singh resuelve bien la presentación del personaje durante un almuerzo con un colega más joven, en donde queda claro que Damian es capaz de cualquier cosa para obtener lo que quiere. El problema es que está muriendo. Por eso se contacta con una empresa clandestina que, merced una simple operación, ofrece a sus clientes la posibilidad de migrar su conciencia a un cuerpo sano. Más allá de los detalles, Damian acepta y pronto se encuentra convertido en otro, cincuenta años más joven y viviendo la vida loca. Pero (siempre hay un pero) tras una serie de episodios Damian (ahora Ryan Reynolds) comienzan a sospechar que en realidad su nuevo cuerpo no es tan nuevo y que él mismo no es otra cosa que un mero usurpador.Más allá del relato evidente, en In/mortal hay un asunto de fondo que la película no destaca, como si en realidad de una arbitrariedad del guión, pero que es lo más interesante de su propuesta: el lugar del cuerpo como bien material pasible de ser convertido en mercancía, como un producto de mercado. In/mortal propone una mirada áspera del capitalismo, en la que nada se descarta y todo es pasible de ser reciclado y vuelto a incorporar a los procesos mercantiles, incluso el cuerpo humano. En ese punto también se toca con la película 8 minutos antes de morir (Duncan Jones, 2011), en donde la guerra también era la industria que ofrecía materia prima para sórdidos negocios emergentes. Lo que puede molestar de In/mortal es que embadurna todo el asunto con una subtrama de culpas y emociones que provocan un giro poco verosímil en un personaje con el perfil despiadado de Damian, y que desemboca en un final feliz incómodamente reduccionista.
Un conejo blanco en el mundo femenino La realizadora y actriz consigue plasmar una profunda mirada sobre un universo en el que los hombres tienen una presencia sólo eventual: un país de las maravillas melancólico y peligroso, pero también tierno y con un ácido sentido del humor. Suele decirse que el de la crítica es un ejercicio personal, rabiosamente personal, en el que un objeto, en este caso una película, es pasado por el tamiz cultural de quien la ejerce. En virtud de esa certeza y antes de dar inicio al trabajo, es oportuno destacar que Mi amiga del parque, lo nuevo de esa gran cineasta que es Ana Katz, obliga a recordar y a poner por delante algunos detalles de esa subjetividad. A reconocer que resulta muy difícil, sino inevitable, escribir sobre la historia que cuenta y sus protagonistas desde otro lugar que no sea el del individuo que firma este texto. Que es un crítico de cine, sí, pero mucho antes de eso es un hombre. Y para un espectador –es decir: para un espectador hombre–, Mi amiga del parque puede representar una experiencia cercana al voyeurismo, a la mirada clandestina que se echa a través del ojo de una cerradura. A resbalar de golpe dentro de un universo al que la extrema proximidad vuelve aún más ajeno, para observarlo como si fuera la primera vez.Para un hombre, la nueva película de Katz es un agujero en el suelo en el que es inevitable caer apenas uno se asoma. Un agujero como aquellos en los que caían los personajes de Los Marziano, la película anterior de la directora, en cuyo fondo es posible encontrar un país de las maravillas melancólico y peligroso, pero también tierno y con un ácido sentido del humor. Un submundo habitado por un grupo de criaturas familiares, reconocibles, que pueden ser queribles o no, pero a quienes la película registra con un grado tal de intimidad, que genera la ilusión de estar siendo testigos de una realidad habitualmente vedada a los hombres: el universo de lo femenino (o parte de él), en su esplendor y a puertas cerradas.No es caprichoso haber elegido a la famosa novela de Lewis Carroll para definir a este opus cuatro de Katz como una historia que ocurre dentro de un pozo, porque en virtud de la preeminencia que en la industria del cine tiene el punto de vista masculino, una película tan salvajemente femenina (pero no feminista; no al menos en el sentido más combativo del término) no puede representar otra cosa que una mirada soterrada, oblicua respecto de las reglas del propio mercado cinematográfico. Y por qué no del mundo, porque en pleno siglo XXI no sólo en el cine es la mirada del hombre la que sigue marcando el pulso narrativo. Invirtiendo el paradigma habitual, en Mi amiga del parque son los hombres quienes ocupan ese lugar accesorio, de reparto, al que muchas veces se reduce lo femenino en las películas, y esta vez son ellas las que ocupan el centro del cuadro. Ellas y sus circunstancias. Ahí está Liz, una joven madre que no es soltera pero que vive su maternidad como tal, en vista de que su marido documentalista se encuentra ausente con aviso por asuntos laborales. Lo mismo puede decirse de las ambiguas hermanas R, Rosa y Renata, a quienes la película filtra a través de la mirada de Liz, sin que pueda saberse si las chicas son en verdad siniestras o víctimas de un prejuicio colectivo. O ambas cosas. Las líneas de tensión que generan sus vínculos tejen además una red emotiva que convierten a la película en una experiencia cinematográfica que se siente en todo el cuerpo. Y en ello son fundamentales los trabajos de Julieta Zylberberg como Liz, en la que todo está en carne viva, y de la propia Ana Katz en la piel de Rosa, cuya máscara dura tal vez no sea más que un mecanismo de protección.Pero que lo masculino tenga un lugar secundario para nada implica su negación. Por el contrario, esas presencias marginales que en realidad representan ausencias, subrayan a lo masculino con todo el vigor del que es capaz el fuera de campo. No parece casual que uno de los productores de la película sea Diego Lerman, director de Refugiado, uno de los mejores films del año pasado, en el que lo masculino también era elidido, sacado de plano, para conferirle un carácter ominoso. Lejos de esa oscuridad, los dos o tres hombres que aparecen en Mi amiga del parque son retratados un poco como nenes grandes, que no terminan de comprender cabalmente la complejidad de las emociones de Liz, aunque vean pasar frente a sus ojos la evidencia de su angustia, de su pasión, de su soledad. En esa perplejidad los hombres de la película se parecen a ese otro, el espectador, que sentado frente a la pantalla se deja contar un cuento de mujeres e intuye, como si se tratara de un déjà-vu, que algo de eso alguna vez le ha pasado cerca, pero que quizá no ha tenido la perspicacia ni la paciencia para mirar con suficiente atención. Para todos esos espectadores-hombre Ana Katz representa un conejo blanco que ofrece, a quien guste aceptar la invitación, la posibilidad de echar una mirada indiscreta al seno de esa intimidad femenina de la que, en la realidad y en el mejor de los casos, apenas si perciben los reflejos.
Otra saga distópica para adolescentes El gran desafío de una saga como la que comenzó el año pasado con Maze Runner: Correr o morir, dirigida por Wes Ball, a priori consistía en sostener los méritos exhibidos en ese episodio inicial. En la línea de otras sagas literarias distópicas para adolescentes llevadas al cine de forma reciente, como Los juegos del hambre o Divergente, la propuesta de Maze Runner había conseguido dar muestras de originalidad sin desatender la tensión narrativa, el manejo prudente de la intriga y la dosificación de la acción. Y descubriendo influencias interesantes, como las que recibía de la mitología griega y de la gran novela de William Golding, El señor de las moscas. Méritos que Maze Runner, prueba de fuego, segunda entrega de la saga inspirada en los libros del escritor James Dashner y la segunda con Ball como director, consigue revalidar sólo de manera parcial.El comienzo es prometedor. Una multitud miserable pugna por superar una férrea línea de seguridad de guardias y alambrados, para acceder a unas formaciones ferroviarias que parecen prometer un destino mejor. En medio del caos, una mujer se despide de su hijo pequeño, pero un hombre uniformado lo arranca de su lado antes de que ella pueda darle un último abrazo. La escena, que recuerda a otras recientemente transmitidas por televisión desde las fronteras orientales de Europa, cobra inesperada actualidad. Todo resulta ser un sueño (o tal vez un recuerdo reprimido) de Thomas, uno de los pocos jóvenes sin memoria que lograron escapar del laberinto en que la misteriosa corporación Cruel (Wicked en el original) los había encerrado para experimentar con ellos. El y sus amigos son llevados a un refugio fortificado donde conocen a otros chicos con historias similares. Ahí parecen estar a salvo de los intereses corporativos. O tal vez no.En Prueba de fuego, la saga también debe hacer frente a su propio laberinto, el de dar una explicación cinematográficamente razonable al encierro al que estaban sometidos sus personajes. Hacer que, desde lo narrativo, fuera del universo cerrado del laberinto todo encaje tan bien como lo había hecho adentro. Apelar a la omnipresente figura del zombi, elemento que hoy parece inevitable cuando el cine se ve frente al deseo de dar una nueva versión del fin del mundo, no parece haber sido la mejor decisión. Aunque hay que reconocer que han imaginado alguna variante original para el arquetipo del muerto vivo (originalidad que es más de diseño que de fondo), lo cierto es que ahí la película empieza a volverse una de tantas. Sin embargo, que el lugar de los malos sea ocupado por una corporación farmacéutica y que el relato esboce algunas coincidencias, tal vez involuntarias, con la vieja serie V: Invasión extraterrestre (sobre todo en cómo se va organizando la resistencia y sus dificultades) hacen que la película recupere algún puntito en la consideración final.