Concebido para picanear emociones Con un reparto más que interesante, El gran pequeño es un ejemplo paradigmático de cine hecho para electrificar emociones. O picanearlas, para decirlo sin eufemismos. Dirigido y escrito por el mexicano Alejandro Monteverde, el film apuesta a conmover a como dé lugar, pero siempre por imposición antes que por empatía. Una montaña rusa emocional que abre fuego a discreción sobre el público con munición gruesa de ternura, pena, compasión y otras yerbas, y que le debe mucho a El tambor de hojalata, novela del alemán Günter Grass que su compatriota Volker Schlöndorff llevó al cine, pero también a Cinema Paradiso, obra magna de Giusepe Tornatore. Aunque en los tres casos la Segunda Guerra es el telón de fondo sobre el que se desarrolla la trama, con film del italiano guarda la mayor deuda formal y estética. Como ahí, el costumbrismo ocupa un lugar central en la ecuación; el cine y acá también la historieta forman parte de un mecanismo que desde la fantasía aportan elementos vitales a una determinada cosmovisión, y el protagonista es un chico. Porque, como se sabe, siempre es más fácil manipular las emociones si se utiliza a un chico como herramienta.Las mayores diferencias estructurales entre ambas películas tienen que ver con distintas formas de utilizar los mismos recursos. Por un lado, si en el trabajo de Tornatore convivían dentro del relato dos líneas temporales que, con el cine como metal conductor, giraban en torno a la infancia y la adultez del protagonista, en El gran pequeño ese asunto se resuelve con una voz en off, que es la del protagonista adulto haciendo memoria sobre su niñez. Por otra parte está el personaje paternal que guía al niño intentando iluminar un momento difícil de su vida, rol que en Cinema Paradiso cargaba el enorme Philippe Noiret, pero que Monteverde desdobla en varios personajes que se alternan la misión. Y por supuesto, mientras la obra del italiano representaba un recorrido por la historia de su país desde la guerra hasta el presente, acá se trata de abordar uno de los acontecimientos más trascendentes de la historia estadounidense desde el punto de vista más acotado posible: el del niño más pequeño de una pequeña y típica comunidad norteamericana.El argumento es sencillo: un chico que por alguna razón no crece y al que en su pueblo llaman Little Boy (Chiquito), intenta hacer uso de un poder que en su fantasía cree tener para poner fin a la guerra y traer a su papá de regreso del frente. Que el apodo del chico sea el mismo con el que fue bautizada una de las bombas atómicas arrojadas sobre Japón es un detalle elocuente acerca del camino que la película elige para impactar. Un camino que justifica cualquier golpe de efecto, incluyendo un final esquizoide que en su duplicidad zamarrea al público con impunidad entre la congoja y el alivio, con la única intensión de exprimirle hasta la última lágrima. Y si lo consigue es sobre todo gracias a la buena labor de su eficiente elenco.
La sublime importancia del silencio En este documental sobre la comunidad boliviana en Argentina, el silencio es casi tan determinante como lo que se ve. Mirar hacia arriba permite ver que las ramas sostienen todavía algunas hojas secas, dándoles a los árboles un aspecto de semidesnudez que se recorta contra un cielo de perenne color gris. Si eso no fuera suficiente, alcanza con bajar la vista al ras del suelo para confirmar en la ropa que visten las personas (abrigos ligeros, alguna camperita, la polera de algodón que una nena usa debajo del guardapolvo escolar) que con certeza es otoño. La cámara va alternando su atención entre el tiempo (el clima) y las personas, y con esos elementos comienza a tramar un relato urdido de miradas tan elocuentes por sí mismas que casi no necesitan de palabras que las expliquen. Porque en El tiempo encontrado, clásico documental de observación de los directores Eva Poncet y Marcelo Burd, el silencio es casi tan importante como lo que se ve. Un silencio que por otra parte no es tal: una sinfonía minimalista de sonidos naturales se cuela con persistencia entre las imágenes que la película encadena. Esos sonidos hablan y con su voz completan lo que la cámara muestra: un grupo de ladrilleros abocados a los primeros pasos de su labor diaria de fabricar piezas de barro; una mujer que al mismo tiempo es madre y costurera; una cooperativa de horticultores dedicados al ciclo infinito de la siembra y la cosecha. Cada espacio tiene su propio paisaje sonoro que, al montarse unos a otros, van componiendo una banda sonora de delicada naturalidad. Esa es la música que acompaña la vida cotidiana de los protagonistas de El tiempo encontrado.Vistos por separado apenas puede decirse de todos ellos que son trabajadores, pero es probable que una mirada menos general resulte más reveladora. Cada uno de los personajes a los que la película sigue son parte de la nutrida colectividad boliviana en la Argentina, asentada sobre todo en la provincia de Buenos Aires en donde, según informa un breve texto inicial, habitan unos doscientos mil inmigrantes. En ese texto también se hace saber al espectador que la mayoría de ellos trabaja dentro de las industrias textiles y de la construcción, o como horticultores, actividad en la cual producen gran parte de las verduras y las frutas que se consumen en Buenos Aires. Es decir que su trabajo mudo e invisible no sólo es la base productiva de la vida en la ciudad y su vasto conurbano, sino que tal vez sea mucho más. Vestir al desnudo, alimentar al hambriento, darle hogar al desamparado, forman parte de las llamadas 7 Obras de la Misericordia que pregona el cristianismo, misiones que la clase política ha pretendido hacer propias, al menos desde lo discursivo. Justamente El tiempo encontrado pone en relieve la distancia que media entre la acción y la palabra, entre las intenciones expresadas en sermones y discursos y el trabajo real y silencioso de ponerse al servicio de las necesidades de los otros. Porque, ¿qué hacen Edwin y los ladrilleros, sino ocuparse de empezar el proceso de construir los hogares ajenos? ¿A qué se dedica Berta, madre y costurera, sino a vestir a los otros? ¿Qué hacen Darío y sus compañeros horticultores sino saciar el hambre de los demás? Si algo muestra la película de Burd y Poncet es que ninguno recibe por ello la gratitud que merece.Como en el film Le quattro volte, de Michelangelo Frammartino, en cuyo centro también habitaba un grupo de campesinos y ladrilleros italianos, en El tiempo encontrado la narración avanza junto al ciclo estacional, yendo del otoño al verano, un orden que es fundamental para retratar y entender la vida de sus protagonistas. Un ciclo temporal paciente y extenso que contrasta con los pocos detalles de la vida urbana que aparecen en el relato, regidos por el vértigo del día a día. Es desde ahí que el título de la película empieza a cobrar sentido: si, como en la obra de Marcel Proust, la vida en las ciudades consiste en una carrera sin fin en busca del tiempo perdido, para Edwin, Berta y Darío el tiempo es una materia continua con la que conviven en permanente encuentro. En ese choque de realidades siempre se pierde algo. Sobre el final, Edwin lo expresa cabalmente, no sin tristeza: “Acá nunca se sabe cuándo es Carnaval”.
Heroísmo con comedia La película prescinde de la destrucción a gran escala y presenta un protagonista con carisma similar al del Iron Man de Robert Downey Jr. Y, sobre todo, hace gala de un saludable sentido del humor. Durante la campaña promocional de Birdman, su exitoso último trabajo, con el que obtuvo cuatro premios Oscar en 2015, incluyendo Mejor película y director, Alejandro González Iñárritu definió las películas de superhéroes como “un genocidio cultural que es como veneno” porque, en su opinión, sobreexponen al espectador a “explosiones y mierda que no habla para nada de lo que significa ser humano”. Los dichos del mexicano coincidieron con el estreno de Los Vengadores: la era de Ultrón, non plus ultra en materia de películas de superhéroes, que sin ser el mejor exponente resultaba ideal para apreciar algunas debilidades del género. Aunque la opinión de Iñárritu está viciada de generalidad, en tanto apelmaza en un único organismo deforme un corpus heterogéneo en el que conviven films buenos y malos, es cierto que muchas películas de superhéroes han ido reduciendo progresivamente una parte importante de su metraje al ejercicio cada vez más vacuo de la destrucción como espectáculo en sí mismo, tendencia que se extiende a la mayoría de los tanques de Hollywood. Esa era la gran debilidad de La era de Ultrón: su incapacidad de entender la destrucción más allá de su función decorativa, imponiéndole el lugar de privilegio dentro de la estructura del relato. Un defecto habitual en una cultura hiperbólica convencida de que más grande siempre significa mejor. El resultado era una película desbalanceada a la que era posible reducir a las charlas que los personajes mantenían en los breves lapsos en los que no estaban ocupados arrasando ciudades. Los responsables de Ant-Man, el Hombre Hormiga parecen haber tomado debida nota del problema y no sólo logran eludirlo con elegancia, sino que hasta les sobra paño para parodiar el recurso.Claro que el tema de la destrucción sigue estando presente –el trauma del 11-S devino obsesión cinematográfica–, pero son varios los motivos por los que acá, prescindiendo del exhibicionismo, el asunto ha dejado de ser un fin per se para reducirse a un elemento más dentro de la construcción de la trama. Una de las claves está en una de las palabras de la frase anterior: reducirse. Porque el hecho de que la historia gire en torno de un héroe cuyo superpoder consiste en la capacidad para menguar su tamaño, obliga a trasladar la acción a una escala en donde la demolición urbana queda fuera de perspectiva y pierde sentido. Pero más allá del límite obvio que establece esa contingencia física, a Ant-Man le interesan otras cosas. En primer lugar el tema del poder, que en la mayoría de los superhéroes (y más entre los Vengadores) viene dado por una instancia superior, que tanto puede ser divina como económica, moral, científica y hasta política, y marca claramente que se trata de un don de pocos. Eso es diferente en el caso de Scott Lang, ladrón de poca monta acuciado por problemas personales como la desocupación y los conflictos con su ex, entre ellos la posibilidad de seguir viendo o no a la pequeña hija que comparten. Para Scott, que representa al hombre común –o peor, a la víctima de un sistema que tiene a la exclusión y la desigualdad entre sus partes–, el poder le viene primero como imposición (debe elegir entre la cárcel o someterse al riesgo de usar un traje no exento de efectos secundarios) y luego como instancia de redención. Porque Ant-Man es también una película sobre segundas oportunidades, sobre el potencial perfectible de la condición humana y la voluntad como herramienta individual y colectiva para ponerlas en acto.Por fin, sin que eso signifique menos importante, Ant-Man reúne las condiciones de una gran comedia. Esto es, un protagonista carismático y seductor como no había aparecido otro en el universo Marvel desde el Iron Man de Robert Downey Jr. Que además cuenta con un intérprete como Paul Rudd, un buen comediante que al fin encuentra un rol principal que mantenga bajo control las exageraciones a las que es propenso. Un elenco que incluye secundarios bien elegidos (extraordinario Michael Peña, desarrollando un efectivo comic relief). Un guión que no olvida que la acción, el vértigo y los efectos digitales son cáscaras vacías si carecen de un motivo que los ponga en marcha. Y un equipo que ha sabido entender todo eso y convertirlo en película. Si hubiera que elegir entre el valioso mensaje sobre la condición humana que Iñárritu pretende imponer con Birdman y la simple pero generosa propuesta lúdica de Ant-Man, desde acá se sugiere apostarle todo al Hombre Hormiga.
Una de terror para condenar al cadalso Aunque se trata de la enésima película de terror basada en el recurso de contar a partir del material registrado por los protagonistas con sus propias cámaras (celulares y cámaras domésticas) para simular que se trata de hechos reales, no es esa la única recurrencia que es posible hallar en La horca, de los directores y guionistas Travis Cluff y Chris Lofing (este último debutante absoluto en la dirección). Si por un lado el film reutiliza los recursos popularizados por la fundacional El proyecto Blair Witch (que La horca homenajea de modo explícito, aunque no está del todo claro si la cita es premeditada o inconsciente), la película también reproduce los tics de las películas de terror de estudiantes secundarios/universitarios ya abordados con eficiencia infinitamente mayor en casos como Carrie de Brian de Palma, basada en la novela del rey del terror Stephen King, y hasta parodiadas e hipertextualizadas en la no menos interesante La cabaña del terror, de Drew Goddard. Teniendo en cuenta dichas indicaciones, el aporte de este trabajo ya no al cine sino al menos a su propio género es por completo nulo. Porque no sólo no hay nada nuevo, ni desde lo narrativo ni desde lo estético, que llame la atención en La horca, sino que en ningún momento representa una reescritura interesante de lo que ya se ha visto mil veces.Tras una breve escena tomada de un video casero que registra como durante una representación de la obra “La horca” que realizan los alumnos de una escuela en 1993 uno de ellos muere estrangulado accidentalmente, una placa avisa que todo lo que se verá a continuación es evidencia policial de un caso real. Y lo que se ve es como, veinte años después, un grupo de alumnos de la misma escuela decide volver a poner en escena la obra maldita, alrededor de la cual se han tejido mitos fantasmales. Todo es registrado por Ryan, típico alumno canchero y abusivo que va a todas partes con su cámara a cuestas, ejemplar del exhibicionismo 2.0 de los adolescentes modernos, para quienes el registro audiovisual se convirtió en parte indivisible de la vida cotidiana. Es descabellado creer que el personaje de John Travolta en la mencionada Carrie se comportaría más o menos como Ryan en la actualidad. Es él quien le propone a su amigo Reese, otro chico de los “populares” que está a cargo del papel protagónico en la obra, una incursión nocturna para romper todo y que la representación no pueda hacerse. Cualquiera puede completar qué es lo que pasa cuando finalmente se meten al colegio esa noche junto a dos chicas. No deja de sorprender que Hollywood siga reproduciendo en pleno siglo XXI esta puritana versión paranormal de vigilar y castigar, que por un lado se empeña en ver a la adolescencia como un pecado que se paga con la muerte y que por otro aplica soluciones de ultratumba al problema del bullying.
Cómo leer la historia del heavy metal criollo Si realmente hubiera una forma de entender la historia del heavy metal en la Argentina, Relámpago en la oscuridad, dirigido por Germán Fernández y Pablo Montllau, podría ser una herramienta importante. Documental que se presenta como la historia de Alberto Zamarbide, el Beto, cantante y nombre fundamental en la aparición de la banda V8, virtuales fundadores del género a nivel local, resulta ser no sólo eso. En primer lugar porque, sin dejar de hacer centro en la figura del vocalista (contar su historia equivale de algún modo a contar la historia del género en el país), el film tiene la generosidad de convertirse además en un acercamiento a V8 que por primera vez reúne las voces de todos los músicos que alguna vez pasaron por ahí, incluido al controvertido Ricardo Iorio –bajista, líder y miembro fundador de aquella banda que hoy es leyenda–, cuya presencia tiene varios valores agregados.Para empezar, es la primera vez que Iorio acepta participar de un proyecto como éste, mérito no menor dado el carácter esquivo del músico. Pero ese éxito consiste no sólo en recoger su testimonio, sino en haber conseguido mantenerlo a raya. Quien haya visto los reportajes a su persona, perpetrados por el conductor Beto Casella, sabrá de los desbordes de los que es capaz el histriónico rey Ricardo. Para probar la importancia de contar de primera mano con su versión de la historia, basta recordar la negativa del popular bajista a participar de otro documental, La H de Nicanor Loreti, donde lo que se narra es la historia de Hermética, segunda banda fundada por él, que consiguió erigirse como la más popular en la historia del género en el país, aunque no la más importante. Ese lugar sin duda le pertenece a V8 y entonces Relámpago en la oscuridad se convierte además en un pequeño e infrecuente acto de justicia cinematográfica.Pero hay logros aún más importantes que este documental de corte tradicional y correcta factura alcanza sin estridencias, sin necesidad de alzar la voz, toda una paradoja tratándose de heavy metal. Relámpago en la oscuridad consigue ser un atractivo relato acerca de la fe que no se limita a las creencias religiosas de Zamarbide (con su banda Logos, Beto es también un pionero del metal cristiano en el país), sino la fe entendida ya no como vínculo con una hipótesis divina, sino como motor esencial de toda acción humana. En el camino se encarga por un lado de trazar un perfil político para el heavy metal, género que suele ser reducido a roles de reparto grotescos o monstruosos dentro del arco rockero. Y por el otro, de reparar a sus artistas, de quitarles el estigma de rebeldes sin causa con el que históricamente se ha querido vaciar el rol contestatario que las bandas más pesadas sostienen con orgullo, aun a costa de ser relegadas a espacios marginales. Y, por fin, de bajar a los músicos de heavy metal del pedestal de hombres duros, para mostrarlos simplemente como lo que son: hombres a secas. Hombres con sueños y tristezas. Hombres con esposas, hijas, madres. Como la mamá del Beto, que recuerda no sin ternura como su hijo adolescente se juntaba con sus amiguitos de “rulitos largos”, “todos pibes buenos”, a hacer ruido en el sótano de la casa familiar en Chacarita. Eso habrá sido entre 1980 y 1981, años en los que para andar por la calle con campera de cuero, cinturones con tachas y los rulitos largos había que tener los dos huevos bien puestos.
Una película que encierra muchas otras La persistencia en el tiempo de una legendaria fábrica de acordeones es apenas uno de los hilos con los que se teje este atípico documental, que oficia como retrato de una forma de vivir y de entender la vida tan anacrónica como sus protagonistas. Anconetani, dirigida por Silvia Di Florio y Gustavo Cataldi, es una película que pretende ser algo que no es pero que, de manera sorpresiva, resulta ser muchas otras cosas, convirtiéndose en un inesperado Aleph cinematográfico. Así, Anconetani no es una película sobre la tradicional fábrica de acordeones fundada por un inmigrante italiano algunos años después de la Segunda Guerra, ni sobre su hijo Nazareno ni sobre las nietas que heredaron y aún siguen adelante con la empresa familiar, manejándola como si todavía vivieran en 1950. O sí, tal vez sea eso, pero de manera superficial. Anconetani es, en realidad, el retrato de una forma de vivir y de entender la vida tan anacrónica como sus protagonistas. “Hacemos acordeones porque se lo prometimos a mi padre”, admite uno de los hermanos de Nazareno desde un viejo registro fílmico, haciendo que la película se convierta al mismo tiempo en una historia de fantasmas y en una lección de ética en la cual la palabra sigue siendo un bien de valor innegociable.Pero el film es también el registro de un hallazgo antropológico que muestra, hoy, cómo era la vida de una familia de inmigrantes en Buenos Aires durante la primera mitad del siglo XX. Como un yacimiento arqueológico, la casa de los Anconetani –en cuyos altos se encuentra el taller en el cual desde hace casi 70 años se fabrican de manera artesanal los acordeones que llevan por marca el apellido de esta dinastía de luthiers– acumula los detalles, las señales, los usos y las costumbres de una familia italiana casi como si sus integrantes recién hubieran bajado del barco en 1918, año en el que el viejo Anconetani decide radicarse en esta ciudad, procedente de Ancona. Una máquina del tiempo en donde, en plena era digital, el conocimiento y la tradición aún sobreviven a través de la transmisión oral, ofreciendo una prueba adicional del poder de la palabra.Aunque en rigor lo sea, Anconetani tampoco es un documental. El film de Di Florio y Cataldi puede ser visto como ficción. Como una saga familiar que, en contra de lo que podría pensarse, revela que las reproducciones farsescas que ensayaban programas televisivos como Los Campanelli o Los Benvenutto eran en realidad frescos bastante certeros de una identidad viva y fundacional de la cultura argentina. Más aún, Anconetani podría ser el relato de unas memorias inventadas y repetidas hasta convencerse de que en sí mismas son el testimonio de un pasado auténtico. Es el propio Nazareno quien se encarga de aportar una prueba para sostener la tesis de la película como artefacto de potencia ficcional: “De Ancona tenemos todos los recuerdos que nos contaba mi papá; entonces, la conocemos como si hubiéramos estado allá”.Desde ahí, Anconetani puede ser también una suma mitológica que de algún modo recupera la figura de los lares, aquellos dioses romanos protectores del hogar. Siempre entre las herramientas y las piezas infinitas de los acordeones, Nazareno recuerda que un día su madre prometió que, una vez muerta, si alguna vez conseguía volver a visitarlos desde el más allá, lo haría asumiendo la forma de una gata. Cuando años más tarde una gatita desconocida comienza a visitar el taller, Nazareno se pregunta si aquella no será su madre cumpliendo con la promesa. Desde entonces ella descansa todos los días sobre el banco de trabajo, junto a Nazareno, y cada noche él la despide con un cálido “Ciao, mamma”.Pero en esta lista de las películas posibles que pueden hallarse dentro de Anconetani, la más destacada sea quizá la historia de amor. O amores, porque no es uno sólo, sino una legión. El amor de un hombre por un oficio que luego sus hijos aceptan como herencia, sólo por amor; el de una familia por su propia mística, al que las nietas de Don Anconetani le dan forma de museo y lo trasmiten a los chicos de las escuelas primarias que lo visitan; el de un grupo de hombres devotos de los sonidos y los objetos que los producen, ellos mismos la mínima expresión de ese amor de amores que la humanidad siente por la música. Y por fin, pero no necesariamente al final, el amor de los directores por Nazareno, ese personaje extraordinario de nobleza transparente sin el cual ninguna de estas películas sería posible
Recuerdos que quizá sean una ficción El thriller de Gilles Paquet-Brenner presenta el lado B del Sueño Americano y echa una mirada muy crítica al período en que gobernó Ronald Reagan, una época signada por una suerte de neopuritanismo, en la que el heavy metal era el mismo demonio. Thriller policial de esos que son difíciles de contar, Lugares oscuros tiene una ventaja: Charlize Theron. La actriz sudafricana que viene de brillar en la nueva versión de Mad Max –que a poco de su estreno y a pesar de las excelentes críticas ya fue dada de baja de las carteleras porteñas– da nuevas muestras de por qué es una de las estrellas de Hollywood más versátiles de la actualidad. Rodeada de un elenco que reúne estrellitas en ascenso, como la no menos talentosa Chloë Grace Moretz y Nicholas Hoult; figuritas de moda de la televisión como Christina Hendricks, la pelirroja sensual de Mad Men y un batallón de buenos secundarios, Theron es un sol en torno del cual no sólo orbitan sus compañeros, sino también la trama. O al menos buena parte de ella, porque el film propone una forma de relato compuesto por capas temporales y múltiples puntos de vista, que son los que justamente dificultan la tarea de entregar una sinopsis acotada.La historia de Libby Day, el personaje de Theron, se desarrolla en dos partes. Una durante su infancia en una granja de Kansas a mediados de la década del ’80, cuando su madre y sus dos hermanas mayores son asesinadas brutalmente en un crimen de ribetes satanistas por el que su hermano Ben, fanático del heavy metal, es condenado a prisión perpetua. La otra en la actualidad, en donde ella vive de la caridad de desconocidos que desde niña le envían dinero, apiadados por su condición de sobreviviente. Pero un día su abogado le avisa que ya no le quedan dinero ni caridad para seguir viviendo de su tragedia personal y le entrega una última carta. En ella, un club de fanáticos de crímenes famosos le ofrece dinero a cambio de participar de sus reuniones y contar una vez más su historia. Los miembros del club no creen que Ben sea el verdadero culpable del crimen y a partir de eso la parca Libby deberá desandar el camino de su pasado en busca de reconstruir una memoria que tal vez no sea más que una ficción.Más allá de las vueltas de tuerca que resultarán más o menos previsibles para el espectador entrenado en este tipo de intrigas sombrías, Lugares oscuros ofrece el atractivo de un retrato poco frecuente de Estados Unidos. Algo así como el lado B del Sueño Americano y una mirada muy crítica del período en que gobernó Ronald Reagan. Una época signada por una suerte de neopuritanismo, en la que el heavy metal era el mismo demonio (se llegó a enjuiciar a la banda Judas Priest como instigadora del suicidio de un fanático y Tipper Gore, esposa del luego vicepresidente de Bill Clinton, Al Gore, encabezaba agrupaciones que militaban en contra del rock en general y del metal en particular). Pero también de una coyuntura ultraliberal que se cargaba los sueños (y la vida) de muchas familias de trabajadores agrícolas. Algo que, hablando de heavy metal, cuenta muy bien y en primera persona Dave Mustaine, líder del grupo Megadeth, en su canción “Forclosure of a Dream”.
Contraste cinematográficamente político El director de El custodio contrapone la vida activa de una empleada doméstica y los espacios vacíos en donde trabaja. Réimon es la tercera película del cineasta argentino Rodrigo Moreno, luego de El custodio, protagonizada por Julio Chávez y premiada en 2006 en el Festival de Berlín, y de Un mundo misterioso, estrenada en 2011. Y tiene un comienzo atípico: antes de dar inicio al relato, una serie de placas comparten con el espectador un minucioso reporte de producción en el que se informa el costo total de realización de la película (34 mil dólares), detallando ítem por ítem en qué se gastó el dinero. Quiénes fueron los que lo cobraron; qué cantidad de tiempo se invirtió en cada uno de los procesos que involucra hacer una película; quiénes aportaron su trabajo sin recibir honorario alguno, a cuenta de lo que la película terminada produzca a partir de su estreno, etc. Tratándose de un film independiente –es decir, sin subsidio alguno por parte del Incaa–, esa decisión conlleva una forma de trasparencia que parece ser a la vez un desafío: ¿cuántas producciones realizadas dentro del sistema están en condiciones de ofrecer abiertamente un detalle tan preciso sin dejar resquicio para sospechas de manejos poco claros? Pero ese informe inicial no es sólo eso, sino que es también la prueba de algo que no por evidente resulta obvio: que el cine, como alguna vez ha dicho Lucrecia Martel, es un arte y una forma de expresión pequeño-burguesa. Y películas como Réimon son los mejores ejemplos de eso: ¿quién si no podría disponer de 34 mil dólares y varios años de trabajo no remunerado sin recurrir a los subsidios oficiales para hacer una película como ésta, que seguramente no recuperará la inversión realizada? Réimon se hace cargo de esa certeza y ciertamente es ahí desde donde se para a mirar al mundo para contar su historia.Las primeras escenas parecen construidas como antítesis del informe que abre la película. Al contrario de un asiento contable, se muestra la vida simple de una familia en los suburbios. Una mujer vieja con la piel oscura y curtida descansa al aire libre en una tarde gris y una buena cantidad de perros comparten con ella esa tranquilidad, como si el mundo fuera realmente un lugar sencillo en el que aquellos 34 mil dólares no tienen ninguna importancia. Un chico se queda mirando a cámara un rato largo y parece que, en efecto, la construcción cinematográfica es un hecho ajeno a su realidad, una mirada que siempre es potestad de esos otros que se pueden dar el lujo de ver y narrar a través de las cámaras.Ese es el mundo de Ramona, una chica del conurbano que realiza trabajos domésticos para familias de clase media alta y a quien un par de jóvenes estudiantes que la emplean apodaron Réimon, con ese cariño paternal y condescendiente de quien se siente por encima. Es a ella a quien la cámara registra de forma insistente en su vida cotidiana, a quien sigue en su viajes de ida y vuelta en tren hasta Constitución, puerta de entrada al Sur borgeano; en el recorrido por las casas en donde trabaja; mientras saca a pasear a su perro por el barrio, cuando se desnuda para meterse en la cama al terminar el día. Para la película, Ramona es un objeto curioso al que no puede dejar de observar. Una mirada que vale 34 mil dólares.Tal vez por eso la película, en su movimiento menos natural y más explícito, pone a los dos estudiantes/patrones a leer fragmentos de El Capital, de Karl Marx, un gesto innecesario por hacer políticamente gráfico un contraste que ya era cinematográficamente político. Un contraste evidente en la inversión especular que se da entre la vida simple y activa de Ramona y los departamentos enormes y vacíos en donde trabaja, en los que su presencia es casi la de un fantasma. O en el carácter fantasmal que esos dos estudiantes tienen en el mundo real, ese por el que transita la verdadera Ramona y en el que Réimon es apenas una ficción creada por la mirada ajena de los otros.
La vida debería parecerse al cine Lo mejor de la nueva película del director de Casi famosos pasa por la forma en la que construye los vínculos entre sus personajes antes que por la historia en la cual los hace interactuar. A veces lo mejor para hablar de una película es dejar en un segundo plano el aparato analítico y permitir que sean las emociones las que se hagan cargo de resolver el problema, porque el cine no se trata sólo de estructuras narrativas, de técnicas fotográficas, de niveles textuales o del uso más o menos virtuoso de las herramientas cinematográficas. El cine también es una máquina emotiva y como tal no siempre alcanza con saber qué se piensa de una película, que en general es lo más fácil de hacer, sino que es necesario intentar conectarse con ella desde un lugar menos formal, más íntimo. En esos casos sólo se necesita prestarle atención al cuerpo al terminar la proyección para entender de qué se trata el asunto. Quien haya disfrutado del cine siendo chico sabrá cómo es la cosa: salir de ver Rocky y sentir el pecho más ancho, que la boca se tuerce un poco y que el amor no siempre es la chica más linda del mundo. Hay películas que se le meten a uno por la piel y provocan que ocurra el milagro de hacer desear que el mundo fuera como el cine. Algo así pasa con Bajo el mismo cielo, el nuevo trabajo de Cameron Crowe, una película en la que para hablar de lo que se piensa conviene no desatender lo que se siente. No hacerlo equivale a perderse no sólo lo mejor del film, sino lo más interesante del cine de este director talentoso e irregular, capaz de construir películas fallidas como Un zoológico en casa (2011), como de crear verdaderas maravillas, por ejemplo Casi famosos (2000), pero siempre apostando por contar desde el lado sensible. O casi siempre: también dirigió Vanilla Sky...Como en sus mejores trabajos, en Bajo un mismo cielo Crowe otra vez habla de amor. Pero no sólo de su variante romántica, sino que lo aborda desde varios flancos de manera simultánea para contar la historia de Brian Gilcrest (Bradley Cooper), una celebridad militar medio caída en desgracia que regresa a Hawaii, donde alguna vez supo no sólo construir lo mejor de su carrera, sino donde ha quedado una parte importante de su vida. O tal vez convenga decir: donde él la ha dejado, porque ahí está Tracy, una antigua novia con la que rompió para darle prioridad a su carrera. Ahora Tracy (Rachel McAdams) está casada y tiene dos hijos, pero su presencia se convertirá para Brian en una especie de agujero de gusano emotivo que lo conecta con aquel pasado que él se empeña en asumir como una etapa superada. Pero en ese pequeño paraíso en medio del océano Pacífico del que los Estados Unidos han sabido apoderarse, también lo esperan nuevos desafíos. Que por un lado son laborales (Brian llega para participar del lanzamiento de un poderoso satélite de comunicaciones privado en el que el ejército tiene una extraña participación), pero también personales. Porque allá conocerá a la joven teniente Allison (Emma Stone), con quien, a pesar de las rispideces iniciales, acabará forjando un vínculo no exento de idas y de vueltas.Lo interesante de Bajo un mismo cielo pasa más por la forma en que Crowe construye los vínculos entre sus personajes, que por la historia en la cual los hace interactuar, apenas una fatalidad necesaria para poder reunirlos. Detenerse en lo anecdótico de la historia obliga a impugnar cierto empeño del director (y guionista) por apelar a una buena cantidad de elementos ligados al realismo mágico, que representan lo más flojo dentro del relato. Conviene concentrarse entonces en la forma en que el director va tensando o aflojando las cuerdas de una red dinámica que entrelaza a una vasta galería de grandes personajes, cada uno con sus atractivos. Personajes que Crowe utiliza al modo clásico, asignándoles roles arquetípicos: el empresario malo y seductor interpretado por Bill Murray, el general tan rígido y cascarrabias como noble de Alec Baldwin, el breve pero eficaz comic relief a cargo de Danny McBride, el líder de las tribus aborígenes que reclaman el fin del colonialismo en Hawaii ocupando el rol del buen salvaje o el tan parco como expresivo marido de Tracy interpretado por John Krasinski, que se presenta como la némesis del protagonista pero que quizá resulte ser otra cosa.En medio de tantos personajes interpretados con precisión por un elenco sólido y una banda sonora que hace gala del buen gusto con que el director musicaliza todos sus trabajos, Crowe consigue que lo aparentemente imposible resulte verosímil. Que un padre ausente salve el vínculo con una hija desconocida sólo con un abrazo; que un hombre pueda amar a dos mujeres sin que en ello se juegue misoginia alguna; que los diálogos más poderosos de la película se desarrollen en silencio. Y que el espectador salga agradecido después de ver la película, convencido de que a veces la vida puede y debe parecerse más al cine.
Nueva versión laica de una fábula cristiana El segundo largo del director de El estudiante, remake de la película de Daniel Tinayre, no deja de funcionar como una respuesta a lo que la original proponía no sólo desde lo temático, sino también en términos de puesta en escena. No es difícil hablar de La patota, segundo largometraje de Santiago Mitre después de El estudiante (2011), sin hacer referencias profundas a su carácter de reescritura de la película homónima de 1960. Sin embargo, hacerlo resulta interesante y oportuno por varias razones. Primero porque la original es un clásico dirigido por uno de los directores clásicos del cine nacional, Daniel Tinayre, y protagonizada por una de las pocas divas que dio nuestro cine, Mirtha Legrand. Luego, porque los temas que la película abordaba 55 años atrás de manera increíblemente explícita siguen siendo, más que nunca, los temas del día. Para confirmar esa urgencia temática basta recordar que el estreno de esta película, en la que la violación de la protagonista por parte de varios hombres y su posterior embarazo ocupan el centro dramático, se da a dos semanas de la multitudinaria marcha que, bajo el lema Ni una menos, convocó a miles de personas para manifestarse en contra de la violencia contra las mujeres. Pero también desde lo cinematográfico, porque el propio Mitre y Mariano Llinás, su coguionista, se han encargado de explicitar el diálogo entre las dos películas, haciendo que muchos de los detalles de esta nueva versión funcionen como respuestas o reacciones a lo que la original proponía no sólo desde lo temático, sino también en términos de puesta en escena.Para empezar es inevitable mencionar que ambos relatos y la conducta de sus protagonistas se sostienen en un fondo no sólo religioso, sino eminentemente católico, que en la película de Tinayre era manifiesto: la cita inicial del Evangelio en la que Cristo invita a perdonar setenta veces siete es el indicio más notable, pero hay muchos más. Aunque las referencias más gráficas fueron expurgadas en la versión de Mitre, hay al menos dos que no pudieron eludirse. La más evidente es el carácter de fábula cristiana de la historia, en la que Paulina, una profesora de zonas carenciadas violada por sus alumnos, asume por propia voluntad el rol de cordero que se ofrece a sí mismo en sacrificio, para purgar con su sufrimiento los pecados de la humanidad. Porque lo que la protagonista se propone cargando con el dolor del ultraje y el embarazo indeseado que se niega a interrumpir, no es otra cosa que un intento por compensar las inequidades e iniquidades de un sistema que empuja de la pobreza a la marginalidad y de ahí al delito. Pero tampoco se ha podido evitar un detalle mucho más sutil: las múltiples cruces que conforman la estructura del ominoso edificio en construcción en donde tiene lugar la violación, que le dan a la escena y al escenario su carácter de calvario. Un elemento simbólico que en la película de Tinayre aparecía con más claridad, apoyado por la presencia espectral de unas estatuas que parecían sacadas de un cementerio, y que ha conseguido colarse por entre los estrictos filtros laicos puestos en acción para esta versión modelo 2015.Otro cambio interesante es la profesión desde la cual Paulina llega a su vocación de docente de emergencia. Si en la original lo hacía como profesora para dar clases de filosofía, en la nueva lo hace como abogada para enseñar educación cívica. Ese cambio de la filosofía al derecho opera también en el punto de vista que las películas asumen en el planteo de sus temas. Así, en la de 1960 desigualdad y justicia eran abordadas en tanto ideas y de ese modo todo conflicto era pasible de racionalizarse. La actitud de Paulina de salvar a sus agresores pasaba por una cuestión ética (la dicotomía del bien y el mal), que hacía posible la redención de los criminales / pecadores y un final feliz para todos, permitiendo que quienes causaban el problema fueran parte de la solución. En la nueva la discusión pasa por el derecho antes que por la justicia. “Cuando hay pobres la justicia no busca la verdad, sino culpables”, dice Paulina a su padre juez (Dolores Fonzi y Oscar Martínez, notables ambos) y esa mirada desde el derecho vuelve a la discusión más concreta, acorde a los tiempos que corren, y permite articular el relato en un círculo de víctimas contra víctimas. El derecho a la igualdad de condiciones; el de las mujeres a decidir sobre sus cuerpos; el de la vida para los chicos por nacer o el de la sociedad de juzgar a quien transgrede sus normas son algunas discusiones que la película abre pero no cierra.Las escenas finales son paradigmáticas respecto del cambio de punto de vista que una y otra película han elegido. En la de Tinayre los agresores caminan a la madrugada ya libres de culpa; la cámara fija los toma de espaldas mientras se alejan bajo un puente y se pierden en la luz al otro lado, una clara alegoría de redención que sostiene el color cristiano de todo el film. En las antípodas, en La patota de Mitre la que camina es Paulina. La cámara se mueve delante de ella cerrándole el paso, tomándola de frente en un plano medio cada vez más apretado que nunca permite al espectador saber hacia dónde va. Mientras tanto cae la tarde y la escena se va poniendo cada vez más oscura. Cada uno puede elegir una de las muchas alegorías que tienen lugar en esa representación que cierra la historia.Previo a eso, Mitre se empeña en repetir el discutido plano final de El estudiante, poniendo en escena una elegante declaración de principios. Pero no es lo único que se reitera dentro de la obra del director. El tratamiento que da sobre todo a la escena de la violación –gráfico, incómodo y sostenido–, recuerda los excesos en el retrato de la violencia ya vistos en Elefante Blanco, dirigida por Pablo Trapero, sí, pero con guión de Mitre junto a Martín Mauregui y Alejandro Fadel. En ambos casos los directores eligen desconocer la existencia (y el poder) del fuera de campo –algo que un cineasta clásico como Tinayre tuvo la delicadeza no olvidar– para impactar de manera agresiva sobre el espectador, haciendo que el via crucis de Paulina se convierta, además, en un espectáculo público.