"Azor": el corazón de las tinieblas La película aborda los años de la dictadura cívico-militar desde una perspectiva poco frecuente en el cine de ficción: la de las clases altas. Cuando a mediados de los años ’70 Francis Ford Coppola adaptó El corazón de las tinieblas, de Joseph Conrad, al contexto de la Guerra de Vietnam, no tenía forma de imaginar que esa obra, o más aún, su propia película, también podrían servir para contar la historia de una dictadura que, por esos mismos años, comenzaba a destruir lo que quedaba de un país en el extremo opuesto del continente americano. Y aunque ni la novela ni Apocalypse Now figuran como fuente de inspiración de Azor, opera prima del director suizo formado en Buenos Aires Andreas Fontana, de algún modo sus recorridos no dejan de resultar análogos. Ambientada en 1980 en Buenos Aires, ciudad y provincia, Azor aborda los llamados "años de plomo" desde una perspectiva poco frecuente en las obras de ficción: la de las clases altas. El protagonista es Yvan De Wiel, un banquero suizo de alcurnia, representante de la banca privada, que llega a la Argentina para atender algunos asuntos que su socio Keys dejó inconclusos antes de abandonar repentinamente el país sin destino conocido. Lo que De Wiel encuentra es una versión decadente de la aristocracia local, atravesada por un miedo que es ajeno al imaginario construido en torno a esa clase social durante la dictadura militar, usualmente asociado a una actitud festiva más que al temor. No es que en lo festivo no esté presente, todo lo contrario. De Wiel se la pasa entre recepciones, visitas al hipódromo y excursiones rurales, donde se reúne con sus clientes. Sin embargo, Azor construye con precisión el clima de agobio en el que se vive y que no es ajeno a los poderosos, entre quienes el silencio suele ser la mejor forma de mantenerse a salvo de un horror que la película nunca muestra de forma directa. En su lugar elige poner al protagonista en contacto con una serie de personajes que se presentan como emergentes de esas sombras: un abogado desagradable, un empresario prepotente, un obispo siniestro. Pero también con una mujer de familia patricia, aterrorizada por lo que ocurre o un estanciero con una hija desaparecida, cuyas experiencias los acerca al lugar de las víctimas (aunque la película no los justifica). Como en la película de Coppola, el misterio se va construyendo en torno a la figura del ausente, sobre cuyo carácter los rumores se apilan para darle forma a la leyenda. Acá Keys representa para De Wiel lo mismo que el coronel Kurtz para el capitán Willard: una figura que tanto lo atrae como lo repele y cuyo misterio de a poco lo va seduciendo, empujándolo a adentrarse en un paisaje cada vez más abismal, peligroso y demencial. Que el protagonista sea extranjero ayuda a crear la atmósfera enrarecida que perciben quienes deben avanzar en un territorio desconocido y hostil, característica que ayuda a fortalecer el paralelo entre Willard y De Wiel. Keys, al que algunos califican como seductor y valiente, pero otros como un pervertido peligroso, se convertirá en una obsesión para el suizo, quien a pesar de su carácter opuesto de a poco comenzará perder ciertos límites, en una transformación que la película realiza sin apuro. El tramo final representa el definitivo descenso al infierno, donde quedan expuestas algunas de las tramas que justifican tanto miedo y silencio, incluso los de quienes pertenecían a los círculos sociales más altos. Ahí también tiene lugar el último paso en la metamorfosis de De Wiel (la referencia kafkiana es oportuna), de quién nunca se sabrá si, expuesto a la locura, acaba siendo poseído por el espíritu demoníaco de Keys o si, por el contrario, recién ahora revela su verdadera naturaleza. Azor construye su intriga con pericia, sosteniendo el clima opresivo a fuerza de acción dramática, extraordinaria fotografía y una banda sonora sumamente eficaz. La secuencia de cierre, selvática y nocturna, luego de que De Wiel se despide de su último contacto, aparece como una cita en la que este viaje al corazón de las tinieblas se superpone con su versión coppoliana.
"Los ojos de Tammy Faye": la religión como un show La película dirigida por Michael Showalter propone el retrato cáustico de una pionera de los programas de TV evangelistas, que en la segunda mitad del siglo pasado multiplicaron sus audiencias de forma exponencial. Andrew Garfield, Vincent D’Onofrio, Cherry Jones, Sam Jaeger, Louis Cancelmi, Fredric Lehne, Gabriel Olds. Estreno: en salas únicamente. En pleno auge de la participación de las iglesias evangélicas en la vida política sudamericana –en especial en Brasil, donde sus fieles colaboraron en el triunfo de Jair Bolsonaro en las últimas presidenciales—, desde Hollywood llega Los ojos de Tammy Faye, biopic basada en la figura de Tammy Faye Bakker. Ella y su marido Jim fueron pioneros en el terreno de los predicadores televisivos. No los primeros, pero si los que convirtieron a los programas evangelistas en auténticos shows que ayudaron a multiplicar sus audiencias de forma exponencial (y con ellos las ganancias de este tipo de cultos). Los Bakker son además precursores del modelo de la pareja de pastores que tuvo incluso versiones locales, como la del pastor Giménez y su esposa Irma, famosos en la Argentina menemista de los ’90. Y pertenecen a la generación seminal de predicadores mediáticos como Pat Robertson, hoy verdadero magnate de los medios e inicialmente mentor del matrimonio, o el célebre Jimmy Swaggart, cuya historia de ascenso y caída tiene algunos puntos de contacto con la de los Bakker. La mención del rol político de este tipo de organizaciones de raíz religiosa es una de las líneas que desarrolla Los ojos de Tammy Faye, dirigida por Michael Showalter, que pertenece al subgénero de las películas que aprovechan el retrato de una figura pública para crear una postal de un determinado período de la historia estadounidense. Y Showalter, que hasta ahora había dirigido cuatro comedias románticas (la más conocida de ellas es Un amor inseparable, estrenada acá en 2018), utiliza su experiencia para contar la surrealista vida de los Bakker. Que arranca un poco en el tono del género en el cuál se especializa, para girar de a poco hacia la zona del drama y, por qué no, también de la tragedia. El relato aborda el origen pobre de la protagonista, su temprana devoción religiosa –que en las clases bajas de toda América suele estar asociada a este tipo de cultos—,el inicio del vínculo con Jim Bakker, su crecimiento, apogeo y ocaso. Un arco temporal de 40 años, que va de la pujante posguerra en los ’50 al triunfo neoliberal en los ’90, y de cuyo desarrollo la vida de Tammy Faye es una metáfora oportuna. Showalter toma como modelo los últimos trabajos de Adam McKay, otro cineasta que comenzó haciendo comedias para luego meterse con ácidos retratos de la sociedad de su país, como La gran apuesta (2015) o El vicepresidente: Más allá del poder (2018). Como una fábula, un poco a la manera de Forrest Gump, la figura de Tammy Faye es usada como vehículo para atravesar las diversas contingencias históricas. La diferencia es que ella, interpretada por Jessica Chastain, nominada como Mejor Actriz en los próximos Oscar, está lejos de la simpleza del personaje de Tom Hanks y en el camino irá perdiendo la inocencia. Quizá por eso el título hace referencia a sus ojos y a la caída del velo simbólico del sueño americano que los cubre.
"Los tipos malos": de delincuentes a personas de bien La animación toma algunos personajes clásicos, retuerce sus características esenciales y construye una nueva historia. Un poco en la línea de lo que Shrek hizo hace más de 20 años, Los tipos malos vuelve a tomar algunos personajes clásicos para retorcer sus características esenciales y construir una nueva historia a partir de ahí. Solo que en este caso el asunto no se limita al imaginario de los cuentos de hadas, aunque la figura del lobo feroz ocupa acá el rol protagónico, sino que sus referencias pertenecen sobre todo a lo que podría llamarse cine de terror zoológico. Es que los tipos malos del título no son más que una banda de delincuentes, integrada por aquellos animales que han sido largamente demonizados por cierto cine de terror, lo que los convierte en el enemigo público número 1. Como ya se adelantó, Señor Lobo es quien está al frente del grupo, al cual lidera con elegancia y encanto irresistible, como si se tratara de una nueva versión de Danny Ocean, personaje que Frank Sinatra y George Clooney interpretaron en el original y el remake de Ocean’s Eleven (1960 y 2001), referencias evidentes de la película. El equipo se completa con Señor Tiburón, Señor Serpiente, Señora Tarántula y Señor Piraña, cuatro tipos y tipas malas que remiten a películas que, por lo general, llevan por título los nombres del animal al cual el relato convertirá en amenaza para la vida humana. Al igual que ocurre con Lobo, cada miembro del equipo posee una especialidad delictiva y una personalidad característica. A veces estas coinciden con las del animal en cuestión; otras se construyen por oposición y por la vía del absurdo. De esa forma, Tarántula es una especialista en cibercrímenes -aquellos que se tejen “en la red”-, mientras que Tiburón se especializa en disfraces, siendo capaz de esconder su inocultable figura detrás del maquillaje. Piraña es un matón, pura fuerza bruta a pesar de su tamaño, casi un calco del Demonio de Tasmania de la Warner, pero con acento latino. Mientras que Serpiente, astuto y de mal temperamento, es el mejor amigo de Lobo, su mano derecha a pesar de carecer por completo de manos, detalle que no le impide ser el mejor abriendo cajas fuertes. Las conexiones con el género de las heist movies (o películas de atracos) son notorias. De hecho, la escena inicial, en la que Lobo y Serpiente conversan acerca de trivialidades en un bar, es una de esas referencias. El diálogo, ingenioso y veloz, recuerda inevitablemente a los de las películas de Quentin Tarantino, en especial al comienzo de Perros de la calle o a las escenas en el bar de Pulp Fiction. Y sobre ese camino marcha con obediencia Los tipos malos, hasta que a mitad de la película algo ocurre que torcerá el relato hacia un lugar distinto. Cuando el grupo planea dar el golpe maestro, algo, o más bien todo, sale mal y finalmente sus integrantes son capturados. Pero en ese momento, el astuto Lobo improvisa un speech motivacional, argumentando que su maldad no es natural sino fruto de la falta de oportunidades a la que los ha empujado el hecho de ser víctimas de los prejuicios y los estereotipos malvados que la tradición les impuso. Con inocencia, el giro representa un alegato en contra de ciertos tipos de discriminación (en especial de aquel que popularmente se conoce como “portación de cara”). Un gesto valioso de frente a un auditorio que en su mayoría serán niños. Sin embargo, la decisión podría haber resultado letal si la película se hubiera conformado con habitar la superficie del mensaje. Al contrario, a partir de ahí Los tipos malos propone una vuelta de tuerca que, a su manera, resulta bastante cinéfila. Porque aquel alegato de Lobo es escuchado por el Profesor Mermelada, un cobayo que es una celebridad debido a su carácter bondadoso y empático. Y como en Mi bella dama, el filántropo se propone convertir a aquel quinteto de delincuentes en auténticas personas de bien. Así, Los tipos malos realiza un ejercicio que por vía de la comedia vuelve a oponer (de manera modesta, claro) las filosofías de Hobbes y Rousseau, en la disputa por establecer si la bondad o la maldad es lo que define el fondo de la naturaleza humana.
El cine de género como alegoría Aunque hay méritos técnicos y buena labor del elénco, el film muestra inconsistencias. Un hombre que transporta ganado durante la noche se queda sin combustible en medio del campo. Cuando baja, linterna en mano, a revisar el motor, la camioneta comienza a sacudirse y los animales se agitan con desesperación. Solo al regresar la calma el chofer se atreve a ir a ver qué pasó y encuentra el acoplado roto, manchado de sangre, y una res que agoniza tirada en el camino. A su alrededor, solo la noche. Apostando por un tono que nace en la encrucijada entre el fantástico y el terror, y un prolijo trabajo estético, Las noches son de los monstruos, de Sebastián Perillo, usa al cine de género como alegoría. Esta vez, de las dificultades que Sol, una adolescente, enfrenta cuando su madre se muda con su nueva pareja a un pueblo de provincia. La adaptación al nuevo entorno, la incomodidad de convivir con un desconocido, la negativa de su madre a tener en cuenta su punto de vista, las agresiones de algunas de sus nuevas compañeras de escuela y la amenaza latente de un puma rondando el pueblo, le dan forma a un coctel emotivo que vuelve a la chica muy vulnerable. A pesar de los méritos técnicos y de la buena labor del elenco, tanto de sus primeras figuras como Jazmín Stuart, Esteban Lamothe y Gustavo Garzón, como del reparto de secundarios y de su protagonista, Luciana Grasso, la película de a poco comienza a mostrar inconsistencias. Para empezar, la atmósfera de terror sobrenatural que alimentaba la escena inicial arriba descripta se va esfumando de a poco, sin ninguna referencia ni explicación al respecto. En su lugar, comienza a instalarse una tensión surgida de un combo que reúne diversos miedos vinculados a lo social, que irá cercando a Sol a partir de diferentes formas de violencia. De ese modo, la chica será víctima y testigo de una serie de abusos que van de lo privado a lo público y que el cuerpo social asimila con indiferencia, dejándola sola. En ese contexto, el guion introduce un elemento fantástico que, de un modo similar a lo que ocurría en Carrie, clásico de Brian De Palma basado en la novela de Stephen King, se convertirá en la fuerza que Sol necesita para enfrentar y traspasar la violencia que la encierra. Sin embargo, a medida que el relato avanza, aquella tensión que la película construyó en su primera mitad comienza a perder fuerza camino al desenlace, en tanto el origen y la presencia de ese elemento que viene a impartir justicia (real y poética) se va volviendo cada vez más arbitrario. De igual modo, las transformaciones que operan en algunos de los personajes tampoco resultan convincentes y parecen más una operación discursiva que el producto de un desarrollo dramático. Así, la metáfora se va volviendo cada vez más obvia, con todas sus flechas apuntando al manual de lo políticamente correcto. El asunto no sería un problema si Las noches son de los monstruos consiguiera llegar a esas mismas conclusiones a través de la acción y el drama, sin necesidad de mensajes explícitos.
El fresco de una época Víctor y Maya eran estrellas del doblaje en la Unión Soviética, pero la caída de la URSS no solo los deja en un mundo cuya lógica no terminan de entender sino también sin trabajo. Ambientada en 1990, Voces doradas no solo es un retrato de Víctor y Raya, dos actores de doblaje rusos de origen judío que tras la caída de la Unión Soviética emigran a Israel, sino también un fresco de época y una mirada ingenua (aunque no superficial) sobre cuestiones centrales de lo humano, como la identidad, el deseo o la felicidad. Con la comedia como vehículo que le permite abordar esas cuestiones con una pose de liviandad que no es tal, este quinto trabajo del director bielorruso/israelí Evgeny Ruman acompaña a sus personajes en un momento de crisis. Sin embargo, lo hace sin convertir a la incertidumbre en drama ni a la duda en tragedia. Por el contrario, elige transformar la angustia de empezar de cero en una serie de situaciones clave, ante las cuales deberán tomar decisiones que cambiarán el punto de vista desde el cual se miran a sí mismos en relación con el mundo. Pero esa transformación no ocurrirá de forma inocua y la película no les niega a los protagonistas la posibilidad de atravesar su propio dolor ante cuestiones como el desarraigo, la desaparición de la realidad tal como la conocían y la imposibilidad de continuar con su oficio. Porque la caída de la Unión Soviética no solo los ha dejado sin patria y en un mundo cuya lógica no terminan de aprender, sino también sin trabajo. Es que Víctor y Maya eran estrellas del doblaje en su extinto país, los que pusieron sus voces para que las películas extranjeras pudieran ser vistas en el vasto territorio soviético. Un talento que en su nueva patria, donde se habla un idioma que apenas conocen, ya no les sirve de nada. Ambos pasaron la barrera de los 60 años y esa confrontación con el vacío los afecta, en especial a Víctor, para quien el vínculo con el cine es la vida misma. En cambio Maya, más pragmática, pronto consigue trabajo poniendo su voz al servicio de una empresa de llamadas eróticas, que no solo resulta una labor redituable, sino una que realiza con gusto. Voces doradas expone con eficacia la fragilidad de sus personajes y para ello cuenta con la expresiva elocuencia de la pareja protagónica, integrada por Mariya Belinka y Vladimir Friedman. Ella, dueña de una belleza no exenta de grotesco, es capaz de transmitir una delicadeza que no le impide ser la mitad fuerte de la pareja. Él, cuyas expresiones impávidas recuerdan a un Marty Feldman sin estrabismo, es un hombre dispuesto a cualquier cosa con tal de cumplir con el rol de “macho proveedor”, pero que en el fondo sigue siendo un chico inocente para quien el cine es un paraíso donde toda felicidad es posible. Cándidamente cinéfila y aunque no pueda evitar repetir algunas fórmulas del género, Voces doradas no se priva de expresar una ética cinematográfica y lo hace con claridad y la inocencia como camino y la ternura como su principal fortaleza.
Un espejo de múltiples caras La directora propone un recorrido autobiográfico a partir de la combinación de material proveniente del archivo familiar con otro producido especialmente para la película. Exponente modélico del cine del yo, Como el cielo después de llover es la ópera prima de la hasta ahora sonidista colombiana Mercedes Gaviria Jaramillo. Se trata de un documental que propone un recorrido autobiográfico a partir de la combinación de material proveniente del archivo familiar, con otro producido especialmente para la película. A partir de ese montaje, la directora indaga en la dinámica de su propia familia, en la naturaleza que la une a sus padres y a su hermano, y la forma en que esos vínculos han ido moldeando no solo una mirada del mundo, sino una forma de estar en él. La idea no es nueva y el cine argentino reciente abunda en muy buenos exponentes del género. Sin embargo, a pesar de que cada nuevo título vuelve a la propuesta cada vez menos novedosa, se trata de un molde que permite darle forma a relatos que consiguen despertar la curiosidad de ciertos espectadores, aquellos interesados en ser testigos de esa especie de strip tease emocional que proponen sus recorridos. Para que ello ocurra es necesario que sus responsables manejen con pericia los elementos que lo constituyen, permitiendo el ejercicio de ir de lo particular a lo general. Cuando lo logran, sus trabajos adquieren la capacidad de convertirse en espejos de múltiples caras, en donde cada quién puede encontrar destellos de su propia historia, de su propia mitología familiar. Algo de eso funciona bien en Como el cielo después de llover y parte del éxito se encuentra en los textos que Gaviria Jaramillo escribió para la película. A partir de estos, narrados en off por ella misma, la directora consigue articular con eficacia aquel material del archivo familiar con otro, grabado durante el rodaje de la película La mujer del animal (2016), cuarto largometraje del cineasta colombiano Víctor Gaviria, padre de Mercedes. Dichos textos le van dando forma a un relato en estado de pregunta permanente, que pone en evidencia el principal motor de este tipo de películas: la necesidad profunda de encontrar respuestas esenciales. Preguntas muchas veces retóricas, en tanto se supone que el recorrido mismo que la película traza incluye sus respuestas. La contraparte está dada por la aparición de nuevas preguntas, que terminan convirtiendo a la experiencia en una cinta de Moebius cinematográfica. La directora usa el material de archivo, una colección de VHS familiares grabados por Víctor, para profundizar en el vínculo con su padre, de quién hereda el oficio del cine. Pero también para descubrir la figura de Marcela, su madre, de quien recibe un legado cuya profundidad irá descubriendo junto al espectador: el destino de ser mujer. Esa epifanía se hace evidente en las escenas grabadas durante el rodaje de la película de su padre, basada en la historia real de una mujer sometida por un hombre extremadamente violento. Ahí, Gaviria Jaramillo se percata del carácter paradójico que representa el hecho de que las escenas de una violación sea filmada por un equipo de rodaje integrado solo por hombres y expresa su incomodidad ante eso. Otra revelación interesante surge del vínculo con su hermano menor, que en algún momento se revela como víctima de la pulsión de Víctor y Mercedes por capturar en video cada momento de intimidad familiar, convirtiendo a la vida misma en una puesta en escena. “Nos culpaba a los dos de recurrir al gesto violento de filmar al otro”, dice la directora acerca del reclamo de su hermano, exponiendo el atentado a la naturalidad que siempre supone la presencia de una cámara. Detalles como ese invierten el recorrido de la película, que en lugar de retratar el camino de la directora hacia la salida del laberinto familiar, la muestran girando siempre alrededor del centro. Recién al final, una lúcida y emotiva enumeración le permiten a Gaviria Jaramillo salir de su propia trampa de la única manera posible: por arriba, usando la oportuna escalera de la poesía.
Autobiografía de tiempos violentos La película es candidata a siete premios Oscar de la Academia de Hollywood, entre ellos a la mejor película, director y guion. Las películas en las que los directores reescriben desde la ficción sus memorias de niñez o adolescencia son un clásico en sí mismas. Nombres pesados del cine han cedido a esa tentación cuasi biográfica. Tanto Los 400 golpes, Amarcord o Cinema Paradiso, como las más recientes Roma (Alfonso Cuarón), Fue la mano de Dios (Paolo Sorrentino) y la todavía en cartel Licorice Pizza (Paul Thomas Anderson), conforman un verdadero catálogo de evocaciones. Quien ahora se suma a ese grupo es Kenneth Branagh. Es que al llegar a su largometraje número 20, el cineasta norirlandés quizás sintió que no podía ser menos que sus notorios precursores y también echó mano a sus recuerdos infantiles para escribir y dirigir Belfast, su trabajo previo a Muerte en el Nilo, adaptación de la novela de Agatha Christie que aún puede verse en salas locales. Como en algunos de los casos anteriores, Branagh utiliza el recurso de filtrar el relato a través de la mirada del protagonista, Buddy, un niño de nueve años, para mirar con asombro una realidad a la que es difícil hacerle frente. No solo por la asimetría de un chico tratando de entender las reglas del mundo, sino por la complejidad de un momento histórico determinado. Acá se trata de los estallidos de violencia que tuvieron lugar en la capital de Irlanda del Norte a fines de la década de 1960, que llevaron al límite un conflicto de raíz religiosa que recién se resolvería tres décadas más tarde. Branagh utiliza los títulos iniciales para trazar un retrato colorido de la Belfast actual, presentándola como una ciudad moderna y próspera. La secuencia, de casi dos minutos y que bien podría ser un corto de promoción turística, pone en evidencia un preciosismo calculado que definirá a la película en lo estético. Ese recorrido finaliza frente a una pared con un mural, sobre la cual la cámara se asomará para encontrarse del otro lado con el pasado. A partir de ahí el registro vira al blanco y negro y la decisión permite sospechar algo que Belfast confirmará enseguida: la necesidad manierista del director de mostrarse exquisito en la composición de cada plano y virtuoso a la hora de mover la cámara en torno a la acción. Lejos de conseguir que la narración fluya de manera natural, estos recursos a veces se convierten en distracciones, fuegos de artificio que buscan con desesperación llamar la atención sobre la forma. Belfast -candidata a siete premios Oscar, entre ellos a la mejor película, director y guion- se vuelve así una película de escaso peso dramático: ligera en sus momentos más densos; empalagosa e incluso banal cuando se propone ser más íntima o emotiva. De ese modo, la tensión de vivir en aquella ciudad sitiada por la violencia, que abruma a los personajes, nunca trasciende la pantalla. Por el contrario, queda encapsulada y reducida dentro de esos cuadros que Branagh construye con precisión metódica, pero que no siempre cumplen con el fin de potenciar el drama y no pocas veces se perciben como arbitrarios y efectistas, meros reflejos de la vanidad.
El humor no tiene límites y no hay tema ni situación que no pueda abordarse con él o desde ahí. ¿Seguro? Bueno, Justicieros, quinta película del guionista y cineasta danés Anders Thomas Jensen, parece ser una indagación acerca de aquellos límites que no duda en poner en pantalla algunos momentos realmente incómodos y que de humor, a priori, no tienen nada, pero sin que la película pierda su carácter de comedia. Para hacerlo, el punto de partida son las películas de venganza y justicia por mano propia, uno de los subgéneros del cine de acción más cuestionados, justamente por avanzar sobre el terreno de lo políticamente incorrecto. Es cierto que desde películas seminales como El vengador anónimo (Death Wish, Michael Winner, 1974), que fueron tachadas de fascistas desde el momento en que se estrenaron, hasta, por ejemplo, la saga Búsqueda implacable, protagonizada por Liam Neeson, este tipo de películas han recorrido el largo camino de la autoconciencia. Al mismo tiempo, también el público ha modificado su forma de percibir y pararse ante este tipo de obras, aceptando que no siempre existe una relación políticamente directa entre la realidad y la forma en que esta es reinterpretada por la ficción. El comienzo de Justicieros corre por los mismos carriles de otras películas de su tipo. Un soldado destinado en Medio Oriente le avisa a su esposa que no volverá a casa y que seguirá unos meses más en el frente. Decepcionada y aprovechando que el auto se descompuso, ella le propone a su hija adolescente tomarse el día. En el tren se cruzan con un experto en análisis de datos, que acaba de perder su trabajo, quien le cede el asiento a la mujer. Enseguida tiene lugar una explosión dentro de la formación, matando a 11 personas, entre ellas la mujer y el líder de una pandilla que días más tarde debía declarar en un juicio contra sus excompañeros. Aquí se pone en acción un mecanismo que será el que justifique todo (lo bueno y lo malo) que ocurrirá a partir de ahí: el de la cadena de acontecimientos. Dicho razonamiento sostiene que la casualidad no existe, sino que lo que falta es el conocimiento de los datos previos que permitirían brindar una explicación para aquello que parece no tenerla. A partir de ahí el soldado regresa para estar con su hija y el científico que se salvó comienza, tal vez por deformación profesional, a encontrar indicios que sugieren en realidad se trató de un atentado para matar al testigo incómodo. Como la policía desestima su hipótesis, el tipo recurre a un par de colegas brillantes, uno más aparato que el otro, para hackear distintos sistemas y obtener la información que confirma su teoría. Y con todo eso van a pedirle al soldado que los ayude a investigar las pistas. Pero, siguiendo el razonamiento anterior, cada personaje actuará en línea con la formación que ha recibido (la experiencia previa que los condiciona). Eso acabará produciendo un punto de quiebre en la lógica de los hechos, provocando que estos se disparen hacia una dirección inesperada. En otras palabras: es cierto que los acontecimientos previos permiten trazar hipótesis de continuidad, pero después está el caos. El guión de Jensen articula con gracia el choque lógico que ocurre entre el modelo racional del científico y el impulso de acción que gobierna al soldado. En el juego de opuestos, recurso clásico de las llamadas buddy movies, se apoyarán los rasgos emotivos que permitirán la aparición de una relación que parecía imposible, en la que cada uno irá encontrando un sostén para sobrellevar sus propias angustias. Este es el elemento distintivo de Justicieros, una película de acción protagonizada por un grupo de personajes frágiles, pero que es en realidad una historia sobre la sanación personal y la reconstrucción de los vínculos rotos. Que para lograrlo Jansen no dude ni un minuto en irse al carajo habla bien de él como guionista y director. Y además está Mads Mikkelsen. ¿Qué más quieren?
"La luna representa mi corazón": romper las máscaras del silencio. “¿Cómo se dice ‘Steve Jobs’ en castellano?” La pregunta no es el comienzo de un chiste de esos que usan los juegos fonéticos para producir gracia. No: es una de las primeras cosas que se le oye decir a la señora Chen, madre del cineasta Juan Martín Hsu, en el documental La luna representa mi corazón. Aunque no es un chiste, el diálogo que le sigue bien podría ser parte de un sainete. La acción transcurre en 2012: Juan Martín y su hermano Marcelo viajan a Taiwán para visitar a su madre, a quien no ven hace 10 años. Es que ella, tras la crisis de 2001 y luego de vivir más de dos décadas en la Argentina, decidió volver a su país. Cuando uno de sus hijos responde que ‘Steve Jobs’ se dice ‘Steve Jobs’, la señora Chen opina que el nombre del gurú de la informática, por entonces recién fallecido, es muy largo en castellano. “No es castellano, es inglés”, la corrige en off la voz de uno de los chicos, mientras la cámara muestra entre sacudones lo que pasa dentro del taxi que avanza en la noche de Taiwán. “¿Lo dijiste en inglés? En chino se dice distinto: Qiao Bu Si”, aclara la señora Chen antes de su próxima pregunta: “¿En la Argentina saben que se murió?” Es extraño que una película en la que dos hijos van al encuentro de su madre tras una década de separación comience con una charla tan trivial. O, en todo caso, tan extraño como pertinente. Porque si hay un tema que se destaca entre aquellos que forman parte de La luna representa mi corazón, segundo trabajo de Hsu después de La salada (2014), es el silencio. Un silencio que no se limita a encarnar en lo no dicho, sino que se oculta detrás de distintas máscaras. A veces, como en este caso, se manifiesta bajo la forma de su opuesto, en esa verborragia que busca con desesperación llenar la incomodidad del vacío con palabras inocuas. La de la distancia y la del tiempo son otras de esas fachadas que encubren el silencio, detrás de las cuales han crecido el reproche, la duda y el rencor. Esa incomodidad signa los primeros 20 minutos, que retratan aquel viaje de 2012. Pero por entre las grietas de esos diálogos arborescentes y superficiales, casi de forma psicoanalítica comienzan a filtrarse los fantasmas. El recuerdo de la traumática muerte del padre cuando los hermanos Hsu eran niños o la aparición de fotos recortadas para eliminar a personajes a los que se quiere olvidar dan pie a pequeñas escenas en las que el silencio comienza a ceder. Sin embargo, será necesario que pasen otros siete años para que, en 2019, los hermanos regresen a visitar a su madre ya con la idea de una película posible en la cabeza de uno de ellos. La luna representa mi corazón pertenece al linaje de los documentales de indagación familiar, subgénero que ha producido muchas de las mejores películas argentinas de los últimos 10 o 15 años. Desde Papirosen (Gastón Solnicki, 2011) a Esquirlas (Natalia Garayalde, 2020), pasando por El silencio es un cuerpo que cae (Agustina Comedi, 2018), Carta a un padre (Edgardo Cozarinsky, 2013) o la filmografía casi completa de Andrés Di Tella, enfrentarse al desafío de desenredar la maraña familiar como quien se desnuda en público se ha convertido en un potente catalizador para muchos cineastas locales. Esta película no es la excepción. Hsu no solo hilvana escenas catárticas –algunas surgidas de forma espontánea y otras con una premeditación que no cae en la tentación del artificio—, sino que también logra trazar significativos paralelos entre las historias de dos países que, aun en las antípodas culturales y geográficas, tienen mucho en común. Confiando más en la intuición que en la técnica y sin temor a quedar expuesto, el director usa su oficio de cineasta para reconstruir los puentes quemados entre su madre, su hermano y él, alimentando una emoción que va creciendo conforme la película encuentra su forma. La banda sonora, que incluye logradas versiones en chino de canciones de Fito Páez, Charly García, Luis Alberto Spinetta y Gustavo Cerati, es una joya adicional que completa el modesto tesoro.
Entre lo real y lo fantástico El cuarto largometraje del director de "Germania" y "La helada negra" puede ser visto como un retrato extraño de la vida pueblerina, pero también como una alegoría acerca de la trascendencia. En El hijo de Rambow (Garth Jennings, 2007), el protagonista es un nene que vive en un pueblito inglés y que nunca fue al cine, porque su familia es muy religiosa y lo considera un instrumento del mal. Virgen de esa experiencia, el chico debuta como espectador en casa de un amigo viendo Rambo. A partir de ahí, como si estuviera poseído por el espíritu de un Stallone pasado de anfetas, el pibe acepta convertirse en el héroe de una tierna película de acción dirigida por su compañero, interpretando al hijo del traumatizado veterano de Vietnam. En Jesús López, cuarto film de Maximiliano Schonfeld, Abel es un adolescente que acaba de perder a su primo mayor, Jesús, en un accidente de motos. Como todos en el pueblo, Abel admiraba a Jesús por su habilidad en las carreras de autos y a partir de su muerte comienza a pasar más tiempo con sus tíos, que lidian como pueden con la ausencia del hijo. Una noche, la madre de Jesús le presta a Abel la ropa del muerto, una acción que carga con el peso simbólico de un rito de suplantación. Frente al espejo, Abel se prueba las camisas en el cuarto de su primo, donde un póster de Rocky III oficia de imagen religiosa. Como un Cristo anabolizado colgado sobre la cabecera de la cama de Jesús, acá también Stallone parece bendecir el comienzo de un proceso de transfiguración que tendrá tanto de místico como de poético. Igual que en la película de Jennings, donde por la vía de la comedia aquel niño inocente necesitaba convertirse en otro, “el hijo de Rambo”, para hacerle frente a un mundo que le habían enseñado a temer, Abel también debe atravesar trágicamente un ritual de iniciación bajo la máscara heroica y protectora de su primo mayor. Solo así logrará trascender ese universo en pausa que representa la vida en los pueblos de la Argentina profunda, suerte de limbo en el que los jóvenes como él no necesitan morirse para vagar por ahí como almas en pena. Schonfeld narra su historia con la naturalidad de quien conoce esa vida, porque como sus personajes, el también es nacido y criado en un pueblo así (Crespo, en la provincia de Entre Ríos). Como ocurría en sus películas anteriores, como Germania (2012) o La helada negra (2015), los vínculos vuelven a ser el hilo conductor sobre los cuales se articula el relato de Jesús López. Vínculos que son lo suficientemente plásticos como para ser moldeados a gusto, hasta generar un universo que se levanta en la frontera no siempre clara que separa lo real de lo fantástico. Es por eso que Jesús López puede ser vista como un retrato extraño de la vida pueblerina, pero también como una alegoría acerca de la trascendencia. Creada a imagen y semejanza de las sagas religiosas, en particular de aquella que agrupa la mitología cristiana, el cuarto largometraje de Schonfeld respeta de forma estricta el ciclo de vida, muerte, resurrección/reencarnación y ascenso/descenso. Los nombres de los personajes principales, cargados con el notorio peso de lo bíblico, representan un primer indicio. Zarzas ardientes, el dolor como camino de purificación, tentaciones que es necesario resistir o la transfiguración y el retorno del elegido, también forman parte de una historia que hace un extraordinario uso tanto de lo fotográfico como de lo sonoro, para generar un ambiente nebuloso en el que cualquier cosa es posible y verosímil. Así como Abel comienza a rondar los rincones que alguna vez habitó el primo para nutrirse de sus reminiscencias, también estos espacios se van poblando de presencias espectrales, a las que Schonfeld corporiza en formas impresionistamente oportunas. El polvo que los autos levantan en los caminos; la bruma anaranjada de las madrugadas en el campo; el humo de los asados, el de los cigarrillos y el de los motores; o las miradas a través de vidrios siempre turbios son algunas formas en las que lo fantasmagórico se expresa en Jesús López. Manifestaciones que plasman en el territorio sagrado de la pantalla la existencia y el cruce de esas realidades paralelas.