Matrix Resurrecciones, la pastilla de la solemnidad El entusiasmo que dispara un comienzo con guiños y metamensajes que recuperan la frescura de la primera Matrix se diluye con el correr del metraje, agobiado por la grandilocuencia. A más de 20 años del estreno de la primera película, el regreso de una saga como Matrix, tan identificada con el cambio de siglo, no deja de resultar paradójico. Mientras que Matrix (1999) produjo una revolución en la industria del cine y fue percibida culturalmente como un genuino manual de instrucciones para la aún incipiente vida digital, hoy resulta imposible no ver a Matrix Resurrecciones, cuarta entrega del universo creado por Lilly y Lana Wachowski (aunque esta vez solo dirige la última) como un objeto retro. Lo anterior no representa un juicio de valor, sino apenas la mención de una fatalidad. Algo parecido les pasa a las bandas de rock que se reúnen algunas décadas después de separarse y a las que por lo general les resulta imposible lidiar con el peso de su propia herencia. Lo mismo ocurrió con La Guerra de las Galaxias y los 16 años que separan a El regreso del Jedi (1983) de La amenaza fantasma, que también tuvo su premiere en 1999. Duelo de estrenos en el que la secuela galáctica salió perdiendo, quedando asociada a una nostalgia mal llevada mientras Matrix se convertía en el Aleph de su época. ¡En tu cara, George Lucas! Pero la historia podría haber sido otra. De hecho, el inicio de Matrix Resurrecciones permite ilusionarse con un recorrido que recuperara la frescura original, apostándole un pleno a lo bueno por conocer en lugar de atarse al cuello la piedra de lo malo y conocido. La película arranca citándose a sí misma, reproduciendo el icónico comienzo de Matrix, en el que el Agente Smith y los suyos persiguen a Trinity (Carrie-Anne Moss). La cosa se complica con una serie de escenas que recuerdan a la enrevesada lógica narrativa de El origen (Christopher Nolan, 2010), haciendo temer lo peor: la conexión Wachowski-Nolan, se verá, está lejos de ser casual. Enseguida la trama da un giro no exento de humor metadiscursivo, volviendo a enfocarse en la figura de Thomas Anderson (Keanu Reeves), ahora convertido en el exitoso creador de un videojuego llamado “Matrix”. Lejos del héroe que fue, acá el protagonista es un psicótico con tendencias suicidas que se encuentra bajo tratamiento para evitar creer aquello de que la realidad es una simulación, creada por una súper computadora que somete a la humanidad. La autoparodia llega al clímax cuando la empresa para la que trabaja Anderson decide crear una secuela del juego, haciendo que Matrix Resurrecciones pueda reírse un poco de las pretensiones de su propio universo, creando la ilusión de una película que nunca llegará a ser. Como en el cuento de la rana y el escorpión, la directora no puede evitar su propia naturaleza como narradora y enseguida esa liviandad aparente y disfrutable se desvanece en la misma grandilocuencia que ya había arruinado la trilogía. Es que Matrix Recargado y Matrix Revoluciones (2003) habían aplastado los aciertos de la original con una megalomanía en la que las pretensiones pseudo filosóficas se cruzaban con el new age, para alimentar un discurso al borde de lo mesiánico, características que las volvieron auténticos bodrios. Matrix Resurrecciones también se toma demasiado en serio a sí misma, comiéndose el camelo de que lo importante en el cine es el mensaje, aferrándose de forma fetichista a las fórmulas de las que se atrevió a reírse en aquellos primeros 40 minutos, a esta altura ya perdidos. Parafraseando a Hitchcock, para mensajes mejor Whatsapp. Es cierto que Wachowski vuelve a usar el mundo Matrix para hablar de su experiencia personal en la construcción de la propia identidad (ella y su hermana transitaron procesos de reasignación de género tras el estreno de la trilogía, filmada cuando aún eran Larry y Andy), dejando pistas que el espectador atento notará enseguida. Por supuesto, eso por sí solo no la hace mejor película. Como en los peores trabajos de Nolan, la solemnidad se vuelve una pulsión que va ahogando los signos vitales de la película a fuerza de escenas de acción sin peso dramático y situaciones que calcan lo que la propia saga ya mostró. No siempre mejor, pero al menos antes.
Pudoroso virtuosismo La mirada infantil marca la lógica de un relato en el que la realidad se llena de dobleces que ayudarán a la protagonista, una niña, a aceptar la idea de una pérdida irreparable. Después de meditarlo un rato, una señora mayor pronuncia una sola palabra, con seguridad. Alejandría. El ángulo apenas se modifica para tomar una mano pequeñita anotando la palabra en la grilla de un crucigrama. La que escribe es una nena y cuando termina mira a la señora a los ojos y se despide antes de salir del cuarto hacia un pasillo. La nena entra en una, dos habitaciones más donde hay otras dos viejitas, de ambas se despide. Adiós… adiós… dice y vuelve a salir al pasillo justo cuando un hombre saca una mesa de la siguiente habitación. No es una coincidencia: basta con esa sincronía para entender que no hay una próxima viejita de la cual despedirse. En su lugar, una mujer joven vacía los estantes y acomoda su contenido dentro de cajas. “Mamá, ¿puedo quedarme con su bastón?”, pregunta la nena y la mujer le dice que sí. Recién ahí la cámara interrumpe su deriva, hasta ahora imperceptible, para permitir que la mujer joven entre al plano de espaldas y se siente sobre un taburete frente a la ventana, mientras un travelling se aleja de ella y aparece el título de la película. Petite Maman (Pequeña mamá) es el cuarto trabajo de Céline Sciamma y ese virtuosismo exhibido casi con pudor, que consigue expresar en solo dos planos (uno de ellos un plano secuencia de un minuto cuarenta segundos), es su rasgo más distintivo. Con esa misma y expresiva sencillez, la cineasta francesa atraviesa un vasto territorio emocional sin temor a recurrir a inesperados elementos fantásticos, ideales para contar la historia de un duelo desde la perspectiva de una nena de ocho años. Ella es Nelly y la que acaba de morir es su abuela materna. Aunque es evidente que se trataba de una mujer mayor, su muerte ocurrió de forma inesperada, dejando a su hija Marion y sobre todo a Nelly, su nieta, sin la posibilidad de despedirse como hubieran deseado. El regreso por última vez a la casa materna para desocuparla las pondrá a ambas frente al pasado. Para Marion representará un salto sobre el abismo de la memoria. Para Nelly, en cambio, abrirá un mundo por descubrir: el de la infancia de su propia mamá. Pero Nelly es más que la protagonista de Petite Maman: es también el vehículo que Sciamma utiliza para establecer el tono de la película. Será su mirada infantil la que marcará la lógica de un relato en el que la realidad se llenará de dobleces que la ayudarán a aceptar la idea de una pérdida irreparable. A través de detalles, la directora convertirá la casa de la abuela muerta en un nodo en el que las capas de tiempo irán convergiendo. Un rectángulo del empapelado original, que aparece intacto al correr una alacena, se convertirá en el primer portal que se abrirá hacia el pasado. Una puerta que, como todas las de la casa, será para Nelly objeto de curiosidad, pero que al mismo tiempo hará que para Marion el proceso se vuelva insoportable. Tanto que se verá obligada a abandonar la tarea, dejando a Nelly sola con su padre. Situación que, dadas las circunstancias, la pequeña no podrá evitar vivir también como una pérdida propia. Algunos de los objetos que la niña irá encontrando en la casa se convertirán en modestos talismanes. A través de ellos entrará en contacto con un plano que le permitirá vincularse con su mamá en pie de igualdad. Es aquí donde la fantasía se vuelve una instancia sanadora, que Nelly aprovecha con lúcida inocencia y que la cineasta francesa alimenta con una precisión tan simple como poética. Con materiales como la ternura, la gracia y el asombro, la directora teje una estructura sólida y engañosamente simple, cuya mayor virtud es su capacidad para establecer una conexión emotiva muy fuerte con el espectador. Por esa vía, Sciamma le da forma a un relato sin fisuras, en el que el cine también funciona como un talismán efímero pero capaz de transmitir una felicidad tan duradera, que es muy difícil salir de la sala sin sentir la necesidad imperiosa de contagiársela a todo el mundo. En este caso, no hay barbijo que lo impida.
Lo que el tiempo se llevó Una argentina que se gana la vida trabajando como cantante en bares de Brasil tiene que volver a su provincia para buscar un dinero que dejó en su antigua vivienda familiar. Pero no sólo plata había quedado atrás. Anunciada como el primer protagónico en el cine de la cantante Miss Bolivia, la película Ese fin de semana es además la opera prima de Mara Pescio, conocida sobre todo por su trabajo como guionista. En esa área la directora se desempeñó tanto en la televisión, donde integró los equipos de libretistas de series muy populares como Las estrellas o Pequeña Victoria, como en el cine, donde entre otras cosas coescribió el guión de Marilyn, ópera prima de Martín Rodríguez Redondo, estrenada en la Berlinale en 2018. Su primera película, que está más cerca de este último trabajo mencionado que de aquellos que escribió para la pantalla chica, cuenta la historia de una mujer que se gana la vida trabajando como cantante en bares y discotecas en Brasil, pero que obligada a pagar una deuda debe volver a Argentina, para buscar un dinero que dejó en su antigua vivienda familiar. Ese regreso puede representar además el reencuentro con su hija adolescente, a quien no ve desde su partida, ocurrida hace varios años. Ese fin de semana tiene algunos puntos de contacto con Las mil y una, segunda película de la correntina Clarisa Navas. No solo por el escenario en el cual se desarrolla (un barrio de monoblocs en algún lugar de las provincias mesopotámicas), sino por su intención de retratar el pulso de la vida en el lugar. Pero a diferencia del de Navas, el trabajo de Pescio no se concentra en el universo adolescente, sino que, por el contrario, se enfoca en los dilemas de una protagonista adulta. Un personaje complejo al que es más fácil juzgar que intentar comprender, disyuntiva en la cual radica el gran desafío que la cineasta debutante consigue sortear. Signo de los tiempos, Ese fin de semana retrata un universo eminentemente femenino, en el que la agenda de género se cuela por las grietas de la historia, aunque a veces lo haga de un modo algo subrayado. Es que, a pesar de su decisión de narrar desde un registro naturalista, que se manifiesta tanto en el tono contenido de las actuaciones como en una búsqueda formal alejada del artificio y la exuberancia, Ese fin de semana comete algunos excesos leves que enturbian el contrato con el realismo. Actitudes que los personajes asumen pero que no coinciden con el momento dramático que enfrentan. Escenas en las que la puesta en escena se vuelve ligeramente evidente e intencionada, como si la cámara hubiera dejado de ser invisible para los personajes y de golpe se pusieran a posar para ella. Esos momentos no son muchos ni muy groseros, pero sí lo suficientemente perceptibles como para generar algunas intermitencias. Como ejemplo puede citarse una escena cercana al final, en la que la protagonista evalúa una decisión que puede cambiar el rumbo del vínculo con su hija. En ese momento, aunque debería lucir cuanto menos nerviosa y apurada, la mujer se toma el tiempo para sentarse en el piso como una bailarina esperando ser retratada por Edgar Degas.
"Retiros (in)voluntarios", el capitalismo más salvaje La realizadora pone el foco en la ola de suicidios provocada por el asedio de France Telecom para provocar la renuncia de empleados. Y además de su mirada empática, establece un vínculo con la Argentina de los '90. “Explicar con precisión todo lo que ese sistema burocrático implicaba y tratar de traducirlo, para que alguien que no trabajaba ahí entienda la gravedad de lo que pasaba en ese lugar, es muy complicado”. Quien habla es Raphaël Louvradoux, tiene 29 años y su padre, Remy Louvradoux, se suicidó en 2011, a la edad de 56 años, prendiéndose fuego en el estacionamiento de la empresa France Telecom, para la cual trabajaba desde hacía muchos años y a la cual hizo responsable de ese acto. Como él, otros 30 empleados de la compañía se quitaron (o intentaron quitarse) la vida entre 2007 y 2011. Todos ellos dejaron cartas de suicidio en las que se especificaba con claridad que la decisión tomada tenía que ver, en todos los casos, con el maltrato recibido dentro del espacio laboral. El testimonio de Raphaël forma parte de Retiros (in)voluntarios, documental con el que la cineasta argentina Sandra Gugliotta aborda el sonado caso France Telecom. Se trata de la primera empresa que cotiza en bolsa en ser juzgada y condenada debido al hostigamiento moral infligido a sus empleados. La historia comienza con la privatización de la compañía de telecomunicaciones más grande de Francia, que en 2004 fue comprada por la británica Orange. La operación incluyó entre sus objetivos la restructuración de la empresa, en busca de mejorar la productividad. Para lograrlo, los nuevos propietarios consideraron que era necesario despedir a 22.000 empleados de una planta que superaba los 100.000. Y para ello no dudaron en utilizar los recursos más sádicos, en busca de expulsarlos de la estructura de la empresa al menor costo económico posible. Sin embargo, como sabe cualquier argentino atento, en un plan de ajuste los sacrificios son imposibles de evitar y lo máximo a lo que se puede aspirar es a reorientarlos para reducir el impacto. Precisamente, el éxito de los empresarios que gestionaron la crisis de France Telecom consistió en trasladar el peso de la pérdida del área financiera a la de recursos humanos. Es decir, se decidió darle prioridad a salvaguardar el dinero antes que la vida de los empleados, convertidos en variable de cambio. Y en busca de cumplir con el objetivo de eliminar aquellos 22.000 puestos de trabajo, no dudó en ejecutar un plan que incluía persecución del personal, racionalización extrema de las tareas, cambios continuos de puestos laborales, vigilancia, amenazas y presiones para conseguir que, a falta de poder despedirlos, los empleados se acabaran yendo por decisión propia. Uno de los consultados dice que en la actualidad el management usa las tácticas y la jerga militar, porque competir en el mercado equivale a ir a la guerra. En ese caso la pérdida de vidas es apenas un daño colateral. La misma persona cree, sin embargo, que France Telecom actuó de forma amateur, porque en distintos documentos internos dejaron asentada por escrito mucha información que confirma las acusaciones en su contra. Por el contrario, el abogado que llevó el caso de una de las víctimas sostiene que el solo uso de la palabra amateur para definir lo hecho por France Telecom, equivale a minimizar la premeditación de un plan sistematizado. La riqueza del documental de Gugliotta se encuentra en la capacidad empática con que aborda a los protagonistas de esta tragedia, todos ellos verdaderos sobrevivientes. Pero también en la postulación de una hipótesis superadora, que lleva el caso a una escala global e histórica, revelando antecedentes que pavimentaron el camino para que lo ocurrido en Francia en el siglo XXI fuera posible. Para ello, la directora retrocede hasta la década del ’90 en Argentina y a la experiencia de su propio padre, despedido de EnTel cuando la empresa fue descuartizada y vendida a Telefónica y Telecom, dando lugar a un proceso igual de cruel. Como si América latina hubiera sido un gran laboratorio a cielo abierto, donde se probaron las técnicas brutales que luego las empresas aplicaron en sus propias casas matrices.
"El ritual del alcaucil", la vida cerca del cementerio En un documental que va deslizándose de lo abstracto y fantasmal a realidades bien concretas, la realizadora entrega un apasionante tejido de imágenes con centro en Villa Corina. Como si se tratara de una mirada capaz de atravesar el mundo físico para revelar otros, ocultos de la vista, el documental El ritual del alcaucil, de Ximena González, agrupa un puñado de historias que atraviesan el tiempo y el espacio y se relacionan entre sí con vitalidad. La elección de esa última palabra puede resultar paradójica, sobre todo si se tiene en cuenta que dichos relatos tienen un universo de origen en común: se desarrollan (o tuvieron lugar) en el barrio que ocupan dos cementerios, el Municipal de Avellaneda y el Israelita, en el corazón de Villa Corina. Es en torno a sus presencias que se organiza la vida de los vecinos de la zona, cuyas memorias se encuentran atravesadas de manera inevitable por el ritmo y el tono que ambas instituciones le imprimen a la vida cotidiana del lugar. Como si se tratara de un agujero negro o de un maelström poeiano, los dos cementerios funcionan como centros de energía que se devoran la existencia de lo que los rodea. Así lo confirman las voces en off de varios vecinos mayores, quienes recuerdan incluso la forma en que estos fueron avanzando sobre el espacio urbano, haciendo que en la actualidad haya nichos y bóvedas donde antes había casas de familia. Las voces llegan desde fuera del cuadro y le van dando forma a una construcción colectiva, cuyo recorrido traza un mapa del pasado que rescata del olvido los nombres de vecinos que hace tiempo dejaron Villa Corina, para mudarse a su morada definitiva, fuera de este mundo. Parece un acierto que de entrada González evite ponerle un rostro a esas voces. En su lugar, la directora se toma el tiempo para realizar un tejido de imágenes, priorizando el trabajo sobre texturas visuales antes que con figuras concretas. Las miradas que la cámara va registrando a través del bisel de un cristal, de diferentes objetos traslúcidos o de reflejos sobre superficies pulidas, entre otros artilugios, tienen como fin articular un paisaje abstracto y fantasmal, que de a poco comenzará a persistir en la búsqueda de lo concreto. Un recorrido similar es el que realizan los relatos. Al principio, las historias que cuentan los viejos vecinos parecen tener a la nostalgia como emotivo denominador común, que los envuelve con la vaporosa (y engañosa) idea de que todo tiempo pasado fue mejor. Un sastre cuenta de cuando, hace muchos años, recibió el encargo de diseñar el vestuario de unos monos de circo. Una mujer habla de cómo aprendió a curar el mal de ojo y otras maldades por el estilo. Un viejo cantante se lamenta de su dificultad actual para afinar. Pero pronto las vaguedades comenzarán a cederle el lugar a presencias de formas más definidas, que empiezan a filtrarse por las rajaduras que los propios relatos van abriendo. El quiebre definitivo llega al promediar el film, a través de un par de escenas que como médiums unen dos mundos que no suelen cruzarse. En la primera, un grupo de chicos espía hacia adentro del cementerio. Solo se los ve de espaldas, asomados entre los ladrillos de una pared, imaginando ver ahí dentro sombras que se mueven, ruidos inexplicables, cuchillos cerca de alguna tumba e incluso pedazos de cuerpos surgiendo de la tierra. A partir de una gran ternura, la escena pone en acto la creación de una fantasía con inesperadas ramificaciones en la realidad y en la película. Enseguida, un grupo de parroquianos intercambian chistes y cantos en una fonda obrera, pero la escena se volverá fantasmagórica de forma gradual, apoyada por un oportuno trabajo sonoro. A partir de ahí será otro pasado el que ocupe el centro de la escena, uno que ninguno de los involucrados recuerda con gusto. El mismo tiene que ver con el destino de varios vecinos jóvenes durante la dictadura y con el uso atroz que en esos años se le dio al cementerio de Avellaneda. Que González haya decidido intercalar entre esos relatos de horror los juegos que realizan los chicos del barrio –algunos no exentos de una versión más cándida del espanto- revelan lo familiar que puede volverse lo monstruoso si se convive con él.
"La forma del bosque": terror convencional La película está construida a imagen y semejanza de un cine de terror que, si bien tiene su origen en la industria estadounidense, ha terminado convirtiéndose en el estándar comercial del género. Surgida de la prolífica relación que los directores y productores azuleños Luciano y Nicolás Onetti establecieron con la productora neozelandesa Black Mandala, La forma del bosque se suma a la prolífica filmografía de género del cine argentino. La opera prima de Gonzalo Mellid, que incluye elementos fantásticos, se desarrolla bajo los lineamientos estéticos y narrativos del cine de terror mainstream. En ese sentido, su propuesta está lejos de presentar particularidades que permitan vincularla con el cine argentino, ya sea por sus formas, por los elementos que conforman su historia, o por las características de sus personajes. Por el contrario, la película está construida a imagen y semejanza de un cine de terror que, si bien tiene su origen en la industria estadounidense, ha terminado convirtiéndose en el estándar comercial del género. Por eso mismo es posible afirmar que, más allá de su eventual eficacia o deficiencia, los aportes que La forma del bosque realiza al cine de terror son nulos. No solo porque no hay en ella nada novedoso, sino porque ni siquiera ofrece una relectura de los tópicos clásicos que vaya más allá de los lugares comunes más extendidos. La película cuenta la historia de una entidad que encarna el espíritu de la naturaleza, encargado de custodiar un bosque de ubicación indeterminada, cuya acción protectora (y violenta) es liberada cuando la fuerza humana irrumpe con indolencia, agrediendo al entorno natural. A partir de eso puede decirse que existe en su relato una intención de vincular la historia contada con cierta preocupación ecológica, aunque esta en realidad apenas consigue manifestarse de un modo tosco y superficial. Dicha fuerza, sin embargo, parece guiada por una motivación arbitraria que la película tampoco justifica de forma satisfactoria. Todos esos elementos confluyen en la certeza de que La forma del bosque es un típico producto de explotación, más preocupado por replicar las convenciones genéricas que por la originalidad de su propio desarrollo. A pesar de ello, La forma del bosque consigue poner en escena algunos momentos logrados, sobre todo desde el aspecto técnico. La utilización de drones para tomas y travellings aéreos; ciertas puestas y movimientos de cámara; e incluso la fotografía, en especial en las escenas diurnas en exteriores, dan cuenta de cierto potencial a la hora de aprovechar los recursos disponibles. La presencia de Chucho Fernández, actor emblema del cine de género argentino, aporta su particular fotogenia y potencia física, en un papel que se despega un poco de sus habituales villanos. Incluso la niña María Paz Arias Landa entrega un trabajo de cierta solvencia, a pesar de que su personaje de pocas palabras (que parece inspirado en la Eleven con la que la joven actriz Millie Bobby Brown se hizo famosa en la serie Stranger Things) la obliga a manejarse con un combo limitado de recursos.
"Caperucita roja": lo personal es político La película ofrece una cosmovisión en la que el punto de vista femenino es el que organiza el relato. Son las mujeres de tres generaciones de la familia de la directora las que le van dando forma a una mirada colectiva. “El tiempo es la historia”, dice Doña Juliana en algún momento de Caperucita roja, el documental dirigido por su nieta, Tatiana Mazú González, que la tiene como protagonista. Es justamente a partir de un retrato familiar que la directora intenta dar cuenta de su tiempo y de la historia, a través de un relato en el que lo personal y lo histórico se van montando y superponiendo hasta tejer una narración coral. Para ello Mazú González utiliza distintos registros, que van de grabaciones domésticas en VHS, provenientes del archivo personal; registros de distintas reuniones en las que las mujeres de la familia se juntan a charlar, generalmente en torno al oficio de costurera de la matriarca; hasta imágenes de la comarca en la campiña española, de la que Juliana emigró a mediados del siglo pasado. Juliana es una de esas típicas señoras españolas muy menudas, pero que parece contener en su interior una fuerza inagotable. Una mujer cuya mirada del mundo está marcada inevitablemente por lo que le tocó vivir siendo niña. Un espanto que algunas veces fue íntimo, de maltrato personal en el seno de una familia campesina que no era la propia. Otras veces encarna en una época en la que la guerra fue madre de horrores demasiado vívidos como para querer recordarlos, pero que aún así perviven en la memoria. En esa cosmovisión no hay diferencia entre republicanos y nacionales: al fin y al cabo, fue por el enfrentamiento entre ambos que ella debió abandonar su patria para buscarse otra, atravesando el vasto océano. La película también ofrece una cosmovisión particular, en la que el punto de vista femenino es el que organiza el relato. Son las mujeres de tres generaciones de esta familia –la abuela, sus hijas y sus nietas— las que le van dando forma a una mirada colectiva que consigue hacer que alrededor de lo femenino gire un universo que, sin embargo, sigue teniendo a lo masculino como centro. Es ese corrimiento del eje lo que provoca que el retrato que hace del mundo esta versión ad hoc de Caperucita roja acabe siendo, a su manera y modestamente, disruptivo. Lejos de estar ausente, lo masculino se mantiene en un fuera de campo discretamente ominoso. Caperucita roja juega con el molde del cuento tradicional, pero yendo más allá de los límites de la historia de la niña acosada por el lobo. También hay referencias a otros relatos propios del universo de los cuentos de hadas y algo del espíritu de la novela Mujercitas renace en esas tertulias en las que las mujeres comparten sus puntos de vista respecto del tiempo y la historia. Mazú González logra que la candidez conviva de forma armónica con lo siniestro, con solo recorrer el linaje de una familia. Tal vez la película en algún momento ceda ante el pecado de la obviedad, sobre todo en la expresión demasiado literal de algunas ideas, pero eso no impugna sus no pocos aciertos.
"Terremoto 8.5": cine catástrofe al modo coreano El cine coreano lo hizo de nuevo. Como ya es una costumbre dentro de la producción más mainstream de Corea del Sur, Terremoto 8.5 vuelve a ofrecer algo muy parecido a lo que proponen los blockbusters de Hollywood, pero con un plus que le otorga una personalidad propia manifiesta en los detalles. Como es posible deducir a partir de su título, más obvio que elocuente, se trata de un clásico exponente del cine catástrofe, en particular de ese subgénero de cataclismos sísmicos capaces de tumbar hasta a la ciudad más poderosa. Y ya de entrada la premisa de esta nueva versión deja en claro que esta vez se trata de llevar todo al extremo, incluso a riesgo de rozar -y eventualmente caer en- el absurdo. Acá el terremoto en cuestión en realidad son tres y están vinculados con la erupción de un volcán ubicado en la frontera que separa a Corea del Norte de China. El primero de ellos es de tal magnitud que alcanza para devastar a Seúl, la capital surcoreana, ubicada a 500 kilómetros. Pero un científico al que nadie le había prestado atención, no solo había predicho este desastre, sino que asegura que otras dos réplicas aún peores son inminentes. Estas tendrán su origen en dos enormes capsulas de magma ubicadas bajo el volcán, que al estallar reducirán a cenizas a la península, incluyendo a las dos Coreas, enfrentadas desde hace más de 70 años. Terremoto 8.5 usa todo lo que encuentra en el camino para convertirse en un infierno. No solo por la gravedad que propone la tragedia natural, sino por el laberinto que en torno a ella van tejiendo las tensiones y los intereses geopolíticos. Es que la mejor solución que encuentra el gobierno surcoreano es enviar al Norte a un equipo de especialistas en bombas, a robar seis ojivas nucleares del arsenal de Kim Jong-un, con el fin de activarlas bajo el volcán justo antes de la última erupción. La idea es que la explosión libere la presión bajo tierra, evitando las consecuencias devastadoras en la superficie. La película mezcla todo eso con impunidad y pudiendo haberse convertido en un adefesio, consigue articular a través del cine de género una ingeniosa metáfora acerca de la realidad coreana. Para lograr el objetivo, el escuadrón surcoreano debe liberar a un espía norteño que se encuentra preso por vender información. Será él quien los guíe hasta la base secreta donde se ocultan los misiles. Como en una buddy movie, el líder del sur y el agente del norte deberán superar sus diferencias para trabajar por un objetivo común. Pero deberán hacerle frente a las mismísimas potencias, ya que Estados Unidos y China también pretenden hacerse de las armas nucleares norcoreanas. Combinando el humor con la acción, Terremoto 8.5 pone en escena un complejo partido de ajedrez al que no le falta ni el melodrama sentimental, ni el heroísmo ni la nobleza. Aún así, la película no puede evitar en algún momento dejar de retorcer las fórmulas, para copiarlas en lugar de apropiarse de ellas.
"Chernóbil, la película": el juego de las diferencias Tras el estreno e inmediato éxito de la miniserie Chernobyl (2019), producida por HBO, que retrata los hechos ocurridos tras la explosión de la central atómica en Ucrania, en 1986, las voces de rechazo comenzaron a hacerse oír… en Rusia. Es que no fueron pocos los nostálgicos del período soviético que creyeron ver en ese relato, realizado desde Occidente, una clara demonización del antiguo régimen, cuya caída se aceleró justamente a partir del golpe que representó la tragedia. Sin embargo, buena parte de las historias recogidas en sus cinco episodios tienen su origen en el libro Voces de Chernóbil, de la periodista y escritora bielorrusa Svetlana Alexiévich, ganadora del Nobel de Literatura en 2015 y acérrima opositora del presidente ruso Vladimir Putin. Como respuesta a la visión planteada por la serie surgió el largometraje Chernobyl, que a partir de esta semana puede verse en los cines de todo el país bajo el título de Chernóbil, la película. Como la serie, el film dirigido y protagonizado por el actor Danila Kozlovzkiy se concentra en la emergencia posterior a la explosión de la planta. Pero su relato empieza un poco antes para contar la historia de Olga, una joven peluquera que un día reencuentra a Alexei, un ex novio al que no ve desde hace años y que trabaja como bombero en el cuartel más próximo al reactor. Esta subtrama ocupa un lugar no -menor dentro de la estructura narrativa. Al contrario, funciona como gancho emotivo a través del cual se buscará pulsar de forma directa la cuerda más sensible del espectador. Al mismo tiempo, las figuras de la pareja representan los dos arquetipos que a la película le interesa exponer y promover. Por un lado el del héroe, Alexei, sin cuya acción la tragedia podría haber sido aún mayor, y por el otro el de la víctima-sobreviviente (Olga), que debe sobrellevar el dolor con estoicismo y asumir la tarea de sostener la memoria. Técnicamente irreprochable, Chernóbil, la película realiza el mismo recorrido que la serie en relación a la cronología de las tareas realizadas luego de la explosión para evitar un panorama peor. Por supuesto que omite algunos hechos, como el de los 400 mineros que cavaron el túnel bajo el reactor, aunque se entiende que su eliminación tiene que ver más con una decisión práctica en relación al tiempo que con un orden narrativo. Donde la película se despega decididamente de la serie es en la cuestión política detrás del accidente. Ahí donde la serie ahondaba en negligencias y malas praxis derivadas de la crisis económica de la Unión Soviética, la película elige de forma abierta evitar el tema. En un momento determinado, Alexei le pregunta a uno de los ingenieros de la planta “por qué estalló esta cosa”, a lo que el otro responde: “por las personas”. Cuando el héroe quiere saber quiénes son esas personas, el ingeniero clausura la cuestión con otra pregunta: “¿Acaso importa eso ahora?” Un botón de muestra pequeño, pero que exhibe con claridad cuál es la intención política de la película.
La de lo infilmable es una categoría que sirve para amontonar obras literarias cuya complejidad (formal, lingüística o la que sea) las vuelve supuestamente inaprensibles para el lenguaje del cine. Distancia de rescate, extraordinaria primera novela de la argentina Samanta Schweblin, era una de ellas. Sin embargo, como tantas otras antes, ya tiene su versión cinematográfica. Y es que los libros infilmables no existen: lo que faltan son directores con imaginación suficiente como para traducirlos de un lenguaje a otro. Como ocurría con Zama, novela de Antonio Di Benedetto, o con El limonero real, de Juan José Saer, ambas infilmables hasta que lo hicieron Lucrecia Martel y Gustavo Fontán, Distancia de rescate propone un dispositivo narrativo que, en principio, no parecía fácil de reproducir sin que el peso de lo literario acabara debilitando la puesta en escena. Dirigida por la peruana Claudia Llosa, con guión coescrito junto a la propia Schweblin, Distancia de rescate es un relato construido a partir de un diálogo entre dos voces que, a priori, es muy difícil saber dónde está teniendo lugar. Un dónde que más que a un espacio físico hace referencia a un tiempo indefinido, pero quizá también a un plano distinto de la realidad. Las voces pertenecen a Amanda, una mujer que alquiló una casa de campo para pasar el verano con su hijita Nina, y a David, hijo de Carola, una vecina con quien Amanda empieza a construir una relación de amistad intensa. La narración avanza a partir de lo que ambas voces reconstruyen en off. En esa charla, en la que se percibe cierta urgencia, los roles están claros: David guía a Amanda para ayudarla a ordenar una serie de hechos que tuvieron lugar en los días previos. A veces el diálogo asume la forma de un interrogatorio casi policial. Otras, puede parecerse al que entablan psicólogo y paciente en una sesión de terapia. Pero también al que une al hipnotizador con el hipnotizado, e incluso al que mantiene un médium con un espíritu. Conducida por David, Amanda avanza a tientas en su propia historia, tratando de resolver contra reloj un misterio que debe entenderse en clave fantástica, pero que tiene su origen en un hecho concreto del mundo real y que tanto involucra el destino de Nina como el de ellos dos. Es cierto que la película no logra sacarse del todo la mochila literaria, patente en la presencia de esas dos voces, y que el giro final demanda de una secuencia explicativa que tal vez no era necesaria. Sin embargo, es exitosa en darle una forma cinematográfica a ese ambiente enrarecido en el que el temor es más una sensación difusa que una presencia concreta. Llosa crea algunas escenas e imágenes que sugieren ese terror innombrable, que se hace cuerpo en el terreno de lo maternal: la distancia de rescate es aquella que separa a una madre de su cría para mantenerla a salvo de eventuales peligros. Pero a veces, como acá, el miedo habita en aquello que, estando ahí, sin embargo se esconde de la vista.