"La habitación del horror": el día de la marmota. En busca de construir un origen traumático para lo sobrenatural, la película profundiza en esa vertiente del horror que crece en la intimidad del hogar y ahí consigue cierta originalidad. Sin embargo, todo lo que rodea a ese núcleo está más cerca de la fotocop El argumento de los mundos/dimensiones/universos contiguos que terminan conectados entre sí por una brecha, abierta a veces de modo accidental y otras a través de rituales de paso, es la idea alrededor de la cual se ordena La habitación del horror, opera prima del surcoreano Kwang-bin Kim. Una idea que, lejos de ser nueva, es una mina inagotable que la industria audiovisual moderna se ha dedicado a saquear, usando su riqueza con los fines más diversos. Mundos clonados son el escenario de la serie Stranger Things, sobre la que Netflix construyó el primer imperio de la era del streaming. Dimensiones paralelas forman la estructura del omnipresente universo cinematográfico de Marvel, que convirtió a los superhéroes de esa casa editorial en la franquicia más redituable de la historia del cine. Y también esa es la base de trabajos ultra independientes (y muy recomendables) como Coherence (James Ward Byrkit, 2013). En el caso de esta producción coreana, el recurso de los universos en espejo es usado para alimentar una clásica historia de terror, género en el cuál también fue explotado de tal forma que cualquier cinéfilo podrá armar su propia lista de películas basadas en él. A pesar del lugar común que la alimenta, La habitación del horror juega con un elemento dramático potente: el terror que puede surgir de vínculos estrechos pero regidos por una relación de poder muy desigual y los traumas que de ellos pueden derivarse. Los protagonistas son un arquitecto muy exitoso y su hija de 11 años, quienes se mudan a una casa alejada de la ciudad, luego de que la esposa de él, y madre de la niña, muriera en un accidente de tránsito. Golpeados por la tragedia, ambos se encuentran en un estado mental y emocional muy delicado. Él, con ataques de pánico y sin poder reorganizar su vida; ella encerrada en sí misma y castigando a su padre con la indiferencia. La película construye bien ese escenario de fragilidad y culpa, que será la llave para abrir el portal que el mal utilizará para entrar en sus vidas y moverse entre los dos mundos. En busca de construir un origen traumático para lo sobrenatural, la película profundizará en esa vertiente del horror que crece en la intimidad del hogar y ahí conseguirá cierta originalidad. Sin embargo, todo lo que rodea a ese núcleo está más cerca de la fotocopia que de la influencia. Ahí está el investigador paranormal/exorcista que juega el doble rol de guía hacia lo desconocido y de alivio cómico. O el ejército de niños perdidos demoníacos, maquillados como una banda de black metal. También los ritos para atravesar los límites de esos mundos siameses. Y, sobre todo, el imaginario cristiano, esa fuente cultural inagotable de miedos con la que los espectadores de todo el mundo ya están familiarizados, aquí ligeramente orlado de color local. Un conjunto de elementos visto tantas veces, que es inevitable sentirse como Bill Murray en Hechizo de tiempo.
"Una receta perfecta": sabor a poco. Perteneciente a esa categoría de películas que se proponen construir una mirada cariñosa sobre los conflictos y dramas que genera la llegada de la vejez, desde un punto de vista positivo e intentando si no quitarle, al menos aligerar sus componentes traumáticos, la danesa Una receta perfecta aborda la amistad entre tres mujeres que se enfrentan a ese momento crítico de formas distintas. Marie, Vanja y Berling se conocen desde la adolescencia y su vínculo se ha hecho fuerte a partir de eso que ahora se denomina sororidad: una serie de lazos que las hermana en virtud de su naturaleza femenina. Sin embargo, el tiempo y los diferentes caminos que cada una ha elegido seguir han puesto entre ellas cierta distancia. Pero cuando en plena celebración navideña Marie descubra que su marido está a punto de dejarla porque se ha enamorado de otra mujer, también septuagenaria, las otras dos amigas no dudarán en venir en su apoyo. Con el fin de distraer a Marie de su tristeza e intentar conectarla con sus impulsos vitales, el trío decide realizar un viaje al sur de Italia, tierra que en el imaginario de los países del norte europeo representa la posibilidad de un marco emocional menos rígido. El deseo, la sensualidad e incluso cierta ligereza y desprejuicio para vincularse forman parte de la fantasía italiana de las tres “chicas” danesas. Cualquier parecido con aquella canción de Rafaella Carrá que postulaba que “para hacer bien el amor hay que venir al sur” no es mera coincidencia. La película realiza ese cruce cultural de modo superficial, apelando a recursos costumbristas y lugares comunes que alimentarán las consabidas situaciones de comedia, aunque nada de eso se encuentre en el centro de su relato. Más bien lo usa para poner en perspectiva los diferentes dramas que las amigas atraviesan, pero cuidándose de no perder nunca de vista su aspiración de feel good movie. Cuestiones como la soledad, el abandono o la añoranza de quienes ya no están ponen al sentimiento de pérdida como principal motor de la angustia de las protagonistas. Y cada una lidia con eso como puede: Marie se deprime ante la posibilidad de que su mundo se desmorone; Vanja le teme a reabrir su corazón; y Berling juega a ser más desprejuiciada de lo que es en realidad. Cada una detrás de su máscara, descubrirán que la vida no es aquello de lo que llegaron a convencerse a golpes de rutina. Pero la película no consigue que nada de eso alcance demasiada profundidad. Por un lado porque sus escenas de comedia pocas veces resultan originales y nunca terminan de alcanzar la gracia buscada. Por el otro, sus personajes se vuelven esquemáticos, tanto los principales como los secundarios, haciendo que en todos ellos lo previsible se vuelva inevitable. Aun con su ternura y simpatía, que las tiene a pesar de lo anterior, se trata de Una receta perfecta que termina dejando sabor a poco.
"Elvis", de Baz Luhrmann: los excesos del personaje son también los del director. El director de "El gran Gatsby" consigue que su estilo afectado le haga honor a la figura del legendario cantante, yendo de un extremo al otro de su vida. ¿Cómo filmar un mito? Esa debe haber sido la pregunta que le rompió la cabeza a Baz Luhrmann cuando aceptó el desafío de dirigir una biopic de Elvis Presley, rey del rock and roll, el hombre que revolucionó la cultura universal justo a mitad del siglo XX (y que no vivió para contarlo). Especialista en hacer películas donde la música ocupa un rol protagónico –aunque no siempre se trata de comedias musicales—, el cineasta australiano aparecía como uno de los candidatos naturales para encabezar el proyecto. Entre sus virtudes se encuentran la capacidad para hacer que lo sonoro se convierta en el hilo sobre el cual el drama discurre en sus películas y la particular habilidad para abordar el montaje como quien lee una partitura. Es por eso que en sus trabajos el ritmo narrativo es tan importante, incluso en los menos musicales de ellos, como su adaptación de la novela El gran Gatsby (2013), obra magna del escritor Scott Fitzgerald. Todo eso está presente en Elvis. Sin embargo, la tendencia al manierismo, que convierte a sus películas en ejercicios barrocos signados por la exuberancia estética, aparecía como una incógnita. No es que los excesos (estéticos y de los otros) no formaran parte de la vida y obra de Elvis. Para probarlo están los shows que dio durante sus últimos siete años en Las Vegas, tan recargados como épicos, que coinciden con la etapa en que la depresión lo empujó a abusar de los fármacos y tranquilizantes que colaboraron en su temprana muerte. Pero también está el origen humilde en uno de los barrios más pobres de la ciudad de Tupelo, en el muy sureño estado de Mississippi, donde se nutrió de la cultura negra sobre la que edificó su carrera y donde lo único excesivo eran las carencias. El mismo camino del héroe por el que pasaron, antes y después, tantos ídolos populares de acá y de allá, de Muhammad Alí a Maradona y de Michael Jackson a, por qué no, L-Gante. Luhrmann consigue que su estilo afectado le haga honor a la figura del legendario cantante (interpretado con solvencia por Austin Butler), yendo de un extremo al otro de su vida. Organizada en segmentos bien definidos –infancia, surgimiento, éxito, rebelión, aburguesamiento, renacer, decadencia y muerte—, que el director va enhebrando no siempre con la misma fluidez, el recorrido de Elvis cuenta con un narrador que se encarga de guiar al espectador por una historia que es menos laberíntica de lo que el deslumbrante despliegue hace parecer. Y que, ciertamente, es mucho menos compleja de lo que fue en realidad, reduciendo grandes etapas para concentrarse en otras. O acentuando determinadas características para (casi) pasar por alto muchas más. Como la paranoia y la megalomanía del Elvis final, que aparecen muy bien retratadas en, por ejemplo, Elvis & Nixon (Liza Johnson, 2016), donde Michael Shannon realiza una tremenda interpretación del cantante. Quien guía el relato es Tom Parker, alias el Coronel, representante y hombre de confianza de Elvis, lo cual no hace de él una persona de fiar. A pesar de su mala fama, es su punto de vista el que ordena la acción. Una perspectiva que le permite al director replicar el mecanismo que articuló el vínculo entre ambos personajes en la vida real, haciendo que el Coronel, en la piel de Tom Hanks, trate de enroscarle la víbora al espectador igual que antes hizo con Elvis. Por su parte, aquí el cantante es retratado como una víctima constante de esa hábil manipulación, exculpándolo de la responsabilidad de las que, es evidente, fueron malas decisiones. Todo eso deja claro cuál es la respuesta que Luhrmann encontró para aquella pregunta inicial: la mejor forma de filmar un mito es mantenerlo siempre en el aire, como un prodigio de la naturaleza que debe luchar contra las oscuras fuerzas terrestres que buscan devorar su luz. Por eso la película apenas toca su trágico final, presentándolo casi como una ascensión, un paso a la inmortalidad antes que una muerte. Y está bien.
Un paseo por el infierno Si hay una diferencia notoria entre el film de la directora debutante y los de Carlos Reygadas y Amat Escalante, con los que tiene similitudes, es el protagonismo femenino excluyente que ostenta "Manto de gemas". El cine mexicano dio un gran salto de reconocimiento en el siglo XXI. Por un lado, con la consolidación del trío Cuarón-Del Toro-Iñárritu, todos ganadores de los premios Oscar más importantes. Por el otro, directores como Alonso Ruizpalacios, Amat Escalante y sobre todo Carlos Reygadas, entre otros, han logrado una presencia permanente en las competencias de los festivales más prestigiosos, como Cannes, Berlín o Venecia. Pero en esta lista hay una ausencia notoria: la de nombres femeninos. Es cierto que hay una nueva generación de cineastas mexicanas comenzando a llamar la atención, pero ninguna de ellas alcanzó los niveles de trascendencia ni los logros competitivos de sus colegas varones. Con el estreno de Manto de gemas, opera prima de Natalia López Gallardo, ganadora de un Oso de Plata en la última Berlinale, algo parece haberse modificado. Es cierto que López nació en Bolivia, pero su carrera dentro del cine es mexicana casi por completo, ya que en su rol previo como montajista ha trabajado en varios títulos de Reygadas y Escalante. Y también es muy mexicano el contenido de su primera película como directora. No solo eso: su propuesta estética, la elección del tema y el modo de abordarlo confirman la gran influencia que en especial estos dos directores han tenido en su forma de narrar y utilizar los recursos cinematográficos. La violencia como tópico; el cruce social y los roces que se producen entre una clase alta muy alta y una clase baja muy baja; la brecha étnica; el poder omnipresente del narco; cierta sordidez en el abordaje del relato; e incluso el aporte de sutiles elementos fantásticos para potenciar el registro naturalista, dan cuenta de su adscripción a ese linaje. Pero si hay una diferencia notoria entre este trabajo de López Gallardo y el de sus precursores es el protagonismo femenino excluyente que tienen sus personajes principales. Que son tres. Una mujer de familia burguesa que vuelve a ocupar una casona familiar en el campo, deshabitada desde hace tiempo, mientras asume las consecuencias emocionales de un divorcio reciente. Una mujer del servicio doméstico, que también trabaja para los narcos locales, cuya hija ha desaparecido hace ya un tiempo sin que la policía tenga ninguna pista de su paradero. Y la oficial de policía encargada de investigar el caso, quien también debe lidiar con un hijo adolescente que ha comenzado a mezclarse con los narcos. Todas ellas son, a su manera, mujeres duras que no dudan en hacerle frente a sus problemas y entre quienes se percibe cierta red de empatía. Esa representación femenina se extiende en una constelación de personajes secundarios que ocupan cada rincón del relato, desde hijas y madres, hasta jefas, vecinas, criminales y víctimas de la más variada índole. Por su lado, lo masculino está formalmente restringido a espacios laterales, aunque mantiene una fuerte incidencia sobre las decisiones que las protagonistas deberán tomar, llegando a forzar cambios en su accionar. Acá los hombres son una fuente de preocupación, un lastre emocional, una parte del problema antes que de la solución. Más una carga que una compañía. Incluso aquellos que ayudan no pueden evitar provocar daño. Como si se tratara de un paseo por el infierno, López Gallardo realiza el relato de manera fragmentada, intercambiando el foco de atención entre las tres protagonistas, haciendo que sus problemas también se entrecrucen en una compleja red en la que siempre terminan ocupando el lugar de víctimas. Entre esos fragmentos la directora intercala algunas secuencias pesadillescas que alteran la percepción realista de la historia. Si en el registro de la violencia Manto de gemas se acerca a películas como Los bastardos, de Escalante, en el uso de estos detalles casi fantásticos es imposible no reconocer al Reygadas de Post Tenebras Lux. En el medio, la voluntad expresa de impactar al espectador de forma directa, que se confirma en un plano final al que se puede considerar un exceso.
El extraño mundo de la política La relación laboral que se establece entre el alcalde de la ciudad de Lyon y una profesora de filosofía expone un escenario en el que la política no podría encontrarse más lejos de la realidad. La tarea de convertir al mundo de la política en un ambiente humano parece más cerca del orden de los milagros que una obra posible en la realidad del siglo XXI. Así de desprestigiada se encuentran la gestión pública y sus aspirantes, a quienes el resto de los ciudadanos ven cada vez con mayor recelo y desconfianza. Algo que parece ocurrir no solo en la Argentina, donde hace más de 20 años, con la crisis del 2001, algo se rompió entre el pueblo y sus representantes sin que el vínculo haya terminado de sanar aún. Y así parece ser también en Francia, que en ese mismo período viene enfrentando la mayor crisis política y social del último medio siglo. El retrato que el cineasta francés Nicolas Parisier realiza en Alicia y el alcalde, su segunda película, parece confirmarlo. En ella utiliza la relación que se establece entre el alcalde de la ciudad de Lyon, una de las tres más importantes de aquel país, y una profesora de filosofía que de forma kafkiana termina convertida en su principal asesora, para exponer un escenario en el que la política no podría encontrarse más lejos de la realidad. Ya desde el comienzo la historia desborda absurdo. Alicia dejó un cargo en Oxford para aceptar otro en la administración pública de la ciudad francesa. Sin embargo, al llegar al palacio municipal le informan que dicho puesto ya no existe, pero que, burocracia mediante, han creado otro ad hoc para que ella lo ocupe. La labor que le encargan también resulta inverosímil: pensar ideas para compartirlas con el alcalde. No proyectos ni acciones políticas: solo ideas, en el sentido más filosófico del término. Parisier utiliza el personaje de Alicia como guía para introducir al espectador en ese universo extraño y ajeno, que es presentado como una maquinaria fría y deshumanizada pero aceitada, donde rige el más estricto verticalismo y las acciones no necesariamente tienen sentido. La confusión de Alicia será la del espectador, de la misma manera en que también lo será su gradual comprensión de la particular lógica que motoriza ese territorio, hasta ahora extranjero para ella. Por su parte, el alcalde se presenta ante su nueva asesora como una persona que ha perdido la libido que lo unía a su vocación. Una crisis que se manifiesta justamente en la dificultad para pensar, para generar ideas que motoricen su acción como líder político. Si dentro del universo de la película Alicia asume un rol activo, una suerte de exploradora en territorio salvaje, la figura del alcalde aparece sensible y vulnerable, aunque oculta detrás de una fachada de eficiencia e iniciativa. Una fragilidad que el funcionario solo se permitirá exponer ante Alicia, quien sin proponérselo irá ganando cada vez más espacio en el círculo de mayor confianza, generando recelos. Pujas de poder; proyectos que benefician más a sus impulsores económicos que a los ciudadanos; laberintos burocráticos; acciones que parecen carecer de sentido más allá de alimentar una gestión más cercana a lo fantástico que a lo concreto. Parisier realiza un retrato impiadoso, como dándole la razón a los indignados de allá o de acá que solo pueden ver a la política, y no sin razón, como una pantomima cada vez más alejada de las necesidades de la gente. Cualquier parecido con las fiestas de María Antonieta justo antes de la famosa Revolución que tuvo lugar en ese mismo país no es mera coincidencia. La idea de un poder desconectado de su base popular sobrevuela toda la película y es puesta en cuestión en las conversaciones que mantienen sus protagonistas. Discusiones sobre la función pública o la crisis ideológica de las tradicionales izquierda y derecha en el mapa político actual, alimentan una trama que por momentos se vuelve demasiado dialéctica. Aún así, de a poco y con paciencia, Parisier consigue encontrar ese lado humano que todavía tiene la política. ¿O será que se trata de otro milagro de la magia del cine puesta en acción?
"Una pastelería en Notting Hill": torta algo empalagosa La película dirigida por Eliza Schroeder no puede evitar dejar en evidencia su necesidad de erigirse en una fábula bienintencionada con moraleja. No: Una pastelería en Notting Hill, de Eliza Schroeder, no tiene ningún tipo de vínculo con la famosa comedia romántica Un lugar llamado Notting Hill (1999), protagonizada por Julia Roberts y Hugh Grant, más allá de que sus acciones tengan lugar en el mismo (y ahora popular) barrio londinense. De hecho, en aquella al menos el nombre del barrio constituía el título original de la misma, mientras que en esta su inclusión solo consta en el utilizado para su estreno local. Es cierto que el aire de bohemia cool del distrito, similar al que -gentrificación mediante- puede advertirse en algunas zonas del Palermo porteño (Palermo 2.0), le aporta atmósfera y colorido a la película. Sin embargo, esa puntillosa geolocalización no representa ningún tipo de aporte dramático a una historia que, modificando algunos detalles estéticos, podría ocurrir en cualquier otra parte. A pesar del carácter espurio de su presencia en el título, la mención a Notting Hill puede ser vista como una alusión de clase muy específica. Un indicador de que los protagonistas de lo que se está por contar no serán obreros ni hablarán el cockney de los suburbios, pero tampoco serán ni ricos ni famosos. Se trata en cambio de personajes de clase media alta, de buen pasar, emprendedores y, sobre todo, de carácter noble a pesar de no pertenecer a la nobleza británica. La película comienza con la muerte de Sarah, una mujer de mediana edad, justo cuando se dirigía a poner en marcha el proyecto de instalar la confitería mencionada junto a su mejor amiga. Ese mismo día, la madre de Sarah, de quien estaba distanciada, le escribe a su hija una carta de reconciliación que ahora carece de sentido. Ambas mujeres, junto a la hija de la muerta, deciden honrar su memoria abriendo el local tal como ella hubiera querido. Comedia dramática de rigor, Una pastelería en Notting Hill es una historia de vínculos dañados a los que el amor consigue devolverles la salud. Pero la cosa no será sin esfuerzo. Como los girasoles, esas flores amarillas cuyo carácter fototrópico les permite moverse en busca de la luz solar, Una pastelería en Notting Hill no se regodea en la oscuridad de sus primeras escenas. Por el contrario, sus acciones se orientan de manera constante en dirección al lado más luminoso de la vida, sin temor a volverse un poco empalagosa, como las delicias que se exhiben en las vidrieras de la confitería en la que transcurre la historia. Por esa senda la película hace equilibrio entre una gracia y una ternura que por momentos se perciben genuinas, y una tendencia por lo manido, pero que nunca llega a volverse exasperante. De tal forma, la película no puede evitar dejar en evidencia su abierta necesidad de erigirse en una fábula bienintencionada con moraleja, opacando un poco la simpatía final que se pueda desarrollar hacia sus personajes.
"Cadáver exquisito", de Lucía Vasallo: la disolución de la identidad En su primer trabajo de ficción, la cineasta refleja con carácter siniestro el descenso de una mujer hacia la locura . Película de fantasmas sin fantasmas, Cadáver exquisito es el primer trabajo de ficción de Lucía Vasallo luego de tres documentales. Y en él, la cineasta le da forma a un universo tan misterioso como sórdido, en que los bordes de la realidad se esfuman conforme el vínculo entre dos mujeres se va convirtiendo para una de ellas en una obsesión. En una atmósfera signada por lo extraño, la directora elige nunca tomar distancia de su protagonista, sino que, por el contrario, va construyendo el relato adherida a la percepción cada vez más alterada del personaje. El resultado es un descenso en espiral hacia la locura delirante de esta mujer, que de a poco va siendo consumida por el deseo, hasta confundir los límites que la separan de los otros. Utilizando una estructura en la que presente y pasado se cruzan a partir del montaje, Vasallo cuenta la historia de Clara y Blanca, dos mujeres jóvenes que comienzan una relación sentimental, pero que irá creciendo en ellas de forma asimétrica. Para Clara se convertirá en un amor de corte clásico y aspiración monógama, mientras que Blanca lo transitará más bien como uno de los caminos posibles para la satisfacción de un deseo desligado del sentimiento. Pero esa es la parte que le corresponde al pasado de esta historia: en el presente Blanca está internada en un estado vegetativo cuyo origen los médicos no consiguen explicar. Al contrario de lo que le ocurre a Clara, el espectador sabrá que Blanca es científica, que se encuentra investigando el rol que cumple una hormona, la oxitocina, durante el proceso químico del orgasmo y su posible aplicación en el tratamiento del autismo. Y, sobre todo, que ha decidido experimentar con su propio cuerpo. Hay algo del cine de David Cronenberg en la forma en la que Vasallo consigue integrar lo emocional con lo químico, en una historia en donde la cuestión que se aborda de fondo es la disolución de la identidad. Que la directora consiga que ambas intenciones convivan en el mismo relato sin volverlo inverosímil debe ser considerado un mérito. No es el único. Vasallo también acierta en descargar todo el peso de la trama sobre Sofía Gala Castiglione, que hace rato dejó atrás la incómoda carga de ser “la hija de” para convertirse por sus propios méritos y esfuerzo en una de las actrices más interesantes del cine argentino en la actualidad. En gran medida, el crédito de que Cadáver exquisito se sostenga como un universo con reglas propias, sin afectar su naturalidad, también es suyo. Castiglione supera el desafío que representa la interpretación de Clara, que demanda una entrega que no solo es física, sino, sobre todo, mental. Su compromiso con el personaje permite que su transformación pueda funcionar como hilo conductor hacia una realidad fuera de lo real. Pero no son estos los únicos elementos que le confieren a Cadáver exquisito su carácter extraño. El papel de Blanca es interpretado por Blanca Nieves Villalba, actriz cuyas características físicas -es albina- le aportan mucho a este imaginario. Es necesario aclarar que su contribución no se limita solo a su aspecto y naturaleza, sino que el personaje de Blanca también representa un desafío del que ella sale airosa. Sin embargo, no debe minimizarse el rol estético que esas características juegan dentro del relato. La extrema palidez de su piel y la blancura de su pelo, que la vuelven casi translúcida, son esenciales para permitir que el personaje se vaya disolviendo y que la otra, de a poco, se apropie de ella. La cita a Solaris, la novela de Stanislaw Lem, resulta una indicación clara, tal vez un poco obvia, en dirección a esa particular fantasmagoría de la ausencia. Aunque en algún momento pueda aparecer la sensación de que la película le da algunas vueltas de más a la tuerca, Vasallo logra minimizar ese efecto en favor del carácter siniestro que recorre su Cadáver exquisito.
Más de lo mismo Laura Dern, Jeff Goldblum y Sam Neill, el recordado trío protagónico de "Jurassic Park", vuelve a reunirse 30 años después. Cierre de la segunda trilogía basada en el universo creado por Steven Spielberg en 1993 con la revolucionaria Jurassic Park, la película que hizo “revivir” a los dinosaurios, marcando el triunfo de las imágenes generadas por computadora (CGI) en el cine, puede decirse que Jurassic World: Dominio es más de lo mismo. Ni nuevo ni mejor ni más grande, porque no hay en la saga nada que siquiera se haya acercado no solo al impacto que generó la primera película, sino tampoco a la extraordinaria precisión que aquella tenía en términos de relato cinematográfico. En Jurassic Park todo estaba perfecto: la historia, los protagonistas, los chicos, los villanos, la aventura, el humor y, claro, los dinosaurios. Pero habiendo visto el vaso medio vacío, también debe decirse que esta tercera parte de Jurassic World completa el círculo de modo digno, honrando ese legado. Los protagonistas vuelven a ser el entrenador de dinosaurios Owen Grady y la científica ecologista Claire Dearing, quienes ahora enfrentan a una corporación que, bajo una fachada amigable, busca apoderarse de la tecnología genética usada para revivir dinosaurios para aplicarla a las industrias química y farmacéutica. Quienes hayan visto cualquiera de los episodios anteriores sabrán que todo lo que pueda salir mal saldrá peor. Chris Pratt y Bryce Dallas Howard vuelven a cubrir sus respectivos roles con eficacia, esta vez acompañados por Laura Dern, Jeff Goldblum y Sam Neill, el recordado trío protagónico de Jurassic Park, que vuelve a reunirse 30 años después para que la despedida sea lo más parecido a una fiesta. Si bien la película pone en escena un ecologismo for dummies, donde el gran villano es nada menos que una corporación que usa la manipulación genética no solo para obtener beneficios, sino para tiranizar el mercado, el asunto no se percibe como una mera pose, sino que se alinea con una mirada que ya estaba presente en el film original. Incluso el recurso se utiliza con humor, poniendo al frente de esta corporación a una especie de gurú tecnofriendly muy parecido al (excesivamente) venerado Steve Jobs. Y le permite a la película no apartarse de uno de sus ejes, que es la cuestión ética en torno al uso de los avances tecnológicos, que pone en veredas opuestas a lo humanitario y lo económico. Jurassic World 3 maneja bien las escenas dinámicas, incluyendo una espectacular persecución callejera en La Valeta, capital de Malta, narrada a partir de un buen uso del montaje paralelo y que parece sacada de la saga Bourne. También alcanza picos de alta tensión sin necesidad de tanto despliegue, como la escena donde la protagonista huye de un depredador arrastrándose por la selva. Sin embargo, producto típico del siglo XXI, muchos de estos recursos hacen que la película se pierda en el cúmulo homogéneo de las producciones de gran presupuesto, que, como los dinosaurios de Spielberg, parecen haber sido clonadas más que filmadas.
"La ciudad perdida", con Sandra Bullock: aventuras con humor Bullock interpreta a Loretta, frustrada escritora de una serie de novelas que combinan las aventuras con el erotismo para señoras. ¡Ah! La comedia mainstream… campo fértil en el que los frutos más exquisitos y los yuyos germinan con igual facilidad. Un territorio que suelen mirar desde arriba los que se paran en la colina de los géneros serios, los que creen que los comediantes son artistas de segunda, pero se olvidan que las más grandes leyendas del cine, Keaton y Chaplin, aún viven allá abajo. La ciudad perdida, dirigida por los hermanos Aaron y Adam Nee, no solo es ejemplo de una buena comedia mainstream, sino que además sirve para ilustrar el final del arco que realizan los y las comediantes para no ser subestimados. No hay en la actualidad mejor ejemplo que Sandra Bullock, su protagonista, para representar ese arco, que va de su gran popularidad como comediante al comienzo de su carrera, pasando por la búsqueda de prestigio (es decir: un Oscar) como actriz seria, para volver a protagonizar una comedia ligera, como esta, antes de anunciar su retiro de la actuación. No caben dudas de que el éxito de la comedia descansa en sus protagonistas mucho más que en los géneros dramáticos. Eso es porque el límite entre el humor y el ridículo es finísimo y no cualquiera camina con gracia por esa cuerda floja. Y en sus protagonistas se apoya con firmeza La ciudad perdida. No solo sobre Bullock, que interpreta a Loretta, la frustrada escritora de una serie de novelas que combinan las aventuras con el erotismo para señoras. También en su contrafigura, Channing Tatum, otro que debió dar la prueba de las películas serias antes de ser reconocido como un buen comediante. Él interpreta a un modelo que se hizo famoso representando al héroe en las tapas de los libros de Loretta. Los personajes parecen opuestos: ella, reciente viuda, con pretensiones intelectuales y llena de conflictos acerca de su oficio; él, poco cultivado y superficial, aparenta no ser más que una cara (y una figura) bonita. Aunque es una película de fórmulas, todas funcionan bien gracias a un guion ingenioso que, sin ser perfecto, no le da pausa ni al humor ni a la acción, en el contexto de una historia de aventuras ambientada en una exótica isla caribeña (sí, América latina sigue siendo un territorio exótico para Hollywood). Y Bullock y Tatum, más el valioso aporte de Daniel Radcliffe interpretando al villano cuyas ambiciones alteran la rutina de los protagonistas, se lucen, haciendo que la trama avance gratamente. Aunque nunca es conveniente dar demasiados detalles de la historia, es inevitable mencionar los enormes parentescos que es posible encontrar entre La ciudad perdida y otra comedia romántica de aventuras, hoy casi olvidada: Tras la esmeralda perdida (1984), peliculón de Robert Zemeckis con Michael Douglas, Kathleen Turner y Danny DeVito. Quienes la hayan visto no podrán dejar de notar las coincidencias entre ambas. Desde acá se recomienda evitar la tentación de las comparaciones, relajarse y disfrutar.
"Las cosas que no te conté": en el límite del melodrama La acción transcurre en el condado británico de Sussex, cuyos neblinosos paisajes costeros contribuyen a crear el clima melancólico que las define. Tras 29 años de matrimonio, Edward (Billy Nighy) decide separarse de Grace (Annette Benning) de un modo que a ella le resulta inesperado. A pesar de que las señales eran claras, Grace no dudaba del amor de su marido, aunque él se mantenía distante y poco comunicativo. Y si bien se niega a darse por vencida, haciendo de la insistencia un arma, la decisión de Edward es firme. Por su lado, el hijo de ambos, Jamie, se volverá el mediador y el sostén emocional, sobre todo de su madre, un poco obligado por la circunstancia y otro poco por voluntad propia. Filmada bajo una densa luz otoñal, con predilección por los tonos más apagados del ocre y el azul, con una fotografía estilizada, incluso preciosista, y una banda sonora que se percibe omnipresente, Las cosas que no te conté se atreve a poner en escena un drama adulto que no le teme a jugar sobre el límite del melodrama. Pero lo hace sin mostrarse condescendiente, ni con sus personajes ni con el público. Su director es William Nicholson, más conocido por su trabajo como guionista. Nominado dos veces al Oscar en esa categoría, por su labor en Tierra de sombras (Richard Attemborough, 1993) y Gladiador (Ridley Scott, 2000), Nicholson es también el hombre detrás de películas tan disimiles como la histórica Elizabeth, la edad de oro, la más reciente adaptación del musical Los miserables, basado en la novela de Víctor Hugo, o el film de aventuras Everest. Como director, en cambio, su filmografía es tan breve como esporádica, compuesta por solo dos títulos: Firelight (1997), no estrenado en Argentina, y 22 años después Las cosas que no te conté. Aunque una es una película de época y la otra transcurre en la actualidad, comparten no pocos elementos, además de la dirección y los guiones de Nicholson. Las dos son dramas románticos cuyas tramas incluyen dilemas morales; su red de vínculos no se limita al de la pareja, sino que también aborda los que unen a padres y madres con sus hijos; o la predilección por el punto de vista femenino, son algunos. Pero además, en ambas la acción transcurre en el condado británico de Sussex, cuyos neblinosos paisajes costeros contribuyen a crear el clima melancólico que las define. Es cierto que a veces Las cosas que no te conté se maneja con recursos obvios y predecibles. Como cuando Grace, católica radical, regresa de misa hablando de la cantidad de veces que se repite la palabra piedad en el ritual, justo antes de que él le anuncie que va a dejarla. Como era de esperar, la fórmula de religión+abandono+piedad da como resultado que la banda sonora incluya una versión del réquiem Kyrie eleison, de Mozart, que remite al famoso “Señor, ten piedad” del misal tradicional. Pero la película también tiene detalles de una gran sutileza, como algunos momentos entre madre e hijo que consiguen reflejar con cierta profundidad (incluso desde el abismo) algunas particularidades de ese vínculo, central no solo para la película, sino en la vida de cualquier persona.