El futuro que viene Seguramente cuando Ariel Martínez Herrera (Alas, 2010) tuvo la idea para filmar Tóxico (2020) no se le cruzó por la cabeza que la distopía que quería contar estaría muy cercana a la realidad. Tampoco que por esas razones de la distribución y exhibición cinematográfica la película se iba a estrenar en medio de una pandemia con muchas similitudes a las que retrata en su segunda obra. La historia presenta a dos personajes centrales, Laura (Jazmín Stuart) y Augusto (Agustín Rittano), que viven en una Buenos Aires actual azotada por una pandemia de insomnio mientras ellos atraviesan una crisis de pareja. La ciudad sumergida en medio del caos se torna peligrosa y ambos (aunque más él que ella) deciden escapar en un motorhome hacia una casa en medio de la nada. En ese viaje iniciático (y a la vez traumático) deben enfrentarse no solo a una nueva forma de vida con otra rutina, usos y costumbres, sino también a la incertidumbre del futuro que viene. A la vez que tienen la dificil tarea de reconstruir la relación. Martínez Herrera estructura la historia como una road movie tragicómica sobre la vida de una pareja en crisis. Lo hace a través de un humor negro elegante y corrosivo pero con una historia de fondo que en estos tiempos adquiere una resignificación y se vuelve protagonista. Tóxico se plantea como una comedia pero hoy puede ser leída como un drama. Nada de lo que se muestra está alejado de la realidad aunque unos meses atrás no hubiera sido más que ejercicio fantasioso con ribetes más filosóficos que realistas. Un estilo que ya trabajó en Alas, su ópera prima estrenada en 2013. Más allá de algunas situaciones que pueden parecer grotescas, Tóxico presenta (muchas) similitudes con la actualidad (no solo argentina sino mundial) en la que se está inmerso. Lo que antes era gracioso hoy puede verse en cualquiera de las señales de noticias que transmiten las 24 horas del día imágenes, en algunos casos, mucho más estremecedoras de las que muestra Tóxico, que al fin y al cabo solo es una ficción que fue superada por la realidad.
No estoy loca (solo es una película mala) Roberto Salomone, cuyo antecedente reciente en la dirección fue la fallida Diez menos (2018), regresa al cine con Alma Pura (2020), otra propuesta anacrónica en cuanto a forma y contenido que gira en torno a una artista plástica envuelta en un halo de locura. Sofía (Ingrid Grudke) es una artista plástica que acaba de recibir el alta de un centro psiquiátrico. Su hermana (Malena Sánchez) la espera para llevarla a la casa donde va a instalarse para volver a comenzar. Ella es quien se encarga de las exposiciones, ventas y todo aquello que rodea al mundo del arte y ejerce cierta presión para que Sofía retome la pintura. A medida que los minutos avanzan descubrimos que los padres de ambas murieron en una tragedia ocurrida en la casa que va a ser su nueva residencia, casona ubicada en el medio de las sierras y donde pasan ciertas cosas raras. ¿Realidad o pura imaginación surgida de la locura? La historia de Alma Pura navega a través la inestabilidad emocional de la protagonista para intentar construir un thriller fantástico con pinceladas de ¿terror? en donde la imaginación y la realidad se entrecruzan en un limbo bizarro, sobreactuado y arcaico. Salomone, que como la protagonista parece haberse quedado estancado en el tiempo, escribe y dirige una historia como si el cine no hubiera cambiado en los últimos 40 años. La idea, que sin ser original podría haber tenido un resultado al menos digno, termina naufragando en un mar de decisiones incorrectas que comienzan por la elección de la protagonista, continúan con una serie de giros narrativos absurdos e insostenibles, diálogos que rozan el ridículo, situaciones forzadas sin ninguna necesidad que hacen que la historia se estanque en lugar de fluir, una banda sonora que se escucha durante los 90 minutos buscando justificar no se sabe qué, para terminar con una supuesta pretensión artística y psicológica que resta más de lo que suma. Estos son solo algunos de los problemas a los que se enfrenta Alma Pura, una de esas películas que pica en punta para convertirse en el peor estreno argentino del año (y eso que recién es abril).
Esos raros peinados nuevos El derrotero de un adolescente regiomontano que emigra obligadamente hacia Estados Unidos y lucha por mantener su identidad es el eje central de Ya no estoy aquí (2019) segundo largometraje de ficción de Fernando Frías de la Parra (Rezeta, 2012; y también director de la serie Los Espookys de HBO). La historia de Ya no estoy aquí se ubica en el sexenio del gobierno del presidente mexicano Felipe Calderón y gira sobre Ulises Samperio (Juan Daniel García), un adolescente de 17 años, oriundo de Monterrey, que lidera a “Los Terkos”, un grupo de amigues que pasa los días escuchando cumbia rebajada (una manipulación técnica que ralentiza el tempo de las cumbias convencionales) y yendo a bailantas donde actúan bandas pertenecientes al movimiento “Kolombia”, representantes de una contracultura única de Monterrey que combina los sonidos de Colombia con el chicano del norte. Es en ese momento cuando el narcotráfico toma las calles de Monterrey y absorbe a las pandillas pertenecientes a la contracultura. Luego de un inesperado choque de bandas, Ulises debe huir a Nueva York para salvar su vida pero pronto se da cuenta de que preferiría regresar a Monterrey antes que enfrentar el desarraigo. Ya no estoy aquí, ganadora del Ojo a Largometraje Mexicano en el Festival Internacional de Cine de Morelia, expone de manera brutal la discriminación de los jóvenes pertenecientes a la corriente Kolombia. Fernando Frías de la Parra busca establecer un vínculo entre la música y la juventud condenada por su contexto social de discriminación, desigualdad y falta de oportunidades. Flecos, melenas decoloradas, vestimenta “extra large”. Estos jóvenes encuentran en el baile y sus amigues lo que la sociedad les niega. La música no los expulsa de ese sistema del que ya se cayeron. Que el protagonista se llame Ulises no es una casualidad. El guiño a Homero y a Joyce es evidente y queda claro sin ningún tipo de eufenismos. Ya no estoy aquí es un coming-of-age, una película de pandillas, un musical espontáneo, una historia de amor, encuadrada en los cimientos del cine de mafias y por qué no del western urbano. Pero por sobre todas las cosas Ya no estoy aquí resulta una película profundamente política, tanto por lo que se muestra como por la forma en que se decide mostrarlo.
Un lugar en el mundo Elia Suleiman vuelve a interpretar a una versión apocada de sí mismo, que asiste confundido a la realidad caótica que lo rodea. Sus películas suelen contener toques de Jacques Tati y Buster Keaton en el tono y en el estilo; y este nuevo trabajo, con una puesta escena semejante a un cuadro, tiene elementos de Roy Andersson. De repente, el paraíso (It Must Be Heaven, 2019) es su película más divertida y menos críptica, en gran parte porque el director sale de su Palestina natal después del primer acto y desplaza la acción a París y Nueva York. Pero Suleiman no trata directamente el conflicto Israel-Palestina, sino que prefiere plantearse algunas preguntas pertinentes: ¿Qué significa ser palestino? ¿A los demás les va mejor? La película empieza en los alrededores de Nazaret. Suleiman ve cómo una persona roba limones del árbol de su vecino mientras afirma que puede hacerlo porque le ha dado permiso: “No estoy robando”. Sin embargo, cada día se aprovecha más, y empieza a talar los árboles y a cultivar la tierra, por lo que uno llega a preguntarse si es en realidad el dueño. Es una situación divertida de por sí pero también sienta las bases de una película plagada de bromas con doble sentido. El director sabe que ya ha estado en esta situación, por lo que en lugar de enfrentar la amenaza directamente, hace lo que muchos palestinos han hecho: irse del país. Como director, tiene el privilegio de ir y volver, y no tener que exiliarse. Cuando llega a París, se sienta en un café y presencia la belle vie. Modelos atractivas caminan por la calle y la ciudad parece una postal hecha por una marca de moda. Pero esa sensación cambia a medida que Suleiman pasa más tiempo en la capital francesa. Las calles están siniestramente vacías por la mañana, y lo único que ve son trabajadores de la limpieza negros, burocracia policial y presencia militar. Cuando habla sobre su película con un productor francés, éste le comenta que no es lo suficientemente palestina. Decide irse a Nueva York, donde ni siquiera consigue superar la presión de una productora para lanzar su película. A donde quiera que mire, ve personas armadas, una situación tan mala como la que dejó en Palestina. Suleiman apunta a Trump y al imperialismo estadounidense con armas en los coches o colgadas de los hombros. Los toques absurdos y los gags visuales en De repente, el paraíso son los mejores de la trayectoria de Suleiman, que hacen de ésta su mejor y más divertida película.
La documentalista Valeria Tucci propone en Andrés Carrasco, Ciencia Disruptiva (2019) un recorrido por un tramo de la vida y obra del científico argentino, reconocido mundialmente por sus investigaciones en embriología molecular, que investigó sobre el daño que los agrotóxicos producían en sectores de la población expuestos a ellos tanto de manera directa como indirecta. Científico, médico, docente, militante, Andrés Carrasco se especializó en biología molecular y en biología del desarrollo. Presidió el CONICET y fue el investigador que en 2009 denunció los efectos del glifosato en el desarrollo de los vertebrados a partir de estudios realizados en el Laboratorio de Embriología Molecular de la Facultad de Medicina de la Universidad de Buenos Aires, cuestionando no solo el modelo tecnológico, sino todo un estilo de pensamiento y de políticas. Falleció el 10 de mayo de 2014 producto de un infarto agudo de miocardio. Andrés Carrasco, Ciencia Disruptiva puede encuadrarse como un documental didáctico, de corte científico, pero no por eso críptico o solo para entendidos en la materia, que busca a través de una puesta en escena disruptiva (en concordancia con el título), en la que se intercala material de archivo, testimonios e investigación científico-periodística, reconstruir su figura pero con un recorte donde el eje está puesto en el descubrimiento que realizó sobre los efectos del glifosato en el deterioro craneofacial y en el tubo neural, además de pérdida de neuronas, y como resultante de este hallazgo la campaña de desprestigio a la que debió enfrentarse provocada por empresas vinculadas al agronegocio con la complicidad de los medios de comunicación hegemónicos. También se recuerda que fue descalificado por el entonces ministro de Ciencia y Tecnología Lino Barañao quien sostenía que dicha investigación carecía de fundamentos. Tucci recupera en poco más de 70 minutos el accionar del científico en su búsqueda por romper con los modelos que rigen a la ciencia convencional, saliendo del laboratorio para no solo ver los efectos de sus investigaciones sino también denunciando los resultados que ponen en riesgo a las comunidades, siempre al lado del pueblo y en clara oposición a las corporaciones ya sean económicas o políticas.
El director británico Rupert Goold, ganador del Olivier en dos ocasiones, traslada al cine la obra Al final del arcoiris -que en la versión teatral Argentina protagonizó Karina K-, un recorte temporal sobre la vida de Judy Garland, interpretado por una convincente Renée Zellweger y ambientado en Londres durante el invierno de 1968, treinta años después de haber filmado El mago de Oz (The Wizard of Oz, 1939). Durante el invierno de 1968, Judy Garland llega a Londres para dar una serie de conciertos. Las entradas se agotan en cuestión de días a pesar de su decadencia. Mientras Judy se prepara para subir al escenario vuelven a ella los fantasmas que la atormentaron durante su juventud en Hollywood. Judy (2019) se divide en dos partes: la miseria de ser una actriz en la infancia y la miseria de ya no serlo. Los años de estrellato infantil se narran en forma de flashback. En estas escenas, Garland es interpretada por Darci Shaw. Cuando no está ante las cámaras, lleva una vida miserable. Los productores (y su madre) la obligan a seguir una dieta rigurosa, e incluso le dan pastillas para no engordar. También le prohíben las citas, aunque se enamora de su coprotagonista, Mickey Rooney. Se sugiere que abusaron de ella pero de manera muy ambigua. Cuando Zellweger la interpreta en su mediana edad, a los 47 años, la actriz pasa de su cuarto a su quinto matrimonio. La relación con Mickey Deans (Finn Wittrock) es un aspecto que en la historia no funciona bien. Es una época triste. Ya no tiene a sus hijos, y se siente sola, sabiendo que ningún director la quiere. Su situación económica es precaria y el alcohol domina su vida. Sus momentos de felicidad surgen cuando está lejos del mundo del espectáculo. Tras un concierto, acepta la invitación de una pareja, interpretada por Andy Nyman y Daniel Cerqueira, a ir a cenar a su casa, donde cocina para ellos. Esto lleva a una historia secundaria sobre el encarcelamiento de homosexuales que parece concebida para el público gay, que aún ve a Garland como una heroína, pero también para proporcionar momentos muy necesarios de respiro. El guion de Tom Edge adapta la obra teatral Al final del arcoíris, de Peter Quilter. Las clásicas canciones terminan llegando, y algunas se cantan íntegramente, una decisión que funcionaba mejor en el escenario que en la pantalla. Por tratarse de una biopic musical, Judy es una película oscura, con una estructura clásica, que se salva gracias a la actuación de Renée Zellweger. El resto olvidable.
El Príncipe (2019) es la ópera prima de Sebastián Muñoz Costa del Río, reconocido director de arte chileno en películas de autores como Pablo Larraín o Alicia Scherson, que debuta tras las cámaras con la adaptación de la novela homónima de Mario Cruz, escrita a principios de la década del 70, y que circuló de manera casi clandestina, un drama carcelario tan violento como explícitamente sexual. La trama de El Príncipe está enmarcada a principios de los años 70 entre las elecciones que llevaron a Salvador Allende al gobierno chileno y su asunción como presidente. El audio del discurso que brindó en el balcón de la Federación de Estudiantes de Chile la mañana del 5 de septiembre de 1970 con motivo de su triunfo electoral abre la película mientras que sobre el final se escucha la voz de Allende pronunciando algunas palabras el día de su histórica asunción. La acción transcurre en San Bernardo y el protagonista es Jaime (Juan Carlos Maldonado), un joven que comete un crimen pasional en un lugar público y a la vista de todos. La primera escena de El Príncipe nos muestra un cuello degollado, chorros de sangre en el piso y un cuerpo que luce una camisa de encaje del que no se distingue su sexo. La cámara se mueve y vemos a un joven en estado de shock: el asesino y protagonista de la historia. La secuencia termina abruptamente y la acción se traslada a la cárcel donde el acusado debe cumplir su condena. A partir de ese momento, la historia se desarrolla dentro de las cuatro paredes de la prisión, exceptuando una serie de flashbacks sobre las causales que derivaron en el crimen. El Príncipe es una película básicamente sobre el despertar (homo)sexual de un joven y la liberación que siente en un espacio que contrariamente lo encierra. Jaime comienza a experimentar y sentirse libre detrás de los muros que lo aíslan de la conservadora sociedad chilena, donde la frialdad del ambiente carcelario se entrelaza con la necesidad de afecto, y si bien la política no se señala como protagonista es la que rige las relaciones de poder entre los presos, divididos en dos grupos. Uno comandado por el siempre brillante Alfredo Castro y el otro por el argentino Gastón Pauls. Relato claustrofóbico que explora la universalidad de la necesidad del amor a través de la violencia, en El Príncipe Muñoz nos conduce por un submundo marginal que no busca escaparle a los clisés del género carcelario (abusos en todo sentido, maltratos, violaciones, división de clases) pero si impregnarlo de una sórdida belleza.
Un relato disruptivo que juega con las temporalides es la propuesta deLucio Castro en Fin de siglo (2019), película de temática LGBTQI filmada en Barcelona que aborda tópicos como la sexualidad, la familia, la enfermedad, el deseo y la transformación del amor a través del tiempo. Juan Barberini y Ramón Pujol interpretan a dos muchachos que “aparentemente” se conocen en Barcelona. Uno radicado en Nueva York y el otro en Berlín se encuentran por cuestiones personales que iremos descubriendo a lo largo de la historia en la ciudad gay friendly de la península ibérica. Ambos están de paso y tras un histeriqueo manifiesto terminan teniendo una increíble escena de sexo (filmada de manera brillante). Caminan por las calles, se cuentan su pasado y un salto narrativo y temporal ubica a los mismos personajes a finales de los años 90 en la misma ciudad cuando aún no se habían conocido. Como si se tratara de la trilogía de Richard Linklater (Antes del amanecer, Antes del atardecer, Antes de la medianoche) pero en una sola película, Castro juega de manera sorprendente con el tiempo y el espacio para adentrarnos en un relato sobre la evolución y transformación del amor a través de los años, como así también en la construcción de la familia homoparental, y lo hace asumiendo una serie de riesgos que de manera hábil no pierde el tiempo en explicar los por qué de dicha elección. La historia sucede en tres temporalidades diferentes pero utilizando a los mismos actores, como si para ellos el tiempo no avanzara ni retrocediera. Lo que en un principio puede llegar a confundir se vuelve uno de los tantos desafíos a los que el director se enfrenta para romper con ciertos paradigmas de una historia que trasciende más allá de su forma y de la capa superficial que parece recubrirla en un primer momento.
En Mujercitas (Little Woman, 2019), Greta Gerwig (Lady Bird, 2017) reinterpreta la historia de las hermanas Jo, Meg, Amy y Beth a las que dan vida Saoirse Ronan, Emma Watson, Florence Pugh y Eliza Scanlen desde su propio punto de vista sin necesidad de cambiar las palabras, pero sí revelando algunos de sus significados menos obvios, y actualizando su discurso feminista. De la novela de Louisa May Alcott, publicada en dos partes entre 1868 y 1869, existen al menos tres versiones anteriores en cine. La primera data 1933 y estuvo dirigida por George Cukor y protagonizada por Katherine Hepburn en el rol de Jo March; el clásico en Technicolor de 1949, dirigido por Mervin LeRoy, con June Allyson en el papel principal y Elizabeth Taylor, Janet Leight y Margaret O’Brien en el de sus hermanas; y la de 1994 de la directora australiana Gillian Armstrong, con Winona Ryder y Susan Sarandon. La diferencia de la Mujercitas de Greta Gerwigcon sus antecesoras es que la historia comienza donde las demás terminan. La nueva versión de Mujercitas comienza con Josephine "Jo" March ya adulta ingresando a la oficina de un editor para ofrecerle una novela autobiográfica. Así, Gerwig incide por un lado en la identificación entre la autora de la novela y su protagonista principal. Por el otro, explicita de esta manera las concesiones que tuvo que hacer la escritora para que su manuscrito fuera aceptado por una editorial. La película se concentra en una: el editor le recuerda a la autora que en la ficción una protagonista mujer solo puede tener dos finales: matrimonio o muerte. Todo lo que tiene de metalingüística la novela se traslada a la película a la perfección. Al punto de que, en un momento dado, escuchamos la voz de cuatro creadoras: Louisa May Alcott(autora) / Jo March (personaje ficticio/alter ego de la autora) / Saoirse Ronan (intérprete) / Greta Gerwig (guionista) sin poder distinguir quién habla. Su mensaje es idéntico en todos los niveles, a pesar del tiempo que media entre la primera y las últimas porque es transversal. Lo que defienden es exactamente lo mismo. Gerwig es fiel a la voz original de Alcott pero reconstruye la novela liberándola de su linealidad y transformando muchas situaciones en recuerdos y material de inspiración. El entramado metanarrativo que estructura el film le permite romper con esa linealidad cronológica de la novela. La estética, basada en los cuadros de la época, desde los impresionistas europeos al maestro americano Winslow Homer, captura la épica que hay en los actos más cotidianos. A la vez que la atraviesa una energía joven y fresca con una cámara dando vueltas alrededor de los personajes como si fuera un torbellino. Con una narración ágil y contemporánea, filmada en celuloide para crear una conexión con el proceso fotoquímico de 1861 y en escenarios naturales, en locaciones de Concord, Massachusetts, un lugar que albergó a escritores y pensadores como Henry David Thoreau o Nathaniel Hawthorne, Mujercitas es un buen ejemplo de adaptación hollywoodiense de un clásico literario que se presenta con renovada energía sin traicionar sus esencias.
Film to Festival Muchas veces entre periodistas y directores aparece la idea de filmar el detrás de escena de lo que pasa en un festival de cine. Lucas Bucci y Tomás Sposato concretaron esa idea y filmaron el backstage de lo que para ellos fue una desconcertante primera vez en la competencia de un festival de cortometrajes en Florianópolis. Los Payasos antes que un largo fue un cortometraje que buscaba participar del circuito festivalero. Fue inscripto a todos pero no quedó en ninguno. Hasta que un día llegó la noticia de que había sido seleccionado para un festival que se desarrollaba en la ciudad brasileña de Florianópolis. Lucas Bucci, Tomás Sposato y el actor Jeronimo Freixas se sienten en la gloria y viajan para ser partícipes de lo que a priori sería una experiencia maravillosa con la premisa de filmar cada momento de lo que ocurra durante el viaje y la estadía. Pero no todo fue como lo soñaban y el festival termina poniendo en conflicto a los tres ilusos participantes. Detrás de el largo Los Payasos (2019) hay una idea algo anárquica, improvisada, de no saber hacia dónde ir pero que termina funcionando a la perfección. El derrotero de tres argentinos en Brasil que viajan con las expectativas de Cannes y se encuentran con un evento alicaído que se desarrolla en una local de mala muerte, con un público que no supera la docena de espectadores, es la matriz de una película donde el documental y la ficción se entrecruzan permanentemente para mostrar como el éxito y el fracaso son transformadores de las relaciones interpersonales. La armonía que los envolvía en un principio se va transformando en una guerra campal que saca los instintos más crueles de cada uno de los tres involucrados. El binomio de realizadores logra exponer su propia intimidad con las miserias y virtudes a través de la realización de una película que nunca verá la luz pero que da origen a una nueva película que conjuga el fracaso con un humor irreverente, original y sin ningún tipo de pudor para mostrar la miserabilidad humana y la egolatría en su máxima expresión.