Iluminados por el arte Cortázar y Antin: Cartas iluminadas (2018), ópera prima documental de Cinthia Rajschmir, gira en torno al intercambio postal que mantuvieron el escritor Julio Cortázar y el cineasta Manuel Antín entre 1961 y 1975. Manuel Antín fue el mayor adaptador de la obra de Julio Cortázar en la pantalla grande, forjando una estrecha amistad con el escritor con quien durante años cruzó cartas entre Buenos Aires y París. Filmó tres películas basadas en sus cuentos y tuvo el privilegio de recibir los originales de "Rayuela" para entregarlos a la editorial Sudamericana. La cifra impar (1962), basada en el cuento "Cartas de mamá", se convirtió en su debut cinematográfico. Luego rodó Circe (1964) e Intimidad de los parques (1965, sobre "Continuidad de los parques" y "El ídolo de las Cícladas"). El intercambio postal en el que ambos se manifestaban su mutua admiración se extendió entre 1961 y 1975. Antin reunió esa correspondencia en una edición personal, "Cartas de cine", que luego integró los tomos de las "Cartas" editada por Alfaguara y que ahora Cinthia Rajschmir utiliza como eje central de su película. Cortázar y Antin: Cartas iluminadas está atravesada transversalmente por esas misivas que cruzaban el Atlántico para no solo reconstruir la relación entre el escritor y el cineasta sino también para desandar detalles sobre la transposición cinematográfica de cada uno de esos cuentos. A lo largo del metraje, Antin relata anécdotas que sellaron esa amistad como aquel día que vieron juntos La cifra impar a solas en un laboratorio de Buenos Aires, y en el que Cortázar la dice golpeando su hombro “pibe, entendí mi cuento'". También aparecen referencias a la adaptación de Circe en un trabajo codo a codo o sobre las discusiones que mantuvieron a raíz de Intimidad de los parques, porque en lugar de ambientarla en Grecia se filmó en Machu Picchu (Perú). La directora apela a los testimonios del propio Antín, su mujer, la escenógrafa Ponchi Morpurgo, las actrices Dora Baret y Graciela Borges, o el DF Ricardo Aronovich, entre otros, para armar la trama, pero la pieza fundamental de la película resulta una audiocarta del propio Cortázar a Antín que oficia como punto de vista del escritor. De esta forma Cortázar y Antin: Cartas iluminadas, como un rompecabezas audiovisual, se completa y le da forma a una amistad literaria y cinematográfica sostenida a través del intercambio epistolar, ya que ambos solo se veían cuando el cineasta viajaba a Europa o el escritor visitaba la Argentina.
El infierno tan temido Las comparaciones muchas veces resultan odiosas e incómodas pero es imposible no asociar la ópera prima de María Silvia Esteve, Silvia (2019), con El silencio es un cuerpo que cae (2018) de Agustina Comedi, no solo porque ambas directoras mujeres abordan a través de un mismo dispositivo una historia familiar de apariencias y mentiras, sino también por el ninguneo sufrido por parte de los festivales nacionales más importantes como BAFICI o Mar del Plata, programadas en secciones menores o rechazadas pese a ser muy superiores a la gran mayoría de las obras seleccionadas. Disponible en Puentes de Cine. En Silvia, premiada en el FIDBA como Mejor Película Argentina y por el Jurado Joven, tal como lo hizo Comedi con su padre, Esteve recurre al formato del home video para narrar la historia de su madre, Silvia Zabaljáuregui, abogada, diplomática, politóloga y concertista, fallecida en 2015 a los 59 años de un paro cardiorespiratorio en plena calle, mientras en off, ella y sus dos hermanas reconstruyen, a través de recuerdos –muchas veces diferentes sobre un mismo hecho-, la atormentada vida de una mujer que, pese a tener todo lo que para el inconsciente colectivo es sinónimo de felicidad, vivió inmersa dentro de una pesadilla. Una de las primeras imágenes de Silvia es la de un casamiento, el de Silvia y Carlos en el año 1983. Lo que sigue no es lo que se dice una historia de amor, sino un horror, un calvario, es la historia de una resiliencia, de una mujer condenada por no callar. Una mujer, de apariencia fuerte, marcada por un padre abandónico, una madre desestabilizada psicológicamente que intentó matarla y un marido alcohólico que no solo la manipulaba sino también la maltrataba. Silvia pedía ayuda y se la condenaba de antemano por el hecho de ser mujer, de los antecedentes familiares y porque la imagen era más importante que lo que ocurría puertas adentro. Con todas las batallas perdidas Silvia se refugió en el amor a sus hijas y construyó una especie de burbuja que las mantuvo a salvo de un infierno que años después sale a luz. La directora construye un relato donde todos los elementos que lo componen se encuentran en estado de tensión, tanto en lo familiar como en lo cinematográfico. El registro visual poco tiene que ver con la realidad que emerge de los recuerdos. Carlos, padre de las tres hijas, a las que todas se refieren a él con el nombre de pila y no como “papá”, era el camarógrafo encargado de registrar momentos que en apariencia mostraban una felicidad que no era tal. Ver esas imágenes sin la narración no hacen más que mostrar una familia típica, de buen pasar económico y en apariencia alegre. Pero la verdad no es la que está en las imágenes sino la que se explicita en palabras y esas palabras ponen en tensión los recuerdos que muchas veces se contradicen entre como los vivieron cada una de las involucradas. Ese dispositivo de choque entre imágenes y narración es lo que vuelve aún más interesante a una historia que a medida que avanza se asemeja a thriller psicológico en donde sabemos el final pero no todo lo que sucedió antes de llegar a él. Silvia es un ensayo documental biográfico pero también autobiográfico, catártico, por momentos incomodo, tanto para el espectador como para las protagonistas, en el que se narran dos historias. Una que oímos y otra que vemos. Una que dice verdades y otra que muestra mentiras. Que invita a reflexionar sobre lo que significa ser mujer en una sociedad machista, los mandatos, los estereotipos y las apariencias. Pero también sobre el amor y el cine.
Bienvenido a los 40 El segundo largometraje de Duccio Chiarini, El huésped (L'Ospite, 2018), explora la crisis existencial de Guido, un cuarentón que lucha con el hecho de que su novia, Chiara, no quiere ni tener hijos, ni estar ya con él. Se puede ver en www.zetafilms.com. En la primera escena de El huésped Guido desnudo busca un preservativo roto dentro de Chiara, pero la audacia de esta introducción pronto queda aplacada y se convierte en una historia sobre amores perdidos y nuevos comienzos. La apacible vida de Guido se ve alterada cuando su novia le pide que se vaya de la casa y él, sin un lugar, debe ser asistido por amigos y familiares. Es un huésped que nunca se queda más tiempo del estipulado. Tan pronto como descubre que ninguna relación es tan perfecta como se ve desde afuera. El huésped es un film que avanza lenta y felizmente con sus comentarios irónicos y su esquema melodramático, buscando contar una historia con cierta crítica social sobre el recambio generacional, y donde cada personaje se encuentra en medio de algún tipo de crisis. Chiarini recurre a una puesta en escena simple, con una narración que fluye gracias a un sinfín de situaciones reconocibles, y una serie de personajes queribles, que incluso en sus excentricidades generan empatía, dando como resultado una comedia agridulce sobre la necesidad de compañía y la imposibilidad de tenerla sin sufrir una serie de inconvenientes en el camino.
Aquellos años 80 Bernarda es la patria (2020), nuevo opus de Diego Schipani (La noche del lobo), que cuenta con la colaboración en el guion de Albertina Carri y la participación central de Willy Lemos, no es solo una película disruptiva, sino que son varias películas dentro de una que confluyen en un todo para poner en tensión la ficción con la realidad, el pasado con el presente y al teatro con el cine. Uno de los hilos narrativos de Bernarda es la patria es el registro de la puesta en escena de la obra de teatro La casa de Bernarda Alba a cargo de un grupo de artistas surgidos en el under de principios de los años 80, mientras por otro rememoran tras bambalinas los inicios del movimiento transformista en los albores de la democracia, la movida gay de la época, la persecución policial, la llegada del SIDA, y la discriminación sufrida por cierto sector de la sociedad. Pero Bernarda es la patria no se queda solo en el tratamiento de esos dos ejes narrativos sino que avanza más allá de las limitaciones para poner en conflicto la realización de la propia película a través de los cambios de producción y guion que surgen durante el rodaje. Queda claro que la idea inicial era otra y que a medida que el proyecto avanzó la propuesta fue creciendo y abriéndose hacia otros lugares, algunos colectivos y otros personales como los momentos en donde Willy Lemos, el corazón de la película, narra con total franqueza y sin especular situaciones de abuso durante su niñez. Schipani logra una obra atípica, un híbrido que como en una mamushka no paran de desprenderse vivencias complejas, profundas y dolorosas pero narradas sin ningún tipo de prejuicio ni apelando al golpe bajo o a la morbosidad, sino con total naturalidad y hasta podría decirse con el humor ácido característico del movimiento under de antaño. Bernarda es la patria se constituye un ejercicio cinematográfico rupturista que entabla paralelismos entre la obra de Federico Lorca y sus personajes con la movida contraultural y vanguardista de los años 80, deconstruyendo el pasado para construir el futuro.
Dos a quererse En 2015 Omar Zúñiga Hidalgo presentó en la Berline San Cristóbal, film de 29 minutos que obtuvo el Teddy Award al mejor cortometraje LGBTQ. Dicho trabajo resulta la matriz sobre la que se erige Los fuertes (2019), película que cuatro años más tarde vuelve a trabajar sobre la genuina historia de amor entre dos hombres en un pueblo al sur de Chile. Es bastante común que a los films que retratan relaciones entre personas de un mismo sexo se les imprima la etiqueta de “temática gay”. Esta etiqueta resulta muchas veces injusta, pues el hecho de que uno o varios personajes respondan a cierta tendencia sexual no debe nunca eclipsar otros temas. Debe haber pocos ejemplos más precisos que Los fuertes para ilustrar esta cuestión. Lucas (Samuel González) es un arquitecto que viaja a Valdivia, al sur de Chile, para visitar a su hermana antes de emprender un viaje a Canadá. Antonio (Antonio Altamirano), que vive en el pueblo desde siempre, es contramaestre de un barco de pesca. La atracción entre ambos no tarda en materializarse y poco a poco presenciamos como el introvertido Lucas se abre a los sentimientos que le invaden, revolucionando lenta pero imparablemente su pasajera estadía. El conflicto no radica en que a ambos se atraigan entre sí, el problema más allá de la incapacidad de Antonio para proyectar más allá del día a día, es el desarraigo. Zuñiga trabaja con una sensibilidad notable una minuciosa puesta en escena que le presta atención a cada detalle con la virtud de contar una relación amorosa entre dos hombres en donde los personajes no se hacen cuestionamientos sexuales. La cámara se posa sobre los rostros y los cuerpos, observa el inquietante paisaje como si quisiera apropiarse de él y, de ese modo, conduce por el siempre hermoso y a la vez complicado proceso del enamoramiento. Entre ambos hay una atracción y un amor tan emocional como real que trasciende la pantalla. La entrega total de Samuel González y Antonio Altamirano a la tarea de dar vida a la pareja protagónica consigue que el espectador acabe totalmente implicado con los personajes, deseando el mejor de los futuros posibles a estos dos hombres enamorados. Los fuertes es una película que utiliza todos los recursos a su alcance para convertir una historia de amor como cualquier otra, que poco tiene de extraordinaria, en una experiencia emocional que atraviesa los sentidos.
Los niños de dios La directora chilena Marialy Rivas (Joven y alocada, 2012) transita con Princesita (2017) por el mundo de la pedofilia y las sectas a través del vía crucis de Tamara, una niña víctima de la manipulación religiosa. Basada en la historia real de una secta religiosa que abusaba de menores de ambos sexos, la segunda película de Rivas comienza como un cuento de hadas y termina como una noche de brujas. El cielo, el purgatorio y el infierno por el que transita una niña según su propio punto de vista sobre los hechos que la envuelven es el eje de un relato sobre el horror. A través de la mirada, el usa de la voz en off y una cámara que no descuida ni por un segundo su punto de vista, seguimos a Tamara (Sara Caballero), una adolescente de 12 años elegida por Miguel (Marcelo Alonso), el lider de una secta, para engendrar a su hijo, una especie de Mesías que continuará con la misión comenzada por éste en el plano terrenal. La manipulación y la perdida de la inocencia se convierten así en los temas centrales de una película que evita caer en los estereotipos de la morbosidad y el amarillismo para mostrar, con sutileza y sin subrayados, cómo, a través de la palabra, las drogas alucinógenas, el chantaje emocional, la mentira, la seducción, el terror y el aislamiento del mundo exterior, las sectas captan a los más vulnerables para utilizarlos como esclavos. Con sensibilidad y sin golpes bajos ni efectismos, Rivas trabaja una puesta en escena perturbadora, evitando mostrar más de lo necesario. Para contar el horror utiliza el fuera de foco, recurre a primeros planos, desencuadres y a una fotografía que vira de la saturación del dorado a las sombras, que junto a un sonido envolvente y una banda sonora climática, transmiten el peor de los calvarios al que puede ser sometido un niño que cree que las más crueles perversiones son parte de la normalidad.
Diego Fried, quien en 2010 había estrenado Vino, una producción de corte netamente independiente, regresa al cine con La fiesta silenciosa (2019), una película que básicamente se encuentra en las antípodas de su antecesora. Mientras que en la primera trabajaba sobre un registro más intimista y de cine de autor ahora se vuelca al cine de género cruzando elementos de Quentin Tarantino y Michael Haneke pero con un estilo criollo. La fiesta silenciosa (2019) La pareja que conforman Jazmín Stuart y Esteban Bigliardi se dirige a la casa del padre de ella, ubicada en las afueras de la ciudad, donde se realizará la boda entre ambos. Todo está bajo el control del padre, un prestigioso abogado interpretado por Gerardo Romano que tiene a su cargo la organización del evento. Todo menos el stress prenupcial a la que está sometida la novia que hace que en medio de la noche abandone la casa y camine sin rumbo. En ese deambular sin sentido termina en una casa vecina donde un grupo de jóvenes organizaron una fiesta silenciosa (fiesta donde todos los invitados usan auriculares que transmiten la misma música). Entre la crisis, el alcohol y la música, la futura esposa termina teniendo relaciones con uno de los organizadores (Lautaro Bettoni) mientras bruscamente aparece un tercero que la termina violando (Gastón Cocchiarale). La venganza será implacable. De entrada, y siguiendo las convenciones del género, Fried, tira algunas líneas para saber por dónde vendrá la historia. Corte y un flashback nos lleva al principio donde todo se desarrolla con total normalidad, y el foco está puesto en la crisis prenupcial. Todo indica que hasta el momento estamos más cercanos a una película de corte indie, de personajes por sobre aquellos tópicos que caracterizan al cine de género, pero si bien el prólogo indicaba que en algún momento el registro iba a cambiar, Fried sorprende con cambios permanentes. Y así pasamos a una fusión entre Funny Games, de Michael Haneke con Kill Bill de Quentin Tarantino donde Jazmín Stuart se convierte en una suerte de Uma Thurman con sed de venganza. La fiesta silenciosa, codirigida por Federico Finkelstain, como buena película de género, descomprime la violencia de sus escenas de sangre y tortura con el humor inocente que brota del personaje de Esteban Bigliardi, que funciona como el contrapunto ideal entre Jazmín Stuart y Gerardo Romano y en las antípodas de la perversión de Gastón Cocchiarale. Entretenida y sangrienta, con una fuerza narrativa de entrada que sobre el final es muy difícil de sostener, por momentos graciosa, otros terroríficos, angustiante y también para pensar sobre el ejercicio de la justicia por cuenta propia, Fried logra lo que no muchos consiguen: poner varios ingredientes en la coctelera, batirlos y generar un híbrido bien criollo, pero por sobre todo eficaz y entretenido, donde Jazmín Stuart se luce como una chica empoderada de principio a final.
Cazador cazado Aunque cueste creerlo El cazador (2020) es la segunda película que Marco Berger realiza con apoyo del INCAA, el prolífico director argentino que cuenta con cinco películas anteriores realizadas en soledad (Plan B, Ausente, Hawaii, Mariposa, Un rubio), una codirigida (Taekwondo), otras tres colaborativas (Tensión Sexual. Volúmen 1: Volátil, Tensión Sexual: Violetas, 5), y una próxima en postproducción (El fulgor), no se queda de brazos cruzados y produce más allá de las trabas burocráticas y los tiempos del Estado. El cazador (2020), cuyo estreno mundial se realizó en el apartado competitivo Big Screen del prestigioso Festival de Rotterdam 2020, ahonda en un tema escabroso al que muchas veces el cine le huye como lo es la problemática de la pornografía infantil. Ezequiel (debut de Juan Pablo Cestaro con un extraño parecido al primer Tom Cruise) es un adolescente de clase media que se encuentra en medio del despertar sexual y la experimentación en pos de descubrir que es lo que en realidad quiere para su futuro. Sus padres están de vacaciones en Europa y él está al cuidado de la casona familiar bajo la tutela de una tía que lo visita tres veces por semana y lo llama todas las noches a las 21 horas. Tiene libertad pero también está semicontrolado y todos los indicios hacen suponer que más allá de algún desliz es un joven responsable y más adulto de lo que representa su edad. Ezequiel conoce a Mono (Lautaro Rodríguez), un muchacho skater más grande que él, se atraen, y terminan pasando la noche juntos. Entre ambos nace una amistad mezclada con sexo que irá tomando aristas insospechadas con la aparición de un supuesto primo (Juan Barberini) y un negocio maquiavélico. El cazador se divide claramente en dos partes. En la primera donde la víctima es cazada y una segunda donde esta toma el rol de cazador. Durante la etapa inicial Berger trabaja la historia a partir de algunos elementos del thriller, jugando con el suspenso, la intriga y una extraña sensación de que algo va a suceder pero no se sabe muy bien qué. Los espacios cumplen un rol esencial en ese juego de climas donde se pasa de la luminosidad y el minimalismo de la casa familiar a la oscuridad y abandono de la casona del Chino, el primo del Mono, generando una tensión increscendo, y no precisamente sexual, como la que nos tiene acostumbrados el realizador. En El cazador nada es explícito, todo es sutil, insinuado. Lo que no se ve dice mucho más que aquello que se muestra. En la segunda parte de la historia los roles se cambian y la víctima se convierte en cazador como parte de un chantaje. En esta etapa Berger abandona en parte los elementos del cine de género y trabaja la historia desde la internzalización del personaje. Ahonda sobre los vínculos familiares, la distancia generacional entre padre e hijos, en donde todo funciona en apariencia bien pero ninguno sabe cómo abordar al otro. Los padres no ven por lo que está pasando Ezequiel y Ezequiel no sabe exteriorizar lo que le pasa. Busca la forma de resolver el problema que lo atraviesa por su cuenta pero solo no puede. En este tramo de la historia aparece el personaje de Patricio Rodríguez, la nueva víctima, en la que Ezequiel se ve reflejado como si se tratara de su espejo. Sobre el final Ezequiel se quiebra y, en un diálogo fuera de campo, le cuenta a su padre (Luciano Cazaux) lo que está viviendo. Lo vemos pero no lo oímos. Es en ese momento de acercamiento cuando la atmosfera entumecida que rodeaba la historia se disipa y una brisa de aire puro se puede respirar después más de cien minutos de una tensión envolvente.
Una noche en Río El cineasta brasileño Eryk Rocha (Cinema novo, 2016) explora en su nueva película Miragem (Breve Miragem de Sol, 2019) la situación social en la cosmopolita ciudad de Río de Janeiro a través de la mirada de un taxista que busca reencontrarse con Mateus, su hijo, y recomponer la relación filial. Paulo (Fabricio Boliveira) es un hombre de mediana edad, separado de su esposa, y con un hijo pequeño privado de ver porque no puede pagarle la cuota alimentaria a su ex. Consigue un trabajo de taxista y lo hace a radiar, de noche porque la ciudad -en apariencia- es más tranquila, y así conseguir el dinero adeudado para retomar la relación con Mateus de 7 años. En sus recorridos nocturnos por Río de Janeiro la situación social del país atraviesa su historia personal. Eryk Rocha construye un retrato urgente sobre la situación actual del país brasileño, en esta coproducción argentina, a través de los ojos de un taxista. Lo hace desde su mirada y con un único punto de vista. Paulo, el personaje central es el encargado de conducirnos, como si fuéramos pasajeros de ese taxi, por las diferentes zonas de la ciudad a través de un tour antiturístico, con una cámara inquieta, planos cerrados y desencuadres buscados que demarcan la tensión que se vive tanto dentro del automóvil como fuera de él y crean una sensación claustrofóbica. Miragem apela a una puesta en escena realista que cuenta una historia de ficción enmarcada en un contexto documental. Lo que vemos en el taxi es ficción pero lo que sucede en el afuera es parte de la realidad, de la situación que atraviesa una ciudad gobernada por una violencia latente, aunque muchas veces ésta aparezca fuera del campo visual del espectador. Ficción y documental se entrelazan derribando cualquier tipo de fronteras dentro de una ciudad contradictoria en la que conviven el caos y la belleza. Algo similar a lo que atraviesa Paulo, un antihéroe atípico, tan apático como querible, al que vemos en pantalla durante casi 90 minutos sin que se le asome una leve sonrisa.
Los hipócritas La historia de El Maestro (2020), dirigida a cuatro manos por Julián Dabien y Cristina Tamagnini, también autora del guion, es tan simple como compleja, simple por cómo se cuenta y compleja por lo que cuenta. Natalio (otro gran trabajo de Diego Velázquez) es un maestro de escuela en un pueblo cualquiera del noroeste argentino. Vive con su madre enferma y posesiva mientras su rutinaria vida transcurre entre el dictado de clases en una escuela primaria, la preparación de una obra de teatro para una velada escolar y la ayuda particular que le brinda a Miguel (Valentín Mayor Borzone), un chico conflictuado, hijo de la mujer que colabora con las tareas de su casa. Sus días transitan inexorablemente sin ninguna alteración hasta que una noche llega Juani (Ezequiel Tronconi), un amigo que necesita ayuda y que se instala primero en su casa y luego en una vivienda que Natalio le alquila. A medida que los días avanzan los rumores sobre la sexualidad de Natalio comienzan a tomar más fuerza y la tranquila vida de del maestro se convierte en un calvario. Ambientada durante la década del 90 cuando la Ley de Matrimonio Igualitario ni siquiera era un sueño y en una región del país donde el poder eclesiástico es más influyente que cualquier otro, que aunque de manera directa nunca aparece en la película pero si están implícito en algunos detalles que hacen al accionar de los personajes, la historia sobre la que se basa El Maestro está inspirada en Eric Sattler, docente de la guionista y gran impulsor del arte en Ucacha, un pueblo situado en el centro sur de la provincia de Córdoba, en el departamento Juárez Celman, donde ella creció, quien terminó siendo víctima de los prejuicios sociales. El binomio de directores aborda la historia desde la simpleza, sin grandes pretensiones, sino más bien focalizando sobre los comportamientos de las personas y la doble moral. La sospecha de que Natalio es gay existe pero es solo eso y a nadie le molesta, el problema aparece cuando esta se convierte en una realidad, es explicita y se produce la tensión. Ser gay para ese pueblo (y muchos otros pueblos, ciudades, personajes anónimos o públicos) es sinónimo de pedofilia, aunque paradójicamente mucho de ellos ejerzan violencia, misoginia y discriminación con naturalidad y sin ningún reparo moral ni condena social. El Maestro es una película de personajes, donde la descripción física y psicológica que se hace de cada uno de ellos evita caer en estereotipos, jugando con la ambigüedad, y apelando más de una vez al fuera de campo para que sea el espectador quien saque sus propias conclusiones.