Dame fuego La clave de la saga de Los juegos del hambre siempre ha sido la misma: convertir la tragedia en espectáculo. Esto funciona tanto en la interioridad de la trama, como en la estrategia de marketing que nos vende el film. En este nuevo capítulo - el penúltimo de la saga – el director despliega ante nuestros ojos la máxima expresión de esta frase. Los juegos del hambre: Sinsajo (Mockinjay, 2014) nos ofrece un mensaje sugestivo, aunque tibio, acerca de la realidad mediática en tiempos de guerra. Sinsajo retoma los momentos inmediatamente siguientes al final de su predecesora Los juegos del hambre: En llamas (Catching Fire, 2013): vemos los inicios de la vida de Katniss Everdeen (Jennifer Lawrence) en el misterioso Distrito 13, una estación subterránea que aloja a la población rebelde y anti-capitolio de Panem. Desde allí, los líderes del distrito – entre los cuales se encuentra la presidente Coin (Julianne Moore) y su asesor Plutarch Heavensbee (un sutil Philip Seymour Hoffman) – intentarán terminar de convertir a Katniss en un ícono revolucionario capaz de arengar a las masas de los distritos restantes a enfrentarse al totalitario presidente Snow (Donald Sutherland y sus cejas perturbadoras). La película se ensalza en la construcción de la propaganda mediática, tanto de un lado como del otro, y lo que significa ser un líder en tiempos de guerra. Mientras que Peeta (Josh Hutcherson), secuestrado por el capitolio, hará de estrella televisiva en programas al estilo talk show implorando por el cese de fuego, Katniss será enviada a zonas beligerantes a hacer videos de propaganda (propos) con el propósito de encender la llama de la revolución. Como es de imaginarse, los momentos cómicos son contados, y el tono general del film en su mayoría es oscuro, lento y claustrofóbico. Si hay algo que reprocharle a la película es que podría ser mucho más; tiene en sí un germen provocativo, desafiante y muy contemporáneo con la realidad de este mundo y los conflictos geopolíticos actuales, y sin embargo se queda a medio camino. Es como si el film no confiara en la inteligencia del espectador, y explicita o aliviana escenas en pos de que todo sea “digerible” para el público. Este problema estructural del film (y por qué no, del libro) seguramente reside en el target publicitario, en la venta del producto como si fuera exclusivamente “para adolescentes”. La realidad es que la premisa de Los juegos del hambre dista años luz de, por ejemplo, sagas como Crepúsculo (Twilight, 2008), pero la maquinaria hollywoodense la promociona para el mismo público. Y es justamente el prefijar una audiencia lo que traba a la trama. Al final, nos quedamos con una historia que – por decirlo en términos simples - se la podría “jugar” más, comprometerse más aun con la distopía catastrófica que nos presenta, adentrarse más en los juegos políticos perversos, en la propaganda viral y la revolución estilizada moderna. Porque lo mejor de Los juegos del hambre: Sinsajo es su relación de intertextualidad con la realidad, los nervios que toca en el espectador al ver esos propos infames, el reconocimiento que genera incomodidad; no queda claro si la película es 100% autoconsciente de este hecho. De la actuación también se puede pedir lo mismo, que vaya un poco más allá: Jennifer Lawrence, por ejemplo, mantiene como siempre un buen nivel, retratando a una Katniss furiosa y quebrada, aunque es seguro que podría seguir explorando hasta encontrar una versión más cruda y desquiciada de esta líder involuntaria con síndrome de estrés postraumático. Sí es digno de mencionar - además de los siempre interesantes Stanley Tucci y Elizabeth Banks - el trabajo de Josh Hutcherson, quien parece empezar a destacarse en este rol por primera vez. De todas formas, no cabe duda que la trifecta de Peter Craig, Danny Strong (guionistas) y Francis Lawrence (en la dirección) elevaron la saga de Suzanne Collins a otra dimensión, impregnando esta última entrega con un tono mucho más oscuro que el que de la primera película y - lisa y llanamente - tomándose más en serio la historia. Hacen bien.
Acerca del vacío El film israelí La esposa prometida (Lemale et ha'halal, 2012) de Rama Burshtein explora la noción de dos vacíos. Uno es indagado con plena consciencia, y trata sobre la falta de una representación auténtica de la comunidad haredí en el séptimo arte. Este vacío Burshtein lo colma de manera excepcional, haciéndonos parte de su universo y aportando una mirada genuina sobre su propia colectividad. Hacia el final, sin embargo, surge otro vacío: agazapado en su discurso, Burshtein nos propone casi sin querer la conversación sobre la relevancia del deseo de la mujer en las comunidades ortodoxas, a menudo relegado en pos de la tradición. Shira (Hadas Yaron) es una joven de dieciocho años que espera ansiosa su matrimonio arreglado en la ciudad de Tel Aviv. Ella es parte de una familia de la comunidad haredí, en la que tanto sus padres como su hermana disfrutan de uniones amorosas exitosas y pacíficas. Sin embargo, el día de la festividad de Purim, sucede una tragedia familiar: la hermana de Shira, Esther (Renana Raz) sufre una descompensación y fallece repentinamente al dar a luz a su hijo Mordechai. Luego de esta desdicha, la vida de Shira y su familia cambiará rotundamente, y se abrirá el interrogante acerca del futuro del bebé y del viudo, Yochay (Yiftach Klein). Desesperada ante la perspectiva de perder a su yerno y a su nieto, y sin consultarlo previamente con su hija, Rivka (Irit Sheleg) propone al viudo la opción de que éste despose a Shira para preservar la alianza familiar. El nudo dramático se da cuando un atormentado Yochay y una sorprendida Shira deben decidir si esta unión es la mejor idea. La decisión parece residir en la voluntad de Shira, aunque a medida que el film avanza las presiones familiares aumentan y sus opciones disminuyen, dejándola confundida y atrapada en un conflicto de lealtades entre la razón y el corazón. Cabe aclarar para empezar a discutir esta obra que este es el primer largometraje de Rama Burshtein para un público secular. La directora maneja una perfección técnica y visual que asombra tratándose de un debut; esto en sí ya es un esfuerzo loable. Antes, Burshtein se había dedicado por más de una década a realizar películas para las mujeres de las comunidades ultra Ortodoxas de Israel. Por tanto, el desafío de esta película viene desde su realización misma, contando por ejemplo con protagonistas seculares (Yaron, Klein, etc.). Esta elección no es menor, más todavía si pensamos en los problemas sobre la recepción del público que surgen cuando directores religiosos eligen celebrar sus comunidades. Es verdad que Burshtein pide un compromiso de parte del público: su mensaje acerca de la institución del matrimonio y las prioridades clericales por sobre todo en la vida es inequívoco. Pero si podemos aceptar este pacto (incluso si no acordamos con él), entramos de lleno en una historia que realmente vale la pena experimentar. La principal fortaleza de esta película es sin duda la mirada de una directora que - más allá de nacionalidades o religiones - es mujer y artista, y entiende sobre personajes femeninos presentes y bien construidos. Las mujeres de Burshtein tienen roles predestinados, sí, y a veces no saben qué quieren exactamente, pero son activas, pensantes, determinadas. No es casual que la influencia número uno de la directora sean las heroínas las novelas de Jane Austen. De todas formas, si bien Shira es una mujer con confianza, es innegable que sus opciones son limitadas. Dadas las presiones familiares, culturales y de la comunidad, su voluntad personal corre riesgo de ser atropellada. Y es justamente ese espacio dramático el que el film inaugura. Shira debe decidir qué vacío, qué futuro elegir: si suplir el rol de esposa devota y madre, o elegir un matrimonio propio, entre pares. La religión le pide que elija con su corazón, su familia le pide que elija con la razón. Y en el medio de este conflicto queda una niña casi mujer, que debe enfrentarse a un brusco despertar sobre el deseo. En este respecto, hay que destacar la representación que Yaron hace (y que le valió el reconocimiento de mejor actriz en el Festival de Venecia en 2012), logrando un trabajo excepcional retratando a Shira en todos sus variados humores y situaciones, y atravesando un dramático y vertiginoso arco de personaje. El espectador secular puede pensar hacia el final del film - conociendo las inclinaciones de la directora - que hay algo en su discurso que se le escapa, un mensaje entre las líneas bastante fuerte y contradictorio, y ese es el del libre albedrio de la mujer y su deseo. Es inevitable ver en ese último encuadre de Shira -literalmente arrinconada por la tradición - un individuo en conflicto con su deseo. Es evidente que la Shira que mira al matrimonio y al amor con ojos de niña desde ese pasillo del supermercado desaparece a través del film. Pero la nueva Shira más adulta aún no se ve como un individuo sexual, no tiene un deseo desarrollado, y se ve forzada a lidiar con algo que aún no entiende. Shira está arrinconada, y si bien elige, lo hace casi a ciegas, esperando lo mejor. Más allá de toda interpretación, el conflicto de La esposa prometida propone muchos interrogantes y despierta el interés inmediato. Queda en el ojo del espectador llenar ese vacío, y eso ya la hace una obra digna de elogiar.
De lo que siembras cosechas Con guión de Maria Meira y dirección de Rodolfo Durán, El karma de Carmen (2014) nos presenta una historia acerca del universo femenino, y sobre las nuevas formas del amor, la soledad y la amistad después de los treinta. La película se centra en la vida de Carmen (Malena Solda), una mujer de 36 años que se ve acechada por el futuro. Carmen ama el helado, nadar, su carrera y su trabajo; tiene un bello departamento, amigos y familia… y sin embargo, algo le falta, y eso la incomoda. Situada en el característico calor agobiante de las fiestas navideñas, vemos vagar a Carmen de lado a lado, con un fastidio palpable que con cada interacción se acrecienta más: Por un lado está su mejor amiga y contracara (Laura Azcurra) que la quiere pero la abandona constantemente en pos de buscar su propio camino con una relación equivocada. Por el otro está su familia, quienes la sostienen pero también la hostigan sobre su situación sentimental. Sin embargo, todo cambia en su mundo en el lapso de una semana. Primero, su hermano (Gustavo Pardi) le presenta a Javier (Sergio Surraco), un hombre recién separado, atractivo y que desafía casi sin quererlo todas los preconceptos de Carmen. Luego, Carmen gana un viaje para dos personas a Mar del Plata, y es la gota que rebalsa el vaso. Ese viaje la persigue: por más que intenta, no puede compartirlo, ni venderlo, ni ignorarlo. Es la clara representación de su problema, de su karma, y terminará siendo también el catalizador para que esta mujer decida hacer un cambio significativo en su vida. Más allá de los resultados, la premisa de El karma de Carmen es interesante. Nos propone, en primer plano, el punto de vista de una protagonista atípica, difícil y enmarañada, con la que se puede empatizar hasta cierto punto; porque Carmen es consciente de sus decisiones y las consecuencias que estas le traen, nos cuesta sentir pena por ella. En segundo lugar, el guión se juega a contar una historia romántica moderna, donde la pareja y la seducción no son el foco principal. Es más, Javier y Carmen son un dúo muy extraño: están uno más perdido que el otro cuando de amor se trata, y por eso ellos se tropiezan, se pelean y se atraen al mismo tiempo. Y si bien su dinámica es interesante, queda en un segundo plano. En palabras del director: “Lo que me sedujo del guión escrito por Maria Meira es la construcción de una comedia romántica que se desarrolla a partir de un solo personaje. Si bien hay romance, encuentros y desencuentros con el personaje de Javier, esta no es una comedia romántica de dos; la historia sigue, analiza y profundiza en Carmen y su particular forma de enfrentar el mundo.” El desarrollo del film puede verse un poco truncado hacia el final, más que nada por algunas escenas repetitivas, o algún diálogo o lugar común, pero con ayuda de las actuaciones, se pedalea hacia un buen balance. En este respecto cabe destacar las actuaciones secundarias, como por ejemplo la excelente participación de Oski Guzmán como Julián, el peculiar exnovio enfermero de Carmen. El esfuerzo más lindo e innovador de esta historia es intentar situar al espectador en la mirada de un personaje en sus treinta y tantos, y lo que esta edad conlleva para una mujer en la sociedad. La presión, por ejemplo, de tenerlo todo: una carrera exitosa, independencia económica, una pareja estable y también una familia. En eso, Meira y Durán se destacan, y generan interrogantes que vale la pena preguntarse: ¿Qué se busca en una pareja? ¿Qué determina el éxito en una vida? ¿Hay que vivir según las expectativas que se nos exigen? Y, finalmente, ¿Se necesita todo para ser feliz?
Los niños perdidos El fenómeno de la literatura para jóvenes adultos, y su eventual transposición a tanques hollywoodenses, es un proceso popular que ya tiene varios años y exponentes en su haber. Dentro de este movimiento, el género de ciencia ficción, y más específicamente el de la ficción distópica parece ser el favorito. Basada en el best seller de James Dashner, Maze Runner: Correr o Morir (Maze Runner, 2014) intenta presentarnos un futuro calamitoso, en el que la civilización se encuentra subyugada al desafío de la supervivencia en su estado más puro. Vale la pena aclarar que la palabra clave es “intenta”. Arrojados a una primera escena dinámica y oscura, conocemos a Thomas (Dylan O'Brien), un adolescente que llega de buenas a primeras a un espacio natural alternativo llamado “The Glade” sin recuerdo alguno más que su nombre. Allí, Thomas es recibido por una mini sociedad de jóvenes igualmente amnésicos, que lo adoptarán e instruirán en el arte de sobrevivir a un ambiente hostil: La tribu se encuentra rodeada por cuatro paredes que dan lugar a un inmenso y letal laberinto. Atrapados sin salida, los muchachos han formado a lo largo de los años sus propias reglas, oficios y hasta celebraciones. Cada mes reciben un nuevo miembro, y la convivencia es pacífica/cuasi idílica. En The Glade, sin embargo, el único pecado es la curiosidad: está terminantemente prohibido pasar la noche en el laberinto. Como es de suponerse, el personaje de Thomas viene a romper ese orden, y se desarrolla a través del film como un líder carismático que empuja a los otros hacia lo desconocido. Como contracara, el laberinto responde a sus transgresiones, avivando así una creciente puja de poder entre los chicos. Las cosas se complican aún más con la llegada de Teresa, la única y misteriosa integrante femenina. Con la ayuda de un “corredor”, Thomas termina guiando a sus compañeros hacia la verdad y, en definitiva, hacia el escape de esa prisión. Si bien el desarrollo de personajes es más bien superficial y las interacciones resultan endebles, hay que reconocerle un mérito al autor y a los guionistas: Alejándose de sus predecesoras - por ejemplo Los juegos del hambre (The Hunger Games, 2012) y El dador de recuerdos (The Giver, 2014) - Maze Runner: Correr o Morir evita el lugar común del romance joven y del triángulo amoroso, y esto se agradece infinitamente. Con la exuberante cantidad de best sellers YA (Young adult – jóvenes adultos) que existen hoy día, es refrescante ver una trama que se destaque con tópicos más ricos en un mar de hormonas revolucionadas. Sobre todo porque es claro que la narrativa no necesita esta muleta, y más allá de sus desaciertos es una historia atrapante que no deja espacios a rellenar. El film también cautiva en sus momentos de acción, y es llevadero en su mayoría gracias a dos pilares que lo sostienen: la hermandad y la curiosidad como un fuerte rasgo humano. Ambos temas son sin duda referencias al género de la utopía negativa o distopía, ese futuro imperfecto e inhumano, donde la vida queda rehén de la evolución científica y tecnológica. De hecho, el film tiene varios guiños a El señor de las moscas (Lord of The Flies, 1963), mientras que combina una pizca de Lost con un dejo de Alien, el octavo pasajero (Alien, 1979). El plato final es controvertible, pero al menos hace un intento de auto-superación. Y es que las falencias de la película vienen, no muy sorprendentemente, del texto base: El secreto alrededor del cual se despliega la trama termina siendo vago, inestable y confuso. Resulta paradójico que las respuestas que se vienen anticipando desde el principio y que tanta expectativa causan, sean lo que derriba la calidad del film. Esto provoca que personajes como el de Ava Paige (Patricia Clarkson) y las escena finales caigan chatas a la hora de la verdad. De todas formas, Maze Runner: Correr o Morir es una agradable sorpresa dentro de su subgénero: Tiene escenas dramáticas logradas, y un reparto de jóvenes actores que logran estar a la altura de lo que el film les pide. Cabe aclarar también que este es el primer largometraje para su director, Wes Ball, y es un muy buen debut: La escasez de recursos tecnológicos y la sensación artesanal de la estética del film dan cuenta de un director al cual conviene seguirle los pasos en sus próximos proyectos. En definitiva, Ball hace lo que puede con un material más bien débil, y nos deja un blockbuster entretenido, que sienta un buen precedente y un poco de expectativa por el prospecto de la inevitable secuela.