Los ecos de un fantasma que respira El guión de este film se espeja en la película de Ernst Lubitsch y retoma un blanco y negro bello, de angustia. No puede soslayarse la raigambre fílmica del más reciente título de François Ozon, ya que entre Broken Lullaby (1932), de Ernst Lubtisch, y Frantz se establece un díptico, una relación que juega a la manera de una balanza, en donde las miradas partícipes ofrecen un parecer estético que dialoga: sobre un siglo viejo, pasado; sobre un siglo joven, naciente. Situada en el período de entreguerras, con Broken Lullaby el cineasta alemán imprimía a su relato el temor palpable de una contienda mayor, a partir de un soldado francés sumido en la angustia de haber ‑dice él‑ asesinado a un soldado alemán. No es así ‑"tranquiliza" en vano el sacerdote‑, no has asesinado; y subraya: es mejor olvidar. Es contra ese olvido, contra esa muerte, que Lubitsch filma desde Hollywood esta película excepcional. Ozon retoma aquel guión, lo recrea y busca una deriva propia. La anécdota principal está allí: la redención personal y social, sin fronteras. Lo de Ozon es magnífico, por varias cuestiones. Al postular su admiración por el autor alemán, con ese solo gesto, adscribe a una moral compartida, a un cine "desnacionalizado". En este diálogo de coincidencia humanista, el francés encuentra el acento distintivo en su personaje femenino. A diferencia de Lubitsch, aquí la historia se sostiene y detiene en Anna (Paula Beer), la prometida ahora huérfana de Frantz, su amor. Es él, por otra parte, quien oscila durante el film entero como una presencia evanescente, en tanto joven brioso, vuelto soldado a la fuerza, obligado por la sociedad y su padre a ser, finalmente, muerto. Detallar las características del joven Frantz, de su amor por la música y sus deseos de vida, equivale al retrato del mismo Adrien (Pierre Niney), el soldado francés; al menos, del Adrien de un tiempo pretérito, previo a los tiempos de guerra. Ahora, el francés, sobreviviente de las trincheras, ha elegido cargar con el recuerdo del horror. Y para esa pena no hay descanso. Es por eso que debe reencontrar a Frantz: hablar de él, es hacerlo consigo mismo; a la vez, escuchar a Adrien, provoca en los padres de Frantz el encantamiento de la presencia perdida. El ligamen entre los jóvenes se revela profundo, y aun cuando Ozon puede dar lugar a cierto almibaramientohomoerótico ‑de hecho lo hace‑, lo cierto es que allí cuando sus cuerpos se toquen, lo hacen desde una mímesis existencial, en tanto coincidencia metafísica: es una escena magistral, que hay que ver. Es esta sintonía de vida, desde ya, la que encrespa a los adultos, en tanto fuerza capaz de provocar un cambio que será ‑allí la Segunda Guerra como corolario‑ debidamente aplastado. Anna, en tanto, es quien bascula entre uno y otro, entre el recuerdo y el porvenir. Es ella quien decidirá su hacer, miméticamente, tras los pasos de Adrien: si él hubo de cruzar la frontera para tocar suelo alemán, ella lo hacede modo inverso. En tanto quiebre simétrico, Frantz, el film, conoce un devenir que resuena similar, en tanto reitera situaciones que no son excluyentes del lado del espejo que se elija. Algo que Lubitschya planteaba, en una escena que Ozon retoma: si los alemanes celebran con cerveza, los franceses lo hacen con vino; en síntesis, los hijos muertos de unos y otros son el saldo de la victoria. De esta manera, allí cuando los ánimos alemanes troquen en miradas de un brillo peligroso, que Adrien sufre en su piel; Anna sentirá otro tanto cuando en suelo francés escuche cantar La Marsellesa y la "sangre impura" de sus versos surja como una letanía de horror que está lejos de desaparecer o conocer geografía exclusiva. Ese momento, extraordinario, dialoga y contrasta con otro, de cariz diferente, ya clásico y contenido en la película Casablanca. En otro sentido, también puede pensarse Frantz como un lento discurrir a partir de la pintura El suicidio, de Édouard Manet. La presencia de esa obra está escrita en las palabras de Adrien, cuando recuerda o fabula, en las paredes del Louvre y en el descubrimiento que de ella hace Anna. Es sobre el momento final cuando la película encuentra su momento esencial, durante la observación que de la pintura hace Anna, cuando su mirada reposa en el cuadro, que ahora completa la pantalla. Quizás ese momento de tiempo inasible sea el lugar mayor, en tanto descubrimiento revelador de su protagonista, que elige dejar de ser tironeada por una sociedad patriarcal. El film de Ozon, como se ha dicho, mira al siglo nuevo.
Cuando las preguntas permanecen La película de la realizadora francesa indaga en su personaje y toca un lugar metafísico. La relación entre filosofía y cine conoce aquí uno de sus mejores ejemplos. Sin moralizar o estigmatizar, tematiza una problemática social. De manera armónica, como comprensión tal vez feliz para su protagonista, El porvenir comulga inicio con desenlace. Su comienzo, de hecho, alude al después común e inevitable (con la tumba de François‑René de Chateaubriand como efigie, donde inscribir el mismo título del film) y sobre sus últimas imágenes será el vaivén en brazos de un recién nacido la acción a privilegiar, relacionada desde el plano secuencia con el grupo humano, familiar. Ese plano, en tanto movimiento sin cortes, necesariamente hace copartícipes a quienes allí dejan verse, a través de una mirada ética, gregaria, que es plácida, hermosa, de responsabilidades, alegría y dolor, compartidos. El film de Mia Hansen‑Løve parece encarnar la máxima socrática, aquella que señala a la filosofía como una preparación para la muerte. Y lo logra desde un proceder dialéctico, que confronta lo vivido con los deseos alguna vez sentidos. Quien encarna este proceso, piedra angular sin la cual nada sería posible -tal es su importancia-, es Isabelle Huppert. Nathalie sólo puede ser ella, una gran actriz, capaz de soportar y traslucir -casi veladamente, siempre grácilmente- el viaje complejo en el que se interna. Nathalie es profesora de filosofía, detesta la intromisión de la política en sus clases, está por enfrentar una separación, dirige una colección de libros de venta decaída (la Escuela de Frankfurt ya no vende como antes), corre tras los continuos ataques de pánico de su madre, y la jubilación le espera en corto tiempo. La transición entre sus actividades la muestran en movimiento, sin respiro, tal vez acosada por un acaecer del cual ya no puede tomar distancia. Sin embargo, allí están las clases que dicta, el vínculo con sus estudiantes, los libros que descansan en su biblioteca. La presencia de libros, justamente, es determinante. Acompañan el film, visten a los personajes, que los toman, paginan, marcan, reordenan, prestan, roban. El espacio vacío de los estantes delatará la ruptura de pareja, así como el reclamo por algunos de ellos. La relación con éstos adquiere matices que van desde la praxis política y pedagógica al fetichismo. En este sentido, puede encontrarse una puesta en escena similar a la de esa otra gran película que es La academia de las musas, de José Luis Guerín, en un diálogo cinéfilo que permite, al menos, dos posibilidades más. El film parece encarnar la máxima socrática que señala a la filosofía como una preparación para la muerte. Cuando Nathalie va al cine, lo hace para ver Copia certificada, de Abbas Kiarostami: por un lado, homenaje al gran cineasta, recientemente fallecido; por el otro, eco puesto en el plano que delinea a Juliette Binoche, que dispara también la asociación con su protagónico en Bleu, del polaco Krzysztof Kieslowski, donde la "libertad" aludida por el color tenía su motivación en una pérdida dolorosa. Es esta misma explicación la que oportunamente dará Nathalie, mientras le acompaña uno de sus estudiantes favoritos, otrora protegido, ahora emancipado y volcado en una experiencia anarquista. Cuando éste dialogue con su grupo sobre la problemática de la autoría -ese nombre que a veces es el título mismo de un libro- para un nuevo proyecto editorial, Nathalie prefiere la tarea doméstica, levanta los platos de la mesa y se dirige a la cocina. Es un comentario visual irónico, brillante, que contradice a Nathalie y la sitúa en un camino de confrontación interna, que no demorará en tener estelas de choque: ella, después de todo, supo ser comunista, tener planteos radicalizados. La asunción del placer burgués no es tema menor, tal vez difícil de evitar. Pero no es la intención del film moralizar o estigmatizar, sino antes bien tematizar una problemática social y, de manera más profunda, metafísica. Nathalie es a partir de quienes le rodean y la mirada de la realizadora apela, evidentemente, al ciclo vivido y por vivir. La "copia certificada" de Kiarostami tiene acá su réplica, entre personas parecidas y distintas: el estudiante díscolo y brillante pero de futuro incierto, las varias madres sucesivas, y la nueva vida que llena de brío el desenlace. Por eso, nada más desconcertante que la alegría con llanto que profesa la madre ante el recién nacido. ¿Qué es lo que allí se cifra?
El dolor como forma del sentimiento En Maracaibo la venganza asoma como reacción insospechada y oculta de un diagrama social complejo, en donde nadie es inocente. ¿Cuándo termina una venganza?, se pregunta la película de Miguel Angel Rocca (Arizona sur, La mala verdad), y al hacerlo se inscribe en una relación traumática, en donde el cine conoce ejemplos varios. Entre ellos, uno magistral; se trata de Los sobornados, del cineasta alemán Fritz Lang. Rodado en 1953, durante el apogeo macarthista, el film postula en el policía que interpreta Glenn Ford un viaje espejado, en abismo. Con su esposa asesinada, la familia desmembrada y el descubrimiento de la corrupción policial, el ánimo de Ford vira y se sumerge en un pantano de rencor. Pero allí cuando podría, tras largas búsquedas, gatillar al asesino, prefiere no hacerlo. Con ese detalle, Lang no sólo desoye el mandato original del guión ‑que decía lo contrario‑ sino que responde a una altura moral y estética que han hecho de él uno de los grandes artistas del medio. Hay un paralelo posible con Maracaibo, a partir del descenso en el que sumerge a su protagonista. Pero antes hay una alerta que el film establece como prólogo: durante una cacería, padre e hijo pasan entre sí la responsabilidad del disparo. Hacer fuego sobre el animal no parece fácil. Luego, durante el viaje en automóvil, el hijo pregunta: "¿Por qué disparaste?" Es un segundo de confusión, pero provoca que la esposa, que parecía dormida, abra sus ojos. Maracaibo encierra tras el título y la música inicial determinado desconcierto, ya que nada parecería más ajeno al ánimo de angustia que prevalecerá. Efectivamente, los padres habrán de ver cómo su hijo es baleado delante de ellos. A partir de allí, el mundo tal como se conocía se resquebraja, se divide. Quien corporiza esta procesión es Gustavo, el cirujano que interpreta, de manera contenida y admirable, Jorge Marrale. Dado a una profesión que le ha significado respeto, admiración, un ascenso inminente y dinero, es este castillo de naipes el que se desmorona lentamente. Como sucedía en la película de Fritz Lang, el interior de la casa familiar, lumínica, pasará en el caso del film de Rocca, a estar habitado por sombras, por ausencias. De esta manera, Gustavo se hunde y recorre un camino quebradizo, que lo llevará a distanciarse de su mujer (Mercedes Morán) así como a visitar frecuentemente la cárcel donde mora el asesino, un chico de la misma edad que su hijo. Paulatinamente, Maracaibo traza un paralelo, un reflejo distorsionado, que será contrapunto lumínico y escenográfico. Los ambientes por los que elige adentrarse el cirujano ya no vestirán el blanco impoluto de su quirófano. Un enrarecimiento gradual permeará sus reacciones, proclives ahora a la reacción violenta, mientras porta consigo el arma homicida, que decidió no declarar a la policía. Puede decirse que el planteo estético de Maracaibo es dual, de contraste, pero nunca maniqueo. Hay una ambigüedad que tiñe lo que brilla y agrega luz al ánimo más sombrío. De esta manera, el accionar de Gustavo responderá a los condicionantes materiales, a un modo de vida que le predetermina. Cuando pueda descubrir esto, el personaje lo hará también consigo mismo. Ahora bien, la manera desde la cual el film de Rocca lo logra es al articular un contrapunto constante, que descubre la necesaria complejidad de lo visto en aquello que anida escondido; por ejemplo, cada vez que ingresan a su casa, Gustavo y Cristina miran sobre sus hombros; tal vez, lo que habrá de suceder no sea más ni menos que la consecuencia de sus propios miedos, inherentes por constitutivos de su ser social. Maracaibo es, también, varias posibilidades, como la relación entre un padre y su hijo (Gustavo, vale señalar, no es el único padre de este film), la pareja, la edad tardía, los premios y ascensos decorosos, la desolación y los gustos sin matices de un helado de fórmula. Todos detalles que guardan su acento en este camino en declive al que hay que animarse para saber luego cómo asomar. Es por eso que, de modo reiterado, Maracaibo prefiere el silencio como compañía, elección estética que se sabe contundente y devuelve al cine su calidad íntima: así es cómo mejor resuenan las piñas entre Marrale y Luis Machin, encargado aquí de encarnar a ese "otro" padre, tan parecido y cercano al que dice ‑o creía ser‑ el propio Gustavo.
No decir lo que no conviene Lo único que podría valer lo suyo, como gajo huérfano, es el prólogo: un hombre de mediana edad persigue con un rifle sus seres queridos. Se mete en su casa de manera violenta, grita y les descerraja unos cuantos disparos en medio de una tarde limpia. "¿A quién más le han dicho el nombre?", vocifera. No casualmente, el registro cotidiano, casi abúlico de los suburbios donde esto sucede, tendrá conexión con hechos cercanos, peores. Avanzado el argumento, el protagonista del film hará alusión a una presunta balacera colegial, que utiliza como ardid ante las preguntas de la detective policial: "Si usted hubiese visto algo semejante, ¿se lo contaría a sus hijos?", le dice. Más adelante, ella sabrá hacer mención explícita de la tragedia de Columbine. Pero las referencias culminan donde comienzan, ya que el peso dramático se desbarajusta a partir de una fórmula preconcebida, que a estas alturas ya es ruin. Esto es: un grupo de tres adolescentes alquila un caserón donde vivir. El precio accesible guarda secretos; entre ellos, una mesita con monedas y papeles escritos de manera obsesiva, espiralada: "No decir, no recordar su nombre". La razón de ese no‑decir tendrá correlación formal con el inicio y alumbrará una especie de personaje innombrable -‑The Bye Bye Man-‑ que lejos está de poseer, por lo menos, alguna caricia lovecraftiana. Hay algunas premisas que están bien, que Nunca digas su nombre podría haber hecho disparar hacia lugares oscuros, pero resultan simples adornos de un film que ni siquiera se preocupa por explicar el porqué de ciertos elementos, como lo significan las monedas antiguas y la aparición de un perro infernal. En cuanto al trío en cuestión, los celos y deseos están repartidos ‑-dos hombres y una mujer-‑, las ganas por la pareja ajena o quien está solo se notan -‑desde todas las variantes sexuales‑- pero nunca a la manera de un ojo de cerradura por donde espiar; al revés, tales "visiones" se explican en la presencia del fantasma que altera las percepciones mientras se escuda en eso que todos saben pero nadie quiere nombrar: si bien ajeno al ánimo de la película, se entiende que algo así es materia cinematográfica pura, ya que el deseo no puede nombrarse. El no‑decir tiene sus referentes y hay varios ejemplos, desde la repetición ante el espejo de la palabra maldita "Candyman" a la corporeización casi‑sobrenatural que amenaza a James Stewart en La ventana indiscreta. Se aludía a Lovecraft por la invocación literaria de lo no‑humano, capaz de atisbar un pozo primordial del que seguramente no ha salido este Bye Bye Man. Como corresponde a film semejante, las pistas últimas resuelven el asunto y abren el abanico para la prosecución de alguna secuela. En ella, quizás, vuelva a estar Faye Dunaway, quien asoma por aquí su cadencia de otrora.
Un abismo donde puedan caber todos Desde una claridad formal que le distingue como un enorme cineasta, el film de Caetano se sumerge en una corrupción moral que toca a todos. Sbaraglia y Hendler ofrecen con sus personajes un contrapunto que es necesidad recíproca. Si la figura del hermano es pasible de considerarse una réplica no exacta, suerte de doble con quien compartir sangre, historia y familia; la expresión "otro hermano" ya es más compleja, apela a un reflejo distorsionado, escondido y a la vista, capaz de trazar un ánimo quebradizo entre esas mismas palabras: sangre, historia, familia. Desde esta premisa, habrá que ir con cuidado cuando se arribe al pueblito chaqueño Lapachito, donde Duarte (Leonardo Sbaraglia) espera la llegada de Cetarti (Daniel Hendler). Resulta que la madre y hermano de éste fueron muertos de manera despiadada. Pero Cetarti apenas se conmueve, si es que lo hace. Antes bien, el vómito con el que acompaña el reconocimiento de los restos parece consecuencia de asco, sólo eso. Duarte le dice que hay un seguro por cobrar. Lo mira fijo, unos segundos, y agrega: ¿Tenés alguna discapacidad? ¿No? Qué lástima. Con ese ardid, explica, podrían cobrar más guita. La cara de Cetarti, en tanto, arroja dudas. Hendler está inexpresivo, cansino y transpirado; su personaje no ofrece pistas claras: ¿está en Lapachito por la tragedia?, ¿el dinero?, ¿qué es lo que ha hecho en Buenos Aires? Dice que lo echaron de su trabajo, de empleado público, porque no hacía nada donde no había nada que hacer. El Duarte de Sbaraglia, en tanto, fue parte del estado. Del terrorismo de estado. La impunidad en sus decires y acciones las disfraza con gestos entradores y verborragia. Los dientes le brillan amarillos bajo el bigote, cuando ríe. Se nota que es una rata. Mientras dialoga con Cetarti, lo que se esboza es un propósito para el que habrá que esperar su dilucidación. Porque los perros, así como la gente, se acostumbran con el tiempo a las pastillas, se repite en el film. Pastillas o droga o simples calmantes, tragar tanta basura parece provocar cierta inmunidad. Pero ojo, nada es lo que parece. El doblez de cada uno está a la espera y trazará relaciones con los otros. El otro hermano podría ser caracterizada como la puesta en escena de un estado somnoliento, de abulia que se inflama. Caetano inscribe El otro hermano en la línea del cine negro, en una relación fronteriza, de moralidad permeable, entre los personajes. Los motivos por los cuales hubo un asesinato no serán tan importantes como las esquirlas oscuras que éste arroja. Todos serán tocados de una u otra manera. Los cuerpos exhiben estas marcas, desde cicatrices a malformaciones y heridas recientes. La violencia está latente, agazapada. Se esconde tras una puerta falsa. El dinero, en tanto, es el móvil deseado, el aliciente que todo lo valida. Como se trata de un cineasta magistral, con conciencia de los recursos cinematográficos, Caetano es capaz de hacer una película que catalice -sin ser su voluntad profesa‑ una radiografía social. El film opera como una visión de rayos X, que atraviesa y desnuda lo que se esconde o disimula. Nadie es inocente de nada, tampoco ingenuo. Los resortes del drama hacen de Lapachito un micromundo de miseria a partir del cual trasladar una mirada crítica que sea extensiva. El crimen como lugar que desmantela la hipocresía social es el nudo del film de Caetano, y es ésta, y no otra cosa, la esencia del cine negro. Changas oportunas, avivadas y extorsiones, operan como el día a día. El dinero, ese bien preciado, descansa en el banco, con custodio policial. Para meterse allí, hay que ser criminal también. Es por eso que hay algo que no está bien, que se huele podrido porque está metido bien dentro del seno social. Duarte, Cetarti y los demás, no son más (ni menos) que sus expresiones anímicas y violentas, apenas la punta de un iceberg indecente. Si bien no faltarán los momentos álgidos, de decisiones brutales, El otro hermano podría ser caracterizada como la puesta en escena de un estado somnoliento, de abulia que lentamente se inflama. A veces, alguno de los personajes exhibe un costado más sensible, como destellos de una luz que pugna aún entre tanta podredumbre. El desenlace se desgrana en agresión y elige cifrar lo visto en un plano último que es, justamente, el de un reflejo trastornado, a través de un espejo, como devolución de una contracara que obliga, a su vez, a mirar del revés.
Hamburguesas sin condimentos Si no fuera por el magnetismo que despierta Michael Keaton, Hambre de poder podría ser abandonada en su primera media hora. La verborragia del actor está a tono con un montaje elíptico, apurado, de cara a un cincuentón que persigue la idea salvadora que le gane la pulseada al tiempo. Si se tiene en cuenta que el asunto en cuestión, ni más ni menos, apunta al establecimiento ‑-circa años '50‑- de la desconocida firma McDonald's como franquicia, el rictus se acentúa. Ni qué decir cuando se señala el descubrimiento de la "cómida rápida" como "revolucionario", en la línea del también "revolucionario" Henry Ford. Pero a no dejarse engañar, porque allí cuando podría especularse una publicidad de 120 minutos, lo cierto es bien distinto. De manera tenue, la película de John Lee Hancock (Un sueño posible, El sueño de Walt) despierta el costado agresivo de su personaje. Ray Kroc (Michael Keaton) es un vendedor a domicilio, con ideas extravagantes y sin suerte, como lo significa la batidora múltiple que se empecina en ofrecer. Hasta que repara admirado en el local de los hermanos Richard y Maurice Mc'Donalds, en California. A partir de allí, surge en él la convicción de que en el sistema de cocción rápida, "familiar e higiénica", de los hermanos, descansa la oportunidad ansiada. Entre contratos y diálogos atropellados, Kroc escala posiciones y socava paulatinamente lo que le rodea. El costo personal o afectivo no le importa, aspecto que refiere una paradoja inevitable con la retórica "familiar y americana" que promueven los "arcos dorados". Kroc está convencido -‑quién podría discutirlo-‑ de que esos "arcos" están a la altura simbólica de las banderas y cruces que habitan en todos los pueblos y ciudades estadounidenses. Vale contemplar que se trata de los años '50, con la delación e individualismo a flor de piel. Son tiempos de macartismo y cuando Kroc va al cine, lo hace para ver Nido de ratas, el film de Elia Kazan, a la sazón, colaboracionista del Comité de Actividades Antiamericanas. Su película, a tono con las demandas ideológicas de la época, criminaliza la organización de los trabajadores. Basta ver el "coaching" que idean los hermanos McDonald's y que Hambre de poder grafica, para vincular esa prédica: el trabajador deviene un engranaje eficiente, de sonrisa prefabricada, inmerso en una coreografía sin música y con movimientos vigilados. Es ésa la "gran idea" que Kroc se apropia y universaliza en forma de hamburguesas. Junto al secreto sonoro, dice, que guarda la pronunciación de la palabra "Mc'Donalds". Sin estridencias, la película de John Lee Hancock culmina con dignidad, como una radiografía social tal vez algo insegura, pero con el logro nada desdeñable de haber atisbado los condimentos verdaderos.
El invento literario llamado amor Un ensayo formal que confunde ficción y documental. La musa aparece como figura mítica, poética, casi real. Como si fuese un paréntesis en la vida de sus personajes, el film del catalán José Luis Guerín se adentra en un tramo decisivo que encuentra en la musa su figura central. La musa es temática de cátedra, nudo poético, recurso mítico, alusión literaria, referencia vital. En estas disquisiciones se atreve la prédica del profesor Raffaele Pinto, quien asume el personaje que realmente es: un actor que hace de sí mismo, o el personaje que se asume como actor, que habla de lo que sabe, para el auditorio y/o para la cámara. Dónde está el límite no es algo que importe, antes bien, mejor pensar en cómo esa separación no es tal, en cómo la literatura, la poesía, habitan en la vida cotidiana sin distinción. Pero esto es algo que trae aparejado consecuencias, como la relación que el profesor establece con sus alumnas y su esposa, en un equilibrio que fricciona necesariamente, por poner en cuestión ese mismo orden social del que forma parte. De esta manera, el aula universitaria no es (nunca) algo desgajado de su entorno, sino el ámbito donde se transgrede el devenir habitual, cuando el pensamiento cobra un protagonismo que despierta transformaciones. Vicisitudes, al fin y al cabo, que habrán de ser dolorosas o por lo menos nada fáciles. Puesto que los personajes se animan a vivir lo que las letras poéticas señalan, con Dante como referente, la crisis no tardará en suceder. Es tal asunción vivificante la que culmina por distinguir como crítica la situación que se vive. Un tembladeral en el que los personajes están inmersos, con el lenguaje como herramienta esencial. "Estamos presos en él, dice el profesor. El lenguaje es el que transforma la naturaleza y su decrepitud, es el recurso que transmuta a los cerdos en seres humanos: "Sin la poesía que nos salva seríamos muertos ambulantes", explica. Esto es lo que le dice a una de sus alumnas, desencantada con la devolución que su poesía tiene en la expresión del profesor. Ella no es, parece, la encarnación de la musa que él espera. Pero sí lo serán otras, de distintas maneras, atravesadas ‑él también‑ por la mixtura idiomática que suponen el español y el italiano. De diferentes maneras, a veces desde la sexualidad, el deseo, la amistad, o un abanico de posibilidades diversas. Algo que no es meramente lúdico o carente de daños. Estas musas pueden serlo algunas de sus alumnas, pero también ‑tal vez‑ su esposa. Porque, ¿hasta dónde puede sostenerse la vida poética? Más aún cuando la convivencia con el entorno no la admite fácilmente, cuando al amor sus propios protagonistas lo denuncian en tanto ardid poético y le reconocen como invención literaria; esto es, una fabulación dedicada a despertar la admiración femenina. En este punto, el profesor Pinto es tajante, y pide por la mujer que advierta tal cuestión, que traicione el lugar preestablecido y asuma, finalmente, el rol de la musa. Es así que escribe sonetos como declaraciones amorosas. ¿Pero es la literatura suficiente? ¿Puede vivirse con/sin ella? De la misma manera, ¿cuántas musas? ¿Sólo una? ¿Así como Beatriz con Dante? ¿Beatriz? ¿Qué Beatriz? Las preguntas asoman y cunden la duda allí donde tocan. El profesor tampoco es inmune a lo que despierta, y es en él donde también el desconcierto asoma. Entre tantos libros que le contienen, que él desordena y reordena como pulsiones que le carcomen, un pastor es capaz de enamorar a una de sus musas‑alumnas con el tañir de cencerros, a través de sonidos heredados de generaciones previas. Un sentir armónico que en nada se distingue de la vida usual, del trabajo, mientras ellos, tras lecturas y discusiones sin término, procuran aunque más no sea un atisbo de tamaña sabiduría. Ella, la musa seducida, dice estar subyugada por él, pero gracias a la literatura. ¿Dónde está el paso primero, verdadero? La palabra posee una fuerza extraordinaria ‑como la metáfora con la que el cartero de Neruda lograba enamorar en ese film querido. Pero también la imagen cinematográfica, y es esto lo que finalmente asoma en La academia de las musas: la construcción de un interrogante que no quiere respuestas, que superpone capas lumínicas y reflejos a los diálogos que retrata, a través de destellos y siluetas que dificultan lo visto, mientras privilegia el uso de encuadres cerrados, casi angustiantes, con los personajes sumidos en ellos mismos.
Deseo desatado y placeres sin culpas La película del holandés dispara dardos a la hipocresía, los medios y la religión, mientras prepara un cóctel explosivo. Con qué ductilidad filman los grandes maestros. Aparentan sencillez formal, se les nota sabiduría. Sucede con Sully, de Eastwood; con Silencio, de Scorsese; y con Elle, de Paul Verhoeven: tenía que (re)aparecer el holandés incombustible con sus 78 años para, entre otras cosas, dedicar una de las películas más burlonas a la prédica católica. Papa Francisco mediante. Pero esta es sólo una de las aristas del film, vinculada de manera esencial con la hipocresía, la psicopatía, el empresariado, los (des)afectos, el sexo, los hijo/as, los padres y las madres. La película de Verhoeven es impertinente, locuaz, divertida. No esconde prédicas ni se vanagloria de alguna mirada esclarecida, sino que dialoga con el costado social oscuro. Al hacerlo, toca a quien mira. Y lo logra, porque su puesta en escena no es de impostura. El cine de Verhoeven, se sabe, es perverso. Lograr esto es entender el medio, porque la perversión es inherente al cine, de manera tal que Verhoeven se inscribe en él a la par de otros maestros (perversos) como Hitchcock, Polanski, Buñuel, Cronenberg. En este sentido, no debiera ser curiosa la efigie de Robocop -uno de sus títulos célebres‑ vuelta stencil en murales, cuando se trata de ridiculizar la mano dura que propugnan cierta ciudadanía y ciertos funcionarios. De manera celebratoria, en Elle sucede la reunión que debía ser. Porque Verhoeven es a Isabelle Huppert, lo que ella a él. Bella y fría, capaz de atraer y repeler con la misma facilidad. No hay forma de imaginar Elle por fuera de Huppert. Por ejemplo: cuando suelta en la mesa del restaurante el comentario casual de "creer haber sido violada"; al pedir al empleado de su empresa que le muestre el pene, "de eso depende tu trabajo"; su excitación mientras espía la construcción de un pesebre en el jardín vecino. La Michèle de Huppert logra, a fuerza de desafueros calculadamente repartidos, desarticular el imaginario machista. Este accionar premeditado es el que ejecuta, paralelamente, el propio cineasta. A saber, la película inicia con la violación. El episodio será revisitado y vuelto a sufrir. O a gozar. Porque en determinado momento Michèle trastoca las piezas, logra volver del revés lo sucedido. "Así no es cómo funciona", se queja el partenaire. Y entonces Michèle elige seguir el juego, pero ya nada es lo que parecía. Por otra parte, en Elle hay un aire que remite, por momentos, a Bajos instintos. Pero en tanto eco estético del mismo cineasta, ya que Elle es una película más perturbadora, cínica, dedicada a retorcerse en todos sus personajes desde un intrincado juego de semejanzas. Entre ellos hay acción y reacción, con el acto de violación como resorte dramático. El ardid claro que funciona, el espectador no puede despegar de su retina lo visto, para luego ser disuelto en tantos pliegues como sean necesarios. Esa ramificación es el contexto social de Michèle, son sus amigos y parejas, su madre llena de bótox y su hijo algo tonto, desesperado por demostrar que puede ser un buen padre. Verhoeven logra situarse en un límite fronterizo, con una Huppert que es consciente de la incomodidad a la que se arroja: mundo que no le es ajeno, que ya visitara con otros realizadores como Claude Chabrol y Michael Haneke. Impiadosa pero no menos herida, Michèle arrastra consigo un trauma que es pasto dulce para el periodismo idiota. La televisión hace espectáculo con un recuerdo horrible, pero ella está más allá de tamaña puerilidad, si bien la sobrevive. Ahora es dueña de una compañía de videojuegos hiperrealistas, en donde pide a sus empleados sangre y aberraciones en cantidad. En otras palabras, Michèle no es ninguna heroína sufrida que predique redención, sino una contrincante de dientes afilados, que aprendió a manejar las mismas armas. El episodio que abre el film es drástico, pero no es el único que señale violencia. Por haber sido marcada de modo fatídico, con el pulgar de los santos medios televisivos, no tardarán en aparecer otros episodios protagonizados por gente anónima, que encuentra en ella un desahogo. Pero ella, cuidado, sabe dónde estar parada.
El dolor y las formas protocolares La película desarma a su personaje en un contexto complejo. Referencias a Camelot trazan las analogías de un sueño compartido. Es una buena oportunidad poder contrastar dos películas recientes de un mismo realizador. Porque Jackie funciona, casi, como un díptico con Neruda; ambas, del chileno Pablo Larraín. Las dos, biopics que comparten, si se quiere, un mismo espíritu de recreación, poética o mítica. Y sin embargo, sólo una de ellas sale bien parada. Vale decir, mientras Neruda se enreda en la misma telaraña que esmeradamente construye, donde la fábula es preeminente, Jackie, por el contrario, arriba al mito casi sin habérselo propuesto. El camino dramático es inverso, como así también las implicancias formales: Neruda es rígida, reiterativa, discursiva; Jackie es diáfana, lúdica, sorprendente. ¿Cuáles son las razones por las cuales Larraín provoca el contraste? Podrían especularse, pero lo cierto es que Jackie responde a un cuño narrador que no se cree rimbombante, con el afán puesto en hacer avanzar la historia para arribar a un desenlace que no sólo resuelve sino que abre puntos suspensivos. Al revés, Neruda culmina con una prédica ampulosa, que estira hasta el hartazgo lo que no debiera explicarse. Puestos de lleno en Jackie, la vida de Jacqueline Kennedy oficia como un resorte que retrata no sólo al personaje protagonista, sino también a su época. Desde el ardid de la entrevista, con Billy Crudup en el papel de un periodista receloso pero predispuesto a las objeciones de la otrora primera dama, la entrevistada recorre los días del episodio fatal, donde JFK es asesinado, pero desde los contornos. En este sentido, el film de Larraín aborda el hecho a partir de diálogos susurrados, confesiones solitarias, lágrimas retenidas, manchas de sangre reseca. Una combustión de momentos alterados que procuran un equilibrio entre el desquicio y la sujeción a la que obligan las formas protocolares. A su vez, y sin detenimiento exclusivo, el film de Larraín es capaz de deslizar sutilmente observaciones respecto de la relación entre los Kennedy y los Johnson, así como de atisbarel carácter ambivalente de éste (vale completar la figura de Lyndon Johnson con el cortometraje profundamente crítico que el cubano Santiago Alvarez le dedicara en 1968: LBJ). La película es capaz de provocar un sismo dual: mientras está atenta al episodio traumático de la muerte del mandatario, sobreimprime la asunción del nuevo presidente y sus consortes. Tamaño contraste repercute en quien fuera ama y señora de una Casa Blanca que ahora habitarán otros. Y esto es algo notable, porque produce un comentario irónico, que inevitablemente resuena ante el rol de algunas mujeres en su sujeción al poder patriarcal; es decir, ante la asunción del papel de "primera dama" como arlequín y adorno masculino. Pero cuidado, la Jackie de Larraín se sabe personaje de apellido adosado, y esto es algo que inevitablemente interpela, de cara a una costumbre institucionalizada que bien vendría desterrar. En rasgos generales, la (de)construcción que de Jackie Kennedy practica el film es la de un bisturí que separa capas. Desde luego, en esto tiene que ver el hacer narrativo de Larraín ‑adepto al desmantelamiento del tiempo, con saltos de continuidad, capaz de lograr articulación entre escenas discordantes‑ y la muñeca de cera y acero que logra Natalie Portman. La Portman puede llorar, pero no por eso perder noción del lugar que ocupa, de la imagen que comunica, de las cámaras que la miran, del periodista que le pregunta. Serán varias las instancias a superar, las superficies que desarmar, para alcanzar un lugar verdadero, íntimo, por fuera de las veleidades. Es allí cuando aparece el mito. Y lo hace bajo el nombre de "Camelot", en tanto paraíso perdido, secreto de alcoba, melodía, alegoría multifacética. En otro orden, hay un aspecto que logra sensibilizar de cara al gran actor que ha sido John Hurt, recientemente fallecido. Su caracterización del sacerdote confesor de Jackie no sólo permite revivir su figura y palabras. Cuando se le escucha, los parlamentos inevitablemente se confunden con su pronta muerte: habla desde una comprensión serena, nada fatal. El cine, intacto en su victoria contra el tiempo, permite al actor una sobrevida. Y él, profesional como pocos, le ha dado sabiduría.
El superhéroe de las garras oxidadas Con el acento puesto en el viaje y la aventura, la película es la más sombría del personaje. El legado del mejor cine. El Wolverine de Hugh Jackman consiguió lo mismo que su versión en papel: volverse autónomo y sobresalir por sobre los X‑Men. Se trata de un logro extraordinario, que sitúa al actor de manera privilegiada. Es por eso que su caracterización, a estas alturas, ya comparte un podio legendario con otros como Ralph Byrd (Dick Tracy), Guy Williams (El Zorro) y Christopher Reeve (Superman). Jackman se ha vuelto parte sustancial del héroe, así como lo supuso el Frankensein de James Whale: no hay posibilidad de leer el libro de Shelley sin pensar en la tarea de Boris Karloff (y el maquillaje de Jack Pierce). Aún más, su última película -última de verdad, dicen- tal vez sea una de las mejores dentro de ese género todavía nuevo que se llama "cine de superhéroes". Género que le reditúa a Hollywood de manera prolífica, con películas las más de las veces predecibles, reiterativas, mediocres. No es que Logan, la película, reniegue de su origen o raigambre fílmica, sino que la redirige hacia lo que de veras importa; vale decir, el cine. Logan, el solitario, el samurái, el cowboy; todas y cada una de estas acepciones -figuradas o no‑ le caben, mientras pena por una herida que no sana. Contrariedad para quien tiene un factor curativo imbatible, capaz de volverle casi inmortal. Pero los buenos tiempos han pasado, el futuro llegó y no es como se lo soñaba. Alejado de la ciudad, Logan convive, escondido en la polvorienta frontera mexicana, con Caliban -el mutante que rastrea mutantes‑ y un avejentado, casi delirante, profesor Xavier (Patrick Stewart). De una manera u otra, el exterminio de los diferentes se produjo. Como un sobreviviente a disgusto, Logan está rengo, canoso, alcohólico, de garras oxidadas, mientras conduce una limousine insólita. Hasta que aparece el pedido de ayuda, y una enfermera le pide por la vida de una pequeña. Una última misión aparece, y es Xavier quien predice el amanecer cercano. En la niña ‑resorte dramático de todo el asunto‑ descansa el secreto que el film sabe cómo desocultar y cuándo resignificar. Hay dos vertientes que hacen de Logan una película autoconsciente. Una de ellas es de cara al cómic: Logan se lee a sí mismo en las revistas X‑Men que Laura, la niña, atesora. El desdoblamiento es irónico, hace del cómic el residuo fantástico, al cual se mira con desdén o descrédito. Tal lectura paródica tiene ejemplo paradigmático en Creepshow (de George Romero y Stephen King), con el niño que es degradado por el padre, quien tira sus revistas a la basura. Tanto Creepshow como Logan, se entiende, depositan su fe en los niños, con historietas que se cuelan en las películas y que son tan ciertas como sus protagonistas. Desde ya, lo que en ellas se lee no son tonterías. El otro aspecto a considerar es el del cine dentro del cine, con Shane, el western de George Stevens, como película espejada. Desde ya, Logan es el cowboy redimensionado, aquel que hará valer el principio de la comunidad, aunque sea a su costa. La inclusión de Shane no es gratuita, no se trata de incluir guiños cinéfilos epidérmicos, sino de expresar una necesidad vital, dedicada a vivificar un aura fílmica que parece perimida. En este sentido, vale pensar en cómo Shane aparece: en un plasma gigante, entre un viejo y una niña, mientras ella escucha de éste el relato de cuándo vio ese film, en una época lejana, donde existían salas de cine. Quien deja apreciar su estampa mortuoria, mientras tanto, es el killer que compone Jack Palance. El devenir está anunciado, y sin embargo, Xavier mira esperanzado. Hay también una tercera vertiente, todavía más problemática porque toca la vida del propio actor, sometido a reiteradas operaciones por cáncer de piel. No es un dato menor, ya que a Logan se lo ve desgajado, con las heridas sin cerrar, pálido, sin hacer gala del físico característico. Aspecto que vuelve destructible a quien nada ni nadie parecía herir. La resolución, por esto mismo, es brillante. Con un gesto último que encuentra ratificación en la X que todo lo empezó. Letra que advierte, que anuncia lo prohibido, que identifica al marginado, y que desafía a otras cruces, similares pero de veras mortuorias.