Ese hombre mito llamado Saint-Ex De elección repartida entre ficción y documental, la película ensaya un retrato de Antoine de Saint Exupéry. En la novela Vuelo nocturno, el piloto Fabien miraba las luces de la ciudad y las espejaba con las estrellas. Por momentos, no estaba clara la diferencia entre el arriba y el abajo. El vuelo se volvía una experiencia puramente sensorial, que permitía recordar las elucubraciones en las que solía ensimismarse Ismael, solo y en lo alto del ballenero Pequod, cuando perdía su vista en el océano de Moby Dick. Así como Fabien en la ficción, Antoine de Saint‑Exupéry trabajó -realmente‑ en la compañía Aeroposta Argentina. Fue en 1929, a partir de un desperfecto con su avioneta, cuando debió aterrizar en las afueras de Concordia. Durante la refacción, de manera sorpresiva, dos niñas -de 9 y 16 años‑ se le aparecieron. Hablando francés. El hecho, se entiende, es un capítulo en sí, que irradiará de manera permanente sobre el devenir del célebre escritor de El principito. A partir de esta premisa, suficiente e interminable, el realizador Nicolás Herzog ensaya una aproximación que le permite narrar el hecho mientras lo desanda, rememora y reelabora. Lo hace a través de imágenes propias y ajenas. De esta manera, Vuelo nocturno (La leyenda de las princesitas argentinas) incorpora metraje de films preexistentes, como Oasis (1994, Danilo Lavigne) y entrevistas que las hermanas Suzanne y Edda Fuchs, las princesitas del Castillo San Carlos, supieron dar en el largometraje Tierra de hombres (1964). A la par, el realizador recrea ‑como estampas de otro tiempo‑ a las mismas hermanas, niñas, durante paseos y juegos, sin sonido y en blanco y negro. La manera cuidadosa desde la cual Herzog practica su retrato -en tanto ensoñaciones o variaciones suscitadas como invocaciones‑ tiene su correlato en los testimonios de terceros, quienes recuerdan con esmero, así como estipulan el equilibrio anímico entre ambas: si Suzanne era la introvertida, Edda se comportaba de manera inversa. Apreciaciones que rebotan sobre las imágenes que de ellas sobreviven, en donde la palabra de Edda es tan sutil como filosa: en el relato Oasis (del libro Tierra de hombres), Exupéry habla de un "imbécil" que se llevaba a la princesa rumbo al casamiento, (la soltera) Edda parece acentuar las oscilaciones de la historia cuando rememora al mismo Saint‑Ex como al imbécil más destacado de todos los que se le presentaron. Así como la novela Vuelo nocturno practica una relación simétrica entre cielo y tierra, el film de Herzog lo hace cuando visita Francia, al suscribir resonancias entre la casa de la infancia de Saint‑Ex y el castillo San Carlos, morada de las princesitas. Como en un sueño recobrado, o instante fugaz, será otra persona quien recuerde su niñez en las mismas habitaciones en donde Exupéry viviera, cuando volvía de sus tardes de lectura bajo los árboles. El olor de la madera, de muebles y de libros, impregna la memoria y colorea los espacios vacíos que la cámara de Herzog registra. Misma situación que el film supone de cara al castillo San Carlos, derruido por haber sido consumido en un incendio, sin embargo evocado y reconstruido desde las palabras y los recuerdos. Entre medio, con el libro Tierra de hombres como péndulo, son audios del mismísimo Saint‑Ex los que vivifican de manera peculiar el film de Herzog, con motivo de una versión al cine que Jean Renoir, por esos días con exilio en Estados Unidos, pretendía. Lo que allí se refiere -registrado en discos que Saint‑Ex enviaba al venerable cineasta‑ va y viene sobre las escenas y motivaciones dramáticas de ese guión nunca filmado, en donde se habla de las princesitas, del enamoramiento, y de un dictamen que las palabras de Exupéry hacen vibrar: "ser hombre implica ser responsable". Vuelo nocturno posee, de esta manera, un abordaje formal que le hace elegir la ficción o el documental según convenga. En verdad, tales categorías se vuelven maleables, lo que importa es el acercamiento cinematográfico al hecho y la exaltación mítica con la que el film colabora. Años después sobrevendría el vuelo final de Saint‑Ex, recreado en la historieta Saint‑Exupéry: El último vuelo, en manos de otro tipo extraordinario, italiano y también proclive al mito: Hugo Pratt.
El horror es en blanco y negro A partir de tres personajes que se narran el film organiza un recuerdo compartido donde el horror toca al presente. Las imágenes del Holocausto son, prioritariamente, en blanco y negro. La ausencia de color resulta inherente, de lo contrario podría sugerirse un registro diferente, a veces ligado al cine de géneros. Más aún, el aspecto cuadrado de la imagen que propone Paraíso quita cualquier rasgo panorámico, sin espectacularidad posible. A través de planos recortados sobre los protagonistas, dedicados a contar sus historias a cámara, es el fuera de cuadro lo que prima. Un plano medio los retrata, sentados a una mesa desde la cual narran, uno por turno. Luego se intercalan. No está claro desde dónde hablan, pero sí a quién: el espectador. El director ruso Andréi Konchalovski enmarca tres testimonios que parecen narrados desde la confidencia. De esta manera, la alternancia estará dada por tres miradas, determinadas por un policía francés, un oficial de las SS y una aristócrata rusa. Cada relato oficia como arista de los otros, y conforman un fresco de espanto. Hay, sí, una elección que es punto de partida estético, así como ética fílmica: Paraíso está dedicada a los migrantes rusos que protegieron niños judíos durante el Holocausto. En esa elección temática ‑que la película recrea entre el horror general‑, Konchalovski descubre una vertiente que se abre hacia el recuerdo y se repliega sobre el presente. Por un lado, porque los niños del relato son los adultos actuales, espectadores del film; y por el otro, porque la película deposita en los niños, sígnicamente, la confianza. De este modo, el film del director ruso pareciera interpelar el presente, un presente que ‑¿evidentemente?‑ no está a la altura de lo vivido. Pero nada de esto está subrayado o explicitado. Paraíso es un film de título ambiguo, contradictorio. Si el "paraíso" mentado por las religiones es una meta a alcanzar, lo que seguramente esté más cerca y palpable sea su opuesto. Hay, por eso, un rasgo que es ejemplar, que quita del medio cualquier atisbo de arrepentimiento o cosa parecida: cuando el policía francés o el oficial nazi rememoran, se fascinan. El recuerdo es embriagador. El tiempo pasado surge de forma idealizada, como un esplendor de arrebato cegador, añorado. Pero hay también matices, retenidos en gestos imprevistos, de consecuencias no deseadas. Como lo supone la carga semántica que desprende la doctrina del "übermensch", que este oficial enamorado del régimen no sabrá ya cómo soportar. Más aún cuando sus miradas encantadas hacia uno de sus compañeros de armas delaten en él una pulsión homoerótica, que lo sitúa bien lejos de satisfascer las virtudes de la "raza elegida". El policía francés, por su parte, parece encontrar una satisfacción cansada en el rol que le toca cumplir, como en una rutina diaria desprovista de tensiones; mientras, observa con su hijo un hormiguero gigante, al que visitan cotidianamente, como meros observadores. Habrá algo, desde ya, que sacuda tal pasividad, para permanecer como eco final en el rostro aterrado del mismo niño. Por otra parte, la notable interpretación de Yuliya Vysotskaya (mujer de Konchalovshi) ofrece un cuerpo progresivamente desvencijado, de una aristocracia caída, suspendida entre el recuerdo de una vida disipada ‑que viejas filmaciones hogareñas recuerdan‑ y el horror de un día a día sin mañana. La condesa en desgracia procurará, en vano, rememorar cómo era vestir de otras maneras, cómo era eso de pintar los labios y resultar sensual, pero con el fin puesto en una supervivencia finita, limitada a lo inmediato. Paraíso se construye, de esta manera, como un tramado de pequeñas acciones que indefectiblemente repercuten entre sí: así como las maneras deliciosas con las cuales Himmler explica los grabados del anillo que le obsequia a su nuevo pupilo de las SS. El pulso narrador del cineasta hace que el encuadre, a lo largo de todo el film, contenga al espacio fílmico de modo apretado, sólo suscripto al protagonismo de sus tres personajes centrales. Queda al espectador completar la enormidad de los campos de concentración (y su misma insuficiencia, dada la cantidad sobrehumana de vivos y muertos que hacinar) así como el hedor que ventanas abruptamente abiertas o rotas ‑por el viento o por bombas‑ ya no logran contener.
Recordar lo vivido para poder seguir Hay veces donde una película decide volver al espectador de maneras imprevistas. Esta relación es personal, no conoce de tiempos preestablecidos y mucho menos se circunscribe a la duración del film. Vale decir, una película continúa en el ánimo de quien la mire, allí encuentra un vínculo íntimo. Algo así sucede con Después de la tormenta, de cuya construcción dramática tanto puede decirse, en función de sus locaciones y decorados contenidos, pulcramente organizados; de la introspección de sus personajes y sus esfuerzos por disimular angustias; de los gestos fugaces que liberan afecto mientras lo esconden. Son muchos pequeños momentos los que desprende el film de Hirokazu Koreeda, como matices sutiles, que dicen de manera casi secreta para que el espectador luego los recuerde como destellos felices. Después de la tormenta es un film de carácter familiar, o de lazos familiares, como nexos que persisten, se estiran, rompen y rehacen. El eje del film es Ryota (Hiroshi Abe), quien debe rondar los cuarenta, está separado, va y viene de la casa de su madre a la oficina de detectives donde trabaja. Alguna vez fue un escritor promisorio, premiado, de él se esperaba mucho o quizás eso era lo que él soñaba. Pero algo pasó, seguramente ligado al matrimonio trunco. Ahora bien, y acá el problema, aun cuando la pareja se haya distanciado, el cariño por ella permanece. Pero Ryota parece apurado, desorganizado en sus maneras, mientras intenta infructuosamente cumplir con la cuota alimentaria. Hay un hijo al que se quiere, desde ya, pero también se dibuja sobre el horizonte la figura de un padre sustituto, en tanto amenaza que podría ser definitiva. Si Ryota es alguien surcado entre quien quiso ser y el ahora, su hijo pequeño transita también una situación dual, repartida entre el padre y la madre como así también de cara a la figura del nuevo padre. Misma crisis que supone la historia quebrada de ella, dividida ahora entre dos hombres. Es decir, todos los personajes del film caminan por una línea de división lábil, cuya escisión final pareciera descansar en la toma de decisión o en la muerte. De esta manera, como ejemplo casi consumado, es la madre de Ryota quien encarna el recuerdo negado hacia su marido, ya fallecido y pensado por ella como una etapa felizmente superada: pero hay pequeñas señales que parecen decir lo contrario, como negaciones sutiles de ese gran capítulo vivido, al que todavía parece recordar para resistir el mentado olvido. Es ella quien oscila entre el diálogo adulto que debiera tener con su hijo y los juegos que recuerdan la niñez; así, el helado que raspan los dos, casi imposible de comer, semeja el ritual gestual de una madre y su hijo. Por eso, qué es lo que dicen las palabras de los personajes de Koreeda no es tan importante como lo que expresan sus cuerpos y gestualidad. Ryota, en este sentido, es el desbocado, quien dilapida el dinero en apuestas y pone en riesgo el acuerdo familiar. El film lo delinea desde un retrato general, en donde su accionar es parte sustancial de quienes le rodean, y viceversa. Tal vez, sea tiempo de tomar algunas decisiones, y con ellas poder mirar de forma distinta. Es en esta instancia dilemática donde se sitúa la propuesta formal de Después de la tormenta, al ensayar una variación entre el drama y pocos pasos de comedia, en tanto simples momentos que vuelven cotidiano lo que se cuenta. Así de cercana resulta ser la película magistral de Koreeda, capaz de buscar un contrapunto constante, que amenice sin disipar el drama o la angustia de sus personajes. Accionar que queda suscripto a la fisonomía de un Japón barrial, detenido en el tiempo, con personajes solos e imágenes bucólicas, hermosas. En donde la mariposa que toma vuelo tras nacer encierra el misterio de esas vidas compartidas, separadas y reunidas con otros. Como corolario, en tanto temperatura que asciende hasta encontrar su meseta y posterior calma, aparece el tifón, como una figura ritual que los habitantes de esta ciudad saben que deben enfrentar. En calma, sólo debe esperársele. Esa noche será suficiente para recordar lo vivido y legar los buenos momentos vividos a quienes siguen.
Película minimalista y desesperada La película de Ken Loach logra sintetizar interrogantes, resistencia y dilemas. Coherencia en la piel de un carpintero de salud afectada. Reencontrar a Ken Loach en la gran pantalla es motivo de celebración así como posibilidad de reflexión social renovada. Y lo cierto es que lejos está de subvertirse aquello que tempranamente el realizador inglés visibilizara y cuestionara, desde una construcción formal que le ha vuelto un cineasta distinguible. Es decir, por un lado, Loach es dueño de una claridad expositiva que resulta de una comprensión cinematográfica depurada; por el otro, el minimalismo de su última película da cuenta de este hacer artesanal mientras articula una crítica socialbastante desesperada. Daniel Blake (Dave Johns) es carpintero, tiene 60 años, problemas de salud, está solo, y camina entre los discursos y papeleos virtuales que le reservan la parte médica y su gobierno. Su única posibilidad de subsistencia radica en un seguro de desempleo que el estado inglés le demora entre trámites incongruentes. Blake intenta todos y cada uno de estos pasos, a la vez que fuerza su comprensión de cara a las nuevas tecnologías. La relación frígida de los trámites virtuales se impone como escollos insalvables que sortear. Aun cuando las razones que se expongan ‑imposibilidad de trabajar y la necesidad de hacerlo‑ no guarden relación lógica. Atento a una situación social extensiva ‑cuyo ejemplo local toca al gobierno nacional con la anulación de pensiones por discapacidad‑, Loach ensaya su mirada sobre una burocracia que sabe cómo disfrazarse de gestos y uniformes, mientras ordena el comportamiento de los cuerpos. Cuando alguna de estas piezas se salga de lugar o pretenda decir o hacer algo distinto, el discurso vigía sabrá rápidamente imponerse. El claro retrato de esta hegemonía se condice en los gestos de sumisión, perceptibles en el silencio con el que se acatan las órdenes. De todas maneras, alguien siempre grita. Pero no necesariamente acuda otro en su ayuda. El Blake de Loach sí, él viene a encarnar un ¿último? residuo solidario. Con su corazón afectado, Blake es todavía capaz de sentir lo que sucede a su alrededor. Así es como conoce a Katie (Hayley Squires) y sus hijos, a quienes asiste, ayuda, con quienes comparte su tiempo. Pero Blake nunca pide nada, a nadie. Lo único que necesita es la aprobación de ese poco dinero con el que podrá, ni más ni menos, comer. Hay un momento que es refulgente, en donde se cuelan todas las contradicciones, dedicadas a interpelar a ese mismo sector obrero o social con el que Daniel Blake se identifica. Sucede allí cuando el personaje sale decidido a dibujar el graffiti con su nombre, cuando interviene la pared ciudadana y hace oír su reclamo. Así como existe una adhesión que se traduce en aplausos y algún discurso encendido, Blake logra la inmediata presencia policial, dedicada a apresarle y reordenar el entuerto. La serie de intercambios que ocurren en ese momento son suficientes para dibujar, en pocos trazos, la incertidumbre de un sector que ‑se intuye‑ no sabe demasiado bien dónde está parado, o quizás ya no le interese. Al menos, en tanto retrato de una clase media, brutalmente empobrecida, que está preocupada por no perder el asiento de espera o su lugar en la fila, que se siente atraída ante algún episodio que pueda significar un escándalo pasajero, y que es atenta con los comentarios que trasladen su rencor a quienes todavía están peor. Es tan amargo ese momento de gloria pasajera que lleva a un interrogante perplejo. Como si Daniel Blake fuera la última mecha de una llama casi apagada. Es por esto que el desenlace no podría ser otro. Vale decir, Blake es un desfasado porque respira un aire diferente, porque piensa al mundo de otras maneras. No se trata de pensarle como alguien atado al pasado ‑algo que el film podría equívocamente sugerir‑ sino, antes bien, de entenderle como una persona capaz de pensar otro mundo. Con el acallamiento que sobre su cuerpo y voz el sistema sobrelleva, lo que también está llevando por delante es la posibilidad de otro mañana. Es por esto que Yo, Daniel Blake tal vez sea una de las películas más desconsoladas de su director. Y también, como se decía, de las más económicas: el despliegue de su historia es pequeño, de pocos personajes y escenarios. Como si en ese ámbito estuviese contenido algo mucho mayor. Es tanto más, por eso, lo que se cifra en su personaje.
El brillo dorado en el nido de las víboras En algún momento, el propio Kenny Wells (Matthew McConaughey) sabrá aclarar la cuestión: se trata de oro, no de otra cosa. El dinero es su consecuencia. Pero antes y después de eso, el acento está en el oro. Así, el metal precioso oficia como alegoría y horizonte para este hijo de familia minera, hundido, a punto de perderlo todo, en El poder de la ambición. Desde un sostén verídico, el film de Stephen Gaghan (Sin rastro, Syriana) construye el ascenso y caída de este magnate efímero, que va y viene de Estados Unidos a Indonesia, con la convicción puesta en una -¿ilusoria? mina dorada. Para ello, se vincula con otro visionario, Mike Acosta (Edgar Ramírez), alguien que sustenta teorías en las que nadie cree. Los dos, unos lunáticos. Al primero, el oro indonesio -dice‑ se le aparece en un sueño. El segundo persigue un supuesto "anillo de fuego" que hará aflorar el objetivo dorado. Ambos, una dupla acorde a la narrativa americana, con un toque "latino" justo como para abordar la corrección política y también enrarecer la beatitud próxima. Si se tratara de un cine de potencia formal y autoral, podría pensarse este episodio como uno de los que Orson Welles hubiera elegido para su extraordinaria película F for Fake (1973). ¿Dónde está lo cierto y dónde la ilusión? En todo caso, hay expertos que se ocupan de dictaminar y darle reaseguro al mercado. Original o falsificación, lo mismo da; al menos, si se trata de dinero. El arte, en tanto, es un interrogante más profundo. De esta manera, Welles indagaba en las falsificaciones y en la esencia misma del dispositivo cinematográfico, tan genial era. Desde ya, El poder de la ambición es el reverso de esa maestría, pero tiene al menos la virtud de exponer al brillo que reluce como una posible pátina, de mera cobertura. Debajo anida lo cierto, es decir: un nido de víboras endogámico que ensancha tantas cuentas como necesite en los denominados paraísos fiscales. Lo que importa, se sabe, es el dinero. De acuerdo con esta lógica malsana, en tanto víctima de una educación social que lo ha preparado para tales fines -esto es: triunfar‑, pero también como depositario de un desdén de clase, el Kenny Wells de McConaughey luce bruto, con dientes torcidos y panza prominente. De un lado, se nota, asoma el gusto del actor por exacerbar sus transformaciones físicas, cual Lon Chaney revisitado; de otra parte, él se vuelve eje demasiado visible, como guirnalda que crece hasta casi explotar: una vez llegado al punto límite, sólo quedará desinflar el asunto para volver a las raíces. En este camino de ascenso y descenso, lo que El poder de la ambición ratifica es el caldo de cultivo infame que parecen ser los sueños salvadores de la sociedad americana. Guarda un parentesco que no debe ser casual con la reciente Hambre de poder, con Michael Keaton en la piel de otro insoportable idealista del american dream: Ray Kroc. En ambos casos, las películas acompañan el derrotero de sus personajes, parecen embriagarse con las cimas alcanzadas, pero procuran una distancia prudente, que les permita deshacer ese camino para verlos en perspectiva. La imagen que surge, antes que personal, es bien social: la de un grupo comunitario que se empecina por legitimar lo inequitativo del asunto, mientras sustentan a millonarios que se premian a sí mismos y lucran para el beneficio de sus sucesores. Ray Kroc, artífice inescrupuloso de la franquicia McDonalds, devenido millonario, sería la consumación de este veredicto. Para Kenny Wells, en cambio, todo volverá a conocer cierto cauce más querible, sostenido en lo sencillo, en lo próximo, en ese afecto que estaba al lado y se había desatendido. Un mundo de origen del cual, parece ser, no debió salir. Igualmente, hay un toque más, un agregado que dispara un posible premio consuelo. Como si luego de procurar ocupar ese lugar sólo reservado para algunos, obtuviera una caricia. No hay, por eso, otra manera de resolver el asunto, sino a través de las mismas cartas de siempre: el sistema es así, el dinero se maneja así. Tenerlo o no tenerlo es la cuestión. Así como al tirar, una e irrepetibles veces más, de la misma máquina tragamonedas.
El infierno, nosotros y los otros Mi gran noche y El bar pueden pensarse como una unidad, de reiteración temática y variación formal. No casualmente son las dos más recientes películas de Alex de la Iglesia, y funcionan a la manera de un ejercicio expansivo e intensivo. En las dos, la preeminencia del espacio cerrado aparece como el escenario donde asumir el conflicto y encontrar la resolución. Delimitación que habrá de volver a los personajes contra ellos mismos, de manera social y también individual. En el caso de Mi gran noche, el drama se circunscribía al interior de un estudio televisivo, con el brillo magnético de Raphael. Varias historias ocurrían a la vez, con la posibilidad concedida de ver el (caótico) afuera, si bien bajo la condición de volver a ese adentro cada vez más irrespirable. Una construcción espacial de capas narrativas superpuestas, con encuadres más abiertos, permiten a Mi gran noche disparar dardos de hipérbole pero sin la suerte de escapar de ese lodazal, a raíz de empresarios y factótums sin escrúpulos. Una película que es un festín. A partir del contraste formal, El bar encuentra una reiteración todavía más agobiante, porque una vez dentro del recinto, los planos serán siempre más cerrados, el aire comenzará a escasear, surgen ataques de pánico, y poco o nada se sabrá de ese afuera que, evidentemente, permanece alelado, frente a pantallas y pantallitas. Así como en Los crímenes de Oxford, De la Iglesia ensaya con El bar un prólogo semejante, en forma de plano secuencia: todos los personajes conviven en el travelling que se pasea por la calle, para que una vez en el bar pueda el montaje comenzar a deconstruir y reformular el espacio, así como a resquebrajar los comportamientos de todos y cada uno de ellos. Una vez situados entre las cuatro paredes, con espejos que replican y el temor instalado en ser vistos y no saber por quién o quiénes, El bar se decide por un recorrido de inmersión, a partir del cual la dirección espacial de la acción será hacia abajo. Si el film comienza en pleno día, la luz variará de intensidad hasta alcanzar las sombras más profundas. Podría decirse, en este sentido, que el planteo fotográfico no está nada lejos de un ánimo expresionista, capaz de tocar las fibras más inconfesables. Debe ser este, quizás, uno de los motivos por los cuales el realizador español supo referir su atracción por la historieta El eternauta. En El bar, de hecho, hay una cita que puede decirse es explícita para el lector familiarizado con la obra de Oesterheld, en donde la inmovilidad y silencio repentinos asaltan por sorpresa. En este nuevo estado de cosas, en donde las reglas se han debilitado o desaparecido, deberán decidir los protagonistas. El forzamiento decisor ante lo inimaginable se convierte también en un descubrimiento, en una caída del velo que oculta, dada la revelación que significa la construcción falsaria que de la realidad los medios de comunicación promueven, con la policía como su garante: mundo de espectáculo canallesco que el cineasta ya plasmara en La chispa de la vida. De esta manera, De la Iglesia hace comulgar preocupaciones que son también un diálogo con otros films, desde El ángel exterminador, de Luis Buñuel, a Sobreviven, de John Carpenter. En el caso del primero, la reunión forzada, con lo indecible como límite a franquear; en el segundo, por la revelación violenta de cuáles son los piolines que hacen bailar a las marionetas, más el corolario de saberse una de ellas. Camino de develación que es también interior, en tanto desnudamiento de lo que esconden el buen vestir y las buenas maneras. La misma división de clases sabrá (aparentemente) caer durante el conflicto, mientras un fantasma no demasiado definido ‑como los Ellos de El eternauta‑ entreteje una trama de simulación televisada. Como flor expresiva de todo el asunto, asoma el personaje de Elena (Blanca Suárez), a partir de una impostura que luego será postura. Ella es el anverso y reverso del film, en tanto mujer de lugar social que parece definido, tan brillante como el día que inicia, pero con la turbulencia que indica la indecisión afectiva. Tal vez, todo lo que sucede no sea más que lo que a ella le pasa. Ella, en suma, como el pulso motor de este relato, en tanto otro capítulo ejemplar para la dupla creativa que De la Iglesia y el guionista Jorge Guerricaechevarría conforman.
Artesanía de torpezas premeditadas La dupla francesa consigue un clima casi risueño y la pantomima tiene privilegio. Homenaje a Pierre Richard y Emmanuelle Riva. El cine de Fiona Gordon y Dominique Abel funciona como un bálsamo, a la manera de un oasis. Sus películas ‑con Rumba como film modélico‑ se asumen de manera tan sensible como puntillosa. En ellas hay un filo lúdico, declaradamente naif, que evidencia un costado sin embargo obsesivo. De tan disfrutables, sus escenas bordean un límite que resultaría casi ingenuo. Mentirosamente ingenuo. Gordon y Abel ‑pareja artística y afectiva‑ son deudores confesos del cine de Jacques Tati. Allí es donde hay que buscar la filiación, no para compararles y establecer distancias cualitativas ‑¿quién osaría disputar el lugar de Tati?‑, sino para encontrar una genealogía estética. Esa raigambre les sitúa en una lista de artistas admirables, que van de Charlie Chaplin a Jerry Lewis. Cada uno de una poética distintiva. A la manera de una familia en donde hacer caber tantas maneras sensibles como sean posibles. Es por eso, se presume, que el nombre de Pierre Richard aparece de manera estelar en Perdidos en París, y desde una escena tan querible como de homenaje hacia el actor: más aún, el parecido físico entre Richard y Abel agrega otro dato, nada desdeñable. De hecho, la resolución formal de ese momento implica una tarea compartida, en donde Gordon y Abel ofician como dobles de la pareja protagónica que conforman Richard y Emmanuelle Riva: concretamente, durante el turno del baile de pies. Con un cementerio como escenario irónico. A grandes rasgos, Perdidos en París es la historia de Fiona (Fiona Gordon), cuyo viaje de Canadá a París responde al pedido de una querida tía (Riva), pero también a la posibilidad de ver, por fin, esa ciudad con la que soñara de pequeña. Un breve prólogo lo señala, entre la nieve fría y la ventisca fuerte, a la manera de un contrapunto físico con la ciudad luz. Una vez en suelo francés, los contratiempos dictarán la puesta en escena, mientras la casualidad imbrica la presencia reiterada deun vagabundo (Dominique Abel). Los personajes, lo quieran o no, tendrán que lidiar con estos desencuentros y reencuentros, un motivo que el cine de Abel y Gordon aborda de manera usual. Al respecto, el momento en donde la tanza de una caña de pescar confunde su anzuelo con el pimiento que es el almuerzo de Dom, el vagabundo, para generar una sucesión de situaciones disparatadas (lección estética acerca de cómo imbricar narrativamente varios gags) debiera pensarse como la expresión feliz de esa concatenación de sucesos que habrá de dirigirse, inevitablemente, a un punto de encuentro. Es por esto que Perdidos en París asume una mirada moral, en donde la recreación de la ciudad sucede desde sus bordes, por fuera del fulgor donde habitan el turismo, la imaginería de tarjeta postal, y la mayoría ciudadana. Más todavía: el film tiene su disparador en el pedido de ayuda de una tía que tiene pavor al encierro en un geriátrico. Es por ella que Fiona emprende el viaje y es por ella, podría decirse, que el film todo acude en su ayuda. Si el parentesco entre Pierre Richard y Dominique Abel causa asombro, habrá que pensar este film como la despedida y testamento de la gran actriz que ha sido la Riva, musa,entre otros, de Alain Resnais y Michael Haneke. No sólo por tratarse de su última aparición, sino por lo que en éste sucede, por las situaciones que ella encarna, y por el encanto con el cual baila ante las efigies mortuorias que la sociedad le tiene previstas. De tal manera, Perdidos en París es un revuelo de alegría, una transgresión pretendida, que se disfraza de comentario inocuo mientras esconde una mirada profundamente crítica sobre la institucionalización de los lazos sociales. En este sentido, y puesto que se trata de París, habrá un momento dedicado a la torre Eiffel. La manera de ascenderla no será la habitual, mientras entre sus vigas en desequilibrio los personajes parecen emular las torpezas premeditadas de Laurel y Hardy. Una vez arriba, entre el afecto compartido, la tía se preguntará por qué no había visitado antes la famosa torre (o, lo que es lo mismo, por qué nunca le había causado interés). Luego, se le regala al espectador una imagen que es pura belleza, de reconocimiento y afecto por la gran Emmanuelle Riva. En suma, Perdidos en París es un encuentro con el cine como espectáculo de afecto, con saber de circo y carácter de pantomima. No abundan películas semejantes, así de buenas.
Cómo escapar de la morada del lobo La ópera prima de Peele, es un ácido comentario sobre el lugar social del negro en Estados Unidos. Gran pulso narrativo. Hay un final memorable en la historia del cine. Es el de La noche de los muertos vivos (1968), la de George Romero, la película que inició de verdad el fenómeno zombie. Allí, luego de sortear las más macabras variantes, el protagonista no podía evitar algo peor: la bala del hombre blanco. De esta manera, el héroe (negro) del relato, se volvía un maniquí puesto a disposición de las hordas humanas, blancas, con rifles. Una serie fotográfica le adosaba a los créditos del film, un aire reminiscente al de aquellas imágenes que de sí hacía el Ku Klux Klan. Zombie o negro, lo mismo da. Con esta vertiente juega el notable film del comediante Jordan Peele, vuelto aquí un artesano del suspense, con conciencia de cine y pizcas de películas memorables. Porque así como el film de Romero admite un eco pertinente, también lo hacen otros, geniales, como Yo dormí con un fantasma (1943), de Jacques Tourneur ‑con su zombie negro, de noche húmeda y ojos blancos‑, o la mismísima Scream 2 (1997), en donde el realizador Wes Craven se lo pasaba en grande, junto a personajes negros conscientes de la manipulación a la que eran sujetos, para sin embargo caer otra vez en la misma trampa. Este engaño con advertencia es parte de la propuesta de ¡Huye!: hacia la morada del lobo se dirige el apenas cauto de Chris (Daniel Kaluuya), negro y con novia blanca. Es a la familia de ella a quien habrá de conocer, de vida reposada, casi idílica, en uno de esos suburbios de localización imprecisa, situado entre la ciudad y su afuera, ámbito ideal que el cine de Steven Spielberg sabe privilegiar y el de Tim Burton repudiar. Todo está bien, hay sonrisas y bienvenidas, pero sin embargo no todo culmina por encajar. O por lo menos, son detalles apenas desequilibrados los que enmarañan el encanto: sirvientes negros, fiesta de recepción almidonada, miradas de sospecha y comentarios irónicos. Además de un juego de lotería que esconde un ritual. Puesto que no todo es lo que parece, no habrá mejor fortuna que persistir en el intento. Obcecación que es también la del espectador: querer saber qué pasa, qué es lo que se esconde tras esta amabilidad pulcra, en donde los poquitos negros que aparecen exhiben modales y vestuarios raros, además de miradas perdidas y reacciones inesperadas. Hábilmente, ¡Huye! troca en película grotesca, en donde el escenario puede volverse instalación de experimentos bizarros. Así como lo lograba Jonathan Demmeen su remake de El embajador del miedo, cuando una pared falsa revelaba al encargado de trepanar cerebros. Aire similar, cómo no, al de los vericuetos que tramaba el Victor Frankenstein de Peter Cushing, con sus cerebros intercambiables, para los films de la productora británica Hammer. Pero también, ¡Huye! es variación pretendida de lo que bien podría ser un episodio de la serie televisiva La dimensión desconocida, en donde los ingredientes para pulsar el relato y resaltar momentos macabros que develen algo mayor, están a la vista pero sin remedio que los evite. Como si se tratara de la casa de chocolate y dulces con los que la bruja de los cuentos de hada tienta los niños. Hacia ese lugar se dirige Chris, pero con una sorna que el film esgrime para herir la vanidad e inseguridad de los hombres blancos. En suma, podría pensarse ¡Huye! como una gran bufonada sobre los lugares comunes del blanco promedio, satisfecho en su mediocridad y tendiente a la violencia organizada. Ahora bien, para llegar allí, el mejor momento del film estará en su punto medio, en la suspensión que logra entre lo cierto e incierto, entre el sueño y la vigilia. Situado en ese límite impreciso, Chris no sabe dónde está, qué es lo que sucede, y el efecto de extrañamiento puede estirarse cuanto se desee. Más allá de la resolución alcanzada, lo cierto está en que ese deseo difuso, de degradación y sujeción del otro, persiste y es verosímil. Lo que equivale a un comentario mordaz sobre el lugar social del negro en Estados Unidos pero también, por derivación, en tanto mirada de alerta ante la pequeñez mental con la que se justifican tantos privilegios sociales.
Afectos y dolor en simetría Está bien que el realizador cordobés Moroco Colman provenga de la arquitectura y todavía mejor que quiera quedarse en el cine. Esa combinación da cuenta de una continuidad, de un proceso estético, de un camino que destila un cine evidentemente detallista, de organización espacial obsesiva. No sólo desde lo que significa la composición del cuadro cinematográfico sino, antes bien, a partir de una puesta en escena en donde la construcción del entorno resulta en un ánimo de perfección quebradiza. Estas fisuras están presentes en los cortes del montaje, en la fusión que entre plano y plano Fin de semana exhibe. Como una sumatoria de bloques que se perfilan como peldaños, en tanto uniones que culminan por erigir unos pocos días en las vidas de sus personajes. Pero atención, es desde estos personajes cómo debe pensarse el espacio visual: casi ofuscado, poco visto, sumido en un penar que une y desune. De esta manera, Fin de semana se mueve como un péndulo, entre los protagónicos de María Ucedo y Sofía Lanaro. Las dos, los puntos de toque de este film que no necesita explicitar el vínculo que las relaciona. El ir y venir compone un equilibrio móvil, que hace a la película direccionarse de una manera y luego, simétricamente, de otra. Por momentos, el vaivén distancia, a veces es más cercano. Un afuera y un adentro que es, a su vez, textura de fricción entre sus protagonistas. Es extraordinaria, por esto mismo, la meticulosidad con la que el film se concibe, a partir de su división en tres momentos, como número perfecto. Tres capítulos o instancias o días, cualquiera podría ser la acepción. Eso sí, cada una de estas grandes secuencias opera como situación particular, que oficia de manera autónoma pero no por eso desgajada del conflicto general. La repercusión fotográfica que cada una de ellas conlleva repercute sobre las otras, y culmina en un círculo que toca el inicio y abre una posibilidad de respiro allí donde, parecía, no la había. Arribado a este punto, es menester (re)ver Fin de semana, a la manera de un loop, como un juego de afectos, de caricias y heridas. Hay algo roto, pero también gestos y detalles que avizoran más. En este sentido, la última escena en donde intervienen las dos protagonistas -‑¿madre e hija?, ¿hermanas?, ¿qué?‑- es ejemplar: la acción es meticulosa, atenta con la composición del encuadre; tanto como lo son, a lo largo del film, los momentos de sexo. Ahora bien, lo que sobresale es la artesanía de un realizador que, aun cuando controla los elementos puestos en juego, tiene habilidad suficiente para dejar abierta una rendija por la cual el espectador complete según su sensibilidad, sus deseos y sus miedos.
Con la mirada y el cuerpo hundidos La segunda colaboración entre el director francés y la actriz estadounidense ahonda en el misterio y descoloca con astucia. Es perturbadora la nueva película del francés Olivier Assayas. Vinculada a la manera de un dueto con su film anterior, El otro lado del éxito, no sólo admite la presencia reiterada de Kristen Stewart, sino también la variación de un mismo personaje modélico: de asistente de una actriz a asistente de una luminaria de revistas y pasarelas. En todo caso, uno y otro film ofician como oscilaciones de un mismo mirar, situado a la sombra de cierta luz refulgente, cegadora, que opaca lo que de veras importa. Es en esta zona incierta, más densa, donde elige situarse Assayas. En Personal Shopper hay una despersonalización en juego, que bascula entre la relación demandante que padece Maureen (Kristen Stewart) -‑visitas a casas de moda, joyerías, zapaterías‑- y el nexo traumático que tiene con su hermano, gemelo y fallecido. El inicio del film se preocupa por presuntamente descolocar: en una casona abandonada, Maureen procura atisbar alguna "presencia". Ella es, o entiende ser, médium. Posee la sensibilidad suficiente para sentir algún contacto. De acuerdo con la promesa hecha con su hermano, el primero en morir mandaría señales desde el más allá. Es eso lo que la mantiene todavía en París. La presunción de "descolocar" al espectador viene dada por el hecho de que, a simple vista, Personal Shopper podría ser un film de fantasmas o un drama intimista, o algo así. Poco importa. El cine es tan amplio que los géneros sirven de soportes que viene bien hibridar. No interesa nominar, en este sentido, la película, sino atender a cómo ciertos recursos -‑algunos vinculados con el cine de terror-‑ ofician de cara a un malestar que la mirada y cuerpo hundidos de la Stewart saben componer. De esta manera, lo que le sucede a ella es, siempre, una reverberación que se multiplica y toca a cualquiera de las demás aristas. El desgarro por la pérdida del ser querido es también parte de ese viaje que todavía no decide hacer con quien tal vez ama, así como parte sustancial del vínculo casi enfermizo que guarda con su jefa, siempre de viaje, atareada de fotos, de una vigilancia invisible que Maureen se empeña en cumplir. Como una instancia intermedia, que precisamente imbrica así como altera, surge el nombre de la artista Hilma af Klint, y con ella la problemática del arte abstracto y el espiritismo, en un guiño que problematiza el estatuto mismo del cine, en tanto arte de fantasmas. Maureen procura informarse sobre ella, lo hace desde su teléfono; en verdad, hace todo desde su teléfono. Es en él en donde también, por ejemplo, mira cine y atiende así a las sesiones espiritistas que supo presenciar Victor Hugo. En algún momento, el teléfono sabrá contactarle con alguien más, misterioso, tal vez real. El film roza los rasgos del zombi de moda, de narrativa omnipresente. Maureen podría ser una de ellos, activa pero dispersa. Con habilidad, Personal Shopper roza los rasgos del zombi de moda, de narrativa omnipresente. Maureen podría ser una de ellos, activa pero dispersa, casi una autómata que poco mira lo que le rodea. En tanto sombra que anida tras los brillos de una celebridad, de a poco surge en ella el juego del doble, con la fascinación puesta en ocupar, aunque sea por un breve instante, ese lugar que detesta pero sin embargo le atrae. Ahora bien, ¿hay presencia cierta de ese más allá? Por momentos, pareciera ser así. Pero también, todo esto no es más que un juego, una sesión espiritista que, para más datos, se llama cine. El film es consciente de esta situación y la persigue, para así encontrar en los momentos más ambiguos su mejor propuesta: es por eso que podría pensarse en cierto ángel guardián, también vengativo. Quizás sea el hermano que se extraña. Ese extrañar no deja de ser, en mismo sentido, un extrañamiento. Maureen está sujeta a hilos invisibles, tironeada entre distintas posibilidades de vida, de países, de alquileres. A su vez hay una sumisión que no le permite tocar otra cosa que no sea la virtualidad de su teléfono. El único momento en donde experimente el goce estará mediado por esta situación, junto al fantasma mismo que supone ser una celebridad. Es por esto, tal vez, que la muerte aparezca como el momento integral, en tanto miedo humano. En algún momento, el film sabrá sorprender al respecto, casi desde las formas del relato criminal. Otro ardid con el cual jugar.