Una película detenida en la ausencia El film de Kenneth Lonergan indaga en el dolor de la pérdida y en las responsabilidades familiares. No propone resoluciones mágicas o fáciles, sino una estética que se acerque a lo inasible, al azar y a las decisiones consecuentes. Cómo filmar la ausencia o el vacío, allí está el desafío. Al amparo de las declaraciones del propio cineasta, Kenneth Lonergan, es en el temor por perder la vida de su hija donde radicaría una de las motivaciones de Manchester junto al mar. También en la relación con sus dos títulos anteriores: Puedes contar conmigo y Margaret. En la tríada del director neoyorkino se distinguen problemáticas familiares, encuentros y desencuentros, miedos y renacimientos. El caso de su último film es notable, con el eje puesto en ese actor susurrante e imprevisto que es Casey Affleck. Es él y no es él quien compone a Lee Chandler, este fontanero de vida reposada, algo desvariado, que ve alterados sus días a partir del fallecimiento de su hermano. El viaje a Manchester será la vuelta al hogar de antaño, a los dolores y también alegrías ya pasados. ¿Qué es lo que ha sucedido? De a poco, con una rítmica pausada, sin estridencias, el film de Lonergan sumerge a su personaje en esa historia que sabe no podrá rehuir. Este es apenas el disparador de un camino laberíntico, que toma rumbos coincidentes, con Chandler como punto neural, ya que a su cargo habrá de quedar el sobrino adolescente y una sumatoria de tareas: la casa de sonidos vacíos, la madre ausente o repelida, las novias, los amigos, los ensayos musicales, el motor desgastado del bote pesquero del padre, y la resolución conjunta de sus vidas. ¿Por qué el hermano lo ha elegido a él?, se pregunta Lee. Este es uno de los puntos más singulares del film, en tanto decisión que se sabe inapelable de cara a la muerte, y por eso consciente del compromiso delicado que conlleva. Ahora bien, ¿por qué Affleck compone y no a su personaje? Porque él es el elemento a desintegrar y recomponer desde el montaje. El actor es capaz de dar lo necesario para que el realizador le manipule de manera técnica: los planos sobre su rostro, el sonido cansado de la voz, la articulación temporal de la que sus gestos serán víctima. El Lee Chandler de Affleck surge, de esta manera, como resultado de un desglose que le divide en tantas piezas como sean necesarias. En este caso, los flashbacks podrían parecer convencionales, y sin embargo no lo son, ya que se imbrican narrativamente desde el corte directo, capaz de fundir en una misma línea de acción el pasado con lo que acontece. El film de Lonergan sumerge a su personaje en esa historia que sabe no podrá rehuir. En este sentido, es ejemplar la secuencia bisagra del film, situada en el justo medio, con la sensación precisa de saberse fundamental; no hay alarde de ninguna otra cosa más que de saber cómo contar, cómo narrar: el montaje paralelo se construye en la misma acción referida ‑es de noche, amigos de visita, mucho ruido, una pelea hogareña, la caminata hasta el market, la vuelta al hogar‑ pero también entre presente y pasado, con el Adagio de Albinoni como puntuación musical, que predice los momentos más profundos y acompaña como consuelo. Es por todo esto que Casey Affleck es un gran actor de cine, su rostro está a la altura requerida: parece indiferente, inasible, sin decisión. Cuando la relación dramática le toca, el espectador es quien le completa y lo que surge es desolador, no hace falta acentuarlo desde la acción. Desde ya, Lee tiene reacciones imprevistas, hay un dolor que es inmanente y sí, es cierto que la retórica de la culpa y el castigo dan sus vueltas por allí. Pero no lo hacen desde la moralina o la prédica de la redención, sino desde su inevitable, por necesaria, tematización. "Nosotros también somos cristianos", le dice Chandler a su sobrino, luego del encuentro de éste con su madre, quien ahora convive con alguien cuyos pequeños gestos (desde la interpretación de Matthew Broderick) le delatan como un religioso fanático. La incidencia de los pequeños actos ‑que nunca son pequeños‑ está presente, de manera atenta, en este film. El realizador no necesita del subrayado o de planos detalle que evidencien la puesta en escena, sino que elige descansar en el dolor por lo que ha sido y, dadas las circunstancias, ya no podrá ser. Pero, acá lo extraordinario, mientras se entierra el cajón con los restos del hermano, un bebé llora y es allí donde se cifra el devenir humano, imprevisto: quién y por qué es ese bebé, no será aquí revelado, mejor que sea el espectador quien lo dilucide.
Cultura milenaria y alienígenas Alejado del preciosismo y la mirada crítica, el chino Zhang Yimou propone un film intrascendente, de ribetes bélicos. La decepción es grande, aunque inevitable. Se trata del director chino Zhang Yimou, el responsable de Sorgo rojo y Esposas y concubinas. También el artesano magistral de la trilogía que componen Héroe, La casa de las dagas voladoras y La maldición de la flor dorada. Un artesano capaz de un cuidado formal meticuloso, al que es un placer apreciar. Pero también se trata de una coproducción fastuosa entre China y Estados Unidos, merced a la veta comercial que Hollywood ha encontrado en ese país. De esta manera, La gran muralla surge como combustión mercantil entre dos miradas, calculada, sin escrúpulos para encontrar el guión que mejor les satisfaga. Si para esto es necesario subsumir la cultura milenaria china a la retórica de una invasión alienígena, no hay problema. Por eso, que Zhang Yimou sea la mano que organiza el film, apena. No se trata de prejuicio, sino de confirmación ante lo visto. La gran muralla es un bodrio legendario, alejado del detallismo de su director, dedicado ahora a catapultar la colaboración cinematográfica entre ambos países; al respecto, es suficiente el inicio del film, evidentemente "western". En esta relación, lo que surge es una combustión ideológica que deja aflorar lo peor, tapa cualquier mirada artística, y prepara para lo que ya es una certeza: más cine lamentable. De acuerdo con el argumento, una de las razones que justifican la gran muralla son las embestidas de una raza extraterrestre, que martiriza al pueblo chino cada sesenta años. En medio del asunto cae una dupla mercenaria, compuesta por William y Tovar (Matt Damon y Pedro Pascal), americano y latino, réplica que reitera el lugar común, con Tovar como el ladronzuelo inevitable. William, por su parte, es quien habrá de replantear sus propósitos. Los dos llegan a China con el afán puesto en la búsqueda de la denominada "pólvora". Pero los sorprende un despliegue bélico fastuoso, con el fin de repeler una manada de monstruos sanguinarios. Entre William y la General LinMae (TianJing) surgirá de a poco la admiración, con ribetes de un romanticismo duro, prestos a colaborar para repeler al invasor. Ahora bien, cuando el ataque alienígena descubra sus facciones monstruosas, uno de los mercenarios dirá: "¿Qué dios pudo crear algo semejante?". En cuatro patas, horribles, bestiales, sumisos a la voluntad de una reina hambrienta. Actúan en masa, sin individualidad. No existe entre ellos nada que les distinga entre sí. Combaten al enemigo sin pensar en la vida propia. Es por eso que una entidad semejante, sin subjetividad discernible, poco importa. Se les puede matar a antojo. La cuestión es encontrar el ardid que finalmente los liquide, ya que no hay diálogo posible con semejante "dios". Dada la figura del monstruo como alegoría, acá no hacen falta sutilezas. Identificado éste como el mal, venido del más allá, dispuesto a barrer con la civilización, habrá entonces que usar la pólvora para que cobren vida las explosiones, con fuegos dibujados como nunca se vio, porque si no se les para a tiempo, el futuro del mundo es el que estará en peligro. Cuando se arriba a este punto, la dignidad cinematográfica toca un límite. Tal cuestión es aplicable a cualquier realizador, desde ya, pero acá todavía es más doloroso, porque Yimou es un gran director, alguien que sabe muy bien lo que hace. Es coherente, en este sentido, que la película considerada más cara en la historia del cine chino, tenga de manera correspondiente un alma tan poco cinematográfica. Algo que se trasluce, por ejemplo, en la reiteración que el film permite entre sus montañas de alienígenas ‑que escalan sobre sus propios cuerpos para alcanzar grandes alturas‑ y las que de igual manera sucedían, pero con zombies, en Guerra Mundial Z. No es casual, en el guión de ambas está Max Brooks. Por otro lado, ni siquiera la participación del gran Andy Lau ‑ya presente en La casa de las dagas voladoras‑, agrega estímulo. Además, La gran muralla estuvo a punto de ser dirigida por el mediocre Edward Zwick (El último samurai, Jack Racher: Sin regreso), tan atento a la mirada bélica y reaccionaria. En sus manos está claro que la película hubiese sido peor, pero al menos habría permitido mantener indemne el cine de Yimou, acá obediente a un guión donde figura, entre otros, la mano del propio Zwick.
El cine necesita salir a robar bancos La película de David Mackenzie encuentra nuevos bríos, de asaltos y persecuciones. Se perfila una crítica social lúcida. Para perpetuar la tradición del gran cine, tal vez haya que volver a las fuentes. Los géneros cinematográficos están ahí, a la espera de ser retomados y refundados. Algo que sucede, irónicamente o las más de las veces, desde otras cinematografías -la oriental, como ejemplo superlativo‑ y las series televisivas. Hay excepciones, brillantes, como la misma La La Land. Sin necesidad de asumirse como un musical de Donen o Minnelli, La La Land se sitúa en su contexto, relee su género, y atisba un porvenir fílmico‑digital que es raro. Desde una premisa parecida, puede pensarse Sin nada que perder, otra película consciente del género en el que se enmarca, en este caso el western, para disparar hacia otras preguntas, acordes con una época distinta y un cine cambiante. Uno de los méritos del film del escocés David Mackenzie -con nominaciones al Oscar por Mejor Película y Guión‑ es el de actualizar su género sin mecerse en homenajes pretéritos. Y lo hace mientras arroja una mirada cáustica sobre la situación económica y social. El cine -mercancía, al fin y al cabo‑ es expresión misma de estas contrariedades. Por eso, cuando el policía comanche rememora su historia ancestral, la conquista sufrida ante el hombre blanco, y el desplazamiento que éste ha sufrido ahora en manos de los propios bancos, se plantean dos cuestiones. Por un lado, porque se remite expositivamente al poderío financiero, capaz de lograr hipotecas malsanas y miseria planificada. Por el otro, porque se dialoga con la misma historia cinematográfica americana, en donde el western ocupa un lugar nodal. En este caso, Sin nada que perder no necesita de parlamentos, sino de puesta en escena; es decir, articula los lugares comunes al western pero desde un verosímil cercano, en la Texas actual. Al hacerlo, logra dinamizar su sustancia fílmica y, por ende, al cine mismo. En cuanto a lo argumental, la historia remite a dos hermanos ladrones de bancos (Ben Foster y Chris Pine). El foco de los robos son las sucursales de una misma entidad financiera, responsable de la situación en la que viven. Pero esto es algo que la película expondrá de a poco y, lo más importante, de modo plural, al hacer trabar contacto con otros personajes, sean conocidos o extraños. La contraparte simétrica la significa el dúo de rangers dedicado a capturarles, uno de ellos con edad cercana a la jubilación (Jeff Bridges), el otro es el comanche ya referido, interpretado por Gil Birmingham, quien verdaderamente posee ancestros indígenas. Entre una y otra pareja se estructura la tensión dramática, en donde se tejen más semejanzas que diferencias, pero con las contradicciones del caso: perseguidores y perseguidos parecen roer miserias similares mientras el verdadero culpable oficia de maestro titiritero. Ahora bien, de lo que se trata es de narrar un western, así que más vale que haya calles polvorientas, atracos, persecuciones, tiroteos y piñas. Todo esto es puesto a la orden del día, en una Texas cuyos ciudadanos portan armas en el cinto, así como sucedía en el Far West. Si el enfrentamiento entre los rangers y los forajidos es el caldo que bulle, con estridencia final, lo que pareciera dar a entender Sin nada que perder es la necesidad de un llamado a la camaradería para la refundación social (o cinematográfica). Si el western es el trasfondo simbólico de esa nación sin límite geográfico que se llama Hollywood, más vale que se aúnen fuerzas y se enfrente el móvil financiero que hoy produce esas películas, las más de las veces tan lamentables. (Claro que esto no es más que una suposición). De acuerdo con las reglas, todo western culmina con un duelo. Pero el desenlace es ambiguo, nadie es demasiado heroico, nadie demasiado villano. En todo caso, quienes sí encarnan la villanía no son vistos pero sí sentidos: sus tretas financieras están, percuden, producen millones en ganancias. Una de las secuencias finales emula el clásico enfrentamiento desesperado de Humphrey Bogart con la policía en Alta sierra. Su mismo director, Raoul Walsh, volvió a filmar ese mismo guión en el western Colorado Territory, ahora con Joel McCrea. La tecla caída y rebelde de esos personajes perseguidos, que procuran su lugar, es la que toca Sin nada que perder.
Cuando Hollywood sabe soñar en grande La película candidata al Oscar devuelve brillo al cine, se permite guiños cinéfilos y no se empantana en el recuerdo. Entre sueño y realidad desarrolla una mirada crítica y poética. "Hay quienes dicen que el jazz se muere" comenta Sebastian, el pianista que sueña con devolver su lugar a la música que ama, desde una caracterización que permite un peldaño más a ese actor sin límite que es Ryan Gosling. Seguramente se trate del jazz, pero esto es una película, y de lo que verazmente habla La La Land es del cine, de supresunta vida "útil" y de la incógnita del qué será. Varias señales lo confirman: la "presentación" en Cinemascope, la sala de cine que proyecta ‑en celuloide‑ Rebelde sin causa, el mural de estrellas cinematográficas, el rostro (reiterado) de Ingrid Bergman, los pasos de baile que dialogan con los del musical (género que recrea una grandeza que parecía no iba a terminar), y por encima de todo el sueño de Mia (una grandiosa Emma Stone) por convertirse en actriz. Como se refiere, Mia y Sebastian son dos soñadores, volcados a vivir en la ciudad donde habita (¿habitaba?) la fábrica que vuelve todo posible. Dicotomía curiosa la que juega el notable film de Damien Chazelle (Whiplash), cuando la pareja deambula por la ciudad de Los Angeles y cuando lo hace entre las calles del estudio Warner. En el primer caso, las fachadas no se distinguen demasiado ni acusan recibo de urbanidad característica (aspecto trabajado de modo admirable por Thom Andersen en el documental Los Angeles Plays It self); en el segundo caso, el paseo descubre la convivencia de tiempos históricos, gracias a los decorados de las películas y los rodajes simultáneos (situación mágica que Ray Bradbury recreara en el libro Cementerio para lunáticos). Ahora bien, cuando baile y música se trasladan a las calles todo cambia. Lo que parece ser una "vista" como otras ‑así es descripta la ciudad varias veces, sin necesidad de detenerse en el célebre cartel de Hollywood‑, encuentra esplendor inesperado en sus coreografías, sin alarde ni producción megalómana, sino desde la "intervención" artística de la locación, vuelta un decorado pasible de hechizar. La La Land es consciente de su historia fílmica, del ascenso y descenso de sus luminarias y del cinismo de Hollywood. La La Land apela a esta cualidad emotiva, distintiva en el cine musical, con un bagaje de películas bellísimas a las que alude pero con detalles que quitan brillo propio: la tierra que patea Gosling sobre el calzado de Stone no perturba el sonido del american tap, pero el gesto permite una carnadura distinta, mientras mueve la sensibilidad del cinéfilo. Un detalle pequeño que evita que el film se empantane en el recuerdo ‑¿no hay algo de eso en la oscarizada El artista?‑, preso de una ciudad que parece estancada, sin emociones. Justamente, es esto lo que da a entender el músico empresario a Gosling; se lo dice de cara al jazz (otra vez la metonimia), y es irónico, porque el comportamiento de quien lo dice no guarda escrúpulo comercial alguno, a partir de una práctica musical que sí, sin duda, está matando al jazz.¿Qué es, entonces, lo que está matando al cine? Tal vez el propio Hollywood, tal vez la falta de memoria que La La Land denuncia. Este aspecto aparece decisivo: desde el cariño por un banquito donde se sentara Hoagy Carmichael hasta el logro del primer beso entre Mia y Sebastian, capaz de comulgar con un fotograma que se quema y un baile entre estrellas de observatorio: estos dos aspectos, vale señalar, tienen eje en la película ya mencionada, de Nicholas Ray. Por las dudas, Rebelde sin causa no es ningún musical, pero ha sido dirigida por el talento de un autor, al que aquí se rememora y se le permite metraje: por unos segundos, la pantalla proyecta Rebelde sin causa, toda una declaración de admiración, desde un plano que la cámara de Chazelle habrá de replicar. Es por esto que hay que pensar en la elección reiterada del rostro de la Bergman, ya que fue ella, la gran estrella de Casablanca, quien decidió abandonar Hollywood al enamorarse del cine neorrealista de Roberto Rosellini. Es decir, La La Land es consciente de su historia fílmica, del ascenso y descenso de sus luminarias, y del sitio cínico que Hollywood ocupa consigo mismo y con los demás (el cine no tiene fronteras, aun cuando el premio Oscar las distinga). En su desenlace, La La Land invoca el espíritu de Vincente Minnelli y superpone sueño sobre sueño. Para sus personajes, ello no significa que la realidad sea maleable, ya que hay decisiones que no pueden cambiarse.Pero sueño y realidad se combinan, se miran atractivamente, y nada impide que se relacionen, una y otra vez. Es eso, parece decir La La Land, lo que augura larga vida al cine.
El arte de los recovecos siniestros La película indaga con ironía y detalles macabros al mundo del arte y sus simulacros, desde un artista que carga con el fantasma de su padre, también pintor. En el elenco destacan Guillermo Pfening, Jorge Marrale y Norma Aleandro. Aire fresco para la cartelera. Pero enrarecido, de fosa que se abre, y te deja encerrado en un laberinto de escenas y frases que son partes de una vida que parece extraña, entre recuerdos fragmentados, rodeado de pinturas que dicen lo que no se quiere oír. Llegado el punto, de cara a un desenlace que será resolución policial y drama metafísico, vale atender al mérito que significa La valija de Benavídez. Es el segundo largo de Laura Casabé, visitante asidua a estas tierras de psiques alteradas, tal como lo corroboran El hada buena, una fábula peronista (2010) y el corto La vuelta del malón, con indios trastocados en zombis. La valija de Benavídez toma por referencia el cuento de la extraordinaria Samanta Schweblin, para narrar la historia de un pintor de ánimos trastornados (Guillermo Pfening), en crisis entre sus discusiones de pareja y la sombra que su padre, pintor reconocido, le arroja. De manera paralela, un grupo selecto de hombres y mujeres discuten precios y calibran el porvenir de las obras de arte en el mercado. El corolario lo significa la denominada "Residencia", programa a través del cual (como en la vida real) se forma la futura mano de obra artística. Su mentor es el mismísimo psiquiatra (Jorge Marrale) de Benavídez, también coleccionista de arte. A él, desesperado, acude el pintor con su valija. Es de noche y Benavídez se quedará en la mansión del doctor. Todo bien, hasta que los diplomas del afamado terapeuta trocan en ojos electrónicos. A partir de acá se suceden el laberinto, los recuerdos desencontrados, el falso raccord entre escenas, y la simulación onírica de una pesadilla (tal vez) orquestada. Si bien arrebatado, el Benavídez de Pfening cuenta a veces con raptos de lucidez y vislumbra secuencias de un pasado donde tal vez brillara. De todos modos, es un artista rechazado, de quien se burla hasta el propio padre. Ni siquiera como docente ha podido ganarse el respeto. Sólo su novia (Paula Brasca), también artista plástica, deposita en él lo que otros no. (O algo así, porque hay una heladera que es un problema). En todo caso, Benavídez asume el rol del duplicado (o intenta infructuosamente deshacerse de él), el de ser la copia del original paterno, para hacer carne las contradicciones mismas que encierra el acto de la reproducción (o degradación). Nunca hay mímesis total; eso es algo que puede pensarse desde la imagen digital, que no tiene original, señala Benavídez en una de sus clases. Al hacer mención a esta crisis, la película de Casabé se relee a sí misma en tanto medio y soporte, ahora perturbado -ya que es parte del denominado "cine digital"-, y lo traduce en la puesta en escena a través de las artimañas que pergeña el doctor: con su tablet y "diplomas electrónicos", éste construye simulaciones por donde llevar al límite a su paciente. La tematización que del arte y la figura del artista propone La valija de Benavídez es, a su vez, materia maleable por la que el cine de terror ya transitara, con resultados notables. El film de Casabé se inscribe en la línea de otros como Museo de cera (1953), de André De Toth, y Un cubo de sangre (1959), de Roger Corman. En ambos, la simulación artística va de la mano del lugar social adquirido, hasta desbordar el interior de las apariencias. Tales cuestiones son sostenidas desde un contexto que las promueve, y que La valija de Benavídez plasma con una sorna que recuerda, con otras características, a la que emplearan Mariano Cohn y Gastón Duprat en El artista (2008). El film de Casabé logra, de manera inversamente proporcional, desnudar los mecanismos malsanos por los que determinadas apariencias son celebradas, mientras describe la legitimación de esos mismos mecanismos. Es decir: practica la operación de hundirse en el pozo del conflicto, desoculta la verdad "resuelve el enigma" y a la vez la recubre con una nueva pátina de simulacro. De esta manera, practica una crítica que no necesita de parlamentos explicativos, sino de los felices recursos del género. Vale decir, los aplausos y vítores pueden comprender respuestas ambiguas, tal como lo refiriera de manera magistral Charlie Chaplin durante los discursos de El gran dictador (1940), fuese quien fuese el orador de turno. Sí puede achacarse, en términos generales y coincidentes con algunos pasajes, una caracterización a veces sobreactuada, aspecto del que Pfening sabe salir airoso. Los gestos caricaturescos de Marrale y Norma Aleandro -felizmente dedicada aquí a parodiar y divertirse en el papel de una marchand insolente- son un contrapunto que se disfruta, pero que repercute de manera extrema en el reparto general, con personajes secundarios de diálogos por momentos ampulosos, premeditados. Ahora bien, es destacable que todo esto quede rápidamente interiorizado por la totalidad del film, como un pasaje caricaturesco que procura su grotesco para llegar a lo mejor de asunto, a ese buen puerto que el final significa. Cuando lo hace, sorprende. Y lo logra sin ninguna vuelta de tuerca oportunista, sino desde la coherencia formal, a partir de la asunción estética del dilema. Y de paso, da razón a la valija como al "MacGuffin" hitchcockiano que acciona el motor de todo buen relato.
Bajo la nieve no queda demasiado La película de Martín Hodara se adentra en un misterio familiar que resuelve en un suspense lento sin demasiados sobresaltos. A veces es tanto el cuidado por hacer de una película un producto de masividad comercial, seriedad pretendida y calidad exportable, que vale preguntarse por el lugar que ocupan las denominadas formas cinematográficas. ¿Éstas dependen de todo aquello?, ¿De qué manera puede ese vínculo trabar armonía sin ir en menoscabo recíproco? Desde hace un tiempo hay un cine argentino con pretensiones de fórmula, las más de las veces predecible o varado en una corrección (formal o política, hay sinonimia) sin mayor esmero. Si la atención sobre una película como Nieve negra radica en las condiciones geográficas o climáticas donde fue rodada y sus anécdotas, difícilmente pueda mantenerse el interés. Para el caso, misma situación de locación engorrosa atravesó la reciente El invierno, de Emiliano Torres, y su resultado hizo de este aspecto un ingrediente más (lo que es), fundamental, desde luego, pero acorde con una puesta en escena que al espectador le hace sentir mucho más que un frío glacial. Por las dudas, la repercusión de El invierno fue también internacional, con premios en San Sebastián y Biarritz. En otro sentido, Nieve negra está preocupada por responder a un guión previsor, que no permita fisuras. Ello deriva en diálogos marcados, impostaciones actorales, y una edición sin ambigüedad. Los primeros resuenan desde un verosímil que casi trastabilla, con frases calculadas que subrayan la composición actoral. Lo impostado, como consecuencia, no lo es merced a un problema de interpretación, sino por una marcación actoral de cálculo premeditado (vale referir la escena primera entre Luppi y Sbaraglia/Costa, desde un plano/contraplano que evita la coparticipación en tiempo real de los tres; tal vez por problemas de agenda de los intérpretes...). La falta de ambigüedad referida puede explicarse desde el recurso del plano secuencia, que articula el tiempo real con sus flashbacks; éstos, a su vez, dosifican la información relativa al episodio del hermano muerto, treinta años atrás, durante una cacería. El plano secuencia aplicado en el film actualiza el trauma, al eliminar la necesidad del corte de montaje; es decir, al prescindir del corte, hace presente lo ocurrido tiempo atrás en el mismo movimiento de cámara. El procedimiento es hábil como recurso, si bien parece por momentos supeditado al mecanismo de ingenio con el cual se ha resuelto. Si la puesta en escena hiciese suyo el secreto que devela, sería una película recelosa de lo que descubre, pero no. Dada la relación simbionte entre lo que ocurrió y el presente ‑uno de los hermanos (Sbaraglia) pretende vender las tierras patagónicas donde vive el hermano "maldito" (Darín)‑, podría suponerse una distorsión de los hechos. Algo de esto hay, pero no alcanza niveles traumáticos. En tal caso, el único personaje que lo exterioriza es el de la hermana (Dolores Fonzi), encerrada en un psiquiátrico. Pero la película nunca se anima a adentrarse en un terreno fronterizo, sino que lo hace desde una sumatoria de elementos informativos, de cara a una deducción que guarda una vuelta de tuerca más. Tamaña resolución tampoco sorprende, sino que juega con un afán falsamente cinéfilo, a partir del cual capta la supuesta pericia de un espectador habituado a un esquema narrador repetido, al que ya ha visto en demasiadas películas. De esta manera, la revelación de la muerte del hermano y la situación posterior, de guiño confidente al espectador, resultan meros mecanismos afanosamente calculados. De esto se desprende que no puede haber una indagación perversa por parte de la película cuando no se nota una asunción moralmente estética. Si la puesta en escena hiciese suyo el secreto que devela, Nieve negra sería una película recelosa de lo que descubre, preocupada por sostener su misterio; pero nada de esto hay sino, antes bien, una invitación al espectador a dejarse "sorprender" junto a los nombres de artistas conocidos. A propósito, el papel de Laia Costa es el de una esposa tan preocupada por peinar su pelo detrás de la oreja como por corporizar, de manera obvia, el secreto que la casa familiar guarda. La música le acompaña de manera rotunda cuando está cerca de alguna resolución. Y por otra parte, que Dolores Fonzi ‑con todo el nombre internacional que tenga‑ participe por cinco minutos no la vuelve justificativo similar al minutaje de Marlon Brando en Superman. Pero, se entiende, la propuesta de Nieve negra es ésa, lo que muestra. Bajo su nieve, hecha la alerta, no hay nada.
Entre las órdenes y los sentimientos Con la Segunda Guerra como escenario, se construye aquí un film de acción y amor. La guerra como espectáculo cotidiano. Hay aspectos que, de por sí, ya son suficientes para la cinefilia. La acción de Aliados se sitúa en Casablanca, con la Segunda Guerra como telón de fondo. La misión del agente Max Vatan (Brad Pitt) consiste en establecer contacto con Marianne (Marion Cotillard), de la resistencia francesa, simular un matrimonio, y asesinar un jerarca nazi. Pero esto no es más que la superficie, puesto que lo que estará de por medio será la posterior confianza en ella, al ser advertido por sus superiores sobre la posibilidad de que su (ahora) esposa pueda ser una agente espía. Está claro que el nombre Casablanca es motivo cinéfilo suficiente. Pero desde el momento en el cual la duda cae sobre la identidad del personaje femenino, el film de Robert Zemeckis dialoga conscientemente con otros como Trágica sospecha (1951) de Robert Wise, con su protagonista escondida en la piel de una superviviente de un campo de exterminio, hoy un film de culto sobre la figura etérea de la "dama fantasma". Para el caso, hay otra película fundamental. Se trata de Tiempo de vivir y tiempo de morir (1958) de Douglas Sirk, a partir de la novela de Erich Maria Remarque. Allí, un soldado alemán (John Gavin) descubría el amor en medio de las ruinas de su ciudad. El vínculo melodramático no sólo permitía dar cuenta de esa altura metafísica que el cine de Sirk atisbó, sino también confrontar con Hollywood y los depositarios preferenciales de tales sentimientos; a saber: los personajes norteamericanos. No es un mérito menor que Zemeckis apueste, justamente, por los sentimientos antes que por las "nacionalidades". Lo logra a través del eco que asume desde el cine clásico, desde el afán de contar una historia de acción, de espionaje, romántica. Con momentos que son una barbaridad bienvenida. Como lo significa la secuencia del parto, en medio de un hospital bombardeado: la cama es arrastrada entre escombros que vuelan, para dar a luz entre explosiones. Es grotesco, y es la instancia que parte en dos a la película. Luego de la misión triunfal -otro gran momento‑, será el turno de la vida en Londres, en una casita preciosa. Al llegar aquí, el film troca en su puesta en escena y adopta un tono de apariencia risueña. Aun cuando las bombas todavía caigan sobre la ciudad, Aliados se dedica a bucear en los intersticios: los rostros de doble faz, las galerías subterráneas, los mensajes encriptados. Es allí donde Max Vatan habrá de sobrellevar su nueva misión, al tiempo que se debate entre las órdenes y sí mismo. No estará mal relacionar esta película con El extraño (1946), donde Orson Welles interpretara a un nazi disfrazado de profesor, en plena Norteamérica; así como pensar en la dualidad hitchcockiana que Zemeckis supo reverenciar en Revelaciones, con Harrison Ford y Michelle Pfeiffer como la pareja que se sofoca a sí misma. En este sentido, lo que también perturba y hace de Aliados un film atendible, es la manera sintomática desde la cual divide su puesta en escena. Tal como se refería, en un primer momento privilegia la acción y el vértigo; en su segunda parte, elige decantar hacia el espionaje, militar y conyugal. El hallazgo en cuestión viene dado por la semántica del quiebre, ya que el film puede también pensarse desde una situación más esencial, como lo significa la relación de su pareja protagónica -como si fuese una variación de lo expuesto en Revelaciones‑: primero el noviazgo (la acción, la aventura), luego el matrimonio (la sospecha, la vida reposada). Tal consideración, entendida de manera abstracta o genérica, provoca mucho más que lo que pueda referirse de manera anecdótica sobre el argumento. Por otra parte, y de cara al desenlace, el film de Zemeckis encuentra una resolución que es digna, que no desdice lo ya señalado, y que sabe cómo revestirse de una mirada crítica. Lo hace al disparar su munición sobre la organización social misma, en donde la guerra se revela como la herramienta funcional. Si Max Vatan habrá de ser una de sus víctimas, lo será por haber sido, también, victimario. Una sola frase suya al joven piloto de avión, nervioso ante la misión, es suficiente: "No pienses en tu madre. Piensa en tu padre. Él está orgulloso". De ese chico, nadie más sabrá. Otro tanto es de suponer respecto de la identidad de Marianne, como puntos suspensivos que perfilan la figura de una "dama fantasma". Su voz cierra el film. ¿Habrá sido escuchada/leída por su hija? El montaje final no permite certeza.
Por detrás de la escena familiar En la película de Ivano De Matteo, el equilibrio familiar es piedra de toque para la organización social y económica. La violencia le es inherente. Puede estar más o menos oculta, hasta que aparece. Y se la asume como inevitable. Los crímenes suceden en familia, ¿no? Al amparo de una muralla que puede parecer invisible, pero basta que se la invoque para que surja, inexpugnable. Ambito de neurosis, de culpas repartidas, de simulacros. Todo esto ha sido desmenuzado con fruición por el cine, a veces de manera impiadosa. Desde un talante similar decide inscribirse Nuestros hijos, el film de Ivano De Matteo que toma por referencia la novela La cena, de Herman Koch. La intención es loable, pero la manera desde la cual arribar al asunto tiene algunos altibajos. Ahora bien, señalada la temática los ejemplos vienen solos. Hay algunos bárbaros, como lo corrobora la obra del norteamericano Todd Solondz; basta la mención de Felicidad (1998) para dar rúbrica. Desde otras miradas, podría pensarse la película de De Matteo desde el cruce entre otras dos: Elena, del ruso Andrei Zvyagintsev; y Un dios salvaje, de Roman Polanski. En la primera, a partir del amparo sobreprotector de una madre, quien lejos de cualquier miramiento hará lo que deba con tal de atender al bienestar de su hijo. En la segunda, desde el pleito entre dos parejas, preocupadas por el cuidado de un lugar social que sus hijos deben prolongar. En función de estas consideraciones, Nuestros hijos tiene aspectos coincidentes y logra una puesta en escena simétrica, que se reparte entre dos hermanos y sus matrimonios. Paolo (Luigi Lo Cascio) es médico pediatra, Massimo (Alessandro Gassman) es abogado. Como si fueran dos caras de matices encontrados, estos rasgos se articularán con las figuras de sus esposas, a la manera de espejos encontrados; es decir, al estar casado por segunda vez, la mujer de Massimo opera desde un lugar de "alteridad", que contrasta con la mujer "de siempre" que es la esposa de Paolo. En ciertos asuntos, la primera no tendrá voz ni voto, siendo como es una madre con otras "características". Pero a no confundir, porque lo que prima es el círculo en cuestión, con sus ritos que respetar: todos los meses, las parejas se reúnen a cenar en el mismo restaurant. Si bien la costumbre se cubre de desdén y recelo, no dejará de cumplirse. En todo caso, lo que importa es el mantenimiento de un equilibrio funcional. Desde su puesta en escena, la película lo trabaja a partir del contraste ya referido: mientras Paolo salva la vida de un niño accidentalmente baleado, Massimo logra la liberación del autor del hecho. Las circunstancias llevan a que mismos sucesos accionen de manera dual, mientras los personajes se cruzan reproches. O también: es gracias a esos reproches como la balanza se sostiene de manera inadvertidamente consensuada. Pero cuando el desborde llegue, las partes habrán de tomar medidas tal vez diferentes; ello sucede cuando un video de vigilancia tal vez identifique a sus hijos durante la golpiza a una indigente. Así, los adolescentes Michele y Benedetta ‑otra vez el contraste, desde los sexos‑ surgirán como signo de una relación interfamiliar que tiende lazos al todo social, como concatenación de un mismo statu quo. Cuando el hecho cobre notoriedad (televisiva) y el diálogo familiar adquiera un nerviosismo que deje de ser latente, nada será lo que parecía. Los comportamientos de cada uno mutará de maneras aparentemente contradictorias; pero la apariencia, se entiende, no es más que un ardid de la puesta en escena, ya que la prédica del film estriba en la superficie cínica de cierto tipo de comportamiento social (y económico). Vale decir, esta consideración toma por referente tanto a la clase media acomodada como a la clase alta, ámbitos donde habitan los personajes. Hay un lugar que se ha ocupado en el mundo y que sus protagonistas pretenden prorrogar. En algún momento, Paolo dirá: "todo se ha terminado", y es éste el pozo que Nuestros hijos alcanza, una vez logre desprenderse de las diferentes pátinas o cáscaras. Desde otro ejemplo cinematográfico, una situación similar atraviesa Il papà di Giovanna, de Pupi Avati, si bien desde el telón de fondo de la Italia fascista y con personajes de extracción más humilde. La diferencia está en que mientras el film de Avati asume el hecho con un pesar insondable, la película de De Matteo lo hace con personajes finalmente siniestros, amparados por un sistema social que los protege. Este escenario se completa por medio de una suerte de radiografía social en donde la violencia está implícita. La primera secuencia de la película lo corrobora y la ratifica con su señalamiento como caldo de cultivo televisivo y de internautas. Eso sí, hay una frontera lábil, que borra la diferencia entre el dolor real y su simulacro; los espectadores de uno y otro formato ‑de internet o televisivos, sean adultos o adolescentes‑ comparten la misma falta de discernimiento o sensibilidad, mientras eligen acompañar sus risotadas o comidas con estos programas de contenido extremo. Lo que aqueja a Nuestros hijos es su verosímil forzado, que la obliga a adoptar un tono por momentos didáctico, con situaciones demasiado evidentes. No hay un acento en los matices, en donde la atención recaiga en los detalles, en los gestos leves. En Nuestros hijos todo sucede de manera programática, ordenada. No hay una gradación que haga a los personajes ‑y espectadores‑ arribar a un quiebre más sensible, casi inadvertido, sino una sumatoria de acciones que funcionan desde la significación premeditada, con el fin puesto en el logro del golpe de efecto final, poco convincente. Como ejemplo mejor, viene bien recordar la ya citada Elena, de Zvyagintsev; es tan sutil en lo que propone que al espectador lo toma por sorpresa, como si no hubiese sucedido (casi) nada. Porque, ¿hay algo más fuerte que el amor de una madre?
Cuando los zombies se toman el tren El film coreano es notable por donde se lo mire. El apocalipsis en un tren y la irresponsabilidad del mundo financiero. Una niña que busca a su padre en un mundo de adultos que se despedazan. El final toca un ánimo de amargura. Los zombies continúan y con una salud a toda prueba. No hay otro monstruo para estos días, que corren lento o rápido (la velocidad zombie es relativa). Al tema supo dedicarle un libro bárbaro Jorge Fernández Gonzalo, quien en Filosofía zombi (Anagrama, 2011) da cuenta del vínculo esencial entre estos no‑muertos y los vivos que deambulan por las ciudades. El faro del autor es el cine de George Romero, con La noche de los muertos vivos (1968) como punta de lanza política. El cómic The Walking Dead del escritor Robert Kirkman, supo cómo actualizar al maestro, con una redimensión televisiva todavía en curso. Ahora bien, lo de la película surcoreana Invasión zombie es más y mejor de lo mismo. A no orientarse por el título local y malísimo, sino por los hechos: estreno en Cannes, éxito de crítica y público, y un realizador ‑Yeon Sang‑ho‑ surgido de la animación, con predilección por el mundo terrorífico. Así las cosas, Invasión zombie es el periplo desesperado de un tren por arribar a la ciudad de Busan. La partida se da sin conocimiento de lo que sucede: los seres humanos se están atacando a dentelladas. El estupor frente a la información televisiva transmuta de a poco en horror. De esta manera, el tren comienza a sufrir una epidemia voraz, con la consecuente fragmentación humana: sanos contra infectados, y sanos contra sanos. Pero el móvil del relato es más simple y universal: es el viaje entre un padre y su hija, ella es una niña, él es un agente financiero. La relación ente ambos no es la mejor, merced a una distancia que se acentúa, con él inmerso en su trabajo. Finalmente, accede al deseo postergado de la pequeña: ir a la casa de la madre. De allí en más, el padre se verá obligado a desatender su teléfono de trabajo, mientras inclina la balanza a favor del cuidado paternal. En la faena le acompañarán otros personajes, cada uno con una historia a cuestas, capaces de conformar un grupo minimalista ‑de cuidado por la vida (hay una mujer embarazada) y de borramiento de clases sociales (hay un mendigo)‑, forzados a convivir en esta bala dirigida que es el tren, infestado de muerte. Si en el cine de Romero la responsabilidad del virus descansaba en maniobras militares, en Invasión zombie los hombres de negocios serán los responsables. Aspecto que el padre en cuestión subraya: comienza la película en su rutina de trabajo, rodeado de luz blanca y oficinistas, para finalizarla desde el exacto contraste. De ser alguien indiferente, que ignora el sufrimiento o la necesidad ajenas, culmina por asumir rasgos heroicos, acordes con la aventura que le toca sobrellevar. Pero todo esto no es suficiente, porque lo que también se necesita es una imaginería que sea de terror, con cuerpos mordidos y prestos a adquirir un andar tan deforme como veloz, de avidez sangrienta. Más un pulso narrador que organice y logre verosimilitud. Por ejemplo, cuando los personajes deban atravesar varios vagones con el fin de rescatar a otros, la dirección a recorrer será inversa a la que el tren sobrelleva. La velocidad, en esa secuencia, está a favor de los zombies. La percepción del espectador se altera, y la fuerza que hace posible la hazaña será más intensa. De este modo, la comprensión espacial -y temporal- del cineasta es perfecta. Además, hay un timing que regula la narración sin perder profundidad en los personajes, cuyas caracterizaciones llegan a alcanzar un grado de empatía con el espectador que no será garantía de supervivencia, sino modo desde el cual ahondar en sensaciones encontradas, con la angustia como una de las maneras desde las cuales el cine se sabe posible. El desenlace, a su vez, guarda cierto guiño con el de La noche de los muertos vivos, pero para tomar un rumbo distinto, a partir de un elemento previo, apenas esbozado sobre el inicio del film. El final lo completa con otro sentido y logra que la pelicula concluya, pero con los puntos suspensivos necesarios. De esta manera, se fusionan cierta conmisceración con un sabor de incertidumbre. Es tan profunda la resolución, que logra tocar un ánimo de amargura. Y sitúa a esta película en un lugar de honor, pasible de ser una referencia obligada en su género cinematográfico.
La película de la mujer suficiente Con ritmo sostenido, el personaje de Sonia Braga es la mesura, la experiencia desafiante y la virtud de los vinilos que atesora. Aquarius es la película de Sonia Braga, y está bien que sea así. Desde ya que el film se preocupa por más, y que la elección de la actriz fue posterior al guión de su director, Kleber Mendonça Filho. Pero lo cierto es que la convocatoria que significa la brasilera no se discute, tampoco su caracterización desde la pantalla, porque así de bien está su personaje. A la par de una cámara que la quiere mientras la retrata. Vale decir, Aquarius es noticia porque Sonia Braga está en ella y ¿quién no quiere volver a verla? ¿Eh? También porque el film quedó felizmente asociado a la repulsa que sus integrantes manifestaron, desde la alfombra internacional de Cannes, al golpe de estado que Brasil sufre en manos de Michel Temer y acólitos. Dado el conformismo político que pulula, el gesto no es habitual. Pero por sobre todo, Aquarius tiene una construcción dramática sostenida que se ampara en los movimientos demorados de Clara, su personaje principal. El film tiene el ritmo de ella, su andar sostenido, sin apuros ni retrasos. Como si quienes rodearan a Clara debieran acostumbrarse a su talante rítmico. De esta forma, el personaje de Sonia Braga se perfila como el eje sobre el cual se ordena la narración. No es sólo una virtud de la actriz, ya que evidentemente se juega esta misma composición en la recreación que de la Clara más joven desempeña Barbara Colen. De este modo, hay una continuidad entre el prólogo ‑situado en 1980‑ y el presente que marca el pulso de la historia y, justamente, su puesta en escena. Así, la elipsis acelera el tiempo. Pero Clara continúa igual: aferrada a su departamento de toda la vida, en un edificio que un grupo económico ya compró en su casi totalidad para derribar. Sólo falta ella. Clara persiste y no tardará en sufrir las consecuencias, entre la fiesta orgiástica sobre su departamento y una invasión de prédica religiosa. No faltan los "argumentos" que pretendan situarla, de cara a una zona que ya no es "segura", que no se corresponde con su edad, que mejor estar entre cámaras de vigilancia ‑le dicen‑ y al amparo de decisiones más jóvenes. En el barrio y en la misma familia es cierto que no faltan quienes han cambiado, prestos a adoptar tales libretos. "Me conocías de niño pero no de adulto", le espetan con desafío a Clara. Ella, en tanto, busca amparo en la mujer que trabaja en su casa, en la amistad de las amigas, en los vinilos que atesora. Su tarea como crítica de música es la del apego al objeto, a la historia que este contiene. Un vínculo generacional que las nuevas tecnologías amenazan socavar sin la custodia de la memoria. Al respecto, es suficiente la cita metatextual que Aquarius establece con el cine mismo, al hacer referencia a un edificio barrial que ya no guarda relación con su arquitectura de origen. Clara, sin embargo, lo recuerda como cine. Por eso y porque lo dice, ella es una amenaza, de cara a un proyecto edilicio que promete paraísos para algunos, implementado por sabihondos del mercado que rebosan de cursilería, de estampa publicitaria y de mucho dinero. Son ellos, a recordar, los que han metido al cine dentro de shoppings, con entradas privativas. Podría malpensarse en Aquarius como en una película reaccionaria. A no confundir, su postura es bien diferente, porque apela a la memoria como un recurso necesario a la condición humana. Como ejemplo y por poseer las fotografías familiares archivadas, Clara puede referir a los demás su historia de vida. Costumbre que quizás muera con ella. De todos modos, la película de Kleber Mendonça Filho apela a una continuidad desafiante, sin buscarla en la cercanía familiar, sino en quienes todavía poseen cierta sensibilidad. Desde esta signatura, la película se permite por momentos jugar con el prejuicio del espectador, para hacerle caer en la cuenta de que no todo es lo que parece, y de que la dignidad está escondida en personas que no son, justamente, las que tienen dinero. Las y los adinerados, en última instancia, son quienes han establecido las líneas divisorias, reales y alegóricas. Clara las señala y las cruza. Su propio cuerpo carga con ello, de manera recubierta y también al desnudo. Como un sufrimiento que permanece pero que sin embargo es suyo. Un dilema que ella encarna por elegir recordar y, de esta manera, saber pensar distinto.