Isabel es una niña de 15 años que vive con su madre y su hermano menor en el norte de la Argentina y que solo sueña con ir a conocer la ciudad. La muchacha no tiene el dinero para hacerlo sola y le insiste a su mejor amiga, Sara, para que la lleve con ella la próxima vez que haga el viaje con su padre, pero el plan se dilata y parece que no va a concretarse nunca. Entonces comienza la construcción de un hotel en el pueblo, e Isabel le da una mano a su madre vendiendo empanadas a los obreros; así conoce a Miguel. A través de su relación, la joven comienza a entender que su belleza puede ser un arma para conseguir lo que desea. Isabel se va adentrando en una relación extraña y asimétrica, un mundo en el que la inocencia es su enemiga y donde los límites y el control sobre su cuerpo y su sexualidad son difusos. Si existen prejuicios sobre lo que significa vivir en un pueblo, la distancia subjetiva entre la Capital Federal y el resto de la Argentina y las posibilidades de futuro para los jóvenes de bajos recursos, especialmente para las mujeres, esta película los tiene todos. Luján Loioco pone el foco en una problemática existente y real, pero su mirada parece, en un punto, construida sobre estereotipos y caminos ya recorridos en el mundo del cine y la ficción. La historia va avanzando de manera predecible en un terreno donde la soledad de su protagonista define la elección de un camino que, si bien parece más sencillo y rápido, también es el más costoso.
Kolya Sergeyev (Aleksey Serebryakov), es un mecánico que vive en un pequeño pueblo costero del norte de Rusia junto a su esposa, Lilya (Elena Lyadova), y su hijo Roma (Sergey Pokhodaev), que pertenece a un matrimonio anterior. La vida aparenta ser tranquila, más allá de los roces propios de la convivencia con un adolescente que reniega de la nueva pareja de su padre, hasta que este hombre que ha dedicado su vida a construir un hogar y una familia en el lugar que lo vio crecer, ve todo su esfuerzo y su futuro amenazados por la ambición del poder. La estabilidad de Kolya peligra cuando Vadim Shelevyat (Roman Madyanov), el alcalde local, pretende comprar el terreno donde se alzan su casa y su taller a un precio irrisorio, con el objetivo de construir un centro comercial en su lugar. Gracias a sus contactos e influencias, el político obtiene un permiso municipal para llevar su proyecto adelante a pesar de la negativa del dueño, que no quiere vender ni tiene interés en el dinero. Es entonces cuando Kolya acude a un viejo amigo del servicio militar, Dmitri (Vladimir Vdovichenkov), que viaja desde Moscú para darle una mano y defenderlo en el litigio, aunque su intervención acaba siendo un problema más en la vida privada de Kolya. Leviatán es una adaptación libre de la historia bíblica de Job, en la que el director Andrei Zvyagintsev muestra, por un lado, la vida de un hombre que intenta seguir los principios y valores con los que ha sido criado, incluso cuando estos lo alejan de las personas que lo rodean y en un punto, acaban por difuminarse y perder sentido. Por otro lado, aparecen los elementos más corrosivos de una sociedad, para los que priman el capital, el poder, la ambición y el avance por sobre los miembros más débiles de una cadena que, lentamente, se acaba comiendo a sí misma. Rodeados de un paisaje áspero, aislado y frío, cada uno de los personajes se va enfrentando a las versiones más crudas de sí mismos, hasta quedar solos con sus propias decisiones y, en definitiva, sus consciencias. Ayudadas por este escenario, la fotografía y la música, realizada por nada menos que Phillip Glass (responsable, entre otras bandas de sonido memorables, de The Truman Show), sumen al espectador en una desolación que ayuda al relato y al avance de esta historia dramática que, más allá de toda alegoría, vale la pena disfrutar en la pantalla grande.
Alice es una mujer que parece haber alcanzado un momento ideal en la vida; con tres hijos adultos, cuyas vidas estás relativamente encaminadas, un esposo que la acompaña en una agradable intimidad y una carrera exitosa como profesora de lingüística, sus 50 años la encuentran radiante y plena. Y entonces, comienza un lento y muy consciente proceso en el que lo pierde todo en manos de un tipo muy raro de Alzheimer que, en un período de entre dos y cinco años, deteriora su cerebro al punto de olvidar las palabras y sus significados. Alice, que “siempre estuvo definida por su intelecto”, palpa los hilos de recuerdos que se van deshaciendo y gastando como el cabo de una soga que se desarma en su cabeza. No hay modo de volver a unirlos, ni de recuperarlos. No es posible vivir en el presente sin saber quiénes fuimos o cómo llegamos al día de hoy, porque la memoria nos define como personas y, de un modo u otro, moldea el futuro. Al olvidar su pasado, Alice se detiene en el tiempo para siempre, en una especie de limbo en el que los recuerdos le llegan de lugares muy lejanos y desconectados, aislados de la realidad. Julianne Moore ha hecho películas en las que perdió las ganas de vivir (Las Horas), a su hijo (Misteriosa Obsesión) y a su marido en manos de otra (Chloe), pero esta vez lleva el acto de perder a un nuevo nivel. La plena consciencia y el tezón con el que lucha para no abandonarse a sí misma, la resignación y la dureza de una mujer acostumbrada al trabajo duro y a cuidarse sola, se reflejan en cada gesticulación del rostro y con el cuerpo. Junto a los directores Richard Glatzer y Wash Westmoreland, construye una persona y una historia que se auto destruyen en un proceso tan abrupto como profundo. De más está decir que el Oscar que Moore recibió en la última edición de los premios por este papel estuvo merecidísimo, aunque sus compañeros de reparto no la hayan acompañado tan efectivamente con sus interpretaciones: Alec Baldwin está en el rol de marido amoroso y demasiado dedicado a su trabajo que ya ha hecho tantas veces, Kristen Stewart es una hija rebelde que no cumple el deseo de los padres de ir a la universidad, y completan el cuadro Kate Bosworth y Hunter Parrish, también en papel de hijos. Es posible, sin embargo, que estas elecciones no fueran casuales a la hora de pensar en personajes que realmente se vieran perdidos y no supieran bien cómo manejar ni acompañar el avance de un enemigo tan silencioso e inasible como una enfermedad mental – y vale destacar la incomodidad y torpeza con la que Stewart suele mostrarse, tanto dentro como fuera de la pantalla. Siempre Alice es una película que habla sobre la importancia de los recuerdos como anclas, como conexión con nosotros mismos y nuestro entorno, y muestra cómo la falta de historia nos deja a la deriva. Detenidos. Still.
“Mortdecai, el artista del engaño”, está basada en una serie de libros de Kyril Bonfiglioli en los que el protagonista, Charlie Mortdecai, es un antihéroe que, con el propósito de sostener sus caro y sofisticado estilo de vida, recurre a negocios dudosos dentro del bajo mundo del arte europeo. Antihéroe carismático, negocios dudosos, mantener una vida lujosa, codearse con el bajo mundo. Teniendo en cuenta los personajes que Johnny Depp ha elegido interpretar en los últimos años, independientemente de los resultados, es fácil ver por qué le pareció una buena idea llevar los libros en cuestión a la pantalla grande. Es una pena que sea poco lo que la dirección de David Koepp (responsable de guiones de la talla de Jurassic Park, Mission Impossible y Spiderman), y las actuaciones de reparto de Gwyneth Paltrow, Paul Bettany y Ewan McGregor pueden hacer por rescatar una historia y un personaje que, en manos de Depp, se vuelve flojo, denso y repetitivo. El guión, que en rigor no es de Koepp sino de Eric Aronson, es de por sí algo trillado y predecible: la historia gira alrededor del intento de Mortdecai (Depp) de recuperar su fortuna, que ha ido mermando a causa de su estilo de vida, pleno de excesos y evasiones fiscales que lo sumergen en una deuda con el estado de más de 8 mil libras. Su esposa Johanna (Paltrow), comienza a planear la venta de sus posesiones, en un intento de hacerse cargo del honor familiar y salvarlos de la ruina – hasta que Alistair Martland, un agente del MI5, recurre a Charlie por el robo de un cuadro que, según se rumorea, ha entrado en el mercado negro. Sin dudarlo demasiado, “el artista del engaño” se embarca en la aventura de recuperar la obra junto a su fiel guardaespaldas Jock (Bettany), y comienza una serie de enredos y confusiones, amorosas y no tanto, que Charlie deberá resolver, no sin mucha (muchísima) ayuda de quienes lo rodean – haciéndolo quedar como en estúpido en casi todas las ocasiones, al punto de que deja de resultar gracioso. Dentro del género de la comedia, el humor se agota a fuerza de repetición, clichés y elementos obvios colocados con el único propósito de recurrir al chiste fácil en los momentos de relativa tensión. David Koepp es conocido, entre otras cosas, por haber escrito guiones altamente taquilleros y que, para bien o para mal, devinieron en clásicos pochocleros, y ya había dirigido a Depp en La Ventana Secreta – quizás en un género y una etapa de la carrera del actor en la que era más fácil de dirigir, o menos difícil de sacar del estado de personaje permanente que, a esta altura, lo hace parecer siempre igual. Si parecía que lo que perjudicaba a Depp era la asociación con Burton, cuyo estilo y personajes también han devenido en clichés algo gastados con el tiempo (aunque defiendo mucho más a Burton), Mortdecai viene a despejar algunas dudas. Y poner de manifiesto que su estadío de pelmazo se traslada a todas las producciones en las que parece tener cierta libertad de elección dentro del guión. Sería injusto condenar del todo el film, que podría zafar en un momento de aburrimiento. La fotografía está muy bien, y ciertas partes de la trama, en las que seguimos las peripecias del jet lag de la alta sociedad, resultan simpáticas. Para ver sin muchas pretensiones. PUNTAJE: 4/10
Bajo la dirección de Morten Tyldum, Benedict Cumberbatch se pone en la piel de Alan Turing, un matemático que, durante la Segunda Guerra Mundial, colabora con el servicio secreto de inteligencia británico (M16), para intentar decodificar la información encriptada que los alemanes se envían entre sí a través de ondas de radio. Junto a un equipo de colegas y criptógrafos convocados especialmente para esta tarea ultra secreta, Turing se embarca en una carrera diaria contra el reloj para conseguir crear una máquina que logre descifrar la información en menos de 24 horas, tiempo en el cual el código caduca y los obliga a empezar de nuevo. Si bien no está entre las favoritas para ninguna de las 8 categorías por las que compite en los Premios Oscar (entre ellas, Mejor Película, Director y Actor), El Código Enigma (The Imitation Game), hace honor a su nombre y cuenta mucho más de lo que la trama general revela en una primera lectura. Basada en hechos reales, y adaptada por Graham Moore a partir del libro homónimo de Andrew Hodges, la película plantea, dentro del contexto de por sí complicado de la guerra, las dificultades sociales y los prejuicios que vienen aparejados a tener intereses distintos, inteligencia y, sobre todo, cierta conciencia de que existe esa inteligencia. Un poco a la manera en la que la película “Una Mente Brillante” (A Beautiful Mind, 2001) muestra la vida del matemático John Forbes Nash, interpretado por Russell Crowe, sólo que en este caso, Turing no padece esquizofrenia ni ninguna enfermedad mental en particular (salvo quizás cierto nivel de Asperger), si no que es homosexual – lo cual en aquella época era un delito condenable. A fuerza de adaptación y comprensión de cómo deberían ser las relaciones, Turing acaba por camuflarse entre sus colegas – motivado por un tipo de cariño que, si bien es sincero, no logra pasar de la amistad. Pero su esencia no cambia y, con el tiempo, aquello que se construye para conformar a otros se muestra frágil e insostenible. Procesar y vivir las emociones de forma distinta al resto de los seres humanos, ¿nos convierte en robots? Ser directos y evitar los códigos sutiles del lenguaje, ¿nos hace monstruos insensibles? El interés por el bienestar de otra persona, ¿llega alguna vez a parecerse al verdadero amor? Incluso sin ser puestos en contexto, ante el avance de las comunicaciones en redes sociales, los fenómenos como el bulling o el cyber bulling y la alienación general en materia de tolerancia, estos interrogantes se presentan como temas actuales y que merecen una reflexión. Cómo nos percibimos a nosotros mismos y cómo nos mostramos ante los demás; de qué modo ponemos en juego nuestros puntos fuertes y habilidades para que funcionen con las capacidades de otros, o si acaso elegimos aislarnos. Qué perdemos y ganamos en esas elecciones, y hasta qué punto son influenciadas por los prejuicios, propios y ajenos. Toda esta subtrama del film que, a mí entender, es el mensaje más importante que encierra, está bien soportada por el contexto no menos terrible en el que transcurre, que es nada menos que la Segunda Guerra Mundial – si bien por momentos el espíritu nacionalista británico y el patriotismo resultan un poco exasperantes. A lo largo de la película, Cumberbatch hace gala de su habilidad para representar personajes calculadores y un tanto desapegados, cuyas motivaciones particulares son más lógicas que emotivas; el perfil de correcto y frío caballero inglés le queda muy bien – ya lo conocemos interpretando a Sherlock Holmes, por ejemplo. Quizás es justamente por eso que resulta tan creíble su vulnerabilidad en los momentos más álgidos y dramáticos de la historia, en los que comprendemos que mantener distancia de los sentimientos propios y ajenos, incluso como arma de defensa, tiene un precio. Hay que decir que la elección de Keira Knightley para interpretar a Joan Clarke, la única mujer que integró el equipo de trabajo del código Enigma y que estuvo brevemente comprometida con Turing, fue más que acertada. Además de funcionar como una contraparte sensible frente al robotismo del protagonista, Knightley trabaja bien en roles de mujeres de época que, sin ser femmes fatales, se defienden y sobreviven en un mundo de hombres a partir de sus fuertes convicciones y objetivos. Con todo, la película justifica todas y cada una de las nominaciones que ha recibido, tanto a los Oscar como a Golden Globes y otros reconocimientos en el mundo del cine. PUNTAJE: 9/10 Por Lucía Frank Langer
[REC] 4: Apocalipsis es la cuarta (¿y última?) entrega de la saga REC, creada por los españoles Jaume Balagueró y Paco Plaza. Para los fans de la historia, o para los que al menos la conocen y saben de qué van las tres primeras partes (yo pertenezco al segundo grupo), la acción retoma el final de la segunda película, en la que un grupo de rescatistas entran a un edificio a salvar a los posibles sobreviventes de la propagación de un virus que convierte a la gente en zombies. Una de las personas que está ahí adentro es Ángela Vidal, protagonista de la primera REC, una periodista que llegó al lugar a investigar, quedó atrapada con su equipo y su cámara en medio de la crisis sanitaria, y de paso se dedicó a filmarlo todo. De ahí el nombre de las películas. Volvamos. La acción comienza, entonces, cuando el equipo de rescate, ya rendido después de muchas bajas, empieza a colocar bombas dentro del edificio y se dispone a retirarse. Entonces, uno de ellos escucha a la periodista en los pisos superiores y corre a rescatarla. Lo siguiente que vemos es a Ángela atada en una camilla, con médicos y científicos a su alrededor que le hacen pruebas para estar seguros de que ella no porta el virus. A través de las cámaras de seguridad, llegamos al camarote del rescatista que la salvó, Nic, que no sabe bien dónde está, así que sale a investigar un poco. Se encuentra entonces con una anciana, que conocemos de la tercera REC (que transcurre en un casamiento en la que hay un estallido del virus), que le pregunta por su nuera y le pide que les avise a todos que no se tienen que olvidar de ella. Nic le promete volver y sigue su camino hasta que se topa con Ángela, que logró escaparse y es perseguida por los guardias; él la defiende y siguen corriendo hasta que llegan a estribor y se dan cuenta de que están en un barco. Los rodean, se llevan a Ángela, Nic se hace amigo del Capitán, que le cuenta que están completamente aislados (la radio no funciona), y que será así hasta que bajen órdenes de parte de los científicos. Hasta acá, se podría decir que el argumento de REC 4 es el resultado de las tres primeras películas: lograron aislar el virus, tomaron a los únicos sobrevivientes de los estallidos, los pusieron en cuarentena en un barco en el medio del mar y empezaron a hacer estudios para desarrollar una vacuna. Es una película de terror, no cuestionaremos las implicancias morales. Los efectos en general están muy bien logrados, tirando más al grotesco y al morbo que a la credibilidad. En este sentido, hay escenas forzadas desde el guión, que tiene bastantes problemas de obviedad y algunos errores de concepto, aunque para los amantes de las imágenes fuertes puede estar bien. Eso sí: no es una película que dé miedo, y tampoco abunda demasiado el factor sorpresa. Un domingo de lluvia, puede andar entre las primeras 10 opciones.