Danza macabra Luca Guadagnino reedita Suspiria de un modo completamente distinto al original, abandonando los fuertes colores por un énfasis en el cuerpo. Hace un cuarto de siglo el director Luca Guadagnino conoció a Tilda Swinton, la mujer de las mil caras, y le propuso hacer una remake de Suspiria: una de las películas de terror más escalofriantes de la historia del cine. Veinticinco años después formaron su propio aquelarre y alcanzaron un desafío que parecía imposible. Lejos del rojo furioso y los azules eléctricos de Dario Argento (heredero de la dirección de arte pictórica de Mario Bava), Suspiria de Luca Guadagnino nos abre una puerta de colores tenues. Una paleta invernal, invadida de grises, que nos despega de la exigencia de pedirle al director de Llámame por mi nombre que su película esté a la altura de la original de 1977. El acento no está puesto en el pantonne sino en el cuerpo. El cuerpo es la puesta en escena. El cuerpo como lugar habitado y sometido, pero también como fuente de placer. Propio y ajeno. El Technicolor de aquellos pigmentos primarios que prendieron fuego eternamente nuestras pupilas cuando Jessica Harper recorría en mallas los pasillos de la academia de ballet quedaron atrás para conocer un nuevo escenario fiel a su tiempo: resaltando la belleza sombría del escombro, del grafitti apagado, de la pared descascarada que funciona como un lienzo enchastrado con acrílico. Más cercana a la estética de Fassbinder que a la de Argento. Ambientada en 1977, el año en que se estrenó la Suspiria co-guionada por Daria Nicolodi, basándose en las experiencias traumáticas que ella atravesó estudiando danza, esta nueva obra se hace cargo del contexto elegido. Un Berlin dividido y azotado por el terrorismo de las Brigadas Rojas, reluciendo un terreno en ruinas de una guerra que no cesa. Conviviendo víctimas y victimarios en una misma ciudad, en una paz forzada después de un conflicto como lo fue la Segunda Guerra Mundial. Un campo de batalla que también es testigo de la fuerza subterránea de un terremoto feminista. Las brujas tampoco son las mismas, y es en esa decisión donde Guadagnino también se hace cargo del presente, deshaciendo la idea misógina de bruja propia de la Inquisición para proponer una lectura de mujeres empoderadas. Llegando a rotular como holocausto, por terribles y numerosos, los crímenes de odio contra la mujer. Donde en el film de Argento la inestabilidad era climática e idiomática en esta película es política. En la primera era el lugar el que complotaba contra nosotros; ahora es el momento, la historia. “Traiciona el espíritu del original”, declaró Dario Argento hace unas semanas. Tiene razón. Y por suerte es así. La única manera de competir con la primera Suspiria es no compitiendo. ¿Cómo acercarse a una obra tan autoral e icónica para el género? Separándose de un Gus Van Sant que replica plano por plano a Psicosis de Hitchcock, y parándose en la misma vereda de Werner Herzog cuando se atrevió a revisitar, sin necesidad de imitar a nadie, Nosferatu de F. W. Murnau. Luca Guadagnino evita el riesgoso camino de la remake servil para utilizar el universo de Suspiria en pos de contar una historia distinta. Ese es el mayor logro del noveno largometraje del director italiano: conseguir que su Suspiria tenga identidad propia. “La danza no parte de un texto ya existente, sino de un juego de experiencias que consiste, en el fondo, en reconocer algo todavía desconocido” dijo una vez Pina Bausch, bailarina alemana que es central para entender la danza contemporánea que en la nueva Suspiria reemplazó al ballet clásico. Guadagnino refleja esa frase en su película. Él pudo reconocer algo todavía desconocido aun partiendo de un texto ya existente. Y es justamente el baile, elegido como conflicto rítmico del relato, el enorme detalle que vuelve a esta película tan extraña al espectador fanático de la original. La danza acá es parte del hechizo. Un paso puede ser un golpe, y un salto provocar un knock out de un cuarto a otro, dividido por espejos. “Una parte del problema es la incapacidad de no ver tu cuerpo en el espacio. No basta la perspectiva de un espejo ni la de una imagen. El movimiento nunca es mudo. Es un lenguaje. Es una serie de formas energéticas escritas en el aire como palabras formando una frase. Como poemas”, le dice Madame Blanc (Tilda Swinton en uno de los tres personajes que interpreta en la película) a la protagonista, Susie Bannion (una Dakota Johnson dejando su vida en las tablas). La nueva Suspiria muestra el difícil proceso de adueñarse del cuerpo, de encontrar un vínculo irrompible. Un cuerpo que puede usarse para el bien o para el mal. Es una película tan física que en la secuencia más gore del relato el pecho de un personaje se vuelve abertura como cuando en Videodrome, de David Cronenberg, el protagonista metía un VHS adentro de una vagina en su panza. Son mutaciones que nos provocan electricidad en nuestro propio cuerpo. Tal vez porque Madame Blanc le transmite a su alumna favorita que cada salto en el aire tiene que ser un relámpago, y finalmente esta Susie Bannion logra desatar la tormenta esperada. Suspiria no es necesariamente una remake. Es, como explicó Guadagnino, quien vio por primera vez la película de Argento a los 14 años y ya no volvió a ser el mismo, un homenaje a las emociones que sintió al verla. El temor que lo atravesó se refleja en la música compuesta por Thom Yorke, que envuelve con alambres sonoros, como aquellos que en 1977 arrastraban a la muerte a Sara, los recuerdos perturbadores de Susie. Manteniendo prendida la luz de amenaza de que la imagen más estrepitosa está por llegar. El terror hecho danza. La danza hecha terror. “Hay dos cosas que la danza nunca puede volver a ser: hermosa y alegre. Hoy necesitamos romperle la nariz a toda cosa hermosa”, agrega Tilda Swinton vestida de Madame Blanc con esa mirada enigmática que oculta la duda de si te va a dar un abrazo o a clavarte un cuchillo por la espalda. Guadagnino, contra todo pronóstico, lo logra: abandona los paisajes bellos y tranquilizadores de Llámame por mi nombre para retratar la violencia de género y el sometimiento de cientos de años de manera feroz y descarnada, animándose a una película discursiva pero sin menospreciar la potencia del gore. Entendiendo al miedo no como un sentimiento de debilidad sino como el motor para volvernos fuertes.
La vida acuática En su ópera prima, María Alché retrata a una mujer que ocupa los espacios de su hermana muerta, consiguiendo un relato onírico y cautivante. Una cortina flameando presenta a la protagonista, Marcela (Mercedes Morán), a través de su sombra. Una silueta oscura que contrasta con la luz que atraviesa la tela. Cuando los colores de su rostro se definen, el personaje abre la puerta de una habitación para luego dirigirse a la heladera, donde descubrirá, como un tesoro perdido, los restos de un postre helado en el freezer que no dudará en comer. Ella se mueve por la casa con el peso de un fantasma que regresó a un lugar conocido. Habitado. Es el hogar de su hermana Rina, quien acaba de morir dejando un museo de incontables objetos que rebosan en todos los recovecos del departamento. Será Marcela la encargada de desarmarlo, de guardar una a una sus pertenencias en cajas, de cancelar una vida extinguida con cinta scotch. Familia sumergida, ópera prima de María Alché, es una película que no narra acciones sino sensaciones. Por eso la fotografía de la francesa Hélène Louvart es poco nítida, difuminando los contornos de los personajes. Sumergiéndonos a nosotros en la profundidad del agua junto a Marcela, su marido, sus tres hijos, y Nacho (Esteban Bigliardi), un visitante enigmático que le permitirá a esta mujer sobreviviente nadar crol más que hacer la plancha. La dirección de arte acentúa esta idea sutil de mostrar a este grupo de personas sumergido a través de numerosas plantas que enmarcan los ambientes, como si fueran algas marinas y cachalotes rodeando los sillones y portarretratos que decoran la casa. Ambas: la de Marcela y la de su hermana Rina. La protagonista tiene el cuerpo dividido entre las dos casas, estando ausente en cada lugar que pisa. María Alché, quien debutó en cine interpretando a la hija de Mercedes Morán en La niña santa (Lucrecia Martel, 2004), filma los llantos silenciosos de Marcela, imperceptibles al ojo humano. Tal vez porque este personaje femenino se asemeja demasiado a un hipocampo: sin escamas, nada en posición vertical, a diferencia de la mayoría de las criaturas acuáticas. Tiene la capacidad de cambiar de color para mezclarse con el entorno, de volverse invisible para el otro, incluso para ella misma. Como el caballito de mar no tiene mecanismo para defenderse contra los depredadores, su estrategia es esconderse. Por eso Marcela se oculta al comienzo tras una cortina. Para protegerse de los recuerdos de su hermana, tan presente que se convierte en una amenaza más grande que una mantarraya. Si bien Familia sumergida, ganadora del premio Horizontes Latinos en la 66 edición del Festival de Cine de San Sebastián, es un drama introvertido, a medida que avanza el relato se anima a bordear climas de terror, recordando a la paranoia que padecía el Sr Trelkovsky en El inquilino (Roman Polanski, 1976). Tanto ese personaje, interpretado por el director polaco, como Marcela, se afincan en un sitio ajeno perteneciente a alguien muerto. Marcela se prueba el tapado de su hermana Rina frente al espejo al igual que el Sr Trelkovsky jugaba a vestirse de Simone, la anterior inquilina del departamento que ocupa. Están tan cerca de aquellas mujeres difuntas que no tardan en observarlas caminar por el ambiente. Incapaces de distinguir entre fantasía y realidad; entre sueño y vigilia. Pero mientras Roman Polanski decidía aclarar, en el desenlace de la película, qué era verdad y qué era alucinación, María Alché demuestra, al mejor estilo Martel, que la única verdad son las emociones del personaje, de esa madre, hermana, esposa y amante que se encuentra rajada por dentro y por fuera. Esa firme postura autoral consigue que el relato bordee por momentos una atmósfera lyncheana, donde los ancianos escalofriantes de El camino de los sueños (2001) parecen haberse escapado de esa película para invadir el living de Marcela. Por eso el diseño de sonido de Julia Huberman es clave para generar ese estado confuso permanente, que nos mete de prepo en el interior de un sueño que se torna en pesadilla, que muta al igual que la protagonista disfrazada de hipocampo. Rina es el conejo blanco que obliga a Marcela a zambullirse en situaciones extrañas sin saber si está despierta o dormida. Y María Alché es Lewis Carroll, o mejor John Tenniel, logrando que seamos nosotros también quienes no tenemos la certeza de estar conscientes o con los ojos cerrados. No obstante, el recurso suena bastante lógico: cuando alguien próximo muere es difícil, si no imposible, comprender qué es real y qué no. Cuáles son los recuerdos verdaderos y cuáles son inventados. De eso se trata Familia sumergida: de la subjetividad de las vivencias. Por eso Marcela y su terco hermano discuten al no coincidir en una anécdota. Él sostiene que su abuela fue una mujer feliz mientras que Marcela asegura que la pasaba tan mal que a veces se escapaba, y hasta incluso tuvo un intento de suicidio. Es la imposibilidad de encontrar un relato único. Una verdad absoluta. Será un baile, de hecho dos, lo que le recuerde a Marcela que quien murió no es ella sino su hermana. Pero en Familia sumergida los contornos no existen, y abajo del mar nada se ve muy claro. La tristeza es tan difusa como la silueta de los personajes. El espectador solo debe ponerse la malla y nadar como un pez globo que acompaña con paciencia el proceso de una persona que aún no está lista para despedir a su hermana. Y tal vez nunca lo esté.
Un hombre con pasado Con cruces de western crepuscular, road movie filosófica y falso documental, Lucky es un responso festivo de Harry Dean Stanton. El orden de prioridades al despertarse define a las personas. Esa es una de las razones por la que el debutante director John Carroll Lynch, conocido por su rol de actor y su cara redonda en películas como Fargo o Zodíaco, elige presentar al protagonista de Lucky, Harry Dean Stanton, a partir de su rutina matutina: lavarse los dientes, hacer cinco ejercicios de yoga con rancheras de fondo, prender un cigarrillo, afeitarse hasta que no queden sombras en el bozo, beber un vaso de leche, peinarse y sujetar el sombrero de vaquero para accionar sus mismas costumbres de todos los días fuera de casa. La segunda razón por la que el director elige acercarnos a Lucky con esta larga y puntillosa secuencia reside en que en una persona que supera los 90 años cada despertar tiene un peso adicional. Tanto para Lucky como para Harry Dean Stanton. Si es que acaso no son la misma persona. Las anécdotas que narra el personaje en la película están basadas en la vida del actor que comenzó trabajando en los años 60 en Rin tin tin, Bonanza y Los intocables para luego ser dirigido en cine por Scorsese, Peckinpah, Huston, Frankenheimer, Cox, Wenders, Scott y Lynch, entre tantos otros. Pero sin importar quién lo dirija o qué personaje interprete, Harry Dean Stanton se interpreta siempre a sí mismo, y Lucky es la condensación de su infinita historia cinematográfica. La ópera prima de John Caroll Lynch puede leerse como la secuela de Una historia sencilla (1999), aquella película que su director David Lynch odió al definirla como una obra donde se muestra mejor persona de lo que realmente es, y al mismo tiempo como una remake en espejo. Con escenas y diálogos tan similares que es dífícil pensar las películas de manera autónoma. En Una historia sencilla, Alvin Straight (Richard Farnsworth) cruzaba varios Estados, de Iowa a Wisconsin, arriba de una cortadora de césped para encontrarse con su hermano Lyle, interpretado justamente por Harry Dean Stanton. Alvin tenía 73 años en 1999. Lucky estrenó en Estados Unidos en 2017, 18 años después. Si Alvin hubiera vivido 18 más tendría la edad de Harry Dean Stanton al estrenarse Lucky: 91 años. Más allá de los cálculos obsesivos, ambas películas están basadas en personas reales, de carne y hueso. Una historia sencilla es una road movie que nos lleva de paseo por la carretera estadounidense; Lucky también es una road movie pero la ruta que recorre el personaje está adentro suyo. Alvin debe atravesar 500 kilómetros para buscar a su hermano antes de que muera; Lucky tiene que realizar un dilatado y tedioso recorrido para verse cara a cara con la vejez. Con su vejez. Por eso en determinado momento acepta que el marino de piel tersa del portaretratos que posa en uno de sus muebles de madera ya no es él, y procede a darlo vuelta. Alvin decía que la vejez no tiene nada de bueno, y que lo peor de la vejez es recordar cuando eras joven. Lucky no necesita recordar nada porque él se cree joven, hasta que se sorprende violentamente de que ya no lo es. Tanto Alvin como Lucky deben tolerar ir al médico para que los reten por fumar y les informen que ya son viejos. Que la muerte les respira en la nuca. Lo que les pesa a ambos personajes no es tanto asumir su cercana partida sino la inevitable falta de independencia. Alvin usa dos bastones negándose al andador, y ante la imposibilidad de tener registro de conducir por sus cataratas en los ojos decide subirse a una cortadora de césped. Sentir que no necesita a nadie. Lucky, a partir de que sufre una caída en la cocina, repara en la fragilidad de sus huesos. Y su cuerpo es la cortadora de césped de Alvin, el medio de transporte que le da la autonomía para llegar al destino deseado: desde la cafetería al bar de noche, atravesando el desierto de Piru, California. Una historia sencilla fue la última película de Richard Farnsworth; Lucky es la última aparición en pantalla grande de Harry Dean Stanton. Sin embargo, entre ambas películas hay una diferencia: Alvin tiene una cuenta pendiente antes de morir, amigarse con su hermano Lyle, y debe atravesar un mundo para completar su periplo. Lucky, en cambio, no tiene deudas ni personas importantes por buscar. Cuando asume su finitud, entendiendo el verdadero significado de “realismo” que repite una y otra vez a los gritos mientras toma un Bloody Mary, aceptar una situación como es y estar preparado para afrontarla en consecuencia, elige simplemente continuar haciendo su rutina diaria. Pero Lucky ya no es el mismo de un principio, y la obsesión por los mismos hábitos cotidianos está ahí para resaltar la metamorfosis que tiene el personaje hasta el inesperado encuentro del final. No es mi despedida Si bien el proyecto no fue una idea de origen de John Carroll Lynch, sino de los guionistas Logan Sparks y Drago Sumonja, llegó a sus manos porque como actor tiene un punto en común crucial con Harry Dean Stanton: ambos brillaron a lo largo de sus carreras a través de personajes secundarios, demostrando que no es necesario protagonizar una película para adueñarse de ella. Harry Dean Stanton protagonizó una sola película en 60 años: París, Texas, en 1984. En aquella obra de Wim Wenders, escrita por Sam Shepard, el viaje y la ruta también eran fundamentales, así como los medios de transporte. Cuando Walt (Dean Stockwell) le preguntaba a su hermano si se acordaba de cómo manejar Travis le respondía que era su cuerpo quien lo recordaba. El cuerpo de Harry Dean Stanton no solo recuerda todo, también almacena los cientos de personajes que interpretó en cine y televisión. Por eso Lucky tiene esa carga no solo emocional sino física. Y como si fuera un guiño a esa biografía eterna, David Lynch, quien lo dirigió en cuatro películas y en la tercera temporada de Twin Peaks (2017), se sienta al lado de Lucky en el bar y pide algo fuerte para tolerar que acaba de perder al Presidente Roosevelt, su tortuga de casi 100 años. Lucky es el único amigo en ese espacio que entiende su dolor, y reta al resto del bar por burlarse de su trágica pérdida. “¡Oye, hablamos de su mejor amigo!” les escupe ubicándolos. Unas escenas después, David Lynch, bajo el nombre de Howard, pronunciará un discurso épico sobre las tortugas que define al carácter de Lucky, película y personaje: “Todos piensan en la tortuga como algo lento. Pero yo pienso en la carga que tenía que llevar en sus espaldas. Sí, es por protección. Pero básicamente es el ataúd con el que lo enterrarán. ¿Y tiene que arrastrar esa cosa durante toda su vida?”. Harry Dean Stanton es esa tortuga que camina lento y lleva una historia de mochila. Y si esa escena es doblemente conmovedora es también porque David Lynch se está despidiendo de su gran amigo Harry a través de esa tortuga que también nació en los años 20. Siendo ambos testigos de las mismas guerras y crisis económicas. Arrastrando sobre sus espaldas la memoria del dolor. El homenaje en vida y muerte de Harry Dean Stanton, quien falleció el 15 de septiembre de 2017, dos semanas antes del estreno de Lucky en Estados Unidos, se completa con la presencia de Tom Skerritt (Fred), quien compartió la nave con Harry en Alien, el octavo pasajero (Ridley Scott, 1979). El encuentro entre Fred y Lucky sucede en la cafetería, cuando descubren que los dos son veteranos de la Segunda Guerra Mundial. Es este viejo amigo de viajes espaciales quien a través de una anécdota le obsequia la fórmula para sobrellevar la verdad incómoda de que su cuerpo no es inmortal. Dialogan como Fred y Lucky, y también como Dallas y Bret, pero sobre todo como Harry Dean Stanton y Tom Skerritt: dos leyendas del cine. Unos segundos antes de que Howard entone el discurso sobre la tortuga, Lucky le explica que su amigo no está perdido, simplemente no está con él porque está en otro lado, donde sea eso. Howard necesita un par de escenas para procesar ese razonamiento, al igual que Lucky su vejez y vecina muerte. Cerca del desenlace, Howard le cuenta a sus compañeros de bar que ya dejó ir a la tortuga, y que finalmente se dio cuenta de que el Presidente Roosevelt no lo estaba dejando sino que se fue a otro lado a hacer algo importante. “Si está destinado a ser, lo volveré a ver. Sabe a dónde estoy, y dejo el portón abierto”, dice emocionado. “¡Por Roosevelt!” grita Lucky, pidiendo un brindis por la tortuga. Y todos levantan sus copas para celebrar, en realidad, la longevidad de Harry Dean Stanton. Lucky puede definirse como un western crepuscular, un falso documental, una road movie filosófica, o todas esas etiquetas al unísono, pero en definitiva esta película es nada más y nada menos que un responso festivo de Harry Dean Stanton. Donde no hay espacio para la despedida. Por eso el personaje y persona canta minutos antes del final la canción “Volver, volver” junto a un grupo de mariachis. Porque, como la tortuga de Howard, Harry Dean Stanton siempre regresa a su casa: el cine.
Restos de humedad En El año del León, opera primera de Mercedes Laborde, Lorena Vega es una viuda jaqueada por una presencia irrevocable del pasado. ¿Qué sucede con un espacio cuando muere quien lo habita? Flavia (Lorena Vega) vive en una casa grande que hasta hace poco compartía con su pareja, León. Sin darle explicaciones al espectador, El año del León presenta a través de un tono dramático tenue a una mujer de 41 años que quedó viuda e intenta acomodar su nuevo presente. Los papeles del auto, la obra social, el contrato de alquiler. El desorden que tiene por dentro, en cambio, es invisible. La película no nos informa cómo ni cuándo murió León, ese hombre que sin estar lo ocupa todo. Porque lo importante en la ópera prima de la directora argentina Mercedes Laborde no es la muerte sino lo que sucede un minuto después. La calma después del tifón. Flavia y León no tuvieron hijos juntos, pero en esa casa que aún conserva la voz de un muerto adentro de un contestador también tenía su habitación Lucía (Malena Moirón). La pequeña hija de León que llama por teléfono una y otra vez para oir la voz de su papá, atesorada en un aparato eléctrico. Como nada es suficiente para mantener vivo a alguien que ya no lo está, Lucía sigue yendo a esa casa como si nada hubiese ocurrido. Usa la computadora, mira la televisión a todo volúmen y se queda a dormir algunas noches. Mientras tanto, Flavia trata de continuar con su vida, entre el trabajo y las reuniones sociales; las citas accidentales y el sexo sin compromiso. Pero Lucía irrumpe en su cotidianidad para inmortalizar a León. Un pacto silencioso entre ellas dos y el tercer personaje: la casa, que más que un espacio es un cuerpo que hay que mantener vital, como un órgano congelado cubierto de cubitos de hielo. Una situación similar sucedía en La habitación del hijo (2001), de Nanni Moretti, cuando el cuarto de Andrea, el hijo adolescente de Giovanni y Paola que encontró la muerte en la profundidad del mar, se mantiene intacto, como lo dejó quien ya no va a regresar. Todo lo que queda de Andrea es la disposición de los objetos en ese espacio. La manera de apilar los libros sobre la mesa de luz, lo rígida que se encuentra la colcha de la cama, la forma en que los sweaters cuelgan de las perchas dentro del placard. Es un espacio detenido en el tiempo. “Está todo rajado en esta casa, todo roto”, le dice Giovanni, furioso, a su mujer Paola mientras señala un cenicero y una tetera que intentaron arreglar con pegamento. La casa de esa familia está repleta de fisuras al igual que la casa que Flavia compartió con León, y que Lucía aún considera propia. La pregunta que atraviesa toda la película es qué las une hoy a Flavia y Lucía más allá del recuerdo de alguien a quien amaron mucho. Sí persiste un lazo entre ellas a partir de la ausencia de León. Jordan Lorena Vega es Flavia, una mujer en una casa demasiado grande Tanto El año del León como La habitación del hijo son películas acerca de cómo ciertos vínculos funcionan como hilos tirantes capaces de arrancar un cadáver del ataúd. En el relato más desgarrador de Moretti los padres de Andrea se proponen mantener contacto con Arianna, la novia de su hijo que conocieron a través de una carta post mortem. Esa chica es la última oportunidad de traerlo de vuelta. Incluso pueden visualizar un futuro posible al descubrir detalles sobre él que jamás hubieran imaginado. Y, como en El año del León, las intenciones de ambos lados no siempre coinciden. Hay personajes más suspendidos que otros, y es en esa distancia donde nace la tensión. Arianna aparece en esa casa invadida de rajaduras porque desea conocer la habitación de Andrea que solo vio por fotografías. El espacio convertido en persona, la persona convertida en espacio. Y como Flavia y Lucía, esos padres y Arianna también deberán averiguar si existe un enlace entre ellos sin Andrea de por medio. Mejor dicho, si quieren que exista. El año del León replica el conflicto de las correspondencias sentimentales. Flavia quiere cerrar la puerta de esa casa que le quedó demasiado grande y mudarse a un departamento donde no quepa el vacío. Lucía se opone a su decisión porque no puede permitirse perder a su papá otra vez. Mercedes Laborde recorre minuciosamente los rincones del hogar roto, generando un suspenso emocional anclado en la amenaza de que una lámpara cambie de posición o que los alfileres ya no puedan sujetar a la pared las fotografías y el pasado caiga desmoronado por su propio peso. ¿Hay algo más aterrador que la certeza de saber que, aún detenidas, las cosas no se verán igual mañana? En definitiva, las películas de Laborde y Moretti también son relatos sobre la quietud, y para asegurarse de su permanencia deben entrar en juego las obsesiones, capaces de vigilar el comportamiento de los objetos. El motivo por el que la directora no necesita develar quién era León y qué clase de relación construyó con Flavia reside en que la historia de ellos está escrita en la organización de cada ambiente. Solo hay que saber mirar entre el ventilador y la almohada; entre el mantel y la heladera. Esa es una de las características que convierte a El año del León en una obra potente en secreto: la sutileza al narrar, entendiendo que las consecuencias de una muerte no pueden explicarse con palabras. Son las acciones chiquitas las encargadas de revelar el mundo fracturado de los personajes que rebotan entre el orden y el caos, entre la pausa y el movimiento. Laborde irrumpe en el cine nacional con una película que tiene una mirada personal y sensible sobre el duelo, que generalmente es retratado como si fuera un proceso que tiene principio y final, fecha de nacimiento y certificado de defunción. El año del León esquiva ese lugar común, deshaciendo toda clase de bordes que delimiten trayectos cerrados, para centrarse en el complejo vínculo de dos personas que ya no están obligadas a quererse ni a cuidarse entre sí y tienen por delante el desafío de descubrir una los contornos de la otra, en un escenario desconocido. En la misma casa donde vivieron o en una diferente. Siendo por primera vez dos en vez de tres. El clásico interrogante de si existe vida después de la muerte nunca se refirió a los difuntos y el más allá; sino a quienes se quedan y oscilan entre un extremo y el otro. El año del León, como La habitación del hijo, se anima a fusionar esos extremos, aceptando con una resignación liberadora que las despedidas nunca culminan, se transforman.
Las despedidas tienen olor a sala de espera. "Como los niños ya atraen automáticamente consigo la poesía, creo que se ha de evocar introducir elementos poéticos en una película infantil, para que la poesía nazca de sí misma, como algo más, como un resultado y no como un medio, ni incluso como un objetivo que alcanzar", afirma el director y crítico de cine François Truffaut en su texto Reflexiones sobre los niños y el cine, escrito el 6 de febrero de 1975. El cineasta francés entendió como pocos el universo lúdico de los niños ya que siempre expuso en la pantalla que la corta edad no es sinónimo de simpleza: "Nada es pequeño en lo que concierne a la infancia". Su sabiduría sensible le dio las herramientas necesarias para construir una de las mejores películas sobre niños: La Piel Dura (1976). Aprendiendo a Volar nace en la misma cuna y, al igual que La Piel Dura, el punto de vista se centra en el infante ya que el director holandés tiene la gran capacidad de convertirse en su cómplice. La cuarta película de Boudewijn Koole se preocupa por gritar a los cuatro vientos que los niños son mucho más valientes que los adultos. Y por más valientes me refiero a menos miedosos. Jojo (Rick Lens), uno de los niños más adorables de la historia del cine, pasa sus días jugando a ser niño en vez de jugar a ser grande ya que debe ocuparse de los quehaceres de la casa porque sus padres, de distinta manera, se encuentran ausentes. Jojo es fuerte porque no tiene quien lo proteja, pero su vigor crece como un dinosaurio de goma en un vaso de agua cuando encuentra abandonado un pichón de cuervo debajo de un árbol. La adopción es mutua porque ambos seres están necesitados de afecto y protección. ¿Qué piensas del puré de papas con Brocolí?, le pregunta el niño a Jack, el cuervo bebé, tratándolo con la misma complicidad que tiene el director con Jojo. La relación entre los dos funciona como un diario íntimo que devela aquellos detalles de la vida de Jojo que como espectadores desconocemos. El niño rubio que le pone montañas de azúcar a las tostadas crea una ficción dentro de la ficción para poder sobrevivir a la realidad. Aprendiendo a Volar es una película intensa sobre la complejidad del duelo, aquel proceso emocional eterno que conlleva una pérdida. A pesar de que Jojo es el encargado de enseñarle a volar a Jack, es el cuervo quien le enseña a desplegar las alas al niño porque la existencia de la mascota emplumada reside en ayudarlo a enfrentarse con esa verdad tan temida. Aprendiendo a Volar nos recuerda con extrema emotividad, combatiendo el peso moral y los lugares comunes, que, sin importar la edad, siempre seremos niños indefensos a la hora de intentar comprender que la vida es finita.
Naturaleza zombie. Las frutas podridas tienen una belleza contra la que es muy difícil competir. Los colores mutan; nacen, mueren y resucitan mientras los pigmentos se abrazan hasta no distinguir donde empieza uno y termina el otro como una orgía de manchas abstractas. Cuando los sujetos comestibles echan raíces en los órganos de la heladera, nuestra mente es atacada violentamente por un poder enigmático que oscila entre la fascinación y el rechazo, como esos amores que, de tan inconvenientes, se transforman en relaciones (imaginarias o tangibles) magnéticas. Las películas de David Michôd respiran hambrientas dentro de una heladera gigante que refugia a una superpoblación de frutas vencidas que te invitan a masticar vegetales zombies. El director australiano filma un cine putrefacto donde el clima es tan rancio que el mal olor atraviesa la pantalla invadiendo las butacas de curiosos insectos. Las moscas son protagonistas de sus planos, siempre cortejando a los cadáveres que nunca alcanzan la temperatura del muerto ya que arden en llamas invisibles por el calor que azota el sur australiano. Su ópera prima, Animal Kingdom (2010), pinta un retrato de familia disfuncional que se dedica a esquivar la parca vengativa como consecuencia de los negocios turbios que se planean en la sobremesa. La película que ganó el World Cinema Premio del Jurado en el Festival de Cine de Sundance nos obliga a convivir con personajes nebulosos que tienen la característica de llevar al extremo sus emociones: las esconden bajo tierra sin que se inmute un milímetro de las arrugas del rostro o esputan el corazón entero con flotadores para hacer pie entre tantas lágrimas. El Cazador también presenta a personajes desbordados por la oscuridad que emana su destino. Personajes descentrados, fuera de eje, que persiguen y son perseguidos como maratones reversibles, esclavos de los impulsos que los terminarán empujando al borde resbaloso del precipicio. Los protagonistas de ambas películas hacen hasta lo imposible para sobrevivir en esa tensión crónica donde la psiquis del relato pende de un hilo, pero en muy pocos casos lo logran y, si lo consiguen, el precio que pagan es demasiado alto. La segunda película de David Michôd redobla su amor por Guy Pierce ya que, a diferencia de su ópera prima, el actor americano es el ombligo de la narración. Eric (Guy Pierce) busca desesperadamente en el desierto arrasado, al borde de la extinción de seres vivos, a lo único que tiene (o tenía): su auto. El thriller necromántico nos deposita en el cuerpo de Eric (Guy Pierce) para que rescatemos, junto a él, a su caballo de cuatro ruedas que le robó una banda de maleantes. El mérito del director reside en la perfección de los encuadres, ese hermoseamiento de lo mortuorio que hace posible habitar la incomodidad que genera el sabor amargo del relato. Si bien la segunda mitad del metraje no tiene la misma solidez que los primeros cincuenta minutos, El Cazador se luce en las escenas de acción con dosis de suspenso: balas que vuelan por el plano como luciérnagas de plomo en un concierto eterno de tiroteos.
Publicada en la edición digital #263 de la revista.
A los fantasmas se les va la mano. Mac Carter es un director sumamente extraño. Su carrera como cineasta comenzó en 2010 con su ópera prima Secret Origin: The Story of DC Comics, un documental fallido, escrito por Mac Carter y narrado por una voz en off de Ryan Reynolds, que abusaba del tono didáctico y del montaje televisivo. La película, con efectos adversos como la somnolencia y el tedio, recorría década por década el nacimiento de los distintos superhéroes y los éxitos y altibajos de la editorial estadounidense de historietas a través de entrevistas sedientas de emotividad. Tres años después estrenó en Estados Unidos su segunda película, La Invocación, incursionando en el terreno de la ficción para demostrar que, sin importar el “modo narrativo”, su manera de filmar es tan impersonal como regalar bombachas rosas en navidad. Guionada por el debutante Andrew Barrer, La Invocación relata, con letras gigantes y fluorescentes, las aventuras trágicas que vive una familia al mudarse a una casa habitada por espíritus chocarreros: los fantasmas, bellamente diseñados por el estudio Weta, acosan a los nuevos propietarios con el mismo entusiasmo terrorífico con el que The Cable Guy (Jim Carrey) perseguía a Steven M. Kovacs (Matthew Broderick). El caserón de las sombras atesora un pasado oscuro que late en el presente de cada puerta y ventana del amargo hogar, pero no hay misterios ni tampoco enigmas ya que todos los eventos sobrenaturales son explicados por la voz en off de un personaje en los primeros minutos de metraje. Las fallas de la película son tantas que se podrían ordenar alfabéticamente, empezando por el despliegue insensato de recursos formales que nada le aportan a las necesidades del relato: el uso excesivo de montaje entrecortado con estética de video clip y la sobreexplicación de las muertes con el insert de las transparencias de los cuerpos. "De todos los géneros, el de terror es el que más añora el silencio. El western se benefició de los diálogos, y los musicales y el género negro son impensables sin palabras. Pero en un film de terror clásico, casi todo lo que se pueda decir sonará superfluo o ridículo", afirmaba Roger Ebert en su crítica de La Caída de la Casa Usher (Jean Epstein, 1928). Mac Carter, como el peor alumno de Robert Ebert, opta por el camino opuesto: tatúa las lenguas de los personajes con textos reveladores para que escupan líneas de diálogo como semillas de mandarina. Los fantasmas actúan de manera contradictoria ya que los móviles narrativos son traicionados para diluir a la película de terror en una serie reducida de sobresaltos anunciados (por ejemplo, cuando el fantasma de corta edad rompe la cuarta pared para que el espectador salte de la butaca). La mayoría de las películas de terror norteamericanas contemporáneas mastican ese viejo cine de género valioso y perturbador, pero su sistema digestivo es tan veloz que solo pueden exhibir un inodoro vómito cinematográfico, con partículas de alimento reconocibles pero totalmente destruidas; sin forma. Quien muera o sobreviva en La Invocación no nos quita el sueño porque, si no le importa al director, ¿a quién le va a interesar?
Publicada en la edición digital #263 de la revista.
Publicada en la edición digital #262 de la revista.