Reescribir la historia En Había una vez en Hollywood, Quentin Tarantino vuelve a poner en marcha el artificio del cine con una carta de amor a Los Ángeles y a la amistad. "Alfonso Cuarón tuvo el barrio de Roma de Ciudad de México, en 1970. Yo, Los Ángeles, en 1969. Esta película soy yo. Ese es el año en que me formé como soy. Yo tenía seis años entonces. Este es mi mundo. Y esta es mi carta de amor a Los Ángeles”, declaró Quentin Tarantino meses antes de estrenar su novena película, Había una vez en Hollywood. Ray Bradbury también le escribió una carta de amor a Los Ángeles, recordando cuando a sus catorce años vio a W.C. Fields frente a los Estudios Paramount. Se acercó a él arrastrando sus patines y le pidió un autógrafo. “Y allí estaba, afuera de los Estudios Paramount, mirando la pared por encima de la cual esperaba algún día poder trepar para convertirme en parte de las películas”, escribió Bradbury en uno de sus más bellos ensayos. Más tarde se cruzó con George Burns frente a un teatro en el centro de Los Ángeles, donde junto a Gracie Allen transmitían su Show de Burns y Allen todos los miércoles. El pequeño Bradbury le pidió presenciar la transmisión, aunque ya no se usaba que hubiera público. Con los patines bajo el brazo, el adolescente de catorce años entró con un amigo a un teatro vacío, para ser testigos de una magia hasta ahora invisible. “Los Ángeles, ¿cómo es mi amor por ti? Déjame que cuente las maneras en que te amo, o, tal vez, déjame que cuente esa manera que las abarca a todas”, recitaba Bradbury en este texto del que se desconoce fecha de creación. Durante los años siguientes de aquel día en patines que cambiaría la vida de ese adolescente soñador, Bradbury le envió guiones primitivos de radio a George Burns, quien los elogiaba aunque en el fondo pensaba que eran horribles, asegurándole que tenía un gran futuro como escritor. Tarantino conoció Hollywood de niño desde el living de su casa, viendo los dibujos animados que daban los sábados a la mañana por televisión, pegado a la pantalla cada vez que transmitían el programa La casa del terror. En 1969, año en el que transcurre Había una vez en Hollywood, tenía apenas seis años, pero toda esa atmósfera de la música que pasaban en la señal de radio 93KHJ, el protagonismo de los disc jockeys y, en particular, el cine como educación sentimental. En 1969 convivían en el cine Topaz de Hitchcock, El ejército de las sombras de Jean-Pierre Melville, El valle de Gwangi con los efectos de Harryhausen, el western protagonizado por Paul Newman, Robert Redford y Katharine Ross, Butch Cassidy and the Sundance Kid, Midnight Cowboy de John Schlesinger, películas de Gamera y Godzilla, y, una de las cosas que más impactarían a Tarantino, el estallido del spaghetti western. El Puro se sienta, espera y dispara; Los pistoleros de Paso Bravo; Corre, cuchillo, corre; El especialista, son solo algunas de las películas que se estrenaron solo ese año. Para ese momento Sergio Leone, uno de los directores que más marcaron y homenajea Tarantino, ya había estrenado varias de sus obras claves -Por un puñado de dólares (1964), La muerte tenía un precio (1965), El bueno, el malo y el feo (1966)-, presentando en la forma de fijar la vista de Clint Eastwood, en la manera de sujetar la armónica de Charles Bronson, en cómo recorre la cámara de las botas al sombrero a los personajes, en hacer durar más una acción a través de la estilización del ralenti, un puñado de recursos que lo formarían como autor obsesivo a Tarantino. Es, en gran parte, el poder de relativizar el peso del tiempo cuando la preparación para un duelo convierte a una escena más en una ceremonia donde la elegancia es la mayor protagonista del relato. Porque los minutos previos a los disparos son tan o más importantes que la secuencia clave que todos están esperando. Como aquella conversación inicial en el bar que tenían los personajes de traje negro en Perros de la calle (1992), donde discutían sobre el verdadero significado de la letra de Like a Virgin de Madonna. Había una vez en Hollywood vuelve a meterse en aquellas películas, incluso reversionándolas. Jugando con las expectativas del espectador en cuanto a ese esperado duelo, golpe maestro o revelación final que cree conocer, en este caso con el asesinato de Sharon Tate y amigos en manos del clan Manson. Tal como lo hizo en Bastardos sin gloria (2009) con el destino de Adolf Hitler. A Tarantino jamás le importó la realidad, es amante y marido del artificio. En sus películas reescribe la historia, como un niño que le cambia el final a los cuentos clásicos. Pero Había una vez en Hollywood es mucho más que un recurso, es la película de Tarantino que habla de amor sin adornos. El amor recíproco e inexplicable entre una estrella del cine venida a menos y su doble de acción. Cuidarse las espaldas No hay acto de amor más grande que poner el cuerpo por el otro. Eso es lo que hace Cliff Booth (Brad Pitt), el doble de acción del actor de cine y TV Rick Dalton. Interpretado por un Leonardo Di Caprio histriónico, este personaje comienza a ser testigo de cómo su carrera ya no es la que era. El fin de la era de oro de los Estudios, la llegada del cine de autor y de nuevos nombres que miran a través de la cámara y la irrupción de la televisión en cada hogar cambiaron el presente y futuro de este actor que siente que está para más que los papeles que le dan para pilotos de televisión. “Es oficial. He pasado de moda”, dice Rick desolado. Pero ahí está Cliff para lanzarle una palabra de aliento: “Eres el puto Rick Dalton. Que no se te olvide”. Una línea improvisada por Brad Pitt al recordar que a principios de los 90 se sentía en el set igual que Rick Dalton: quejoso y un tanto deprimido. De repente, un hombre apareció entre el decorado y le gritó: “Deja de lloriquear. Eres el puto Brad Pitt. Ya me gustaría a mí ser el puto Brad Pitt”. Ahora es él quien cuida la autoestima de un compañero de trabajo, cómplice y amigo. Tarantino encuentra una excusa para mostrar películas y programas inventados de los que fuera parte Rick. Es ese momento donde el director cinéfilo construye su propio videoclub, el museo de sus caprichos. Es también la forma de explicarnos que en un pasado Rick era el héroe de las películas, y ahora es el villano. Aquel que siempre pierde la pelea. “¿Quién va a vencerte la semana que viene?”, le tira con saña Marvin (Al Pacino), para convencerlo de que acepte filmar spaghetti westerns en Italia. La peor pesadilla para el ego de Rick. Él es el tipo que casi tuvo la oportunidad de convertirse en una estrella cinematográfica eterna, y eso es una tortura para el personaje. No haber estado en el lugar correcto en el momento idóneo para que ese suceso ocurra. El actor cada día más golpeado vive en una lujosa casa en Hollywood pegado a sus nuevos vecinos, Roman Polanski (Rafal Zawierucha) y Sharon Tate (Margot Robbie). Tres estratos sociales muy diferentes: Sharon Tate teniéndolo todo, Rick Dalton perdiendo cada día más y Cliff Booth sin tener nada para perder porque, salvo un tráiler y un hermoso perro, no posee grandes cosas. Lo más valioso que tiene es la amistad y el trabajo que le da Rick. Y, aunque tenga una enorme pileta y batas de seda, lo más valioso que tiene Rick también es su relación con Cliff. Sobre todo porque es lo único auténtico que tiene en su vida. Quien realmente lo conoce y lo cuida como si fuera su propio cuerpo. Hay entre ellos un vínculo de fidelidad sin reproches ni ataduras. Es un amor de hace nueve años que siguen eligiendo día a día. No como un matrimonio aburrido que está harto de las mañas del otro. Rick y Cliff pueden compartir un viaje en auto en silencio o emborracharse hasta perder la consciencia, discutir un programa de TV y mostrarse frágiles sin importar el orgullo de la hombría. “¿Sabés quién es un verdadero amigo? Alguien que cuidará a tus gatos cuando te mueras”, dijo William Burroughs. Rick no tiene gatos, pero seguramente, y aunque no parece querer demasiado a los animales, él cuidaría del perro de Cliff si le pasara algo. Entre ellos existe un pacto de honor que va mucho más allá del dinero que recibe Cliff para cuidarlo de las caídas a Rick. Representan un vínculo irreemplazable. Steve McQueen tenía a su propio doble de acción, Bud Ekins. Es el piloto que realizó el salto en El gran escape (1963), y por él McQueen le agarró gusto a las motos. Fue la relación con su doble, y la pasión que este tenía por las motos, lo que inspiró a Steve a proponer el escape épico del campo de concentración en El gran escape, un salto en el que se hizo daño el actor y donde Bud Ekins se subió a la moto para proteger el cuerpo de Steve, quien se convertiría en un amigo importante en su vida. Bud Ekins participó de la preparación del rodaje de Había una vez en Hollywood y conoció a Brad Pitt, quien, de alguna manera, trasladaría parte de su experiencia a la pantalla. Y para ello debía entender qué es ese sentimiento tan misterioso que une a una estrella con su doble de acción. Bud Ekins murió cuando comenzó el rodaje, justo cuando nació Cliff Booth. Como si hubiera reencarnado en ese personaje de acción que conduce el auto de Rick, y que lo cuida a sol y sombra como Ekins a McQueen. Los hombres sí lloran Las películas de Tarantino no se caracterizan por hacernos llorar. Son festivas, graciosas, lúdicas, incluso para bailar arriba de la butaca, pero, más allá de alguna escena de Django sin cadenas (2012), a Tarantino no le interesa focalizar demasiado en esas emociones. Sin embargo, en Había una vez en Hollywood pasa algo distinto: hay una escena en la que Rick está interpretando un personaje con un bigote postizo. Él desprecia ese programa y la caracterización que encargó el director, porque siente que nadie se va a dar cuenta de que Rick Dalton está tras ese bigote postizo. En pleno rodaje del western, Rick olvida su letra, y tiene que pedir que le recuerdan el diálogo. El actor experimentado se odia a sí mismo por haber quedado en ridículo frente a todos, en parte por haber tomado mucho la noche anterior. En un recreo, charla con una pequeña actriz de ocho años, una nena de trenzas que le transmite la importancia de superarse día a día como “actor”, ya que prefiere no decir actriz la niña. Finalmente, Rick decide improvisar en una secuencia: pronuncia unas palabras frescas y tira a la nena de trenzas al suelo con la maldad que caracteriza a su villano, Caleb. El director lo felicita y la niña le dice al oído: “Es la mejor actuación que vi en toda mi vida”. Rick se quiebra en llanto al descubrir que puede seguir brillando aunque trabaje en obras menores. Tal vez ya no pueda ser la estrella de la nueva película de Polanski, pero aún puede ser la estrella del set. Y eso no es poco: descubrir que todavía puede amar su trabajo. Ser consciente de que aún tiene mucho para dar a la cámara. Cambiar la historia Había una vez en Hollywood no es un retrato de Los Ángeles. Es la ciudad de las autopistas a través de los ojos juguetones de Tarantino. Por eso es que Sharon Tate no muere asesinada en esta película, y son Cliff y Rick los héroes que matan a golpes y con un lanzallamas al clan Manson que en la vida real mató a los vecinos de al lado. Pero hay otros detalles más caprichosos: la caricaturización de Bruce Lee, construcción que enojó bastante a la hija del artista marcial. En una de las pocas escenas que protagoniza, Lee (Mike Moh) se manda la parte y grita que él le daría una paliza a Cassius Clay (Muhammad Ali). Cliff se burla de él y termina estampando al actor hongkonés contra la puerta de un auto. El Bruce Lee verdadero jamás dijo eso. El Dragón miraba cómo Ali peleaba con distintos boxeadores, y observó a través del espejo para responder cada hipotético golpe del Campeón de peso pesado. “Todo el mundo dice que debo luchar con Ali algún día. Estoy estudiando cada movimiento que hace. Estoy llegando a saber cómo piensa y se mueve”, le confesó a Bolo Yeung. Pero al instante admitió su derrota: “Mira mi mano. Son manos de un pequeño chino. Me mataría”. Una hermosa anécdota contada por Mass Appea, en el libro The Making of Enter the Dragon, publicado en 1989. A Tarantino le importan menos las biografías que reinventar a las personas en personajes. Hacerlas parte de su mundo. Y, en ese pasaje, hay quienes celebran o abuchean el recurso. La cuestión es cuál es el fin de la utilización de tal recurso. En este caso no tiene demasiado sentido, más allá de ridiculizar a Lee, de hacer un chiste sobre un egocentrismo que muchos que lo conocieron ponen en discusión. En cambio, con respecto al asesinato maquiavélico en manos del clan Manson, muestra otra intención: la de cambiar el oscuro pasado de un hecho a través del poder de la ficción. Preguntarse qué hubiera pasado si la historia hubiera sido diferente. Tarantino se anima a impedir el escape de Adolf Hitler en Bastardos sin gloria y a salvarle la vida a Sharon Tate en Había una vez en Hollywood. Porque la realidad modifica el cine, y el cine funda una la realidad mejor. Un final de película Mucho antes de escribir cuentos y novelas, Ray Bradbury vendía diarios en una esquina. Cuando pasaban sus amigos y le preguntaban qué estaba haciendo, él respondía que estaba convirtiéndose en escritor. “No pareces escritor”, le decían. “Pero me siento como si lo fuera”, respondía. Un poco como Tarantino comenzó a sentirse director mucho antes de filmar, en esos años donde trabajaba en un videoclub viendo películas de artes marciales, spaghetti westerns de Sergio Corbucci o comedias de Russ Meyer. Si leer es también una forma de escribir, mirar películas también es una manera de hacerlas. Y Tarantino plasmó esa idea una y otra vez en su filmografía, en particular sobre Había una vez en Hollywood. En 1956, Bradbury fue al estreno de Moby Dick a un cine rodeado de gente que esperaba afuera bajo la lluvia. Miró a lo lejos y descubrió que, entre ellos, había dos personas que en su niñez pedían autógrafos junto a él, cuando era un pre adolescente que merodeaba por los Estudios Paramount. Por primera vez era Bradbury quien firmaba los autógrafos. “Se los firmé con lágrimas en los ojos, sabiendo que, tras mucho tiempo, había trepado por encima de la pared con los patines bajo el brazo”, escribió. Varios años después, en un banquete donde Bradbury debía entregarle un premio a Spielberg, el escritor ya consagrado vio sentado en una mesa del rincón al mismísimo George Burns, la persona que le permitió en 1934 escuchar en vivo Show de Burns y Allen y quien le aseguró que iba a triunfar como escritor. Bradbury lo reconoció en palabras frente al micrófono, pidiendo entregarle un premio a Burns, el hombre generoso que le dijo que era espléndido cuando no lo era. “¿Era usted? Lo recuerdo”, le dijo Burns al acercarse. Y se dieron un abrazo luego de cuarenta años sin verse. Había una vez en Hollywood es el premio que entrega Tarantino a todas las películas que le abrieron la curiosidad por trabajar en Hollywood, pero sobre todo a aquellos que le abrieron la puerta de un estudio cuando nadie creía en él. A los Cliff que fue conociendo con el paso del tiempo, aunque no sean sus doble de acción. Es una carta de agradecimiento a Los Ángeles, pero en particular al Tarantino niño que vivió en esa ciudad soñando con ser parte de un set. Con entender qué sucede detrás de escena. Por eso el director le dedica tantos minutos a los rodajes en su novena película. Porque lo que sucede delante de las cámaras es una consecuencia de lo que sucede detrás. Había una vez en Hollywood es una película de amor sobre el trabajo, sea de estrella, de actor venido a menos o de doble de acción. No hay papeles ni géneros menores cuando hablamos de cine o televisión. En el cine de Tarantino no hay categorías que dividan a las obras con mayúsculas o minúsculas, porque todo es parte de la escuela sentimental que nos ayuda no tanto a entender al mundo, sino a sobrevivir a él con la mayor astucia posible. Y hasta, a veces, ser felices. De eso habla Había una vez en Hollywood: de aprender a estar contentos con lo que tenemos enfrente, sea un papel en un western, la compañía de un perro adorable o la magia inexplicable de ver televisión en silencio con un amigo cómplice que no necesita prometer amor eterno para hacerle saber que estará siempre a su lado. En pleno estrellato o en la miseria del olvido.
El hombre que amaba a los perros Matteo Garrone vuelve a construir con barroquismo un retrato de la violencia en Dogman, un policial basado libremente en un crimen de Italia en los 90. “No demanda mucho esfuerzo el transformar a un ´perro de un solo amo´ en un ´perro de nadie´ ”. ( Agente del caos, de Norman Spinrad) Katie Ledecky Un primer plano de un enorme perro enojado, exhibiendo sus dientes filosos mientras ladra y gruñe es la ventana de entrada a Dogman. Blanco como un oso polar, el animal tironea de una cadena de metal amarrada a su peludo cuello que impide que huya del cubículo de concreto, donde un señor con delantal azul intentará bañarlo aunque el animal no quiera. En un espacio con poca luz, lleno de perros enjaulados que espían la escena con una extraña calma. Hombre y bestia luchan por alcanzar sus objetivos individuales: el perro quiere escapar lo más lejos posible del trapo húmedo, el humano necesita cumplir la misión de devolverlo a su dueño con olor a jabón. “Dogman”, anuncia el cartel de este salón de belleza para perros que dirige Marcello (Marcello Fonte). Quien cierra la puerta de la tienda con llave y cambia el interior por el exterior, mostrándonos el contraste entre la luz de tubo frío de su espacio y el sol radiante que hace brillar hasta el detalle más opaco del paisaje. Abierto y desértico como un decorado de western. Preparar el lienzo El protagonista de Dogman, el noveno largometraje dirigido por Matteo Garrone (Reality, Gomorra), baña a cada uno de los perros que le confían con delicadeza y hasta un alto porcentaje de amor. Les habla pausado, con un tono dulce. Enjuaga el shampoo que esparció por todo el pelaje con el suficiente cuidado para que no entre espuma en sus ojos. Incluso, le enseña con paciencia a su pequeña hija, Alida, a cortarles el pelo. Algunos perros parecen disfrutar el ritual, otros se muestran más rebeldes a ser domesticados por un hombre desconocido. Un hombre que, a pesar del esfuerzo físico que implica calmar a las bestias, parece amar su trabajo. Pero Marcello tiene una vida en paralelo que no tarda en revelar: a los siete minutos de metraje una persona que lo dobla en tamaño, de mirada esquiva y carácter prepotente, golpea la puerta de la tienda en busca de cocaína. “Te daré un poco pero luego tendrás que irte”, le dice a un visitante cercano: Simoncino (Edoardo Pesce), porque en el fondo del salón está presente Alida. Pero el hombre no le hace caso y se encierra en el baño para inhalar en un lugar cerrado. Marcello no puede poner límites, el otro le pasa por encima. En el mismo plano conviven dos ventanas traslucidas: a la izquierda la niña bañando al perro, a la derecha la silueta difusa del sujeto drogándose detrás de la puerta del baño. El director explica con la composición de una sola imagen cómo el protagonista está dividido entre dos mundos. El de un vínculo de sentimientos sanos y recíprocos, la relación con su hija, y otro que se construye a partir del sometimiento y el maltrato. Simoncino arrastra a Marcello a cometer actos delictivos que, aunque en un principio se niega, el mastodonte no le da la alternativa de elegir. En una de las escenas más impactantes de la película, el protagonista debe conducir su camioneta para que Simoncino y otro cómplice roben joyas de una casa vacía. Cuando salen, entre risas despiadadas, le cuentan que metieron en el freezer a un chihuahua porque no dejaba de ladrar. Apenas se bajan del auto Marcello conduce a toda velocidad hasta esa casa, se trepa por una escalera e ingresa a la propiedad privada sin pensar en el riesgo, con el único propósito de rescatar a ese perro de morir congelado. La secuencia no es corta: Marcello detiene el tiempo cuando rescata al chihuahua repleto de escarcha y comienza a echarle agua caliente. No reacciona instantáneamente, pero no le importa los minutos u horas que tenga que quedarse intentando salvarle la vida. Cuando el perro finalmente despierta se muestra agradecido y lo reconoce como su nuevo amo. Lo sigue para volverse con él, pero Marcello sabe que no puede llevarlo. Esa extensa escena describe el buen corazón del protagonista, tan diferente al de Simoncino. El monstruo, temido y odiado en el barrio, que tiene a Marcello atado a sus deseos y planes viles. Pintar la tragedia Basada libremente en unos macabros acontecimientos ocurridos el 18 de febrero de 1988 que impactaron a Italia, el “delitto del Canaro”, Dogman es un policial incómodo que pone el peso en la tragedia. La tragedia de Marcello es creer que es capaz de domesticar a la fiera, a Simoncino, al igual que lo hizo con el enorme perro enojado de la primera escena de la película. Marcello peca de inocente, es él quien está domesticado por Simoncino. Su amo. A Matteo Garrone no le interesa demasiado la crónica negra, ahondar en el crimen real ocurrido en los arrabales de Roma cuando un peluquero canino, de nombre Pietro De Negri, encerró en una jaula de su tienda a un ex boxeador amateur que lo martirizó por años. Asesinándolo luego de varias horas de tortura. Al director, que trabajó este proyecto durante trece años, lo conmueve construir lo que sucedió antes de ese hecho, qué llevó a una persona común a matar de esa manera. Garrone eligió de protagonista a Marcello Fonte por cierto parecido físico con Buster Keaton: esbelto, con un rostro inexpresivo y unos ojos grandes que reflejan una profundidad impenetrable. No es casual, el personaje de la comedia muda siempre está luchando contra sus propias tragedias. Marcello no sonríe, mantiene su gesto rígido, al igual que Keaton en esa obligación contractual de la MGM, firmada en 1928. Obligándolo a no reír jamás, ni siquiera en apariciones públicas. Pero, a diferencia del cómico, Marcello no puede salir ileso de las circunstancias insólitas que lo ponen en peligro. Como tampoco cumple su contrato ficticio: cada tanto, muestra un poco los dientes, pero poco se parece esa respuesta a una sonrisa. Es toda la alegría que conoce, manifestada simplemente para agradar al resto. A su hija, a sus amigos del vecindario con quienes juega al fútbol una vez por semana, a una clienta. El trabajo del actor es poderosamente físico en Dogman: cómo rodea a los perros para bañarlos, la manera en que camina o corre en la cancha, su habilidad de escalar la pared de una casa como un trapecista de circo, y, en determinado momento, luchar cuerpo a cuerpo con Simoncino. Una impactante capacidad actoral que lo llevó a ganar el premio a Mejor Actor en el Festival de Cannes, en 2018. La última pincelada Como en la mayoría de las películas de Matteo Garrone, la violencia va invadiendo las paredes del relato, como si fuera una humedad tan dañina que no tarda en mutar en moho. En convertir al 70% de agua que compone el cuerpo del protagonista en agua negra y podrida. Dogman presenta una narración tensa, opresiva como el miedo que amenaza a cada paso al personaje frágil. El espectador se pone en el cuerpo de Marcello, pero también en la mirada de esos perros que observan con demasiada calma. Pensando que en cualquier momento puede suceder algo malo. Los ladridos de los perros funcionan como la música incidental que marca un pulso inconstante, haciéndonos parte de cada escena al revés de lo que suele ser: no estamos dentro del plano, sino que los elementos del plano parecen estar alrededor nuestro. Como si salieran de la pantalla. Los ladridos se escuchan tan cercanos que casi podemos sentir el aliento tibio de esos perros que dan ganas de acariciar Antes de ser cineasta, Garrone era pintor. Por eso sus planos son tan obsesivos con el uso del color y la temperatura de la paleta. Amante del barroco, y en particular del tenebrismo de las obras de Caravaggio, el director recrea en pantalla grande una de sus más famosas pinturas: David vencedor de Goliath. El lienzo de 110,4 cm de alto x 91,3 cm de ancho pintado al óleo cerca del 1600 era una interpretación de un evento narrado en la Biblia: cuando el pastor David mata al gigante Goliat y corta su cabeza como símbolo de triunfo. Caravaggio añadió por su cuenta la imagen de los cabellos atados de Goliat, ya que ese detalle no aparece en el texto bíblico. Garrone hace explotar toda la violencia contenida de Marcello para que este hombre con exceso de cierta inocencia por fin se defienda de las garras del gigante. De su Goliat. No le ata sus cabellos, pero le ata su cuello con un collar de metal, sujetado a una de las paredes de su tienda. Con una iluminación lúgubre, donde los personajes emergen del negro, somos testigos de cómo Marcello le suplica respeto a Simoncino antes de matarlo, ruega recuperar su dignidad. A diferencia de David, él no le corta la cabeza al gigante, pero lo ahorca con el collar de metal. Y traslada su gran trofeo al hombro, como si fuera una media res, para enseñarle el cuerpo del Goliat de ese pueblo italiano a sus antiguos amigos del vecindario. Sin embargo, el paisaje está lleno de soledad. Desterrado como el último gran plano general de un western. Tal vez sea demasiado tarde para recuperar la dignidad y el amor ajeno. Salvo el de los perros, por eso en ese plano desolador, lleno de un silencio filoso que parece cortarnos la garganta, corre un perro moviendo la cola. El perro que tantas veces acompaña al actor de la comedia muda, sea Keaton o Chaplin. Dogman no es una película perfecta, tampoco busca serlo. Como Caravaggio, Garrone intenta pintar obras imponentes que podemos tardar una vida en atravesar por completo. Dejándonos enigmas que posiblemente no resolveremos jamás, como qué es aquello que esconde la profundidad impenetrable de los ojos de Buster Keaton y Marcello Fuente.
Un amor más frío que la muerte Capaz de narrar en un par de escenas años de vida, Jia Zhang-Ke muestra en Esa mujer un amor no correspondido con trasfondo de policial. La primera imagen de la nueva película de Jia Zhang-Ke, uno de los cineastas contemporáneos con mayor potencia autoral, es un ómnibus en movimiento. Atrás de todos los asientos, de cada una de las personas que habitan el medio de transporte, se encuentra Qiao (Tao Zhao), con su pelo negro noche y sus ojos de araña: la actriz fetiche del director chino y la protagonista de este policial melodramático donde el amor puede hacerte más daño que una bala. Qiao llega a un salón repleto de gente. Sobre un escenario hay un hombre levantando una bicicleta con sus dientes. “Recuerden esta fecha, ¡porque hoy verán un milagro!”, se oye retumbar en las paredes por el sonido que magnifica el micrófono. Esa frase al pasar, que se pierde entre el murmullo y las sillas que al moverlas rechinan, cobrará un peso simbólico más adelante. Mientras tanto, Qiao mira de lejos al truco circense para dirigirse a una puerta de madera verde. Entra sin pedir permiso y se mueve por ese cuarto, lleno de hombres fumando, como la reina del panal. Cuando uno le tira un beso ella, envuelta en una nube de humo, le responde con un golpe en la espalda. “¡Pidan una ambulancia!”, grita otro burlándose. Qiao entrega otro golpe, y otro más, como si fuera un delivery de piñas amigables pero no por eso menos fuertes. Entre todos esos hombres que apuestan dinero sobresale Bin (Fan Liao), el jefe de esta banda y la pareja de Qiao, quien maneja la casa de juegos e impone las reglas de hermandad del jianghu, término que se repetirá de principio a fin del relato justificando o pidiendo explicaciones sobre una actitud propia o ajena. En Esa mujer las palabras no se desperdician alegremente como si fueran billetes. Se habla poco, pero lo que se dice tiene el peso de palabras que ningún diccionario puede traducir. Del encierro al aire libre. Del cuadro asfixiante a la postal del paisaje natural. Qiao se mueve entre los negocios oscuros de Bin y la desesperación de un padre obrero que lucha contra sus nuevos patrones en la mina. Ahí está el contraste: la vida de pequeños lujos de Qiao, donde los billetes se pasan de mano en mano, y la ausencia de seguridad económica de su papá. Los mafiosos que se ganan el dinero fácil y el mundo del cuerpo sacrificado de los trabajadores de Datong. Pero ambos extremos tienen un punto en común: los tiempos están mutando y no habrá individuo que salga ileso de la primavera tecnológica en China. Qiao anhela comprarle una casa a su padre, pero también sueña con formar una familia con Bin. Deseo que ella tardará demasiado tiempo en descubrir que no es recíproco. Devoto a su estilo y capacidad para narrar en un par de escenas años de vida, Jia cuenta cómo es el vínculo entre Qiao y Bin a través de una canción, pero no cualquier canción: la pareja salta al ritmo de Village People, abren y cierran los brazos, formando las letras del estribillo de “YMCA”. Pero mientras Bin quiebra su cintura, intentando ser lo más fiel posible a la famosa coreografía, su revolver escondido dentro del pantalón cae hasta impactar contra el suelo, quedando al descubierto entre los pies que danzan en la pista del salón. Qiao se molesta porque odia que su novio porte un arma ilegal. Lo mira con enojo. Pero en vez de lanzarle un reproche, le transmite lo que siente bailando con todo el cuerpo. Girando de un lado al otro. Recordándonos el inolvidable inicio de la película Lejos de ella (2015), con un grupo de chinos bailando juntos “Go West”, versionado por los Pet Shop Boys. ¿Cómo expresar mejor un sentimiento incómodo que con pasos de baile? Aquella fiesta donde brindan los miembros de la banda por la hermandad, jurando lealtad y rectitud mientras las luces de colores del salón pintan sus pálidos rostros, encontrará más temprano que tarde su contracara: uno de ellos es asesinado por unos jóvenes pandilleros que quieren escribir con sangre las nuevas reglas. Una muerte que nos regala un velorio con un show de baile de salón. Una tragedia que necesitará de más acompañantes para que el melodrama pinte la pantalla de color amargo. Una emboscada al auto de Bin, ese hombre fuerte ante el que todos se arrodillan para ofrecerle fuego cuando apoya un cigarrillo en sus labios, marcará un antes y un después en el futuro de los miembros de la banda. Bin se defiende de los atacantes peleando como baila: con ritmo y compás. Entregando piñas y patadas como si estuviera bailando el hit de Village People en una pista. De una coreografía a otra. El cuerpo siempre respondiendo cuando las palabras no alcanzan. Pero un solo cuerpo no es suficiente, y Qiao toma el arma de Bin para salvarle la vida. Dispara al aire como su novio le enseñó un rato antes, a su pesar. Porque si algo odia Qiao es poseer un revólver ilegal. Decisión que la pone entre rejas durante cinco años por adjudicarse la posesión del arma para salvar, una vez más, a su gran amor. Las palabras no son suficientes, el dolor tampoco. Qiao sale de prisión sin que nadie la busque. Bin jamás la visitó, ni la esperó en la puerta de la cárcel. Ella no es la misma que entró. Su flequillo recto se deshizo como ese brillo en los ojos que tenía cuando Bin le respiraba cerca. Sus ropas de colores fosforescentes, con flores y mariposas, fueron reemplazadas por prendas grises, como su presente desolado. China tampoco es la misma: los trenes ahora son más veloces, las canciones que se escuchan también. Pero hay algo que no cambió: el amor que Qiao siente por Bin. A pesar de la traición y el abandono, ella lo busca como Hamlet busca la venganza. Bin tiene una nueva novia, quien le transmite con crueldad que él ya no quiere verla. “Las relaciones y los sentimientos cambian, es natural. La gente necesita cuidarse a sí misma. Necesitan tomar el control de sus propias emociones”, le dice a Qiao, tan rota que ya no teme romperse más. Porque eso ya no es posible. Salvo en una película de Jia Zhang-Ke, donde el dolor parece no tener fondo. Obsesionada por ese amor que la encerró por cinco años, Qiao le tiende una trampa a Bin para recuperarlo. En una de las escenas más desgarradoras de la película, Bin toma la mano izquierda de Qiao, la mira, la acaricia y pronuncia “Con esta mano me salvaste la vida”. “No soy zurda, ¿no lo recuerdas?”. Como si fuera un minero, el director escarba cada vez más en la profundidad de un cuerpo herido. Al igual que en tantos relatos de Jia Zhang-Ke, Esa mujer nos pasea por ciudades y recovecos a través de toda clase de medios de transporte: colectivos, trenes, barcos. Pero sin importar las distancias que recorren, Qiao no se separa de Bin, por más que él sea parte de otro mundo, y de otra familia. En Esa mujer también hay espacio para hablar de extraterrestres. En una noche estrellada, Qiao ve un objeto volador no identificado. Porque en el cine de Jia Zhang-Ke es más posible ver un ovni atravesando el cielo que ser correspondido en el amor. Es en ese punto donde Esa mujer no es una película sobre milagros, como anunciaba el conductor del show circense. Es un relato sobre la espera de uno de ellos: que Bin la quiera a Qiao como ella lo ama a él.
Crecer no era una trampa A 24 años de su inicio, en Toy Story 4 Woody y Buzz pierden los miedos. Es un mundo adulto, donde la verdadera amistad atraviesa años y distancias. A mi oso Pulgoso, que nunca se fue de casa En las últimas páginas de la segunda novela de Winnie the Pooh, escrita en 1928 por A.A. Milne, el niño Christopher Robin le pregunta a su oso adicto a la miel: “Pase lo que pase tú lo comprenderás, ¿no?’’ Pooh le responde con otra pregunta: “¿Comprender qué?” Christopher Robin decide no explicarle que alguna vez, cuando él se vuelva adulto, ya no jugarán juntos. Prefiere no revelarle ese futuro para protegerlo de la angustia que podría provocarle esperar dicho momento, sentir la amenaza en la nuca de felpa de que en cualquier momento llegue ese temido día. Pero también porque Pooh posiblemente nunca comprenda que Christopher Robin ya no quiera jugar con él. La trilogía de Toy Story gira alrededor de ese miedo que carcome el plástico y el relleno de wata de los juguetes, en especial de Wood, el vaquero de trapo que supo ser el mejor motivo para levantarse que tuvo Andy durante su infancia. Desde la primera película, dirigida en 1995 por John Lasseter (y guionada por Joss Whedon, Andrew Stanton, Joel Cohen y Alec Sokolov), el temor más profundo de Woody era dejar de ser querido por quien él más ama: Andy. La tristeza invadía su piel de tela cuando un juguete nuevo, Buzz Lightyear, aterriza en la habitación del niño para quitarle su lugar de privilegio. Lo que comenzaba como un conflicto de rivalidad entre el juguete clásico y la gran novedad que salía en una publicidad de la televisión se convertía en un relato sobre la amistad y el compañerismo entre dos desconocidos que conformarían, finalmente, la mejor dupla. Como decía el mismo Lasseter, Toy Story es una típica buddy movie donde dos personajes muy distintos deben dejar sus diferencias a un costado para resolver juntos un problema, y salvar sus pellejos de los experimentos fatales del vecino Sid. En esa lucha conjunta aparecían crisis existenciales e interrogantes que Woody debía iluminar para darle calma a cada juguete, pero en especial a Buzz, el Guardián Espacial de la Unidad de Protección Universal que asegura ser un astronauta de verdad y no un juguete. “Ser un juguete es mucho mejor que ser un Guardián del Espacio. En esa casa hay un niño que piensa que eres lo máximo. Y no es porque seas un Guardián del Espacio. Es porque eres un juguete. Eres su juguete”, le decía Woody a Buzz, resaltando la magia que significa ser un juguete, a pesar de que, como el comercial informa, no pueda volar. ¿Quién necesita volar si se puede caer con estilo? El primer largometraje de Pixar, que también fue el primer largometraje en ser realizado completamente por computadora, logro construir en sus 110.000 fotogramas y 1570 planos los primeros personajes del estudio de animación que se volverían merchandising. Consiguiendo encontrar un Andy en cada niño que lo adopte en una juguetería o gran supermercado. Ganándose un lugar no solo en los infantes, también en muchos adultos que crecieron junto a Rex y Cara de Papa, y tanto otros que no sintieron la necesidad de ser niños para decidir adoptar a Slinky, el perro con cuerpo de resorte. ¡Eres mi alguacil favorito! Todo comenzó en 1988, con el corto ganador del Oscar Tin Toy, dirigido y guionado por John Lasseter. En esos cinco minutos se condensa la esencia de la futura Toy Story: un pequeño juguete llamado Tinny es perseguido por un bebé por una habitación. El hombrecito orquesta hecho de hojalata teme que su dueño lo babeé y lo rompa en mil partes, al igual que los otros juguetes que se esconden bajo la cama. Pero cuando por fin consigue refugiarse el bebé se golpea contra el suelo, y el llanto desconsolado lo conmueve tanto que, a pesar del riesgo, Tinny abandona su lugar seguro para hacer reír al bebé. Una atención que solo dura segundos, hasta que el bebé prefiere jugar con la bolsa donde llegó su nuevo juguete en vez de con el propio Tinny. Ese vínculo, a veces amoroso y otras veces salvaje, entre personas y juguetes, atraviesa todas las películas de Toy Story. Pero a medida que se agregaban películas a la saga el foco se ponía cada vez más en la relación entre juguetes. Los de siempre y los recién llegados. Todas las películas de Toy Story hablan sobre el paso del tiempo y sus consecuencias. La secuela de 1999 enfrentaba a Woody por primera vez con la idea de que algún día Andy dejará de ser un niño. “¿Creés que Andy te llevará a la Universidad? ¿O a tu luna de miel? Andy está creciendo y no puedes hacer nada al respecto”, le lanzaba, con un poco de saña, un juguete desde su empaque al preocupado Woody. Y ante el miedo de confirmar ese abandono prefería ser él quien abandone a Andy, decidiendo acompañar a un grupo de juguetes vintage a un museo en Tokio. Es ahí donde los roles de la anterior Toy Story se invertían, y esta vez era Buzz el encargado de transmitirle la palabra justa: “En alguna parte de tu relleno hay un juguete que me enseñó que la vida vale la pena solo cuando eres amado por un niño, y he viajado hasta aquí para rescatar a ese juguete porque creo en sus palabras”. Woody volvía a casa, a los brazos de Andy, sabiendo que no puede evitar que Andy crezca, pero, a pesar del enorme fantasma del olvido, no quiere perderse vivir ese período junto a él. “Será divertido mientras dure. Además, cuando todo acabe tendré a Buzz Lightyear para que me haga compañía en el infinito y más allá”, pronunciaba con emoción el vaquero en los últimos minutos, llevando a la habitación de Andy nuevos juguetes que desean un hogar. Es un ritual que se repetirá en cada Toy Story, agrandando la familia y la imaginación en los futuros juegos. Toy Story 3, ya no dirigida por Lasseter sino por Lee Unkrich, materializó en 2010 el mayor temor del vaquero con cuerda: Andy dejó de ser un niño y debe marcharse a la universidad. Y no solo creció Andy: todos los niños de la generación de mediados de los 80 nos convertimos en adultos a la par del amigo fiel de Woody. El destino de los juguetes era incierto, mientras dormían de aburrimiento olvidados en la oscuridad de un cofre. Como las anteriores películas, el cierre de la trilogía nos invitaba a un sinfín de aventuras donde, a pesar de todos los obstáculos y algunos personajes malvados, los juguetes lograrían volver a casa. A la habitación de Andy, pero esta vez solo por un rato. El niño devenido en adulto donaba sus tan queridos amigos a Bonnie, una niña que sabía cuidar a los juguetes con tanto amor como lo hizo él. Pero antes de despedirse, Andy jugaba con Buzz, Rex y Slinky por última vez. Y Woody forzaba las cosas para quedarse con sus compañeros de plástico, junto a Bonnie, aunque eso implique separarse de su persona favorita en el mundo, Andy. ¡Hay una serpiente en mi bota! Toy Story 4, dirigida por Josh Cooley, llega para poner en crisis varias certezas de la ex trilogía. La familia ensamblada de juguetes vive en el cálido cuarto de Bonnie, quien, a pesar de tener muchos años de infancia por delante, ha dejado de jugar con el vaquero de chaleco marrón, dejando que se llene de pelusas en el fondo del armario. Ahora Woody sufre por el rechazo de Bonnie, y también por la nostalgia que siente por Andy, al compararlo constantemente con la niña que se quedó feliz con ellos. La cuarta secuela pone en escena, como siempre, los traslados. La saga estuvo marcada por mudanzas, viajes, campamentos. Una adaptación constante que refleja el movimiento, simbolizando entre fotograma y fotograma el pulso de la vida que no se queda quieta. Un juego de la silla donde cada vez que nos cambiamos de asiento ya no somos los mismos. Pixar también creció a la par de las películas de Toy Story, de Andy y Bonnie. En cada estreno se podía comprobar el salto evolutivo de la animación CGI: cómo lograron mejorar los pelajes de los perros, la textura de la piel de los humanos, las luces y sombras de los juguetes y las terminaciones de los escenarios, secuela a secuela cada vez más ambiciosos. El cierre de la saga, nueve años después de Toy Story 3, es el punto más alto en técnica de animación. Se incluyen en la trama muñecos antiguos que giran su cabeza como Linda Blair en El exorcista, peluches con ojos saltones que esperan ser adoptados en un juego de parque de atracciones y una clase de juguete que hasta ahora no había sido parte de esta extensa historia: un personaje construido por la propia Bonnie. Por primera vez, en Toy Story se habla de la importancia de los juguetes que no se compran sino que se crean con pegamento, alambre revestido, palitos de helado y un cubierto descartable. Un juguete que es realmente único, y donde no se necesita dinero para tenerlo. El tenedor con boca de plastilina bautizado Forky no se siente juguete, asegura ser parte de la basura. Si en los inicios de la saga era Buzz quien tenía una crisis existencial, ahora es Forky quien deberá atravesar una gran aventura para quererse y dejarse querer bajo su nuevo rol. Woody, resignado a que lo vuelvan a elegir, opta por ocuparse de perseguir a Forky a sol y sombra, asegurándose de que esté siempre al lado de Bonnie, la niña que ama al tenedor devenido en juguete tanto como Andy adoraba al vaquero de trapo. ¡Las manos bien altas, hacia el cielo! Mientras los problemas se abren paso, será un personaje femenino el que esta vez tome el mando: Bo Peep. La muñeca de porcelana que cuidaba de tres ovejas junto al velador abandonó la opresión del vestido de época para andar en pantalones por un parque de diversiones, trepando maquinarias y atravesando el paisaje adentro de un zorrino a ruedas. Es acá donde aparece otra idea poco explorada en el pasado de la saga: el juguete que disfruta de la libertad de no tener dueño. Ella pone en duda la certeza que repite una y otra vez Woody: tener nombre en los zapatos te hace un juguete importante. El reencuentro entre Bo Peep y el vaquero, luego de nueve años sin verse, lo arrinconará a Woody a formularse preguntas que jamás se animó a pensar. El director Josh Cooley muestra a juguetes perdidos que no sufren por no tener el nombre de sus dueños escrito en los zapatos. Al contrario, están orgullosos y felices de conocer distintos niños todos los días, sin por eso sentirse poco queridos. ¿Por qué hacer feliz a un solo niño si se puede alegrar a miles? Los juguetes no son propiedad sino simplemente sonrisas compartidas. Esa idea se planteaba tímidamente en Toy Story 3, en los rincones de la guardería, pero asomaba la nariz el rencor de varios muñecos por ser abandonados por sus dueños. La competencia entre ellos, la desesperación por ser elegidos, el dolor por ser en un futuro olvidados, solo permitía interpretar a esa escena como una vida desoladora y vacía. Toy Story 4 refuta esa convicción tan cerrada y dibuja otras posibilidades de emociones menos tajantes. Esta vez no son los niños quienes maduran, son los juguetes. Woody entiende, por fin, que para dejar de tener miedo debe dejar de aferrarse a él. Animarse a descubrir su camino, ser independiente de las decisiones ajenas. Más allá del vínculo entre niño y juguete, entre Andy y su vaquero de trapo, la saga de Toy Story se trató siempre de la entrañable amistad entre Woody y Buzz. Por eso, cada desenlace de la trilogía culminaba con ellos dos, diciendo que, sin importar lo que pase, estarán juntos, hasta el infinito y más allá. En esa frase que los une existen otros cuerpos además de los juguetes: durante 24 años Tom Hanks, quien le pone la voz a Woody, y Tim Allen, la voz de Buzz, trabajaron a la par y se cuidaron entre sí como lo hicieron en pantalla el vaquero y el astronauta. Cuando los directivos de Disney dudaron en seguir trabajando con Allen tras haber sido arrestado por conducir borracho e internarse en una clínica de rehabilitación, Tom Hanks amenazó con renunciar si su compañero perdía su papel. Buzz Lightyear es Tim Allen, con todo lo que el actor cargue encima. Gracias a la intervención de Hanks, Allen volvió a ser contratado, y lo siguió siendo hasta el último film de la saga, Toy Story 4, siendo protegido Buzz por Woody como desde la primera película. Luego de dos décadas y media, esta vez es Buzz quien tiene que defender a Woody de sus propios miedos, aunque esa acción implique perder a su gran amigo. Lo más valioso de esta Toy Story es el hecho de resaltar que no permanecer juntos no implica estar separados. La amistad verdadera trasciende las distancias y el paso del tiempo, y sobre todo la necesidad de la presencia física. Comprender ese concepto tan complejo es justamente ser adulto. Woody nunca se olvidará de Andy, y Andy siempre pensará en su vaquero. Al igual que nosotros y nuestros amados juguetes. Al infinito y más allá.
La infinita quietud Con blanco hiriente de fondo, Mads Mikkelsen soporta adversidades en El Ártico, una película de supervivencia inteligente y emotiva en su punto justo. Un paisaje nevado, blanco infinito. La profundidad del paisaje se ordena en el plano a partir de los relieves de las montañas bajas que reflejan con timidez un segundo color, el gris topo de las rocas que se ocultan bajo el agua solidificada. En medio de esa escala de grises asoma apenas un pigmento rojo. Es la campera que cubre el cuerpo del protagonista, interpretado por Mads Mikkelsen, quien se presenta ante el espectador con el rostro tapado por una bufanda y un gorro de lana, removiendo la nieve del suelo que pisa con una pica, quitando el hielo hasta hacer aparecer la roca. Del plano general al plano detalle, y del plano medio a un plano cenital que devela el misterio en solo tres minutos de película: tres letras, S.O.S., talladas sobre nieve nos informan que el personaje necesita ser rescatado. No sabemos su nombre, ni la textura de su voz. La ópera prima del director brasileño Joe Penna presenta al personaje a través de sus acciones. Su manera de pescar nos cuenta mucho más de él y de su incómoda estadía en el Ártico que el relato explicativo de una voz en off. Una de las sogas que componen la trampa fue destruida por un pez. El personaje mira de cerca la soga rota y no se enfada, tampoco muestra desesperación. Una secuencia que denota en silencio que no es la primera vez que fracasa en su método para conseguir alimento. Es muy posible que lleve tiempo varado en esa postal demasiado tranquila. A los pocos segundos, por fin pesca un pez. Lo saca del agua helada tirando de la soga y se arranca los guantes amarronados de sus manos para quitarle el anzuelo de la boca. La cámara se acerca al rostro del personaje, esta vez descubierto, concentrado en observar a su presa. Lo mira a los ojos, con hambre pero también con amor. Como si no quisiera comérselo atravesado por el deseo de estar acompañado, de estar cerca de otro ser vivo. Es una escena triste y feliz, que desnuda con un intercambio de miradas la soledad que aflige a ese hombre perdido. El Ártico es una película de supervivencia en presente, no hay peso de pasado y tampoco de futuro. Sabemos que el protagonista, del que luego conoceremos su apellido, Overgård, pero nunca su nombre de pila que comienza con la letra “H”, tuvo un accidente porque su avión Antonov An-2 enterrado en la nieve es donde se refugia y duerme. La inteligente decisión de Joe Penna y Ryan Morrison, el co-guionista, de mantener fuera de plano la biografía del protagonista, revelar qué hacía sobrevolando por encima de esa postal blanca, qué clase de vida tenía antes de amanecer en ese paisaje y si alguien lo espera, convierte a la película en un relato de gestos. Códigos visuales a los que debemos prestar atención para captar al personaje, intentando hacerle esa compañía que tanto necesita para mantener la cordura. A diferencia de El líder, aquella película dirigida por Joe Carnahan en 2011 que enfrentaba a Liam Neeson con una furiosa manada de lobos, en El Ártico no vemos cómo se cayó el avión. El líder es un relato ruidoso y hablado que juega con la tensión. El Ártico elige la calma y el silencio por encima del sobresalto. La única amenaza que inquieta a Overgård son las pisadas de los osos, a los que mira de lejos con miedo, pero también con el alivio de confirmar que hay alguien que logró sobrevivir en ese territorio invadido de vacío. El ritmo narrativo está sujeto a una rutina marcada por la alarma de un reloj que le advierte al personaje el límite de tiempo que puede estar fuera de su escondite con alas de metal. Ese sonido, que funciona como cronómetro, nos marca el paso del tiempo, igual que la información que delata el rostro de Overgård: la piel a cada minuto más colorada, lastimada por el reflejo del sol en la nieve. En ese sentido, El Ártico es una especie de El día de la marmota: el protagonista está atrapado en una cotidianidad repetitiva de la que no sabe cómo escapar. Sin bromas para sobrellevar la tragedia ni personas cerca con las que dialogar, Overgård no construye un amigo con forma de pelota, como lo hacía Tom Hanks en Náufrago. Tampoco fabrica herramientas imposibles para resolver urgencias al estilo MacGyver. Joe Penna exhibe a un protagonista inteligente pero ante todo a una persona común que podría ser cualquiera de nosotros. El Ártico tiene puntos en común con la maravillosa película Todo está perdido (2013, J.C. Chandor), uniendo a aquel Robert Redford, que intentaba sobrevivir en solitario por ochos días en un barco dañado a 3150 kilómetros de los estrechos de Sumatra, con el personaje de Mads Mikkelsen que en vez de dormir en un velero sueña adentro de un avión. Temiéndole a osos polares y no a tiburones. ganchos Tintín en el Tíbet, un precursor de 1960. La distancia entre ambos es que el personaje interpretado por Robert Redford, de quien nunca sabemos su nombre, atraviesa los obstáculos totalmente solo. Overgård anhela ser rescatado, pero solo consigue rescatar a otro. Una chica moribunda que sobrevive a la caída de un helicóptero, donde los demás tripulantes no tienen la misma suerte. Él le cura la herida, le comparte su refugio, su cantimplora, su comida y ese optimismo que lo mantiene vivo. Ella no lo entiende porque agoniza, y también porque habla otro idioma, aunque no pronuncie palabra alguna. Sin embargo, y a pesar de que ahora el personaje debe cargar con otro cuerpo, Overgård se conecta con su humanidad a partir de que esa mujer, que está más dormida que despierta, más cerca de la muerte que de la vida, lo acompaña con los ojos cerrados. Y lo obliga a volver a hablar, a pesar de que su huésped no comprenda lo que diga. Poco importa, porque las escasas frases que le transmite Overgård en realidad se las dice a él mismo. Cuando pronuncia en voz alta “No pasa nada. No estás sola”, está dándose serenidad y fortaleza para poder continuar con ese hábito tan sacrificado. El hecho de salvarla cambia radicalmente la rutina del personaje y el motor del relato. A partir de un mapa que encuentra en el helicóptero que se estrella contra la nieve, Overgård abandona su refugio en forma de avión para hallar el camino que los acerque a la salida de la trampa, arrastrando el cuerpo de su protegida con una soga atada a un trineo. Si logran ser rescatados o no pronto deja de ser el punto de mayor interés; el núcleo de la película se basa en todas las maniobras que lleva a cabo el protagonista para no morir. Una decisión que supera y trasciende a cada peligro que persigue su sombra. Si El Ártico se convierte en una película tan sólida y emotiva, inabarcable como el horizonte nevado que envuelve al protagonista, es porque el director Joe Penna entiende que cuando hay una situación dramática no es necesario magnificar el drama. Tener un accidente de avión y quedar preso de la naturaleza salvaje de Islandia ya es lo suficientemente trágico para pensar en agudizar el tono dramático, o buscar la lágrima del espectador a través de una música que presione la catarsis. La actuación seca y contenida de Mads Mikkelsen refuerza esta idea, consiguiendo que nos conmovamos con cada mínimo movimiento, siendo conscientes de que cada acto puede desatar el desastre o el milagro tan esperado. Durante los años ‘50, Hergé, el creador belga de Tintín, tenía una pesadilla recurrente: soñaba una imagen blanca. Con el deseo de culminar con ese sufrimiento nocturno buscó a Carl Jung para curarse con psicoterapia. Por cargar demasiados años sobre su mente y cuerpo, fue un discípulo quien finalmente lo atendió y le explicó que sus sueños blancos representaban la angustia y la soledad. Con esa revelación, Hergé emprendió una de las historietas más bellas de su carrera: Tintín en el Tibet, publicada como libro en 1960. Allí, el joven de jopo pelirrojo experimentaba aventuras junto a su perro Milú rodeado de nieve, corriendo por viñetas compuestas por aviones estrellados contra el hielo, al igual que el Antonov An-2 de Overgård. El Ártico, como Tintín en el Tibet, simboliza, en esa sobredosis de blanco que enceguece los ojos, de tanta belleza quieta, el significado de la angustia y la soledad. Comprendiendo que el dolor más profundo, el miedo más asfixiante, se manifiesta por dentro y en silencio.
Deséame suerte en la batalla Leto es un logrado biopic sobre los inicios de Viktor Tsoi, héroe del rock ruso y líder de Kinó, una de las bandas icónicas en plena Perestroika. Películas sobre bandas que existieron abundan, pero en cada proyecto el director se enfrenta al desafío de lograr acercarse con su obra a la emoción que generaban los músicos en cuestión, cuando se subían a un escenario o al ser escuchados a través de un disco. Es, en gran parte, el dilema del biopic musical, sumado a la elección del recorte de la historia: trasladar a la pantalla grande los inicios de un grupo, el auge o los últimos días. Tal vez todos esos períodos comprimidos en noventa minutos, o apenas un solo detalle que vale la pena profundizar en toda la narración. Leto, el octavo largometraje del cineasta y dramaturgo ruso Kirill Serebrennikov (director de El discípulo y La traición) que compitió por la Palma de Oro en el Festival de Cannes en 2018, hace foco en los inicios de Viktor Tsoi en Kinó: una de las bandas icónicas en plena Perestroika. A través de un contrastado blanco y negro, y de efectos visuales e intervenciones lúdicas en el plano que transforman a una simple escena en un inesperado video clip, el director reconstruye el Leningrado de principios de los años 80 con el estallido del rock underground en la Unión Soviética, más preocupado por la personalidad estética que por la rigurosidad histórica. Dibujando con carbonilla una atmósfera de época en ese micro mundo donde un grupo de veinteañeros se preguntaban cómo proponer en la música algo novedoso después de David Bowie, The Clash, Joy Division y Blondie, Leto -que significa “verano” en ruso- es una película de búsquedas y encuentros. De flechazos y frustraciones. La película comienza con un par de chicas colándose a un recital en el mítico Rock Club de Leningrado, entrando por la ventana de un baño. Es a través de ellas que nosotros ingresamos al relato, a ese teatro, y a ese universo desconocido para muchos. En el salón toca la banda Zoopark, liderada por Mike Naumenko (interpretado por el músico Roma Zver), quien repite en su canción “Son basura”, con sus anteojos negros y un saco blanco que contrasta con su polera oscura. Blanco y negro. Como él y Viktor (el actor coreano Teo Yoo), el músico principiante que conocerá un rato después. Liocha, el compañero de banda de Viktor, se acerca con la guitarra colgando del hombro a Mike, rodeado de su sequito, para expresarle que ambos son grandes admiradores de él porque sus canciones son grandiosas. Luego les ofrecen un vino para quedarse junto a ellos en una playa desierta donde no tardarán en desnudarse y sumergirse en el mar. “Nada”, le contestan a Mike cuando le preguntan cómo se llama su banda. El resto se burla de ellos, de la falta de un nombre, de la ausencia de identidad. Liocha parece incómodo. Viktor, en cambio, es impenetrable. Lo admira a Mike tanto o más que Liocha. Sin embargo, su conducta es distante y pasiva en un comienzo. Observa y estudia a su ídolo en silencio. Natasha (Irina Starshenbaum), la pareja de Mike, mira atenta a Viktor. Un romance que Serebrennikov no tardará demasiado en hacer parte de la trama; sin embargo, el único vínculo amoroso que pesa es el que ocurre entre Viktor y su mentor Mike: opuestos complementarios que funcionan por sus enormes diferencias. Cuando a Mike le preguntan cómo sería su concierto soñado, con todo el dinero disponible, contesta que sería en un estadio lleno de miles de personas. Con luces, humos de colores, tres bateristas, dos pianistas, uno clásico y otro sintético. Con una sección de vientos de diez hombres y unos elefantes que traerían una orquesta de cuerdas y un arpa. Viktor, en cambio, responde que él no le encuentra emoción a tocar en un estadio en el que no puedes ver a quién le estás cantando. Viktor Tsoi, el hombre y no el personaje de una película, murió a los 28 años el 15 de agosto de 1990, en un accidente de tránsito en las afueras de Tukums (Letonia). El diario Komsomólskaya Pravda lo despidió con este emotivo obituario: “Tsoi significa para la juventud de nuestra nación más que cualquier político, escritor o celebridad. Esto se debe a que Tsoi nunca mintió ni se vendió. Fue y seguirá siendo él mismo. Es imposible no creer en él… Tsoi es el único artista de rock que no ha diferenciado su imagen de su vida real, vivió como cantó… Tsoi es el último héroe del rock.” Serebrennikov intenta reflejar esas palabras en cada secuencia de Leto, a veces con la profundidad necesaria, otras apenas con un titular. Filma las últimas escenas de la película a la distancia, transmitiéndole a su equipo a través de notas cómo hacerlo, ya que desde agosto 2017 hasta hace pocas semanas tuvo que cumplir una prisión domiciliaria en Moscú que le impidió presentar el film en Cannes. En 1988, el director ruso Rashid Nugmanov filmó un brillante y conmovedor policial con Viktor Tsoi como protagonista. Igla (La aguja) es una película de culto donde, a pesar de que el líder de Kinó interpretaba a un pandillero llamado Moro que se enfrentaba a una mafia que traficaba morfina, Viktor parece actuar de él mismo. Tal es así que, sabiendo el director que su actor principal era fanático de Bruce Lee, le hizo hacer unas escenas donde se defiende de los villanos con artes marciales. En la última secuencia, Moro es apuñalado por uno de los mafiosos, con un encendedor prendido en la mano para prender su cigarrillo. El personaje, o Viktor, se va caminando por la nieve con manchas de sangre. Sabemos que va a morir pero, como a John Wayne, no le gusta morir en plano. Dos años después de ese desenlace, musicalizado por una de las canciones más famosas de Kinó, “Grupo sanguíneo”, donde repite “Deséame suerte en la batalla”, Viktor Tsoi fallece y se vuelve un plano: a partir de su inesperada muerte algunos fans pintaron un mural en uno de los callejones laterales de Arbat que se mantiene, y siempre está lleno de cigarrillos por su tema que decía “Si uno tiene un paquete de cigarrillos en el bolsillo / significa que no todo va mal ese día”. Leto tiene una conexión directa con La aguja: los momentos animados de la película de Serebrennikov salen del film de Nugmanov. En La aguja una mirada significativa de un personaje se especifica con una línea blanca punteada y flotante que invade el plano, y un cohete dibujado con tiza puede despegar de un cuadro en el instante menos pensado. En Leto hay un guiño a esas escenas, pero reemplazando a la sutileza y minimalismo de Nugmanov por rituales donde el trazo de un lápiz óptico se pasea por todo el plano, jugando a pintarle una máscara a un extra que hace un coro, o coloreando un vestido de rojo furioso. Son esas secuencias musicales, covers de “The Passenger” y “Psycho Killer”, que terminan con un cartel que advierte “Esto no sucedió”, donde la película no disimula separarse de los hechos verídicos en pos de ofrecer una obra bañada en artificio que hable de música. Y si algo sucede en Leto es justamente eso: los protagonistas discuten sobre Lou Reed y T-Rex, se prestan discos, graban futuros hits. “Es muy malo y muy triste si dejas las canciones encerradas ahí en tu cabeza. Déjalas salir, deja que se hagan”, le dice Mike a Viktor mientras están en el estudio. De alguna manera, Serebrennikov se pone los anteojos negros y el saco blanco de Mike para que más personas conozcan las canciones de Viktor Tsoi. Y ese objetivo lo logra: es difícil dejar de cantar ahora “el tren me lleva adonde yo no quiero ir”. El cine a veces también es que sintamos necesario algo que apenas conocíamos. Una canción, o una discografía completa.
Olor a sangre Ópera prima de Lucía Garibaldi, Los tiburones es el pormenorizado retrato de una adolescente que experimenta acechando al prójimo. Como los segundos iniciales de Tiburón, la primera película taquillera de Steven Spielberg, Los tiburones comienza con una chica, Rosina (Romina Betancur), corriendo por la playa mientras se quita la ropa hasta internarse en el mar. Pero en la ópera prima de Lucía Garibaldi no acecha en el relato la música ominosa de John Williams que anuncia el inminente ataque del tiburón a la solitaria nadadora. Rosina ve una aleta dorsal asomar y sumergirse, pero es ella la de los dientes más filosos. La adolescente de catorce años escapa de su padre (Fabián Arenillas) tras atacar a su hermana Mariana, a quien le lastimó un ojo y tuvieron que coserle 5 puntos. Por eso Rosina se presenta a la cámara de espaldas y con un sweater gris. El mismo color del tiburón que cree ver entre las olas mansas. Una metáfora que poco a poco se materializará en acciones inquietantes que desconcertarían hasta al propio Matt Hooper. Ganadora como mejor directora en el Festival de Sundance con solo 32 años, la uruguaya Lucía Garibaldi reemplaza las playas de Amity Island de la setentosa Tiburón por la arena de Piriápolis. A partir del alerta de Rosina, quien asegura haber visto un tiburón, todo el pueblo encontrará un tema en común, entre pescadores, habitantes y turistas. Una amenaza que crece cuando el cadáver de un animal es arrastrado por el mar hasta la orilla. Ese día Rosina elige a su segunda presa: Joselo, un empleado de su padre, quien trabaja junto a dos hombres podando jardines y limpiando piletas. La primera vez que lo descubre como una posible víctima lo ve a través del vidrio empañado de una enorme ventana, dando la sensación de que el joven, unos años mayor que ella, es un pez globo dentro de una gran pecera, como esos acuarios subterráneos. Pero la confirmación de ese deseo se consolida cuando lo tiene cerca, sin remera, y el sol le permite contar, uno por uno, los vellos rubios que brillan desde su nuca hasta la mitad de su espalda. Rosina lo huele, memoriza el olor de la arena pegada a la piel de Joselo. Los perfumes son primordiales en este drama incómodo: el olor penetrante del cloro, el aroma fresco a césped recién cortado, el perfume artificial de la cera caliente. Mientras tanto, el grupo de personas que rodea al animal muerto le pregunta a un pescador cómo se caza un tiburón. “Con carne roja”, asegura, sin saber que hay un tiburón entre ellos planeando cómo atraer a su botín. Los tiburones están siempre en movimiento porque necesitan captar el oxígeno del agua a través de sus branquias. Si permanecen algunos minutos quietos, la falta de oxígeno podría matarlos. Deben moverse sin cesar, además, porque no tienen vejiga natatoria, si se quedan quietos se hunden. Rosina espeja ese mismo comportamiento y se traslada de aquí para allá: a pie, en bicicleta, en camioneta o nadando en el mar. Por eso el título de la película, Los tiburones, es en plural: hay un tiburón en el agua y otro que ataca en tierra. En los pocos momentos donde se detiene lo hace para observar y estudiar aquello que la rodea. Escucha conversaciones y las utiliza a su favor. A diferencia de otros carnívoros, Rosina no se mueve en manada. Actúa sola y casi no habla. Y cuando se anima a hablar los demás no comprenden lo que dice. “Hablás para adentro”, le recrimina un pescador. Rosina vive fuera del agua; sin embargo, la falta de ella es uno de los temas centrales de la película. Todos los días, junto a su padre llena bidones de agua de mar porque el calefón de la casa funciona mal. El agua está presente en cada charla: los platos con restos de mayonesa que no se pudieron lavar, los cortos tiempos en los que pueden usar la ducha, los pies sucios que deben limpiarse en la pileta del baño. Lucía Garibaldi es una directora debutante obsesiva que juega de manera inteligente con el peso de las palabras elegidas, el diseño de los planos y los objetos que componen cada escena. Nada se cuela en un cuadro por azar. Cada secuencia tiene su valor simbólico. Joselo utiliza la bordeadora de césped, y a través de la ventana que mira Rosina él se refleja como una silueta fálica. El sonido de la máquina que se desliza por el pasto funciona como el motor de un animal acuático. Los tiburones es una película que calcula cada mínima acción, al igual que la protagonista, un bicho que contempla y nos invita a contemplarla a través de la impactante actuación de esta hipnótica nueva actriz. Sería vago, y también errado, hablar de Los tiburones como un coming of age. No hay en esta película, que ganó el Premio Especial del Jurado en el último Bafici y el premio por mejor dirección en el Festival de Cine de América Latina de Toulouse, un pasaje de una etapa a otra. Ingresamos en este relato de manera violenta, con el primer ataque de Rosina ya ocurrido. Los tiburones es el retrato de un momento de una adolescente que experimenta inquietar al prójimo (y al espectador). Ser la amenaza. Actuar a partir de su conducta depredadora. No hay un objetivo preciso que alcanzar, ni una posta a la que llegar. La protagonista se comporta como un carnívoro hambriento, pero lo que menos le interesa es la comida. Y menos que menos si son huevos porque dice que es un asco “comer óvulos”. Rosina no quiere cambiar: cuando su madre quiere depilarla porque dice que parece un macho con tantos pelos en las piernas y en sus axilas la protagonista se niega. La oportunidad de tener sexo con el chico que le gusta, Joselo, la evita, eligiendo mirarlo mientras se masturba. La progresión reside en que Rosina se va conociendo más feroz a medida que crece, más que el deseo, la curiosidad. Poco a poco deja de ser un pequeño tiburón a cuerda para plantarse como un sharknado que, por fantaseoso e inexistente, desconocemos cómo se puede comportar. Ese es el secreto de Lucía Garibaldi para mantenernos en vilo sin necesidad de la música de Williams: Los tiburones es un relato impredecible donde se habla de sangre de una escena a otra, sea por una herida o por la menstruación, como un aviso permanente de lo que puede ocurrir en un cambio de plano. Rosina desliza el hilo dental entre diente y diente y escupe un poco de sangre en la pileta. Es la advertencia de que mañana esa sangre pegada a su mandíbula puede ser de otro. Flota en ese clima ventoso una tensión constante de que algo puede suceder en cualquier momento. El ataque de un tiburón, el beso esperado entre Rosina y Joselo o que finalmente un pescador atrape un pescado grande. Tal vez el enorme tiburón blanco que ansiaba cazar Quint en las playas de Amity Island. El mayor encanto de Los tiburones es que no estamos seguros de nada. Esa posibilidad que nos brinda la adolescencia de probar identidades como si fueran vestidos. No podemos saber con exactitud por qué Rosina actúa de esa manera, y la gracia de esta sorprendente ópera prima es que los motivos le quedan chicos a la grandeza de cada misteriosa acción. Rosina está buscando sus límites, y los límites de los demás. Sintiéndose fuerte cuando consigue mover a las personas a partir de sus estrategias, sea con una perra preñada secuestrada o por sembrar el terror a partir de un relato. Compartiendo solo con nosotros, los espectadores, el secreto de que el tiburón más peligroso fue, es y seguirá siendo ella.
Trazos íntimos El retrato de Julian Schnabel sobre Van Gogh es una película sensorial, no un melodrama; bocetos de su vida que desembocaron en cuadros. En la primera escena de Van Gogh: en la puerta de la eternidad no vemos al artista que pintó los girasoles más bellos de lo que parecen. Una cámara subjetiva e inquieta nos invita a ubicarnos en los zapatos de Vincent Van Gogh, descubriendo en una mujer que guía a un rebaño de ovejas una futura obra. “¿Por qué?”, le pregunta ella cuando quien, sin nunca saberlo, se convertiría en uno de los pintores más famosos del mundo le dice que quiere dibujarla. El sexto largometraje de Julian Schnabel intenta una y otra vez contestar preguntas, animándose a patear mitos que siguen girando alrededor de la vida de Van Gogh. Para el director de La escafandra y la mariposa (2007) y Antes que anochezca (2000) reconstruir la imagen de Van Gogh no es hacer un retrato más. Su ópera prima, Basquiat, estrenada en 1996, comienza con un personaje hablando sobre Vincent, en 1979: “Todo el mundo quiere subirse al carro de Van Gogh. No existe un viaje tan horrible que nadie quiera hacer. La idea del genio no reconocido sudando tinta en un desván es deliciosamente absurda. (…) Iba a ser el más moderno de los pintores, pero todo el mundo lo odiaba. Nos avergüenza tanto su vida que la historia del arte es una compensación al abandono a Van Gogh”. En aquella película, incluso, actúa William Dafoe, interpretando a un escultor que trabaja como electricista en galerías de arte. Agujereaba paredes con el taladro y quien hacía de Basquiat le sostenía la escalera. “Ya llegarás, ya llegarás”, le decía a Basquiat cuando éste miraba admirado los lienzos gigantes apoyados sobre las paredes. Veintitrés años, después William Dafoe se convierte en Vincent Van Gogh sin necesidad de cubrir su rostro de prótesis o ponerse una barba postiza. Más allá del parecido físico del actor con el artista, Van Gogh: en la puerta de la eternidad esquiva caer en la caricaturización del personaje, como suelen hacer la mayoría de los biopics de pintores. A Schnabel no le interesa el artificio, tampoco el realismo encorsetado en los supuestos hechos reales. Su preocupación reside en acercarse y acercarnos con su película a la experiencia emocional que vivimos al pararnos frente a un cuadro de Van Gogh: sensaciones que son complejas de traducir en palabras. “¿Se puede escribir todavía algo sobre Van Gogh?”, se preguntaba el escritor, artista y crítico de arte John Berger. La misma pregunta me hago yo respecto a Van Gogh retratado por la cámara: ¿se puede mostrar en el presente algo sobre él que todavía no conocemos? La historia del cine se ha hecho cargo del pintor de cabello color fuego una y mil veces: bajo la dirección de Vincente Minnelli en Lust For Life (1956), con un Kirk Douglas enérgico y viril; a través de la sensibilidad de Maurice Pialat y la interpretación de Jacques Dutronc en Van Gogh (1991); con el retrato de pocos minutos en blanco y negro que realizó Alain Resnais en 1948 con su singular estilo brutal; a partir de la mirada abarcativa y sentimental de Robert Altman, quien decidió en 1990 incluir a Theo en el título de la película, entendiendo que no hay Van Gogh sin su hermano Theo. Tim Roth fue Vincent, y también lo fue Benedict Cumberbatch. En 2017 los directores Dorota Kobiela y Hugh Welchman demostraron que no se había hecho todo en cine alrededor del nombre de Van Gogh: mientras todos los directores hasta la fecha miraron al artista holandés desde afuera, la película animada Loving Vincent se atrevió a mirar a través de los ojos de Van Gogh. Una anomalía que está fuera de la representación. Y lo que ningún biopic pudo hacer lo hizo la ciencia ficción: justicia. En el capítulo 10 de la quinta temporada moderna de Doctor Who, el guionista Richard Curtis, el director Jonny Campbell y el productor Steven Moffat, le dieron a Vincent ese momento que cierra una historia, una vida, una necesidad del atribulado pintor. Frustrado hasta el dolor por la indiferencia y el rechazo a su obra que experimentaban sus contemporáneos, y gracias a la capacidad de viajar en el tiempo del Doctor, su máquina poderosa, la Tardis, Van Gogh aparece hoy en un museo, en plena muestra de sus obras. Admiradas y disfrutadas por una multitud, que las entiende y las valora. Desbordado por un llanto que por primera vez no se apoya en la tristeza. En una de las más conmovedoras escenas de Van Gogh: en la puerta de la eternidad, el artista le dice a un cura, dentro del manicomio, que tal vez Dios lo hizo pintar para gente que aún no nace. Ese desfasaje en el que cree Vincent es tacleado por Doctor Who. Entonces, ¿por qué hacer otra película sobre Van Gogh? En principio porque Van Gogh: en la puerta de la eternidad no es una película más. La mirada de Schnabel es distinta a los largometrajes y cortometrajes, algunos valiosas y otros indefendibles, que narraron un costado del artista. La primera respuesta al interrogante lanzado es que en la película de Julian Schnabel vemos a Van Gogh pintar de principio a fin. Sean zapatos, flores o un ser humano. Más allá de que el director tiene una idea de la pintura más performática que clásica, el acto de mirar un objeto o un sujeto y trasladarlo al lienzo es protagonista en el relato. Dibuja con caña y tinta, mancha la tela blanca con óleo amarillo, retrata con pinceladas rápidas hasta lograr una imagen que no se parece a lo que ven los demás. Solo es fiel a su percepción de lo que tiene enfrente. Van Gogh: en la puerta de la eternidad es una película sensorial, donde importa más el ritual obsesivo que la acción. No es un melodrama como lo han sido todas las películas de Van Gogh. Son bocetos de momentos en la vida del artista que desembocaron en cuadros. La trama pesa menos que la caja de pinturas que carga diariamente Vincent por el campo a la búsqueda de la luz perfecta para pintar. En la última carta que Vincent le escribió a Theo le dijo “solo podemos hacer que sean nuestros cuadros lo que hablen”. Y Schnabel comprende más que nadie esa frase, porque antes de ser cineasta fue pintor, uno de los artistas neoexpresionistas más llamativos de la escena neoyorquina de los años 80. Sus obras están presentes en el Metropolitan y en el Pompidou en París. No es necesario ser artista para entender cómo veía el mundo Van Gogh, pero sin dudas su mirada será desde otro lugar. En Van Gogh: en la puerta de la eternidad, Schnabel elige darle más espacio a Paul Gaughin (Oscar Isaac) que al hermano marchand (Rupert Friend). Porque quien se convertiría en referente máximo del fauvismo ocupa el rol de antagonista que envenena y vitaliza, al mismo tiempo, a Van Gogh. La soledad es palpable pero la competencia artística con Gaughin es protagonista en esta historia que, para sorpresa de todos, impacta con su desenlace. Tal vez esto ocurre porque Schnabel se siente cerca de ese conflicto a causa de la rivalidad que tuvo él mismo con Basquiat. Y aun con la inmensa distancia que separa a la primera película del director con la última prevalece la preocupación del vínculo entre el artista y su obra. “Nadie ve lo que yo veo y eso me asusta”, le dice Van Gogh a un médico luego de cortarse la oreja. A Schnabel le importa poco y nada el escándalo de la oreja cortada y todas las leyendas que colgaron del lóbulo que pretendió volverse más relevante que las imponentes pinturas de su dueño. El director filma Van Gogh: en la puerta de la eternidad para recordarnos que nadie ve de la misma forma un objeto o sujeto. Vincent representaba a su manera un árbol en papel, y Schnabel traslada a Vincent a la pantalla grande a través de su mirada intimista. Porque a la hora de narrar, de justificar hacerle espacio a otra historia, lo importante no es el tema sino lo que se quiere decir sobre él.
La sombra de una duda La decisión es un policial que presenta un crimen donde la verdadera protagonista, la culpa, tiene el poder de carcomerlo todo. Un hombre con anteojos y una barba repleta de canas conduce de noche por una autopista. Un paisaje oscuro que podemos delinear a través de la coreografía de luces que practican los autos. Quien está al volante es el Dr. Kaveh Nariman (Amir Aghaee), un patólogo forense que aún no sabe que en esa ruta recorrida ocurrirá una situación que cambiará el rumbo de su vida. Por accidente, choca una precaria moto con cuatro personas a bordo. Dos adultos y dos niños. Amir, de 8 años, resulta levemente herido. Apenas unos raspones que el médico se ocupa de curar, al mismo tiempo que lo revisa superficialmente, aconsejándoles a los padres que deberían llevarlo al hospital para que examinen que el golpe en la cabeza no tenga consecuencias sobre su cuerpo. El Dr. Nariman saca un manojo de billetes de su billetera y se los ofrece al padre del niño, Moosa (Navid Mohammadzadeh), para que pueda cubrir los gastos del arreglo de la moto. El damnificado observa la cantidad de billetes que pesan sobre la mano de quien lo chocó, y decide tomar solo un par. La primera escena de La decisión establece la diferencia de clase entre un personaje y otro, y de qué manera reacciona cada uno. El director Vahid Jalilvand, premiado como mejor director por esta película en el 74ª Festival Internacional de Cine de Venecia, nos avisa con esta pequeña acción que los recursos económicos serán claves en la envoltura e interior del conflicto que se desatará horas más tarde. Al día siguiente, el niño llega sin vida a la morgue donde el Dr. Nariman realiza autopsias diaramente. El cuerpo de Amir no es un cuerpo más. Inmerso en una atmósfera donde la muerte es una presencia cotidiana, reconocible y familiar, y las personas son un territorio de puras certezas, sin lugar para la ambigüedad y, aún menos, para invitar sentimientos, el Dr. Nariman es abatido por una inestabilidad emocional. Está preocupado de haber sido responsable del fallecimiento del niño que lesionó por accidente la noche anterior. Aunque es él quien usualmente realiza los informes de una autopsia, o los firma avalando la contundencia de un estudio, esta vez se ubica del lado de la espera. Por primera vez no tiene respuestas, sino preguntas. La decisión es un policial moral donde los médicos, policías, jueces, y hasta las víctimas reaccionan sin aspavientos. Los personajes gritan por dentro, ocultando el destino de sus acciones. No necesitan explicar sus motivaciones al espectador. Cuando el resultado de la autopsia, practicada por la socia del Dr. Nariman, testimonia que la causa de muerte del niño es botulismo, una intoxicación por carne en mal estado, Moosa, su padre, es quien se culpa por haber comprado comida podrida sin saberlo. Simplemente porque es todo lo que podía comprar: carcasas podridas de pollo maquilladas como alimento inofensivo por un carnicero inmoral. Pero quien también se siente responsable de esa muerte es el Dr. Nariman, eligiendo la versión opuesta del cirujano que interpretaba Colin Farrell en El sacrificio del ciervo sagrado (Yorgos Lanthimos, 2017), estrenada el mismo año y donde también pesaba la diferencia de clases. Donde aquel médico hace todo lo posible para esquivar la culpa, este médico decide abrazarla. El Dr. Nariman no hizo una operación a corazón abierto, pero teme que la verdadera razón que explica el fallecimiento de Amir sea una fractura de cuello. La noche que el cuerpo del niño llegó a la morgue despertó algo en ese médico que abre y cierra cadáveres sin posibilidad de sentir empatía. A quién le hicieron una operación a corazón abierto es a él, como si fuera su propio cuerpo, congelado y guardado en esos largos cajones de metal, el que se hubiera despertado por una muerte inesperada, la de alguien que conoció apenas unos minutos. En su casa, quien acompaña su cargo de conciencia, es otro cuerpo. El de su madre, quien no está muerta pero tampoco viva. Es la tensión entre esos dos extremos la que flota en esa habitación repleta de cables, al igual que dentro de su cabeza. La idea de cuánto podría haber hecho él para salvar a ese niño si hubiera llamado a una ambulancia en el momento del accidente o si, simplemente, no hubiera chocado la moto aquella noche. ¿Cuántos kilos pesa una duda? ¿Cuánto espacio ocupa en el cuerpo la culpa? El Dr. Nariman ya no puede silenciar los interrogantes que lo atormentan y decide involucrarse en el conflicto: ser él quien abra el cuerpo del niño para revelar el enigma, si es que acaso para él existe un misterio a resolver. El Dr. Nariman se mueve y actúa fiel a sus remordimientos, sin importar el veredicto de la autopsia que realizó su socia. El sentimiento de culpa, ¿es síntoma de responsabilidad o egocentrismo? ¿Es ser considerado con el otro o es un sentimiento puramente egoísta? Mientras tanto, la vida de los padres que perdieron a su hijo de 8 años comienza a desmoronarse cada vez más. Los dramas en los personajes aumentan, pero no así el nivel de melodramatismo en el tono de la película. La fotografía de Morteza Poursamadi y Payman Shadmanfar refleja a través de la opacidad ese clima sin grandes sobresaltos. Una paleta donde el único color que sobresale es el gris. El gris en toda su esplendorosa tristeza. Esa tristeza sin bordes, como un océano con horizonte infinito, que empapa a cada uno de los protagonistas. De los vivos y los muertos. Sin importar si están bajo tierra o no, los personajes de La decisión están fisurados por dentro. También por fuera. Como el protector de plástico de la moto que chocó el Dr. Nariman la noche que conoció a Amir. La angustia puede ser lenta y pesada, pero el ritmo del relato es ágil, invadido por sucesos consecutivos mostrados con una sutileza ética pocas veces vista. Más allá del resultado de la primera o segunda autopsia, del desenlace de la película, el mayor crimen de película es social y político. La decisión es un policial que nos presenta un crimen que no sabemos si realmente existió. Pero la culpa, la verdadera protagonista de la película, tiene el poder de carcomerlo todo, aunque el resultado de una autopsia afirme lo contrario.
El ocaso de una vida Sin importar el retrato de los espacios, Arábia es una película claustrofóbica, que nos obliga a reconocer el estado de nuestros cuerpos. Un adolescente llamado André pedalea su bicicleta para atravesar una ruta montañosa en Ouro Preto, Minas Gerais. No importa de dónde viene y cuál es su destino. La cámara invierte la atención en el proceso del viaje de una travesía que minutos después emprenderemos nosotros. Arábia es una película neorrealista brasileña que dibuja con paisajes escondidos y relatos poéticos los pasos de un trabajador de una favela que intenta sobrevivir día a día a través de tareas pesadas. Su espinoso mundo se revela como un laberinto a descifrar cuando el chico que pedalea sin respiro descubre un cuaderno repleto de crónicas en la habitación, ahora vacía, de un obrero que duerme en un hospital debido a un grave accidente laboral. Las páginas escritas le permiten a Cristiano tener voz a pesar de no estar despierto, obteniendo además la posibilidad de despertar, a través de todo el dolor acumulado, a la persona que se topó con las experiencias que le apagaron la vida. “Todos tenemos una historia, aún los silenciosos”, deja tatuado en el cuaderno hallado. Abandonando por un rato a su pequeño hermano que está enfermo de aspirar el humo que despide la fábrica que atenta contra la salud de todo el barrio industrial, André nos sumerge con su lectura en la historia de Cristiano. Una voz en off nos lleva de las narices como si fuera una guía turística, para mostrarnos los rincones periféricos del Brasil que nadie visita. Son postales sociales e individuales de las consecuencias oscuras del desarrollo económico de Brasil en los últimos diez años. Cristiano no nos priva de abordar aventuras: como si fuera Ulises, el personaje edifica y atraviesa su propia odisea. Deja su casa, se cruza con toda clase de personas, crea vínculos fugaces, lucha contra su trágico destino mientras se escribe cartas con su Penélope, aquí llamada Ana. Y al igual que el protagonista de la epopeya griega también es encerrado entre rejas, pero no por Polifemo. Sin embargo, en esta película no existe reino ni Itaka a la que regresar. Porque no hay a dónde ir ni espacio para refugiarse de la desolación. La pobreza y la deshumanización vuelven imposible la heroicidad. Cristiano traza caminos pero se encuentra inhibido de cambiarse de lugar. Por eso el tono del relato parece monocorde: para conseguir reflejar una tristeza estática, arraigada en el cuerpo que pone en cada trabajo. Sea cosechando mandarinas o padeciendo el yugo de las tareas forzadas en una fábrica de aluminio, no hay búsqueda de acentos o subrayados, ni siquiera cuando ocurren eventos que marcarán el futuro del protagonista. Esa es la mayor virtud de los directores João Dumans y Affonso Uchoa: no traicionar el ritmo cotidiano y quieto de Cristiano en pos de construir climas de tensión y conflictos que tarde o temprano deberán ser resueltos. Lo que no es estático es lo que siente el espectador al acompañar a Cristiano en su odisea, conociendo a través de él los miles de Cristianos que extraen la riqueza para otros, tejen puentes, abren carreteras, levantan cimientos, recibiendo como magra recompensa, a veces, la posibilidad de apenas sobrevivir. “Es difícil elegir un momento importante para contarlo. Porque al final lo único que queda es el recuerdo”, dice Cristiano, a través de las notas que escribió para una obra teatral de la fábrica que le quitó las últimas gotas de vitalidad. Arábia es un ejercicio de observación de lo que pasa afuera y adentro de un sistema, en los alrededores y en el interior del cuerpo de un trabajador que no puede distinguir la diferencia entre estar vivo y estar muerto. ¿Qué sucede cuando los recuerdos solo ahondan en el sufrimiento? ¿Ocupan más o menos espacio? “Por primera vez, paré para observar la fábrica. Y sentí tristeza de estar allí”, escribe. El personaje plantea en esa imagen desesperanzadora si hace falta dormir bajo tierra para afirmar que uno está muerto. Cristiano respira (aluminio) por inercia, y aunque su corazón late, hace años que dejó de vivir. No hay una gran distancia entre la fábrica donde trabaja y la cárcel donde estuvo preso. La única diferencia es que de la cárcel un día pudo salir; de aquella fábrica se siente esclavo sin posibilidad de salida. Sin importar si la fotografía de Leonardo Feliciano retrata espacios cerrados o abiertos, Arábia se presenta como una película claustrofóbica. Tan opresiva que nos obliga a reconocer el estado de nuestros cuerpos. La tristeza es un sentimiento finito, que cede tarde o temprano. La saudade, ese término portugués tan característico de la cultura brasileña, que definió a todo un movimiento artístico, significa, en cambio, aprender a convivir con una tristeza permanente, con la certeza de que quizás no vamos a conseguir nunca lo que buscamos. De eso habla con palabras y planos precisos Arábia: de estar muerto en vida. En 1660 el escritor portugués Manuel de Melo explicó el término saudade como «bem que se padece e mal de que se gosta» (bien que se padece y mal que se disfruta). El cuaderno que deja Cristiano como legado es un testimonio para que André descubra una vida a evitar y no abrace para siempre la tristeza. Si es que acaso puede lograrlo.