Pornografía sentimental Preciosa es una película que, con toda seguridad, provocará airadas reacciones, a favor y en contra, allá por donde pase. Ubicado del lado de los detractores, intento comprender la admiración manifestada por un importante sector de la crítica norteamericana (entre los que cabe incluir a una mente brillante como Amy Taubin). Pero no llego a encontrar más razones que el frágil argumento sociológico (la necesidad de crear un espacio cinematográfico con el que pueda identificarse la comunidad afroamericana) y la, de por sí, insuficiente apelación referencial (se supone que el melodramatismo de la propuesta engarza con el de Douglas Sirk). Antes de entrar al análisis, permítanme listar el cúmulo de miserias que afectan a la protagonista de la película, Precious, todas ellas mostradas en los primeros minutos del film: 1) Vive en la zona más marginal del barrio de Harlem de Nueva York. 2) La chica sufre de sobrepeso y se siente acomplejada. 3) Su despótica madre la somete a abusos psicológicos, físicos y sexuales. 4) Fue violada por su padre desde niña. 5) Su primer hijo, fruto de las violaciones de su padre, tiene Síndrome de Dawn. 6) Está embarazada de un segundo hijo. Y eso no es todo. Nuevas penurias van golpeando a Precious mientras avanza el relato; basado, como anuncia el título, en una emblemática novela de la poetisa y activista social afroamericana Sapphire. ¿Cómo sobrellevar narrativamente tal cúmulo de factores dramáticos? Lee Daniels, el director, arrincona cualquier tipo de pudor para recrearse en las penurias de Precious. Y lo hace mediante un montaje entrecortado y efectista, hijo de la estética pop, que aspira a sondear el universo interior de la protagonista, pero que no pasa de ser una cruel imposición de la mano demiúrgica de Daniels. El intento de penetrar en la subjetividad del personaje alcanza su cénit en la construcción de una figura fantasmal: una Precious que habita un idealizado universo paralelo. Ese mundo aparte, abonado al kitsh más visceral, toma en ocasiones la forma de un videoclip lleno de ampuloso y frívolo glamour. También emerge cuando Precious se mira al espejo y descubre que su imagen reflejada es la de una chica rubia y delgada. Aunque el momento cumbre llega cuando se traslada, junto a su madre, hasta el interior de las imágenes de Dos mujeres / La ciociara (1960), de Vittorio De Sica. El argumento bajo el que se escuda Daniels es evidente: todo vale cuando se trata de denunciar con furia una determinada injusticia social. Un discurso que se centra en los motivos y los métodos para olvidar las consecuencias. Y es que Preciosa no hace más que alimentar una cultura abocada al sensacionalismo, una forma de explotación emocional que amenaza con convertir no sólo el arte, sino también la idea de “información” y “entretenimiento”, en escaparates de la más abyecta pornografía sentimental.
La guerra como adicción A su paso por el Festival de Venecia de 2008, Vivir al límite provocó un verdadero revuelo entre la crítica, cuya opinión se polarizó de forma extrema: mientras los defensores de la arriesgada propuesta de Kathryn Bigelow clamaban de forma hiperbólica aquello de "¡obra maestra!", los detractores enarbolaban ese resbaladizo adjetivo que suele sustituir a la reflexión más sofisticada y matizada: "¡fascista!". En defensa de estos últimos, cabe advertir que no es habitual encontrarse con un film bélico que renuncie a la comodidad del discurso didáctico. En Vivir al límite, ningún personaje "explica" el trasfondo político de la invasión norteamericana a Irak, no se escuchan grandes parlamentos sobre el valor de la vida y ninguno de sus jóvenes protagonistas se "hace un hombre". La película se limita a retratar el día a día de tres soldados situados en el corazón de la contienda, una existencia suspendida al borde de la catástrofe y organizada como un ritual macabro y trepidante. Así, con su compromiso radical con una realidad particular (el guión del film está basado en las experiencias vividas en Irak por el periodista Mark Boal), Bigelow aspira a oxigenar el modo en que el cine de género se relaciona con la ideología y la filosofía: apelando a los componentes estratégicos, geométricos y físicos de la acción. Vivir al límite acompaña a un grupo de expertos artificieros (desarmadores de bombas) destacados en Irak y asume el objetivo de retratar la guerra como adicción, como una droga que se asienta en el imaginario de sus participantes y los convierte en mercenarios de su propio deseo de acción adrenalínica. Para conseguirlo, Bigelow construye un sofisticado mecanismo de "repetición con variaciones" en el que, misión tras misión, los soldados se someten a la tensión de la inacción, a la espera del estallido final. No hay en la película rastro de intereses petrolíferos, ni armas de destrucción masiva, sólo tres hombres enfrentados a la única fuerza motora válida, útil, en el contexto de la batalla: la supervivencia. A nivel dramático, el film recuerda intensamente a las películas bélicas de Samuel Fuller (Más allá de la gloria/The Big Red One, Cascos de acero/The Steel Helmet), mientras que la puesta en escena podría formularse como una suerte de Tony Scott vaciado de épica y de estallidos catárticos, o mejor aún, la trascripción bélica de lo conseguido por el gran Johnnie To en The Mission: una poética de la suspensión de la acción. José Manuel López, en su crítica para Cahiers du Cinéma-España, también da en el clavo al relacionar el film con los westerns de Anthony Mann. La película roza la crisis cuando esgrime, de un modo un tanto explícito, los traumas de los personajes, pero resuelve la situación con ligereza e ingenio, sin énfasis ni exhibiciones dramáticas, como en el caso del soldado que lleva consigo una caja con aquellos objetos "que podrían haberlo matado" (detonadores de bombas y un anillo de boda). Puede argumentarse de muchas maneras, pero finalmente el objetivo de Bigelow resulta elemental: hacer buen cine de género, que no es poco.
Los amantes es una película brillante, seductora y, sobre todo, asombrosa (el crítico apela aquí a la deliciosa ambigüedad del adjetivo en cuestión). Se trata de un ejercicio en las antípodas de lo convencional y lo académico, como demuestra la abismal paradoja sobre la que se sostiene su audacia y rotundidad. Por un lado, James Gray (director de la sensacional Los dueños de la noche) pone de manifiesto, en cada una de las imágenes del film, su absoluta negativa a esconderse bajo el paraguas del distanciamiento irónico: Los amantes es una obra desnuda, que parece entregarse al espectador en estado bruto, a corazón abierto, abrazando el exceso operístico y la afectación genérica. Estamos ante un genuino y desgarrado melodrama. Y, sin embargo, por otra parte, resulta imposible, al menos para este crítico, no percibir en el torbellino emocional de la película, un perturbador extrañamiento, una enigmática forma de distanciamiento, seguramente originado por otra negativa: la del director a someterse a las leyes del naturalismo. Transitando las secuencias más extrañas y viscerales de Los amantes, el espectador puede verse abocado a un paraje misterioso: el del ridículo en su forma más deliciosa, un efecto que alcanza su punto álgido en la fantástica y desgarrada escena de la discoteca, cuando Joaquin Phoenix se entrega en cuerpo y alma a sus eufóricos impulsos de hombre enamorado (para un estudio más detallado de las bondades del cine ridículo, leer aquí) ¿De dónde surge ese ridículo? ¿Cuál es el origen de este enigmático y dulce extrañamiento? Lo cierto es que no se trata de un fenómeno aislado en el reciente cine norteamericano, y suele producirse en las películas de directores que no ocultan su condición de herederos de un cine pretérito. Le pasó a M. Night Shyamalan en la fallida El fin de los tiempos / The Happening, al invocar la serie B de ciencia ficción de los años '50 y '60 (de Aldrich a Siegel) y le pasa exactamente lo mismo a Richard Kelly en la magnética La caja / The Box (sumándole la elegancia y frialdad de Kubrick). El caso de Gray es, si cabe, más complejo todavía, ya que en Los amantes se materializa tanto la herencia del clasicismo hitchcockiano (las huellas de Vértigo son palpables) como la vibración en fuga de la modernidad europea, de los cuentos morales de Eric Rohmer a los dilemas sentimentales de François Truffaut. En esta tesitura, entre un neo-clasicismo brutalmente honesto, abierto a la modernidad cinematográfica, y un sensual cúmulo de referencias culturales, Gray dibuja una brecha dolorosa en los entresijos del amor, partiendo de lo más esencial, la geometría del triángulo amoroso, para alcanzar lo sublime, la trágica vulnerabilidad del hombre enamorado. El triángulo lo forman dos maravillosas mujeres, la deslumbrante e inestable Michelle (una irregular Gwyneth Palthrow) y la maternal Sandra (fantástica Vinessa Shaw), y un hombre marcado por un dramático trauma sentimental (Joaquin Phoenix, soberbio como de costumbre). Tres personajes que Gray sumerge a placer en las tierras movedizas de la condición humana: el yugo de la familia, la fe y la tradición, la ilusión del libre albedrío, el impulso irrefrenable de la pasión y las trágicas consecuencias de la búsqueda de la felicidad. (Este texto es una extensión de lo escrito por el autor a raíz del visionado de la película en el Festival de Cannes de 2008)