Esta película puede verse como un reverso, más bien tenebroso, de la película El primer día del resto de nuestras vidas / Un conte de Noël, de Arnaud Desplechin, también estrenada en el Festival de Cannes 2008. Mientras el realizador francés es capaz de observar la crueldad de sus personajes a través de la comprensión, e incluso la ternura, la crueldad desplegada por Nuri Bilge Ceylan se precipita sobre los personajes como un juicio inclemente. Así, el drama que acompaña al triángulo amoroso formado por un matrimonio y el jefe del marido (por el cual éste está cumpliendo condena en prisión) le sirve al realizador turco para jugar con sus personajes como si fueran marionetas inmóviles y desquiciadas, figuras bidimensionales que se entregan a la abulia y al tránsito por un mundo sumido en el declive moral. Además, Ceylan (director de las notables Lejano y Climas) esboza un insulso juego de deconstrucción genérica, en el que el cine negro pierde el suspenso y la comedia reniega de la risa. Agresiva, contemplativa y a ratos onírica, Tres monos aspira a elaborar un cine del malestar y la náusea, recipiente de los enigmas que amenazan al individuo, la pareja y la familia. Sin embargo, tras sus solemnes postales digitales, el manierismo de la propuesta da pie a una cierta vacuidad.
Sólo quiero que me quieras Paradoja Nº 1: The Social Network, la película sobre Facebook -una red social formada por millones de “amigos”-, es una película sobre el final de la amistad. No resulta fácil esquivar la tentación de calificar The Social Network como “una película de nuestro tiempo”. Como entusiasta miembro de Facebook, no puedo negar que aporté al visionado de la película un grado extra de épica: la emoción de asistir al relato fundacional de uno de los vértices de mi quehacer cotidiano. Sin embargo, pasada la efervescencia inicial post-visionado, la película de David Fincher (director) y Aaron Sorkin (guionista) empezó a desvelar sus raíces, su verdadera cara. Más adelante me centraré en el clasicismo formal de la propuesta, pero de momento me gustaría bucear en sus motivaciones temáticas y su comentario social. De partida, cabe decir que The Social Network retrata la elegíaca odisea vivida por Mark Zuckerberg: el chico que inventó Facebook y que, por el camino, perdió a su mejor amigo. Zuckerberg, interpretado con eficiencia por Jesse Eisenberg (la marioneta perfecta para los vertiginosos diálogos de Sorkin), se erige en representante de la gran aristocracia huérfana de nuestro tiempo: un genio formado en Harvard, sin raíces rastreables -la película se encarga de no desvelar nada acerca de su pasado-, que termina convertido en el “chico de oro” de una nueva nación, Internet, ansiosa por coronar a su realeza. Por el camino, este joven aprendiz de Gatsby, o de Charles Foster Kane, deberá hacer frente a los heridos miembros de la vieja nobleza, representada por los hermanos Winklevoss (interpretados, ambos, por Armie Hammer), que denunciarán a Zuckerberg por violación de la propiedad intelectual -de hecho, la película aclara que este nuevo Bill Gates inventó Facebook mediante el “perfeccionamiento” de la idea de los Winklevoss-. A la postre, el triunfo de Zuckerberg (en el fondo, su vendetta personal contra el mundo) confirmará la preeminencia de su imperio nerd: un reinado en el que el talento informático sustituye al prodigio físico, en el que la cotización en bolsa cuenta más que el prestigio académico o institucional, y en el que el número de amigos de Facebook es el verdadero termómetro del éxito social. De entre todas estas batallas de egos y rencores, la que sirve de hilo conductor y núcleo dramático de la acción es la que conecta a Zuckerberg con su mejor amigo, Eduardo Saverin (interpretado con determinación y emoción por Andrew Garfield, el próximo Hombre Araña). Una amistad corrompida por la envidia y por la no menos relevante presencia del fascinante y mefistofélico personaje de Sean Parker (un magnífico Justin Timberlake, que sabe transmitir su aura de estrella pop a la figura del creador de Napster). Un enfrentamiento a tres bandas perfectamente modulado por el guión de Sorkin, que disección con claridad la trágica condición de estos chicos: jóvenes a los que se les permite jugar con armas de adulto gracias a los millones de dólares amasados en el mundo de las vertiginosas finanzas del e-business. De algún modo, su juventud es su condena, lo que los convierte en figuras todavía más trágicas que las de Kane y Jedediah Leland enEl Ciudadano (1941) o las de Noodles y Max en Erase una vez en América (1984). Paradoja Nº 2: Siendo una película ambientada en el mundo de la tecnología y rodada en formato digital, The Social Network luce como un film de corte más bien clásico. Hoy en día, resulta difícil cruzarse con una película de Hollywood que no apele al universo estético implantado por la tecnología digital. De hecho, el hermanamiento de la pantalla cinematográfica con la de los ordenadores se ha convertido en una suerte de lugar común: las películas están llenas de confesiones vía web-cam, e-mails, videos de YouTube... En este contexto, no hubiese sido extraño que David Fincher, el chico prodigio de la era digital, hubiese convertido The Social Network en un terreno para la experimentación multimedia (una posibilidad sí explotada en el arranque del sensacional trailer del film: ver aquí). Nada más lejos de la realidad. Más allá de algunos planos de pantallas en el arranque del film -cuando Zuckerberg despotrica de su novia en su blog y pone en práctica su primer mini-proyecto web- y del uso de la pirotecnia digital para reunir en un mismo plano a los hermanos interpretados por Armie Hammer, una necesidad narrativa, The Social Network parece aposentarse en los métodos y texturas del modelo clásico. En conjunto, parece un objeto casi anacrónico, con la notable excepción de la extraordinaria y magnética partitura electrónica compuesta por Trent Reznor y Atticus Ross, ambos de Nine Inch Nails. No deja de sorprender que en la película de Facebook no haya casi ningún plano de los célebres “muros”, “grupos” y convocatorias de “eventos” de la red social. Aunque, en realidad, la elegante austeridad de la apuesta de Fincher, todavía más contenida que la de Zodíaco (2007), forma una alianza perfecta con el majestuoso trabajo de escritura de Aaron Sorkin, creador de un referente de la pequeña pantalla como The West Wing y de la muy reivindicable Studio 60 on the Sunset Strip. Basado en la obra literaria de no-ficción The Accidental Billionaires, de Ben Mezrich, el guión de Sorkin perfila con todo lujo de detalle el background cultural y las aspiraciones sociales de sus personajes, echando mano de sus características baterías de diálogo -a ratos, el film parece una screwball dramedy-. Mientras, a nivel estructural, la película se construye a partir de flash-backs, tomando como eje del relato las audiencias preliminares de las demandas a las que se enfrenta Zuckerberg (por parte de los Winklevoss y su amigo Eduardo Saverin). Así, la fuerza dramática de la narración, la fluidez de su estructura en varios tiempos, su humor descarado (al borde del cinismo) y el preciso desarrollo psicológico de los personajes hacen pensar tanto en Shakespeare como en Welles o Griffith. Podría aventurarse que The Social Network es un objeto del siglo XXI, forjado con las herramientas cinematográficas del siglo XX y cimentado sobre una herencia literaria anterior -como apunta con acierto Manhola Dargis en su crítica de The New York Times, la sombra de Balzac planea sobre toda la película-. Finalmente, para dilucidar las claves del prodigioso trabajo de Fincher, cabe atender al modo en que el director consigue trasladar a las imágenes la rítmica emocional del texto de Sorkin. Funcionando como las sensibles agujas de un electrocardiógrafo, el montaje se entrecorta y los planos adquieren una fuerza cinética en los pasajes más excitantes de la acción -el objetivo es certificar la velocidad del éxito de Zuckerberg y, en la secuencia/videoclip de la regata a remos, manifestar la fuerza física de la antigua nobleza-. Mientras, en los momentos cruciales del relato, cuando la confianza y la amistad de los protagonistas se resquebraja, el trabajo de edición y puesta en escena se concentra de forma pausada, generando el espacio y tiempo suficientes para que el drama adquiera su justa resonancia. En conjunto, la película muestra a un cineasta en la cumbre de su inteligencia formal, algo que puede tener mucho que ver con la familiaridad con la que Fincher maneja el material narrativo. De hecho, como en El club de la pelea (1999) o Zodíaco, y a diferencia de la menor El curioso caso de Benjamin Button (2008), aquí Fincher trabaja en el marco de un universo marcadamente masculino -de hecho, la película pone de manifiesto el machismo imperante entre cierta juventud norteamericana-. Un mundo de hombres (o más bien chicos) adeptos a la rivalidad y abocados al limbo que se abre entre la sed de victoria y un perenne estado de frustración. Paradoja Nº 3: El marketing de The Social Network bebe (y alimenta) la mitología de Facebook, mientras la película critica de forma indirecta su faceta más alienante. No es la primera vez que el marketing de una película juega con la ambivalente relación entre el film y el tema que aborda. Sin ir más lejos, la reciente secuela de Wall Street crítica abiertamente el actual sistema financiero al tiempo que se sirve y ensalza la dimensión mítica del personaje de Gordon Gekko, el “villano” del film de 1987, convertido en el ídolo de varias generaciones de brokers. En cuanto a The Social Network, si bien es cierto que durante su tramo inicial la película se apropia de esa euforia juvenil inherente al funcionamiento de Facebook (la alegría de ser “aceptado” por un amigo o un grupo), su desarrollo y conclusión no dejan dudas sobre el posicionamiento crítico que adoptan sus creadores respecto a la célebre red social. Y es que no hace falta escarbar demasiado para certificar que The Social Network es una película sobre la soledad. La mirada cercana al film nos revela la soledad del triunfador -asistimos a un cuento moral sobre el precio de la avaricia-, mientras la mirada lejana nos revela algo más. De hecho, puede que Sorkin y Fincher hayan dado con el “Rosebud” de nuestro tiempo, aquella palabra que en boca de Charles Foster Kane representaba la humanidad perdida en su senda de poder y triunfo. El “Rosebud” de The Social Network no es una palabra, sino una tecla en la que el drama de Zuckerberg invoca una aflicción casi universal, un desamparo global: la compulsión solitaria del [F5].
El amor y la furia Vincere confirma a Marco Bellocchio como el mejor director italiano del momento, por encima de Matteo Garrone y Paolo Sorrentino, nuevos niños mimados de la crítica. Su más reciente película debe enmarcarse en el prolongado esfuerzo desempeñado por el cine de ese país por desentrañar los mecanismos del fascismo; una historia que evoca, entre otros, los grandes nombres de Roberto Rossellini o Pier Paolo Pasolini. En cualquier caso, la senda de Bellocchio es autónoma, y sus planteamientos estéticos, únicos y deslumbrantes. Su esfuerzo en Vincere pone en escena una cierta dimensión del subconsciente fascista a partir del doble abordaje a la imagen íntima y a la popular de Benito Mussolini. De partida, cabría destacar que, en el programa de Bellocchio, la narratividad, entendida como progresión lineal, como lógica cerrada, juega un papel secundario. La fuerza de Vincere surge de la organización libre -torrencial y operística- de los materiales que maneja el realizador: la recreación ficcional, los materiales de archivo y, ante todo, la continua simbiosis y yuxtaposición de ambas fuentes audiovisuales (remitiendo a una concepción tan sofisticada como fundacional del montaje; no es casual que algunas de las imágenes del film pertenezcan al cine de Sergei Eisenstein). El objetivo es dar cuenta, de forma testimonial -poética y visceral- del horror del fascismo: su poder de seducción, su crueldad, integrismo, violencia y monstruosidad. A pesar de la trasgresión continua del academicismo formal y narrativo, Vincere cuenta una historia, la de Ida Dalser, amante de Benito Mussolini, con quien tuvo un retoño, al que llamó Benito Albino Mussolini. La película toma como referencia la perspectiva de Ida y, como punto de partida, la fascinación inicial de ella hacia la feroz arrogancia de Mussolini (el film abre con una escena sobrecogedora en la que el futuro dictador reta a Dios a que demuestre su existencia). Así, de forma paralela y sin miedo a alterar el curso cronológico de los acontecimientos, la película forja un doble discurso. Por un lado, la obsesión de Ida por Mussolini, retratada a través del sexo y de su camino hacia la locura. Por el otro, una cierta visión exaltada de la historia oficial, capturada en los noticiarios de la época y evocada mediante la continua sobreimpresión de eslóganes políticos y militares en la imagen (Bellocchio no necesita más de un par de imágenes para dejar constancia del trágico transcurso de la Primera Guerra Mundial). De la articulación alucinada de estos dos registros expresivos, el director consigue construir, sobre todo en la magistral primera hora de metraje, una imagen aterradora, casi abstracta, del poder fascista. En la segunda hora, Bellocchio focaliza su mirada de forma más directa en el drama de Ida (interpretada por Giovanna Mezzogiorno). De hecho, el actor que recrea al joven Mussolini (Filippo Timi) desaparece de escena al tercio de película, dejando paso a las imágenes de archivo del Duce. Llega un punto en que el film amaga con desplazarse hacia un drama más convencional; sin embargo, la recta final recupera su condición de tour de force expresivo gracias, en gran medida, al trabajo de Timi, esta vez en la piel del hijo de Ida. A petición de sus amigos, Benito Albino Mussolini accede a representar su desquiciada imitación del Duce (espasmódica, feroz, demente) y, así, Bellocchio apela de forma física al terror de la historia.
Un padre y un hijo, juntos contra el Apocalipsis Now Para empezar, una advertencia: aquellos que busquen en La carretera, adaptación fílmica de la célebre novela de Cormac McCarthy, un equivalente cinematográfico de la audaz y contundente poética de la obra original estarán alimentando una segura e innecesaria decepción. En este sentido, cabe advertir que los hallazgos de la película se sitúan lejos de su escritura. No en vano, su guión, obra del televisivo Joe Penhall, responde a un elemental principio de literalidad. Sin embargo, un análisis más detallado del trabajo de dirección llevado a cabo por el australiano John Hillcoat (director del western Propuesta de muerte / The Proposition) permite destilar los interesantes logros de este elegíaco film. Así, con pulso firme y esquivando hábilmente la tentación del sentimentalismo, Hillcoat abraza con naturalidad la iconografía genérica que ponía en juego la novela de McCarthy: el escenario fantástico de un mundo post-apocalíptico, el aroma a western del relato crepuscular, el terror que asoma cuando el ser humano revela su más salvaje animalidad (una pesadilla hobbesiana habitada por aprendices de zombi) y, en el corazón de la propuesta, el drama de un padre sumido en el desesperado intento por garantizar la supervivencia de su hijo. Un majestuoso Viggo Mortensen, que exhibe aquí su perfil más instintivo y melancólico (combinando lo mejor de sus trabajos para Peter Jackson y David Cronenberg), da vida a este padre que lucha por sostener el bastión moral que da sentido a la relación (de amor y respeto) que le une a su hijo. Privilegiando la acción, en detrimento de la meditación, Hillcoat aprovecha cada giro argumental para tensionar la narración y mantener en vilo al espectador, desgranando los múltiples niveles de lectura de la obra literaria (su dimensión social, filosófica, ecologista…). Como ejemplo, resulta interesante observar el modo en que el director pone en escena el ambivalente tratamiento de la religiosidad en la obra de McCarthy. Si por un lado resulta evidente que las atrocidades que rodean a los personajes (el canibalismo por encima de todas) parecen negar la existencia de Dios, la película no deja de apelar a la iconografía cristiana, de las cruces de las iglesias a la recreación de la Pietà que forma el abrazo entre padre e hijo. Comentario aparte merecen el extraordinario diseño artístico del film y las magníficas interpretaciones de los secundarios: de los irreconocibles Robert Duvall y Guy Pierce, a la sobria Charlize Theron, pasando por el siempre entonado Michael K. Williams (el Omar Little de The Wire). Mientras, en el bando de las debilidades, resulta inevitable advertir el uso excesivamente enfático de la banda sonora de Nick Cave y Warren Ellis, así como un cierto abuso del flashback. Finalmente, La carretera termina imponiéndose como una película que, consciente de sus limitaciones, sabe sacar el máximo partido de sus virtudes. (El presente texto es una extensión de lo escrito por el autor a raíz de la visión de la película en el Festival de Venecia de 2009).
En líneas generales, el film presenta el retrato de una familia escindida. Los padres, separados, comparten la custodia de la niña, mientras intentan sobrellevar sus respectivas dificultades económicas. En un momento determinado, se plantea la posibilidad de que el padre, Carlos (Lautaro Delgado), implicado en un caso de violencia doméstica, ocupe una habitación libre de la casa en que viven su hija, Mariana (Milagros Caetano, hija del director), y su ex-mujer, Cristina (Natalia Oreiro) ¿Cómo reaccionará la niña ante este nuevo escenario? ¿Sabrán los padres sostener este pacto antinatural? Caetano se propone descifrar las claves de este microcosmos familiar combinando dos estrategias aparentemente incompatibles. En primer lugar, abordando la acción desde un realismo crudo, cronológico y en plano fijo. Y en segundo, planteando una lúdica, fragmentaria y experimental aproximación a la subjetividad de la pequeña Mariana. Es en esta segunda vertiente del film, que subvierte por completo los pilares de la narrativa clásica, donde Caetano encuentra la verdadera personalidad de Francia. Para sumergirse en el particular universo de Mariana, una niña con problemas de conducta y aprendizaje, la película se aproxima a la estética pop, tomando prestados elementos del videoclip -como, por ejemplo, la traducción literal en imágenes de un discurso-. Hay también en la película poemas sobreimpresos en la imagen, pantallas partidas y series fotográficas, con la aparición esporádica de la voz en off de Mariana, que actúa como fuerza demiúrgica de su universo imaginario. El resultado final se asemeja a un collage, construido a retazos, en el que la realidad grisácea de los adultos convive con la mirada candorosa de la joven protagonista. En realidad, la pulsión experimental de la "mirada infantil" de la película termina contaminando a la "mirada adulta". Así, el retrato de la cotidianeidad de Carlos y Cristina también se ve afectada por las agresiones a la ortodoxia fílmica. La conflictiva realidad laboral de Cristina (como asistenta doméstica) se ilustra mediante un largo plano-secuencia a cámara lenta, con el sonido no sincronizado, en el que afloran las tensiones de clase, marcadas por la neurosis de una burguesía decadente (no muy lejana a la de las películas de Lucrecia Martel). Luego, la reunión que mantienen los padres con las maestras de Mariana se convierte en un juego de "cambio de posiciones" de los personajes que remite al Godard de los años '60. En conjunto, cabe decir que Francia es una película irregular, afectada por numerosos problemas. En primer lugar, existe un muy marcado desequilibrio actoral: Natalia Oreiro y la pequeña Milagros Caetano brillan muy por encima de Lautaro Delgado. Además, los personajes secundarios están poco perfilados y merman la fuerza de una película que aspira a vibrar como una pieza de cámara. Aunque el problema más importante tiene relación con el hecho de que el director parece no atreverse a apostar de forma clara por la cara más experimental e iconoclasta del film. No hay duda de que Caetano es un buen narrador (es probablemente su mayor cualidad); sin embargo, en Francia, la interesante construcción de una poética infantil anti-académica no termina de cuajar con el abordaje más convencional a una realidad mundana (que de algún modo, ya late en la mirada de Mariana). Así, la película termina resultando una experiencia cuya indudable fuerza emotiva termina algo diluida en la dispersión de puntos de vista y de propuestas formales.
El color del dinero La idea del dinero "como imagen, como traición, como valor de cambio" es la fuerza "lubricante" escondida tras Jerichow, de Christian Petzold, uno de los más reputados representantes (junto a Thomas Arslan o Valeska Grisebach) del conocido como Nuevo Cine Alemán. El film es una pieza de cámara con forma de triángulo amoroso sobre el cual Petzold navega con pulso firme, escudado en su aguda y ultra-precisa puesta en escena, atenta a la más pequeña variación sensorial y atmosférica del relato. De hecho, Jerichow es probablemente la película con la narrativa más sintética, rigurosa y enigmática desde Una historia violenta, de David Cronenberg. En un amago de pseudo-remake de El cartero llama dos veces, Petzold encierra en un entorno rural a tres personajes cuya fortaleza y hermetismo aparente esconde heridas profundas. Sin embargo, más que sobre los traumas y las cicatrices del pasado, Jerichow aviva sus imágenes mediante la apelación frontal a las pulsiones físicas de los personajes (en forma de tensas esperas, rituales de observación, ardientes encuentros sexuales y violentas agresiones). La película, abocada al delicado equilibrio entre el deseo y la razón (una mitología de las emociones), esconde un sinfín de estratos narrativos y temáticos: las tensiones sociales adyacentes al fenómeno de la inmigración turca en Alemania, las formas de posesión asociadas a la prostitución, los instintos explotadores que emergen en contextos capitalistas… Y como una sombra que se extiende por todo el relato, la fuerza del dinero como condición existencial de los personajes. De hecho, en la que probablemente quedará como la frase más locuaz y trágica de este festival, la protagonista, Nina Hoss, aúlla entre lágrimas: "No es posible amar si no tienes dinero". Finalmente, a pesar de los perfiles arquetípicos que asaltan ocasionalmente el relato (la femme fatale, el self-made man, el ex-militar arrastrado por la pasión), la película consigue instituirse como un mecanismo de conocimiento, capaz de rebuscar en el interior de sus personajes sin verter sobre ellos la losa del juicio moral. En un ejemplo de cine audaz, los significados emergen de las acciones, pero las motivaciones de los personajes permanecen intactas.
Más pecados de guerra El último largometraje del maestro Brian De Palma (Carrie, Vestida para matar, Scarface, Doble de cuerpo, Misión: imposible, Los intocables y Femme fatale) versa sobre el actual conflicto de Irak, pero, a pesar de albergar elementos propios del agit prop, acaba trascendiendo el punto de partida bélico para instituirse en una brillante reflexión en torno a la dinámica de los medios de comunicación actuales y la transformación de aquello que solemos llamar realidad. Para acercarse al conflicto bélico de la manera más verídica posible, De Palma opta por asumir como materia prima toda clase de formatos audiovisuales. Se ficcionalizan diarios filmados de soldados, videos de YouTube, reportajes para noticieros, cámaras de seguridad, video-blogs o documentales televisivos de corte didáctico, para así ir construyendo un relato en torno a la violación y el asesinato de una familia iraquí por parte de unos soldados norteamericanos. Lo que podría verse como una suerte de remake de Pecados de guerra (la película de De Palma sobre el conflicto bélico en Vietnam que en 1989 había optado por una envoltura formal y hasta cierto punto académica) termina erigiéndose en una sofisticada y vanguardista meditación sobre los límites de la realidad tal y como la comprendemos hoy en día (conquistada y controlada por los medios de comunicación). En ese sentido, De Palma juega continuamente con la apelación a canales de información tanto oficiales como no oficiales, dibujando con precisión el límite más allá del cual no puede, o no quiere, acceder el oficialismo. La verdad se aprecia como un puzzle fragmentario, complejo, casi inaccesible, y resulta asombroso observar cómo el animal cinematográfico que es De Palma consigue organizar los materiales para terminar construyendo una narración vibrante y emotiva, en la que a pesar de su apariencia documental, los recursos puramente fílmicos (el suspenso, el tempo, el encuadre, el fuera de campo...) pueblan la pantalla en todo momento. Ante una realidad en crisis, varios cineastas con talento han decidido explorar las posibilidades éticas y estéticas del hiper-realismo, desde el Paul Greengrass de Vuelo 93 al Gus Van Sant de Elefante, pasando por el Michael Winterbottom de In this World. Sin embargo, nunca antes esa exploración había sido tan autoconsciente, radical y siniestra. Llegado el momento de gritar, a veces vale la pena dejar las sutilezas a un lado. Y eso De Palma lo sabe muy bien.
Farsa sobre la estupidez castrense Basada en una novela de Jon Ronson, esta farsa sobre la estupidez castrense presenta a George Clooney retomando el arquetipo del necio con suerte (esta vez, con un cierto aire al Clouseau de La Pantera Rosa) que ya recreara en tres ocasiones para los hermanos Coen. En este caso, el gancho de la propuesta se agota en su premisa argumental -un grupo de super-soldados (“guerreros Jedi”) con poderes psíquicos e ideología hippie- y en unos pocos gags afortunados, que no consiguen sostener el esperpéntico e irregular relato.
Lejos del Paraíso En su debut como realizador, el célebre modisto Tom Ford adapta una novela de Christopher Isherwood ambientada en Los Angeles, en 1962, que narra las tentaciones suicidas de un profesor universitario homosexual (magnífico Colin Firth) que debe lidiar con la muerte de su compañero. En su ópera prima, Ford se muestra particularmente seguro en la aplicación de un manierismo exuberante que le guiña el ojo a Alfred Hitchcock. Además, tanto por su exacerbado romanticismo y sensualidad, como por el control maníaco de la puesta en escena, el trabajo del director puede remitir al de Pedro Almodóvar o Wong Kar-wai. Sobre estas líneas estilísticas, y a pesar de los excesos cromáticos, el director consigue hilvanar un emotiva (aunque algo didáctica) crítica de la “cultura del miedo”, a la que los personajes responden buscando refugio en la exaltación de la belleza y del placer. En su particular oda al dandysmo, Ford consigue fusionar de forma sorprendente la pieza de cámara y el melodrama operístico (aun cuando Lejos del Paraíso, de Todd Haynes, se impone como hito inalcanzable).
Regreso con gloria Junto a My Son, My Son, What Have Ye Done, la otra película que Werner Herzog presentó en el pasado Festival de Venecia, Un maldito polícia en Nueva Orleans plantea una excéntrica aproximación al universo de la demencia urbana. Un ejercicio de antropología suburbial que el director de origen alemán sitúa en el corazón de una América que bascula entre lo mitológico y lo onírico. A Herzog le interesa investigar el modo en que el contexto social responde ante los trastornos psicológicos de sus habitantes y parece llegar a la conclusión de que, en el mundo actual, la supervivencia pasa por la locura. El resultado, es una película proclive al esperpento y bañada por una cruda ironía. En Un maldito polícia en Nueva Orleans, Herzog acomete la revisión/variación de la película que Abel Ferrara rodó en 1992. Espléndidamente protagonizada por uno de los peores actores del panorama actual, Nicolas Cage (cuyo incontenible histrionismo es hábilmente explotado por Herzog), el film sitúa su ámbito de acción en la Nueva Orleans post-huracán Katrina, convirtiendo la ciudad (sus calles, hoteles, casinos, suburbios y cementerios) en un agente narrativo primordial. En este escenario, Herzog lleva a cabo una disección alucinada de los códigos del cine policíaco. El denso y trepidante guión de William M. Finkelstein permite al director alemán aferrarse sin miedo a los pilares de la narrativa clásica y a los arquetipos del género negro (cerca, por ejemplo, del James Gray de Los dueños de la noche/We Own the Night). A la postre, son estos sólidos cimientos los que permiten a Herzog construir el truculento, eufórico y lisérgico universo por el que transita Terence McDonagh (Cage), un teniente de policía que se sumerge en el pozo de la drogadicción por culpa de unos dolores de espalda crónicos. La mano del director de Stroszek se deja ver en la exploración de la animalidad del personaje de Cage y en sus hilarantes brotes psicóticos, el más memorable de los cuales lleva al protagonista a exclamar “Shoot him again, his soul is still dancing!” (¡Dispárale otra vez, su alma todavía baila!), a lo que sigue un plano del “alma” del criminal en cuestión bailando break-dance. Finalmente, la diferencia más importante de la película de Herzog respecto a la de Ferrara es la ausencia del referente religioso que determinaba el declive y redención del teniente corrupto al que daba vida Harvey Keitel. En esta nueva versión, la redención llega de la mano del azar (una conclusión que recuerda a otro film de Ferrara, Go Go Tales) y tiene más que ver con el absurdo y caótico (des)orden social que rodea al personaje que con una regeneración espiritual, un cierre que pone de manifiesto la combinación de fina sátira y afilado cinismo que recorre todo el largometraje. (El presente texto es una extensión de lo escrito por el autor durante el Festival de Venecia de 2009)