Una sátira de la guerra que navega a la deriva Fallidas ironías en Hombres de mentes Hombres de mentes se abre con la imagen de Stephen Lang ?aquel duro combatiente que se convertía en el villano de Avatar? estrellándose contra la pared de una oficina. Como en el film de James Cameron, aquí también viste uniforme militar; pero al mismo tiempo tiene la mirada perdida y un agobio que sólo podrá mitigarse si alcanza el improbable logro de atravesar ese muro y pasar al otro lado. Estamos ante una sátira que apuesta decididamente por el absurdo. Y el escenario de ese juego es la guerra de Irak, vista aquí con un espíritu burlón que no disimula de entrada ácidas críticas sobre el papel de Estados Unidos en el conflicto. En la anécdota se mezclan un periodista resuelto a viajar al frente de guerra tras un despecho amoroso, un antiguo oficial que cumple misteriosas tareas encubiertas, una misión enigmática en medio del desierto y, por sobre todo, el arma secreta de triunfo en la batalla: un batallón de "guerreros Jedi" adiestrados por un ex hippie y dotados de fuerza espiritual para ganar la batalla con el amor y el poder de la mente, gracias al cual podemos matar una cabra después de mirarla fijamente, tal como lo sugiere el título original. Del promisorio comienzo viajamos a una mezcla tan confusa y desconcertante como las idas y vueltas en el tiempo que propone el relato. Para anudarlas, Heslov recurre a explicaciones alambicadas y situaciones que sólo consiguen con cuentagotas un efecto humorístico. La expresión desganada de Jeff Bridges es la mejor ilustración de este relato que navega a la deriva entre los hermanos Coen (el personaje de Clooney parece salido de uno de sus trabajos con el dúo) y el recuerdo de la insuperable MASH.
El videojuego de los mitos y los dioses Más que la remake oficial de un film de 1981 que sólo recuerdan con alguna precisión los fanáticos del cine épico, la nueva Furia de titanes es una travesía que convierte al espectador en piloto de uno de esos simuladores de vuelo que suelen funcionar como atracción en los grandes parques temáticos del Primer Mundo. De hecho, ése parece ser el destino más apropiado para esta versión, más allá de dos futuras secuelas casi aseguradas por el éxito de taquilla en la primera semana de exhibiciones casi simultáneas en los mercados más importantes del planeta. Podría buscarse la explicación de ese renovado interés en el eterno atractivo de los relatos mitológicos, con dioses resueltos a intervenir en los asuntos humanos y responder con la furia que se desprende del título a la osadía de los habitantes de Argos, resueltos a cuestionar la autoridad de Zeus y del resto de los moradores del Olimpo. El realizador Letelier parece desentenderse de esos asuntos y de las razones por las que el semidiós Perseo, hijo de Zeus, lleva adelante el viaje que rescatará a la ciudad maldita. En cambio, parece muy atento sólo al funcionamiento de los efectos visuales ?a los que se agregaron, sin demasiada utilidad, las escenas en tres dimensiones? y a darles a sus cámaras digitales giros y movimientos propios de videojuegos para anudar con bastante brío y dinamismo los sucesivos riesgos a los que se enfrenta el héroe, de la temible Medusa al colosal Kraken. De lo que nadie se preocupa es de darles espesor dramático a personajes que van de la inexpresividad de Sam Worthington (cuyo Perseo, más que un semidiós, es un marine enviado a través de la máquina del tiempo desde Avatar hasta la Antigua Grecia) a las casi autoparódicas apariciones de Ralph Fiennes y Liam Neeson, a partir de cuyas barbas postizas más de uno podría preguntarse si es posible tomar todo lo que se cuenta en serio.
Remake tan edulcorada como innecesaria Están todos bien adapta el clásico de Giuseppe Tornatore Habrá excepciones a la regla, pero la costumbre hollywoodense de reciclar toda clase de producciones europeas suele llevarnos casi invariablemente a reconocer que, en estos casos, siempre es mejor regresar a las fuentes originarias. Casi dos décadas separan a Matteo Scuro, aquel vital y entrañable jubilado siciliano que emprendía una travesía para reencontrarse con sus cinco hijos dispersos por toda Italia, de Frank Goode, un típico norteamericano de los suburbios para quien romper al menos por un día con la diáspora familiar (en este caso los hijos son cuatro) ayudará a mitigar sus penas: acaba de enviudar y su salud está resquebrajada por los materiales nocivos que inhaló durante largos años de trabajo en una fábrica de cables. Pero la distancia se hace aún mayor si comparamos la genuina melancolía que rezumaban el film de Giuseppe Tornatore y su personaje central (a quien Marcello Mastroianni le aportaba conmovedora expresividad) con la calculada acumulación de golpes de efecto que va mostrando esta remake. Estéril No hace falta más que ver a Goode (un De Niro que se esfuerza estérilmente por escapar a sus tics y guiños más conocidos), al principio del relato, recibiendo recomendaciones del médico sobre la inconveniencia de exponerse demasiado a cierta clase de esfuerzos. Más adelante, el guión pondrá en juego al personaje en una situación que parece armada para provocar un efecto emotivo más prefabricado que genuino. Lo mismo ocurre con el vínculo que se plantea entre Goode y cada uno de sus hijos. Una sucesión de equívocos, suposiciones y malentendidos que alcanza su clímax en la incógnita sobre el paradero de David, el hijo predilecto, que pinta cuadros en Nueva York. Aquí se plantea un juego de secretos y mentiras entre el padre y los hermanos, que el film remata a través de un giro forzado que coloca arbitrariamente al protagonista en un lugar bien diferente del que ocupaba hasta allí. Esa sucesión de giros, tan rebuscados como las vueltas que se ve obligado a hacer Goode durante el viaje, dejan de lado lo más atractivo que podía ofrecer la historia. Ni las preguntas sobre el valor de los lazos familiares, el paso del tiempo y el sentido de un viaje (reemplazados por clisés) ni una indagación profunda del alma del protagonista. Temas que parecen ajenos a las inquietudes del británico Kirk Jones, un realizador que no parece estar muy cómodo en un territorio melodramático tan ajeno a sus elogiadas -y vivaces- películas anteriores: las deliciosas El divino Ned y Nanny McPhee, la nana mágica. Ese camino apenas se insinúa a través del encuentro entre Frank y su hijo músico (el siempre admirable Sam Rockwell) y un fugaz diálogo entre el protagonista y una camionera (Melissa Leo, desaprovechada). Lo que sugieren esos momentos aislados termina desaprovechado en medio de un acentuado afán moralizador y situaciones de previsible sentimentalismo que podrán agobiar o tranquilizar al espectador, pero difícilmente lo conmuevan.
Terry Gilliam, en su obra más autobiográfica El imaginario mundo del doctor Parnassus ofrece riqueza visual, desorden narrativo y el aporte póstumo a la pantalla de Heath Ledger Cada vez que se mira en el espejo del carromato con el que recorre Londres al frente de una extravagante compañía de teatro ambulante, el doctor Parnassus podría reconocer tranquilamente del otro lado la imagen de Terry Gilliam. Ese personaje de edad imprecisa que sueña con la inmortalidad a cambio de un pacto con el mismísimo Diablo refleja el perfil de su creador. Estamos ante el film más autobiográfico de Gilliam, con las virtudes e imperfecciones de su trabajo creativo elevadas a la máxima potencia. De un lado, una portentosa capacidad para construir toda clase de estímulos visuales y trasladarnos desde allí hacia mundos fantásticos y siempre sorprendentes. Del otro, la anarquía narrativa y el desinterés por la lógica del relato, enteramente subordinado a un aluvión de imágenes sugestivas, hipnóticas y embrolladas. Al mundo fantástico de Parnassus y su troupe (una hija, un enano, un torpe asistente) llega Tony, rescatado cuando estaba con la soga al cuello. Este giro argumental agrega un elemento inquietante al film, ya que el personaje es interpretado por Heath Ledger, cuya muerte en medio del rodaje agregó misterio e incertidumbre a una trama que Gilliam debió modificar sobre la marcha como un prestidigitador. Curiosamente, la vuelta de tuerca resultó provechosa, ya que el personaje finalmente atraviesa el espejo y encuentra al otro lado, a través de tres variantes del personaje (encarnadas con riqueza de matices por Johnny Depp, Jude Law y Colin Farrell) cierto vuelo y una riqueza de matices que de otra manera quizás no se hubiesen alcanzado. Sólo en ese atractivo tramo final el viaje de Parnassus parece cobrar movimiento y escapar a una rigidez sólo en parte disimulada por la ilimitada creatividad visual de Gilliam, que no deja de sacar conejos de su galera de trucos mientras a su alrededor no ocurre casi nada. Lo ayudan la autoridad interpretativa de Plummer, la juguetona composición del Diablo que hace Waits y la presencia ineludible del añorado Ledger, en cuyo rostro se ratifica esa rica mezcla entre intensidad y profunda melancolía de sus últimas y celebradas apariciones.