Toda película que se inicia con la advertencia de que está inspirada en hechos reales enfrenta dos riesgos ciertos: que se tense en exceso la cuerda sentimental del melodrama y que la noticia utilizada como punto de referencia imponga su propio peso. De esta manera, cualquier adaptación cinematográfica termina opacada y reducida a un segundo plano, cuando el objetivo buscado era precisamente el contrario: darle trascendencia y visibilidad a alguna "verdad oculta". Lo que sale a la luz con ese título -elegido seguramente por su explícita e inmediata carga testimonial- es la reconstrucción del calvario vivido en los Balcanes por Kathryn Bolkovac (Rachel Weisz), una oficial de policía de Nebraska que aceptó en 1999 sumarse a las fuerzas de paz de las Naciones Unidas con la esperanza de mitigar sus penurias económicas. Madre soltera y dos veces divorciada, Bolkovac imaginaba que esa holgura favorecería un reencuentro con una hija distante y cada vez más escéptica. Lo que encuentra, en cambio, es una posguerra tan cruenta como el conflicto que desangró a la región. Y que tiene como víctimas principales a jóvenes mujeres llegadas a Bosnia desde otras regiones (Ucrania, por ejemplo), reducidas a la esclavitud y obligadas a ejercer la prostitución por parte de una red de tráfico de personas. En Sarajevo, confía en que su tarea ayudará a desactivar ese comercio infame, pero no tarda en descubrir que integrantes de la propia ONU aparecen involucrados en los ilícitos. Al relato no le faltan ni intensidad ni convicción, pero tropieza casi todo el tiempo en la reiteración expresa y redundante del objeto de la denuncia, atrapada en frases hechas ("inmunidad no es impunidad", se dice en un momento) y el recurso del exceso melodramático. En este sentido, hay una escena de vejación que aparece al límite de lo tolerable en términos visuales. Por fortuna está Rachel Weisz, que con un enorme compromiso y un admirable despliegue de recursos expresivos aporta desde su personaje la complejidad y la riqueza interior que la historia no ofrece en su esquematismo. Gracias a ella y a la autoridad de sus compañeros de elenco (Redgrave y Strathairn, sobre todo) es posible hallar sutilezas en medio de un planteo sobrecargado de evidencias.
Los personajes más reproducidos de la historia de Pixar viajan por el mundo en una carrera de vértigo y de espionaje internacional Cinco años atrás, la placidez de Radiador Springs funcionaba como alegoría perfecta de un mundo añorado y nostálgico habitado por personajes sobre ruedas de contornos mecánicos y temperamento humano. Lo único que les faltaba a estos prototipos (en el más amplio sentido del término) era superar el aislamiento: sentirse valorados y reconocidos. En el cierre de Cars, el objetivo se había logrado: Radiador Springs quedaba definitivamente integrada al resto de este mundo animado de vehículos antropomórficos, fruto creativo de las más caras devociones personales del factótum de Pixar, John Lasseter. Esa expansión se amplió al mundo real de un modo bien tangible: año tras año, el merchandising comenzó a crecer en proporciones gigantescas y hoy se citan al respecto cifras globales cercanas a los 8000 millones de dólares, jamás alcanzadas previamente. Semejante fervor no hace más que abrir las puertas de par en par a la secuela más ambiciosa que pueda imaginarse, capaz de reproducir a la máxima escala el interés por hacer de todas las maneras reproducciones de personajes de apariencia fría, pero con diseños perfectos y un espíritu que se pone a prueba en el contacto con sus pequeños o grandes consumidores. Por eso, Cars 2 sigue en una perfecta lógica la línea insinuada por el final del primer film y sus ecos fuera de la pantalla: una aventura gigante, llena de vértigo y peripecias, que multiplica a sus personajes (aquí llegan a ser casi 900) y deja atrás (literal y simbólicamente) la quietud de Radiador Springs para zambullirse en el ruido propio de las carreras de Fórmula 1. Lasseter cambia el freno por el acelerador, lleva a fondo su entusiasta apego por el mundo automotriz y le agrega -para reforzar todavía más ese ímpetu- la sofisticación de las historias de espías (de James Bond a El agente de Cipol ) que tanto parece haber disfrutado de niño. El resultado es un relato sin pausas, sin dudas el más ambicioso y estridente de toda la fecunda historia de Pixar. Con un extenso metraje y varias historias superpuestas: las andanzas de Rayo McQueen en un Grand Prix mundial con escalas en Tokio, París, la Riviera italiana y Londres, un complicado vínculo lleno de equívocos con la bonachona grúa Mate (verdadera estrella del film), el involucramiento de ésta en un caso de intriga internacional ligado al uso del petróleo y el film de espías propiamente dicho, con predominio de elegantes referencias británicas. Tal vez demasiado para construir una historia tan plena, sensible, profunda y poética como las que nos tiene acostumbrados Pixar en los últimos años ( Ratatouille , Wall-E , Up! ). Con todo, hay elementos de sobra en Cars 2 para entretenerse, regocijarse y asombrarse: un espléndido prólogo digno de un film de 007, la elegante y sensible reproducción de las calles de Tokio, una formidable secuencia de carrera en la ficticia Porto Corsa e increíbles planos generales. Aun en sus títulos menos acabados, Pixar siempre es capaz de superarse a sí misma.
Actor y personaje en busca del otro lado Habrá que resistir ante todo la tentadora curiosidad de comparar la ficción de La doble vida de Walter con el mundo bien concreto del actor que la protagoniza. Porque el personaje central de este film, triunfador en los negocios y en la vida hasta que una depresión lo paraliza en estado de eterna somnolencia, no es otro que Mel Gibson, otro ganador indiscutido en el pasado que afronta hoy las perspectivas de un futuro incierto por culpa de su incontinencia verbal y física. Todavía no sabemos cómo saldrá Gibson de su laberinto personal, pero en el cuento que lo trae de vuelta al primer plano de la interpretación cinematográfica su personaje parece haber hallado una solución: colocar sobre su brazo un castor de peluche, moverle la boca como si fuese un ventrílocuo y dejar que el muñeco maneje sus conductas y temperamentos. Así irá recuperando de a poco la autoestima y la creatividad en los negocios, por más que su familia mantenga razonable perplejidad frente a tan extraña salida. La opción elegida por Jodie Foster en su tercera incursión como directora para retomar la pregunta que parece perseguirla casi obsesivamente en su carrera artística (¿cómo resolver conflictos en familias disfuncionales?) queda claramente abierta a riesgos y extravagancias. La película no teme por momentos bordear el ridículo, afrontar las consecuencias de algunos diálogos sentenciosos y retratar el cuadro familiar desde cierto psicologismo de corto vuelo, como cuando describe la simbiótica relación entre Walter y su hijo mayor (el excelente Anton Yelchin). Pero al mismo tiempo Foster cuida a sus personajes, les insufla admirable convicción y deja que Gibson sostenga con todo el peso de sus grandes dotes de actor intuitivo un personaje que en otras manos caería en la impostura y el desborde. Con tales premisas y respaldos, la directora sortea con discreción algunos de los desequilibrios a los que ella misma decide exponerse y en los mejores momentos de un film dispar hasta consigue conmover al espectador.
Una mirada sobre la restauración del Colón Por más que remita de inmediato a lo que ocurrió el 25 de mayo último, cuando se reabrió el Teatro Colón luego de una prolongada parálisis por las obras de remodelación, este documental de tardío estreno registra en realidad los primeros pasos del largo proceso de restauración de nuestro primer coliseo. De hecho, los créditos finales indican que las imágenes fueron tomadas entre octubre de 2006 y septiembre de 2007, y entre los agradecimientos aparecen los nombres de Jorge Telerman y Marcelo Lombardero, por entonces jefe de gobierno porteño y director artístico del Colón, respectivamente. Además, hay breves segmentos de las últimas obras representadas en aquel momento, precisamente antes del cierre, como la ópera Boris Godunov , de Mussorgsky. De todos modos, el más reciente documental de Bebe Kamin ( Adiós Sui Generis ) evita toda polémica y se concentra en la meticulosa tarea de ingenieros, artesanos, orfebres, técnicos y operarios, todos mancomunados en el rescate del esplendor original del teatro. La cámara se pone todo el tiempo a la altura de ellos y acompaña miradas, voces y trabajos en la búsqueda de una cabal comprensión de la magnitud de los trabajos, mientras procura elaborar un retrato de los perfiles menos conocidos del Colón. El relato fluye con elegancia, prolijidad, afán didáctico y cuidado por el detalle, aunque sin escapar de los convencionalismos de cualquier documental institucional.
Suma de géneros con el mejor Jim Carrey La entrega del actor es el eje de Una pareja despareja Sería una lástima que entre las irresueltas controversias que rodean el lanzamiento en Estados Unidos (demorado varias veces y programado ahora para comienzos de diciembre) y el muy desafortunado título elegido para su lanzamiento local este film quede expuesto a permanentes equívocos y se pierdan de vista los muchos hallazgos que es capaz de ofrecer. En este sentido, seguir el título original parece el mejor camino para aventar confusiones. Sobre todo porque hace una explícita referencia a sorprendentes hechos reales, cuyos protagonistas reales llevan los mismos nombres y apellidos que aparecen en el relato. El personaje central es Steven Russell (Jim Carrey), un estafador vocacional y profesional que llegó a ser bautizado Houdini por su notable talento para el engaño y la fuga. Se sabe que logró escaparse de al menos 14 prisiones con distintas caracterizaciones. También que pasó su infancia como hijo adoptado de una familia muy conservadora, que se casó, tuvo hijos y fue oficial de policía hasta que una instancia reveladora -representada en el film con un accidente- lo llevó a cambiar de vida o, mejor dicho, a declarar que a partir de ese momento viviría según sus deseos, impulsos y sueños. Asumió desde entonces su homosexualidad, dejó a su familia, descubrió un talento innato para la defraudación y la estafa en pequeña o gran escala y en una de sus sucesivas estadas en la cárcel se enamoró perdidamente de otro interno, llamado Phillip Morris (Ewan McGregor), relación también marcada a fuego por la compulsión de Russell por el fraude. Este tour de force parece haber viajado de la realidad a la ficción para que Carrey pudiera demostrar virtuosamente la convivencia entre el histrionismo desbordante y una profunda interioridad dramática, dos facetas hasta aquí nunca aprovechadas en conjunto. La entrega y el compromiso del actor canadiense -seguramente en su mejor aporte a la pantalla grande- son el eje de un relato que recorre con energía, frescura y atrevimiento esta suma de peripecias. En menos de dos horas, Requa y Ficarra abordan múltiples géneros (el melodrama familiar, la comedia de enredos, el film carcelario, la sátira costumbrista) y terminan valiéndose de todos ellos, en una libre y fecunda amalgama, para fundir todos los ingredientes en una cálida historia de amor. Para lograrlo, los realizadores eligieron asumir todos los riesgos, entre ellos una escena sexual entre hombres al borde de lo explícito, disparadora de la enorme polémica que aún rodea al film en Estados Unidos.
Otra de espías, pero con mascotas Como perros y gatos 2 se apoya en una trama de escaso vuelo que parodia a 007 y en los efectos visuales 3D Once años separan a la película original Como perros y gatos de esta secuela, que a juzgar por sus resultados intenta sobre todo sacar provecho del irresistible atractivo que por ahora despierta cualquier estreno en 3D. Esta novedad marca la diferencia a tal punto que los efectos visuales, convertidos en amos y señores, reducen a la mínima expresión la presencia humana, bastante significativa en el comienzo de la historia. Una historia familiar dominaba el film de 2001: la obsesión de un científico por hallar un remedio a las alergias de las mascotas abría una módica aventura de espionaje, en la que perros y gatos se convertían en enemigos irreconciliables. Algunas de esas mascotas (los canes Butch y Lou; el felino Mr. Tinkles) reaparecen en una segunda aventura que parodia a las películas de James Bond desde la secuencia de los títulos, en la que reaparece la voz más familiar en términos musicales para los devotos de 007, la de Shirley Bassey. En este caso, la excusa argumental es una nueva operación encubierta del equipo canino ultrasecreto, al que se suma un perro policía castigado por el fracaso de una operación. Y de nuevo una gata (la Kitty Galore del título) aparece como villana, construida en trazos gruesos a imagen y semejanza de las enemigas de James Bond. La novedad es que se queda tan solo como ellos, porque varios de su especie también se organizan en una red de agentes secretos, cuyo líder responde al nombre de Lazenby (otro guiño para los fanáticos de 007, al punto que en la versión original tiene la voz de Roger Moore). Así se pierde uno de los escasos atractivos de la primera parte. Para evitar protestas y posibles reclamos de favoritismo, ahora perros y gatos son aliados: el único enemigo es el felino más malo y más desagradable de todos. Como para marcar aún más las diferencias, Kitty Galore resulta ser un animatronic armado en un laboratorio de efectos visuales; el resto son animales verdaderos, llevados a la acción gracias a un batallón de efectos digitales. Esa acción resulta más vertiginosa que precisa y más artificiosa que coherente. La trama desborda en menciones y referencias a películas muy conocidas (además de Bond se cita a Arma mortal , El silencio de los inocentes y muchas otras que auguran una tercera entrega), pero el divertimento se agota rápido y todo se limita a mostrar del modo más llamativo posible cómo todos estos animales bien adiestrados son capaces de hablar y de desafiar la ley de gravedad, mientras los escasos actores de carne y hueso (Chris O´Donnell y el excelente comediante de 30 Rock Jack McBrayer) quedan totalmente desaprovechados. Al menos es posible disfrutar de un fantástico prólogo con el regreso de los Looney Tunes . En una nueva aventura de tres minutos con el Coyote y el Correcaminos, a la que sólo le hace falta bajar un poco el pie del acelerador, el 3D refulge en los entrañables escenarios surgidos de la inventiva de Chuck Jones y el espíritu de la historia original se mantiene intacto, así como un comentario musical digno de Carl Stalling. A diferencia del producto principal, esperamos en este caso con avidez nuevas aventuras.
El origen, un portentoso ejercicio de imaginación Christopher Nolan y la exploración de lo onírico Desde el enigmático comienzo, con DiCaprio arrastrado por la corriente en estado de inconsciencia hacia una misteriosa playa, hasta un plano final que ya es objeto de las más variadas interpretaciones, las fascinantes dos horas y media de El origen se desarrollan entre realidades convertidas en simulacro y apariencias que parecen cobrar en la pantalla el espesor y las dimensiones de los elementos más tangibles. Con este film, que estará con toda seguridad entre los más comentados del año, Nolan se suma a la larga lista de realizadores atrapados por las sugerentes posibilidades visuales y narrativas que abre para el cine la exploración de los sueños. En su obra más ambiciosa -lo que es mucho decir tratándose del director de Batman, el caballero de la noche cruza esa materia prima con sus propios anhelos creativos a través de una monumental construcción de climas, secuencias, referencias cinéfilas y alusiones a múltiples disciplinas, plasmada en imágenes de portentosa creatividad. Si El caballero de la noche es una indagación sobre la mente de un terrorista, Nolan traslada en El origen la pregunta al terreno del espionaje corporativo. En este único (aunque tan elusivo como los demás) terreno de realidad visible dentro de un film que hace equilibrio todo el tiempo sobre distintas fases simultáneas de narración, el equipo encabezado por Dom Cobb (DiCaprio) se especializa en ingresar en los sueños de otros para extraer información clave. En una de las muchas paradojas con las que juega deliberadamente el film, un trabajo fallido abre para Cobb la posibilidad de reivindicarse espiando al rival corporativo de su último patrón y soñar con reencontrarse muy pronto con los suyos, algo que veía casi imposible. Esta vez, el trabajo exige una apuesta todavía más fuerte y la entrada al inconsciente ajeno no sólo pasa por la apropiación de ideas ya presentes. Lo nuevo es la originación (término con el que se traduce el título original del film), el acto creativo de instalar ideas nuevas en el subconsciente de alguien. Toda la atención De la nada, Nolan nos lleva hacia allí con el pulso firme de quien nos guía a lo largo de un camino que sólo él conoce a la perfección y se dedicó a explorar meticulosamente con anterioridad. Coloca infinitas pistas y señales con una precisión abrumadora -el film exige máxima concentración para no descuidar ni el mínimo detalle- para que el espectador pueda recuperarlas y evaluar su sentido en cualquier momento. Seguramente por eso, el personaje con el que más parece identificarse es el de Ariadne, la arquitecta encargada de diseñar los distintos escenarios en los que transcurrirá la ilusión y que personifica aquí Ellen Page con la misma aplicación seguida por el resto del admirable elenco a las instrucciones del realizador. No será el único. Dos asistentes todoterreno (Joseph Gordon-Levitt y Tom Hardy), un efusivo chofer (Dileep Rao) y el propio contratista de Cobb (el gran Ken Watanabe) se suman a un equipo que se vale de una compleja red de cables, aparejos y compuestos químicos para cumplir con el plan. En su transcurso, unas cuantas dificultades operativas se mezclarán además con las tribulaciones de Cobb y su aproximación a una enigmática mujer (Marion Cotillard). Si toda esta enmarañada intriga aparece más o menos inteligible para el espectador atento es porque Nolan jamás pierde el control de lo mucho que sucede minuto a minuto, y también porque la intriga, en el fondo, responde ante todo a impulsos propios del cine de acción. Por cierto, hay en El origen una vía que alienta todo tipo de indagaciones psicoanalíticas y llega a plantearse interrogantes de alguna trascendencia, pero por encima de ella se impone la debilidad de Nolan por los films de James Bond y Michael Mann, representada en apasionantes persecuciones por las callejuelas de Tanger y las heladas montañas de Calgary. Con la ayuda de extraordinarios colaboradores (el fotógrafo Wally Pfister, el diseñador de producción Guy Dyas), Nolan desplega toda su creatividad en estas travesías y otras mucho más personales e introspectivas que desafían los sentidos (y hasta la ley de gravedad) y llegan a provocar genuino asombro. Lo hace al punto de presentarle al espectador la hoja de ruta entera (el camino principal, posibles atajos, eventuales salidas) de un modo quizá demasiado explícito. El director enfría por momentos la intensidad del planteo, tal vez temeroso de que algún nudo llegara a soltarse y el esquema entero termine desmoronándose. El precio a pagar es el de cierto distanciamiento, que no impide disfrutar al mismo tiempo de una obra de las más imaginativas y provocadoras de los últimos tiempos, con un director que vuelve a creer en los sueños como materia prima de la maravillosa realidad del cine.
Aventuras repetidas con perros parlantes Poca originalidad y destreza canina en Marmaduke La Argentina no figura entre la veintena de países a los que se exportó con éxito la tira cómica protagonizada por el perro Marmaduke. Las aventuras de este gran danés eternamente incapaz de obedecer las órdenes de su dueño conservan su vigencia después de medio siglo y se siguen publicando en Estados Unidos -su lugar de origen- y otros 20 países. Esa falta de familiaridad se compensa con la condición que caracteriza a Marmaduke en su salto a la pantalla grande. Como otros recientes animales de película, el mastodóntico y siempre despistado can habla y se hace entender con sus pares de distintas razas. Hay un breve y alentador prólogo que insinúa con seres humanos algunas de las potenciales situaciones de comedia que se abren alrededor de un personaje de las dimensiones de Marmaduke cuando entra en colisión con su entorno. Pero lo que llega después es un desfile de lugares comunes, oposiciones elementales y propósitos aleccionadores. Marmaduke vive en el hogar de los Winslow, una familia prototípica con tres hijos que encuentra la posibilidad del crecimiento profesional cuando el padre -experto en marketing de alimento para mascotas- recibe una invitación para dejar la provinciana Kansas y mudarse a Los Angeles. El nuevo hogar resulta en los papeles tan acogedor como el amplio espacio laboral. El señor Winslow puede compartir las horas de trabajo en un amplio jardín con su mascota, que no tardará en interactuar -y, de paso, meterse en problemas- con toda clase de canes. Mientras su dueño descuida a la familia por atender en exceso el trabajo, el perrazo elige a los amigos equivocados y queda prendado por Jezebel, la bella émula de Lassie que es pareja del macho alfa de la jauría, dejando de lado a una confiable ejemplar de menor pedigrí. Como se precia en estos casos -trajinados hasta el hartazgo-, el deslumbramiento lleva primero a la frustración, después al dolor de la pérdida y por último a la redención. Todo para mostrar cómo los adiestrados canes pueden representar y verbalizar comportamientos humanos, lo cual torna las cosas más absurdas. La módica anécdota se resuelve con una sensación constante de historia ya vista. Y si por momentos el genuino entretenimiento asoma la cabeza -aunque la versión doblada impide disfrutar de las voces y algunos chistes de grandes comediantes como Owen Wilson, George Lopez y Steve Coogan- es porque los únicos verdaderos triunfadores de este film son los 30 entrenadores de canes que figuran en los créditos finales. Gracias a ellos, las mascotas consiguen algunos momentos de lucimiento y, de paso, dejan al descubierto el desgano con el que los actores de carne y hueso asumieron este compromiso.
Relato futurista con moraleja y sólo en 3D Explícitos mensajes ecológicos en Batalla por Terra Tres años antes del estreno de Avatar , Batalla por Terra planteó un punto de partida argumental con más de un elemento en común con la revolucionaria obra de James Cameron. Aquí también los seres humanos se ven en un futuro impreciso ante la necesidad de conseguir recursos elementales para garantizarse la supervivencia. En este caso, el planeta se quedó sin oxígeno y permanece en órbita como una masa oscura y esférica de hierros retorcidos. El vital elemento abunda en Terra, un astro rebosante de nubes en el que hay delfines surcando los cielos y cuyos habitantes son vivaces alienígenas de ojos saltones y sin extremidades inferiores, que disfrutan de una convivencia en perpetua armonía. Todo se desvanece ante el inevitable choque con los humanos, ejecutado con espíritu de campaña militar. Pero Terra no es Pandora y el canadiense Aristomenis Tsirbas está muy lejos de alcanzar el virtuosismo y la inspiración de Cameron para valerse de la tecnología 3D en la creación de nuevos universos visuales y cinematográficos. No se percibe en el realizador vocación por trabajar el detalle y enriquecer a los personajes de este mundo nuevo más allá de una descripción básica y convencional. Pero Tsirbas, al menos, muestra sensibilidad plástica para aprovechar el cuadro y poner a su favor algunas de las posibilidades visuales ofrecidas por la imagen tridimensional. El humor, ausente Con estas herramientas, el film entrega sin demasiadas sutilezas -y con una falta absoluta de humor que extrañarán los más chicos- un explícito mensaje ecológico que subraya la responsabilidad de los humanos en la destrucción del medio ambiente. El vehículo para dejar en claro este planteo pasa por el acercamiento en medio de la batalla entre dos prototipos de sus respectivos mundos: Mala, la alienígena que comprende antes que sus pares las necesidades de los humanos, y Jim Stanton, un militar que con el tiempo no dudará en enfrentarse a sus superiores y poner en cuestionamiento el cruento plan que tienen entre manos. El mensaje resulta más preciso que el retrato de los personajes, desfavorecido -sobre todo en el caso de los humanos- por la exagerada rigidez de sus rasgos. El brío narrativo y la espectacularidad de algunas secuencias disimulan en parte estos condicionamientos y, de paso, también dejan al descubierto las múltiples influencias que inspiraron este relato, de La guerra de las galaxias a los videojuegos inspirados por Final Fantasy.
Un vínculo pensado para conmover No hay secretos ni segundas intenciones en esta nueva muestra de fidelidad del sueco Lasse Hallström a las historias que buscan respaldo y fundamento en la cuerda melodramática. Siempre a tu lado está concebida para conmover primero y encontrar después la complicidad del público para diseñar un universo casi beatífico, en el que todos son capaces de abrigar buenos sentimientos y compartirlos con los demás. Inspirado en una historia real ocurrida en Japón y en un film de ese origen que dio cuenta de esos hechos, Siempre a tu lado coloca desde el vamos y sin vueltas el eje único del relato en el enternecedor vínculo entre un maduro profesor de música -cuya vida conyugal, familiar, profesional no ofrece fisuras- y un perro de raza Akita que se extravía sin explicaciones claras en una clásica localidad suburbana de los Estados Unidos después de un largo viaje iniciado en el Lejano Oriente. El hombre logra superar las resistencias de su esposa y convierte al can en una entrañable compañía. El mérito de Hallström es mostrarnos ese proceso desde el impulso de ambos protagonistas -con escenas en blanco y negro que parecen acompañar el punto de vista del animal- así como el modo en que el resto de los personajes -familiares y habitantes del lugar- van comprobando de a poco la intensidad de una relación que llega a superar los lazos vitales entre ambos. No faltan excesos de azúcar y una narración por momentos desordenada, pero también abundan los momentos de genuina emoción.