Kathryn Bigelow es la primera mujer –y la única hasta el momento– en haber ganado un Oscar a Mejor Dirección, lo cual habla más del lugar que se otorga a las mujeres en los premios dentro del mundo de arte que de ella o su cine. Así como Sofia Coppola se convirtió el año pasado en la segunda mujer premiada como mejor directora por Cannes, 56 años después de Yuliva Solntseva, Barbra Streisand no dejó de señalar en la última entrega de los Golden Globes que era la única mujer en haber ganado como mejor directora hace largos 34 años. Y la local Anahí Berneri fue, también el año pasado, la segunda mujer en ganar la Concha de Plata a mejor dirección en los 65 años del Festival de San Sebastián, con todo lo que un premio de ese nivel implica: la posibilidad de cotizarse de otro modo, de conseguir financiación para próximos proyectos. Del prestigio podríamos prescindir pero las desigualdades económicas se perpetúan desde el universo hollywoodense, donde los presupuestos implican millones, hasta la más modesta película independiente. El Oscar para Bigelow llegó en el 2010 por The hurt locker (2008), esa película tensa y polvorienta sobre un soldado estadounidense que se especializaba en desarmar bombas en Irak y necesitaba esa adrenalina de jugárselo todo cada vez como a la droga más fuerte, a falta de cualquier otro sentido. Con un pie en la historia contemporánea, como las películas siguientes de la directora, y otro en el cine de género –Bigelow hizo terror, acción y ciencia ficción entre los ochenta y los noventa, y dirigió esa joya protagonizada por una banda de ladrones surfistas en busca de la ola definitiva que es Point break (1991)–, The hurt locker fue una gran película de acción con un héroe demente en la que los espectadores podían leer también un comentario sobre la intervención norteamericana en Irak, o no. En todo caso, era un objeto ambiguo. Con Zero Dark Thirty (2012), centrada en la ficcional agente de la CIA a cargo de la larga misión que condujo al asesinato de Osama bin Laden, pasaba algo parecido y en ese sentido Detroit (2017), lo nuevo de Bigelow, representa un cambio bastante drástico. Con las películas anteriores una podía pensar que a Bigelow le importaba un carajo opinar sobre Irak o Bin Laden y cualquier otra cosa que no fuera el nervio del cine en su sentido más físico y vital, o en el punto exacto en que lo físico deviene otra cosa más cercana al misterio. Pero con Detroit, no quedan dudas: se trata de una película sin protagonista, o que lo encuentra recién en los últimos minutos, en un gesto osado por el cual se niega a generar emoción al identificarse con una historia particular, pero que está enseñando desde el primer minuto. El comienzo es didáctico y explica con dibujos simples, de hecho, la migración interna de los negros desde el sur hacia el norte y los conflictos sociales que se derivaron de ella. Después estamos en Detroit, en 1967, y aunque algunas escenas donde los protagonistas siempre son colectivos -negros, blancos, policías- darían la sensación de que se intenta retratar la experiencia viva del racismo en plena explosión de la lucha por los derechos civiles, la película da paso a una reconstrucción ficcional de la noche en la que varios agentes de policía y de la Guardia Nacional irrumpieron en el Motel Algiers para investigar la supuesta presencia de un francotirador y terminaron matando a tres chicos negros, por la espalda y totalmente fuera de cualquier legalidad. El material es reconocible para cualquier argentinx, aunque vivamos en un país donde el racismo nunca quiere pronunciar su nombre: brutalidad, abuso de poder, complicidad de la justicia. Bigelow sabe filmar la acción; el problema es que la voluntad de poner un espejo en el pasado en el que puedan mirarse los excesos del presente va por delante de la película y la agota. Detroit apuesta al reconocimiento más que a la revelación, subraya la villanía y la estupidez de sus villanos, y dentro de la filmografía de Bigelow es algo así como la mejor alumna.
Uno de los rasgos más importantes de la comedia romántica en su versión independiente (término que no parece para nada desprovisto de sentido, cuando alude a una sensibilidad determinada) es que lxs candidatxs al romance no son profesionales que lo tienen todo en la vida y a lxs que solo les falta el amor, como podría suceder en alguna película protagonizada por Julia Roberts, Katherine Heigl, Cameron Diaz o la diva de turno. Allí se trataba, a lo sumo, de personas semi exitosas o con la vida resuelta, que podían llegar a estar aburridxs; en el tipo de comedia del que Judd Apatow, productor de The big sick, es una firma importante, los personajes se encuentran siempre a medio hacer: el amor, en Ligeramente embarazada (2007) o en Trainwreck (2015), no es ese plus que le falta a la vida, sino algo así como el pegamento que hace –que puede llegar a hacer– que ese último empujón para entregarse a la vida adulta se realice. The big sick va enteramente por ese camino, al punto que tiene a sus protagonistas separados durante la mayor parte de las dos horas que dura la película. Solo como punto de entrada se puede hablar de comedia romántica al estilo más puro: hay un meet cute, claro, entre Kumail (Kumail Nanjani), el chico de origen paquistaní que quiere pegarla como comediante en Chicago a pesar de que sus padres tienen otros planes para él, que incluyen carrera de derecho y esposa musulmana, y Emily (Zoe Kazan), la estudiante de psicología que va a verlo a un club. Que la película se asegure el corazón de los espectadores por todo el tiempo que vendrá tiene que ver con la efectividad y el arrobamiento de esas primeras secuencias donde se los ve juntos, compartiendo la domesticidad rústica del departamento de soltero de Kumail, en un tipo de inicio de relación que recuerda a Amor a distancia (2010), con Drew Barrymore y Justin Long: no hay citas encantadoras, hay colchones incómodos, secretos a la vista y mucho abrigo. Lo que sigue se desvía del género y abre un mundo en el que, por ampliación del foco, lo que se puede ver es una experiencia muy común a las relaciones de mi generación: el amor está, pero la serie de movimientos y transformaciones que hace falta hacer para darle lugar es gigante y esforzada, un verdadero trabajo que no siempre se realiza. Para Kumail llegará cuando Emily termine internada y en un coma inducido, después de que se separen porque él no está dispuesto aún a romper el mandato familiar. Casi sin pensarlo y como se toman las decisiones más importantes, Kumail elige estar ahí, al lado de Emily en el hospital, y allí conoce a los padres de la chica, que inundan la película de humanidad segura, adulta y encantadoramente fallada: Holly Hunter aporta su aspereza magnífica a la madre, un Ray Romano muy contenido y cálido es el padre. Con un mundo de stand up como fondo que recuerda mucho a Funny People, de Apatow –comediantes que sueñan, entre ellos la increíble Aidy Bryant que es una luz encendida en cada escena–, The Big sick se aparta sin embargo de cualquier influencia de su productor, y brilla en la escritura de Kumail Nanjiani y Emily Gordon, la pareja en la vida real que escribió el guión por el que están nominados al Oscar y contó parte de su historia. Porque en la larga secuencia de internación que tiene a Kumail en acercamiento con los padres de Emily, los largos y cascados diálogos que recuerdan a Noah Baumbach y sus agujereadas relaciones familiares llevan adelante cada escena, fundidos con algo de las pausas y el espíritu del stand-up. Lo que se construye ahí es un giro osado para una película que se plantee como comedia romántica, una visión del amor que no es chispa instantánea a cuidar sino algo que hunde sus raíces hasta lo más profundo de la historia de cada uno y que implica que, como en el caso de Kumail y sus padres, no nos conocemos mucho y quizás ni siquiera nos hemos dicho lo básico, lo más importante.
A una mujer enfurecida porque la violación y asesinato de su hija aún no tienen culpables se le ocurre una idea que va a romper -por lo visto mucho más que el crimen- la monotonía del pueblito de Missouri en el que vive: pagar para que en tres enormes carteles publicitarios al lado de una ruta abandonada, justo donde atacaron a su hija, aparezca la leyenda “Violada mientras se moría”, “¿Y todavía no hay arrestos?”, “¿Qué pasa, jefe Willoughby?” Aunque sea de modo indirecto y solo porque la película se estrena justo ahora, el comienzo de Tres anuncios por un crimen dialoga con una cuestión tan actual como son las estrategias con las que el feminismo están visibilizando los abusos sexuales, convirtiendo en grandes carteles lo que antes se ocultaba en la normalidad o en el secreto. Pero lo hace con toda la libertad de la ficción, y este es uno de sus mayores méritos. Porque en lugar de un estereotipo de madre sufrida, Mildred Hayes -a cargo de una Frances McDormand con aires de Rambo, de mameluco y bandana, en pie de guerra- es un personaje en el que la bronca y el dolor se mezclan de una manera explosiva, como esas molotov que en un momento arroja contra la comisaría. Mildred camina en la cuerda floja, entre la lucidez y la locura. Tenía una hija adolescente que fue violada y asesinada varios meses atrás, y le da rabia que la policía local no se ocupe del caso. Así que hace, como tantas víctimas que no encuentran otra manera de hacerse notar, un gesto desmesurado. Solo que Mildred está lejos de ser solamente eso. Y la película que se construye a su alrededor tiene aires de comedia negra, porque no hay nada que no se aproveche para el humor violento en Ebbing, el pueblo donde vive: el jefe de policía que está muriendo de cáncer, el agente interpretado por Sam Rockwell, un tarado que vive con la mamá white trash que toma cerveza mientras lo maltrata, el enano galante que quiere tener una cita. El pueblo de Ebbing es tan homofóbico y racista como el mundo al que podría representar, pero eso no lo convierte exactamente en el infierno ni en objeto de horror. Por el contrario, lo que la película despliega es un juego entre los personajes donde cada cual tiene sus razones, y sobre todo donde las ideas de cada unx no son motivo de rechazo porque el diálogo –aunque sea desde la confrontación en un principio, y luego desde la solidaridad– es posible. Tres anuncios para un crimen es la tercera película de Martin McDonagh, director y dramaturgo británico-irlandés que en In Bruges (2008) y Seven psycopaths (2012) desplegó una galería de personajes violentos, asesinos a sueldo o perdedores en la que Mildred Hayes encaja perfectamente, tanto como forma parte del medio en que vive. No es ella contra el mundo, sino ella en ese mundo violento haciendo lo que está a su alcance. Tampoco se trata de que haber perdido a su hija en manos de un asesino y violador la vuelva cualitativamente distinta: el dolor, parecería decir Tres anuncios por un crimen, es de todxs y no justifica nada. Pero sí hay pequeños gestos, en un personaje al que Francis McDormand le presta una cara pétrea, que revelan el corazón casi candoroso de la película detrás de su superficie brutal, llena de cuerpos que se lastiman y palabras que se escupen como veneno: en un momento Mildred ve una pequeña cucaracha negra patas para arriba en el marco de la ventana y en un gesto rápido, quizás porque sí, la da vuelta con la punta del dedo. Ella es eso, y también es la bestia que dice en tono de burla “Me parece que el enano quiere coger conmigo”, así como la portadora de una sed de venganza que se inscribe en el ámbito violento en que vive. El recorrido de los personajes femeninos en el cine reciente tuvo sus altibajos pero es cierto que hay una tendencia a que las “mujeres fuertes” deban ser también heroínas impolutas, y hasta tuvimos que soportar a la Mujer Maravilla dando una perorata sobre el amor después de la culminación violenta de su película. Cuando cada vez más películas parecen guiarse por un criterio de ejemplaridad, un personaje que pueda estar equivocado es un alivio.
Es difícil ver Coco, la nueva película de Pixar sobre un nene que incursiona en la Tierra de los Muertos –tal como la concibe la visión de ese estudio sobre la cultura mexicana al menos– sin pensar en la carencia de imágenes que caracteriza a la muerte en nuestra cultura. ¿Qué recursos tenemos para imaginar la muerte? Para los que vienen del catolicismo a lo sumo hay un cielo ya demasiado difuso; para los que no, la solidez de la piedra, o apenas un abismo negro, sin más. Visiones que, en todo caso, no se condicen con la exuberancia imaginativa de lxs niñxs, y por eso Coco llega como una fiesta para los sentidos, como la posibilidad de concebir, aunque sea a través de una cultura ajena, otro más allá posible. Esqueletos que bailan y entrechocan sus huesos, negro sobre colores fluo, puentes de pétalos de flores que conectan, frágil pero efectivamente, la quietud del cementerio con este más allá bullicioso y festivo. Con mucho del espíritu jocoso de El cadáver de la novia (2005) de Tim Burton antes que el más siniestro de El extraño mundo de Jack (1993) de Henry Selick, Coco también asume, como la más reciente El libro de la vida (2014), la distinción entre la muerte física y esa otra muerte mucho más definitiva que en esa película estaba representada por Xibalba: la disolución en el olvido. Porque al protagonista de Coco, un nene de doce años llamado Miguel al que se ha enseñado según indica la tradición a recordar y venerar a los ancestros muertos, se le explica frente al altar de la familia –poblado de retratos de los que cada pariente puede contar una pequeña historia, vivida o heredada–que mientras ellos, los vivos, los puedan recordar, los muertos no están del todo muertos. Solo que dentro de la calidez de la familia de Miguel, compuesta por una bisabuela ya demasiado viejita y en silla de ruedas llamada Coco, una abuela enérgica que alimenta y dirige a la tropa, una dulce mamá embarazada y un núcleo familiar donde todos han seguido el oficio heredado de zapateros, hay una fisura. Miguel quiere dedicarse a la música y por alguna razón, cuyo autoritarismo contrasta con la dulzura del entorno en que vive, se lo prohíben tajantemente. En lo que constituye un motivo tanto de películas de anteriores de Pixar como Buscando a Nemo (2003) y Ratatouille (2007), como de la más reciente Moana de Disney (2016) en las que la aventura comenzaba cuando una prohibición se transgredía, Miguel no hace caso y visita la tumba de su ídolo Ernesto de la cruz para robarle su guitarra, lo cual lo lleva, hechizo mediante, a la Tierra de los muertos, de la que deberá encontrar el camino de vuelta si no quiere él también quedar convertido en esqueleto. Con ingenio, astucia y la ayuda de un inesperado antihéroe que tiene la voz de Diego Luna y está a cargo de la canción más honda de la película, “Recuérdame” (no es posible subrayar demasiado el cambio que representa para Pixar, por otra parte, no solo esta incursión vivaz y festiva en la cultura mexicana sino en sus canciones populares, sus acentos y ritmos), lo que Miguel aprende tiene que ver con la movilidad esencial de las historias, cuyo final no está escrito ni siquiera por esa pausa que es la muerte. La redención existe, y también el cuestionar las historias heredadas por nuestros mayores en la búsqueda de otra verdad. Y en una película que extrañamente toma su título, no del protagonista sino de un personaje bastante secundario como es la bisabuela de Miguel, que apenas habla pero es un cuerpo histórico que representa el último puente entre generaciones, Coco habla sobre el recuerdo y la memoria como potencias creativas, como capacidades de hacer donde la muerte parecería condenarnos a ya no hacer nada. Y del misterio por el cual los muertos pasan a ser esa sustancia, preciosa y volátil, que queda en manos de los que estamos vivos.
Fue en años de preguerra que vio la luz La historia de Ferdinand (1936), un libro para niños y no tanto escrito por Munro Leaf y con ilustraciones de Robert Lawson que rápidamente se convirtió en un corto animado de Disney. La historia era atractiva y dialogaba particularmente bien con el momento: un toro criado para la violencia de las corridas de toros en España, para enfurecerse y atacar frente al matador, prefería sentarse a oler las flores del campo. Naturalizado como está el pacifismo en la actualidad –si bien desmentido en la práctica–, lo cierto es que el cuento, que se podía interpretar como antibelicista, fue prohibido en la España de Franco y la Alemania de Hitler. Por su parte el corto de ocho minutos de Disney, que ganó el Oscar a mejor corto animado en 1938, toma la historia ilustrada en blanco y negro y con dibujos de estilo más bien realista y la transforma en una comedia que explota de alegría queer: Ferdinand tiene párpados soñadores, pestañas delicadas y es una bestia marica de una tonelada que en el momento de enfrentarse al torero no solo se niega a atacar sino que le da una lamida apasionada al pecho del matador, donde luce el tatuaje de una flor colorada. Lo cierto es que La historia de Ferdinand también encaja a la perfección en nuestra época: mientras los demás toros jóvenes se dedican a darse cornadas y pelear, Ferdinand, como Bartleby, dice repetidamente “Preferiría no hacerlo”. Es el distinto, ese personaje que el cine de animación y la comedia actuales convirtieron en su protagonista privilegiado, el nerd en el rincón del colegio, el sensible en el grupo de varones que cultivan la agresividad y el coraje físico como atributos propios de su sexo -es decir, como un destino. En Olé, el viaje de Ferdinand, la película de Blue Sky dirigida por Carlos Saldanha, que también fue responsable de ese otro bello inadaptado que era el guacamayo azul de Rio (2011), lo queer está descartado y en cambio el toro amante de las flores es un animal desmesuradamente grande y bonachón cuyo cuerpo se escapa de quedar atrapado en la ecuación grande=fuerte=macho. Claro que el verdadero desafío era hacer de un cuento, que daba a lo sumo para unos cuantos minutos de animación, una película, y la respuesta es simple: persecuciones y comedia, sobre todo física. No todo funciona en este impulso por agrandar la historia: al igual que en Rio, donde el guacamayo que no sabía volar había crecido al lado de una chica que era su protectora y amiga, acá hay una niña, Nina, que tiene al toro viviendo en su casa como una especie de mascota hasta que el tamaño de Ferdinand hace la convivencia imposible. Después de escaparse y caer en las garras de Casa del Toro, un lugar donde se crían animales que van a ser masacrados en la plaza de toros y que, engañados, esperan ese momento como al más grande privilegio, Ferdinand tiene que encontrar la manera de volver a casa. Pero la presencia de Nina y su relación con el toro no es tan intensa como para generar añoranza; lo mejor empieza con la entrada de Lupe, una cabra que es un prodigio de fealdad y locura (y que tiene la voz de Kate McKinnon en la versión original). Ella se destaca en el repertorio de personajitos previsibles con que Olé, el viaje de Ferdinand rodea al protagonista. Los tres puercoespines y los tres caballos, en cambio, son algo grotescos y no llegan a tener esa energía caótica y tumultuosa de las pandillas como sucede con los pingüinos de Madagascar. Ferdinand mismo, en cambio, es un gran personaje. Con una firmeza conmovedora y con un drama de una intensidad que se fricciona con el tono de comedia ligera que recorre casi toda la película -sobre todo en la subtrama de los toros que van al matadero si no cumplen con las expectativas de los criadores, o con el volcán de violencia que él mismo lleva adentro y al que elige no darle cauce-, la pregunta que deja flotando, claro que como decisión personal más que de crianza, es si se puede no ser un macho.
El año en Hollywood empezó y terminó con musicales: de La La Land a El gran showman, el género tuvo una presencia modesta pero significativa en dos películas que, como suele suceder, comentan a su modo el mundo del espectáculo. Pero si en La La Land el protagonista (Ryan Gosling) era un músico de jazz que se lamentaba por la vulgarización de los lugares dedicados a la música en una Los Angeles ganada por el sinsentido comercial, el de El gran showman es el sinsentido comercial en su encarnación más pura: P. T. Barnum (Hugh Jackman), el autoproclamado inventor del show bussiness y fundador del que fue el circo más grande del mundo. El gran showman sigue los pasos de un Barnum imaginado y filtrado por el pop de buenas intenciones del siglo XXI y sus letras de autoayuda, desde que es el sufrido hijo de un sastre con ninguna perspectiva económica -pero grandes sueños, eso sí- hasta que se convierte en una especie de celebridad, amada y odiada pero justificada en todo caso por los bolsillos llenos de dinero. Canción a canción, la película parecería soñar con Moulin Rouge (2001) de Baz Luhrmann pero en un sueño pesado, indigesto, con dificultades para lograr un movimiento fluido de cámaras durante los musicales y poca noción de cómo filmar a los coloridos grupos humanos del mundo circense. En ese sentido, El gran showman cae en esa extraña categoría de las películas que no son tanto malas sino, ante todo, profundamente feas: hay algo de cartón en buena parte de los escenarios, pero no es el cartón artesanal y que denota el amor por el trabajo con materiales humildes sino más bien el cartón pretencioso que decora los musicales durante la entrega de los Oscar. Todo, el encanto posado e insoportable de las hijas y la esposa (Michelle Williams, esposa otra vez) del protagonista, el romance de los esposos entre sábanas colgadas en una terraza, la reiteración machacona, sin matices, de la idea de seguir los propios sueños, y la presentación de un pequeño mundo circense donde el público paga para dar rienda suelta a la crueldad, pero que la película presenta como el lugar de empoderamiento y visibilidad de los que son distintos, conforma un menjunje que resume lo peor de nuestro siglo, incluido el espectáculo que se autojustifica pero en lugar de solo deslumbrar o entretener no puede parar de gritar eslogans de superación personal a los cuatro vientos. En este punto, El gran showman apela a un público candoroso que se pueda emocionar con el enano o la mujer barbuda que aman a Barnum porque les dio la oportunidad de salir del rincón vergonzoso donde agonizaban y tener un trabajo, una vida. El fundador del circo, el visionario, se presenta como un héroe; salir de pobre, formar una familia encantadora y llenarse de plata gracias a la fe en los propios sueños son el sustento de un tipo de figura indiscutible, que cumplió con el noble fin de hacer felices a las masas con un entretenimiento más sincero y democrático que los elitistas teatro y ópera burgueses. El gran showman, al mismo tiempo, es la historia de un varón, y del tipo de aventura que los varones tienen. Al costado, rubia, impecable y dulce, está la esposa, esa Michelle Williams sufrida que tanto recuerda a la esposa que interpretó Elizabeth Shue recientemente en La batalla de los sexos: por un lado está el hombre aventurero, osado, que se arriesga en el juego o en los negocios y tiene su principal interés en la actividad que lo atrae; por otro está la esposa, sabia, silenciosa, fiel, que lo acompaña a lo largo de sus tribulaciones y a la que nunca le pasará nada que no sea un efecto secundario de lo que vive el marido. Si ella se cansa quizás lo deje, como en La batalla de los sexos; si es paciente y espera, tendrá la recompensa del pecador arrepentido que vuelve a ella como a un Dios misericordioso que solo se convoca en los momentos de desesperación. Ella, igual que la mujer albina, el hombre tatuado, los siameses y demás integrantes del circo, encuentra su lugar y su sentido a la sombra del genio, el maestro de ceremonias.
El cuento lo escucharon mil veces: tres chicas (casi siempre son chicas) juegan a la tabla Ouija, porque sí. Porque son adolescentes y quieren comunicarse con seres de otro plano, porque tienen curiosidad, porque está prohibido. Claro que no toman en cuenta ciertos recaudos básicos y, en algún momento, todo se descarrila, la tabla se rompe y eso que convocaron queda flotando de este lado del mundo. Esta vez, una de las chicas se llama Verónica y La posesión de Verónica es la película de terror española, dirigida por Paco Plaza (el responsable junto a Jaume Balagueró de las tres Rec), que la muestra en plena lucha contra esa presencia maligna que podría llamarse demonio pero también juventud o adolescencia. Está empezando la década del noventa y Verónica (Sandra Escacena) vive en un departamento junto a su mamá (Ana Torrent) y tres hermanitos: dos mellizas de unos nueve años y un pequeñito de anteojos que va al jardín. El padre murió hace tiempo y la mamá no está nunca porque es dueña de un bar, casi un bodegón, que se pasa atendiendo. En esto la película se toma ciertas licencias con respecto al expediente policial en el que dice basarse –el único caso en España de un registro policial donde supuestamente se da cuenta de fenómenos inexplicables–, aunque más bien habría que decir que se inspira en él; en el caso real había un padre presente, pero la película necesita construir una familia desamparada, según el lugar común por el cual una madre sola con cuatro hijos ofrece la suficiente vulnerabilidad como para hacerlxs presa fácil del mal, venga de donde venga (en la misma premisa se basaba, por ejemplo, El conjuro 2). El desamparo es doble porque la madre, realmente, no está, y a Verónica se la ve madura y a la vez desbordada en su tarea de sacar a los hermanitxs de la cama, prepararles el desayuno, cambiar al que se hizo pis, correr hasta la escuela. Tener a cargo esa tarea y ser, al mismo tiempo, una adolescente irresponsable y rockera como corresponde es el desgarro que atraviesa al personaje de Verónica. La película de Paco Plaza es perfecta al presentar una familia de clase media venida a menos donde una chica se calza los auriculares para escuchar “Maldito duende” de Héroes del silencio camino a la escuela, o se duerme al ritmo de “Hechizo”, en las únicas escenas donde se deja traslucir cierta furia. También son perfectos los hermanitos, haciendo cada uno su modesta parte para sostener esa cotidianeidad esforzada y con diálogos improvisados que le dan a las escenas un realismo insuperable, una sensación verdadera de estar asistiendo a un mundo de niñxs. Por eso es tan potente que Verónica, el sostén de ese mundo en un cuerpo lánguido y huesudo, de chica con brackets que todavía no menstruó, se convierta de un minuto a otro en una amenaza. La posesión de Verónica sigue punto por punto el ritmo pautado por estas películas de demonios que habitan un cuerpo o una casa, desde la puerta que rechina o se cierra sola hasta la gran debacle. El terror es efectivo y funciona, como siempre en el género, como una gran montaña rusa de intensidades que llega sin escollos hasta el final. El problema es que, en este caso, es bastante lo que se deja por el camino; habiendo planteado su universo, entre la casa y la escuela, de una manera clara y atractiva, la película apenas le saca el jugo. Verónica como adolescente deja de ser un tema -incluso en los minutos que se le dedican a su primera menstruación, como un resto de la creencia que homologaba menstruación y posesión diabólica-, las amigas se desvanecen, la madre es apenas una figura dibujada con trazo grueso y la monja ciega que trata de ayudarla en la escuela, en un lenguaje forzado y oracular, es directamente un despropósito. Había una película mejor agazapada dentro de La posesión de Verónica, sobre todo una que no desaprovecharía el costado infernal de la adolescencia y se atrevería a ir un poco más lejos en ese otro infierno que es, para muchas chicas, el comienzo del sexo.
La postal del encantador y ordenado suburbio norteamericano de posguerra con casas parecidas, vecinxs felices y bienestar expresado materialmente se volvió tan icónica en el cine que basta con hacerla aparecer en la pantalla para que una sepa, casi sin dudarlo, que una película tratará de mostrar el otro lado -oscuro, por supuesto- de esa fachada lustrosa. Suburbicon, la nueva película de George Clooney como director, se interna en una fábula de ese tipo con un guión de Joel y Ethan Coen que terminaron Clooney y Grant Heslov. Es el año 1959 y la familia de Gardner Lodge (Matt Damon) parece instalada en una convivencia feliz: al padre le va bien en su trabajo, la madre, Rose (Julianne Moore rubia) está en una silla de ruedas pero no se queja, la cuñada (Julianne Moore castaña) se lleva bien con todos y el hijo de la pareja, Nicky (Noah Jupe), parece dócil y alegre. No se sabe mucho más sobre ellos pero está claro que la amenaza va a venir desde afuera; no, como podría pensarse, de los Myers, los vecinos negros que acaban de mudarse al barrio para espanto del resto de las familias, sino de un par de matones que una noche se meten en la casa de los Lodge y los duermen a todxs con cloroformo, aparentemente para robarles. A partir de ahí empieza el desmadre, literal y metafóricamente, para esta familia: Rose muere, su hermana Margaret toma su lugar y muy pronto Gardner Lodge se vuelve sospechoso de haber armado alguna especie de plan macabro para sacarse de encima a su mujer paralítica (que quedó así después de un accidente de auto en el que manejaba él) y reemplazarla por la hermana que está como nueva. No es casual que el elegido para representar al patriarca de semejante banda de hipócritas sea Matt Damon, el buen tipo por excelencia, que progresivamente va mostrando su costado más siniestro, lo mismo que Julianne Moore. Mientras tanto en Suburbicon crece la agitación por la presencia de los negros -un matrimonio con un hijo del que Nicky pronto se hace amigo- y lo que empieza por una mirada torcida, un gesto silencioso de desaprobación, se llega a convertir en una horda furiosa que grita barbaridades desde el otro lado de los cercos que se levantaron para no ver a nadie que no sea blanco. La película es clarísima con respecto al esquema que plantea, incluso demasiado: a pesar de que todo se derrumba en la casa de los Lodge, nadie está mirando porque todxs están ocupadxs en sacarse de encima a los supuestos “enemigos” de la casa de al lado. Pero mientras los Lodge son personajes con conflictos, reacciones y una historia, de los Myers no se sabe nada en absoluto; solo están ahí para representar al otro y, salvo por el hijo, Andy (Tony Espinosa), que al menos habla, colecciona bichos y tiene algún tipo de interacción con Nicky, parecen estar posando, mudos, para una foto del maltrato racial más que actuando en una película –por otra parte, solo lxs niñxs y lxs negrxs son buenos en Suburbicon y se da a entender que son lo que parecen, mientras que todo el resto de los personajes, adultxs blancxs, son malxs y esconden algo. El punto de partida para la fábula que Clooney pretende construir es muy débil, porque una vez que está establecido cómo es en realidad Suburbicon y cómo funciona hacia el interior (la falsedad que anida en cada hogar) y el exterior (la paranoia hacia los que son distintxs), no hay demasiado interés en la película, y eso hace que la segunda mitad sea casi prescindible, además de ser comedia negra no muy lograda. Se entiende que Suburbicon usa la escena del sueño americano para dialogar con el nacionalismo y el racismo del presente –y también advertir que el odio hacia un enemigo imaginario puede distraer del verdadero y podrido corazón del problema-, pero lo hace de una manera tan esquemática y pueril que no hace más que resaltar la profunda debilidad de ese progresismo para el cual basta con señalar el mal de la forma más obvia y unívoca posible.
¿Cómo sería el mundo de William Carlos Williams si se convirtiera en una película? Probablemente Paterson (2016), la nueva película de Jim Jarmusch, sea una respuesta a esa pregunta y al mismo tiempo un homenaje al poeta que a principios del siglo XX eligió trabajar con el mundo tal como era, con la ciudad moderna y el lenguaje hablado de todos los días, como material para su poesía. Williams era médico y ejerció en Nueva Jersey; Paterson, el protagonista de Jarmusch, es colectivero y desenvuelve su vida y su trabajo en la misma ciudad (también es Adam Driver, uno de los pocos actores jóvenes que pueden decir la literatura como si fuera su lengua materna y no algo completamente ajeno). Menos atractiva que la vecina Nueva York, menos glamorosa, con un aire viejo y olvidado como algunas partes del conurbano bonaerense donde las fachadas de comercios con carteles baratos se imponen sobre la pátina histórica de los edificios antiguos, la Nueva Jersey de la película de Jarmusch es un territorio que pertenece enteramente a la literatura, un anacronismo de belleza sutil habitado por personajes que parecen salidos directamente de la poesía de Williams, en la que predomina la bondad. Ahí, Paterson (Driver) comparte una casita modesta y feliz, de puerta rosada y buzón que no para de caerse como en un dibujo animado de la Pantera Rosa, con su novia Laura (Golshifteh Farahani). El parece la mismísima encarnación de la idea de trabajo no alienado: todos los días se despierta contento para ir al trabajo, iluminado por el primer sol de la mañana que los hace a él y a su novia doblemente bellos, tocados por alguna especie de divinidad natural. Después del desayuno, Paterson camina como un obrero de la década del 50 a su trabajo y empieza una jornada que es siempre el mismo tema con variaciones, igual y distinta, más rítmica (como la poesía) que monótona (como la vida) y cargada de pequeños detalles de los que nacen, literalmente, poemas. Es que el colectivero lleva su libreta a todas partes, y escribe versos que aparecen sobre la pantalla como si la película misma fuera un cuaderno con las hojas en blanco. Paterson, por la coincidencia feliz de su nombre y el del barrio de la ciudad adonde se dirige la línea de colectivos, maneja un vehículo que lleva su nombre escrito en el frente: entre la persona y el trabajo, no hay separación tajante ni conflicto, sino armonía y unidad. En esa especie de utopía cotidiana que comparte con su novia, a ella le toca quedarse en casa y decorarlo todo –hasta la cáscara de la mandarina que lleva su novio en la lonchera– como la discípula más fiel de Utilísima pero con un placer y una creatividad inagotables. Paterson, la película, es una imagen de la vida cotidiana como podría ser si no fuera en realidad mediocre y agotadora, y en ese sentido se parece a la poesía. Hay un personaje, el único que parece venir de nuestro mundo real, que cada mañana le cuenta a Paterson, el colectivero satisfecho, sus múltiples padecimientos: tiene problemas de guita, la familia lo fastidia, vive malhumorado y parece encontrar en la queja el único lenguaje posible. Paterson lo mira como si fuera un extraterrestre: en el mundo de la poesía, sin dolor, sin días de mierda, no hay problemas que no sean amortiguados por el colchón de la belleza ni aburrimiento que no sea productivo. Es como si Jarmusch hubiera tomado la poesía de William Carlos Williams con una literalidad furiosa y la pensara, más que como destellos ocasionales en un medio caracterizado por la dificultad, como una modalidad de la existencia. El resultado es una película que se disfruta de principio a fin, con la misma cualidad de agua limpia y refrescante que tiene la poesía de Williams –casi la contracara diurna de Only lovers left alive (2013) y su pareja de vampiros–, y un acercamiento a la literatura mucho más interesante y consistente que las irritantes menciones de fanboy con que Jarmusch hacía participar a sus escritores preferidos en otras de sus películas.
Hace diez años se estrenó El cantante (2006), una película donde Gérard Depardieu, gordo y ya empezando a envejecer, interpretaba a un cantante de salón que animaba las noches de solos y solas o de parejas que buscaban en la pista un refugio para el romance. El personaje vivía solo, era algo decadente y se enamoraba de una chica mucho más joven (Cécile De France), pero eso no le impedía mostrarse frente a ella mientras se hacía los claritos. Con una mezcla honda de ternura y decadencia, de voz cavernaria, sensualidad y un toque femenino, el Alain Moreau de Depardieu era una creación inolvidable porque en él tomaban cuerpo las penas amorosas de las canciones pasadas de moda que interpretaba en un mundo perdido y porque, al mismo tiempo que del romance, hablaba del fracaso más indisimulable, más rotundo. La lista de hermosos perdedores en el cine es larguísima y podría incluir a Florence Foster Jenkis tal como la imaginó la película de Stephen Frears (2016) o al luchador de Mickey Rourke en ese canto del cisne áspero y manchado de sangre que es El luchador de Darren Aronofsky (2008). El personaje de Isabelle Huppert en Souvenir (2016), acá rebautizada como Volver a empezar –sin ese toque cursi de la palabra en francés que es imprescindible para pensar la película– recorre el mismo camino de esos héroes y heroínas que, demasiado tarde, quieren jugar una última carta. En Souvenir, segundo largo del director belga Bavo Defurne, Huppert es Liliane y trabaja en una fábrica de paté. De la casa al trabajo y viceversa, no hace más que decorar mecánicamente las porciones de paté que van al horno y en sus horas libres mira tele. Es un jovencísimo compañero de trabajo, Jean (Kevin Azaïs) el que reconoce en esa mujer casi invisible a Laura, una cantante que en otra época deslumbró a sus padres y casi triunfa en el festival de Eurovision. Jean es boxeador, aunque no le va muy bien, y no tarda en hacer suya la tarea de resucitar a Laura. Tampoco en enamorarse de ella. Una vez que el personaje de Huppert deja de ser la simple obrera de una fábrica y se convierte en Laura, de lánguidos vestidos de gala y labios rojos, la película puede por fin cumplir con su deseo de ser un melodrama: espera del amante con whisky en la mano, peleas, malentendidos y cachetadas, todo está ahí, convocado por el anacronismo de la música que interpreta Laura y puesto al servicio del lucimiento de Huppert. No es difícil entender por qué la actriz se sumó a un proyecto como éste: ¿quién no quiere jugar a ser cantante, y quién no quiere, más importante todavía, demostrar que puede hacerlo todo, especialmente cuando una es la actriz más prestigiosa del mundo como Isabelle Huppert? Pero resulta –y esta es la gran sorpresa de la película– que Huppert no puede. Con un hilo de voz apenas audible y muy poca presencia en el escenario, en ese cuerpo diminuto que sin embargo se roba la pantalla cuando se trata de primeros planos, Huppert gesticula como una cantante melódica de los sesenta, trata de tener gracia o, aunque sea, de ser graciosa. Pero Souvenir, que apuesta enteramente a la curiosidad de ver a la actriz en el rol de una cantante, es como esos trenes de juguete que una vez que se sacan de la caja y se arman, solo ofrecen la rutina aburrida de ver a una locomotora girar y girar por un camino demasiado rígido. Hay algo en su tono ligero, además, y en su voluntad de apostar a lo feliz, que obtura la posibilidad de ir más allá de la superficie: es asombrosa la facilidad con que Liliane vuelve a ser Laura, incluso cuando es una mujer de más de sesenta años (o por lo menos de la edad de Huppert) que se enamora y coge con un chico de veintiuno, como si todos esos años de amargura y anonimato no hubieran existido. En una burbuja sin dolor, Liliane no tiene ningún problema propio de una persona común, que envejece y teme; solo un torpe triángulo amoroso y conflictos de diva que hacen desaparecer al personaje para que solo veamos, jugando a darse un gusto, a Isabelle Huppert.