El encanto particular de las chicas cuando se mueven en grupo ya fue tratado en el cine y la literatura en varias oportunidades, desde el deslumbramiento del narrador de En busca del tiempo perdido con el ramillete de muchachas entre las cuales divisó por primera vez a Albertine, hasta la banda de integrantes del clan Manson que la narradora de Las chicas, de Emma Cline, observó fascinada mientras avanzaban, entre la belleza y el peligro, “como tiburones”. Quizás uno de los tratamientos más memorables de las chicas como grupo sea el que hizo (uno de los que hizo) Sofia Coppola en Las vírgenes suicidas (1999), basada en la novela homónima de Jeffrey Eugenides. En un @miento de pelos dorados flameando en la luz, Coppola versionaba la historia de cinco hermanas criadas en el más estricto aislamiento del mundo por padres que consideraban –cómo no, toda la sociedad lo considera– que ser una chica era un peligro. En esa línea se inscribe Paisaje, la opera prima de Jimena Blanco que se estrena esta semana luego de participar en la Competencia Internacional del 20º Bafici. La película se centra en una salida a la ciudad de cuatro amigas que viven en las afueras de Buenos Aires, no en un pueblo pero lo suficientemente lejos como para que ir al centro implique esperar un colectivo en la ruta. La excusa es asistir a un recital, el de la banda del chico que le gusta a una, en plena década del noventa y sin teléfonos en el bolsillo. Paisaje presenta a las cuatro amigas (Laura Grandinetti, Camila Rabinovich, Camila Vaccarini, Ana Waisbein) por separado, en el ocio de un verano lento, cada una en el esplendor de sus cuerpos adolescentes y con la cámara pegada a esos brazos y piernas desnudos cubiertos de vello dorado, a los pechos recién estrenados de los que después las chicas hablarán entre risas. El procedimiento de pegarse a los cuerpos y fragmentarlos se sostiene a lo largo de toda la película y genera una cercanía muy particular: si en Las vírgenes suicidas Sofia Coppola miraba a las chicas desde el punto de vista de una bandita de pibes que las admiraban desde lejos, como criaturas exóticas que habitaran un mundo secreto, Paisaje se mete entre las chicas al punto de llevar al espectadxr al centro de ese revuelo de mechones de pelo, puteadas, calentura y cachetes con hoyuelos que son muchas veces las adolescentes en el umbral del sexo. La decisión es acertada porque, vistas casi desde el interior del grupo, las protagonistas de Jimena Blanco se despojan de mucho del estereotipo que circula sobre lo femenino: no son ni femeninas ni masculinas, ni infantes ni adultas, tienen la capacidad de juego a flor de piel y también saben ya dedicarse con seriedad a los problemas más densos. Y sobre todo no quieren seducir ni ser seducidas sino probarlo todo: la cerveza, los besos, el amor entre chicas, el riesgo, la independencia. A partir de una circunstancia pequeña pero decisiva –en una fiesta se olvidan la mochila donde llevan la mayor parte de sus pertenencias, incluida la plata para viajar– las cuatro amigas quedan a la deriva en una ciudad en la que no conocen ni el camino a casa, ni el mapa del peligro. Y es precisamente esa cercanía con los cuerpos que cobra un sentido distinto en cada escena la que hace que, cuando el acoso se presente en la forma de dos tipos que les ponen el cuerpo para impedirles la circulación, el terror sea tan vívido. Paradójicamente, son también esos primerísimos planos los que hacen que la ciudad, lejos de cualquier postal generada previamente por el cine, se sienta como un territorio a explorar que es de ellas solas –¿no es exactamente eso la juventud?– y al mismo tiempo las repele. Estar en el mundo como una chica: esa es la sensación que Jimena Blanco logra capturar en Paisaje como experiencia, con la melancolía de ese momento preciso en que el grupo deja de ser algo dado para empezar a quedar atrás sin que se pueda impedirlo.
La virginidad de las hijas, ese fetiche. Tradicionalmente se promovió que los varones debutaran y las chicas se guardaran para el matrimonio; ya no somos tan anticuadxs, pero la posibilidad de que las chicas se embaracen (algo en lo que los varones llevan poquísima responsabilidad, y lo demostró el debate con respecto a la legalización del aborto) marca una diferencia que trae consecuencias infinitas. Pero a otro nivel, y en lo que respecta a la relación entre padres o madres e hijas, ¿qué cambia que una chica empiece a tener relaciones sexuales con otrxs? ¿Por qué sigue siendo un movimiento copernicano? ¿Será que se atraviesa la última barrera de control parental? ¿O que padres y madres (de ahí en más, potencialmente abuelxs) empiezan a ser viejxs el día en que debutan sus hijas? Con gracia, con descontrol y bastante ternura, Blockers –estrenada en Argentina con el confuso título de No me las toquen– es una comedia que encara todas estas cuestiones a través de una noche de persecución delirante a cargo de Lisa (Leslie Mann), Mitchell (John Cena) y Hunter (Ike Barinholtz), dos padres y una madre trastornados por la perspectiva de que cojan sus hijas. Las chicas son Julie, Kayla y Sam, van juntas al colegio desde primer grado y antes de la prom night deciden que esa noche, después de la fiesta, van a debutar. Julie (Kathryn Newton) tiene novio; Kayla (Geraldine Viswanathan) y Sam (Gideon Adlon) no, pero ése no es necesariamente un obstáculo: las tres apuestan al sexo, más que nada porque quieren saber cómo es, seguras de que lo que no va a faltar son varones dispuestos. Solo que lxs progenitorxs, por un descuido de Whatsapp, se van a enterar y, como una horda primitiva armada con garrotes, van a dedicar toda la noche a tratar de impedir del debut de las hijas. Si hay un lugar en el que la comedia opera como un cirujano impiadoso es justamente en nuestras contradicciones, ahí donde somos todos progres pero de vez en cuando soltamos al mono peludo que se golpea el pecho, o donde la autoridad parental que nos otorga la organización familiar se convierte en un capricho absurdo. Blockers apunta a ese lugar con una bazooka, y los padres y madres vuelan por el aire. Porque, para empezar, no son ninguna joyita: Lisa crió a su hija sola y no termina de asumir que la próxima partida a la universidad de la hija la tiene al borde del llanto, Hunter es un papá borrado que nunca estuvo pero cree que tiene derecho a opinar en un momento tan fundamental para la hija, y Mitchell, hecho de músculos y masculinidad a punto de estallar, cuadra como el padre y marido perfecto pero esconde un corazón tierno con el que no sabe bien qué hacer. Dirigida por Kay Cannon (que antes produjo éxitos protagonizados por chicas como New Girl, Girlboss y Pitch Perfect), la película literalmente los da vuelta, a través de la comedia física que los tiene asomándose a ventanas, reptando para salir de abajo de una cama o dando vueltas carnero para fugarse de una habitación, y el humor escatológico que casi merece un capítulo aparte: brutal, pringoso y chancho, el principal blanco de las bromas es Mitchell, el papá blanco, presente y perfecto, que en algún punto hasta toma cerveza por el culo. A nivel generacional, lo que Blockers tiene para decir es tremendo para lxs padres y madres que hoy tienen hijxs adolescentes y es que la próxima generación es mejor, siempre. Julie, Kayla y Sam hablan de penes (ya no solo de chicos) con una seguridad enorme, les interesa el sexo pero también están seguras de que pueden elegir cuándo y con quién (y en una subtrama preciosa, Sam se descubre lesbiana y se enamora de una compañera nerd que anda disfrazada como una especie de elfo). Pero la película no es solo cruel con lxs padres y madres sino también compasiva, y pasar de la cerveza por el culo a las lágrimas sinceras, de adultxs que aman pero saben que eventualmente tienen que retirarse, es un lujo infrecuente.
Como las películas anteriores de Alejo Moguillansky, especialmente El escarabajo de oro y El loro y el cisne, La vendedora de fósforos es una obra sobre la realización de otra obra, y en ese desdoblamiento pone en escena su preocupación fundamental (y digo preocupación porque, además de cuestiones más filosóficas, se trata de la plata o más bien de la falta de ella, del empobrecimiento de los artistas), que podría describirse como la extraña convivencia entre el arte y la vida cotidiana, entre lo material y el mundo de las ideas o el espíritu. La ocasión es el inminente estreno, real, de la ópera La vendedora de fósforos del compositor Helmut Lachenmann en el Teatro Colón, en el 2014. Los ensayos de la orquesta dan el marco documental para introducir a los personajes ficcionales, en primer lugar Walter (Walter Jacob), que tiene a su cargo la régie de la ópera, y su pareja, Marie (María Villar), que cumple con un trabajo difícil de definir acompañando, quizá como asistente, a una vieja pianista interpretada por Margarita Fernández. A partir de ellos, Moguillansky trabaja con una cuestión de escala porque la película se mueve entre la simpleza y los requerimientos básicos de una vida cotidiana –en la que Walter y Marie deben gestionar los tiempos, el uso de la plata, y sobre todo repartirse el cuidado de Cleo, la hija que tienen en común– con el armado de un gran espectáculo de alta cultura como es una ópera contemporánea que, si bien se basa en el humilde cuento de Hans Christian Andersen sobre una niña pobre que vende fósforos en la calle, se presenta en esa especie de templo que es el Colón, y dialoga con una tradición experimental europea en la que brillan nombres como el de Luigi Nono, Stockhausen y Anton Webern. Walter y Marie siempre están apurados, siempre expuestos a las inclemencias del tiempo o al contratiempo de un paro de transportes que los deja varados. Y son sus recorridos –casi siempre acompañados de Cleo– entre su propia casa, el teatro y la casa de Margarita, la pianista para la que trabaja Marie, los que trazan líneas entre esos órdenes, el del gran arte y los cuentos infantiles, entre la experimentación y ese arte olvidado, anacrónico, de la fábula (que también aparece en una película de Bresson, Al azar, Baltasar, que Cleo mira mientras su mamá trabaja y después traduce en forma de sueño). Lo que es común a esos mundos es que el arte siempre se alza sobre la precariedad, desde los conflictos sindicales en la orquesta hasta los trabajos mal pagos que Walter y Marie se prestan a hacer aunque después no puedan pagarse un café con leche. Y eso parece inevitable porque no se trata solo de los movimientos intangibles del espíritu sino del esfuerzo humano, de gestionar, correr, ordenar, robar tiempo, coodinar, hacer juntos. En ese contexto, las manos nudosas de Margarita Fernández corriendo sobre el teclado con pericia o la mudanza de un piano que debe subirse a un camión atravesando una zanja son visiones conmovedoras, y no hay epifanía ni momento de belleza en La vendedora de fósforos que no relumbre en medio de la dificultad o la trivialidad cotidianas más estrictas. Ahí es donde cobra todo su sentido el hecho de que Moguillansky trabaje siempre con las bambalinas, con la preparación de obras y el arte como algo que, más que existir, se hace. Acá, por la conjunción de la presencia de Cleo con el cuento de Andersen sobre una niña que se alumbra con visiones efímeras, y ese proyecto de ópera en el que participan sus padres, Moguillansky logra que la oposición entre arte elevado, experimentación y algo tan primitivo como los cuentos de hadas o la fábula se diluya en una síntesis perfecta, su propia película. Que, si puede mantener encendido el misterio de ciertos modos de narrar (la sucesión de niñas que dicen frases del cuento iluminadas por un fósforo es de una belleza máxima, como un fuego encendido en una caverna) es precisamente por su forma, que es capaz de fragmentarlos y liberarlos del sentido.
Es sorprendente la frecuencia con que las películas se toman como propuesta moral, una pequeña fábula que se ofrece a lxs espectadorxs para que luego puedan debatir al respecto y tomar partido en cuestiones tan punzantes como “¿Está bien o está mal lo que hizo este personaje?”. “¿Lo tengo que entender o lo tengo que odiar?”. “¿Es malx o buenx?”. Como si el personaje fuera un vecino, o un primo lejano, importa más dictaminar su culpabilidad o inocencia que comprender cómo funciona dentro de una historia que lo excede y que tiene sentido. En esto Lady Macbeth, la película de William Oldroyd, se distingue por la construcción de una protagonista que genera empatía desde el primer minuto pero que, puesta a hacer una verdadera revolución (sangrienta) y tomar el poder en la casa de su marido, se va deslizando progresivamente hacia un personaje de villana. De hecho si las películas de época tuvieran precuelas y secuelas como las de superhéroes, la protagonista de Oldroyd podría ser una gran villana poderosa y despiadada, y Lady Macbeth la precuela que muestra cómo, en algún momento de la juventud, se convirtió en semejante tirana. En esta que es la primera película de un director de teatro, la protagonista se llama Katherine y acaba de casarse con el dueño de una mina en el norte de Inglaterra al que ella le interesa poco y nada. Es evidente que el padre de flamante marido lo convenció de que tomara esposa y tuviera descendencia, pero las intenciones del hombre quedan claras desde la noche de bodas, cuando le ordena a Katherine que se saque el camisón, apenas le mira el cuerpo desnudo y a continuación se acuesta dándole la espalda. Lo que se percibe en esa escena con respecto a ella es todavía más significativo: es una verdadera esclava. ¿O qué otra cosa es un cuerpo que debe estar en disponibilidad absoluta para el amo? Katherine puede vestirse y desvestirse, dormir y salir a pasear, hablar o guardar silencio, solo cuando el marido y el suegro se lo permiten. El resto del personal de la casa, y hasta el cura del pueblo, forman parte de la misma cadena de control de una esposa que, pronto nos damos cuenta, lleva la existencia más insípida posible. Vestida y peinada por Anna, su criada negra, los días son una sucesión de poses y el matrimonio una puesta en escena en la que Katherine no existe más que como una muñeca de manitos cruzadas. Al menos hasta que una corriente de brutalidad, sexo y descontrol desatada por Katherine se apodera de la casa. Filmada en el norte de Inglaterra, la película de William Oldroyd está basada en Lady Macbeth del distrito de Mtsensk, una nouvelle de Nikolái Leskov que transcurre en Rusia, aunque parece ambientada en Dinamarca y, al mismo tiempo, en ninguna parte más que el cine. Oldroyd eligió ambientar su película en 1865, año en que fue publicado el relato de Leskov, pero no tomó ninguna de las convenciones para representar la época y de hecho sus personajes, sobre todo Katherine (Florence Pugh), parecen increíblemente contemporáneos. El enrarecimiento de la época se debe en parte a que el director se inspiró –casi copió– las pinturas del danés Vilhelm Hammershøi (1864-1916), cuyos interiores despojados con mujeres retratadas de espalda generan una rara mezcla de domesticidad y distancia. Pero si los interiores son daneses, cuando Katherine atraviesa el umbral de esa jaula vidriada que es la casa parece ingresar directamente en los páramos de Cumbres borrascosas, ambientada en Yorkshire. Hay otra cosa que Lady Macbeth tiene en común con esta novela de Emily Brontë, a la que se consideró infernal: si en Cumbres borrascosas se despliega una historia familiar en el tiempo para mostrar, sobre todo en Heathcliff, bajo qué circunstancias se puede producir un tirano, Lady Macbeth comprime en 90 minutos un proceso parecido y deja abiertos algunos interrogantes, de los cuales el más actual quizás sea si es posible que una mujer lleve adelante una toma del poder sin convertirse en algo muy distinto a la idea de mujer que ese mismo orden le impuso.
Abundan las películas sobre la infancia, pero Carla Simón, directora catalana que el año pasado ganó el premio a Mejor Dirección en el 19° BAFICI por su opera prima Verano 1993, parece haber querido hacer algo distinto: una película en la infancia, instalada en el centro y a la altura de ese territorio tan difícil de abordar a través de la marea de nostalgia y las explicaciones racionales de la mirada adulta. Verano 1993 es un hallazgo porque propone una experiencia radical a lxs espectadorxs, la de acompañar a su protagonista, una nena llamada Frida (Laia Artigas), durante los meses posteriores a la muerte de su madre. Lo que se sabe con respecto a esa muerte y a la composición de la familia está dosificado a lo largo de la película y llega a través de las conversaciones de lxs adultxs, porque Verano 1993 mantiene la cámara a rajatabla muy cerca de Frida, a veces incluso para remedar su perspectiva. A la nena la vemos abandonar la casa materna en Barcelona, que está siendo vaciada, para instalarse con sus tíos en el campo. Ellxs, Esteve (David Verdaguer) y Marga (Bruna Cusí), conforman una pareja joven y bella que vive con su hija de cuatro años, Anna (Paula Robles), rubia y tranquila. Pero nada es idílico en la nueva vida de Frida porque a ella poco pueden importarle las ventajas objetivas de ser adoptada como hija por una familia cariñosa, tener una nueva hermanita o vivir en el campo. Como cualquier niñx, agarrado fuertemente a la adaptación y la supervivencia, Frida trata de entretenerse, merodea la casa en busca de juegos y despliega una resistencia sutil basada en decir “no” a las imposiciones amables de lxs nuevxs progenitorxs. Muy de a poco se podrá saber que su mamá biológica, como la de la directora, murió por una pulmonía asociada con el SIDA (que en la película se nombra simplemente como “un virus”), y a la nena se le hacen controles periódicos para ver si está sana. Por eso cualquier herida y la consecuente posibilidad de contagio, además de la herida más profunda que lleva como escondida, la convierten en una especie de paria. Como contrapartida en lxs adultxs aparece la pregunta de cómo se establecen una paternidad y maternidad abruptas, que tratan de hacer pie entre el respeto a la pérdida de Frida y la necesidad de empezar a acotarla, dibujarle un territorio donde no todo dependa de los impulsos de una niña. Por eso lo que aparece en Verano 1993, además de la infancia, es la lenta conformación de una familia a través de tanteos que tienen más que ver con el instinto que con algún manual para establecer buenos vínculos. Mientras tanto, el mundo a la altura de Frida –que muchas veces está sola o acompañada únicamente por Anna– es rústico y está lleno de una actividad adulta que por momentos la ignora. Aquí cobra protagonismo la casa de campo donde viven Marga y Esteve, de paredes anchísimas de piedra, rugosas, y el suelo terroso y escarpado que la rodea. En este nuevo entorno se permite a las niñas moverse con libertad, pero el lugar no es amable ni protegido y está lleno de pequeños peligros, pierdas, agua, ramas que pinchan o hacen tropezar, todo lo cual refuerza ese carácter doble de la infancia de estar protegidxs y al mismo tiempo totalmente expuestxs. En este punto, Carla Simón trabaja bastante con una experiencia tan primordial como es la de la oscuridad, la inquietud nocturna y el gesto de llamar a la madre como tanteando en la negrura, que la película hace funcionar en varios niveles. Así logra que Verano 1993 encierre un secreto que trasciende la infancia y que tiene que ver con la pérdida de los padres, con el hecho de que los peores temores ya han sucedido o van a cumplirse con certeza, y con un duelo en el que se puede diferenciar aquello que se acomoda y sigue su camino con esa otra sustancia de un dolor que permanece puro a través de los años, casi intacto.
La primera película de Valeria Bertuccelli como guionista y directora (esto último en colaboración con Fabiana Tiscornia que antes fue asistente de dirección en varias películas, entre ellas todas las de Lucrecia Martel) es una exploración nebulosa y original de lo que su título propone: la protagonista, Robertina, cuyo nombre artístico es Tina Minelli, es una actriz que está por estrenar en el teatro una obra que aparentemente, como Bertuccelli con la película, también escribe y dirige. En esa exploración, cuyo territorio es eminentemente la imagen y en muy menor medida la palabra (punto para Bertuccelli), importa tanto el miedo en tanto problema, en el sentido en que funciona como límite o condicionamiento fuerte del movimiento, como la dignidad de reina que ostenta la protagonista. O mejor dicho, la película construye una tensión entre la cualidad de reina de Robertina y ese miedo que parece ser su rasgo principal, que elige un camino distinto al de la resolución clásica del artista que es débil en la vida real, pero en el escenario saca fuerza, se transforma, hace lo que sea necesario bajo ese lema de que “el show debe seguir”. Robertina, como dije, es actriz, pero la película la aborda primero y casi todo el tiempo como una mujer que trata de sostener con dificultad una vida cotidiana: lidiar con los albañiles y jardineros, tener un trato con otros mediado muchas veces por la chica que trabaja en su casa (Sary López), gestionar el trabajo en el teatro. O resolver cuestiones tan simples como un corte de luz, en la escena brillante y fantasmática que abre la película y demuestra cómo el miedo, antes que ser una reacción frente a un evento particular, es una sensación difusa y omnipresente que Robertina lleva a todas partes. Por eso es interesante que la película esté partida al medio por un viaje a Dinamarca en el que el miedo más real posible se concreta de una manera radical: un amigo de Robertina (Diego Velázquez) está enfermo y ella quiere acompañarlo. Frente a la desgracia concreta, ella parece mucho más segura y capaz de manejar la situación como no se la vio manejar nada desde el comienzo de la película. Hay una escena muy interesante al respecto, cuando ella tiene que ponerle una inyección al amigo y lo hace sin dudarlo pero tampoco con una demostración ostensible de valentía: simplemente lo hace. En ese sentido Bertuccelli construye un personaje memorable, que puede ser frágil y adulta al mismo tiempo pero también sigue llevando encima a esa niña que alguna vez fue, la que jugaba durante mucho tiempo a que era una piedra. Hay algo de la infancia, al parecer, que se pone en juego en el trabajo de Robertina y genera algunas de las escenas más hermosas de la película, fragmentos que cobran vida propia y en los que algo que se parece al juego roba la escena: en un momento, Robertina se balancea colgada de un arnés, con un aire circense pero también cierto gesto de bailarina. En otro, un montón de tipos dirigidos por ella tienen que meter un árbol, que será parte de la escenografía, en el teatro. La idea es brillante, y el resultado rarísimo: la elegancia de la pana roja del teatro contra las ramas grises y secas del cerezo saca chispas, y Bertuccelli parece haber entendido ya que algo del cine tiene que ver con ese tipo de propuestas en las que el sentido deja paso a la materialidad pura -que no deja de remitir, a su vez, a lo simbólico de hacer entrar una naturaleza muerta arrancada de su casa en ese espacio de representación que es el teatro. El agujero que queda en la tierra aparece después cuando la protagonista lo mira al pasar y se parece más a una tumba que al hueco que contuvo algo vivo. Esa circulación entre la casa y el teatro, entre la intimidad y la escena, replica también el movimiento que va de “reina” a “miedo”. Bertuccelli se luce vestida con capas de suaves estolas rosadas o kimonos, llora como una niña en bombacha y mientras tanto despliega un mundo cargado de fantasmas en el que gestionar las emociones como se nos pide ahora, para seguir siendo productivos, no es del todo posible. En parte, porque la muerte existe.
Películas como ésta solo aparecen cada dos o tres años; quizás desde Carol (2015) no se vio un relato de época tan elegante, que apele al cine clásico, su morosidad, su capacidad para narrar a través de los rostros y sus mínimos gestos perfectamente calibrados, pero a la vez sea muy contemporáneo. Phantom thread es una película maliciosa, en un momento en el que lo malicioso, la ironía finísima y las capas de sentido que implica son algo infrecuente. Protagonizada por Daniel Day-Lewis, que ya canoso pero con la misma cualidad de varón inconquistable que deplegó hace más de veinte años en La edad de la inocencia (1993) encarna a ese estereotipo tan férreo del solterón en nuestra sociedad (un hombre que siempre es hermoso, autosuficiente, altanero, y se valora demasiado como para dejarse doblegar por una esposa), Phantom thread es un melodrama delicadísimo con un toque de comedia negra que ofrece sobre todo una imagen del matrimonio como una especie de danza de destrucción y conquista. Pero también, como el matrimonio, despliega una serie de temas que atañen a las relaciones de poder, la astucia, el amor como debilitamiento del enemigo y su profunda dependencia de la desesperación y el sufrimiento. Ambientada en la Inglaterra de los años cincuenta, pero en particular en una casa en Londres donde los hermanos Reynolds y Cyril Woodcook se dedican a diseñar y confeccionar los vestidos más exquisitos asistidos por un pequeño ejército de costureras en guardapolvos blancos, Phantom thread se deja invadir por su representación del mundo de la alta costura. Todo en la vida de los hermanos Woodcook gira alrededor de la creación, el trabajo y la disciplina; la casa donde viven y trabajan parece un templo dedicado a la perfección, donde una casta de sacerdotisas silenciosas se dedica a fabricar vestidos que parecen salidos de los talleres de los dioses. En ese mundo ordenado él es el genio, al que no se debe perturbar en su inspiración, y la hermana (interpretada con una sobriedad alucinante por Lesley Manville) es una especie de esposa y asistente perfecta: porque no pide nada, y porque es la guardiana de la tranquilidad de su hermano, casi como si la falta de sexo fuera la única garantía posible de una convivencia feliz. Claro que la vida de los hermanos bajo la sombra terrible de la madre –a la que Reynolds imagina eternamente como una novia, y dice extrañar muchísimo– se tiene que romper. Eso sucede con la irrupción de Alma (Vicky Krieps), una camarera que una mañana le sirve el desayuno a Reynolds y no tarda en convertirse en su modelo y amante. Vicky Krieps es un hallazgo: totalmente común por momentos, por otros una figura esbelta y elegantísima, y una cara que recuerda a la de Julianne Moore pero con menos intensidad, ella convierte a Alma en una contendiente que puede estar a la altura de Reynolds todo el tiempo, desde el primer duelo de miradas. Y digo contendiente con toda intención, porque como en el Hitchcock de La ventana indiscreta (1954), donde Grace Kelly era bellísima pero eso no bastaba para que el personaje de James Stewart dejara de considerarla una pesada que quería “pescarlo”, Alma es astuta de una manera sutil, y sabe que la única forma de doblegar a Reynolds es haciendo que se sienta derrotado. La dinámica entre ellos vale como representación del matrimonio entendido como una conquista de las artes femeninas que aprenden a “manejar” a un varón siempre esquivo –¿acaso nuestras madres no nos repitieron mil lecciones al respecto?–, pero también apunta y de hecho deja clavada una flecha en cierta verdad más general sobre el amor, la vulnerabilidad y la dependencia, que excede a los géneros. Los diálogos en los que Reynolds y Alma ponen en escena estas cuestiones son increíblemente divertidos y poéticos; es una especie de comenta Halley, y por lo tanto algo para celebrar con énfasis, una película que puede ser bellísima y profunda y al mismo tiempo, además de estar llena de chistes buenísimos, estar envuelta en cierta ligereza. ~
Hay pocas cosas más extrañas que el talento arruinado: como si hubiera una continuidad natural entre tener algún don y desarrollarlo hasta alcanzar la plenitud en el rubro en cuestión, o eso mucho más importante que llaman “éxito”, las historias sobre alguien que tenía las condiciones para brillar y sin embargo no lo hizo son particularmente dolorosas. En ese sentido, el caso de Tonya Harding es resonante. Nacida en Portland en 1971, desde muy chica mostró una facilidad impresionante para el patinaje artístico, participó dos veces en los juegos olímpicos, ganó campeonatos nacionales y a los 23 se vio obligada a dejar de patinar para siempre. El caso fue escandaloso y le dio un nivel de visibilidad abrumador hasta que la hizo caer en el olvido: Tonya fue acusada de participar en un plan para lastimar a otra patinadora que se consideraba su rival, Nancy Kerrigan. Nunca se supo del todo hasta qué punto fue consciente Tonya Harding de lo que su ex marido estaba tramando junto con su guardaespaldas, pero lo cierto es que a Kerrigan le lesionaron la rodilla y a Tonya la expulsaron del mundo del patinaje artístico para siempre. La película de Craig Gillespie que reconstruye la historia lo hace, según declara desde un principio, a partir de entrevistas a los principales involucrados, y de hecho así lo atestiguan los fragmentos de esas entrevistas al final, donde lo que se ve es a una serie de personas mediocres disfrutando de los minutos de relevancia que les concede esa especie de reality. La película se relame con lo que ellos parecen ofrecer: la posibilidad de reponer la historia de Tonya Harding en clave de burla, apelando al humor negro y al lugar común de ser despiadado con la cultura white trash. Es que lo primero que se ve en esta especie de biopic que por momentos juega a ser un falso documental es la típica historia del pobre accediendo al mundo artístico, que es todo menos igualitario. La pequeña Tonya Harding ficcional tiene talento pero es una bruta, igual que su mamá, y disuena desde un principio en el universo femenino de las niñas más delicadas que se deslizan como bailarinas sobre el hielo. De adulta Tonya tendrá el cuerpo de Margot Robbie, algo afeado y con los modales de un leñador (de hecho ese es uno de los trabajos que hace el personaje mientras no entrena), y su madre el de Allison Janney, que acaba de ganar el Oscar a mejor actriz de reparto por encarnar a la madre más mala del mundo. I, Tonya se concentra en la secuencia de maltrato que lleva a su protagonista de padecer la tortura física y psicológica de su madre, que le grita porque afirma que enojada patina mejor, a padecer una violencia similar de parte del marido. Como la película decide desde el principio que todo lo que va a mostrar es divertido porque sus personajes pobres son graciosos, el repertorio de violencia en I, Tonya está mostrado con la misma levedad que los golpes en Los tres chiflados, solo que con mucho más realismo. Craig Gillespie parece mucho más interesado en probar hasta dónde se puede maltratar a su protagonista y que parezca gracioso que en darle a la patinadora otra dimensión más que la de víctima. Y es una lástima, porque cuando Tonya cobra vida propia y patina, sonríe triunfal o se pone nerviosa antes de entrar a la pista, la película brilla. Había una historia mucho más intensa para contar en la dificultad de esa nena de acceder a un mundo donde aparentemente bastaba con ser buenísima pero en realidad no; no hacía falta que fuera un cuento de Dickens, pero la verdad es que esta especie de bestia feroz que es Tonya Harding interpretada por Margot Robbie, una que lucha por su liberación y solo resplandece cuando patina, es una criatura inolvidable. La película a su alrededor, en cambio, más preocupada por ser canchera y explotar una y otra vez el mismo chiste de los blancos brutos, no le hace justicia. ~
El arco que describen la mayoría de las historias de amor desde la primera mirada de deseo hasta la dolorosa extinción quizás tenga menos variaciones de las que una podría imaginarse, y por lo tanto mostrarlo una vez más y revestirlo de una intensidad especial –o, sobre todo, hacer que tenga la relevancia de un verdadero descubrimiento– es más difícil de lo que parece. Por eso uno de los mayores méritos de Call me by your name, la película de Luca Guadagnino basada en un guión de James Ivory (basado, a su vez, en la novela homónima de André Aciman), es trabajar con lo absolutamente previsible y al mismo tiempo filmarlo como un acontecimiento trascendental, capaz de revolver en lxs espectadorxs cada amor, cada dolor, no en el sentido que les hayamos dado una vez que terminó la historia sino en las impresiones vívidas que marcaron cada una de sus etapas. Que los protagonistas de ese amor sean dos chicos, un adolescente que vive en Italia llamado Elio (Timothée Chalamet) y un universitario estadounidense, Oliver (Armie Hammer), hermosos como dioses griegos, no hace necesariamente que esta historia sea la de un amor gay pero sí la carga de una intensidad extra: la del secreto, o de esa atracción fulminante que tiene lugar en el verano de 1983 mientras todos están pensando que Elio y Oliver se bañan juntos o pasean en bicicleta como dos amigos. De más está decir que, para retratar un momento paradisíaco, Guadagnino filmó el paraíso. Ese norte de Italia soleado y rebosante de vida, la casa enorme pero no lujosa de los padres de Elio, el ambiente intelectual en el que todos están inmersos, los cuerpos elásticos y esculturales de los jóvenes que en algún momento se comparan con estatuas helénicas, los durazneros cargados de fruta en el jardín: hay una plenitud en todo lo que rodea a Oliver y Elio, una saturación tan alta de belleza y de placer que parece como si la naturaleza, el arte mismo, el país, se hubieran conjugado para ofrecer a manos llenas el mejor escenario posible para el amor que deberá nacer. Ese mundo luminoso produce un efecto hipnótico a lo largo de las más de dos horas que se toma Guadagnino para recorrer el espectro del deseo, pero también y sabiamente, esconde cierto peligro en ese exceso. Porque desde el principio la película, que sigue paso a paso la relación entre los chicos desde la llegada de Oliver hasta su partida –y un poco del invierno que viene después–, hace foco en la manera en que el visitante devora un huevo pasado por agua durante el desayuno o se toma en dos tragos un vaso de jugo de duraznos; Elio todavía es demasiado joven y mira todo sin saber lo que está viendo, pero esa sensualidad, esa potencia devoradora de Oliver es algo que en su momento lo va a llenar de angustia. También es interesante en este punto la búsqueda de Elio entre cuerpos distintos, primero con una amiga, Marzia (Esther Garrel), con la que practica algo así como la mímica del enamoramiento -el sexo después de la fiesta, los besos en un callejón- y después con Oliver; la pobreza de una experiencia frente a la sublimidad de la otra hacen que en la película aparezca una verdad del amor tan poco frecuentada como es su costado intolerable, esa contradicción por la cual la intensidad de una pasión debe apagarse como se apagan esas estrellas que forman agujeros negros. Y por más que Call me by your name se trate de un amor de verano y de juventud, las líneas se amplían: es el padre de Elio, progre hasta lo milagroso, casi como un dios compasivo –como ese dios que nos atreveríamos a imaginar sabiendo que no existe–, el que recoge la experiencia del hijo y la pone en perspectiva, como si la película fuera una fábula en la que no se puede aprender del amor sin aprender también a llorar frente al calor de ese fuego.
Hay dos versiones principales del mito de Ifigenia: en ambas, cuando la flota griega parte hacia Troya el viento se detiene por completo y un oráculo revela al rey Agamenón que la diosa Ártemis está impidiendo la navegación porque Agamenón mató a uno de sus ciervos sagrados. Ahora Agamenón tiene que sacrificar a su propia hija, a pedido de la diosa, para que el viento vuelva a soplar y los héroes griegos puedan llegar a Troya. En algunas versiones, como la de Eurípides, Ifigenia es efectivamente sacrificada; en otras, Ártemis la rescata para convertirla en su sacerdotisa y la reemplaza por una cierva. Como sea, semejante historia donde la culpa del padre -que tiene que ver con transgredir un orden sagrado- se trasmite de modo directo a los hijos, que después de todo son su posesión, no dialoga tan fácilmente con el presente. Y aún sí, el cineasta griego Yorgos Lanthimos la convirtió en el motivo central de su nueva película, El sacrificio del ciervo sagrado (2017), donde la familia no está puesta en el centro de una épica que la excede y atañe al destino de todo un pueblo sino recortada en su más estricta versión burguesa y centrada en el hogar. Los integrantes de esa familia son los protagonistas casi excluyentes de una película sin mundo, excepto el que pueda representar esta familia tipo que habita una elegante casa con jardín, comandada por un padre y una madre médicxs: Steven Murphy (Colin Farrell) es un cirujano exitoso, de barba freudiana; Anna es oftalmóloga y a pesar de que también trabaja, en la película solo se la ve como una perfecta ama de casa. La relación entre ellxs está definida al comienzo de la película por la buena disposición de ella para satisfacer el fetichismo del marido en la cama, cuando se desnuda y luego de preguntarle, como la constatación de algo familiar: “¿Anestesia general?”, se hace la desmayada para que él pueda cogérsela como le gusta, en una fantasía que cruza la cama y el quirófano. Anna y Steven tienen dos hijos, una chica de 14 y un nene de 10, que son impecables. Hay un chiste al respecto que sugiere alguna clase de comedia rara que Lanthimos al parecer creer haber filmado (y es cierto que solo reírse de sí misma podría salvar a esta película, aunque hasta en esto se queda a mitad de camino) y es cuando, reunidos alrededor de la mesa a la hora de la cena, los miembros de la familia comentan cuál de ellos tiene lindo pelo hasta que la madre, zanjando la cuestión en el tono robótico que caracteriza todos los diálogos de la película, afirma que todos ellos tienen el pelo muy lindo. Previsiblemente, la prolijidad extrema de la vida de la familia Murphy se quiebra cuando aparece en escena Martin (Barry Keoghan), un chico de 16 que tiene una relación extraña y manipuladora con Steven. Construida como una ecuación matemática, El sacrificio del ciervo sagrado no tarda mucho en exponer sus premisas: Martin es el hijo de un hombre que murió en el quirófano mientras era operado por Steven. Revestido de algún poder sobrenatural que no importa explicar, ahora vuelve para vengarse y le dice a Steven que a cambio de esa muerte, si quiere que su familia siga viviendo tiene que sacrificar a uno de sus miembros. De lo contrario, todos van a quedarse paralizados y eventualmente morir. El corte que hace la película con todo lo que exceda a estos tres o cuatro elementos y personajes es tan drástico que no hay a qué remitir ese poder de castigo que detenta Martin, explicable solo por un capricho de guión. El sacrificio del ciervo sagrado tiene por eso un carácter experimental, en el sentido de que homologa el cine a poner cuatro o cinco ratas en una caja de vidrio e inocularles algún tipo de veneno más que a narrar una historia. Alguien podrá encontrarle sentido a ese juego, pero lo cierto es que además juega con piezas muy vetustas, en especial con una idea de familia que el cine lleva casi un siglo desmontando como artificio de maneras mucho menos pretenciosas y más creativas.